El ensayo de Milena Gallardo y Karen Saban “Búsquedas estéticas para el afecto y la desafección. La memoria de hijos de sobrevivientes y desaparecidos en Chile y Argentina”, que abre el Thema de este número de Acta Poética, viene a sumarse a las reflexiones que encuentran en las técnicas audiovisuales y literarias la posibilidad de dar forma al silencio y movilizar afectos que, de una manera no consciente ni frontal, reverberan en el cuerpo sin la mediación de las palabras; afectos que están asociados con vivencias traumáticas cuya huella persiste y se resiente de generación en generación.
En 2019, año en el que se cumplió el ochenta aniversario del fin de la guerra civil española, se celebró en la Universidad Complutense de Madrid el Tercer Congreso Anual de la Memory Studies Association (MSA). Durante la conversación que Lidia Mateo y Elizabeth Jelin sostuvieron en el marco de este evento, Mateo pidió a la socióloga argentina que hablara sobre el olvido a la luz de los debates recientes en torno a la memoria histórica en España. La respuesta que dio Jelin fue enfática: “eso no es olvido, es silencio, y la confusión entre esos dos conceptos es grave” (Jelin 26 de junio de 2019; Fernández 2019). Dirigir la atención hacia el significado de las palabras “amnesia” y “amnistía” podría dar algunas pistas sobre los orígenes de esta confusión. De acuerdo con la Real Academia Española, la palabra “amnesia” proviene del griego ἀμνησία (amnēsía) y se define como una “pérdida o debilidad notable de la memoria” (RAE, “amnesia”). La palabra “amnistía”, por su parte, proviene del griego ἀμνηστία (amnēstía), que propiamente significa “olvido” (RAE, “amnistía”). La proximidad etimológica entre ambas palabras podría explicar, al menos en parte, el que durante mucho tiempo la amnistía se haya entendido como un acto que supone olvidar el mal cometido en el pasado (Close: “Introducción”).
El uso de las medidas de amnistía para asegurar la estabilidad política tras un conflicto bélico o guerra civil tiene una larga data. En su minuciosa investigación sobre la historia de las amnistías desde la perspectiva del derecho internacional, Josepha Close rastrea los orígenes de estas medidas hasta el antiguo Egipto y subraya que, entre las amnistías griegas de las que se tiene conocimiento, la más resonada es la que se otorgó a los “treinta tiranos” que tomaron el control de Atenas al final de la Guerra del Peloponeso. Close destaca que, en los acuerdos de reconciliación que se firmaron en 403 a. C., se estableció una prohibición que impedía a los ciudadanos atenienses “recordar los infortunios del pasado”1 (Loraux citada por Close: cap. 1). La autora también subraya que, “en un nivel más simbólico, para borrar esta memoria e imprimir clemencia en el subconsciente de los atenienses, se borró del calendario el día del aniversario del conflicto y se erigió en la Acropólis un altar dedicado a Leto, la diosa griega del olvido”2 (Close: cap. 1). Esta amnistía se consideró muy exitosa debido a las décadas de estabilidad que vivió Atenas tras la firma del tratado (cfr. Close: cap. 1).
Un aspecto de la citada amnistía que aquí resulta de particular importancia es que el tratado establecía que los “[‘treinta tiranos’] sólo podían beneficiarse de ella hasta después de haber rendido cuentas de sus acciones frente a los jurados atenienses”3 (Close: cap. 1). En este sentido, y a partir de una relectura de La condición humana de Hannah Arendt, Paul Ricœur ha considerado que el “deber de olvido” vinculado a la institución de la amnistía no es un olvido a secas, sino un deber que llama a “ir más allá de la ira y el odio”4 (Ricœur 1999: 11). La amnistía, entendida por Ricœur como una interrupción temporal necesaria para que un grupo sobreviva como grupo (Gagnebin: 50), no debe por lo tanto confundirse con la amnesia. Para evitar esta peligrosa confusión, subraya Ricœur, habrá que tener presente que una condición necesaria de la amnistía es la confesión individual “ligada a la palabra y a su justo pacto con la verdad y no al silencio del no decir”5 (Ricœur 2004: 170).
Durante su conversación con Mateo en el congreso de MSA, Jelin comentó que, ante el silencio político decretado por los tratados de amnistía, el teatro griego ofrecía a los ciudadanos de la polis un espacio donde podía abordarse el tema de la guerra sin poner en riesgo la estabilidad de la comunidad política (Jelin 26 de junio de 2019). En coincidencia con Jelin, David Bouvier ha subrayado la importancia que el teatro griego tenía en el funcionamiento mismo de la polis(Bouvier: 82). Desde la perspectiva de este autor, la tragedia griega no puede entenderse como una ficción en el sentido moderno del término, pero sí como un lugar de memoria que con cada nueva versión ofrecía a los ciudadanos la posibilidad de evocar el pasado de formas muy diversas y en una pluralidad de contextos (Bouvier: 93). En esta práctica y gestión de los recuerdos, la clave para no atentar en contra de la estabilidad política yacía en abstenerse de remover heridas demasiado recientes, para lo cual era necesario generar una distancia que permitiera al público recordar una historia más dolorosa que la presente (Bouvier: 94).
Jelin advierte que aunque el silencio pueda imponerse, “no se puede olvidar por decreto [porque] el olvido es un proceso subjetivo” (Entrevistada por Julia Otero). Hacia el final de su participación en el congreso de MSA, la socióloga argentina recordó una idea que ya estaba presente en Los trabajos de la memoria (2001), a saber, que las formas imaginativas del arte, la literatura, el cine y el teatro ofrecen a los grupos sociales no hegemónicos la posibilidad de configurar y reformular, desde el presente, su pasado (Cfr. Jelin 2002: 37) y, de esa manera, resistir a las políticas de silencio, así como a la imposición de una memoria única y homogénea que desconozca el daño y el sufrimiento inflingidos.