El desencantamiento del mundo
La modernidad tardía fue un periodo de grandes incertidumbres. La devastación causada por la Primera guerra mundial, la consolidación del socialismo con la Revolución rusa (y la posibilidad de su implementación en otros países europeos), así como la disolución de los grandes imperios, provocaron una enorme ansiedad en las esferas de lo político, lo económico y lo social. El ámbito de las artes tampoco fue inmune a las fuerzas del cambio que parecían recorrer todos los rincones de la civilización “occidental”. Los artistas pertenecientes a los movimientos de vanguardia rompieron de tajo con los preceptos estéticos de la tradición precedente -de corte realista, influida por las ideas del positivismo- y favorecieron en cambio otros enfoques, como la abstracción, la deformación y la subjetivización extrema de sus “objetos”, que resultaron más apropiados para la canalización de su angustia vital. El arte, como la política, se encontraba inmerso en su propia revolución, en la “revuelta simbólica de los hijos contra el padre”, como lo ha formulado Peter Gay.
A nivel filosófico, el hombre, desengañado de las promesas del discurso de la modernidad y de su fe en el “progreso”, se enfrentó a la realidad de su ser fragmentado, alienado de sí, de los otros y del mundo. En el campo de la ciencia, la formulación de la teoría de la relatividad de Albert Einstein (concebida en 1905 y publicada en 1915) cuestionó los axiomas sobre los que se había apoyado hasta entonces la física clásica y desmanteló con ello la forma en que se entendían las leyes que rigen el universo. En suma, en las primeras dos décadas del siglo XX fueron el escenario de un cambio de paradigma que fue percibido, según las valoraciones más conservadoras, como un momento de discontinuidad con el pasado; y, según las posturas más radicales, como una verdadera crisis apocalíptica: el “fin del mundo” como se conocía, o, por lo menos (y en retrospectiva) el fin del “largo siglo XIX” y su proyecto de modernidad.
En ese extraño paréntesis del periodo de entreguerras, suspendido entre barbarie y barbarie, se impuso un momento de reflexión crítica sobre el legado de la razón instrumental en las modernas sociedades industriales y sobre la supuesta posibilidad del avance técnico continuo. Para 1919, en su discurso sobre “La ciencia como vocación” (“Wissenschaft als Beruf”), el sociólogo Max Weber advertía que, en la base de todo proceso de intelectualización y racionalización, yace la convicción de que “uno puede dominar todas las cosas, en principio, a través del cálculo. Sin embargo, eso significa: el desencantamiento del mundo” (Weber: 488). Esta famosa sentencia weberiana, en cuyo campo semántico se encuentran también las nociones de “desacralización”, “secularización” y “des-espiritualización”, fue adoptada más adelante por los pensadores de la Escuela de Frankfurt, y elaborada en una narrativa sobre la Ilustración y la modernidad, que tiene como fundamento el alejamiento entre “razón” y “mito”. Para Adorno y Horkheimer -testigos de los horrores del fascismo en la Segunda Guerra Mundial- la soberanía de la razón había posibilitado ciertamente el alcance de cierto nivel de progreso, pero a un precio terrible. La razón instrumental, puesta al servicio de intereses y sistemas autoritarios, había traído consigo consecuencias de carácter siniestro: el sometimiento del mundo y de sus semejantes (ambos “desencantados”, considerados en un sentido estrictamente material y mecánico) a los designios de ciertos grupos en el poder. Así, en su Dialéctica de la Ilustración (Dialektik der Aufklärung) de 1944, se afirma que:
Los hombres pagan el acrecentamiento de su poder con la alienación de aquello sobre lo cual lo ejercen. La Ilustración se relaciona con las cosas como el dictador con los hombres. Éste los conoce en la medida en que puede manipularlos. El hombre de ciencia conoce las cosas en la medida en que puede hacerlas. De tal modo, el en sí de las mismas se convierte en para él. En la transformación se revela la esencia de las cosas siempre como lo mismo: como materia o sustrato de dominio (Adorno y Horkheimer: 64-65).
El uso de la razón instrumental, que en un principio había prometido al hombre su liberación, su emancipación de la “ignorancia” y la “superstición”, había terminado por reificarlo y por reducir su interacción con el mundo a la explotación y la dominación. He ahí los límites de la Ilustración: la serpiente mordía su cola y volvía al punto de partida: al “mito”, a la “irracionalidad” y a la barbarie, que se supone había dejado atrás. Esta transformación de un término en su contrario, que significaría, en última instancia, que la modernidad había sido peligrosa y subrepticiamente “re-encantada”, es lo que los teóricos de la Escuela de Frankfurt llamaron “dialéctica de la modernidad”.
Además del modelo dialéctico, otra forma de acercamiento a la cuestión de la presencia de lo “encantado” en lo moderno es el así llamado “enfoque binario”, el cual supone que “todo encantamiento persistente en la cultura occidental debe ser, necesariamente, una reliquia, una reversión, un remanente de atavismo ignorante, que todavía no ha sido eliminado” (Landy y Saler: 3). Al igual que la postura dialéctica, el enfoque binario se muestra receloso y desdeñoso de toda supervivencia en lo moderno de fenómenos que puedan ser adscritos a la categoría del “encantamiento”. Pero la principal diferencia entre ambos es que, en la medida en que este último enfoque sí contempla una separación tajante, maniquea, entre lo “racional” y lo “irracional” (en cuyo caso sería imposible que la serpiente terminara por morderse la cola), la eventual eliminación de este último aspecto deviene en una “deseable” posibilidad.
Sin embargo, a lo largo las dos últimas décadas, el discurso en torno a la modernidad se ha ido modificando y se ha alejado tanto de la postura dialéctica como del enfoque binario. La revisión de la narrativa de la modernidad y de su supuesto “desencantamiento”, desde la perspectiva de la crítica postcolonial y de la deconstrucción; es decir, desde la revalorización de lo plural, lo periférico y lo no-hegemónico, ha mostrado que la premisa misma del “desencantamiento” puede ser considerada también como un mito. Una revisión concienzuda, histórica, de la vida política, científica y cultural del periodo que ha sido denominado como “moderno”, mostraría no sólo que dicho “desencantamiento” no se llevó a cabo de la forma tan contundente como se ha afirmado, sino que la “narrativa de la modernidad como desencantada y secularizada […] fue articulada, irónicamente, justo en el periodo en el que Gran Bretaña, Francia y Alemania se encontraban en pleno reavivamiento del ocultismo” (Josephson-Storm: 28). En los hechos, la relación entre “razón” y “mito” fue mucho más compleja que la sustitución o exclusión mutuas: ambos convivieron en múltiples formas de entrecruzamiento discursivo, con frecuencia paradójicas y desprolijas, por lo que su desenmadejamiento se vuelve, en ocasiones, difícil. Además de las rupturas más evidentes entre ambos, hubo transiciones sutiles: alternancias de visibilidad y ofuscamiento, de adormecimiento y reavivamiento simultáneos. La “jaula de hierro de la racionalidad” que, según Weber, había aprisionado al hombre moderno, tenía, en realidad, barrotes endebles y, en ciertos puntos, hasta imaginarios.
