Exégesis y creación
La práctica de la exégesis, de la interpretación y explicación de los textos, es tan antigua como la creación literaria misma (en realidad, la interpretación no es más que la otra cara de la creación). Las grandes obras literarias de la Antigüedad: los poemas de Homero y de Hesíodo, las obras de Platón, Sófocles, Aristóteles, Eurípides, los poemas de Virgilio, el Antiguo Testamento, y muchas obras más fueron objeto de comentarios e interpretaciones a lo largo de los siglos, de manera que propiciaron la creación de métodos y técnicas para "acceder" a ellos —como el llamado accessus ad auctores-, y ayudaron a definir los diversos modos —o sentidos— en que había de interpretarse un mismo texto (literal, alegórico, tropológico o moral, anagógico). En el mundo cristiano, los Padres de la Iglesia aprovecharon esta tradición clásica y la adaptaron a la exégesis bíblica.1 De esa manera, marcaron la pauta para toda la interpretación que se haría en torno a la Biblia —y a muchas otras obras— con el correr de los siglos.
Los dos cauces de esta tradición exegética —el clásico y el bíblico— corrieron paralelos a la creación literaria, moldeándola y, al mismo tiempo, dejándose moldear por ella en diferentes grados y modos. Durante el período barroco de nuestras letras ambos cauces se dejaron sentir con fuerza en la prosa y en la poesía cultas. Por una parte, la exégesis bíblica siguió viva en los tratados teológicos y, sobre todo, en los sermones, que tuvieron enorme presencia en la vida cultural, literaria y religiosa de la sociedad barroca a ambos lados del Atlántico, determinando en buena medida los temas y las formas de ciertos géneros poéticos y dramáticos. El otro cauce de la tradición exegética, el de los comentarios a los poetas de la Antigüedad, fue también determinante para la creación literaria culta de los siglos XVI y XVII. En efecto, y en buena medida gracias a los trabajos de los humanistas del Renacimiento, que recuperaron los escolios y comentarios a los autores de la Antigüedad, la tradición exegética clásica se prolongó vigorosamente en los comentarios —y autocomentarios-a los poetas más importantes de las literaturas vernáculas (Dante, Petrarca, Tasso, Ariosto, y en lengua española Juan de Mena, Garcilaso, Góngora). La impronta que dejó este tipo de exégesis en la creación de los poetas cultos del Siglo de Oro tiene una importancia que no puede soslayarse, y dos brillantes ejemplos de ello son las obras de Góngora y de sor Juana: en ambas por igual puede escucharse un continuo diálogo (explícito o implícito) con la exégesis clásica y con la bíblica, esta última transmitida principalmente a través del sermón, como hemos dicho.
Un ejemplo ilustre del diálogo que la obra de la monja establece con la exégesis bíblica es la Crisis de un sermón (o Carta atenagórica), que es precisamente eso: una crítica puntual de un sermón. El autor de éste era el famoso jesuita portugués António Vieira (1608-1697). La Carta atenagórica se publicó sin saberlo sor Juana (que tampoco fue responsable de ese pomposo título, impuesto por el editor), y dio origen a una serie de ataques abiertos —y también de defensas— en contra de la obra y de la monja novohispana y de su inclinación por el estudio (Rodríguez Garrido 2004, y Alatorre y Tenorio 1998). Claramente, algunos miembros del poder eclesiástico no vieron con buenos ojos que una monja se pusiera a analizar "puntos" de teología, y menos aún que se atreviera a exponerlos como lo había hecho. Al igual que tampoco resultaba aceptable que la misma monja mostrara a todos su excelente manejo de la filología y de la cultura clásicas, como había hecho años atrás en esa gran máquina de conceptos, eruditamente engarzados, explicados y comentados, que es su Neptuno alegórico. Pero sor Juana no podía evitar su inmensa curiosidad, su insaciable sed de leer y de comprender a fondo todo lo que leía, que defendió con tanta pasión como lucidez en su Respuesta a sor Filotea de la Cruz. También defendió en su Respuesta... la importancia de la erudición y del saber filológico para la comprensión de los textos sagrados: "No hay duda de que para la inteligencia de muchos lugares es menester mucha historia, costumbres, ceremonias, proverbios y aun maneras de hablar de aquellos tiempos en que se escribieron, para saber sobre qué caen y a qué aluden algunas locuciones de las divinas letras" (Respuesta... 1995: 446, ll. 1062-1067). Y pasa después a dar varios ejemplos de pasajes "no sólo de las letras divinas sino también de las humanas" que no se entenderían plenamente sin una serie de saberes, y de ahí concluye la necesidad de la exégesis: "Y así [por eso] hay tanto comento de Virgilio y de Homero y de todos los poetas y oradores" (467, ll. 1101-1102).
