Una imagen viene a mi mente una y otra vez cuando pienso en el protagonista y los personajes que son sicarios, narcotraficantes, policías corruptos, criminales o mafiosos en la novela El Sinaloa (2012), y es la de su manera tan voraz de comer, fumar, beber, drogarse y fornicar. No hay, en toda la narración de Guillermo Rubio y de Vizcarrondo, ningún momento en que guarden la compostura, o sean capaces de limitar su boca, nariz y sexo para dejar de ingerir y consumir de una forma estridente, llamativa, selectiva e inusual. El personaje principal, cuyo alias da nombre a la novela, y los personajes que le rodean, están dispuestos a devorar sin miramientos; a aspirar, inhalar, beber, embriagarse o liarse en la cama con una desbordada actitud, con los ojos rojos, aliento alcohólico, con las manos lavadas pero sucias en sangre, traición y muerte; signo de que no están dispuestos a ser consumidos, aunque estén conscientes de que algún día serán carne para otros depredadores y carroñeros. Es ese desenfreno lo que mueve este trabajo, ya que al parecer es posible relacionar antiguos y consolidados tópicos de la literatura que podrían revelarnos que este turbio, pero fascinante protagonista, guarda alguna relación con ciertos modelos narratológicos de añeja raigambre, y que el relato de Rubio es un vino nuevo reposado en odres viejos, donde es posible descubrir que El Sinaloa es una muestra de las posibles visiones actuales de una muy vigente renovación de maldiciones, oponentes y antihéroes de muy consolidadas y rancias tradiciones literarias. En este trabajo se mostrará y analizará la relación que aquí se propone.
El texto y su contexto
En El Sinaloa se relata la historia del último trabajo al servicio del crimen organizado de Luis Manuel Salcido Arispuro, un policía judicial, pero también un matón a sueldo de las mafias del narcotráfico en México. La narración está ambientada a finales de la década de los noventa, en el mes de septiembre de 1999, durante la transición del siglo XX al XXi. Hay algunos datos muy concisos otorgados por el narrador omnisciente para ubicar al lector en el contexto histórico de la novela: El Sinaloa (sobrenombre del precitado Luis Manuel Salcido) es un agente que pertenece a la Policía Judicial Federal (PJF), que fue una organización policiaca mexicana que permaneció activa desde su concepción en la Constitución de 1917 y hasta su disolución en 2001, para convertirse en la ahora también extinta Agencia Federal de Investigación (AFI) (Yáñez: 85-87). El segundo dato para obtener referencias temporales y contextuales de la acción narrativa, consiste en cómo se relatan de manera fabulada los crímenes de un grupo delictivo que resulta desconocido para varios de los personajes, y que firma sus acciones con un sadismo inusual incluso para los malhechores de la narración; se trata de la organización criminal que fue conocida internacionalmente como los Zetas y cuyos orígenes oscilan entre los años de 1996 a 1998 en el seno de la reorganización del Cártel del Golfo (Valdés: 385-413); Sánchez y Pérez documentan que de la mano de Arturo Guzmán Decena, un exmilitar al servicio del capo Osiel Cárdenas Guillén y que realizó reuniones con un grupo de élite del ejército,1 “la conformación de los Zetas ocurrió en diciembre de 1998” (10). Los registros históricos y periodísticos que documentaron dicha organización, coinciden en que operaron con una logística y brutalidad hasta entonces no vistas en México.2 Un tercer dato que arroja la novela refiere la transición política del país, consistente en el inminente cambio de régimen partidario en el año 2000 después de unas elecciones históricas para México, debido a que se daba por primera vez la alternancia en el poder donde el pri, partido político del viejo régimen, perdía por primera vez unas elecciones presidenciales (Espinoza y Coutigno: 197-218). Con sólo estas referencias de muchísimo calibre, la novela se desenvuelve en un periodo de la historia reciente de México, poseedora de gran complejidad por la descomposición del tejido social, de las estructuras e instituciones mexicanas, así como la escalada de violencia que se formó en todos esos años, precedidos por el asesinato de Paco Stanley (un popular presentador de televisión) a mediados de 1999, y que desató una ola de críticas debido a la impunidad del caso, generando un ambiente de tensión alimentado por los medios informativos, radiofónicos, impresos y televisivos.3 En estas circunstancias se desarrollarán los pormenores de la última andanza delincuencial de El Sinaloa.
El relato pertenece a la ficción del crimen organizado, pero la introducción inmediata de un intrincado triángulo de conflictos, intereses y negocios entre Audomaro Zazueta, El Chaca, jefe perteneciente al cártel sinaloense, los traficantes de Tamaulipas Hugo Hierro y Hugo Chico, así como los enemigos de éstos, el Willy y el Willito, sabremos que se trata de un relato de narcotraficantes, donde además hay otros pormenores que intensifican la fábula del narco con la biografía de El Sinaloa; los estados fronterizos mexicanos y estadounidenses, las anécdotas del pasado de Salcido, sus amistades, socios y enemigos así como sus antecedentes e historias con otros personajes, desfilan como una auténtica andanada de criminales que conforman el universo del narcotráfico inserto en la novela.
El texto es una vorágine en la que el lector se entera cómo el personaje principal es contratado y encargado de planear, instrumentar y ejecutar una venganza que, en la jerga terminológica del mundo que retrata, se llama también ajuste de cuentas, cuya definición aparece en la novela: “Los ajustes de cuentas están basados en la penetración de territorio ocupado o el pago de cuentas vencidas. Los traidores se pactan entre ellos no delatarse” (Rubio: 57). El Sinaloa es una ficción donde las balas, la sangre y la violencia, así como las fiestas, las parrandas y juegos de azar se suceden sin respiro en el marco de un periodo de un muy recrudecido fenómeno del narcotráfico en México que se formó después de la caída del imperio del Cártel de Guadalajara, liderado por el capo Miguel Ángel Félix Gallardo (cuya historia ha ganado una reciente notoriedad mediática gracias a la serie Narcos México) y que fue emergiendo paulatinamente como una época de conflicto, lucha y consolidación de diversas organizaciones y cárteles a lo largo y ancho del país (Valdés: Historia 345-457). Precisamente, El Sinaloa es una novela enmarcada en los vertiginosos albores de ese periodo de la historia criminal de México.