El cuestionamiento de la narrativa de la modernidad y el replanteamiento de su “desencantamiento” como un mito, ha proveído a los estudiosos de este periodo histórico con nuevas herramientas críticas y un marco de referencia distinto que permiten la reconsideración del papel que las manifestaciones de lo “mítico” y lo “encantado” (algunas veces visibles, otras tantas ofuscadas, pero siempre presentes) desempeñaron en sus contextos particulares, así como el diálogo que establecieron con otras formas de discurso, en apariencia incompatibles con ellas. En este sentido, el ámbito de las artes, en general, y de la literatura, en particular, con su capacidad sintética de integrar mito y logos, constituye un espacio privilegiado para atender este diálogo complejo. En la presente discusión, el autor que nos compete es el austriaco Gustav Meyrink (1868-1932), quien, entre los años 1913 y 1927, publicó cinco novelas fantásticas en las que prevalecen varios elementos del ocultismo finisecular, aunados a la estética, las ansiedades y las añoranzas metafísicas y religiosas propias del expresionismo alemán, todo ello paradigmático de la persistencia del “encantamiento” en el momento mismo de su negación.
Expresionismo y ocultismo: el vínculo romántico
La corriente artística del romanticismo y el fenómeno decimonónico del ocultismo (así como las prolongaciones de ambos en las primeras décadas del siglo XX) constituyen un ejemplo de cómo ciertas manifestaciones culturales de la modernidad intentaron articular lo secular y lo sagrado en un sistema integrador. En estricto sentido, el ocultismo es una de las varias corrientes que conforman la “tradición esotérica occidental”. Esta última puede ser definida, de manera general, como un constructo académico que designa una forma de pensamiento, cuyos rasgos empezaron a esbozarse a partir del Renacimiento, con la confluencia del neoplatonismo, el hermetismo y la cábala en la academia platónica florentina, y que se fueron adaptando, expandiendo y transformando, según las contingencias históricas de los periodos posteriores.
Aunque la definición y delimitación del esoterismo como objeto de estudio sigue todavía sometida a una agitada discusión en los círculos académicos que se ocupan de su estudio, por razones de pragmatismo, nos remitiremos a la propuesta heurística de Antoine Faivre (1934) para la identificación de sus rasgos principales (los cuatro primeros, necesarios, y los dos últimos, deseables), a saber: 1) la idea de correspondencias universales, 2) la importancia de la imaginación como medio para conocer y percibir dichas correspondencias y la mediación de espíritus intermediarios que revelan estos secretos, 3) la noción de la naturaleza como un organismo viviente, con un alma propia conectada al alma humana, 4) la experiencia de la transmutación, es decir, que el ser humano y toda materia en el mundo, pueden refinarse espiritualmente a través de una metamorfosis que permite el acceso a un conocimiento superior o gnosis, 5) la práctica de la concordancia, que se esfuerza por encontrar el común denominador entre varias doctrinas y 6) la transmisión o iniciación a través de un maestro, que supone la existencia de autoridades espirituales y la preservación de una tradición a lo largo de distintas generaciones de “iniciados” (Faivre: 12).
Dentro del marco general de la forma de pensamiento esotérica, el ocultismo surge como su iteración moderna, es decir, se trata de la adaptación del pensamiento esotérico al contexto específico de la secularización y racionalización progresivas de la cultura occidental ilustrada, de modo que se encuentra en constante negociación con los mecanismos del desencantamiento y encantamiento del mundo. Como término, el “ocultismo” fue acuñado por el esoterista francés, Éliphas Lévi (1809-1875), a mediados del siglo XIX, para referirse a la dimensión práctica del esoterismo -como la magia, las mancias, la evocación de espíritus intermedios y la alquimia- y gozó de una buena recepción y difusión por parte de los círculos que compartían dichos intereses. Una premisa importante del ocultismo es la convicción de que existen “algunas fuerzas y conexiones en la naturaleza que permanecen invisibles u ‘ocultas’, y que pueden parecernos misteriosas porque son difíciles de aprehender en términos racionales” (Hanegraaff, 2012: 178). El ocultamiento de estas fuerzas misteriosas (simpatías, energías, correspondencias, seres elementales) y sus supuestos efectos concretos en el mundo material, se relaciona a su vez con las limitaciones de nuestras capacidades empíricas, que no alcanzan a atravesar ciertos límites en la naturaleza, o a comprender los secretos de dios. Esto no impidió, sin embargo, que los estudiosos de las así llamadas “ciencias ocultas” intentaran develar los procesos de estas fuerzas naturales, que no por ser invisibles resultaban menos reales en su cosmovisión.
Parte de los esfuerzos por comprender las relaciones ocultas del mundo implicó el surgimiento de la noción de que también los hombres poseían una dimensión oculta en su ser, es decir, que en los aspectos más sutiles de nuestro cuerpo y espíritu podrían anidar poderes y medios de cognición y percepción (entre ellos las facultades de la imaginación y la intuición) que estarían en sintonía con los aspectos ocultos de la naturaleza, pero que habrían enmudecido ante la preeminencia de nuestros sentidos y facultades más materiales y racionales. La recuperación, el despertar y el desarrollo de esas facultades ocultas, así como la investigación “empírica” de los ámbitos y dimensiones desconocidas del ser a través de ellas, se convirtieron en uno de los principales objetivos de los ocultistas, quienes, como hijos de la modernidad, amalgamaron en su discurso también sus aspiraciones “cientificistas” de un “empirismo radical”.