Si bien el diálogo que se establece entre el verso y la exégesis suele no ser tan explícito como el que se da entre ésta y la prosa, también en la obra poética y dramática de sor Juana se encuentran abundantes ejemplos de este diálogo con los comentaristas de poesía y con los exégetas bíblicos pasados y presentes. Ejemplo de ello son el Primero sueño y varios romances. Pero, sin duda, donde el diálogo con la exégesis bíblica puede escucharse con mayor claridad es en sus villancicos y sus autos sacramentales, géneros muy en boga durante el siglo XVII, y de los cuales sor Juana representa en buena medida la culminación.
Habida cuenta de la no tan velada hostilidad del poderoso jesuita Antonio Núñez hacia la actividad intelectual de la monja, no es de extrañar que ella jamás hablara abiertamente de su trato cotidiano con los comentarios bíblicos, ni del abundante contenido exegético y teológico de sus autos y villancicos. Tampoco sorprende que pretendiera incluso disimular o restar importancia a la presencia de asuntos teológicos o simplemente "sagrados" en su obra: "...os confieso [...] que el no haber escrito mucho de asuntos sagrados no ha sido desafición, ni de aplicación la falta, sino sobra de temor y reverencia debida a aquellas Sagradas Letras, para cuya inteligencia yo me conozco tan incapaz, y para cuyo manejo soy tan indigna" (Respuesta... 443, ll. 131-135; cursivas mías). Pero no debemos atribuir este disimulo, o este restar importancia a sus reflexiones teológicas, a mera modestia de la monja, como hace Alfonso Méndez Plancarte, sino a una sutil estrategia para protegerse de las posibles represalias de las instituciones religiosas por haber hecho precisamente eso: meterse en asuntos teológicos.2 El devoto editor de sor Juana no quiso ver en estas líneas una estrategia de la monja para disimular que la persiguió siempre el diablo de la exégesis.3
El auto sacramental
Como es bien sabido, este género dramático, que llegó a ser un medio muy eficaz para ilustrar y difundir entre el pueblo creyente el misterio de la Eucaristía, había llegado a su cumbre con Calderón. Su planteamiento, basado en el recurso de la alegoría, consistía en asociar una cuestión teológica con una fábula o intriga dramática, y se apoyó en el pensamiento conceptista, en la agudeza barroca, lo mismo que en los recursos teatrales y escenográficos. El auto sacramental traduce a una forma dramática la argumentación teológica con la finalidad de hacer comprensibles los misterios religiosos, y en ese sentido es literatura exegética. Mercedes Blanco ha hecho reflexiones interesantes sobre el parentesco entre el auto sacramental y el sermón, que "no se basa únicamente en una identidad pragmática, en una enunciación dotada de requisitos circunstanciales e intenciones comunes. El parentesco entre ambos géneros es también formal" (75-76).4
En un auto sacramental atribuido a Pérez de Montoro que se conserva manuscrito en la Biblioteca Nacional de Madrid5 el personaje de Lucifer habla con Gil, un sencillo pastor, sobre el misterio de la Encarnación de Dios y de la Redención del hombre. En su intento por convencer a Gil de que es absurdo creer que Dios se convirtió en un simple hombre para salvar a la Humanidad, Lucifer argumenta astutamente que cuando alguien pretende cambiar, pasando de ser una cosa a ser otra diferente, por fuerza deja de ser lo que antes era; luego cuando Dios baja al mundo a hacerse hombre, necesariamente dejará de ser Dios y por tanto perderá todo su poder:
Lucifer
cuando una cosa pasa
de un ser a otro es notorio
no ser lo que de antes [era].
Luego si Dios poderoso
baja al mundo a hacerse hombre
fuerza es pierda de su solio...
(f. 217 r.)
