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Acta poética

versión On-line ISSN 2448-735Xversión impresa ISSN 0185-3082

Acta poét vol.42 no.2 Ciudad de México jul./dic. 2021  Epub 27-Sep-2021

https://doi.org/10.19130/iifl.ap.2021.2.18125 

Varia

Aura de amor sobrenatural (de Apolonio de Tiana a Carlos Fuentes)

Aura of Supernatural Love (from Apollonius of Tiana to Carlos Fuentes)

José Ricardo Chaves1  *

1Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Filológicas, richavespa@gmail.com


Resumen:

En este ensayo se hace el seguimiento comparatista del motivo del des/encuentro de los amantes pertenecientes a ámbitos ontológicos distintos (vida/muerte, vigilia/sueño), expresado en figuras fantásticas como empusas, fantasmas y vampiras. El punto de partida es una historia de Apolonio de Tiana según el texto de Filóstrato, que fue recuperada por Goethe en La novia de Corinto, retomada por autores del siglo XIX como Théophile Gautier y Amado Nervo, y reelaborada por Carlos Fuentes en el siglo XX, en su novela Aura, con el añadido de un autor japonés del siglo XVIII, Ueda Akinari, que escribió historias en esa línea.

Palabras clave: Romanticismo; literatura comparada; literatura fantástica

Abstract:

In this essay the comparative follow-up of the motive of the dis / encounter of lovers belonging to different ontological fields (life / death, wakefulness / sleep), expressed in fantastic figures such as empusas, ghosts and vampires is carried out. The starting point is a story of Apollonius of Tiana according to the text of Philostratus, which was recovered by Goethe in The Bride of Corinth, taken up by 19th Century authors such as Théophile Gautier and Amado Nervo, and reworked by Carlos Fuentes in the 20th Century, in his novel Aura, with the addition of an 18th Century Japanese author, Ueda Akinari, who wrote stories along these lines.

Keywords: Romanticism; Comparative Literature; Fantastic Literature

Tendemos a pensar que las historias de amor en la literatura acaban de dos maneras, ya sea por la feliz unión de los amantes, con el consiguiente resultado eufórico para el lector, o bien, en su fatal separación, lo que abre las puertas a la muerte y a la melancolía. Esto sería válido tanto para la alta cultura (pensemos en Eros y Psique en la Antigüedad o en Romeo y Julieta durante el Renacimiento inglés) como para la cultura popular, desde los cuentos de hadas como la Cenicienta o la Bella Durmiente, de hondas raíces orales, hasta los amores cinematográficos y telenoveleros contemporáneos. Ya sea que acaben bien o mal, en todo caso en estas historias los amantes pertenecen a un mismo nivel de realidad, en ellos no hay ambigüedad ontológica en cuanto a su estatus y existencia como seres humanos, y por lo tanto sus amores están en principio garantizados (aunque terminen mal).

Sin embargo, las situaciones amorosas se complican más cuando los amantes pertenecen a reinos distintos de realidad, a ámbitos opuestos como la vida y la muerte, la vigilia y el sueño, lo que torna su vínculo no sólo sobrenatural (vivo/muerta o muerto/viva, pues la mayoría de estos amores literarios son heterosexuales), como ocurre por ejemplo en el vampirismo, sino también contranatural: improductivo, insostenible a largo plazo, contrario al movimiento generativo de la vida y de la naturaleza, ya que, después de todo, como bien afirmaba Schopenhauer, el amor es un discurso ilusorio (o ideológico) encaminado a garantizar la reproducción material de la especie humana sobre la base del placer (corporal, emocional y hasta intelectual).

Por su propia condición contradictoria, de alta inestabilidad, los amores sobrenaturales han alimentado a lo largo del tiempo la imaginación fantástica. Aquí veremos algunos ejemplos que funcionan en el ámbito de la modernidad, cuando lo fantástico literario se consolidó como género propio a finales del siglo XVIII y principios del XIX, en contexto gótico y romántico. Si bien mi meta final es arribar a la novela corta de Carlos Fuentes titulada Aura, muestra de amores paradójicos en el medio mexicano, para llegar a ella haré un recorrido previo por la geografía romántica (su matriz ideológica), tanto en México (Amado Nervo) como en Europa (Goethe y Théophile Gautier). Veremos cómo entre estos textos y autores se teje una serie de vasos comunicantes que conforman una cierta tradición temática en diversas literaturas y que, ante la mirada comparatista, abre nuevas posibilidades de lectura. Habrá que ver ciertos antecedentes paganos, acudir muchos siglos atrás, a un personaje de la Antigüedad, Apolonio de Tiana, por vía de la pluma de Filóstrato, pues un pasaje de su biografía se convirtió en un “architexto” (en términos de Genette) de los autores románticos mencionados antes; también recurriré a un escritor originalmente fuera de nuestra órbita cultural, el japonés Ueda Akinari, del siglo XVIII, pero que a partir de la segunda mitad del siglo XX empezó a ser incorporado intertextualmente en Occidente por medio de lecturas, traducciones y reelaboraciones, incluido Carlos Fuentes, quien lo menciona como una de sus influencias a la hora de escribir Aura. Aunque originalmente estuviera fuera del ámbito occidental, Ueda se maneja con estructuras de amor sobrenatural muy parecidas a las de clásicos y románticos europeos, como si obedeciera a los impulsos de algún arquetipo erótico compartido.

El gran Apolonio contra la empusa carnívora

Es difícil calibrar el gran olvido del que hoy goza Apolonio de Tiana (conocido quizás de algún erudito lector o conocedor de religión antigua) con la fama que gozó en vida, del año 15 al 100 de nuestra era, y que siguió incluso unos siglos después, hasta el v, cuando, con el triunfo del cristianismo, su figura fue oscurecida por la nueva ortodoxia, que vio en él a alguien en mucho parecido a Cristo, sólo que con contenido pagano, por lo que había que reprimir su recuerdo. Como este último, había ofrecido a sus semejantes una ética amorosa admirable, que, en el caso de Apolonio, aplicó no sólo hacia los humanos sino también a los animales, pues fue vegetariano y no usaba productos de origen animal: su traje era de lino y sus sandalias de suela de corteza vegetal. Como Cristo, había resucitado a los muertos, y cuando él mismo murió, resucitó y se presentó a uno de sus discípulos que dudaba de la inmortalidad del alma.

