SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.43 número1Cuerpos abiertos, cuerpos insaciables. Modelos narratológicos y una vieja maldición en El Sinaloa, de Guillermo Rubio y de VizcarrondoReflexiones sobre la escritura cinematográfica en México: Apuntes para una historia (1965-2013) índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • No hay artículos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Acta poética

versión On-line ISSN 2448-735Xversión impresa ISSN 0185-3082

Acta poét vol.43 no.1 Ciudad de México ene./jun. 2022  Epub 25-Abr-2022

https://doi.org/10.19130/iifl.ap.2022.43.1.458727 

Varia

Vivir endeudado. Las narcolepsias de Wasabi de Alan Pauls

Living in Debt. The Narcolepsies of Wasabi by Alan Pauls

Emiliano Rodríguez Montiel*1 
http://orcid.org/0000-0002-8050-9151

1Universidad Nacional de Rosario, Instituto de Estudios Críticos en Humanidades, emiliano.r@conicet.gov.ar


Resumen:

Este trabajo se propone explorar y analizar el conjunto de elementos formales que conforman el tiempo de Wasabi de Alan Pauls. La deuda, concebida como tópico rector de lo narrado, es nuestro punto de partida. Habría, tematizadas, tres deudas, una de índole extratextual y otras dos de carácter netamente económico: la que el escritor genera al interior de la ficción. Nuestra hipótesis es que las tres deudas, estrechamente vinculadas entre sí, no sólo se pagan ficcionalmente con el hijo engendrado al final del texto (analogía entre arte y vida); tampoco únicamente con la monstruosidad del quiste (nexo entre cuerpo y escritura), sino con tiempo. Las narcolepsias, aquellos trastornos crónicos del sueño son, bien miradas, monedas temporales mediante las cuales la ficción se cobra la deuda que el escritor contrae con ella.

Palabras clave: Anacronismo; mercado; contrato; Alan Pauls; narrativa argentina contemporánea

Abstract:

The aim of this paper is to explore and to analyze the set of formal elements that makes up the time of Wasabi by Alan Pauls. The topic of debt is here understood as our starting point. There are three debts: one extratextual and two purely economic (contracted within fiction). Our hypothesis is that the three debts, linked together, are not only paid fictionally with the child born at the end of the text (analogy between art and life); nor only with the monstrosity of the cyst (link between body and writing), but with time. Narcolepsies, those chronic sleep disorders are, well looked at, temporary coins through which fiction collects the debt that the writer contracts with it.

Keywords: Anachronism; Market; Contract; Alan Pauls; Contemporary Argentine Narrative

Son varias las razones que convierten a Wasabi, la tercera de Alan Pauls, en una novela-bisagra. Publicada por Alfaguara en 1994 y luego reeditada por Anagrama en 2005, Wasabi marca, en múltiples dominios diferentes, un antes y un después en esta narrativa. Entre 1994 y 2005 pasan, en efecto, no sólo once años. Es cierto, si, tal y como señala Alejandra Laera (2014: 234), que el contexto de circulación y visibilización de esta obra cambia notoriamente -vale decir: se amplía e internacionaliza- producto de que su autor gana en 2003 el premio Herralde con El pasado. Pero también, y esto es lo que nos interesa señalar, comienzan a gestarse modificaciones decisivas en torno al estilo, el nivel de reflexividad crítica, el vínculo con lo autobiográfico, la relación con lo contractual, los temas de sus ficciones y, en subrayado, el modo de narrar el tiempo.1

