I. Théophile de Viau
El libertinaje abarca dos siglos en la historia literaria francesa durante los que se traza el arco de una corriente caracterizada por la contestación y el escándalo. El primer libertinaje, conocido generalmente como libertinaje “erudito”, tiene en el poeta Théophile de Viau (1590-1626) a su figura más prominente. Conocido en el círculo literario por licencioso y por su poca destreza técnica, él mismo acepta su inconstancia en “Élégie à une dame”: “Mon âme imaginant n’a point la patience / De bien polir les vers et ranger la science: / La règle me déplaît, j’écris confusément” [Mi alma que imagina no tiene la paciencia / de pulir los versos y disponer la ciencia: / La regla me disgusta, escribo de manera confusa] (vv. 117-119). No obstante, esto que parece un defecto puede leerse a la luz de su rechazo a la imitación de los clásicos, es decir, su rechazo a la tradición. Su interés reside, sobre todo, en la creación de un nuevo lenguaje: “Il faudrait inventer quelque nouveau langage, / Prendre un esprit nouveau, penser et dire mieux / Que n’ont jamais pensé les hommes et les dieux” [Habría que inventar algún nuevo lenguaje, / Poseer un nuevo ingenio, pensar y decir mejor / De lo que nunca han pensado los hombres y los dioses] (vv. 154-156).
Según Antoine Adam, dentro de su poesía hay ideas provenientes del naturalismo italiano (136) que causaron polémica en el seno de la iglesia. En un poema que De Viau consagra al conde De Candale, uno de sus primeros protectores, la materia es un reservorio de todas las formas que los elementos (fuego, aire, tierra, agua), mediante asociaciones, podrán brindar a nuestro único universo: “La trempe que tu pris en arrivant au monde / Était du feu, de l’air, de la terre et de l’onde: / Immortels éléments dont les corps si divers / Étrangement mêlés font un seul univers” [El temple que aceptaste al llegar al mundo / Era de fuego, de aire, de tierra y de agua: / Inmortales elementos cuyos cuerpos tan diversos / Sorprendentemente mezclados hacen un único universo] (vv. 5-10). En estos versos lo escandaloso puede advertirse en la concepción materialista de los cuatros elementos que difuminaría al alma de extracción católica en una sociedad radicalmente religiosa. Al respecto, todos los escritores sometidos a la censura eclesiástica de su tiempo, debían utilizar diversas estratagemas para burlarla. En el caso de nuestro poeta, un ejemplo de ello fue la publicación de la traducción de un texto de Platón (Fedón o Sobre el alma). El texto de Théophile de Viau, que en realidad era un conjunto de paráfrasis para introducir sus ideas (Adam: 178), se intituló Traicté de l’immortalité de l’âme y ponía sobre la mesa la discusión acerca de la metempsicosis. Idea que unida a la concepción de los cuatro elementos, expuesta brevemente en los versos del poema dedicado a Candale, era bastante transgresora pues podía prestarse a creer que la transmigración podía darse en un cuerpo animal o mineral, idea contraria a la doctrina de la encarnación divina en el cuerpo humano. Evidentemente, cuando De Viau fue sometido a juicio en 1623, uno de los elementos tomados en cuenta fue la publicación de ese Tratado (178).
Según Claude Reichler, el proceso judicial al que el poeta se vio sometido por ateísmo y libertinaje, así como su muerte, supusieron un punto de inflexión en la historia del libertinaje literario. En ese clima de endurecimiento político y religioso, ningún escritor libertino quería mostrarse: “Los libertinos se esconden, los escritores disimulan, los eruditos se repliegan en cenáculos y academias y se esfuerzan por vestir su pensamiento con referencias al aristotelismo escolástico” (16-17).2 Hubo un repliegue de la contestación pública que caracterizaba al libertinaje hasta ese momento. En el retrato que Reichler hace de los libertinos de esa primera parte del siglo XVII nos los muestra bajo un esplendor insospechado [splendeur insoupçonnée] con el que exigían la reivindicación del cuerpo, de las costumbres, de la crítica al poder político, de todas las prácticas sociales y culturales. Los descubrimientos científicos (Copérnico, Galileo) que habían tenido lugar hacía poco ayudaron a despojarlos de las verdades absolutas de su tiempo y a apuntalar un Yo que quería ser cada vez más autónomo.