Desde joven, Apolonio reunió en sí mismo inteligencia, memoria y belleza. Había nacido en ambiente rico y pudo educarse hasta volverse neopitagórico. Cuando su padre murió y lo dejó heredero, Apolonio renunció a su gran legado material y lo cedió a otros familiares. Fue un asceta errante, que viajó por Grecia, Persia, la India, Egipto y Roma, en donde profetizó con exactitud la caída de un rayo en la casa de Nerón. Filóstrato de Atenas escribió su biografía a petición de Julia Domna, la culta esposa del emperador Septimio Severo, más de un siglo después de que Apolonio falleciera, lo que muestra el interés póstumo por su vida a un nivel culto que, sin embargo, recoge y se construye sobre la leyenda popular. La biografía está compuesta por ocho libros y en el cuarto se cuenta una de las muchas aventuras y milagros de Apolonio, específicamente una en la ciudad griega de Corinto que llegó a ser muy conocida y que incluso resucitaría muchos siglos después en versiones románticas. Filóstrato se refiere a ella como “la más famosa de las narraciones de Apolonio” (1992: 253) y tuvo razón.

Ahí se cuenta cómo Apolonio salva a uno de sus seguidores, Menipo, de ser comido por una empusa, esto es, una figura del folclor griego antiguo, asociada al Hades y a Hécate, es decir, a los reinos inferiores y a la muerte, y que tiene la virtud de cambiar de forma y convertirse en diversos animales (como la serpiente) o en bella mujer, un poco en la línea de la Melusina medieval, aunque ésta provenga de otra mitología. Según el narrador, dicha empusa es del tipo de las lamias, es decir, “pueden amar, y aman los placeres sexuales, pero sobre todo la carne humana, y seducen con los placeres sexuales a quienes desean devorar” (253).1 Aquí es bueno recordar que el celibato era una de las enseñanzas de Apolonio para un recto vivir.

La belleza del joven Menipo es importante en la historia. Se lo describe “de veinticinco años de edad, dotado de inteligencia y bien proporcionado de cuerpo, pues parecía un atleta hermoso y de noble estirpe en su porte” (251). Su belleza atrae la atención de la empusa, quien toma forma de mujer y lo seduce y luego hasta planean casarse. La noticia del inminente matrimonio llega a Apolonio, quien, mago y clarividente, se da cuenta de la verdadera identidad de la novia, aun antes de haberla visto. Le dice a un asombrado Menipo: “Tú, hermoso sin duda, y objeto de acecho de las mujeres hermosas, acaricias una serpiente, y una serpiente, a ti” (251).

Apolonio se presenta en el fastuoso banquete de bodas, en donde brilla el oro y la plata, y advierte a Menipo que el esplendor ambiental es totalmente ilusorio, “pues no es materia sino apariencia de materia” (252), incluso lo llama “ornamentación”. Es decir, la empusa tiene la virtud no sólo de mostrarse ella como lo que no es (una hermosa mujer en vez de una horrenda serpiente) sino también es capaz de crear un falso mundo a su alrededor, una suerte de alucinación inducida y controlada por ella, un poder muy interesante de esa entidad del otro mundo, emisario de la alteridad en el logro de un efecto fantástico, y que veremos después resurgir en otras historias, ya sea en el México de Nervo y Fuentes, en la Francia de Gautier o en el Japón de Ueda Akinari.

Apolonio finalmente desenmascara a la empusa enfrente de Menipo y hace desaparecer el banquete glorioso:

Cuando las copas de oro y lo que parecía plata demostraron ser cosas vanas y volaron todas de sus ojos, y los escanciadores, cocineros y toda la servidumbre de este jaez se esfumaron al ser refutados por Apolonio, la aparición pareció echarse a llorar y pedía que no se la torturara ni se la forzara a reconocer lo que era. Al insistir Apolonio y no dejarla escapar, reconoció que era una empusa y que cebaba de placeres a Menipo con vistas a devorar su cuerpo, pues acostumbraba a comer cuerpos hermosos y jóvenes porque la sangre de éstos era pura (253).

Hasta aquí la narración sobre Apolonio y la empusa contada por Filóstrato y que sobreviviría a los siglos para reencarnar en contexto romántico mucho tiempo después. Nótese que en el relato el efecto de la empusa es mortal, debido a sus intenciones de comerse al joven. No se trata propiamente de una vampira, como ocurrirá en otras historias, según veremos, caracterizada por la sed de sangre, sino por una suerte de ser caníbal, pues, desde su forma humana y femenina, se come el cuerpo masculino, lo que le interesa es la carne y no sólo la sangre. En ella, la metáfora líquida se coagula y se vuelve cuerpo a devorar.

Metamorfosis de la novia corintia

Muchos siglos después, en 1797, Goethe publicó una de sus baladas titulada La novia de Corinto, de gran repercusión en su momento por sus posturas sexuales y religiosas, en que hacía un contraste muy marcado en estos asuntos entre el cristianismo y el paganismo, con una deriva a favor de este último, algo muy adecuado al nuevo contexto romántico, cuando se buscaba recuperar el cuerpo, el erotismo y el gozo físico. Para esto Goethe acude al relato fantástico por medio de la figura de la vampira, sembrando así la semilla de un largo linaje literario que llega a nuestros días. De esta manera el autor se conecta con la antigua paradoxografía o literatura de cosas maravillosas de la Antigüedad (De Rebus Mirabilis es justamente el título del libro de Flegón de Tralles en el que se basó en parte el escritor alemán para su vampira corintia). Sobre los orígenes del texto goetheano nos dice Rafael Cansinos Assens, su traductor al español:

La fuente en que inmediatamente se inspirara fue la misma que ya sirviérale para la Noche de Walpurgis, o sea, el libro de Juan Präterius Neue Weltbeschreibung von allerley wunderbaren Menschen (Magdeburgo, 1668). Allí encontró (capítulo VII) reproducida una narración de la obra de Flaejon Trallianus Sobre los prodigios, del siglo II de la era cristiana. El motivo del vampiro puede proceder, según ya indicara, de la biografía de Apolonio de Tiana por Flavio Filóstrato (1991: 874).