Para empezar, en Wasabi aparecen los primeros signos de esa escritura muy segura de sí misma que hoy, una vez consolidada en la extensión de El pasado, conocemos como su sello estilístico: la frase. No hay aún guiones extensos, ni oraciones largas, ni ritmo vertiginoso, tampoco comparaciones sofisticadas e imágenes complejas que funcionen a modo de digresión. Pero sí ya hay suficientes elementos formales y conceptuales -léase comas, puntos y comas, cursivas resaltadoras, léxico copioso, hipótesis diseminadas y paréntesis prolongados, como el que dura casi dos páginas (cfr. Pauls 1994: 32-33)-, para dejar atrás el patetismo wertheriano de El pudor y el seguneo” exasperante de El coloquio. Como si Pauls, con esta predisposición hacia la elegancia e inteligencia de la sintaxis, estuviera intentando trasladar a la ficción lo que ya venía haciendo, desde sus inicios, en el terreno crítico. Queremos decir: si su producción crítica y literaria, a lo largo de la década de los ochenta, pueden genéricamente diferenciarse -compárese la escritura netamente literaria de sus dos primeras novelas con sus reseñas bibliográficas de Lecturas críticas (1980), por no mencionar su ensayo sobre Manuel Puig (1986) o, más tarde, sus columnas de Babel (1988-1991); a partir de Wasabi, esta tarea de desambiguación formal e intelectual se torna cada vez más difícil. Se trata, en primer término, de enfatizar una ganancia: el marcado carácter ensayístico que adopta la forma y el pensamiento literario paulsiano a partir de 1994; la incorporación, en otras palabras, del comentario crítico a su narrativa -véase, en esta dirección, lo dicho sobre la obra de Klossowski en Wasabi (1994: 27-29), o, en un extremo radical, el extenso capítulo sobre el sick-art del apócrifo Jeremy Riltse en El pasado (2003: 370-425)-. Pero también, en virtud de este cruce entre crítica y ficción, se intenta, en segundo término, remarcar una pérdida: la de la biblioteca extranjera como formadora de la lengua con la cual se escribe. En adelante, antes que participar a nivel formal de la construcción del estilo (de esa lengua “afantasmada” hoy irreconocible), lo leído en literatura europea funcionará, en el sentido más intertextual del concepto, como material para la invención de la trama.2 El caso más ilustrativo de este nuevo rol de lo foráneo es, como veremos en el siguiente apartado, la presencia de Proust y el cine francés e italiano en El pasado. A la par, el episodio que mejor grafica este pasaje de lo formal a lo referencial es, como lo refrenda Pauls en una entrevista ante Penélope Laurent (2010), el viraje de autor a personaje que sufre Klossowski entre El pudor y Wasabi. Si el escritor francés, además de morar temáticamente en su ópera prima, la alberga lingüísticamente -“El pudor del pornógrafo está directamente habitada por la sintaxis klossowskiana, que ejerció en mí una fascinación durante años” (citado por Laurent: 119)-, en Wasabi se convierte en un personaje a quien el protagonista quiere asesinar: “una idea me estremeció. No lo pensé; la vi, nítida como una rajadura: matar a Klossowski” (Pauls 1994: 24). Como bien intuye Laurent, el gesto de matar a Klossowski, la fuerza de esta imagen en tanto metáfora, es la vía figurada que Pauls toma para discontinuar la labor hasta entonces oficiada por la literatura europea (citado por Laurent: 118). Agregamos acá: es también una forma de señalar el nuevo territorio -el nuevo uso- que de ahora en adelante pasan a ocupar y ejercer las otras literaturas, éste es, el de la imaginación narrativa.

Ahora bien, como afirmamos al inicio, el devenir ensayístico de la escritura paulsiana -o, si se quiere, la pérdida de la biblioteca extranjera como vector del estilo-, no es un caso aislado ni mucho menos. Se enmarca en una transmutación más amplia, diríamos estructural, de los valores y las convicciones que sostienen a esta literatura. Que su estilo, hasta entonces afirmado en la autonomía literaria (escrita autorreferencialmente desde la literatura para la literatura), difumine sus cercos metaliterarios para dejar permearse por la forma del ensayo, exterioriza -como un síntoma exterioriza- una nueva disposición para hacer literatura. Dicho de otro modo: Pauls, al dejar de segregar escritura ensayística y escritura literaria como dos ámbitos formal y creativamente bien diferenciados, claudica, por un lado, a los principios babélicos de Shanghai (aquellos que se erigen como un acto de defensa de la autonomía literaria), y habilita, por otro, un nuevo campo de acción para el proceso creativo. Un nuevo horizonte que, con sus fronteras más borrosas y descubiertas, contempla no sólo un contacto más estrecho, cuasi indivisible, entre narración y crítica sino, poniéndolo de relieve, entre arte y vida.

Si el periodo que va de “Amor de apariencia” (1982) hasta El coloquio (1990) puede bautizarse como la fase introvertida de su obra narrativa, es porque allí toda comunicación con el exterior -léase referencia histórica, ubicación espacio-temporal, alusión autobiográfica- está obstruida. Y si, por el contrario, el período que va de 1994 hasta el presente puede apodarse como la fase extrovertida, es porque con la publicación de Wasabi se produce un punto de inflexión. Toda interferencia externa que bajo la lupa babélica era diagnosticada como un injerto nocivo, empieza poco a poco a ser reconsiderada como una opción. El factor desencadenante de esta abertura, de este descorrer las cortinas para que otros discursos ingresen (el ensayístico en el estilo y, como veremos ahora, el autobiográfico en la trama), no es otro que un contrato. El primero, precisemos, en materia literaria, puesto que en lo que respecta a su producción crítica el historial es otro.3 Un año después de su publicación, en el marco de un panel moderado por Beatriz Sarlo y organizado por la editorial promotora (Alfaguara), Pauls cuenta cómo, frente a una situación sin precedentes, decide hacer algo sin precedentes, que vaya en contra, incluso, de sus principios literarios:

Yo había sido invitado a Saint-Nazaire a pasar dos meses y el “pago” (…) consistía en un texto de veinte o veinticinco páginas, cuyo único requisito era que mantuviera alguna relación, sin especificar cuál, con el lugar. Apenas llegué, dije que no iba a escribir una línea esos dos meses de la invitación porque no puedo escribir cuando viajo (…) Cuando volví a Buenos Aires comencé a sentirme en deuda con mis anfitriones, y la deuda crecía de un modo inversamente proporcional al poco énfasis que ellos ponían en recordármela. Prácticamente, parecían haber olvidado que yo tenía que escribir un texto en pago a la invitación y yo, cada vez más, estaba obsesionado por ese texto. El conflicto residía en que yo jamás había escrito literatura para pagarle nada a nadie. Frente a esa complicación me dije: ya que estoy en una situación que nunca había atravesado antes, voy hacer algo que tampoco hice antes y que hasta fue contrario a mis principios literarios, voy a trabajar con la experiencia, con la experiencia vivida por mí en esos dos meses” (citado por Tizón et al., 1995: 3)