Y, sin embargo, esa embriaguez tan propia de un libertinaje que se quiere ruidoso, excesivo, no era sino el rostro más superficial de un movimiento más grande. Antoine Adam subraya: “Es un vasto movimiento en el que confluyen las tendencias más diversas, las corrientes de ideas más poderosas de la Europa intelectual” (432).3 Y, para esa corriente librepensadora, la razón era la facultad más valiosa para la “reforma social” con la que esos intelectuales querían dar forma a una nueva humanidad (432).
No obstante, hay que tener en cuenta que, en el mismo siglo, una división controversial se hace presente en la esfera pública. En efecto, en el auge de la física y la geometría que, mediante la razón, habían hecho repensar el mundo (la posición de la tierra respecto al sol) y colegir leyes a partir de correspondencias que no son visibles (la ley de la gravedad), Descartes creía que los sentidos no eran fiables y los asociaba al dominio mecánico, material, del cuerpo. Robert Jacques señala que en las búsquedas astronómicas es donde puede verse de manera simple este “engaño” pues los ojos perciben al sol, por ejemplo, como algo muy pequeño cuando en realidad su tamaño sobrepasa al de la Tierra (29). Así que, ante ese estado de las cosas, lo único en lo que podíamos confiar era en la razón. El hombre entonces presenta una división paradigmática entre el cuerpo (materia) y la razón, que no ocupa espacio en el cuerpo humano, es decir, no es material. Cuerpo y la razón son de órdenes distintos (cfr. Charles: 148). Y para cerrar el círculo, lo que a partir de ese momento daría la medida de lo humano sería la razón, privilegio del que gozaba el alma en épocas anteriores (Jacques: 28). Descartes lo escribe así:
deduje que yo era una substancia cuya naturaleza o esencia era pensar, y que para ser no necesitaba ningún lugar ni dependía de ninguna cosa material; de modo que este yo, es decir, el alma, por la que soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo, y aun más fácil de conocer que él, y aunque el cuerpo no existiera, ella no dejaría de ser todo lo que es (65).4
En esta reflexión de Descartes, hay una identificación del Yo con el alma [âme] que piensa, es decir, la razón. Aunque el cuerpo desapareciera, escribe Descartes, la razón no dejaría de ser lo que es. Parece que, más que una división, había un deseo de prescindir del cuerpo.
II. El repliegue
La muerte de Théophile de Viau supuso entonces una retirada de los libertinos. Parecía en efecto que el cuerpo contestatario debía esconderse para su supervivencia, en un movimiento que podía resumirse en la frase de Cremonini, filósofo italiano de la segunda mitad del siglo XVI: “intus ut libet, foris ut moris est” [à l’intérieur, fais ce qu’il te plaît, à l’extérieur fais selon la coutume] (Reichler: 22). Caras del libertinaje, la faz pública y el fuero interno, que se acomodaron bien en el ambiente mundano del siglo XVII; época en la que la conversación fue paulatinamente secularizándose en aras de la cortesanía [complaisance] y la civilidad [honnêteté]; lo que Reichler definiría como parte importante del libertinaje honnête5 (23).