Al concluir su breve y muy heterodoxa argumentación silogística, el Diablo se vuelve, un tanto aprehensivo, a Gil con intención de tantearlo, y le pregunta: "¿entiéndesme lo que digo?" El pastor contesta curándose inmediatamente en salud:
Yo, señor, no so tólogo
ni letrado, y no sé
lo que digo,
ni lo que oigo sé tampoco,
porque yo
so hombre poco mañoso
en esas cosas, y yo
no só más que Gil Chamorro,
hijo de Chamorro Sánchez,
sobrino de otro Chamorro,
nieto del tamborilero
Chamorro Gómez de Oropos,
y nieto de la Chamorra,
hijo del bragado Osco,
sobrino de la comadre:
la raíz de los Chamorros.
La respuesta sanchopancesca del buen Gil cumple muy bien con la función de aligerar para el espectador la carga del razonamiento teológico que acaba de hacer Lucifer; una carga doble, por cierto: en cuanto a su forma silogística y en cuanto a la peligrosidad de su contenido, pues pretende demostrar, nada menos, que Dios, una vez encarnado, forzosamente dejará de ser Dios. Por tanto no debió extrañarle a los espectadores del auto que el pastor haya querido curarse en salud y, sin atreverse a ponderar la proposición de Lucifer, haya prorrumpido en una sarta de negaciones (no soy teólogo, ni letrado, no sé lo que digo, ni lo que oigo... yo... no soy...).6
Dejando aparte la digresión genealógica de tono jacaresco en la que se engancha el gracioso a continuación, la reacción de este personaje en el auto de Montoro recuerda la que despliega sor Juana en una de sus "Letras a san Bernardo". Muy al estilo de los juegos de villancicos, las "letras sacras" se escribían —y se musicalizaban— ex profeso para alguna festividad litúrgica o religiosa, y este conjunto de 32 letras fue compuesto por la monja para la inauguración del templo dedicado a san Bernardo en la capital de la Nueva España en junio de 1690 —diez años antes de la representación del auto de Montoro y cuatro antes de la muerte del villanciquero español-. En el caso de esta fiesta, que fue celebrada por todo lo alto con fuegos artificiales, música, pinturas, justas poéticas y todas las manifestaciones de rigor, se hizo un novenario al que acudieron otros tantos predicadores de renombre (Antonio Núñez entre ellos), que predicaron ocho sermones y un panegírico fúnebre.7
Según una norma que debían seguir los oradores sagrados cuando predicaban en ocasiones especiales como ésa, había que "hacerse cargo de las circunstancias", es decir, a la hora de preparar un sermón había que tomar en cuenta todos los pormenores del lugar, ocasión, festividad del calendario litúrgico, santoral, acontecimiento civil o político, etc., en que se iba a predicar, factores de los que dependía el tipo de público, todo lo cual podía resultar bastante complicado. En esta ocasión, por ejemplo, los sermones debían hacerse cargo por lo menos de tres aspectos para "concertarlos": la construcción del templo de san Bernardo, la vida y virtudes del santo y, además, la virgen de Guadalupe, a quien también estaba dedicado el nuevo templo, de acuerdo con la voluntad del difunto patrocinador. Y algo muy parecido a lo que ocurría con los sermones ocurría también con los villancicos y letras, que también se componían ex profeso para determinadas fiestas y se presentaban (¿o representaban?) dentro de la iglesia.8
En la letra XX de sus 32 "Letras de san Bernardo" sor Juana finge socarronamente que va a asumir, por un instante, el papel del predicador (o "tólogo", como diría Gil Chamorro), pero en seguida se retracta de semejante empresa:
Templo, Bernardo y María,
buenas circunstancias son
para poder concertarlos,
a ser yo predicador;
mas no, no, no, no:
que no soy yo sastre
de tanto primor.
(2004a: 202, vv. 1-7)9
Cinco negaciones seguidas, llenas de fingida vehemencia en contra de su vocación exegética, para, un par de líneas más adelante, volver a caer en la tentación de empezar a imaginarse las cosas que ella podría discurrir si tuviera que hacer un sermón (¡Si tan sólo hubiera podido...!):
Mas, supuesto que lo fuera,
¿qué cosas dijera yo,
andando de texto en texto
buscando la conexión?
Mas no, no, no, no:
que no soy yo sastre
de tanto primor.