Será este pacto editorial, la situación de deuda en la que quedará supeditado su autor al aceptar, aquello que promueva, dijimos, una profunda transformación de su política literaria. Vayamos por partes. Detengámonos, primero que nada, en el aspecto que prácticamente toda la crítica, incluido el propio escritor, ha reparado: el cumplimiento en demasía de la cláusula convenida. La transgresión por parte de Pauls de redoblar el desafío y escribir no un relato breve motivado por el “deber ser”, sino una novela de casi 160 páginas que incorpora, en abundancia, elementos autobiográficos. Algunos ejemplos: el nombre real de su esposa de entonces (la curadora y directora de teatro Vivi Tellas), el nombre real de su anfitrión francés (Christian Bouthemy, director en 1992 de la Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs, MEET), una referencia explícita de su ensayo sobre Manuel Puig en el primer capítulo, y, por último, la existencia fehaciente del quiste (“Yo efectivamente tenía un pequeño quiste en la base de la nuca y había hecho, sin resultados, algunas incursiones por la homeopatía, para salvarme de la cirugía”) (Pauls en Tizón et al., 1995: 3).

El primero en atender y refrendar esta desproporción es, dijimos, el propio Pauls. Sentado en el Foro Gandhi junto a Beatriz Sarlo, Héctor Tizón y Juan Martini, dice: “Efectivamente esta novela es el fruto contrahecho de un acuerdo respetado en exceso” (3). Sarlo, acto seguido, apoyándose en esta naturaleza excesiva, propone una lectura de la novela en clave vanguardista. Se sabe, dice, “que uno de los principios de la vanguardia es que los contratos deben traicionarse. La traición del contrato es como la moral de la vanguardia” (citado por Tizón et al., 1995: 2). Por el contrario, prosigue, “Alan Pauls cumplió ese contrato al máximo: en lugar de transgredirlo, obedeciendo el gesto típico del vanguardista, se adhiere por completo a él, respondiendo en exceso: le da una vuelta de tuerca a la transgresión a través del exceso de cumplimiento que la novela parece poner en escena” (3). Años más tarde, Mariana Amato (2009), centrándose en las relaciones entre literatura y enfermedad, localiza el exceso de Wasabi en el cuerpo deformado del narrador, en el modo en que éste sintomatiza las exigencias autorreferenciales impuestas por el MEET. Su hipótesis, enunciada a grandes rasgos, es que este cuerpo aquejado por el quiste y las narcolepsias se constituye, por vía figurada, como una forma de suplantar la obra que no se escribe y que debería escribirse al interior de la ficción, y, unido a esto, como una manera de “cumplir” con la demanda contractual (102-116). (Entre paréntesis, señalamos que, en efecto, Wasabi es la primera de una larga lista de ficciones paulsianas que usufructúa el universo discursivo de la enfermedad -sus clasificaciones médicas, su jerga, sus tópicos, metáforas e imaginario- para ahondar, desde allí, en alguna cuestión crítica o teórica específica. Si en Wasabi el quiste es un enlace -un motivo literario, un Macguffin- para discurrir sobre la creación literaria, en El pasado la condición cocainómana de Rímini sirve para explorar el terreno de la traducción, en La vida descalzo la angina del niño Pauls funciona como puntapié para encauzar una definición proustiana de lectura, en Historia del dinero la ludopatía del padre canaliza una reflexión acerca del uso epocal del dinero. Y así, podríamos seguir, con el onanismo del camionero de “El caso Malarma”, la hepatitis del escritor de “Historia clínica, un diario íntimo”, y, en destacado, “Ex”, cuento que vuelve -en una especie de spin-off- sobre el cuerpo corroído y la vida decadente de Rímini después de su relación con Sofía).4 Teresa Orecchia Havas (2013), por último, lee a Wasabi focalizándose ya no en el contexto de producción como Sarlo y Amato, sino en el particular vínculo que la novela establece entre vida y obra, en la manera en que el cuerpo del escritor -entendido no patológicamente sino como corpus textual- funciona como figuración de las etapas de la creación artística. Situándola como novela-prefacio de lo que vendrá después (léase los nexos entre literatura y vida que se enhebran en El pasado, La vida descalzo y las Historias), Orecchia Havas concibe al exceso autobiográfico de Wasabi como una mera “legalidad seleccionada por el escritor para abrir camino hacia la cuestión de fondo”: el problema -en sentido crítico- de la creación literaria como proceso, uno que “implica obstáculos, blancos, impasses, aceleraciones y epifanías, y en el mejor de los casos, un alumbramiento” (8).