Ahora, Patrick Dandrey, en un ensayo en el que vincula la cortesanía con el desarrollo del concepto de “tolerancia” como lo conocemos actualmente, escribe:
el arte de conversar, del que se elabora entonces la preciosa alquimia, surgió de la escisión histórica entre los valores del saber y los de la buena sociedad. Esta división que ocurrió en la primera mitad del siglo XVII sustrajo el arte del conferir a las cortapisas de la retórica y lo alivió de lo que las conversaciones ponían en juego […] La buena conversación, en la época de la galantería, se reivindica al contrario como forma pura, aligerada de su peso de ciencia, gobernada por un arte del ingenio congruente que excluye diligentemente toda exclusividad de tema, de ardid y de matiz (114-115).6
De lo que afirma Dandrey podemos ver cómo este espacio mundano de socialización se deshace poco a poco del corsé retórico para impulsar un intercambio en donde caben distintas discusiones así como diversos temas y matices. No se trata de dominar las figuras del lenguaje sino de mantener los vínculos sociales o, como matiza Reichler, “de faire vivre le lien social par sa parole” (29). Sin embargo, hay que tener presente que lo que se discute en los salones del siglo XVII está regido por la cortesanía; discusiones liberadas del corsé de la retórica pero no de la civilidad mundana. Discusiones que sugieren más de lo que dicen o que evocan menos con las palabras que con los silencios o los gestos del cuerpo. Este espacio que Dandrey analiza es, pues, un laboratorio donde el libertino hará gala de su agudeza: “El libertino honnête debe saber preservar la autonomía de su fuero interno librando su Yo social a los efectos del dialogismo, y descubrir al otro en sus retraimientos” (Reichler: 35; las cursivas son nuestras).7 No obstante, cabe señalar por lo menos dos detalles a este respecto: el primero tiene que ver con la agudeza con la que alguien puede llegar a “descubrir” al otro. No es una destreza propia de los libertinos pues ya Pascal, por ejemplo, en De l’esprit géométrique, sienta las bases para sondear y conocer al interlocutor, no importa quién sea: “Es necesario poner atención en la persona que deseamos, de quien se debe conocer su espíritu y su corazón, con qué principios concuerda, qué cosas ama; y además notar, en la cosa en cuestión, la relación que tiene con los principios que declara, o con los objetos deliciosos por el placer que ellos le dan” (87). Pascal hace gala de una percepción apuntalada por la experiencia. En sus palabras se lee un conocimiento humano que va más allá de todo sectarismo. El libertino abrevará de todo ese caudal de saberes para dilucidar la verdad y desmitificar el teatro de las apariencias mundanas.
El segundo detalle pone sobre la mesa el peligro que entraña la “máscara” en ese espacio de socialización pues se corre el riesgo de la pérdida de la identidad, incluso de la más avezada. Lucie Desjardins respecto a la conversación mundana indica: “asociada al otium clásico, la conversación es del orden del ocio, de la dulce familiaridad entre pares. Es una palabra libre y espontánea; como lo subraya Guez de Balzac, hace que los hombres parezcan en ‘un estado del que se puede decir que [son] verdaderamente ellos mismos’” (2005: 151).8 El verbo “parezcan” le da dimensión a este peligro pues justamente la imagen que uno ofrece a otro tiende a ser generalmente incompleta o sesgada, más aún en este caso en el que el libertino se disimula entre las representaciones sociales aceptadas. El peligro mayor sería la muerte a la manera de Narciso: “el retrato sólo puede dar lugar a la exhibición de una vanidad y ofuscar un modelo que no sabría conocerse realmente” (145).9 No obstante, Reichler observa que, de todas las representaciones, el desafío más urgente al que se enfrenta este nuevo libertinaje es la lucha contra la “internalización” de las representaciones del poder: “La tarea de liberación que reside en el corazón del proyecto libertino sigue siendo superficial cuando se enfrenta a las formas exteriores del poder, pues encuentra en el hombre mismo un obstáculo más imprevisible, más difícil del vencer […], si el poder es tan imponente se debe a que vive en las representaciones que cada uno lleva dentro de sí” (19).10 El reto perentorio para este libertinaje honnête, más que la censura eclesiástica, como en el caso de Théophile de Viau, era mantener intacta la autonomía en medio de los oropeles mundanos. Evitar a toda costa la ceguera.