El Sinaloa
Cuando el narrador define la identidad del protagonista de la novela, sabremos la siguiente información:
Luis Manuel Salcido Arispuro, alias El Sinaloa, jefe de grupo de la Policía Judicial Federal, hombre de doble personalidad; por un lado, servidor público que cumple con las correspondientes obligaciones policíacas, con perfil bajo, no está en grupos que se encargan de detenciones espectaculares, que de vez en vez realiza la corporación … Por otro lado, es un oscuro servidor de la mafia, su inclinación es sobre el Pacífico, trabaja por su cuenta. Es un cobrador de deudas, económicas y morales (Rubio: 12-13).
Este cuadro es apenas una primera impresión de un personaje que paulatinamente iremos descubriendo como un hombre sin escrúpulos, traidor, violento, vanidoso, de corte individualista, pero con un innegable carisma que simplemente atrae la simpatía de quienes le rodean; tipos en general como él, pero desprovistos de su magnetismo, talante, arrojo y actitud ante la muerte. Tiende a mostrar que tiene recursos económicos mediante su apariencia: camisas de diseñador, pantalones de marca, calzado de piel de marcas costosas o animales exóticos, ya que el oropel rodea al Sinaloa permanentemente: “la ropa nueva lo hacía sentir bien, había gastado dos mil dólares, se encaprichó con una colección de pantalones Versace, camisas Charro y botas Tony Lama” (154). Esto no debería sorprendernos; culturalmente somos herederos de todo un proyecto de prolongada gestación y conformación llamado Modernidad (así como las expresiones de su crisis en cuyo auge está la aparición de la Posmodernidad), donde es muy antigua la idea y visión en donde preocupaciones mundanas y la apariencia personal cobran mucho valor en los intereses humanos. Ya en el Renacimiento Piero Della Francesca realizó la pintura llamada Flagelación, un cuadro que ha confrontado la opinión de la crítica de arte y los teóricos de la Modernidad. En él, que ante todo es un estudio de la perspectiva naciente en la pintura y las nociones artísticas, dos hombres dialogan mientras al fondo Jesucristo es torturado por unos soldados romanos. Parecen ajenos a esa muy icónica y difundida escena de dolor de la mitología cristiana y ambos personajes muestran un dejo pronunciado de indiferencia a ello. De acuerdo con Charles Van Doren se debe, sobre todo, a que es una época de recuperación de temas e intereses mundanos que estaban vigentes en culturas antiguas y que fueron relegados durante siglos por las preocupaciones espirituales, características del Medioevo (201-205). A decir de este teórico, el cuadro muestra que los asuntos terrenales probablemente tenían muy alta estima para la Modernidad desde sus muy remotos orígenes, y probablemente es una evidencia de que “Lo importante ahora es la juventud, la belleza, los trajes buenos, el dinero y el éxito en este mundo (o al menos ésa es la noción que extrae el observador del cuadro)” (Van Doren: 205). Y esa imagen de éxito, quizá lo único importante en esta lógica, resulta reveladora si se piensa con relación a varias escenas de la novela de Guillermo Rubio. Vale la pena pensar en una específica, donde El Sinaloa está acompañado de dos capos muy peligrosos, y que además ayuda a construir el imaginario del antihéroe del relato:
Ahí estaba El Sinaloa, sentado con dos tipos peligrosos, relevantes en las funciones del narcotráfico; ¿él? una vieja copia de matón de antaño que se ufana de trabajar solo, creando un valor provocado por las ideas tomadas de películas, de tipos legendarios, también de leyendas vivientes, pistoleros de su tierra, de Sinaloa. […] Quien los viera, juraría que eran ricos hacendados. Eran los envenenadores de algunos millones de extranjeros (Rubio: 62).
Audomaro Zazueta, que paga el traslado en avión de primera clase de Luis Manuel Salcido desde la capital del país hasta el estado fronterizo y norteño de Sonora, declara que es el tipo idóneo para los jales (trabajos) para el que es contratado; en este caso el asesinato por encargo: “Mire, quiero presentarle a los señores, Hugo Hierro y su hijo Hugo Chico, ellos son amigos míos, vienen de Tamaulipas, traen un problema y no le pueden dar fin. Creo que usted puede ayudarles porque conoce a quien hay que trozar; les dije que usted es caro, tardado, pero seguro” (Rubio: 33). Ya Zygmunt Bauman ha advertido sobre la capacidad del ser humano para adaptarse a los cambios y exigencias políticas, culturales y económicas de las sociedades de consumo, ya que somos testigos y participantes de la transformación de sus estándares: pasar de ser una sociedad de productores a una sociedad de consumidores, donde un paradigma central está en la idea de que la producción y la mercancía sufrieron una desregulación y privatización donde hasta las responsabilidades del Estado han pasado a manos de terceros. En esta dinámica, las sociedades de consumo establecen relaciones del tipo comprador-producto y éstas se han incrustado en el entretejido social y las relaciones entre los sujetos. Así, los seres humanos están preocupados por permanecer vigentes en un sistema que toma, consume y deshecha, transformándolos también en productos que transitan en el mercado de las sociedades de consumo. Al parecer estamos dispuestos a circular, a ser consumidos, intentando reciclarnos para permanecer vigentes porque queremos a su vez consumir en un estado idealizado de las cosas, donde la más apetecida y más consensuada explotación de los recursos y de los seres recae en los deseos de las personas, no rigurosamente en sus necesidades (cfr. Bauman: 11-41). Esta mentalidad tiene un lado más descarnado y brutal si pensamos en el ingrediente extra de la transacción que estamos revisando, ya que El Sinaloa se está alquilando para asesinar a alguien dentro de un mercado perteneciente a una economía ilícita, y por ello ha sido buscado como un producto-prestador de servicios atractivo, confiable y rentable para realizarlo; por ello no está demás recordar cómo en la novela se enlista rápidamente su conjunto de habilidades: “Llegó a la conclusión de que lo querían para un trabajo, ¿de cuáles? Su gama de destrezas era amplia, desde un carro robado, armas, drogas, asaltos, hasta localizaciones y eliminaciones de personas. Acomodaba los tiempos para ser delincuente” (11). Zayak Valencia es la autora que ha pensado las convulsiones en lo social, económico, político y cultural de esta forma de expresión comercial y que resulta en el capitalismo gore, concepto multidisciplinario acuñado por ella, en el que usa la terminología desde un tipo de cine basado en la violencia gráfica, sangrienta y visceral (Valencia 2010: 11-21). En esta lógica, estamos hablando de la necropolítica como una forma de adquirir poder político y económico a través del derramamiento injustificado de sangre y el acumulamiento de los cuerpos y la rentabilidad de la muerte, en donde las sociedades entienden el concepto de “trabajo” de manera distópica, en términos de las disposiciones de producción de bienes y servicios. Sin duda, la revisión crítica de los estándares y colapsos de las lógicas del primer mundo producen repercusiones e indeseables distopías para el tercer mundo (Valencia 2012: 98-99). En este contexto, la hipérbole de imágenes violentas del crimen organizado y el narcotráfico son testimonios de unas dinámicas económicas vigentes y visibles, de tal modo que
la destrucción del cuerpo se convierte en sí mismo en el producto, en la mercancía, y la acumulación ahora es sólo posible contabilizando el número de muertos, ya que la muerte se ha convertido en el negocio más rentable. El capitalismo gore es el capitalismo del narcotráfico, de la rentabilización de la muerte y de la construcción sexista del género (Valencia 2011).
Una idea más que aquí se desea recoger es la imagen que de personajes como El Sinaloa tiene Oralia Ramírez cuando explica que es el tipo de “hombre histórico” que Nietzsche explica en la Segunda Consideración Intempestiva (20-25). Se trata del sujeto que vive intensamente su presente. Que, en el entendido del autor, el pasado es una carga para él y se resiste a ello. Su tiempo presente es un lugar que habita y en el que se entrega sin reparos, lo vive con intensidad; puede ejemplificarse con algunos personajes del tipo de literatura que aquí nos ocupa:
De esta tipología de hombre … salta de entre ellos el … que, orillado por varios factores termina bajo las órdenes de algún cártel del narcotráfico. “Fabián Martínez” alias “El Tiburón”, “El Santos Mojardín”, “Sean Callan”, “Malasuerte”, “El Tejón Aguilar” o “El Sinaloa”, son algunos de esos hombres ficcionalizados aferrados al tiempo que habitan y más, sabiéndose carne de cañón de otros, lo aceptan como una situación irremediable pero bienvenida a cambio de una maleta repleta de dólares o unos kilos de cocaína como pago (Ramírez: 11).
El Sinaloa confía en su suerte, es sincero a conveniencia, pero muy discreto para exponerse en su vida privada; por eso sólo una vez se le ve afectado en sus emociones y en franca debilidad, que sucede cuando su hogar ha sido violentado y utilizado como patíbulo para sus amistades cercanas y su amante. La festividad del protagonista es muy marcada durante toda la lógica narrativa de Guillermo Rubio, donde El Sinaloa recorre con energía situaciones y escenas interminables de fiestas en yates, palenques, tastes, restaurantes, hoteles y propiedades lujosas donde la bebida, la comida, la droga y el sexo corren en abundancia, como acompañantes de una trama donde están planeadas ejecuciones y venganzas con todas sus intrigas. Quizás por ello el lector también participa del carisma de Salcido; alburero, bromista y con un capital de amistades y cómplices a conveniencia, de quienes sabe sacar provecho, explotar, comprar y manipular de forma acertada, generosa y continua. Por eso, como a muchos de los personajes que le rodean, el lector también se asombrará de su sangre fría para ejecutar acciones criminales de alto impacto, que suceden descriptivamente por primera vez en el texto después de que descubre que ha sido traicionado por otro mafioso llamado Pancho Cansino:
Los cuatro hombres estaban vendados y esposados. Los condujeron dentro de la instalación, los arrojaron al suelo a base de una buena tunda, a patadas. El Sinaloa levantó la mano como árbitro. Ordenó que sentaran al Cansino y salieran todos, menos El Güero. El Sinaloa le quitó la venda a Cansino y le dio una cachetada, hablando como sinaloense de sierra. -Quiúbole [sic], mi cabrón, le jugaste al machín con tu compa, ¿verdad? Siempre fuiste un culero traidor, te das cuenta de que vas a morir, pues sí. Si me alivianas puede que haya una esperanza de que salves la vida, pinche joto. Por mientras, mira bien con los ojotes bien abiertos, para que después puedas hablar bien y corridito, menso. El Sinaloa sacó su pistola, sin perder un segundo disparó contra los acompañantes, dos balas en la cabeza a cada quien. La habitación se llenó de humo y el olor a pólvora se esparció. Un ruido se dejó escuchar de uno de ellos: era el aire que tenía en los pulmones; el sonido era ronco, duró unos segundos mientras pataleaba un poco. El Sinaloa volteó a ver al Güero, quien estaba con la boca abierta viendo los estertores del moribundo (Rubio: 92).
Es así como los lectores se convierten en acompañantes de un personaje singular, el protagonista de un relato de tiempos aciagos y violentos, tasado en tan alto precio que cobra en dólares estadounidenses (y que es la moneda del mundo en el que se desenvuelve El Sinaloa; pocas veces circula o se menciona la divisa mexicana o cualquier otra en las transacciones del crimen) y, como le sucede a todos aquellos que están inmersos en la vorágine que ahí se relata, son poseedores de una marcado e intenso apetito.
Cuerpos abiertos, cuerpos insaciables
Como se ha dicho, en El Sinaloa los personajes tienen una voracidad exacerbada, y es a través de Luis Manuel Salcido como se revela, para el lector, esa muy llamativa característica. Desde las primeras páginas varias acciones cotidianas son suficientes para mostrarlo: beber de tres tragos un vaso de leche, tener sexo maratónico y dormir poco, así como manifestar mucha hambre durante la mañana (y todo el tiempo); esto apenas es una pincelada del apetito incontrolable del protagonista. Esto, como veremos, nos hará desembocar en una serie de reflexiones para meditar en su condición literaria como protagonista y antihéroe, que está rodeado de personajes inmersos en el mundo de la mafia, la corrupción y los cárteles y que siguen el mismo patrón de comportamiento.
José Manuel Pedrosa en “La lógica de lo heroico” explica que el héroe tiene cuatro características que lo distinguen, presentándolas en este orden: 1. la limitación de un bien ya sea personal o material (evocando la carencia del modelo narratológico sobre los cuentos maravillosos de Propp), 2. la donación del o los bienes al ser obtenidos por el héroe, para su comunidad, 3. la cualidad de pasar él mismo, o hacer pasar objetos u otros seres, por espacios imposibles para otros, y 4. la capacidad de cerrar el cuerpo (es decir, de mantener una continencia oral y genital) durante las acciones y gestas heroicas (37-63). Quiero llamar la atención sobre el último aspecto, ya que a partir de ello Pedrosa explica que los héroes tienen capacidad de cerrar sus orificios superiores e inferiores; es decir, de limitar sus palabras, de ejercer la continencia alimenticia y genital. El cierre del cuerpo parece indispensable para las acciones de los héroes (y muchos protagonistas principales) durante su accionar en las gestas heroicas o en la trama del relato, y es posible observarlo en diversas ficciones (incluso no sólo literarias): Odiseo guarda silencio ante Polifemo para salvar la vida, Galahad es continente de palabra, Aragorn esconde su condición de rey absoluto de los hombres de la Tierra Media en la de un montaraz ordinario, Parsifal es casto. Cuando se habla, se producen incontinencias genitales o alimenticias, 0 errores fatales: Ofelia en El laberinto del Fauno, indiscretamente come de la mesa del hombre pálido y pone en peligro su vida; en El viaje de Chihiro, la protagonista decide no comer con gula y de manera vistosa, como lo hacen sus padres, por lo que resultan convertidos en cerdos; Odiseo queda atrapado en la isla de Calypso al convertirse en su amante, al igual que con Circe, y en ambas oportunidades no puede continuar su viaje de regreso a Ítaca hasta que cierra su cuerpo inferior.
Hay dos tipologías de personajes que, en este modelo narratológico, tienen los cuerpos abiertos de forma permanente, y esto es por oposición natural al héroe y se trata tanto de los oponentes (enemigos del héroe), como de los antihéroes. Conforme se avanza en la lectura, es obvio para el lector que Luis Manuel Salcido pertenece a la categoría del antihéroe en el relato, y de acuerdo con el modelo narratológico de Pedrosa, es posible engastarlo en este dominante rasgo particular:
muchos antihéroes encarnan los rasgos justamente contrarios [a los del héroe]: son lujuriosos (don Juan, etc.), inmoderados y jactanciosos en el habla, en el canto, etc. (el Nerón que cantaba ridículamente, el tirano Ubu rey de Alfred Jarry) y maledicentes y mentirosos (el Yago del Otelo shakespeariano, el Clodio del Persiles cervantino, etc.) (Pedrosa 2013: 60, el énfasis es mío).
Todos los elementos extraídos de esta cita relacionados con el cuerpo abierto del antihéroe pueden observarse en El Sinaloa: se la pasa teniendo sexo y es lujurioso; es parte de su condición declarada en el relato “algo de remordimiento entraba a su pensamiento y por otro lado la lujuria se esparcía dominante por el cuerpo y ordenaba revivir el sabor de Gaby…” (Rubio: 80-81). Sobre el habla inmoderada y la jactancia, su condición de mafioso le obliga a ser así, sobre todo ante el submundo en el que interactúa. Aunque hay muchísimos ejemplos al respecto, sobre todo cuando memoriza anécdotas, en sus expresiones y días de fiesta, en este fragmento puede notarse la condición aquí referida ya que Salcido revela ser del mundo del narco sin reserva o pudor alguno, y su indumentaria refleja un orgullo petulante:
En la puerta de la calle se encontró con doña Rosita, la sirvienta que tenía años de trabajar para él. —¿Adónde vas, chamaco? —A casa del Gordo a desayunar. Voy tarde; a propósito, por favor prepárame una maleta para cinco días, ya sabes, ropa de narco, voy para Sonora, la tierra de papá Dios. —Pongo botas de avestruz y no sé qué más. —Sí, vieja, camisas finas, que vean que no estoy jodido (16-17, el énfasis es mío).
Con respecto a su condición de maledicente y mentiroso, sería ingenuo o inverosímil que el lector encontrase una narrativa de palabras moderadas o de corrección política o social. Guillermo Rubio tiene en su inventiva una construcción semántica, sintagmática y paradigmática en el lenguaje de los personajes con el que recrea los ambientes y atmósferas del universo que relata; es el mundo del crimen organizado y de los cárteles en el México de los albores del siglo XXI. Por ello, baste una escena para corroborar lo maledicente y mentiroso de la condición del protagonista. En ella, El Gordo le increpa el asesinato de dos compañeros de la corporación:
—Tú en una ocasión dijiste que le ibas a rajar la madre a Lupercio, por puto y ojete. —Sí, pero a madrazos, no entraban en mis enemigos serios. Los dos valían para pura verga; Lupercio era un pobre pendejo y el pinche puto chango del Rambo también. —Se me hace que tú les diste para abajo, eres un cabrón vengativo, no he conocido en mi vida cabrón más rencoroso que tú. —Estás loco, pinche compadre fantasioso … Viéndolo sin parpadear, El Gordo buscaba indicios de culpabilidad o complicidad; estaba seguro de que El Sinaloa algo tenía que ver, lo consideraba un psicópata homicida y muy hipócrita (19-20, el énfasis es mío).
La forma del cuerpo abierto de El Sinaloa tiene además una muy llamativa pulsión por comer; el personaje padece un hambre permanente. En el modelo narratológico de Pedrosa no está descrita esta característica de forma específica para los antihéroes, pero tampoco podría parecernos ajena a ellos o a Salcido, como es el caso. La distinción para no pensar en él como un oponente, recae en que Pedrosa es enfático en que dentro de la capacidad de comer de forma inmoderada como característica de los oponentes (de los que agrega que son soberbios, blasfemos, insaciables, irreverentes), éstos cuando comen, ocasionalmente consumen comida cruda y pueden cometer actos de canibalismo. Esto es un signo de barbarie que delata su condición zafia y su capacidad de oponerse a todo un universo de valores y estructuras humanas, es decir, de ser contrarios a la civilización (Pedrosa 2005-2006: 223-233). Esto resulta paradójico para la novela que aquí se analiza: si algo sobresale en la manera de consumir de los personajes de El Sinaloa es su permanente predilección por comer alimentos cocidos, de cocina destacada y de la sofisticación de la gastronomía mexicana (cortes de carne, embutidos endémicos, mariscos, frijoles refritos en manteca y queso, cabrito estilo Monterrey, tortillas de harina, caldos, salsas, pollos asados, cervezas, champagne, coñac, tequila, bacanora, ron, refrescos…); vaya, hasta la cocaína que consumen los personajes es lavada y de sabores; es decir, que no ha sido adulterada ni rebajada después de su elaboración, por lo que resulta ser un producto pasado por un escrupuloso tamizaje para eliminar sus impurezas, resultando de un alto valor comercial y de mayor sofisticación para el consumidor (Cortés y Metaal: 8-25). Que El Sinaloa y sus compinches consuman este tipo de estupefaciente, es signo de que los delincuentes de la novela son de alguna extraña y retorcida manera civilizados (que no socialmente éticos) en este mundo criminal. De acuerdo con todo lo anterior resulta un paradigma de consideración, desde el punto de vista narratológico aquí expuesto, que la novela tenga un personaje como Luis Manuel Salcido como un antihéroe siempre al borde de ser un oponente.
Una vieja maldición: hambre y traidores
Hay un elemento en toda la trama de la novela que aquí se desea resaltar para poder reflexionar en la insatisfacción alimentaria que distingue a Salcido. Se trata de la traición, que es un leitmotiv en el relato, y un antivalor que da eje a la novela (Ramírez: 80-127). Los once capítulos se subtitulan con la palabra traición y además inician con un epígrafe que la define de diversas formas en ese mismo número de ocasiones: “Primer tiempo. Yo traiciono”, “Traición por envidia”, “Traición a conveniencia”, “Traición con justificación”, “Tú traicionas”, “La traición más rápida”, “Traición por traición”, “Traición por pendejo”, “Traición por presión”, “Traición” y “La mejor definición de traición”. Los epígrafes están enfocados en el mundo del crimen organizado de la novela, en su entorno violento y sanguinario, y muestran que la traición es un elemento que estigmatiza su atmósfera. Pero, ¿esto contribuiría a explicar la sed y hambre insatisfechas de su protagonista y sus cómplices? Puede ser, en términos narratológicos y, sin dejar de pensar en las distancias correspondientes del caso, es posible rastrear evidencia de ello si se piensa en célebres traidores en las culturas y la literatura, que siempre llevan estigmas que les caracterizan: sienten insatisfacción, están necesitados de poder, reconocimiento, de recursos; permanecen llenos de deseos no cumplidos, y algunos lo expresan también con el hambre.4
La traición no es ninguna virtud. En su taxonomía criminal, sirve también como un inquietante motivo literario y folclórico (que marca, por ejemplo, el destino de los personajes en algunos relatos). Es el inocultable y pérfido vacío que queda donde antes estuvo la confianza, y atrae socialmente una mirada negativa (Carrano). Por ello los actos considerados de traición en la literatura, o en la vida, tendrían que pasar siempre cultural y socialmente por la ética y los valores; de ahí que no pueda o deba juzgarse con ninguna clase de ligereza, como por ejemplo desde la perspectiva de un dolido, un perturbado o alguien fuera de su juicio.5
Al tópico del traidor, Dante le otorga en la Divina Comedia un destino funesto: está purgando su detestable condición en el noveno círculo del infierno; es decir, el más bajo y profundo de los mundos infernales, el de los castigos más temibles en el Cocito, un lago congelado, que resulta ser el lugar más infame y tenebroso del viaje del poeta florentino en compañía de su maestro Virgilio. La idea del hambre insatisfecha puede verse en este círculo con la trama del conde Ugolino della Gherardesca y el arzobispo Ruggieri degli Ubaldini, que son los personajes centrales en el canto trigésimo tercero. En una escena estremecedora, Ugolino está en este círculo infernal convertido en una criatura que roe de manera rabiosa y voraz por toda la eternidad la cabeza del arzobispo. El conde narra a Dante cómo fue traicionado por Ruggieri, y le pone una celada basada en la traición para encerrarlo junto con sus hijos en una torre, y dejarlos morir lentamente, enloquecidos por el hambre (Alighieri: 275-278). Habría que hurgar en la historia medieval de la región toscana para saber que el Ugolino histórico posiblemente fue introducido en el infierno de la Divina Comedia por haber traicionado a su yerno. A su vez murió de hambre enclaustrado en una torre con dos de sus hijos y dos de sus nietos, ante una traición dirigida por Ruggieri, en junio de 1288.6 Esta escena inquietante y esa hambre que la distingue está, pues, inserta en el lugar del infierno donde también se encuentra un gigantesco Luzbel; horrendo ángel caído no muerto ni vivo que, con tres caras desdichadas y desfiguradas, come y desgarra con la boca de cada una a Judas Iscariote, a Casio y a Bruto, respectivamente. El acto es lo llamativo, pese a que el poema no dice que tenga hambre alguna, porque el gran traidor come, devora los cuerpos de tres insatisfechos traidores supremos, de manera interminable. Usando esta emblemática obra, podemos preguntarnos si el rasgo del hambre puede verse en otras figuras traidoras. Y sí, es posible: Tántalo es castigado a padecer un hambre eterna en el Tártaro, cuando no puede acceder a ningún alimento de todos los manjares y bebidas que le rodean, a pesar de sus esfuerzos. El capitán Barbosa revela, a la luz de la luna, que no hay vianda en todo el mundo que le satisfaga a él y su tripulación maldita, los no muertos, ni vivos. Cómodo realiza fiestas interminables, reparte comida y hace semanas enteras de festejos y banquetes para validar su corrupta figura como emperador. Es esta idea, de una cultura universal, la que parece cobrar sentido para El Sinaloa y su mundo de consumo y avidez, ya que se trata de un traidor que no deja de comer y cuyo anti heroísmo está cercano a la monstruosidad, como la de un vampiro que está condenado a no satisfacer nunca su sed, y que sólo logra apaciguarla consumiendo sangre, como un recurrente paliativo. La inmoderación y el hambre de El Sinaloa resalta escandalosamente sus condiciones de traidor y de su cuerpo abierto, que aparecen todo el tiempo en la novela, y todos los personajes que le rodean también lo son, o están predispuestos a serlo.
Hambre y crisis social
Es necesario preguntarnos más motivos por los que El Sinaloa es insaciable, pese a que no están descritos de forma específica en la narración. Es factible acercarse a ello a través de una muy elemental sociología del personaje: se trata de un hombre de sierra sinaloense, que se forjó en una vida azarosa y saltimbanqui para convertirse en el criminal de doble cara que es: policía corrupto y servidor de la mafia. Guillermo Rubio describe un personaje que no llega a los cuarenta años, lo que significa que su contexto abarca desde la década de los años sesenta hasta fin del siglo pasado. Resulta entonces que en su biografía ficticia a los quince años ya era un fugitivo de la justicia escondido en la sierra, a los veintiún años se convirtió en un pistolero que al poco tiempo se enroló en las filas de la policía. De ahí, el salto hacia el servicio para el crimen organizado se dio de manera rápida hasta su llegada a corporaciones policiacas de mayor calibre para cumplir un doble papel como representante de la justicia, pero un cobrador de cuentas para la mafia de Culiacán a la que prestó juramento (Rubio: 13-14). A la vista de este panorama se aprecia un mundo de corrupción, violencia y compra de voluntades, donde esa forma de sobresalir o sobrevivir parece ser el único camino para tipos como Luis Manuel Salcido, que “Proviene de lo intrincado de la Sierra Madre Occidental, entre los estados de Sinaloa y Durango, del poblado de La Junta, Sinaloa; lugar olvidado de la civilización, donde la población es escasa” (Rubio: 13, el énfasis es mío). Así pues, al parecer, su imagen de una masculinidad muy aguda, y el hambre profunda del personaje, es explicable ante su biografía ficticia, siendo un hombre de orígenes en la pobreza y la ausencia de oportunidades, además de la dinámica de consumo que le rodea permanentemente. Puede decirse también que existe la presión del mundo al que pertenece, ya que hay un fragmento donde señala la imposibilidad de dejar de comer:
—¿Qué onda, ya comieron? —les preguntó El Sinaloa. —No. No tenemos mucha hambre —respondió Hugo Chico. —No pueden dejar de comer, aquí es pecado, vamos a probar los frijoles maneados, después un corte de carne, por último, una burra de machaca o de chilorio, van a ver qué pinche carne nos vamos a chingar —El Sinaloa brindó con lo que quedaba de la cerveza (48, el énfasis es mío).
La tipología de personajes inmersos en un entorno de miseria, ignorancia y desesperación que les llevan hacia la delincuencia, el crimen y la violencia, puede verse también en otros protagonistas de narrativas con temática del narco. Yuri Herrera en Trabajos del reino muestra que Lobo o El Artista proviene de un entorno muy complicado, donde la pobreza, la mala calidad educativa, un hogar roto y una sociedad hostil forman parte del cóctel que le hace ingresar al reino del cártel.7 Élmer Mendoza tiene en Chuy Salcido en Cada respiro que tomas, a un personaje que desde la adolescencia se enrola en el mundo del narcotráfico, en una lógica donde los más jóvenes quieren dinero y recursos sin esfuerzo, y desdeñan el trabajo del campo porque no le ven futuro alguno.8 Orfa Alarcón en Perra Brava no deja de mostrar que Fernanda, su protagonista, vive en entornos violentos, como la calle, la escuela, el de su relación amorosa con su novio Julio e, incluso, su propio hogar.9 Los ambientes que estas historias retratan son un problema porque engendran decisiones extremas en los personajes que los habitan, y es un leitmotiv bien identificado en las letras mexicanas actuales (García). Para observar la enorme incidencia de un contexto social turbio, de pocas oportunidades y una composición mórbida para orillar a los personajes a cometer crímenes o relacionarse con delincuentes, baste leer Contrabando, de Víctor Hugo Rascón Banda, para encontrar que los habitantes de Santa Rosa, y todos los que llegan a este poblado de Chihuahua, tienen en común sus diversas relaciones (casuales, voluntarias o forzadas) con el narcotráfico; es decir, con la violencia y la muerte que asolan la región a través de criminales, cárteles y policías corruptos. Ejemplo de las formas de cómo hay pobladores que se involucran en estos menesteres (entre muchos otros de los que desfilan en la novela), está Consuelo San Miguel que, en la desesperación de buscar un mejor sustento para su familia, se enrola en el narcotráfico con la más simple, pero inestimablemente compleja pregunta para sí misma (o para todos), y que pretende ser exculpatoria para la sociedad: “¿Y las mujeres por qué no? Y más las que estamos solas” (Rascón: 55).10 Hay que saber, y entender, que el proceso de descomposición en el universo de la ética, de la falta de empatía, de la vulneración de la condición humana y la exacerbación del machismo que viven los personajes en esta literatura, nos resulta en realidad cotidiano, normalizado. Nos parece un mundo tan próximo y tan habitual, como la propia Cristina Rivera Garza lo explica:
Hemos compartido el mismo cielo ya por mucho tiempo, quiero decir. Nosotros sabemos de ellos y ellos de nosotros. Entre más pasa el tiempo nosotros somos menos. Nosotros y ellos menos Ellos. La permeabilidad tiene su precio. Pero pocas veces como en esta semana se me han apersonado tan de frente: en las portadas de las revistas que leo, en el área de comentarios de los periódicos que desmenuzo, en la pantalla de mi computadora. El narco. El Jefe de Jefes. La plaza. Los siento, como pocas veces, aquí cerquita. Podría tratarse de un mero efecto ecfrástico, puesto que estas imágenes ya pasaron de la indiferencia a la esperanza y luego al miedo, pero el número de muertos es demasiado real. Las mujeres. Los estudiantes. Los niños, ahora (89-90).
El hambre y la crisis social que aparece en los personajes y las historias que se han recogido no pueden, sin embargo, evaluarse de la misma manera que a Luis Manuel Salcido, con todo y las paradojas éticas que ello nos represente. El Sinaloa parece tener su propio espacio en el que queda distinguido muy aparte de los personajes mencionados párrafos atrás, que también claudican en el crimen organizado. No significa que sea el único, porque hay sicarios de la mafia que pueblan la literatura del narco, y cada uno merece una revisión propia. Pero aquí, el denominador común de la miseria que arrastra a todos los personajes como al Sinaloa al universo del crimen, no significa que todos logren un mismo destino, ni un mismo recorrido. Lobo o El Artista, que traiciona al Rey, es un personaje que sobrevive al someterse en silencio a la vida dentro del palacio del cártel. Fernanda está permanentemente dominada por sus pasiones y su estatus de ser la novia de un sicario del narco, aunque eso signifique cometer actos de traición, o pensarse así; todo bajo el estigma de una relación amorosa violenta y contradictoria. Chuy Salcido, en las innumerables anécdotas de su vida como traficante de mariguana, no deja nunca de ser un hombre incapaz de controlar su destino, ahogado en el aquí y el ahora, y aunque presume haber conocido y convivido con grandes capos, su realidad carcelaria le sitúa en el desamparo. En Contrabando hay un mosaico muy grande de personajes y los narcotraficantes aparecen en las luces y las sombras, en la sierra y en la periferia del poblado de Santa Rosa, en el vaivén de una sociedad dividida entre usos y costumbres dentro de una cotidianeidad donde las personas pueden dejar de sembrar comida, o atender negocios para convertirse en traficantes; la normalidad es que se conviertan en carne de cañón en el conflicto cotidiano entre la ley y la delincuencia. El Sinaloa, ante estas expresiones literarias, está construido de otra manera. Se sabe parte de un engranaje del que puede sacar provecho desde su doble condición como agente de la policía y sicario de la mafia. El lector está en posibilidad de hacer el ejercicio de verlo desde el prisma que Cristina Rivera Garza propone en Dolerse. Textos desde un país herido (89-97) para entender al Mayo Zambada desde la célebre entrevista que le realizó Julio Scherer en abril de 2010 para la revista Proceso. Bajo la mirada de la autora, el capo “insistió́ en presentarse como un hombre de familia, un patriarca al tanto de y preocupado por la suerte de su mujer, sus cinco hijos … También se expresó, aunque brevemente, de sus otras cinco mujeres, 15 nietos y un bisnieto, todos según aseguró, ‘gente del monte’, como él mismo” (92). No habla nunca de las mujeres en el negocio (como Sandra Ávila), ni de las buchonas que pueblan el ecosistema de esa forma de vida, y mucho menos los feminicidios. Se hace ver como hombre de la sierra, del monte, y eso recuerda vagamente al Sinaloa con su actitud permanente de apego a su tierra norteña, y sus costumbres serranas, como cuando aparece una escena donde le ofrecen carne de bura, perseguido durante tres días en el desierto y recién cazado (Rubio: 69). Volviendo a la entrevista, quizá uno de los elementos más llamativos que hay que resaltar es la actitud desparpajada y amable de Zambada en la entrevista, y un detalle en particular, y que nos interesa comparar en este análisis con Luis Manuel Salcido, no escapa a Rivera Garza:
Evitó mencionar, por supuesto, las atrocidades propias del Narco, las cuales han marcado escenarios urbanos y rurales por igual en los últimos años. Y pudo evitar mencionarlo porque, por lo que se deduce de las pocas palabras que le dijo a Scherer, Zambada sigue pensando que, a diferencia del Ejército, el Narco sólo ejerce la revancha o en todo caso la violencia con sus pares. Y nosotros, los que ya somos cada vez menos Nosotros, así, autoprotegidos en un pronombre con muros, sabemos bien que eso no es cierto (94).
Precisamente, y ya se ha mencionado en este estudio, la irrupción de los zetas rompe la lógica de vida de los criminales del relato de Guillermo Rubio. Esa lógica de antiguos códigos a los que los narcos se aferran, son a los que pertenece El Sinaloa, sin duda, y la novela es un permanente despliegue de ello, pero quedan rebasados y nulificados ante la competencia de un grupo rival dueño de una lógica militar sanguinaria en pos de dominar los territorios y las plazas. Una lógica que es consecuente con la visión del capo Zambada, que en esa entrevista critica los crímenes del ejército en el sexenio de la “guerra contra el narco”, tal vez para “crear una empatía con los dolientes contemporáneos” (Rivera: 94). El análisis sobre el Mayo Zambada, de acuerdo con Rivera Garza, revela las formas en las que el capo es capaz de aliarse con otros narcos poderosos, pero también con las clases desposeídas para subordinarlas. Todo, en un intento muy evidente de crear una empatía carismática en el lector. Carisma que, por supuesto, puede llevarnos a reflexionar sobre la figura de El Sinaloa, que es atractiva para los demás personajes de principio a fin en la novela, y que posiblemente nos habla de la gran derrota que la sociedad, de acuerdo con Rivera Garza, sufrió con un gesto de la entrevista de Scherer con Zambada. Lo explica de la siguiente manera:
Si a todo esto se le agrega la figura imponente, jovial incluso, que colocó el brazo derecho sobre el hombro cansado del viejo periodista mientras retaba, y esto no sin orgullo, a la cámara, es entendible que nosotros, todos nosotros, los nosotros en plena minúscula, hayamos perdido la guerra que nunca quisimos. La ecuación es fácil: frente a gente como Zambada, atento a los discursos públicos y el sentir popular, manipulador de nociones de masculinidad que parecen empatar a la perfección con machismos seculares, se encuentra gente como Calderón [el presidente de México en turno], incapaz de crear lazos, siquiera retóricos, con las mayorías dolientes (96, el énfasis es mío).
Es muy complejo pensar el hambre y la crisis social que, en este caso, rodean a El Sinaloa, porque se trata de una figura criminal de altos vuelos: a diferencia de los otros protagonistas que se han mencionado, él sí es capaz de manipular los entornos a su favor con recursos y poder. Luis Manuel Salcido es ya un hombre consolidado en la doble cara que representa en la sociedad y se ve en el relato: todo el tiempo se presenta como el amigo sencillo y sincero, el hombre común y corriente y el lector se desengaña de ello cuando tiene que hacer uso de sus habilidades criminales. Por eso es vital referirnos al análisis de Rivera Garza sobre la entrevista con Zambada, para no dejar de observar que detrás de la imagen cotidiana, de proximidad social y simpatía con la que el sicario aparece en el relato, no puede dejarse de tomar en cuenta de quién se trata; por ello hay que recordar el nudo dramático de la novela, que gira en torno a la traición generada por el atentado del Willito hacia Hugo Chico, cuya entrevista final es de catarsis para ambos, ya que el mundo en el que viven no permite treguas, perdón o arrepentimiento. El dolorosamente simpático Luis Manuel Salcido, como personaje, tiene un hambre compleja y criminal, que además está resaltada por su condición traidora, ya que tiene de amante a la hija de su compadre y viejo amigo a escondidas, delata compañeros de la corporación para ponerlos en celadas para ser trozados (asesinados) en los ajustes de cuentas (idea torva de la justicia), mata por encargo antiguos camaradas y compañeros que aparentemente confiaban en él, en nombre de las exigencias de la mafia; en ese sentido el relato de Guillermo Rubio resulta destacado por la voracidad con que persigue a los criminales de la novela y que también acumulan cuerpos y sangre, en las más horridas lógicas de las que somos testigos actualmente.11 Y es que hay que pensar que posiblemente el hambre de El Sinaloa aparece para redondear y consolidar su odiosa lógica: concuerda sin duda con la insatisfacción, la avidez, la voracidad y una muy marcada inclinación a comer (consumir, entendido como un acto también de matar) sin lograr llenarse con nada. Es así y es ahí, en este específico y recurrente elemento en la novela, como se manifiesta una visión que problematiza las precarias condiciones de vida en México, que arrastra a las personas a enrolarse en indeseables mundos donde las oportunidades más aberrantes quedan como las verdaderas opciones para vivir la vida. Además Luis Manuel Salcido expresa un modelo narratológico de una raigambre consolidada y que podría explicarnos, al menos a través de elementos folclóricos, modelos narratológicos y motivos literarios y culturales, las razones por las que El Sinaloa y los habitantes del mundo de la mafia y el crimen nunca están satisfechos y comen de forma hiperbólica, voraces e incapaces de construir proyectos y devenires vitales, creadores de dolor y despojo, en el relato de Guillermo Rubio y de Vizcarrondo.