Ahora bien, Alejandra Laera (2014), autora de una hipótesis que queremos destacar aquí, lee el exceso de Wasabi no ya como el respeto desproporcionado a un contrato (Pauls), tampoco como un gesto transgresivo de corte vanguardista (Sarlo), ni como un síntoma patológico (Amato) o como una figuración del proceso de escritura (Orecchia Havas). Antes que ponerlo en relación con la vanguardia, la enfermedad o las literaturas del yo, Laera vincula el exceso de Wasabi con lo económico. Ante todo, porque lo excesivo de esta novela se encuentra, además de en el acopio autorreferencial, en hacer del compromiso y la deuda contraída con el MEET -él, escritor moderno, a priori enemigo de toda motivación mercantil- el eje de la trama. En escribir, cito: “una novela sobre la imposibilidad de la escritura por encargo mientras se escribe una novela por encargo” (2014: 251). Allí residiría lo redundante, lo desmedido, de Wasabi: mientras Piglia, Aira o Chefjec, otros tres argentinos becados por el MEET, parecen querer pagar su deuda en la primera página (Laera trae a colación los casos de, respectivamente, Un encuentro con Saint-Nazaire, Nouvelles impressions du Petit Maroc y Cinco), Pauls opta por “intensificar las coerciones propias del encargo, subrayar la deuda, acumular referencialidad” (236). En otras palabras: elige hacer del contexto de producción de la novela no el mero preludio exculpatorio para despuntar la escritura que le interesa, sino el motor mismo de ella. Leída así, como novela que pone en el centro la tensión entre fuerza creadora y mercado, entre moral literaria y compromiso económico, Laera se vale de Wasabi para interrogarse acerca de la posición -o más bien el dilema- del escritor moderno ante el valor, en un momento en que dicha noción, explica, “es puesta entre paréntesis” a causa de la agudización de las lógicas de mercado en la circulación y producción de los bienes culturales (217).

La mercantilización del valor literario -o, habría que decir, la indiferenciación entre valor simbólico y valor económico- es, sin duda, uno de los factores que contribuyen al cambio del paradigma moderno, una de las marcas que describen las condiciones heterónomas de la literatura actual (cfr. Laera 2014: 34, 217). Si desde mediados del siglo XIX hasta mediados del siglo XX, explica Laera siguiendo a Bourdieu, el concepto de valor era definido esencialmente por una polarización bien marcada entre “polo artístico” y “polo comercial”; en los años noventa, con la ampliación y globalización de los mercados transnacionales, dicha dicotomía es, además de inapropiada, inexistente (215; 217). El mecanismo de diferenciación a través del cual la literatura modernista fijaba sus criterios de valoración en oposición a la literatura de masas (Laera trabaja el ejemplo del bestsellerismo como género devaluador de valores pretendidamente artísticos) hoy está perimido (263). Uno de los casos que mejor ilustra esta trasmutación, esta tendencia sin retorno del valor (cultural y literario) hacia su economización”, es la transformación, en el ocaso del siglo, de las lógicas que arbitran los premios literarios (Laera 2010: 6). Hoy, explica, los premios literarios, tradicionalmente avocados a recompensar obras por su especificidad y/o renovación literaria (piénsese, dice, en el Premio de Novela Rómulo Gallegos, que galardonaría a los novelistas del Boom, o en el Premio Biblioteca Breve concedida por Seix Barral, donde La traición de Puig llegaría a ser finalista en 1965), parecen estar cada vez más predispuestos a seguir los parámetros de valoración de otros premios culturales, como los vinculados al cine o a los artistas. Premios que, centrados más en fomentar la circulación de los escritores y los libros que en estimular la experimentación literaria, se arbitran según la lógica imperante del espectáculo (Laera 2014: 263). Por un lado, describe, los premios han proliferado (los hay “oficiales, institucionales, editoriales, mediáticos, locales, transnacionales, globales”), y por otro, se han diversificado (“de la circunscripción propia de los premios oficiales dados a la trayectoria o a la obra del año, al riesgo de la beca de escritura o la contingencia del concurso mediático”) (263). Así, concluye, “los premios están cada vez menos del lado del artista o consumidor, y cada vez más del de los intermediarios culturales: ese conjunto inmenso de funcionarios, patrones, burócratas que crean y administran esos instrumentos” (264).

Esto explica por qué Wasabi -una novela impulsada por una beca de escritura, es decir, por un premio literario que ya no funcionaría, según los factores antedichos, como “instrumento moderno de valoración”-, le resulta pertinente a Laera para pensar la relación (léase el conflicto) entre literatura y mercado en este contexto finisecular de crisis del valor literario (266). “¿Qué ha quedado -se pregunta- del escritor modernista (…) que muestra rechazo frente a las valoraciones heterónomas?” (238). Si la reconversión de la literatura en mercancía resulta inevitable, el sentimiento anti-mercantilista, prosigue, “es algo que se puede narrar, pero que difícilmente pueda convertirse en práctica cultural” (251). Y esto es, precisamente, lo que Laera lee en el exceso de Wasabi: “una particular resolución imaginativa” a sus condiciones materiales de producción (cfr. 2014: 235, 239, 252). La decisión de narrar la “agonía” del escritor moderno frente a este nuevo estado de cosas, será leída, antes que como una transgresión vanguardista (Laera discute explícitamente con Sarlo), como una “táctica de negociación”: como una forma de procesar y, en el fondo, de salvaguardarse -“en una suerte de proteccionismo esteticista individual”- de la irremediable mercantilización de las lógicas compositivas de lo literario (250-251). “En las condiciones heterónomas de la literatura actual -cierra-, el escritor no puede hacer más que aceptar el compromiso de la MEET; en su gesto modernista, en cambio, no puede hacer más que ficcionalizar la experiencia del rechazo” (252).