III. La fiesta del cuerpo
Sade (1740-1814), la figura libertina más conocida, escribe una novela controversial en las postrimerías del siglo XVIII: Les 120 journées de Sodome, relato de los días durante los que un grupo de hombres poderosos (un duque, un presidente, un financiero y un obispo), encerrados en un castillo, se entregan a todas las variantes posibles de la lubricidad mediante el abuso, particularmente, de 16 jóvenes escogidos ex profeso por cuatro proxenetas. En la introducción de la novela, donde se presenta a los personajes, se acota: “Por otra parte, la belleza es la cosa simple, la fealdad es la cosa extraordinaria, y todas las imaginaciones ardientes, en lubricidad siempre preferirán sin duda la cosa extraordinaria a la cosa simple” (89).11 Declaración con la que el narrador retoma la experiencia de lo sublime como condición para el autoconocimiento y la lleva al extremo ya que, más que lo bello, es lo feo (lo extraordinario) lo preferible para conocer los resortes del cuerpo: sus pasiones, sus vulnerabilidades, su potencia. Así que, en ese cuadro del horror libertino, el cuerpo virgen, carente de experiencia, es como el cuerpo en la plancha anatómica en el que se practica toda suerte de disección para tener una mejor idea de lo que existe dentro de nosotros. Paola Pacifici subraya: “Producto de la mirada analítica que instruye la disección, la ilustración se hace así soporte de la apariencia del cuerpo ‘abierto’ al sentido. La ruptura impuesta a la carne marca un nuevo régimen de visibilidad: la imagen recoge la puesta al desnudo de la anatomía y de los esquemas que la hacen visible” (30).12 Sade invierte un espesor cultural: no es la belleza ideal la que produce el choque estético sino la fealdad; y tal experiencia no produce un amor caballeresco sino el gozo extremo del cuerpo que, a cada variante de lubricidad, podía desdibujar lo humano o abrirlo a múltiples sentidos de interpretación. La apuesta residiría entonces en saber desentrañar ese otro cuerpo virgen, desconocido, el que Descartes se había encargado de opacar a la luz de la razón. Y, en efecto, como señala Jean Ehrard, la ciencia había comenzado a entender que, para conocer al hombre a profundidad, era necesario sondear sus pasiones: “En realidad los ‘racionales’ son los primeros en defender los derechos de lo irracional: su propósito no es esclavizar la naturaleza humana a la razón sino utilizar la razón para defender la integridad de la naturaleza” (275).13 Sin duda, el cuerpo sería imprescindible para constituir ese conocimiento tan caro al Siglo de las Luces.
En cuanto al libertinaje, Sade es el ejemplo extremo pero no olvidemos al libertino honnête que, en los círculos mundanos, debió afinar su mirada para leer los gestos del cuerpo que generalmente se contradecían con la palabra social, la palabra de la cortesanía y la civilidad. Una mirada que progresivamente se volvió una práctica y, si se nos permite, una técnica. Lucie Desjardins observa que saber leer un cuerpo llegaría a ser, en realidad, una victoria: “una victoria de los saberes mundanos sobre la teoría, del savoir-faire sobre el saber” (1999: 35).14
Marc André Bernier lo dice de otra manera. Él observa que, a pesar de lo ligero que parezcan, las pinturas del cuerpo libertino hacen ver, más allá de la imagen pornográfica, una conjunción de saberes que abrevan de las tradiciones libertinas de la época: la del libertinaje “d’esprit” y la del libertinaje de “mœurs” (la licencia de la mente y la licencia del cuerpo). Una mezcla entre saber filosófico y erotismo (94). Y nos muestra un primer encuentro entre una mujer y su amante que aparece en la novela de John Cleland, La fille de joye. Él está tocando sus senos: “como no era capaz de fijar sus manos en su redondez perfecta, su blancura, su firmeza, las llevó de inmediato bajo mi falda y descubrió el centro de atracción […], sacó su Príapo y lo empujó con todas sus fuerzas, creyendo que lo lanzaba por un camino ya desbrozado. Entonces sentí por primera vez el roce de esa noble máquina” (94).15 En este extracto puede verse la mezcla de términos que vienen de fuentes diferentes. “Príapo”, asociado a un imaginario erótico-mitológico y “centro de atracción” y “máquina” propias de una concepción geométrico-mecánica de la Naturaleza. En estas asociaciones, por lo demás, también podemos ver la victoria de una escritura en la que la puesta en práctica del conocimiento que circulaba en esa época sobrepasaría los límites de la teoría. Y de ese savoir-faire, el cuerpo libertino saldría enriquecido.