Tenemos así que en Goethe coinciden dos architextos, el de Filóstrato sobre la empusa (que en él se volverá vampira), y el de Flegón de Tralles, en el que si bien hay una historia fantasmal (la joven que regresa de la tumba para consumar su amor carnal), no hay vampirismo. Cabe aclarar que la historia de Flegón se conservó incompleta, por lo que Proclo, el filósofo neoplatónico del siglo V, la recontó y le añadió un final en sus comentarios a La República de Platón, por lo que en realidad tenemos dos tradiciones que se juntan en Goethe: la fantasmal de Flegón y Proclo, y la vampírica, que llega releída desde Filóstrato (la gente de los siglos XVIII y XIX vio vampiras donde los antiguos hablaban de empusas y lamias).

Una estudiosa reciente que también apoya esta doble vertiente clásica del texto goetheano es Irene Pajón Leyra, quien señala:

Es de notar la profunda influencia que el relato de Filino (o Filonea, en otras traducciones del texto de Flegón) ha tenido sobre la literatura contemporánea, en especial durante el período del Romanticismo. Goethe la toma como inspiración de su balada La novia de Corinto, texto que recibe también una notable influencia de Filóstrato, quien relata una historia similar a la de Filino (…) El hecho de que el relato de Filóstrato tenga lugar en Corinto (en lugar de Anfípolis) de nuevo indica que el autor alemán ha seguido este modelo literario, además del paradoxógrafo (2011: 149).

Goethe también pudo haber leído sobre la novia fantasmal de Flegón consultando al padre benedictino Agustin Calmet, quien en su Traité sur les apparitions des esprits, et sur les vampires ou les revenants de Hongrie, de Moravie, etc. (1746), reproduce el relato de Flegón, releído desde la temática del vampirismo y lo maravilloso siniestro, y asociado con vampiros de otras zonas, como la Europa Oriental, los que también llegaron a interesar a Goethe. Según señala Cansinos: “fueron más bien leyendas de vampiros de procedencia sudeslava y húngara las que excitaron primero la fantasía de Goethe, que luego las entretejió con la referida narración antigua (la de Filóstrato)” (1991: 874).

Después de Goethe, otros lectores del siglo XIX se referirán a la historia de Flegón, conocida por vía de Proclo, como es el caso de la teósofa Helena Blavatsky, quien en su libro Isis sin velo, a propósito del tema vampírico, cuenta la historia de Filonea, que le llega por Proclo:

Esta hija del Demostrator, casada contra su voluntad con un tal Krotero, murió poco después, pero a los seis meses de muerta volvió a la vida, como dice Proclo, a causa de su antiguo amor por el joven Macates, a quien visitó durante muchas noches sucesivas hasta que ella, o mejor dicho el vampiro que hacía sus veces, murió de rabia (tras ser descubiertos). Su cuerpo muerto, después de su segundo fallecimiento, fue visto por toda la ciudad en la casa de su padre, mientras que su sepultura se encontró vacía. Semejante suceso está confirmado por las Epístolas de Hiparco y por las de Arriedo a Filipo, según relata Catalina Crowe en su Night Side of Nature, pag. 335 (1982: 282).

Nótese que Blavatsky, como antes Calmet y Goethe, vampiriza el relato antiguo, centrado más bien en un fantasma que retorna. Señala, además de Proclo, a la escritora inglesa Catherine Crowe, celébre por el libro ahí mencionado en que reprodujo el relato clásico, y que, como veremos luego, fue una de las vías por las que Amado Nervo a su vez conoció la historia de la joven fantasma, según él mismo escribiera.

Por su parte, la novia de Goethe, sin importar su estatus vampírico, es descrita fantasmalmente: se trata de “una doncella que cauta avanza, envuelta en blancos velos”, muy pálida, de blanca mano, y quien es comparada con la nieve. En sus encuentros repetidos con el joven, nunca come aunque sí toma rojo vino (quizá como sustituto de la sangre). En la versión de Flegón y Proclo, cuando el romance nocturno es descubierto por la madre de la muerta, la joven Filonea se lamenta de su injusta y apresurada muerte y entonces, ahora sí, muere definitivamente. El joven queda triste y eventualmente se suicida, quizá queriendo alcanzar a su amada. Después de todo hay un sustrato amoroso verdadero entre la fantasma y el muchacho.

En Goethe la situación cambia, se vuelve más turbia y siniestra, como corresponde al elemento vampírico proveniente de la otra tradición literaria, la de Filóstrato (y con ésta, los relatos de vampiros euroorientales), y cuando el romance es descubierto por su madre, Filonea afirma: “Por vindicar la dicha arrebatada/ la tumba abandoné, de hallar ansiosa/ a ese novio perdido y la caliente/ sangre del corazón sorberle toda./ Luego buscaré otro/ corazón juvenil,/ y así todos mi sed han de extinguir” (878). Aquí no se está ante el amor recíproco descrito por Flegón y Proclo, sino ante la destrucción viril de parte de la vampira/empusa, ya sea comiendo su carne o bebiendo su sangre, sin limitarse a un solo hombre sino con la intención de repetir su crimen. De hecho, en la parte final del texto de Goethe, la joven anuncia a su amante que morirá: “¡No vivirás, hermoso adolescente!/ ¡Aquí consumirás tus energías!”. Quien muere no es ella, sino el otro.

Mientras que la historia de Flegón acontece en la ciudad de Anfípolis, la de Apolonio con la empusa pasa en Corinto. Cuando Goethe escribe su historia, la ubica en esta última, lo que puede ser leído como otra señal de que, además de Flegón, ha leído a Filóstrato, como bien lo hace notar Pajón Leyra. Pero Corinto en Goethe también tiene un valor simbólico adicional, pues era la ciudad de Afrodita, célebre por sus costumbres libertinas. Fue justo ahí donde san Pablo fundó una comunidad cristiana a la que luego dirigiría célebres epístolas en las que expuso lo que llegó a ser los fundamentos cristianos de una moral sexual basada en el celibato y la restricción y, para los que no puedan y para que no se consuman en su libido, en un matrimonio indivorciable.

Mencioné antes que el trasfondo ideológico del texto de Goethe era la oposición entre cristianismo y paganismo, entre restricción y gasto sexual, por lo que Corinto, objetivo a controlar por la epístola paulina, se vuelve ciudad propicia para la pasión corporal de los amantes apadrinada por el autor, con lo que el sentido transgresor del texto aumenta, como bien lo sintieron sus primeros lectores, quienes no pasaron por alto la puya goetheana contra el orden moral opresor de entonces, cristiano reformado, y de aquí surgió parte de la polémica, además, claro, de los propios méritos literarios y temáticos, en este caso de tipo fantástico, que tanto gustaron.