Por su parte, el movimiento romántico, surgido también en el contexto de una Europa post-ilustrada y confrontada con las consecuencias espirituales y existenciales de un mundo cada vez más desencantado, buscó de igual forma estrategias para integrar las dimensiones sagradas y profanas, numinosas y fenomenológicas, del ser. Un ejemplo de lo anterior es la filosofía de la naturaleza (Naturphilosophie) de Friedrich Schelling, la cual propugnaba la reconciliación de ciencia, filosofía y religión, en el marco de una visión organicista de la naturaleza. De hecho, la oposición romántica de un cosmos orgánico y vivo al modelo mecanicista del mundo propuesto por el racionalismo ilustrado, es una de las características principales de ese movimiento, y una de las formas en que el “encantamiento” se ajustó en él para sobrevivir al pujante proceso de secularización. Además del organicismo, otras dos categorías centrales para el movimiento romántico son el concepto de imaginación, entendida como una facultad superior de cognición que permite la percepción holística del universo y donde reside la potencia poiética del artista; y el concepto de tiempo, entendido como la síntesis del cambio y de la continuidad, del progreso y del ciclo del eterno retorno, mejor expresada a través de la metáfora de la “espiral ascendente”. Según ha observado Wouter Hanegraff, estas tres categorías románticas tienen una fuerte conexión con la tradición esotérica occidental: en primer lugar, el organicismo está relacionado con las nociones esotéricas de “naturaleza viva” y de “correspondencias” (equiparables a las fuerzas que mantienen vinculadas todas las dimensiones del cosmos); en segundo lugar, la imaginación como medio para percibir ámbitos intermedios, armonías, analogías y símbolos ocultos en el universo vivo -facultad compartida tanto por magos como por poetas-, es decir, para adquirir un conocimiento sintético de tipo “gnóstico”, es fundamental en ambas tradiciones; y, en tercer lugar, la concepción del tiempo que corre en espiral se relaciona con la noción esotérica de transmutación, la cual puede entenderse como una especie de metamorfosis progresiva, cuyas etapas se sitúan en distintos niveles o dimensiones del ser (cf.Hanegraaff 1998: 256-262).
Las conexiones entre esoterismo y romanticismo no deben sorprendernos. El movimiento romántico abreva en las corrientes de la tradición esotérica occidental, sobre todo en la neoplatónica, recupera distintos elementos de ellas y los adapta a sus propias circunstancias históricas. Del neoplantonismo, el romanticismo hereda una concepción emanacionista de la deidad, que en él se cristaliza en la doctrina del panteísmo; de igual modo, comparte una lectura del “Mito de la caída”, en la cual, la “pérdida del paraíso” se interpreta más bien con un alejamiento progresivo del hombre con respecto a la deidad de la cual emana, lo cual redunda en la pérdida de la noción de “unidad” ontológica y en la entrada a una dimensión de la existencia que tiende a la diversificación, a la afirmación de una falsa noción de “individualidad” y a la materialización y des-espiritualización progresivas del mundo.
Tanto neoplatónicos como románticos añoraban el retorno a esa unidad perdida, lo cual, según su visión del mundo, era posible, a pesar de todo. Esta posibilidad de reintegración se explica a través de la noción de “emanacionismo”: el cosmos entero emana de la deidad y está permeado por ella a manera de continuum, por lo que hay muchos niveles intermedios de existencia (algunos más sutiles que otros) que vinculan lo material y lo espiritual. Gracias a la facultad de la imaginación y al perfeccionamiento y purificación espiritual que supone la transmutación, adepto y artista pueden acceder al “mundo intermedio” donde se despliega el continuum, “ascender” por los “escaños” de la “gran cadena del ser” y consumar así su reencuentro con el Uno. En este sentido, es claro que existe un elemento soteriológico importante en la tradición esotérica occidental y en el movimiento romántico: una promesa de redención, de creación de un “hombre nuevo” en comunión con la “chispa divina” que permea su ser.
El movimiento expresionista alemán, surgido en la primera década del siglo XX, e interrumpido de forma abrupta con el ascenso del nacionalsocialismo en 1933, es, como todas las corrientes que conformaron las así llamadas “vanguardias”, un heredero directo del romanticismo (o una de sus primeras iteraciones en el siglo XX, si se quiere), con todas las implicaciones que esto supone. El término “expresionismo” -aplicado a diversas manifestaciones artísticas como la plástica, la literatura y el cine- es muy elusivo, porque se relaciona más con una cosmovisión (Weltanschauung) y con una actitud (Gesinnung), que con una serie de características artísticas bien definidas (si bien, por pragmatismo, es frecuente la referencia estandarizada a su estética de lo grotesco, lo violento, lo distorsionado, lo abyecto, etc.). La cosmovisión y la actitud propias del expresionismo alemán están marcadas por un viraje hacia lo “metafísico”, el cual ha de entenderse, de manera general, como la respuesta artística al trauma provocado por las precarias condiciones existenciales de la modernidad tardía europea que esbozamos al inicio del presente trabajo. En el contexto particular del ámbito germano-parlante, los horrores de la Gran guerra habían sido sucedidos en “Alemania” por la disolución del Segundo Imperio, por un intento fallido de revolución de tipo soviético (la revolución de noviembre) y por la instauración de la República de Weimar (1919-1933), cuya efímera, pero importante y fértil existencia, estuvo marcada, desde su tormentoso nacimiento, por una tensa polarización política y por la precariedad económica que trajo consigo la imposición draconiana del Tratado de Versalles. En el caso de los austriacos, la pérdida de su imperio significó también la pérdida de su identidad: la nueva República Austriaca, un pequeño territorio en el centro de Europa, tuvo que enfrentarse a una nueva realidad que apuntaba, por primera vez en muchos siglos de historia, hacia la irrelevancia política. Por todas estas razones, no es de extrañar que, como afirma Lotte Eisner:
El misticismo y la magia, las fuerzas oscuras a las que los alemanes siempre se habían entregado con complacencia, florecieran ante el rostro de la muerte en los campos de batalla […] y que los fantasmas que habían rondado a los románticos alemanes revivieran, como las sombras del Hades después de una sequía de sangre. De este modo, se había dado un nuevo estímulo a la atracción eterna hacia todo lo que es oscuro e indeterminado, hacia aquella clase de cavilación especulativa y melancólica llamada Grübelei, que culminó en la doctrina apocalíptica del expresionismo (9).
En este panorama inestable, de pocos asideros, es muy comprensible que cualquier sujeto medianamente sensible percibiera que, en efecto, “todo lo sólido se desvanecía en el aire”. Y, sin embargo, como lo prueba el nacimiento del expresionismo (y la persistencia del espíritu romántico a través de él), no “todo lo sagrado fue profanado”, porque parte de esta crisis existencial moderna implicó también la búsqueda de la resignificación del mundo a través del rescate de su “encantamiento” y de la restitución de su sacralidad perdida. El horror y la angustia trajeron también la esperanza y el espíritu de renovación: el desvanecimiento de la solidez (y de sus categorías y certezas) representó para algunos la posibilidad de explorar nuevas dimensiones de la consciencia y del ser; y la escatología mostró su otro rostro: el de la promesa de redención. De este modo, la muerte y la destrucción comenzaron a fertilizar el campo para la renovación de la vida, y el expresionismo, basándose en su herencia romántica, ofrendó uno de sus tópicos principales: el de la creación de un “hombre nuevo” (neuer Mensch), regenerado, consciente del enorme potencial divino yacente en su subjetividad y con la capacidad para alcanzar su completa realización. Una vez alcanzado su pleno potencial, el “hombre nuevo”, con su “Geist (espíritu/intelecto) humano y su Wille (voluntad) p[odría] transformar la realidad empírica y las relaciones sociales, de maneras éticamente deseables” (Wright: 291), es decir, extendería su capacidad de transformación/transmutación1 al mundo entero… el continuum ontológico de un universo vivo, orgánico y espiritualizado, haría esto posible. La propuesta artística del expresionismo, constituyó, en ese sentido, otra manifestación de la Weltanschauung esotérica.
La promesa del advenimiento del “nuevo hombre” se vincula asimismo con un aspecto importante de la “espiritualidad” y la “metafísica” expresionistas, a saber: el mesianismo. De hecho, el interés por este tema dominó buena parte de la producción artística del expresionismo generada en el periodo del fin de la Primera guerra mundial, como es el caso de Gustav Meyrink, el autor que nos ocupa. La estudiosa Lisa Marie Anderson ha identificado tres elementos básicos en el mesianismo expresionista:
(1) lo que es mesiánico en el expresionismo no siempre se caracteriza por un viraje externo hacia lo socio-político, sino que a veces involucra procesos estrictamente internos del artista o del ser humano; (2) que la estructura y el contenido de lo mesiánico no están limitados a un subconjunto de la literatura expresionista, sino que permean, de hecho, los productos culturales de la época; y, de este modo (3) que la reconfiguración expresionista del mesianismo judío y cristiano no es un segmento aislado de un movimiento aislado, sino que representa, más bien, una constelación particular en la reconfiguración modernista de lo sagrado (11).
El primer punto propuesto por Anderson nos remite al proceso interno de transformación/transmutación del “hombre nuevo”, que hemos discutido antes. En este sentido, en las obras expresionistas, la figura del “mesías” puede aparecer asociada no sólo a Cristo (lo cual es, ciertamente, común), sino también al artista mismo, al revolucionario, u otras figuras afines, como veremos más adelante. Por otra parte, los puntos dos y tres dejan claro que la preocupación mesiánica formaba parte del Zeitgeist general de la época y que estuvo vinculada a la pervivencia del “encantamiento” en la modernidad tardía. En efecto, la cuestión mesiánica fue una parte central del discurso y de las preocupaciones de importantes intelectuales del ámbito germanoparlante en las primeras décadas del siglo pasado, como “Theodor Adorno, Walter Benjamin, Ernst Bloch, Martin Buber, Martin Heiddegger, Georg Luckács, Franz Rosenzweig y Gershom Scholem” (Anderson: 9). El hecho de que buena parte de estos pensadores tuvieran una fuerte filiación marxista no debe, sin embargo, sorprendernos; como hemos discutido en el primer apartado, la convivencia y vecindad discursiva entre lo “desencantado” y lo “encantado” en la modernidad tardía fue mucho más común de lo que tradicionalmente se ha valorado y es, al presente, tema de interesantes discusiones y descubrimientos académicos2.
En sus novelas fantásticas, el escritor austriaco Gustav Meyrink recupera los tópicos que hemos revisado: la alienación, el apocalipsis, el mesianismo, la promesa de un “hombre nuevo”, el proceso purificador de la transmutación espiritual del individuo, la redención del mundo a través de la redención del artista y el re-encuentro con lo divino; y les da una expresión propiamente esotérica, ocultista. Esta integración estética y temática de lo esotérico, lo romántico y lo expresionista se hace posible en virtud de sus múltiples afinidades y vasos comunicantes, y encuentra un vehículo adecuado para su puesta en discurso en la modalidad literaria de lo fantástico. En el siguiente apartado, analizaremos las particularidades ocultistas de las novelas meyrinkianas y los elementos degradados en el hombre y en el mundo que se plantean en necesidad de redención.
Las novelas teosóficas de Gustav Meyrink
Gustav Meyrink escribió varios cuentos, textos satíricos, cinco novelas, traducciones y algunos ensayos sobre ocultismo; sin embargo, es mayormente conocido por su primera novela, El golem (Der Golem), de 1915. Meyrink inició su carrera como escritor bastante tarde en su vida, su ocupación principal había sido la de operar su propio banco en la ciudad de Praga, aunque nunca tuvo éxito en dicha empresa, e incluso fue acusado de fraude y llegó a pasar algún tiempo en la cárcel. En ese momento de desesperación personal, Meyrink abandonó sus antiguas aspiraciones en el mundo de los negocios para buscar suerte en el mundo de las letras. Posteriormente, en su ensayo “La transformación de la sangre” (“Die Verwandlung des Blutes”) de 1923, el escritor atribuyó esta importante decisión de vida a la influencia transformadora de su primer encuentro con el mundo del ocultismo, al cual se entregó con gran entusiasmo y determinación. Gustav Meyrink estuvo al centro de la actividad esotérica en el ámbito germano-parlante de finales del siglo XIX y principios del XX: perteneció a diversas logias, acudió a numerosas séances espiritistas (en las cuales mostró siempre una actitud crítica), ayudó a consolidar y difundir la doctrina teosófica en el Imperio Austro-húngaro y en el Imperio alemán, a través de sus traducciones de diversos textos de contenido teosófico y ocultista, practicó yoga y, hacia el final de su vida, cuando empezó a decepcionarse de la teosofía, se interesó por la tradición tántrica de la India.
Esta vigorosa ocupación con la cuestión esotérica permeó también sus textos literarios, sobre todo en sus cinco novelas. Hemos mencionado ya El golem, a la cual siguieron El rostro verde (Das grüne Gesicht) en 1916, La noche de Valpurga (Walpurgisnacht) en 1917, El dominico blanco (Der weiße Dominikaner) en 1921 y El ángel de la ventana occidental (Der Engel vom westlichen Fenster) co-escrita con Friedrich Alfred Schmid Noerr y publicada en 1927. A pesar de las particularidades de la diégesis de cada texto, las cinco novelas comparten la misma estructura básica y un conjunto de tópicos que están vinculados a los contenidos de la doctrina teosófica.
La principal representante y proponente de la teosofía del siglo XIX -que no debe ser confundida con la teosofía neoplatónica del siglo III, a. C., o la de Jakob Böhme en el siglo XVII- fue Helena Petrovna Blavatsky (1831-1891), quien, junto con el coronel Henry Steel Olcott, William Quan Judge y otros, fundó la Sociedad Teosófica en la ciudad de Nueva York en 1875. Entre los objetivos principales de la Sociedad, se encontraban:
la demostración, basada en bases lógicas, filosóficas, metafísicas, e incluso científicas, de que: (a) todos los seres humanos tienen el mismo origen espiritual y físico, lo cual constituye la enseñanza fundamental de la teosofía. (b) En la medida en que la humanidad comparte esencialmente, una y la misma esencia, y que esa esencia es una -infinita, no-creada, y eterna, ya sea que la nombremos Dios o Naturaleza-, nada puede, por lo tanto, afectar una nación o un ser humano sin que afecte a todas las otras naciones y a todos los otros seres humanos (Blavatsky: 41).
En la propuesta teosófica de incorporar elementos filosóficos, religiosos y científicos en su metodología, se evidencia su filiación con la Naturphilosophie romántica. Por otra parte, la creencia en la unidad ontológica del universo y en la correlación entre todas las manifestaciones concretas de los seres, nos remite a la concepción neoplatónica del mundo. Los teósofos aseguraban que el conocimiento de tipo gnóstico sobre esta unidad ontológica universal se encontraba presente, de forma dispersa y ofuscada (esotérica) en las enseñanzas de todas las religiones del mundo, aunque esto no fuera evidente en los discursos doctrinarios y ortodoxos (exotéricos) de las mismas. Esta afirmación constituía, a su vez, una variante decimonónica de la narrativa de la prisca theologia, creada por Marsilio Ficino en el contexto de la academia neoplatónica florentina, cuando se hizo una revaloración de las tradiciones filosóficas y religiosas del “Oriente” próximo. La aportación de Mme. Blavatsky consistió en expandir el espectro de las religiones que contienen elementos de esta “tradición antigua”, al mundo entero, por lo que los teósofos propugnaron el estudio y análisis comparativo de todas las religiones del mundo (propuesta que recuerda, por cierto, a la metodología comparatista de la filología romántica alemana). Sin embargo, las condiciones propias del proceso de colonización de buena parte de los países asiáticos por las potencias imperiales europeas del siglo XIX, influyeron en el hecho de que la teosofía blavatskiana se ocupara, sobre todo, del estudio de las religiones hinduista y budista.
De esta forma, la teosofía hizo su propia interpretación de las principales religiones de la India y conformó un discurso orientalista sobre ellas (en el que se fluctúa entre la idealización de la sabiduría “oriental” y el recelo ante ciertas manifestaciones concretas de la misma), el cual fue transmitido, a su vez, a aquellas personas que se interesaron por su doctrina y propuestas. En este sentido, buena parte del acercamiento inicial que muchos intelectuales y artistas finiseculares tuvieron con el budismo y el hinduismo, estuvo mediado por el filtro teosófico. Así, conceptos como “reencarnación” (entendido desde una perspectiva positivista y darwinista, como una especie “progreso evolutivo” espiritual, que se despliega a lo largo de muchas encarnaciones), “karma”, “yoga”, “nirvana” y una larga lista de términos del sánscrito, del tibetano, del pali y de otras lenguas asiáticas, entraron al repertorio temático de los círculos educados3 en Europa, en la América anglo-parlante y en la hispano-hablante también.
Por último, la Sociedad Teosófica también contemplaba el estudio y la exploración, por experiencia directa, de las dimensiones ocultas del universo y del hombre. Esto se lograría a través del desarrollo de las “facultades ocultas” latentes en el ser humano, previa ascesis y purificación espiritual, o, como se conoce en la tradición esotérica, siguiendo el “camino de la mano derecha”.4 Las prácticas ascéticas eran tan demandantes, que la exploración de las dimensiones ocultas quedó restringida a los miembros de un “círculo interno” en la Sociedad Teosófica (al cual perteneció Meyrink, desde su logia en la ciudad de Praga). Para Blavatsky, este tipo de previsiones eran necesarias, ya que era importante evitar que personas sin probidad moral tuvieran acceso al desarrollo de los siddhis o poderes ocultos, y les dieran un uso egoísta, inmoral y dañino para la humanidad.
Como hemos mencionado antes, Gustav Meyrink incorpora muchos elementos temáticos de la teosofía en la diégesis de sus cinco novelas, cuya estructura narrativa puede resumirse de la siguiente manera: por mediación de algún maestro iniciado o alguna entidad supranatural, los protagonistas meyrinkianos se dan cuenta de que su presente encarnación es la última de una serie de vidas anteriores. A pesar de los cambios superficiales que se dan en cada encarnación, sobre todo a nivel de lo material y lo corporal, existe una misma “unidad individual” que es la que se “encarna”; ésta conserva la memoria básica de lo que ha experimentado en cada vida y se vincula a la noción de los linajes familiares. Pronto se revela que dicha “unidad individual” ha pasado siglos perfeccionando la práctica de la alquimia, pero, por alguna u otra razón, ha fallado en todas sus encarnaciones anteriores y no ha podido llevar a buen término la transmutación espiritual. Sin embargo, la encarnación más reciente (la de los protagonistas de las novelas) logra entender por fin sus errores y culminar su labor, cuyo éxito es representado a través del tópico de la “boda alquímica”. En ella, el protagonista se desposa espiritualmente con su amada (la “soror mystica”) y de su unión surge un nuevo ser: un hermafrodita en el que se han reconciliado todos los elementos opuestos y que ha alcanzado su potencial divino, o bien, un niño recién nacido que representa, de igual modo, la redención espiritual y el renacimiento en un plano ontológico más elevado. En algunas de las novelas, como en El rostro verde o en La noche de Valpurga, el perfeccionamiento espiritual de los protagonistas viene acompañado de un evento cataclísmico que destruye a buena parte de la humanidad, pero que promete, por otro lado, el comienzo de una nueva era de redención.
Antes de explorar en detalle los elementos teosóficos en las novelas meyrinkianas, es necesario explicar brevemente la noción de “alquimia” y los diferentes procesos que la componen. La alquimia es una de las corrientes “prácticas” de la tradición esotérica occidental y supone que, a partir de un trabajo activo de purificación y espiritualización de la “prima materia”, es decir, de los elementos más degradados en la “gran cadena del ser”, el alquimista puede lograr que éstos trasciendan a planos ontológicos más elevados, cada vez más cercanos a la unidad divina de la cual todo ha emanado. Las etapas de ese proceso, también llamado “transmutación”, son tres: nigredo o “trabajo en negro”, que implica la muerte y putrefacción de la materia en cuestión; albedo o “trabajo en blanco”, que se refiere al proceso de purificación y, por último, rubedo o “trabajo en rojo”, que se refiere al renacimiento en un nivel superior. Ahora bien, el alquimista puede decidir enfocarse sólo en el ennoblecimiento de los metales bajos para convertirlos en oro (alquimia material), o puede trabajar consigo mismo, con su cuerpo y los otros elementos contingentes de su ser, para alcanzar, junto con su amada espiritual, la transmutación de su propio ser (alquimia espiritual). La unión espiritual y ascética con la amada representa la superación sintética de todos los elementos opuestos (conjunctio oppositorum), por lo que en ella empieza a sanar ese “desgarrón” inicial que dio paso de lo Uno, a la multiplicación y la diversificación progresivas del mundo “caído”, y que plantó en él la semilla de toda discordia, incomunicación y desavenencia.
En las novelas meyrinkianas, la fase inicial de la alquimia, o nigredo, se vincula con la muerte simbólica de la noción falsa de “identidad” de los protagonistas. Según los preceptos teosóficos, adaptados de las tradiciones del hinduismo y del budismo, la naturaleza humana está compuesta por siete principios, divididos en un “cuaternario inferior” y una “tríada superior”, los primeros asociados a los niveles más contingentes, materiales, e impermanentes del “ego”, y los segundos a sus niveles más espirituales, sutiles, divinos y permanentes. En la base del cuaternario inferior encontramos elementos como el cuerpo físico, la energía vital, los instintos animales, las pasiones y las facultades racionales e intelectuales de la mente, todos ellos asociados a la noción de “personalidad”, es decir, las formas concretas que se adoptan en cada encarnación. En la parte superior del cuaternario y en la inferior de la tríada, se encuentran los componentes sutiles y las facultades más elevadas (como la imaginación y la intuición), que se asocian a su vez con la noción de “individualidad”, o ego reencarnante, que sobrevive a las contingencias de cada encarnación y guarda la memoria de ellas. Finalmente, en la parte superior de la tríada, se encuentra el Uno, el ser divino que permea toda la creación.
De este modo, los protagonistas meyrinkianos comienzan un proceso que involucra la desidentificación de su ego con la noción de “personalidad” y sus componentes, lo cual se asimila muchas veces a su “aniquilación” y “muerte” (nigredo). En el imaginario teosófico, los elementos que componen los principios inferiores de la “personalidad” se representan a través de una serie de metáforas estandarizas, en las que los elementos contingentes del ser se asimilan, entre otros, a los diferentes disfraces o vestuarios que usa un actor para una representación específica, y de los que se desprende, para luego adoptar otro papel; a la crisálida de la cual se desprende la mariposa después de su transformación (una que la eleva de los suelos a los cielos); o a las muchas notas musicales que conforman la misma melodía. Todas ellas son empleadas por Meyrink a lo largo de sus novelas para dar cuenta de la anagnórisis de sus protagonistas, por ejemplo, en La noche de Valpurga, se afirma lo siguiente:
La más alta sabiduría anda como payaso ¿Por qué? Porque una vez que se ha reconocido todo como un vestido -y sólo como “vestido”-, una vez que hemos mirado a través de él, ¡entonces también el cuerpo debe ser necesariamente un disfraz de payaso! Y para todo aquél que nombra el verdadero “Yo” como suyo; su propio cuerpo -y el de los otros- no es más que un simple disfraz de payaso (Meyrink, 1917: 128).
Y en El golem: “[p]ero ninguno de estos seres tiene permanencia alguna. Son series de perlas deslizándose por un hilo de seda, notas únicas de una melodía, que emanan de la boca invisible” (Meyrink 1994: 24). Como resultado de la comprensión de los múltiples niveles que conforman el ser, comienza, para los personajes, la desarticulación de una noción monolítica del “yo” (bastante consistente, guardadas las diferencias, con la teoría psicoanalítica y su propuesta de la existencia de un nivel inconsciente de la mente, sobre el cual se tiene ningún control), y la desidentificación con los elementos y facultades materiales y contingentes que componen los niveles más bajos del septenario. De esta manera, los protagonistas meyrinkianos comienzan a relacionarse de una forma distinta con su entorno.
En primer lugar, la activación de sus facultades superiores y ocultas, como la imaginación o la “visión” o “escucha” internas, permite el acceso a los personajes a las dimensiones intermedias del universo y de la consciencia, lo cual exige un replanteamiento de las coordenadas cartesianas tradicionales, mediante las cuales se conciben las nociones de “espacio” y “tiempo”. En la tradición esotérica, dichas dimensiones intermedias, en donde opera un cambio de lo material a lo sutil y de lo rígido a lo fluido, reciben el nombre de “mesocosmos” o “mundus imaginalis”.5 En el caso de las novelas meyrinkianas, el escritor se apoya en las cualidades estéticas del expresionismo, que tienden a la distorsión de los espacios y los objetos, para dar cuenta del carácter inestable del mundo imaginal. Como afirma Lotte Eisner, para los expresionistas, “el mundo se ha tornado tan ‘permeable’ que, en cualquier momento, la mente, el espíritu, la visión y los fantasmas parecen brotar; los hechos externos son continuamente transformados en elementos internos y los eventos psíquicos son exteriorizados” (15). Así, en su “deambular” o “peregrinar”6 por el mundo imaginal, los personajes interactúan con los espacios físicos, pero éstos se vuelven, simultáneamente, “portales”, o espacios umbrales para acceder a los espacios psíquicos. En estas dimensiones intermedias del espacio y del alma, los protagonistas descubren que, en sus niveles más profundos, la consciencia no está dividida o limitada por la experiencia individual, sino que es compartida por todos. Este reconocimiento permite, a su vez, que inicie un proceso mediador, en el cual se borran los distingos entre sujeto y objeto, entre el “yo” y el “otro”, propiciando con esto la reconciliación de aquello que había sido percibido como “separado”. En La noche de Valpurga, un personaje afirma lo siguiente a ese respecto: “[e]l reino del centro, donde habitamos, es el reino del ‘verdadero’ centro. Es el punto intermedio del mundo, que es omnipresente. En el espacio infinito todo punto es el punto medial. ¿Entienden a lo que me refiero?” ((Meyrink, 1917: 127).
En segundo lugar, el acceso al mundo imaginal empuja a los protagonistas meyrinkianos a plantearse una reflexión sobre el lenguaje y sus dimensiones prosaicas y poiéticas. En la medida en que el proceso de purificación alquímica aleja a los protagonistas de los niveles “caídos” del mundo, es decir, de aquellos determinados por su nivel de materialidad y diversificación, y los acerca a las esferas más elevadas y sutiles del ser, donde se lleva a cabo la reconciliación de los opuestos, entonces, el uso del lenguaje como una “herramienta vinculatoria” entre los seres humanos deja de tener sentido. Más que tender puentes entre dos “discontinuidades”, por emplear un término batailliano, el lenguaje degradado intensifica el abismo entre los seres y contribuye a la incomunicación y a la generación de conflictos.
El escepticismo ante el lenguaje como un medio transparente para la representación y comunicación del mundo y de la experiencia, y el descubrimiento de sus límites, fue una cuestión que preocupó mucho a los intelectuales del ámbito germanoparlante de principios del siglo XX -como el joven Wittgenstein, Rainer Maria Rilke, Robert Musil y Walter Benjamin, entre otros- y formó parte importante del Zeitgeist de la época. El caso más emblemático fue, sin duda, el del poeta austriaco Hugo von Hofmannsthal, quien, en su Carta de Lord Chandos a Francis Bacon (Brief des Lord Chandos an Francis Bacon) de 1902, expresó, a través de un alter ego ficcional, su terminante decisión de no volver a escribir poesía; esta renuncia al lenguaje, conocida como el “síndrome de Lord Chandos”, permeó a toda su generación. Sin embargo, no todos compartieron una visión tan pesimista. En términos esotéricos y alquímicos, el lenguaje del mundo de la “caída” constituye otra especie de “prima materia”, redimida a través de su sometimiento al proceso purificador, que le restituye su divinidad perdida, es decir, sus cualidades poiéticas y sintéticas. El mago y el poeta (o el poeta-mago) son los candidatos idóneos para la realización de esta tarea, ya que la facultad divina de la imaginación les permite leer los símbolos vivos del mundo y encontrar las correspondencias ocultas que mantienen vinculado el universo. Para el filósofo Walter Benjamin, la degradación del lenguaje había sido instrumental, tanto en el enmudecimiento del mundo por el hombre como en la ilusión de que éste puede ser apropiado por aquél, a través de un proceso analítico de taxonomización y multiplicación: “[d]esde la expulsión del Edén, […] el lenguaje se encuentra en un estado de quiebre; el signo de su caída es la sobredenominación infinita” (Cohen: 118). Sin embargo, también Benjamin contemplaba la posibilidad de su redención. En este caso, la tarea estaría a cargo de los traductores y los críticos literarios: ellos mismos artistas y poetas, con la capacidad de superar el análisis a través de la síntesis.
En cuanto al expresionismo, una de las cualidades del “hombre nuevo” es, precisamente, su capacidad para devolver al lenguaje sus poderes metafísicos de expresión y creación: “[e]l artista expresionista, no meramente receptivo, sino un creador verdadero, busca, en vez de una forma accidental y momentaria, el sentido eterno, permanente, de los hechos y los objetos” (Eisner: 11). La concepción del lenguaje como poiesis, como equivalente al logos divino, es explicada de forma clara por uno de los personajes de la novela El dominico blanco:
Hablar equivale, considerado terrenalmente, a comunicar algo. Si aquél a quien comunicamos algo lo lleva a cabo, depende de él. El habla espiritual es diferente. No se trata de una comunicación, pues ¿a quién deberíamos “comunicar algo”? “Yo” y “tú” somos lo mismo en este plano. “Hablar”, en el sentido espiritual, equivale a crear; es un mágico “conminar a la aparición”. “Escribir”, aquí en la tierra, es la fugaz transcripción de un pensamiento; “escribir”, en el más allá, es grabar algo en la memoria de la eternidad. “Leer” significa aquí: comprender el sentido de un escrito. “Leer” allí significa: reconocer las grandes leyes inmutables y ¡obrar de acuerdo con ellas por el bien de la armonía! (Meyrink, 1921: 168-169).
En las novelas meyrinkianas, el lenguaje se purifica de sus elementos “sólidos” y “materiales”, que conducen a la literalidad en la interpretación del mundo; y se eleva, en cambio, a las altas esferas de la poesía y la creación. De este modo, la palabra se convierte en otro medio para el “encantamiento” del mundo. Un proceso de purificación similar ocurre con los protagonistas, cuando entran a la etapa alquímica del “albedo” o “trabajo en blanco”. En ella, el alquimista debe enfrentarse a su más feroz contrincante, quien encarna todo aquello que ancla al ser en las dimensiones degradadas del mundo, donde permanece esclavizado, impotente y embrutecido. Por desgracia, en el caso de las novelas de Meyrink, este peligro encuentra su expresión en el arquetipo del “eterno femenino” y en sus diferentes manifestaciones concretas.
Los personajes femeninos en las novelas meyrinkianas suelen dividirse en dos grupos: las protagonistas, que están destinadas a reencarnar junto con el alquimista y a convertirse en su consorte espiritual o “soror mystica”; y las antagonistas, que también están sujetas al ciclo del eterno retorno, pero sin acceder a progresión alguna, ya que su única función (significante de su estatismo, de su “literalidad”) es la de entorpecer la labor del alquimista, al tentarlo con las delicias de los bienes materiales o de su belleza corporal. En este tipo de polarizaciones se hace evidente que, para la caracterización de sus personajes femeninos, el escritor recurre a los tópicos decimonónicos de la “femme fragile” y la “femme fatale” y los adapta a las necesidades del discurso alquímico. En el caso particular del ámbito germanoparlante de inicios del siglo XX, estos tópicos se vieron robustecidos por la publicación, en 1903, del libro Sexo y carácter (Geschlecht und Charakter) del filósofo Otto Weininger, cuyas ideas misóginas y antisemitas gozaron, por desgracia, de gran popularidad y difusión entre los círculos intelectuales de la época. Para Weininger, el principio femenino es esencialmente antagónico al masculino -que tiende, “naturalmente”, hacia la espiritualidad-, y puede resumirse en el siguiente postulado: “las mujeres son materia, la cual puede adoptar cualquier forma” (citado por Dijkstra: 64).
La supuesta cualidad protéica del principio femenino es la que lo vuelve especialmente peligroso e inquietante. Como las múltiples cabezas de la hidra, la “materia” puede tomar la forma del dinero (del oro de los que buscan la alquimia material), de la riqueza, de los bellos ropajes, del maquillaje y, sobre todo, de una corporalidad y sexualidad hiperbolizadas. Por todos estos medios, las antagonistas meyrinkianas tratan de seducir y confundir a los protagonistas, para castrarlos espiritualmente y encadenarlos al mundo de lo degradado. El dominio de lo femenino sobre lo masculino se concretiza, las más de las veces, en la unión sexual, la cual representa el ciclo infinito de la reproducción material y del sufrimiento que viene con ella; en otras palabras, significa el triunfo de una alquimia siniestra y perversa, de la inversión de las bodas alquímicas, que tiende hacia lo bajo. Sobre los peligros que supone el encuentro con el principio femenino, uno de los personajes de El ángel de la ventana occidental, afirma lo siguiente: “[l]a mujer es la realidad omnipresente, desnuda se nos inflama en la sangre, y cuando tenemos que entablar una batalla contra ella, la mejor estrategia es desnudarla, en el hecho o en la mente, tanto como nos sea posible. Ningún héroe ha conquistado el mundo con otra estrategia” (Meyrink 1975: 456).
En la “batalla alquímica de los sexos” (una variante esotérica de este tópico decimonónico), el héroe debe desconfiar del cuerpo femenino y de las “bodas” tomadas en un sentido literal. El matrimonio, si ha de realizarse de acuerdo con los preceptos alquímicos, debe suceder en la esfera de lo espiritual, por lo que es casto, ascético y “estéril”; y la “soror mystica” debe llegar al tálamo nupcial desprovista de su cuerpo, “purificada” de él. Esta “purificación” sucede, por lo general, a través del castigo extremo del mismo: ya sea a través de la violación sexual, la incineración, el ahogamiento u otras formas violentas de muerte. Así, mientras que el alquimista se distingue por el ejercicio de su fuerza de voluntad, por el desarrollo de sus facultades ocultas y por su capacidad de redimir el mundo a través de la palabra poiética, la alquimista se entrega a su “única” capacidad, a su supuesta “vocación sacrificial”.