IV. Amores fugaces
Pierre Joseph Bernard (1708-1775) fue militar pero prefirió la vida mundana de los salones al ejército. Su obra trata del amor ligero, el amor libertino. Se le conoció como el Anacreonte de Francia. Voltaire le puso el mote de Gentil-Bernard (Delon: 477).
Gentil-Bernard escribió un poema, Art d’aimer, en alusión al texto de Ovidio, Ars amatoria, que fue retomado por varios escritores, ya para imitarlo, ya para traducirlo, gracias al afán compilador del siglo XVIII, así como en nombre de su obsesión erótica. Ahora, este Arte de amar de Gentil-Bernard, dividido en tres cantos, muestra una suerte de recorrido que el poeta hace por los caminos de la experiencia amorosa. El comienzo de la obra nos recuerda el capítulo de Apolo y Dafne consignado por Ovidio en Las metamorfosis: Apolo, que se había burlado de las armas de Cupido, recibió como castigo una flecha de oro, de “punta aguda y brillante” para que se enamorara perdidamente de Dafne quien, a su vez, recibió una flecha con “plomo bajo la caña” para que rehuyera el mínimo contacto con el hijo de Júpiter. Éste la persigue por los bosques en vano hasta que ella, fatigada por la persecución, y a petición expresa, es transformada por su padre en laurel. Cuando Apolo adquiere conciencia de la situación, exclama frente al árbol: “Ya que no puedes ser mi esposa, serás en verdad mi árbol; siempre mi cabellera, mis cítaras y mi carcaj se adornarán contigo” (16). Así que Dafne, debido a esta situación, sería la musa titular de la poesía de Apolo.
Y, en efecto, la voz poética de Gentil-Bernard, en el comienzo de la obra, se arroga una tarea ante Daphne, cantar el Amor: “J’ai vu Daphne: je vais chanter l’Amour” [Vi a Daphne: voy a cantar el Amor] (v. 8). Lo que hay que subrayar pues el contacto con otros dioses no le ha despertado el mismo entusiasmo: “J’ai vu Bacchus sans chanter son délire. / Du dieu d’Issé j’ai dédaigné l’empire. / J’ai vu Plutus: j’ai méprisé sa cour” [Vi a Baco sin cantar su delirio. / Del dios de Issé desdeñé el reino. / Vi a Pluto: desprecié su corte] (vv. 5-7). Así que podemos decir que la voz poética del poema de Gentil-Bernard es una trasposición de Apolo. Ahora, ya desde las primeras líneas, el Amor es revestido por el campo semántico del fuego: “Que l’art d’aimer se lise en traits16 vainqueurs, / En traits de feu” [Que el arte de amar se lea en trazos victoriosos, / En dardos de fuego] (vv. 11-12; las cursivas son nuestras); “Ce trait de feu qui des yeux passe à l’ame, / De l’ame aux sens; qui fécond en désirs, / Dure et s’augmente au comble des plaisirs” [Ese dardo de fuego que de los ojos pasa al alma, / Del alma a los sentidos; que fecundo en deseos, / Persiste y se eleva a la cima de los placeres] (vv. 28-30, las cursivas son nuestras); observemos que, en esta idea, el amor como fuego que entra por los ojos, existe una característica de la poesía petrarquista en la que el fuego sería más bien un dardo: “les dards jetés par les yeux” (Laban: 69). Sólo que esta idea ahora está modulada pues el alma, más