(vv. 8-14)
Igual que Gil Chamorro, sor Juana tiene buen cuidado de rechazar muy explícitamente la tentación de la exégesis, y lo hace adoptando en cierta manera la voz del gracioso. Pero, si el interlocutor que tienta a Gil es Lucifer, ¿quién es el interlocutor de sor Juana que quiere que se ponga a hacer exégesis, a concertar agudezas y a elaborar conceptos que relacionen varias cosas diversas entre sí, especialmente en ese año que había sido tan difícil para ella a causa de su crítica al sermón de Vieira?
Sabemos, por lo pronto, que es un "interlocutor" muy tenaz en su esfuerzo por llevar a la monja por el camino de la exégesis. Lo vemos asomar a cada paso en su obra. Otro de tantos ejemplos son los "Villancicos a san José" (también escritos, al parecer, en ese año de 1690), que encierran en breve espacio un considerable contenido teológico, a la vez que utilizan formas y recursos propios de la oratoria sagrada. Tanto el contenido preciso como su formulación en estos villancicos pueden provenir incluso de manera bastante directa de algún sermón conocido de la época, como es el caso del "Sermón de san José", del predicador español fray Diego de la Vega.10 Veamos, dentro de estos villancicos, uno solo entre muchos ejemplos de esta comunidad de recursos y temas: en el último villancico de la serie (el número XII), sor Juana desarrolla una argumentación digna de los mejores sermones conceptistas de su siglo: las coplas comienzan diciendo que, en el caso de que Dios pudiera hacer otro dios tan bueno como Él mismo, entonces haría otro José, ya que al padre de Jesús en la Tierra le dio todos los poderes posibles. Pero inmediatamente surge una objeción: Dios, encarnado en Cristo, quiso obedecer a su padre putativo; por tanto hacer a éste igual en todo a Dios no sería una fineza tan grande, pues la obediencia entre iguales no es lo mismo que la obediencia de Dios hacia un simple hombre, que es la fineza especial que Dios quiso tener con José. Para concluir, este último villancico nos presenta una paradoja que sirve para caracterizar de manera brillante a José: por una parte se pondera su grandeza, pues fue un hombre que llegó a tener una carga mayor que la del propio Dios: "Más sustentaba que Dios, / a mi modo de entender, / pues Dios lo sustenta todo, / y él daba a Dios de comer; / y tuvo, a fe, / súbditos mejores, / pues que Dios lo fue" (2004a: 148, vv. 17-23). Y por la otra parte se reflexiona sobre la pequeñez humana del padre putativo de Jesucristo —y la nuestra— en una especie de peroratio que funcionaría como excelente remate de cualquier pieza de oratoria sagrada barroca: "¡Que toda nuestra grandeza / venga de la pequeñez, / y que esté / nuestro ser, por bajo, / en tan alto Ser!" (vv. 26-30).
Claramente, la monja estaba más que consciente de la carga de contenido teológico que llevaba esta serie de villancicos. También sabía de sobra que hablar de teología era cosa delicada en la Nueva España del siglo XVII, sobre todo para una mujer. Concluye entonces la ponderación anterior —y esta serie de villancicos— tratando, una vez más, de curarse en salud: "Yo no entiendo tan gran santo; / de mí solamente sé / que desde luego detesto / lo que no sonare bien; / y estaré / a lo que corrija / nuestra Santa Fe" (vv. 31-37).
De nuevo parece que sor Juana nos sonríe socarronamente tras las líneas. Acaba de aventurar en un villancico, así, como quien no quiere la cosa, una agudeza compleja que bien podría haberle dado material para un sermón a cualquiera de los predicadores importantes de su tiempo y, cuando acaba de formularla, ella misma la hace estallar como si sólo se tratara de una burbuja.