Una cuestión nos interesa subrayar a propósito de lo apuntado: la importancia que adquiere, a partir de Wasabi, la figura del contrato -o, en un sentido más amplio, la de la demanda externa- en el proceso creativo de Pauls. No es casual que, en una misma novela escrita por encargo, Pauls haya experimentado tanto en términos compositivos, al punto de someter a su literatura a cambios cardinales en lo que respecta al estilo, la figura autoral, la propia experiencia, su temario narrativo y, como veremos a continuación, el tiempo mismo de su ficción. Si, como sostiene Laera, el único compromiso que un escritor puede establecer a finales del siglo XX es uno de “naturaleza ético-económica” y no ya uno de “naturaleza ideológico-política” (así de lejos ha quedado, afirma, el compromiso intelectual sartreano que supieron enarbolar en los sesenta los escritores del Boom o, en un más acá, el discurso de izquierda de Contorno en los cincuenta) (2009: 466); si, decíamos, el único compromiso posible de tomar en “el mercado de las letras” es con los editores y no con la época, Pauls capitalizará esta nueva coyuntura posicionándose de modo estratégico ante ella. Queremos decir: convertirá este condicionamiento -esta triangulación ineludible entre literatura, mercado y valor- en un principio inventivo, en una consigna, según la cual sólo se experimenta cuando hay contrato reclamándolo. En la primera entrada de un blog escrito en 2010, también a pedido de sus anfitriones de Berlín (¡otro experimento!), Pauls hace explícita esta suerte de política creacionista:

7.09.10 desconfío de los blogs, y ahora un contrato (ser Stadtschreiber en berlín durante un mes a cambio de ocho entradas) me compromete a intervenir en uno. lo que pierdo por el carácter “obligatorio” del asunto lo recupero quizá por su dimensión “experimental”: que la desconfianza no sea lo que te aparta de una forma sino la fuerza que te mueve a ensayarla. comprobación, una vez más, de que para mí no hay experimento sin contrato (2012: 131).

El contrato como fuerza motora de la experimentación. Será esta premisa aquella que impulse a Pauls a incorporar el anacronismo como recurso para la narración. Concebida como tópico rector de lo narrado, la deuda es, ciertamente, el punto de partida para interrogarnos acerca del tiempo que se fragua en Wasabi. Por encima de todo habría, como ya se dijo, una deuda extratextual tematizada en el corazón del relato: Wasabi narra, en esencia, la historia de un escritor que no escribe, que debería hacerlo, pero que no lo hace: “No tenía compromisos literarios a la vista”, afirma esta suerte de alter-ego de Pauls, “el único que subsistía, y que yo violaba sistemáticamente todas las tardes, era el compromiso de escribir” (1994: 47). Simultáneamente, y en carácter subsidiario de esta primera gran deuda contractual, habría otras dos más pequeñas, de índole netamente económico: la que el escritor genera con el hotel parisino donde se hospeda (desvalijado por tres irlandeses, se queda sin dinero para saldar la cuenta: “Abandoné el hotel esa misma noche, todavía atontado por los golpes. No me quedaba otro remedio: debía una cuenta que ya no podría pagar, y sin duda la excusa del asalto habría sonado un fraude inútil en mis labios de sudamericano”); y, momentos después, la que contrae con el dramaturgo chino, especie de enfermero que lo rescata de su vida de mendigo y lo devuelve a la civilización una semana después, luego de una meticulosa rehabilitación en su monoambiente (“Durante siete días ese hombre me arropó, me alimentó, veló por mí, endulzó con suaves tonadas campesinas los delirios de la fiebre […] Le debía todo. Estaba en sus manos”) (cfr. 76, 86, 94). Las tres deudas, estrechamente vinculadas entre sí, no sólo se pagan ficcionalmente con el hijo engendrado al final del texto, en una fuerte analogía entre arte y vida, creación y procreación; tampoco únicamente con la monstruosidad del quiste, esa cavidad con forma de púa gracias a la cual el héroe pierde su figura antrópica y se convierte en un ser teriomorfo (Amato; Laera, 2014). Además de estas dos modalidades de pago, el mundo figurado en Wasabi -tal es nuestra hipótesis- se cobra con otra divisa: con tiempo.

Las narcolepsias, aquellos trastornos crónicos del sueño bautizados de muchas maneras a lo largo del texto (“agujeros negros”, “colapsos”, “cortocircuitos”, “raptos de ausencia”, “Triángulo de las Bermudas”), son, en el fondo, monedas temporales mediante las cuales la ficción se cobra la deuda que el escritor contrae con ella (cfr. Pauls 1994: 18, 19, 44). El resultado es un reloj biológico descompuesto, al que se le ha vedado la posibilidad de concordar con el tiempo histórico-cronológico del mundo, ese orden que, regulado por una lógica periódica (el tiempo cíclico de la noche y el día, de la vigilia y el sueño), hace de la linealidad su medio y su fin. Pagar con tiempo supone, en efecto, pagar con mundo, puesto que lo que el héroe entrega, sistemáticamente, en esos “siete minutos” arbitrarios, erupcionados en cualquier momento del día, son las coordenadas espacio-temporales necesarias para hacer pie en su suelo (16). La pérdida de esta parcela de vida significa la entrada a una vida parentética, llena de blancos, únicamente tolerable a costa de adoptar alguno de los estilos que provee la experiencia de la prórroga: la impuntualidad, el desconcierto, la ignorancia, la somnolencia, el déjà vu. “El espacio, la ciudad, las distancias se desfiguraban a mi alrededor”, afirma este sobreviviente cronológico, “se contraían en nudos álgidos y terminaban volatilizándose en el aire como si nunca hubieran sido otra cosa que ilusiones. Es probable que eso sea el infierno: ese aire que (…) envuelve como una esfera diáfana el espectáculo de un derrumbe personal” (82).