que receptáculo de la seducción, es un cedazo para que el fuego llegue a los sentidos; progresión (fuego-ojos-alma-sentidos) que, por otro lado, podría obedecer a la ideología “sensualista” en la que el cuerpo es el intérprete de los estímulos para construir conocimiento. Hay que tomar en cuenta que el Amor todavía es asociado con el delirio: “L’amour est un délire. / L’oiseau qu’en l’air un chasseur a blessé / A-t-il pu voir le trait qu’on a lancé?” [El amor es un delirio. / El ave que en el aire un cazador hirió / ¿Pudo ver el dardo que se le lanzó?] (vv. 80-82). Aunque lo azaroso de la experiencia es opacado por un carácter de fecundidad: “Tel que Zéphire, au moment qu’il s’éveille, / Marque les fleurs que doit sucer l’abeille” [Tal Zéfiro, cuando despierta, / Marca las flores que debe libar la abeja] (vv. 95-96). Esta luz matinal fascina a los hombres porque es una promesa de fecundidad, es una luz benéfica (cfr. Menant: 67). Lo notable es que, en este Arte de amar, a medida que se desarrolla el día, la luz es más resplandeciente: “Au doux éclat qu’a produit cette aurore / Succède un jour plus radieux encore” [Al dulce resplandor que produjo esta aurora / Sucede un día más radiante aún] (vv. 115-116). Pero esto, además, es una metáfora de la edad: a medida que crecen, las mujeres son más dueñas de sí mismas. A partir de esta imagen de la luz fecunda, parece que Gentil-Bernard canta más bien la “madurez” de su siglo en cuanto al placer y el deseo: “Par l’âge accrus, les sens ont plus d’empire: / C’étoit l’amour, c’est alors son délire; / Ardent, avide, impétueux, hardi, / C’est un soleil brûlant en son midi” [Por la edad aguijados, los sentidos tienen mayor ascendiente: / Era el amor, ahora es su delirio; / Ardiente, ávido, impetuoso, audaz, / Es un sol que arde en su cenit] (vv. 131-134). El sol está en su cenit cuando se está dispuesto a saciar la avidez de los sentidos. Sin duda, este Arte de amar presenta una visión moderna de su tiempo: “Il est encor de ces amants fidèles / […] / Qui, dans ce siècle, âge des inconstants, / Gardent les mœurs de l’enfance des temps” [Todavía existen esos amantes fieles / […] / Que, en este siglo, época de veleidosos, / Conservan las costumbres de la infancia de los tiempos] (vv. 303-306). Esta última frase, “l’enfance des temps”, se opone a lo radiante del día que, como dijimos, era una metáfora de la edad “madura” de todos los placeres. Más adelante, de manera muy interesante, el poema nos brinda una declaración de principios, en donde el poeta pide a la razón sus luces y su discernimiento sobre el cuerpo, es decir, la integración de la razón con el alma y el cuerpo:
Loin, loin de nous la doctrine glacée
Qui fait l’amour enfant de la pensée:
L’amour brûlant, avide, impétueux,
Moteur actif des sens tumultueux,
Nourri d’espoir, accru par les délices,
Fécond en vœux, prodigue en sacrifices.
Qu’il brille encor des feux du sentiment;
Que l’ame ait part à cet embrasement;
Que l’esprit même, épurant la matière,
Aux voluptés prête enfin sa lumière.
