Hay formas de distribuir la vulnerabilidad, formas diferenciales de asignación, que hacen ciertas poblaciones más propensas a ser objeto de violencia arbitraria que otras.
Judith Butler
No hay vulnerabilidad natural. Sostener lo anterior es sin duda polémico, puesto que el sentido común nos ha enseñado a lo largo de la historia de Occidente que ciertas formas de lo viviente son más débiles, más frágiles, más propensas a ser dañadas o destruidas que otras, y que eso se debe precisamente a una condición natural, previa a toda historia. Así se ha pensado y construido la vulnerabilidad de las mujeres, de los niños, de los ancianos, de los discapacitados y la de los animales.
Sin embargo, se puede sostener que no hay, en efecto, vulnerabilidad natural si ésta se concibe como una posición específica asignada a individuos o grupos al interior de una serie de relaciones sociales e históricas normadas institucionalmente. Una posición en la cual la vida es susceptible de daño o destrucción. Así es como Judith Butler, heredera de la teoría crítica del discurso, de la retórica, del psicoanálisis y de algunos textos clásicos de la historia de la filosofía, ha pensado recientemente la precariedad, la vulnerabilidad y la violencia. Propone así una ontología social de los cuerpos, que asume que “el cuerpo está expuesto a fuerzas sociales y políticamente articuladas, así como a ciertas exigencias de sociabilidad -entre ellas el lenguaje, el trabajo y el deseo- que hacen posible [o no] el persistir y prosperar del cuerpo” (15-16). El trabajo de las normas que permiten reconocer una vida como dañada o destruida, que además constituye a los cuerpos diferenciados y a los sujetos en posiciones específicas es, sin embargo, un trabajo nunca acabado. Para que funcione, la norma debe repetirse una y otra vez hasta articular un proceso de naturalización que aparezca como constitutivo de las relaciones; su carácter iterativo (Derrida) es por lo tanto el límite de sus efectos subjetivantes y también, para lo que estamos discutiendo, vulnerabilizantes. Por ello, siempre es posible resistir a la vulnerabilización; las formas específicas de resistencia serán siempre ejercicios políticos. Imaginar que existen cuerpos vulnerables es imaginar que los cuerpos no tienen una fuerza social, es imaginar que los cuerpos, así como los colectivos, no resisten a la muerte. Para evitar esta reducción del cuerpo a la figura de la víctima, podemos pensar las colectividades y los individuos a la manera de los fisiólogos del siglo xix: “La vida no es forma del organismo, sino el organismo visible de la vida en su resistencia a lo que no vive y se opone a ella” (Foucault: 218). Esta es la formulación de Bichat, empleada por Foucault en El nacimiento de la clínica, para mostrar la importancia de concebir los cuerpos como el efecto de resistencias y no como entidades que están ahí, arrojadas a una existencia que las produce como vulnerables, desprovistas tanto de historia como de capacidad de resistir.
Frente a la propuesta anterior, hay cierta deriva académica política contemporánea que presenta a los cuerpos vulnerables -y vulnerados- como incapaces de reacción, vale decir, impotentes. Como si ellos no hubiesen opuesto ninguna resistencia y se hubiesen visto reducidos a “meros cuerpos” victimizados, sin posibilidad de oponer nada a quienes los subyugaron. Agamben es el nombre de esa deriva y su concepto cristiano dramático “vida nuda”, el que piensa esos cuerpos inermes, sin historia. La famosa figura del “hombre sagrado”, en cuya semántica se encuentran distintas aporías, hace pensar que los cuerpos pueden ser reducidos a una etapa en la que las marcas culturales no existen. Así, esos cuerpos están indefensos ante las fuerzas que los reducen y anhelarían otro momento de la historia, en el que hubo “vida protegida”. Esa explicación produce la imagen de cuerpos que fueron reducidos a su grado cero de humanidad y que no pueden siquiera articular políticamente su propia agencia. Suponiendo que Agamben escribiera un texto sobre vulnerabilidad, ésta sería entendida como la posibilidad de que un individuo o un colectivo estén a merced de las fuerzas que los violentan, sin poder defenderse, aunque paradójicamente su condición sagrada también los haga invulnerables.
El cuerpo mismo del homo sacer, en su condición de insacrificable, al que sin embargo se puede matar, es la prenda viviente de su sujeción a un poder mortal, que no consiste, sin embargo, en el cumplimiento de un voto, sino que es absoluta e incondicionada (2010: 129).