Pero volvamos al auto sacramental, género que por su estructura misma, por su contenido dramático y alegórico y también por su finalidad didáctica, tolera quizá mejor que otros las glosas y, en general, las intervenciones metadiscursivas del autor. No debemos olvidar que se trata de un género en buena medida exegético. Es muy elocuente la definición que da de él Calderón de la Barca, el más prolífico y más grande autor de autos sacramentales, en boca de uno de los personajes de su auto La segunda esposa (1649). Los autos, dice, son:
Teología representable. Exactamente. Gracias a su estructura dramática, los autos sacramentales permiten al autor, además de explicar con atractivas alegorías los principales misterios de la Redención y la Eucaristía, valerse del discurso del otro para expresar todo tipo de dudas, glosar, hacer comentarios (más o menos maliciosos, más o menos serios) relacionados casi siempre con asuntos de fe y doctrina. Y, lógicamente, ese otro, alter ego del autor, es nada menos que la inteligencia destructiva: Lucifer, el Diablo, Lucero, personaje en más de cuarenta autos de Calderón y, para algunos, el verdadero protagonista del auto sorjuanino El cetro de José. En esta pieza, según cálculos de Daniel Lee, un 20 por ciento de los versos están puestos en boca de Lucero, o un 43.7 por ciento, si se considera los que están en boca de otros cuatro personajes que, en realidad, son otros tantos aspectos alegorizados del mismo Diablo (Lucero): Inteligencia, Ciencia, Envidia y Conjetura (Lee: 80).
Lucifer aparece desde la segunda escena junto con su mujer (Inteligencia), su amante (Ciencia), y sus dos hijas (Envidia y Conjetura), y se queja amargamente de su estado, falto ya de hermosura y de gracia pero acompañado siempre por Inteligencia, que lo tortura:
Lucero:
Hermosa Inteligencia, esposa mía,
que desde aquel primer dichoso día
que tuve ser en tan dichosa Esfera,
has sido, con la Envidia, compañera
de mi varia fortuna, tan constante,
tan fina, tan fiel y tan amante,
que no te has desdeñado
de estar conmigo en tan terrible estado,
cuando Hermosura y Gracia me dejaron
y en el Solio Supremo se quedaron,
y sólo tú constante, sin dejarme,
al Abismo bajaste a acompañarme,
quizá porque en mí fuese más tormento
tener tan perspicaz entendimiento
(Cruz 2004b: 201-202, vv. 27-40; cursivas mías).
Y unos versos más adelante, Ciencia remacha: "Bien has dicho, Lucero, / que soy yo tu tormento más severo." Esa compulsión por conocer, por andar "de texto en texto, buscando la conexión", es inevitable causa de sufrimiento, como supo demasiado bien sor Juana y como lo expresó tantas veces en prosa y en verso: "El ingenio es como el fuego: / que, con la materia ingrato, / tanto la consume más / cuanto él se ostenta más claro".11 Octosílabos que traen a la mente los endecasílabos de Muerte sin fin que se escribirían casi tres siglos más tarde: "¡Oh inteligencia, soledad en llamas, que todo lo concibe sin crearlo!"
Y sin embargo, para Lucifer —como para sor Juana— la tentación de saberlo todo, de comprender más y más, es irresistible. Todo su Primero sueño es portentoso testigo de ello. En la escena XX de El cetro de José, Lucero y dos de sus derivaciones alegóricas (su esposa Inteligencia y su hija Conjetura) se ven intimidados por la repentina aparición de Profecía. Como se trata de un poder divino, su belleza y su conocimiento de la verdad resultan avasallantes para Conjetura, que sale huyendo atemorizada (vv. 1107-1115). Pero Lucifer, que se queda por unos momentos solo en el escenario deslumbrado por la belleza de la Profecía divina, no renuncia a su deseo de una comprensión cabal de sus palabras; y cuando vuelve a escucharse, en la siguiente escena (XXI), la poderosa voz de aquélla, que viene de lo alto, el Diablo comenta: "Pero ya la Profecía / canta, y aunque yo la letra / sólo entiendo, y no el sentido, / es preciso que la atienda" (vv.1157-1160).
Y esa necesidad de comprender el sentido más allá de la letra será lo que llevará al fatal desenlace del auto —fatal para Lucifer y compañía— pues, por no resistir la curiosidad, el Diablo tendrá que sufrir una vez más la inquietante mención que hace Profecía del "Pan de Vida" que, para serlo, "ha de dejar de ser pan":
El pan aquí, con afán,
es sustento y es comida;
y allá será el Pan de Vida,
cuando deje de ser pan
(vv. 1170-1173)
Tras escuchar estas palabras, Lucifer empezará a debatirse en su intento por explicar el enigma contenido en ellas, escudriñando en las ciencias que conoce bien, hasta dar con algo que puede servirle: nada menos que el proceso de la digestión. Mediante la digestión de la hostia consagrada podría, quizás, explicarse ese pan misterioso que ha de volverse Pan de salvación cuando deje de ser pan:
Y si acaso se interpone
la corrupción, para que
otra nueva forma tome,
repudiada la primera,
ya después que se transforme,
no quedará Pan.