En este tipo de caracterizaciones se evidencian las limitaciones del discurso alquímico que, por un lado, propugna la igualdad de los géneros y su fusión equitativa en un nuevo ser, pero que, por otro lado, se reviste de los prejuicios en torno al género que tienen su origen en las modernas sociedades capitalistas y colonialistas. Con ello, el hermoso ideal de la boda alquímica queda reducido, en su representación literaria, a una simple intención retórica. Este tipo de carencias también están presentes en la concepción expresionista del “hombre nuevo”, y son prueba de que, por lo menos en lo que respecta a la cuestión femenina, los sueños de revolución y renovación de esta joven generación no llegaron demasiado lejos y apoyaron, en cambio, las mismas posturas retrógradas y tradicionalistas de sus antecesores:
Mientras que el Hombre Nuevo es el portador del Geist y la Wille, las mujeres […] son la encarnación de la tierra, la naturaleza, la fisicalidad y la carnalidad. En otras palabras, las mujeres representan precisamente las fuerzas que el Hombre Nuevo debe conquistar si ha de crear una nueva realidad. Mientras que el Hombre Nuevo está en busca de lo esencial, el centro de la verdad y del ser, las mujeres se especializan en lo ilusorio. El hombre es dinámico, consciente, completamente humano, cargado de Geist y Wille; la mujer es estática, inmutable e inalterable. Las dos formas de creación -la procreación femenina, la creación masculina- están en competencia, pero el artista masculino como creador supera a la mujer como madre” (Wright: 292-293).
En la medida en que se trata más de una “batalla entre los sexos”, que una “unión espiritual” de los mismos, el resultado de la boda alquímica en las novelas meyrinkianas es decepcionante: en vez de fundirse armónicamente (en cuyo caso, el resultado final sería el del ideal andrógino), el principio femenino es violentado, disminuido y absorbido por el principio masculino, el cual se robustece y envigoriza, como si se tratara de un vampiro espiritual. Al final, el fruto de esta desigual unión es el hermafrodita, cuya representación imaginaria (ya sea en los emblemas alquímicos o en la narración literaria) pasa, casi siempre, por la extraña fusión de los cuerpos o de las cabezas de los consortes, en la cual, el género de cada uno persiste, en competencia monstruosa con el otro. Y, si bien no puede afirmarse que Gustav Meyrink fuera consciente de la diferencia conceptual entre andrógino (ausencia o integración) y el hermafrodita (presencia y tensión), la alusión al segundo es consistente con lo que ocurre en la diégesis de sus novelas.
Con la creación del hermafrodita se culmina la última fase del proceso alquímico, el “rubedo” o trabajo en rojo: “la sacralización de lo profano, la cosmización del caos, la actualización de aquello que antes había sido un potencial” (Voss: 173). Otra forma en que se representa la apoteosis es a través del nacimiento de un niño, el hijo del “rey” y la “reina”, el así llamado “niño alquímico” o “niño de la obra”, que tiene una naturaleza espiritual y nunca carnal. En la tradición alquímica, el nacimiento de este niño se asimila en ocasiones a la resurrección de Cristo, a la obtención de la piedra filosofal, o al renacimiento del ave fénix. En La noche de Valpurga y En el rostro verde, las dos novelas en las que las bodas alquímicas son acompañadas de un evento apocalíptico que destruye buena parte del mundo, se plantea el nacimiento de este “niño”. Ahora bien, tanto la creación de un hermafrodita como el nacimiento de un niño son consistentes con los tópicos expresionistas del “hombre nuevo” y de la llegada de un “mesías”, que anuncian el comienzo de una nueva era después del horror de la escatología:
En el ethos expresionista, como en la tradición cristiana, el nacimiento de una figura mesiánica representa, más ampliamente, la aurora de la renovación y la redención para la humanidad. La nueva vida, tan rotundamente buscada en las primeras décadas del siglo XX, es frecuentemente simbolizada en las imágenes del nacimiento y el renacimiento, imágenes que se convierten en un elemento estructural central para los textos expresionistas (Anderson: 100).
La revisión de la veta esotérica presente en la literatura expresionista (un aspecto hasta ahora bastante desatendido por la crítica) demuestra que, además de los elementos que pertenecen propiamente a la ortodoxia cristiana, el tema mesiánico se ve enriquecido por la tradición alquímica y todo su bagaje cultural. Sin embargo, hay otro componente que debe ser tomado en cuenta: en la medida en que Meyrink abreva en la doctrina teosófica para la creación de sus novelas, la cuestión de las religiones “orientales” está también presente, aunque aparece de forma discreta. En El golem, El rostro verde y El ángel de la ventana occidental, hay referencias más o menos veladas al budismo (o, más bien, a la interpretación teosófica del budismo), que se relacionan con la conformación del hermafrodita y con el nacimiento del niño alquímico. En El rostro verde, por ejemplo, se menciona que estos seres deben ayudar “a las estirpes venideras a construir un nuevo reino de las ruinas del antiguo” (Meyrink 1963: 232), y en El ángel de la ventana occidental, que el alquimista pasó “por el umbral de la iniciación con el rostro tornado hacia atrás, porque est[á] destinado a ayudar a la humanidad” (Meyrink 1975: 517), es decir, se trata de guiños a la condición de “bodhisattva” que los personajes alcanzan después de su purificación. En la escuela del budismo Mahāyāna (también conocido como Bodhisattvayāna, o “Camino del Bodhisattva”) existe la creencia de que algunos seres iluminados que, motivados por la compasión, deciden permanecer en este mundo para ayudar a liberar a los demás seres sufrientes, aunque ellos mismos hayan logrado salir del ciclo de la reencarnación y el sufrimiento. Es muy probable que Meyrink encontrara en el budismo Mahāyāna las respuestas espirituales que buscó durante buena parte de su vida, ya que, hacia el final de la misma, se convirtió formalmente a esta religión.
En las novelas de Gustav Meyrink, los temas de la muerte y la resurrección, de la destrucción y la creación, con todas las variantes, matices y entrecruzamientos discursivos que hemos discutido, se convierten en una alegoría de la condición de la modernidad tardía: se trata de la narración de un mundo que ha muerto a través del materialismo, la reificación, el racionalismo excesivo, la palabra muerta y el abandono de la espiritualidad; de tal modo que se convierte en la “prima materia” que clama por su reencantamiento y transmutación. Los artistas de principios del siglo XX, como Gustav Meyrink, entendieron que este proceso de purificación -del hombre, de la palabra y del mundo- habría de llevarse a cabo en los laboratorios alquímicos del arte y del alma.