Al inicio de la balada, el autor señala esta oposición religiosa de los amantes: “Cristianos son la novia y su familia;/ cual sus padres, pagano es nuestro joven./ Y toda creencia nueva, cuando surge,/ cual planta venenosa, extirpar suele/ aquel amor que había en los corazones” (1991: 874). La creencia nueva, en este caso el cristianismo, cual planta venenosa, extirpa o reprime el amor de los cuerpos. De aquí que el acto de la vampira resulta a la larga revolucionario en ese contexto conscriptor, pues constituye una rebelión contra el nuevo decreto cristiano de reprimir el deseo erótico, por lo que, con su roja acción, recupera su corporalidad y, como le dice a su madre en el último verso, “a los antiguos dioses tornaremos solícitas”.

Gautier y las muertas enamoradas en flor

Como bien señalara Cansinos Assens en una nota a su traducción de La novia de Corinto de Goethe, el conflicto ideológico planteado por el alemán, esto es, el enfrentamiento entre cristianismo y paganismo (versión religiosa del combate entre clasicismo y romanticismo) fue retomado por otros autores, tanto germanos, como Heinrich Heine, como franceses, tal el caso de Théophile Gautier, adalid romántico en tempo parnasiano en tierras de Lutecia, y a quien un devoto Baudelaire dedicara su libro Les fleurs du mal, tal su prominencia literaria en aquel tiempo, una que la posteridad erosionó notablemente, pues hoy su nombre es ante todo alimento de eruditos y profesores. Destacó como poeta, crítico de arte y narrador, tanto de novelas (largas y cortas) como de cuentos, y entre éstos uno ha persistido en el tiempo y sí ha calado en franjas más amplias de la memoria de los lectores, en este caso los aficionados a la literatura fantástica, y a la de vampiros en particular: su relato La morte amoureuse (1836), que la historia literaria ubica como una de las primeras historias de vampiras, tan notable (o más, dado su atributo de mayor anticipación, brevedad y concisión) que la célebre Carmilla (1872), de Sheridan Le Fanu.

Gautier, igual que Goethe, oscila entre lo romántico y la nostalgia por cierto clasicismo, aunque, a diferencia del alemán, se decanta más por lo primero. Con Goethe insiste en enfrentar cristianismo contra paganismo, para apoyar a este último, en la medida en que signifique recuperar una dimensión corporal y emocional que el orden cristiano niega, según su entender. Romántico por su intención de base, no puede separar lo clásico y lo pagano (que históricamente van juntos), por lo que lo romantiza acrecentando el ingrediente imaginativo por medio de un recurso a lo fantástico, en versión siniestra y oscura: el vampirismo.

Para ello confecciona un esquema narrativo que lo obsesiona (hombre y mujer de mundos opuestos se enamoran por la seducción femenina y al final son separados por una figura patriarcal que actúa para salvar al joven de su destrucción), al grado de elaborar versiones alternativas del mismo separadas por muchos años: en 1836 escribe su famosa Morte amoureuse en clave vampírica explícita y, años después, en 1852, pergeña Arria Marcela. Recuerdos de Pompeya, en donde seculariza la trama, le quita el ingrediente cristiano que dominaba en la otra (al ser el personaje masculino un sacerdote), y mediante el recurso de un viaje en el tiempo sin tecnología pero con mucha imaginación, logra que el artista laico se pasee con sus amigos por Pompeya en ruinas, revisite la ciudad muerta (y vuelta a la vida por la acción onírica) en busca de su amada, y la encuentre. La mujer resurge de sus cenizas igual que la ciudad.

En La muerta enamorada el enfrentamiento se da entre el contexto cristiano señalado y el mundo secular y placentero. En cuanto al primero, el enamorado Romualdo es sacerdote y descubre en el paisaje eclesial a su amada en el mero día de su ordenación. Días después la reencontrará en su lecho de muerte, apenas para darle la extremaunción. El impacto emocional basta para que se genere en él una vida doble, “sonámbula”, entre la vigilia y el sueño, sin que una dimensión sea más real que la otra:

Durante el día, era un sacerdote del Señor, casto, ocupado en la oración y las cosas santas; por la noche, en cuanto había cerrado los ojos, me convertía en un joven, muy entendido en mujeres, en perros y en caballos, que jugaba a los dados, bebía y blasfemaba; y cuando al llegar el alba me despertaba, me parecía que, por el contrario, me dormía, y soñaba que era sacerdote (1972: 72).

Como el famoso personaje de Chuang Tzu que soñó ser una mariposa, cuando despertó no sabía si era un hombre de iglesia que había soñado ser una mariposa mundana, o si ahora era una mariposilla hedonista que soñaba ser un hombre recatado. Dicho sentimiento de estar dividido no es total, pues al mismo tiempo sigue existiendo “un mismo yo en dos hombres tan diferentes”. Tampoco hay locura en esa “vida de bicéfalo”, pues siempre conserva muy claras sus dos existencias. En su segunda vida, la mundana, la contrapuesta al mundo cristiano, finalmente reencuentra a la mujer atisbada en su vida sacerdotal. Su nombre es Clarimonda y resulta ser una cortesana de ojos verdes, fría al tacto “como la piel de una serpiente”, al tiempo que su huella “quemaba, como la señal de un hierro al rojo”. Lo caliente y lo frío se conjuntan en ella, igual que la vida y la muerte, la vigilia y el sueño.

Ante el idilio creciente que se manifiesta como enfermedad en el joven sacerdote, interviene entonces el abad Serapio, su preceptor, a la manera de un resurrecto Apolonio vuelto cristiano, quien le cuenta que “la gran cortesana Clarimonda ha muerto últimamente a consecuencia de una orgía que ha durado ocho días y ocho noches. Fue algo infernalmente espléndido. Se renovaron allí las abominaciones de los festines de Baltasar y de Cleopatra” (1972: 90), referencias con las que el ambiente mundano se paganiza. Serapio también se refiere a los aspectos más siniestros de la difunta: “Han corrido todo el tiempo, sobre esta Clarimonda, extrañas historias, y todos sus amantes han acabado de una manera miserable o violenta. Decían que era un vampiro-hembra; pero creo que era Belcebú en persona” (90).