A lo largo de todo el trabajo de Agamben encontramos esta postura sobre los cuerpos y sus relaciones, o su falta de relaciones, con las determinaciones sociales e históricas que los han ido constituyendo. Ajeno al trabajo genealógico que caracteriza toda crítica, Agamben pasa por alto las diferencias entre producciones culturales tan disímbolas como la griega o la cristiana, entre la modernidad y la antigüedad, entre las resistencias a la muerte y la toma absoluta de vidas vulneradas por todo tipo de intereses económicos, étnicos, de clase, de género. No es claro si el concepto de “vida nuda” es producto de una confusión semántica (entre bíos y zòe), o descriptivo de un momento histórico específico -los exterminios masivos sobre todo en Europa-, o una reducción estructural de la forma en que Occidente ha pensado la distribución de los cuerpos en términos del derecho a proteger una existencia eliminando a otras. La oposición entre naturaleza y cultura aparece como un supuesto que estructura la argumentación, no como el efecto de una serie de saberes, políticas y culturas distintas.1
No hay vulnerabilidad, entonces, natural si se advierte que los conceptos de naturaleza y sociedad tienen una historia que los ha definido como mutuamente excluyentes. Es necesario para la crítica, como nos enseñó el pensamiento deconstructivo, interrogar la oposición. No para terminar reduciéndola a uno de sus términos afirmando, por ejemplo, que sólo hay sociedad (aunque no sería difícil sostenerlo pues aún ahí donde se piensa a la naturaleza, al medio ambiente sin historia, los saberes de todo tipo nos muestran lo contrario) sino para mostrar su carácter paradójico y sobre todo sus efectos de exclusión, que incluyen la invisibilización de los procedimientos sociales y estatales que distribuyen diferencialmente la vulnerabilidad entre los diversos colectivos considerados como segmentos de la población.
Un breve estudio de vocabulario y un análisis del uso del término en el discurso del Estado mexicano puede servir para mostrar cómo se invisibilizan estos procedimientos:
Se entiende en general “vulnerabilidad” como la susceptibilidad a ser herido o vulnerado, a recibir un daño o perjuicio, o a ser afectado. Estos usos del término permiten pensar la vulnerabilidad al menos en dos sentidos. En un sentido muy general, como susceptibilidad a ser afectado, el término remite al antiguo “pathos”, cuya acepción más usual era “lo que sucede sin que uno intervenga” y estaba relacionado con el término “pathema”, es decir, con la experiencia sensible en el sentido de la afección. Esta condición de pasividad, o de imposibilidad de intervención, condujo a la posterior naturalización de la vulnerabilidad en el ámbito de lo social, como constitutiva de determinados individuos o sectores (mujeres, ancianos, niños, discapacitados, personas que viven en condiciones de pobreza y otros).
Un segundo sentido del término “vulnerabilidad” reduce el significado general de afección a aquél de daño. Es éste el sentido en que, en el discurso de los defensores de los derechos humanos y también en el discurso político-jurídico mexicano, el término “vulnerabilidad” se relaciona hoy con el de “violencia” como su correlato. Este último término fue definido por Aristóteles a partir de la oposición entre movimientos violentos y movimientos naturales, siendo los primeros los movimientos de objetos hacia lugares que no les corresponden y, los segundos, los movimientos de los objetos hacia sus lugares “naturales”. La violencia se opuso, así, a la naturaleza, como “desviación” o “cambio de rumbo” que implicaba siempre cierto ejercicio de fuerza.2 Pero el término “violencia” también ha sido usado por el pensamiento filosófico-político occidental para referirse a acciones ejecutadas por seres humanos, como ejercicios de fuerza causantes de daño, y se pensó como el fundamento de constitución de cualquier comunidad y especialmente con la constitución de los Estados. El sentido del término “violencia” se desplazó del ámbito de la física al ámbito de lo social y se redujo también a la producción de daño. Hoy, por ejemplo, en el discurso de los defensores de los derechos humanos, particularmente desde una perspectiva de género, la violencia se ha definido como “cualquier acción o conducta que cause muerte, daño o sufrimiento”.3 Vulnerabilidad y violencia se presentan entonces, en este segundo sentido, como una pareja conceptual, como ejercicio y padecimiento del daño, respectivamente. En este mismo ámbito de las discusiones filosófico-políticas en Occidente, conviene recordar un sentido más de la violencia como el fundamento de la constitución y preservación de los estados. En los textos de Hobbes encontramos una de las formulaciones más enfáticas de esta acepción de la violencia. Para él, no importa la muerte natural a la que todos estamos sujetos, importa más bien el “miedo a una muerte violenta”. En realidad nada haría que los humanos integren un Estado sino ese miedo a morir por otra causa que no sea la natural. Este miedo a morir es parte también de la imaginación del vocabulario político-jurídico occidental que se encuentra, al menos desde el siglo xvii, en los filósofos considerados “clásicos” de la filosofía política. Recordemos el célebre escenario que inventa Hobbes, el de la guerra de todos contra todos, previa a la formación de todo Estado:
En una situación semejante no existe oportunidad para la industria, ya que su fruto es incierto; por consiguiente no hay cultivo de la tierra, ni navegación, ni uso de los artículos que puedan ser importados por mar, ni construcciones confortables, ni instrumentos para mover y remover las cosas que requieren mucha fuerza, ni conocimiento de la faz de la tierra, ni cómputo del tiempo, ni artes, ni letras, ni sociedad; y lo que es peor de todo, existe continuo temor y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve (103).