(vv. 1206-1211)
Pero inmediatamente vuelve Lucifer sobre sus propios pasos:
...Pues ¿cómo
que un Pan de Vida propone?
Dejar de ser pan el pan,
fácil es, si se corrompe
y admite otra forma: que es
conforme al natural orden
que tiene Naturaleza
en todas sus sucesiones.
¿Pero ser Pan, y no pan?
¿Quién estas contradicciones
podrá concertarme? Pero...
(vv. 1211-1219; cursivas mías).
Lucifer recuerda aquí el tipo de razonamiento con que su mismo personaje había intentado seducir al sencillo Gil en los versos del auto de Montoro citados más arriba. También en este auto de sor Juana habla el Diablo de concordar contradicciones —o circunstancias inconexas entre sí— como hacían los predicadores en sus sermones y como también hace sor Juana en sus letras a san Bernardo. En el auto sorjuanino, la curiosidad de Lucifer lo lleva a tener que escuchar el esclarecimiento que hacen Profecía y otros personajes del resto de los enigmas, y también la explicación del simbolismo del trigo en la Eucaristía, los cuales le hacen sufrir de manera palpable, pues le hacen vislumbrar "cuán terrible será el fin / de quien es tal el principio" (vv. 1586-1587). Pero a estas alturas del auto las conjeturas han sido demasiadas: el diablo exégeta no puede ya concertar más contradicciones ni plantear más silogismos, y tiene que salir huyendo para no ver el triunfo final del sacramento.
Parece, pues, claro que, durante los siglos áureos, los autores dramáticos, los poetas y los villanciqueros convivieron, más o menos armónicamente, con el Diablo de la exégesis. Todos ellos se habían familiarizado con él en la iglesia gracias a los sermones escuchados a lo largo de todo el año, sermones cuyos recursos formales y discursivos marcaron la pauta para la interpretación de los textos bíblicos, e incluso influyeron de manera importante en la interpretación de otros tipos de textos. En menor medida, también contribuyeron al florecimiento y a la divulgación de la exégesis los autos sacramentales y los villancicos, géneros que, por su naturaleza, su función y sus condiciones de recepción, compartieron bastantes rasgos entre sí.12 Su relación con la teología —pero, ojo, no una relación de identidad— y su vocación exegética no son los menores de estos rasgos y, como hemos visto, son aspectos que por otra parte los acercan al sermón. Los tres —villancicos, autos y sermones— son manifestaciones del temperamento creativo que establece más o menos tensión con el temperamento analítico, más afín al rigor científico, que produce la teología "dura y pura".
Unas palabras que el médico Huarte de san Juan escribió en su Examen de ingenios (1575) pueden servir para concluir estas líneas.13 Huarte hace, por una parte, una fina distinción entre el teólogo (a quien llama "teólogo escolástico") y el predicador (a quien llama "teólogo positivo"); y por otra señala ciertos paralelismos entre el predicador y el poeta ya que, a su modo de ver, ambos son débiles de entendimiento y, por tanto, solo capaces de alcanzar un conocimiento superficial de las cosas. Al mismo tiempo, observa el médico, ambos tienen buena imaginativa y memoria, y con ellas el poder temible de encantar a auditorios enteros y llevarlos tras sí. Por esa razón, concluye Huarte, el predicador [y el poeta] ha de consultar al teólogo para no equivocarse en sus sermones, porque: "...aquellos que juntan mucha memoria con mucha imaginativa y son faltos de entendimiento [...] se llevan todo el auditorio tras sí, y lo tienen suspenso y contento" (y añade: "...pero cuando más descuidados estamos amanecen en la Inquisición" (464-465).
Y el hecho es que tener en cuenta la semejanza de temperamentos, de medios de expresión y de jurisdicciones entre poetas y predicadores durante los Siglos de Oro puede seguir siendo útil cuando nos acercamos a la creación y a la crítica literarias de la época colonial, e incluso a las de nuestra época, en la que, a diferencia de aquellos siglos, el "investigador-académico" y el "escritor-autor" (ensayista, poeta, narrador o autor dramático) se empeñan en trabajar cada uno de espaldas al otro.