[Lejos, lejos de nosotros la gélida doctrina
Que hace al amor niño del pensamiento:
El amor ardiente, ávido, impetuoso,
Motor activo de los sentidos tumultuosos,
Alimentado de esperanza, aguijado por las delicias,
Fecundo en votos, pródigo en sacrificios.
Que brille aún de los fuegos del sentimiento;
Que el alma participe de este ardor;
Que la razón misma, al depurar la materia,
A las voluptuosidades dirija por fin su luz]
(vv. 363-372, las cursivas son nuestras).
En esta petición lúcida, el cuerpo es un mapa de sensaciones. La razón sólo tiene que dirigirle su luz para encontrarse. Creemos que también marca una oposición clara al dualismo cartesiano que separa a la razón del cuerpo y brinda a éste su carta de ciudadanía.
Como se sugirió antes, bajo la imagen de Apolo persiguiendo a Dafne por los bosques, este recorrido por la experiencia del amor presenta, en el Segundo canto, una apología del amor ligero: “C’est l’heureux temps des conquêtes rapides” [Es la feliz hora de las conquistas rápidas] (v. 676), para el que se necesita, más que belleza, cierta aptitud: “Ce don de plaire enfin plus souhaité / Que n’est l’esprit, plus sûr que la beauté” [Ese talento para gustar mucho más deseado / Que la razón, más seguro que la belleza] (vv. 445-446); imaginación: “Commande aux arts, invente, multiplie / Les jeux, la pompe où la fierté s’oublie” [Sírvete de las artes, inventa, multiplica / Los juegos, la pompa en la que se olvida la arrogancia] (vv. 543-544); elocuencia: “Auteur fécond d’anecdotes d’amours, / Vois tes succès naître de tes discours” [Autor fecundo en anécdotas de amores, / Mira tus victorias nacer de tus palabras] (vv. 589-590); lecturas: “Et par les yeux le trait passe dans l’ame. / Qu’elle ait par toi ces livres séducteurs / Faits pour l’Amour: l’Amour a ses auteurs” [Y por los ojos el trazo pasa al alma. / Que por ti conozca esos libros seductores / Hechos para el Amor: el Amor tiene sus autores] (vv. 612-614, las cursivas son nuestras). Todas estas características nos hacen pensar en una preparación meticulosa que no quiere dejar nada al azar, una suma de conocimientos de los mecanismos del cuerpo para que la conquista del otro sea total. Lo que, además, recuerda la célebre carta de la marquesa de Merteuil, personaje de Laclos en Les liaisons dangereuses (novela libertina epistolar), donde explica cómo, gracias a la observación y al estudio de los novelistas, los filósofos y los moralistas, construyó su poderosa personalidad libertina.17 Sólo que, a diferencia de Laclos, en el poema de Gentil-Bernard la preparación para el amor esta apuntalada por el “florecimiento” de la Naturaleza: “Comme les fleurs, l’ame s’épanouit: / On voit, on aime, on plaìt et l’on jouit. / Gazon, berceau, trône et lit de verdure, / Sont à l’amour offerts par la nature” [Como las flores, el alma se abre; / Vemos, amamos, agradamos y disfrutamos. / Pasto, cuna, trono y lecho de verdura, / Son ofrecidos al amor por la naturaleza] (vv. 653-656). Y esta Naturaleza, más que refugio: “Ces bois sont faits pour la pudeur sauvage” [Estos bosques están hechos para el pudor salvaje] (v. 660), es un tránsito por cierta plenitud de la lengua pues, como sugiere Michel Delon: “cet amour mérite toutes les ressources de la langue” [este amor merece todos los recursos de la lengua] (26).
En el Tercer canto, el Amor (el dios) sorprende al poeta y le pide que interrumpa sus palabras porque los preceptos ya no son útiles. El Amor dice: “Cesse, a-t-il dit, de trop vagues leçons, / À mes plaisirs prête un autre langage; / Fuis le précepte, enseigne par image” [Suspende, dijo, tus muy vagas lecciones, / A mis placeres atribuye otro lenguaje; / Huye del precepto, enseña mediante imagen] (vv. 1078-1080). Y el dios lo conduce por los santuarios de la diosa del amor: Pafos, Amatonte, Citeres. En este viaje a la isla del misterio: “Je l’ai suivi dans l’île du mystère” [Lo seguí a la isla del misterio] (v. 1084), el poeta va a ser testigo de los placeres a los que se entregan varios personajes de la mitología (Neptuno, Amimona, Venus, Adonis, Salmacis, Hermafrodita, las Gracias, los faunos y los sátiros, entre otros), y también presencia el himeneo entre Zélide y Agis, ante quienes la diosa del amor pronuncia: “Venez jouir et commencez à naître” [Vengan a gozar y comiencen a nacer] (v. 1227). Sin embargo, este nacimiento al gozo va a provocar una tensión con la tarea propia del poeta, pues al final expresa: “Pour trop sentir, je ne puis plus chanter” [Por sentir tanto, ya no puedo cantar] (v. 1318). Esta frase se corresponde con la leyenda del frontispicio que el poeta observa en el templo de la voluptuosidad dentro de la isla a la que lo conduce el dios Amor. La frase es: “JOUIR EST TOUT: LES HEUREUX SONT LES SAGES”18 [Gozar lo es todo: los felices son los sabios] (v. 1092) que, junto con la declaración del poeta, parece condensar toda la riqueza del saber en el cuerpo, como si el “nuevo lenguaje” que el dios Amor pide al poeta tuviera que enmudecer, de manera paradójica, la voz poética.
Queremos terminar con una escena de este tercer canto en la que una Gracia es seducida por un fauno en el bosque. El poeta la pinta con un carácter juguetón: “elle veut et défend, / Contient le Faune à demi triomphant, / Fuit, et l’appelle, et pardonne, et s’offense” [quiere y prohíbe, / Contiene al Fauno semitriunfante, / Huye, y lo llama, y perdona, y se ofende] (vv. 1149-1151). No es precisamente la víctima de un avasallamiento voluptuoso, porque ella parece tener una disposición para la experiencia: “Prépare, amène, augmente ses désirs / Par des baisers, précurseurs des plaisirs” [Prepara, induce, aumenta sus deseos / mediante besos, precursores de los placeres] (vv. 1152-1154). Es una escena curiosa porque el Fauno y su lascivia están desdibujados. Al final es la Gracia quien provoca al amante: “C’est Aglaé qui commande à son tour, / Et qui provoque et l’amant et l’amour” [Aglaé es quien dirige a su vez, / Y quien provoca al amante y al amor] (vv. 1157-1158). Ahora, Aglaé es la Gracia más joven y está asociada a la alegría: “[Aglaé] préside à la gaieté; / […] / Son enjouement prépare à la tendresse” [De Aglaé es el imperio de la felicidad; / […] / Su regocijo nos prepara para la pasión] (vv. 809-812); y en esta afirmación podemos ver una asociación peculiar entre regocijo [enjouement] y pasión [tendresse], más aún hay una relación de causa-efecto, la alegría como camino para la pasión y el gozo. Quizás eso nos dé una pista sobre la pintura tímida de la lascivia del fauno pues, como lo sugirió antes Gentil-Bernard, se necesita una aptitud para el amor ligero que, en este caso, está presente en Aglaé. En fin, en ese combate de cuerpos entre la lascivia del fauno y la alegría de la Gracia, estos amores fugaces brindan como imagen, como nuevo lenguaje, no un delirio sino un lirismo esplendente que ha perdido en intensidad lo que ha ganado en libertad corporal y libertad poética. Tal parece que lo que el poeta vio en esa isla misteriosa, fue la reformulación de un significado poético ante el que, por un momento, él y su tradición debían quedarse efectivamente callados.