Distribuido en etapas, este proceso de derrumbe personal ocasionado por episodios narcolépticos, es gradual, no abrupto. Comienza incidentalmente, de modo más o menos inofensivo, ni bien el héroe pone un pie en Saint-Nazaire. Sea consultando la guía telefónica, en medio de una visita al homeópata o tomando un baño de inmersión -la ilustración de tapa de la reedición de Anagrama, “Hombre en la ducha en Beverly Hills” (David Hockney, 1964), intenta graficar este momento-, el escritor poco a poco va acostumbrándose a “la certeza de que siete minutos de [su] porvenir (en el mejor de los casos), catorce o veintiuno (en los más corrientes), ya no [le] pertenecerán” (Pauls 1994: 19). Los problemas empiezan a arreciar en el capítulo segundo, cuando los ataques abandonan su condición de mero accidente doméstico puertas adentro, y comienzan a manifestarse -a embestirlo- en la vía pública. Los escenarios pueden variar (un depósito de libros embalados, una estación de subte, el vecindario de la casa de Klossowski), no así su escenografía, esto es, el conjunto de elementos que ambientan y tematizan el entorno. Como si cada uno de estos espacios tuviera la función de augurar, o más bien hacer carne, la experiencia de laguna temporal que líneas después sufrirá el héroe, el depósito de libros es descripto como una zona desierta, gigantesca y opaca, propicia para el “vagabundeo de mendigos”; la estación de subte es asimismo referida como una superficie desolada, habitada únicamente por un “mendigo abrigado por una vieja edición de Le Figaro”; la cuadra de la casa de Klossowski, por último, es aclimatada por “una noche áspera, sin ruidos”, un tipo de silencio que, menos que documentar un ambiente calmo y placentero, anticipa lo que sobreviene inmediatamente después: la catástrofe (cfr. 37, 67, 68). Es eso, y sólo eso, precisamente, lo que le sucede sobre el héroe luego de sufrir sus apagones intempestivos: puro desplome y ruina personal. Golpeado por el portero de la casa donde vive Klossowski, asaltado por unos irlandeses que le roban todas sus pertenencias, vagabundo por más de una semana en París y aquejado por un quiste que no le para de crecer sobre la nuca, este escritor que no escribe es, a partir del capítulo cuatro, despojado de todo elemento de la cultura: “¿Era el transcurso de los días lo que yo padecía, o más bien el privilegio de ser contemporáneo de mi propia degradación, el testigo de las evidencias que con el correr de las horas iban apartándome de lo humano?” (82). Sin identidad, con el cuerpo socavado, el no-artista de Wasabi se sumerge en la dimensión de lo impersonal, en el tartamudeo o murmullo de lo anónimo: “ya no podía casi mirar a la gente a la cara; sin embargo veía mi reflejo atroz en la cortesía con que se hacían a un lado para dejarme pasar” (72). Ahora, dice Laera, es un homeless: “En París ya no hay deambular, ya no hay contemplación estetizante, ya no hay registro urbano”, como el ejercitado por los viajeros modernistas latinoamericanos del siglo XXI; ahora, afirma, hay “sólo vagabundeo y extrañamiento de sí mismo” (467).