Revisar esa terminología identitaria del vocabulario jurídico político que opone la vulnerabilidad a la violencia y que reduce el sentido de la primera al padecimiento de un daño y el de la segunda a su producción es labor de la deconstrucción. Labor tanto más importante cuanto que el discurso político-jurídico de los estados contemporáneos, incluyendo el nuestro, es heredero, por supuesto acrítico, de dicha terminología.
La noción de “vulnerabilidad” en el discurso político mexicano hace referencia a determinados individuos o grupos. El Plan Nacional de Desarrollo, implementado desde el gobierno de Fox (y los proyectos que la cuarta transformación ha anunciado van en el mismo sentido), define a la vulnerabilidad como “el resultado de la acumulación de desventajas y una mayor posibilidad de presentar un daño, derivado de un conjunto de causas sociales y de algunas características personales y/o culturales” (98). Y considera como vulnerables a diversos grupos de la población entre los que se encuentran las niñas, los niños y los jóvenes en situación de calle, los migrantes, las personas con discapacidad, los adultos mayores y la población indígena, que más allá de su pobreza, viven en situaciones de riesgo.
¿Qué es lo que permite hablar de “grupos vulnerables” en el ámbito de lo social? ¿De dónde proviene la particular propensión al daño de estos grupos? Al respecto, la definición del Plan de desarrollo es ambigua, desde el momento en que deriva la propensión a sufrir daño de: a) causas sociales, b) “características personales” y c) “características culturales”. Parecería, de acuerdo con esto, que la “situación de calle” de los niños, niñas y jóvenes, así como la condición de “migrante”, cabrían bajo el rubro de la vulnerabilidad producida por causas sociales, en tanto que las personas con discapacidad y los adultos mayores serían vulnerables en función de sus “características personales” y la vulnerabilidad de los grupos indígenas sería causada por características “culturales”. Podríamos decir, a grandes rasgos, que el discurso del Estado habla de una vulnerabilidad social (que incluiría las “características culturales”) tanto como de una vulnerabilidad natural, descrita en términos de “características personales”, y que, en ambos casos se deslinda de toda responsabilidad, como si esta fragilidad de los diversos grupos fuera anterior e independiente de su ejercicio administrativo. Tanto más, cuanto que la condición de “pobreza” queda excluida de las condiciones de vulnerabilidad.
Lo que hace posible que el discurso estatal hable de esta manera de los “grupos vulnerables” es la invisibilidad de las prácticas socio-políticas que en primer lugar los vulnerabilizan. Se trata de procedimientos discursivos y no discursivos, constitutivos de lo social y administrados por el Estado, que dividen y subdividen a la población, y que son violentos en la medida en que determinan y asignan formas y espacios de la visibilidad, es decir, de la actividad y del ejercicio público del discurso a grupos específicos clasificados de acuerdo con distintos órdenes, como la familia, la nacionalidad, la etnia, la clase social, la comunidad religiosa, etc. El conjunto de procedimientos que ha dividido a la población en función de su sexo/género, ha sido, quizá históricamente, el más perseverante. Pero también es importante aquí contar las formas específicas de administración por parte del Estado (y que hoy responden también a la globalización) de los aparatos jurídico, económico, médico, laboral y educativo. Estos procedimientos a la vez que hacen vulnerables a individuos y a grupos de individuos, naturalizan su vulnerabilidad. La naturalización es posible, al menos parcialmente desde el momento en que la vulnerabilidad se concibe como fundada en causas naturales, por ejemplo “fisiológicas”, como en el caso de los llamados “adultos mayores” o los “discapacitados”. Pero, paradójicamente, si la vulnerabilidad se funda en causas sociales, siempre en el discurso estatal, ésta también se naturaliza cuando se explica como resultado de ciertas costumbres sociales arraigadas históricamente (es decir, en las tradiciones), como en el caso de la vulnerabilidad cultural. El discurso de Estado en este último caso se deslinda de la responsabilidad con el argumento de que los problemas sociales de exclusión (por ejemplo, el racismo o la exclusión de género) son anteriores y exteriores a su administración. La implementación de las llamadas “políticas públicas” se funda en este supuesto.
La crítica a esta producción de vulnerabilidad y violencia sólo es posible si se pone en cuestión, en primer lugar, el sentido del “pathos” como afección de un cuerpo previamente existente y sin la posible intervención de dicho cuerpo. Cierta tradición crítica (F. Nietzsche, M. Foucault, G. Deleuze, J. Butler) ha propuesto, contra esta acepción de la experiencia, pensarla en términos de relaciones de fuerzas y pensar los cuerpos como producidos (constituidos) por y en esas relaciones. El daño entonces debe analizarse como algo que se produce en ciertas relaciones, pero también como algo que es evitable en la medida en que dichas relaciones se modifican. Ahora bien, dado que las relaciones humanas (y también las relaciones con otras formas de vida), se dan siempre en el ámbito de lo social, la crítica debe también analizar y cuestionar las formas de distribución de la vulnerabilidad y de la violencia que son entonces siempre relaciones y no atributos de los individuos o de los grupos.
Aquí conviene también hacer énfasis en la administración de la violencia. ¿Cuáles son las condiciones de posibilidad de su ejercicio en sectores diferenciados de las colectividades? Pensamos que es a través de la incorporación de características a los grupos “vulnerables”. Los procedimientos discursivos obedecen a fuerzas que incorporan atributos a los vivientes; señalan características que un individuo o colectividad debiera tener según los criterios propios, para luego señalar de lo que carecen aquellos individuos o colectividades. Este ha sido un procedimiento estatal para controlar a lo que desde el siglo XIX en Europa y los países colonizados se denominó “población”.4 Las leyes estatales parten de “necesidades” que son producidas por ellas mismas. Por ejemplo, desde el momento en el que se piensa que las formas de vida “desarrolladas” son solicitadas también por aquellas colectividades a quienes se les piensa imponer el desarrollo. Se crea así la imagen de que dichas colectividades carecen de algo. Es decir, se crea la imagen de que la vulnerabilidad es el resultado de que hay grupos que carecen de lo que la colectividad “desarrollada” piensa, imagina o figura que se debe poseer para vivir bien. Aquí hay dos argumentos que deconstruir y en los que, otra vez, la palabra naturaleza involucra aspectos de organización de los vivientes. Pueden resumirse así:
No es natural que haya colectividades que vivan así, es decir, como no vivimos “nosotros”.
No es natural que esas colectividades que no viven así, como “nosotros”, no deseen incorporarse a nuestro modo de vida.
Iván Illich encontró en 1949 que el concepto de desarrollo es el responsable de las políticas públicas. Illich entiende dicho concepto como un continuum histórico que ha sido empleado para legitimar la violencia, si no la guerra extrema (aunque no se excluye), sí civilizatoria y colonial. Es debido a esta concepción de desarrollo que incluso el de “paz” llegó a ser parte del mismo proyecto violento de imposición de un modelo civilizatorio etnocéntrico, identitario y excluyente:
Desde la formación de la Organización de las Naciones Unidas, la paz se ha ligado progresivamente al desarrollo […] Esta curiosa situación es más inteligible para los que ya eran adultos al inicio del año de 1949, el 29 de enero exactamente. Ese día el presidente de los Estados Unidos, Harry Truman, anunció, durante su toma de posesión, el programa de ayuda técnica a los países subdesarrollados. Entonces conocimos el desarrollo en su acepción actual. Hasta entonces sólo usábamos ese término en relación con las especies animales y vegetales, con la valoración inmobiliaria o con las superficies en geometría. Pero desde entonces pudo relacionarse con poblaciones, países y estrategias económicas (Illich: 433).
Esta lógica expansiva propaga de manera determinante los valores y servicios que cree pueden ser universales. El asunto no es menor, pues dicha lógica ha expandido la vulnerabilidad con aquellos valores y prácticas tanto al interior como al exterior de los Estados nacionales. Se crean así variables de la vulnerabilidad, antes los salvajes, ahora los campesinos perezosos, por poner un ejemplo; y es una variable de la lógica misma de expansión de los Estados colonizadores. La colonia no es una etapa histórica sino una política de sensibilización profunda, un momento en el cual las colectividades pueden verse afectadas por el hecho de “carecer” de aquello que se les impone. Cuestión también de la experiencia y de la estética. Edward Said ha descrito mejor que nadie esta lógica de la sensibilidad, que no es sino una lógica de la transferencia:
Sin embargo, hay grandes diferencias entre el imperio británico y el francés, por un lado, y los imperios precedentes, por el otro. En primer lugar, los imperios anteriores, así como también la Rusia moderna, se apoderaban de territorios adyacentes. Los mongoles y los árabes, por ejemplo, se expandieron, ante todo, conquistando tierras que se encontraban en la cercanía inmediata, y, aunque esto dio por resultado una extensión impresionante de la conquista, siempre se procedía de modo progresivo, por proximidad, por contigüidad directa. A diferencia de esto, los dominios de Gran Bretaña y Francia en el Lejano Oriente, el Caribe, África, y América Latina eran de ultramar, ejercidos desde la metrópoli a una distancia enorme. A pesar de las grandes diferencias en las formas de dominación británica y francesa, sorprende la similitud en la completa discontinuidad geográfica de la relación que mantenían con sus colonias. La segunda diferencia es que, mientras los anteriores colonizadores consideraban sus remotas propiedades como algo que debía ser explotado y luego quizá - como en el caso de España o Portugal- librado más o menos a su suerte, el modelo del siglo XIX era de explotación y control sistemáticos y programados a largo plazo (39).
El caso de las colonias de ultramar es importante, porque a diferencia de los imperios que sólo tenían que anexar territorios, los países que se embarcaban en empresas de ultramar requerían de un control sistemático. Para ello trasladaron gustos, valores, impresiones y experiencias que hoy pueden interpretarse como procesos de mestizaje, de conquista, evangelización, entre otros, pero que invariablemente tenían esa lógica del traslado. Incluso en las discusiones en la Nueva España en las que se pensaba a los habitantes de América o como “bárbaros” o como “salvajes”. Esto ocurre también con los valores de la economía del capital. Siempre transfieren algo de lo que los otros carecen. Poco importa si hubo o no procesos de independencia, lo que se debe analizar es por qué los Estados colonizados son replicantes de esa lógica.
Así, las sanciones sobre la violencia legítima concuerdan con las políticas históricas que las sostienen y que se actualizan cada vez que existe un nuevo proyecto estatal de defensa de los “sectores vulnerables”.
En suma, no hay individuos o grupos vulnerables anteriores a las relaciones que los constituyen como tales. Hay cuerpos vulnerados, y la vulneración es siempre una forma de violencia. El trabajo de resistencia implica inventar formas de insumisión a estos procedimientos complejos de vulneración, que comprenden la producción de figuras del otro o de la otra como inferior; la identificación de sectores de la población de acuerdo con estas figuras y su administración; la imposición de determinadas prácticas consideradas como constitutivas del progreso. Aquí sin duda debemos contar las imposiciones lingüísticas, entre otras; la imposición de modelos económicos de “desarrollo”, etc. Frente a la formulación de Butler que sostiene que hay cuerpos “que importan” -es decir, cuerpos cuya vida importa o cuyo asesinato es condenado social, política e históricamente- y cuerpos que no importan, sostenemos que la historia social y política de Occidente ha producido cuerpos cuya exclusión y destrucción son sancionados, es decir, aceptados. El trabajo de resistencia implica la invención de nuevas relaciones que eviten el daño, o cuando menos, lo reduzcan.