No obstante estas advertencias, y algo incrédulo, el hombre bicéfalo continúa su relación con la muerta rediviva, hasta que descubre inequívocamente su identidad vampírica, tras cortarse un dedo, y cuya sangre la alebresta, primero, y ver después cómo se prepara ella para sacarle sangre con una aguja, detalle curioso, guiño de modernidad, en donde la hipodérmica sustituye a los agudos colmillos. Convencido de su peligrosidad, sobreviene la destrucción de la mujer sombría con la ayuda de Serapio. Como resultado, la vida doble se decanta por la vida sacerdotal, con un Romualdo presa de melancolía.

En el relato posterior “Arria Marcela” la doble vida del personaje masculino (en este caso Octaviano) se logra haciéndolo viajar en el tiempo, a la Pompeya de su amada, con lo que se oscila entre la modernidad del siglo XIX y la antigüedad pompeyana. Se trata de una ciudad muerta que resucita y que coincide con la amada, que pasa de ser huella arqueológica a ser mujer entera y palpitante. Se entabla un “amor retrospectivo” entre el joven decimonono y la bella surgida de la ciudad muerta. Está la oposición entre cristianismo y paganismo ejemplificada en el contraste entre sus respectivas tumbas, e incluso el narrador menciona a Goethe, su gran referente: “El arte embellecía estas últimas mansiones y, como dice Goethe, el pagano decoraba con las imágenes de la vida los sarcófagos y las urnas” (1972: 140).

El tópico de la ciudad muerta se desarrolló mucho en el siglo XIX, sobre todo en su segunda mitad, por obra de corrientes finiseculares como el decadentismo y el simbolismo (Cf. Hinterhäuser 1980). Las más importantes literariamente fueron Venecia, Brujas y Toledo, con lo que se hace evidente que “ciudad muerta” es más una metáfora plena de simbolismo que una exactitud histórica, pues en sentido estricto ninguna de esas ciudades estaba muerta, seguían vivas con su gente y sus casas, pese a que albergaran temporalmente la muerte y la enfermedad como en Muerte en Venecia (1912), de Thomas Mann. Hubo también ciudades muertas procedentes de la arqueología, justamente como Pompeya, o del mito, como la Atlántida. En relación con la primera, el inglés Edward Bulwer Lytton había escrito la muy exitosa Los últimos días de Pompeya (1834), cuyo encanto se mantuvo posteriormente con los nuevos medios como el cine y la televisión, con sus respectivas adaptaciones hasta la actualidad. En cuanto a Atlantis, Julio Verne no fue inmune a su encanto y después siguió vigente en otros escritores.

En los dos relatos de Gautier está presente la ciudad muerta: es clara y evidente en “Arria Marcela”, mientras que en “La muerta enamorada” la ciudad regente en lo simbólico es Venecia pues, como afirma su personaje Romualdo: “yo estaba, o creía al menos, estar en Venecia; no he podido separar lo que había de ilusión y de realidad en aquella extraña aventura” y, más adelante, incluso describe su residencia: “Vivíamos en un gran palacio de mármol en el Canaleio, lleno de frescos y de estatuas, con dos Tizziano de la mejor época en la habitación de Clarimonda” (1972: 96).

En los encuentros entre Arria y Octaviano, se señala que ella no come, sólo bebe “vino de color púrpura, oscuro como sangre coagulada”, y su piel al tacto es fría, igual que se describió a la vampira Clarimonda. Arria Marcela nunca es descrita como vampira, aunque sí como sus ancestras griegas: como larva y como empusa, como la denomina más adelante su destructor patriarcal, su propio padre que interviene para separar a los amantes y salvar la vida de su congénere Octaviano. Él es cristiano pero ella no, como bien lo afirma con convicción ante la interpelación paterna: “Padre mío, no me abruméis; en nombre de esta religión morosa que jamás fue la mía; yo creo en nuestros antiguos dioses que amaban la vida, la juventud, la belleza, el placer; no me sumerjáis de nuevo en la pálida nada” (1972: 161). A esta “pálida nada” es enviada la larva Arria por su padre cristiano, no sin que Octaviano quede sumido en la melancolía, sin importar que después se case con otra mujer para efectos sociales, pues sigue amando a la difunta en secreto.

El enigma corintio de Nervo

Cualquier lector memorioso de historias de vampiros sabe que la balada de Goethe, “La novia de Corinto”, suele usarse como el punto de partida de esta tradición literaria en su etapa moderna y que llega incansable hasta nuestros días. Tal título aparece asociado, pues, y con rigor, al escritor alemán. El que un autor posterior, como es el caso del mexicano Amado Nervo, tome dicho título para escribir una historia vampírica hace pensar al conocedor que lo suyo es un guiño referencial, una versión o adaptación del texto de Goethe. Es ésta la primera reacción natural. Y sin embargo, el narrador refiere el origen de su historia, no al escritor alemán, sino a la autora Catherine Crowe, a quien Nervo llama “la Señora Croide”: “Esta narración es muy vieja y ha corrido de boca en boca entre gentes de las cuales ya no queda ni el polvo. La Señora Croide la recogió, como una florecilla de misterio, en su libro The Night Side of Nature. Confieso que a mí me deja un perfume de penetrante poesía en el alma” (2000: 88).

Cuando se compara la narración de Nervo con la de Crowe (recopilada por Javier Arries en su buen artículo “Filonea, la novia de Anfípolis” de su sitio “La Cripta” (http://www.arries.es/la_cripta/casos/filonea.html), uno puede comprobar que el autor mexicano ha seguido en su trama a Crowe, y con ella, a la vieja historia que se remonta a Proclo y a Flegón de Tralles, según vimos anteriormente cuando citábamos a H.P. Blavatsky. Pero Nervo no está diciendo toda la verdad, pues aunque su texto tenga tal filiación, no por ello desconoce el de Goethe, que también está ahí presente, y que se aprecia por el título mismo y por la ciudad donde ocurre la historia, Corinto, que, como habíamos señalado, corresponde a la línea de Goethe y de Apolonio de Tiana. Por qué Nervo no señala al alemán como materia prima de su propio trabajo queda como asunto de conjetura, debiéndose quizás a su falta de entusiasmo con respecto a la obra del alemán, a la que, debido a su ideario modernista, podía encontrar demasiado clásica y formal.

En mi ensayo “Fausto en tiempos de Don Porfirio”, recogido en México heterodoxo (2013), al revisar la adaptación hecha por Nervo del tema fáustico, mucho más secular y mundana, señalé cómo el mexicano pareció querer afirmar una cierta distancia con respecto a Goethe, quien no tuvo en él ni en su generación modernista una función tutelar (más atraídos por el vitalismo de Nietzsche), como sí ocurrió después, en el momento ateneísta, con Alfonso Reyes, el más notable de los goetheanos de México. Cuando Nervo lo menciona, no suele hacerlo con grande aprecio, sino más bien con una pizca de ironía, como ocurre en textos suyos como “Luz, más luz” o “Un superhombre”. Este distanciamiento tal vez lo llevó también a omitir su nombre en “La novia de Corinto”.

Con este escrito de Nervo la tradición europea de la muerta enamorada (ya sea fantasma o vampira) llega a México y echa raíces, para eventualmente florecer en la novela corta de Fuentes, Aura. En aquél la joven muerta regresa de la tumba para buscar a su amado, quien ignora con quién trata. Su idilio es descubierto por la nodriza de la revenida, quien a su vez cuenta de sus apariciones a los padres de ella, los que intervienen para separarlos. Así ocurre: cuando revisan la tumba de la doncella, “se la encontró vacía de cadáver, sólo la sortija ofrecida al mancebo reposaba sobre el ataúd” (2000: 87). Con respecto a la muchacha, su “cuerpo -dice la historia- fue trasladado como el de un vampiro, y enterrado fuera de los muros de la ciudad, con toda clase de ceremonias y sacrificios” (88). Hasta esta mención, la narración no se había referido a la joven en términos vampíricos, ni se habían dado indicios tradicionales, como la sangre. El asunto estaba más circunscrito al fantasma que regresaba de la tumba para experimentar un amor que en vida se le había negado, muy en la línea original de Flegón. La contaminación vampírica es otra señal del diálogo oculto con Goethe, en quien la joven sí tiene esta característica.

Es así como, fantasmal o vampira, con Nervo la muerta enamorada arriba a México en busca de su amado, todavía de una manera muy mimética del modelo europeo, pero sentando un valioso precedente en la literatura fantástica del momento, a inicios del siglo XX, en el ámbito mexicano e hispanoamericano. Habrá que esperar unas décadas más para que la semilla, en un contexto literario más rico, germine, crezca y fructifique en otras maneras, como ocurrirá con Carlos Fuentes.

Aura en el jardín de Flandes

De parecida manera a como encontramos en Théophile Gautier un mismo esquema narrativo expresado en dos narraciones distintas, en tiempos diferentes, así sucede con Carlos Fuentes en sus narraciones “Tlactocatzine, del jardín de Flandes” (incluida en su primer libro, Los días enmascarados, de 1954), y la novela corta Aura, de 1962, en la que, mediante el recurso de un espacio antiguo y en ruinas, se produce el reencuentro de amantes separados en el tiempo, aunque no en el espacio, pues la geografía se mantiene, no cambia: México, el cual se manifiesta en dos tiempos diferentes en los dos relatos: el México del Segundo Imperio, ámbito inicial de los amantes, y el México posrrevolucionario de inicios de la segunda mitad del siglo XX, cuando se produce el reencuentro.

Buena parte del efecto fantasmagórico se logra gracias a la ambientación y al lugar, en una adaptación mexicana del síntoma de la ciudad muerta visto antes: en el primer caso, la historia acontece en una “vieja mansión del Puente de Alvarado, suntuosa pero inservible, construida en tiempos de la Intervención Francesa”, “deshabitada desde 1910, cuando la familia huyó a Francia” (1980: 41), y referida como una “isla de antigüedad” (42). Por su parte, en Aura la historia tiene lugar en una vieja casona de la calle de Donceles, en el Centro Histórico de la ciudad de México, en 1961, cuando este sector no tenía atractivo turístico como en la actualidad, y no gozaba de las actuales cuotas de restauración de edificios. El narrador en segunda persona singular incluso afirma que “siempre has creído que en el viejo centro de la ciudad no vive nadie” (1962: 11). Ambos lugares funcionan como mensajeros de lo antiguo, dentro del síndrome de la ciudad muerta, amenazados por una modernidad avasalladora. En el caso de la mansión de Puente de Alvarado, el personaje narrador cree erróneamente que su jefe compró la casa para demolerla y vender el terreno a buen precio, mientras que la casa de Donceles se encuentra rodeada por construcciones más recientes que le quitaron espacio y luz, tornándolo en un lugar oscuro.

Ambas casas tienen un corazón simbólico, constituido por un jardín interior, que sirve como lugar de pasaje entre los mundos que ahí confluyen. El breve jardín de Puente de Alvarado es “pequeño, cuadrado, lugar de siemprevivas, sus tres muros acolchonados de enredadera” (42). Las siemprevivas se tornarán una flor simbólica y recurrente, “atravesadas de un perfume que se hace doloroso, como si las acabaran de recoger de una cripta, después de años entre polvo y mármoles” (42). Durante el encuentro físico de los amantes, el hombre joven y la anciana fantasmal, “las siemprevivas temblaban solas, independientes del viento. Su olor era de féretro” (48). Previamente, ha sido en ese mismo jardincillo cerrado y claustrofóbico,2 donde se abre un sendero por el que la visitante espectral se va caminando bajo la lluvia, ante la mirada incierta del hombre. En el caso de Aura, más que un jardín formal, aunque fuera reducido, lo que queda es un patio techado, sin luz, en el que sin embargo Aura cultiva “las hierbas olvidadas que crecen olorosas, adormiladas”: beleño, dulcamara, gordolobo, evónimo y belladona, plantas propias del herbario brujil, aspecto que desarrollará Carlos Fuentes para su muerta enamorada (Consuelo/Aura), en vez del dominante hasta entonces desde Goethe, el de la vampira, o bien el de fantasma. La bruja, pese a sus aspectos siniestros, forma parte del mundo natural, por lo que el amor que ella ofrece tiene posibilidades de continuar, de perdurar, incluso en la muerte, como en Aura, mientras que los amores vampíricos acaban mal, con la separación de los amantes. Pese a todo, Fuentes es más optimista en su erotismo, no importa si siniestro, mientras que las muertas enamoradas de Goethe, Gautier y Nervo acaban en cenizas separadas de sus amados y esparcidas por el viento de la tradición patriarcal.

Como si estos jardines vegetales no bastaran, en Aura hay además un “jardín lateral”, “ese cubo de tejos y zarzas enmarañados donde cinco, seis, siete gatos -no puedes contarlos: no puedes sostenerte allí más de un segundo- encadenados unos con otros, se revuelcan envueltos en fuego, desprenden un humo opaco, un olor de pelambre incendiada” (1962: 29). A diferencia de los otros, este jardín animal es ruidoso, son sus maullidos los que llaman la atención del narrador, antes de que se decida a echar un vistazo a dicho jardín a través de un tragaluz incómodo, que no le permite ver todo el tiempo que quisiera, sino apenas algunos atisbos veloces.

En ambos relatos un sentido privilegiado en términos de percibir al fantasma es el del oído por medio del susurro de la falda larga sobre el piso o los pasos lentos sobre las hojas del jardín interior; se activa también el sentido de la vista, pues en “Tlactocatzine…”, el narrador ve por primera vez a la anciana muerta reflejada en los cristales que separan la biblioteca del jardín, e igualmente la verá desaparecer en un paisaje interior dentro del pequeño jardín; en términos táctiles, el frío es propio de las casas, tanto en Tlactocatzine” como en Aura; también está la oscuridad. El sentido olfativo es importante: cómo Aura/Consuelo queda asociada con el aroma de las plantas, o el fantasma de Carlota con las siemprevivas. Estas asociaciones vegetales en la mujer (incluido el color verde de los ojos) contribuye a acentuar su peso pagano, algo muy acorde con el imaginario de brujas con que funciona Fuentes. Lo animal también es importante, sobre todo en Aura, que es donde se trabaja más el arquetipo de la bruja (como se advierte desde el inicio con el epígrafe de Michelet de su libro sobre la bruja). Así, Aura/Consuelo aparece vinculada con ratas, gatos y conejos, y a la hora del sacrificio animal, recurre a gatos (como Consuelo de joven) o chivos, como Aura en la cocina, cual Kali criolla:

La encuentras en la cocina, sí, en el momento en que degüella un macho cabrío: el vapor que surge del cuello abierto, el olor de sangre derramada, los ojos duros y abiertos del animal te dan náuseas: detrás de esa imagen, se pierde la de una Aura mal vestida, con el pelo revuelto, manchada de sangre, que te mira sin reconocerte, que continúa su labor de carnicero (1962: 40).

A nivel de personajes, Aura trabaja con personajes dobles que son uno solo: Consuelo y Aura, la centenaria y la primaveral, cuyos límites son imprecisos: “la señora Consuelo que te sonríe, cabeceando, que te sonríe junto con Aura que mueve la cabeza al mismo tiempo que la vieja: las dos te sonríen, te agradecen” (1962: 48). Más adelante:

Recordarás a la vieja y a la joven que te sonrieron, abrazadas, antes de salir juntas, hacen exactamente lo mismo: se abrazan, sonríen, comen, hablan, entran, salen, al mismo tiempo, como si una imitara a la otra, como si de la voluntad de una dependiese la existencia de la otra (50).

Pero Aura/Consuelo no está sola en su carácter doble, pues del otro lado de la raya está Felipe el historiador y el general Llorente, unificados en su masculinidad aunque separados por décadas de muerte, entre dos momentos de un solo yo viril. ¿Repetición o reencarnación? Quién sabe, pero lo importante es que los amantes vuelvan a reunirse: así como estuvieron juntos en el pasado en tiempos de Maximiliano y Carlota, en un México afrancesado, volverán a estarlo en un México mestizo y desarrollista: Felipe/Aura y Llorente/Consuelo, juntos, unificados, colmando los sueños andróginos en un eterno presente.

Aura y la conexión japonesa

Es interesante la declaración de Fuentes sobre el efecto de uno de los relatos del japonés Ueda Akinari,3 de su colección Cuentos de lluvia y de luna (Ugetsu Monogatari) mientras escribía Aura, no tanto el texto escrito de Ueda en sí, más bien su versión cinematográfica hecha por el director Kenji Mizoguchi, y conocida en Occidente por haber ganado el premio El León de Oro del Festival de Venecia en 1953, con el título de Cuentos de la luna pálida. Al respecto, en su escrito “Cómo escribí algunos de mis libros”, cuando habla de Aura, señala Fuentes haber visto la película en París:

En las imágenes evanescentes de Mizoguchi se contaba la hermosa historia de amor adaptada por el director japonés del cuentoLa Casa entre los juncos, de la colección del Ugetsu Monogatari, escrita en el s. XVIII por el narrador abandonado y mutilado por la viruela, Ueda Akinari, quien pudo volver a usar su mano enferma para tomar el pincel ayudado milagrosamente por el Dios Zorro, Inari, y escribir unos cuentos que son únicos porque son múltiples (280).

Además de esta mención directa de Fuentes al relato de Ueda vía Mizoguchi, está la referencia de Lois Parkinson en el ensayo suyo anteriormente mencionado, ello durante una conversación con Fuentes en la Universidad de Texas en Dallas, en diciembre de 1981. Según señala la investigadora norteamericana “Fuentes said that on the night in Paris in 1961 when he began to write Aura, he had gone to see a Japanese film called Ugetsu Monogatari, directed in 1953 by Kengi Mizoguchi (1898-1956), and based on stories by Uyeda Akinari, written in the eighteenth century” (1984: 329). Dato importante que señala Parkinson es que Fuentes conocía la traducción francesa de la colección de Ueda, hecha por René Sieffert en 1956 con el título de Contes de pluie et de lune. Posteriormente Fuentes pudo haber conocido la traducción directa del japonés al español hecha por Kazuya Sakai y publicada en México por Era en 1969, con el título igual al francés de Cuentos de lluvia y de luna, aunque para entonces ya Aura estaba publicada, por lo que la traducción importante para Fuentes fue la francesa.

La versión cinematográfica de Mizoguchi combina dos de los nueve cuentos de la colección, el que señala Fuentes en su cita, “La casa entre los juncos”, y un segundo, traducido al español por Sakai como “La impura pasión de una serpiente”. El primero es ante todo una historia sobre la fidelidad femenina incluso más allá de la tumba, en que los amantes se reúnen por una noche, él vivo, ella muerta, aunque esto se sepa sólo al final del texto. La otra historia trata sobre el enamoramiento y persecución que hace un ente femenino sobrenatural, de tipo serpentino, a un joven, hasta que finalmente es destruida por la intervención de un monje santo. Ambas historias nos resultan familiares en nuestra temática de amor sobrenatural: la muerta que regresa de la tumba para amar a un vivo, como en Flegón, aunque sin tintes vampirescos, en “La casa entre los juncos”, aunque sí aparece en el otro cuento, “La impura pasión de una serpiente”, en donde si bien no hay vampira, sí hay un ser femenino equivalente en peligrosidad, la mujer-serpiente, propia de la cultura legendaria japonesa.

Allí ella aparece acompañada por una sirvienta, que resume la situación de su fantasmal ama así: “The old woman then explains that Lady Wakasa had died without a proper love, so she has brought her back from the grave and that her existence depends upon them” (Parkinson 1984: 330). El lector puede apreciar que éste es el mismo nódulo narrativo de las historias puestas a circular en la Antigüedad por Filóstrato y Flegón, relanzadas por los románticos en el siglo XIX y remozadas por Fuentes en Aura, en parte gracias al influjo japonés que, en su propio circuito cultural, contaba una historia parecida de mujeres espectrales y varones enamorados, como las vistas antes en la tradición occidental, y que probablemente Fuentes conoció como buen lector que era de historias de vampiros y de fantasmas enamorados, tal como muestra en su historia “Vlad”, del libro Inquieta compañía (2004). Sin embargo, como ya mencioné, en Aura la evocación de la mujer sobrenatural no se va por el lado de la vampira sino más bien por la bruja.

También en estos cuentos japoneses, como en sus pares occidentales, el lugar en donde se reencuentran los amantes es referido con aires de antigüedad y de misterio, de ruinas que por un tiempo vuelven a la vida, mientras los amantes comparten sus anhelos eróticos. En el relato “La casa entre los juncos”, después de haber pasado la noche con su esposa tras larga separación en su hermosa casa, el hombre despierta y se da cuenta del carácter ilusorio de la mujer y de su antiguo hogar:

Sorprendido, se levantó y comprobó que en la casa casi no existía nada que se pareciese a una puerta. Por los orificios de la derruida mampara de bambú penetraban largos tallos de cañas y de hierbas salvajes; el rocío de la mañana había mojado por completo sus mangas. A los muros se adherían toda clase de hiedras, al jardín lo sepultaba la maleza; aunque no era otoño todavía, la desolación de esa casa era comparable a la de un campo abierto (1969: 90).

En el otro cuento de Ueda que retomó Mizoguchi, “La impura pasión de una serpiente”, no sólo se produce el ilusorio renacer de una vieja mansión mientras los amantes se reúnen, sino que además se señala como lugar importante el jardín, como vimos que ocurría en Aura y en “Tlactocatzine…”:

El interior (de la residencia) se veía aún más derruido que el exterior. Los guardias se internaron más y más. Los jardines eran muy amplios. El lago artificial del jardín y las plantas acuáticas estaban totalmente secos; en medio de un zarzal aplastado se erguía, tenebroso y trágico, un pino abatido por el viento. Cuando abrieron la puerta de la sala de recepción los acogió un soplo de aire con olor acre, fantasmal, que los hizo estremecer; la partida retrocedió, sobrecogida de temor (1969: 138).

Puede así apreciarse que, pese a la diferencia cultural e histórica, muchos rasgos importantes de la caracterización gótica son similares en los cuentos europeos de amor sobrenatural señalados en la primera parte de este ensayo y en estos lejanos cuentos japoneses que Fuentes conoció, ya por los textos mismos en su traducción francesa, ya por la versión cinematográfica de Mizoguchi, y que en algún nivel lo afectaron cuando estaba escribiendo Aura, aparte de los antecedentes europeos. Podría uno querer encontrar explicaciones historicistas o arquetipistas para tales coincidencias literarias, pero no es ése el objetivo de nuestro trabajo, sino apenas hacer un recuento de tan interesantes coincidencias.

De esta manera, en Aura de Carlos Fuentes coinciden vampiras, fantasmas y brujas de Occidente, así como serpientes malignas salidas del folclor de Japón, cuando el autor creyó “encontrar en la mujer muerta de Mizoguchi (y de Ueda) a la hermana de Aura” (1982), todo lo cual contribuye a alimentar la ambigüedad del texto: en tiempos, en espacios, en culturas, en realidades visibles y ocultas.

Bibliografía

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1“Le nom d’Empousa signifie ‘celle qui viole’. C’est bien l’image de la nymphomane, de la femelle insatiable à cause de qui les guerriers perdent leurs forces” (Markale 1983: 142).

2Al comentar sobre estos jardines cerrados de Fuentes, pero también de Octavio Paz y Nathaniel Hawthorne con sus versiones de “La hija de Rapaccini” (otra historia con mujer vegetal y ponzoñosa, cual anuncio de la Mandrágora de Ewers), apunta la estudiosa Lois Parkinson: “If bringing together incompatible tendencies is the primary function of the gardens in these stories, claustrophobia is their primary characteristic. They are enclosures within enclosures, as much prisons as paradise” (1984: 324).

3Para ampliar sobre este autor y su conexión con lo gótico, cf. en esta misma revista Chaves 2015.

Recibido: 12 de Enero de 2021; Aprobado: 24 de Abril de 2021

Es investigador del Centro de Poética y docente de la Facultad de Filosofía y Le tras de la UNAM. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Entre sus temas de investigación están: romanticismo, literatura fantástica, esoterología y literatura de viajes. Los temas anteriores se concentran en el siglo XIX y la primera mitad del XX para las literaturas hispanoamericana, francesa e inglesa. Es miem bro honorario de la Academia Costarricense de la Lengua. Entre sus publicaciones destacan: Andróginos. Eros y ocultismo en la literatura romántica (2005), México heterodoxo. Diversidad religiosa en las letras del siglo XIX y principios del XX (2013) e “Isis modernista. Estudios panhispánicos sobre teosofía, espiritismo y el primer Krishnamurti (1890-1930)” (2020).

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