Las narcolepsias terminan cuando el alter-ego paulsiano finaliza con su vida de mendigo, gracias a la cuarentena restauradora a la que lo somete el dramaturgo chino. Rehabilitado, “con plata en el bolsillo”, se siente devuelto al mundo. El cielo ahora es “azul, perfecto, flamante”, todo le parece “intacto y limpio”, como si la ciudad desconociera por un momento la apatía del invierno que le compete estacionalmente y abrazara, sin más, “el entusiasmo del verano” (Pauls 1994: 101-102). Se siente bien, se siente libre de deuda. Pero, ¿a qué precio?, ¿cuál es el costo de haber pagado con tiempo, ese tiempo que no es otro que el tiempo de vida? Ante todo: envejecer. “Había envejecido. Si mis ojos eran sensibles sólo a la novedad, al impacto de lo inesperado, debía ser porque el tiempo consumido por la enfermedad y la rehabilitación se había llevado consigo meses, años, la escoria de eras enteras, y con ellos todos los mundos conocidos” (102). Saldar con tiempo implica, así lo deja en claro su deudor, perder el mundo, ese mundo acostumbrado, familiar, constituido por leyes, rostros y criterios reconocibles. Zanjado el cobro, al héroe no le queda otro remedio que sumirse en el anonimato absoluto, al grado cero identitario. De ahí que, luego del capítulo quinto, Wasabi precipite para su protagonista, ya viejo y sin mundo, “muerto en vida” como está, dos finales análogos (143). El primero: cuando Bouthemy, su editor, luego de finalizada la conferencia de Klossowski, es consultado por el maestro de ceremonias si conoce “al jorobado” que no para de reclamarlo debajo del escenario: “Es la primera vez en mi vida que lo veo: pretende hacerse pasar por un autor de mi editorial” (138). El segundo: cuando una prostituta, al verlo deambular por el medio de la calle, se interesa por el quiste que le encorva la espalda y lo arrastra hacia su casa para emplearlo como consolador: “La vi bajar sobre mí (…) y contener la respiración y detenerse en el punto exacto en el que el umbral de su vulva rozaba el extremo del arpón. Después, la mujer, exhalando un largo suspiro, se sentó sobre mí con una lentitud exasperante y regocijada” (152). Las dos escenas exponen la nueva condición en la que queda el escritor luego de saldar su deuda con tiempo: como un impostor, como un sin nombre que, una vez librado de todo compromiso con el mundo, entra en déficit temporal, esto es, sin el tiempo suficiente para restituir, y acaso componer, una identidad y una vida. Ahora es nadie, una ajenidad absoluta a la que sólo puede reducírsele a la condición de cosa. En este sentido, el quiste es el verdadero héroe y destino último de Wasabi: la novela comienza y termina con él, ya que además de servir como transmisor de monstruosidad, objeto sexual -y, podríamos agregar, como perchero: “Mi perchero, mi querido perchero, me decía Tellas al colgar un corpiño sobre el espolón” (53)-, el quiste es el encargado de materializar los efectos de las narcolepsias, las remantes o despojos que éstas dejan al fundar un mundo sin orden lineal del tiempo. Por medio de estos episodios, en resumidas cuentas, Wasabi inaugura en la obra narrativa paulsiana una contienda contra la cronología narrada, una afrenta o diatriba que será retomada con fuerza por las epifanías de El pasado, y, más adelante, el jet lag de “Noche de Opwijk”.

Bibliografía

Amato, Mariana. “Escritos desde un cuerpo: estética de la dolencia en Wasabi de Alan Pauls”, en Estudios, 17:33 (2009): 99-125. [ Links ]

Barthes, Roland. Roland Barthes por Roland Barthes [1975]. Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2018. [ Links ]

Borges, Jorge Luis. “Kafka y sus precursores”, en Otras inquisiciones. Buenos Aires: Sudamericana, 1952. 305-317. [ Links ]

Kohan, Martín y Laera, Alejandra. “Variaciones sobre la crítica. Entrevista a Alan Pauls”, en Milpalabras, 1 (2001): 63-72. [ Links ]

Laera, Alejandra. “Monstruosa compensación. Peripecias de un escritor contemporáneo en Wasabi de Alan Pauls” [en línea]. en Revista Iberoamericana, 227:54 (2009): 459-474. Disponible en: <Disponible en: https://revista-iberoamericana.pitt.edu/ojs/index.php/Iberoamericana/article/view/6584/6760 > [3 de septiembre de 2021]. [ Links ]

Laera, Alejandra. “Entre el valor y los valores (de la literatura)” [en línea]. En BOLETIN/15, (2010): 1-10. Disponible en: <Disponible en: https://www.cetycli.org/publicaciones/boletines/36-boletin-15.html > [3 de septiembre de 2021]. [ Links ]

Laera, Alejandra. Ficciones del dinero. Argentina, 1890-2001. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2014. [ Links ]

Laurent, Pénélope. “Acopio de compulsiones. Fragmentos de una conversación con Alan Pauls” [en línea], en Letral, 5, (2010): 116-130. Disponible en: <Disponible en: https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=5370579 > [3 de septiembre de 2021]. [ Links ]

Molloy, Sylvia y Siskind, Mariano. Poéticas de la distancia. Adentro y afuera de la literatura argentina. Buenos Aires: Norma, 2006. [ Links ]

Orecchia Havas, Teresa. “Apuntes sobre el territorio y la creación: vidas de Alan Pauls” [en línea], en Cuadernos Lírico, 9:13 (2013): 1-18. Disponible en: <Disponible en: https://journals.openedition.org/lirico/1153 > [3 de septiembre de 2021]. [ Links ]

Pauls, Alan. Manuel Puig. La traición de Rita Hayworth. Buenos Aires: Hachette, 1986. [ Links ]

Pauls, Alan. Wasabi [1994]. Barcelona: Anagrama, 2005. [ Links ]

Pauls, Alan. El pasado. Barcelona: Anagrama, 2003. [ Links ]

Pauls, Alan. Temas lentos. Ed. Leila Guerriero. Santiago de Chile: Ediciones Universidad Diego Portales, 2012. [ Links ]

Tizón, Héctor, Juan Martini, Alan Pauls y Beatriz Sarlo. “Experiencia y lenguaje” [En línea], en Punto de Vista, 18:51 (1995): 1-4. Disponible en: <Disponible en: http://www.bazaramericano.com/media/punto/coleccion/revistasPDF/51.pdf > [3 de septiembre de 2021]. [ Links ]

1El presente artículo forma parte de una tesis doctoral en curso, la cual, dirigida por la Dra. Sandra Contreras (UNR-CONICET) y codirigida por la Dra. Analía Gerbaudo (UNL-CONICET), estudia la constitución del anacronismo como forma del dandismo contemporáneo en la narrativa de Alan Pauls. La misma está compuesta por una Primera Parte destinada a la exploración y al análisis de las ficciones de Pauls. En concreto, se ocupa de interrogantes vinculados al anacronismo y a la escritura: a) cómo irrumpir en la tradición nacional según un estilo —un acento— desembarazado de la inmediatez y la uniformidad que proyecta la idea de “escritor argentino”; b) cómo componer un universo narrativo exento de los preceptos de la cronología, y c) cómo acercarse al pasado reciente sin exhumar, denunciar y celebrar la memoria histórica. De este desarrollo se discriminan, respectivamente, tres versiones de anacronismo diferentes: de la Tradición, de la Ficción y de la Historia. Se trata de una tipología que, dentro de esta comprensión crítica, vertebra la novelística de Pauls en tres series específicas: la serie extranjerizante (El pudor del pornógrafo, 1984; El coloquio, 1990), la serie atópica (Wasabi, 1994; El pasado, 2003; “Noche de Opwijk”, 2013), y la serie política (Historia del llanto, 2007; Historia del pelo, 2010; Historia del dinero, 2013). En tal sentido, el presente artículo explora uno de los casos inscriptos en la segunda serie, encargada de, como veremos a continuación, explorar los modos en que al interior de esta literatura se trastorna el tiempo cronológico.

2La idea de lengua afantasmada —de una lengua tallada, interferida, desde adentro por otra lengua— es tomada aquí como figura, o imagen, para pensar la prosa de El pudor del pornógrafo y El coloquio (Molloy y Siskind: 10-11). Ambos títulos están compuestos sobre una horma fantasmagórica, a la vez europea y extemporánea; una que, poniéndose al servicio de dos géneros (el epistolar y el policial), es integrada por Franz Kafka, J. W. Goethe, Pierre Klossowski y Georges Bataille. El uso del adjetivo ‘afantasmada’ es aquí comprendido según dos acepciones: la que provee Borges y la que suministra Barthes. Demostrando hasta qué punto ambos autores pueden armonizar sobre una misma conciencia literaria, Pauls pone al descubierto dos de sus presupuestos teóricos: la idea borgeana de “precursor” (Borges: 135) y la noción barthesiana de “influencia” (Barthes: 135). Leídas una después de la otra, ambas conceptualizaciones componen una definición conjunta de lo que Pauls concibe como influjo: el escritor, desoyendo los imperativos deterministas del historicismo literario, tiene libre albedrío de dar cita a identidades extrañas a su tradición, tiempo y espacio; porque lo que verdaderamente se convoca, lo que en definitiva le llega al escritor de los autores con los que intima en la lectura, es una prosodia, quiere decir: un cómo (un acento, una idiosincrasia o música) y no un qué (lo estrictamente narrado). Dejarse influenciar por un escritor consiste, en otras palabras, en concederle al pensamiento la posibilidad de ser afectado por una modulación que, una vez expropiada como idea propia, pueda participar del proceso creativo.

3Tanto su libro sobre Puig (“La lectura de Puig que expongo aquí ha partido de una sólida consigna editorial: circunscríbase a La traición de Rita Hayworth”) (Pauls 1986: 4), su libro sobre Borges (“Me lo pidió Nicolás Helft, el director de la colección Jorge Luis Borges de la Fundación San Telmo”) (Kohan y Laera: 64), su libro sobre Lino Palacio, el diario íntimo, incluso La vida descalzo y Trance (por no mencionar el sinnúmero de prólogos, traducciones y artículos), fueron escritos, efectivamente, a raíz de una demanda externa.

4Junto con otros cuentos de autores contemporáneos como Sergio Chejfec, Sylvia Molloy y Mario Bellatín, “Ex” sería recopilado por Javier Guerrero y Nathalie Bouzaglo en la antología Excesos del cuerpo. Ficciones de contagio y enfermedad en América Latina (Eterna Cadencia, 2009).

Recibido: 10 de Septiembre de 2021; Aprobado: 09 de Noviembre de 2021

Profesor en Letras por la Universidad Nacional del Litoral y becario doctoral del CONICET por el Instituto de Estudios Críticos en Humanidades (IECH-UNR). Actualmente se encuentra finalizando el Doctorado en Literatura y Estudios Críticos de la Universidad Nacional de Rosario. De sus trabajos de investigación se destacan “La literatura como jet lag. Anacronismo y contemporaneidad en Alan Pauls” (CELEHIS, 2018), “Sin meridianos y sin reloj. El mundo feliz de Alan Pauls” (El taco en la brea, 2019), “Nacer a destiempo: Sobre El pudor del pornógrafo, la última novela de Alan Pauls” (Landa, 2020) y “Diarios falsos, confesiones fabuladas, rostros hechos a medida: las performances intimistas de Alan Pauls” (La Palabra, 2020).

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons