Mas algo que se aprende en el trato
con la historia de los hombres
es que no existe el reposo.
José Revueltas
Introducción
A todo lo largo de la extensa obra de José Revueltas la historia interviene no sólo en un plano aledaño, sino que ocupa un lugar central, independientemente del tipo de discurso en el que se recupere o aluda a ella. La historia puede o no mencionarse de manera expresa o simplemente entretejerse en el relato para darle a su asunto un lugar y un tiempo definidos; o bien, subrayar esa manifestación del sentido que las cosas adquieren cuando comportan algo más que ubicuidad crono-topológica. El hecho es que afirmar que la de Revueltas es toda ella una obra histórica no es una exageración, aun cuando, por mediación del tipo de dialéctica negativa que se articula con su pensamiento y expresión, pueda circunstancialmente parecer en algunos casos que se trata de algún asunto, evento, desenlace o situación “ahistóricos” (Negrín: 121). Frente a tal forma peculiar de presencia, lo que habría en todo caso que aclarar es en qué sentido sus textos son o pueden ser considerados históricos, dado que la palabra historia comporta una irreductible polisemia de origen, lo que en ocasiones dificulta el pleno esclarecimiento de sus aplicaciones o sus usos, sus limitaciones interpretativas o sus posibilidades comprensivas (Vilar: 17). Como corresponde a un autor comprometido con la revolución cuya obra se presenta en diversos formatos —la novela, el cuento, el guion cinematográfico y la dramaturgia, pero igualmente la nota periodística, el ensayo histórico o filosófico y los escritos políticos de fondo o coyuntura—, es un hecho incontrovertible que en Revueltas la presencia de la historia y sus diversos usos es eminente y constante; pero no siempre esa presencia se resuelve de la misma forma y con el mismo sentido; aunque en todos los ejemplos de su escritura constituya un elemento estructural e imprescindible. En las líneas que siguen, emprenderemos el examen crítico de un conjunto de conceptos e ideas-fuerza que se gestan en el trabajo de escritura de una serie de ensayos publicados entre 1938 y 1950 en los que Revueltas aborda el conjunto de la historia mexicana, persuadido de que en el conocimiento y el análisis profundo de sus desarrollos o sus momentos emblemáticos se encuentran las claves de interpretación de un presente que, en correspondencia con su compromiso de militante comunista, se propone a toda costa transformar.
Partimos del hecho de que en el extenso corpus de los estudios revueltianos no han estado ausentes respuestas pertinentes a algunas de las interrogantes que ahora volvemos a plantear; por el contrario, a ese respecto son ejemplares los trabajos de Edith Negrín,2 Antoine Rabadán,3 Phillippe Cheron,4 Evodio Escalante5 o más recientemente los de José Manuel Mateo6 y Solange Victory.7 Sin embargo, lo que configura los cuestionarios de la mayoría de las intervenciones mencionadas —y aun de otros estudios críticos en los que la pregunta por la historia no deja de enunciarse— es el examen de los modelos en los que la materia histórica se recupera y reconstruye como dispositivo ficcional, como recurso espacio-temporal que se entrelaza con las tramas y eventualmente condiciona la eficacia expresiva de los relatos literarios. Nuestra propuesta es más modesta y apunta en una dirección de índole distinta, propiamente la de la crítica histórico-filosófica, en tanto interroga por el rendimiento teórico que soportan los diversos usos de la palabra historia cuando los objetivos de su aplicación son el conocimiento y la comprensión de la realidad nacional mexicana.
Hemos limitado nuestra búsqueda a los ensayos escritos por Revueltas durante aquellos doce años no sólo por el hecho de que el abordaje de su obra completa, y acaso aun de la ensayística relativa a México o lo mexicano, rebasaría con mucho las posibilidades analíticas de un solo trabajo, sino igualmente convencidos de que en el emplazamiento problemático de aquellas intervenciones se inscriben por primera vez dos tipos de problemas —y sus posibles respuestas— que no abandonarán a Revueltas a lo largo de toda su trayectoria y cuya precoz, pero a la vez profunda formulación, lo distingue radicalmente del resto de los marxistas mexicanos. El conocimiento integral de la realidad mexicana en tanto objeto a transformar es el primero; el segundo, el talante teórico y el rendimiento teórico-práctico que sea posible obtener de una herramienta epistemológica ya hecha —como lo es el materialismo histórico—, que ha probado su eficacia en otros horizontes, pero que todavía no lo hace frente a una realidad nacional mexicana cuyas características histórico-concretas se mantienen reacias a toda reducción mecanicista y a todo dogmatismo interpretativo.8
I
Tres son, a nuestro juicio, los usos que la historia adquiere al interior de la obra del escritor duranguense: el primero asume la historia o lo histórico como el horizonte espacio-temporal en el que las cosas “ocurren” y, al mismo tiempo, como el nombre del saber que recupera y estudia cómo ocurren, a qué determinantes materiales e ideológicas responden y hacia qué clase de desenlaces práctico-concretos conduce lo ocurrido. Aquí, la palabra historia “…designa a la vez el conocimiento de una materia y la materia de ese conocimiento” (Vilar: 17). Estamos, en este primer caso, en el ámbito de la ciencia normal, en donde el saber proveído por el conocimiento histórico funciona como “marco contextual” o referente espacio-temporal de eventos importantes. Como escritor y militante comunista, Revueltas acude a este uso específico de la historia porque, en principio, le proporciona el conocimiento básico e imprescindible de aquello que pretende expresar o trasformar: la realidad mexicana, asumida e interpretada a través del conocimiento de hechos, eventos, personajes, situaciones y ámbitos de acción política. Se trata del sentido habitual y común de la palabra historia y poco cabría agregar si, ya en este plano, no existieran elementos que en Revueltas lo distinguen del conjunto. Es sobre todo en el espacio de su producción literaria, pero no únicamente ahí, que este tipo de conocimiento histórico, aun cuando podría asumirse espontáneamente como un elemento importante, pero inerte, muestra con sobrada evidencia que la construcción narrativa del “contexto” o la “situación” histórico-concreta que demanda el desarrollo de sus tramas rebasa la consideración de un recurso puramente instrumental, porque esa red tempo-espacial de la que habla Edith Negrín (47) representa mucho más que el trazo descriptivo de un simple contexto, ya que, presente o evocada, puntualmente descrita o sólo sugerida, la realidad histórica a la que nos remite es, por mediación de las mujeres y los hombres que la padecen o la gozan, algo vivo, un elemento activo y en transformación constante; o bien, bajo su consideración dialéctica, algo tan muerto como la Revolución mexicana o “el peso de aún estar vivos” que sobre sus existencias soportan algunos de sus personajes emblemáticos. Sin posibilidad de profundizar ahora en ello, es posible afirmar que este más allá de lo limitadamente contextual es efecto de la habilidad revueltiana para mantener lo histórico y sus determinaciones en calidad de una materia in-quieta, es decir, de algo vivo. Elaboración propiamente conceptual, y no sólo literaria, que tanto parte de la convicción de que la historia no “es” sino la “hacen” las mujeres y los hombres, como de la idea —que evoca la concepción de la historia de Walter Benjamin— de que la materia del conocimiento histórico no es el pasado y por ello mismo no es algo que pasa sin más, sino una dimensión de la existencia que permanece a través de la memoria y la experiencia —sea ésta reflexionada o no— de las mujeres y los hombres que propiamente hacen la historia; ya sean estos parte de la ficción literaria o de la historia real.9
El segundo de esos usos se despliega en un horizonte de índole histórico-filosófica y tiene que ver, básicamente, con el sentido providencial que conservan entre los pensadores y militantes marxistas de aquellos años el socialismo como sistema económico-social, el socialismo científico como herramienta teórica para la transformación revolucionaria del mundo y la historia científica como su relato verdadero. Motivo, guía y verdadera finalidad de sus afanes, el socialismo —definido sumariamente como una futura sociedad sin clases en la que los medios de producción serán propiedad colectiva— aparece en la obra revueltiana en calidad de dispositivo de ordenamiento histórico-cronológico que sitúa los hechos y los estados de cosas en un antes y un después de la revolución y en una escala unidireccional y progresiva. Podemos pensar que se trata de una concesión que el marxismo “después de Marx” —especialmente el marxismo-leninismo— otorga al historicismo y a la moderna doctrina del progreso, de la que Revueltas se separa definitivamente en la última parte de su vida. Sin embargo, antes de que eso suceda, representa el aspecto más recalcitrante del pensamiento del autor duranguense, uno de los más estructuralmente ceñidos a la tradición marxista-leninista y al dogmatismo estaliniano. Bajo este sentido, lo histórico se configura como una especie de filosofía materialista de la historia, esto es, como un relato reflexivo en el que se pretende recuperar el sentido de la historia universal y ubicar hechos, contextos y ámbitos de acción en una escala o movimiento cuyo incesante devenir —a través de la acción revolucionaria de los militantes y los pueblos— propicia la construcción paulatina de las condiciones de posibilidad y la eventual realización de una nueva sociedad socialista. Hasta aquí, el vicio historicista de esta filosofía marxista de la historia se rubrica, aunque se atempera, con la impronta de la acción transformadora de pueblos y agentes revolucionarios; sin embargo, la persistente invocación a las “leyes de la historia” que inexorablemente rigen el proceso, lo terminan empatando con el providencialismo agustiniano y, así como en éste la divina promesa de salvación será cumplida porque desde el principio de los tiempos así ha sido dispuesto por el Creador, en aquel, el socialismo será una realidad porque su arribo está inscrito en el derrotero de un proceso histórico-social ceñido inexorablemente a las leyes de hierro de la historia.
Es preciso decir que el dogmatismo que sobre la inevitabilidad del socialismo caracteriza la obra juvenil de nuestro autor en pocos años va a mostrar signos de agotamiento, primero, a través de la literatura y, posteriormente, de sus ensayos políticos e históricos. Como lo sugieren algunos autores, es posible encontrar ya en El luto humano rudimentos o ejemplos borrosos tanto de esa inquietud antidogmática como de ese pesimismo ardiente que caracterizará su obra tardía;10 pero es, sobre todo, con la publicación de Los días terrenales que este pesimismo activo va a cobrar fuerza a través de una crítica radical de la increíble positividad del relato histórico del socialismo, tanto como de la crítica de los absolutos con los que se construye su teoría. Para la mayoría de los marxistas que hasta entonces habían reconocido en Revueltas un intachable compañero de ruta, fragmentos como el que en seguida transcribimos son, definitivamente, una traición, un extravío:
Hay realismo analítico y realismo socialista. Para estar dentro de la segunda tendencia, que ha traído al materialismo histórico un sospechoso ingrediente de optimismo, mis obras deberían terminar con un canto de esperanza en el hombre futuro: con grandes luces de aurora roja en el telón de fondo y una orquesta tocando “La Internacional”. Esto es un absurdo, y yo no me explico el optimismo de quienes así piensan. Si es verdad que el advenimiento de un nuevo orden social, con una economía nueva, con nuevas formas de vida, puede transformar a los hombres, esto no quiere decir que el bien y el mal, el dolor y el sufrimiento vayan a desaparecer. Tendrán relativa felicidad quienes se satisfagan sin alcanzar jamás la altura de la conciencia (citado por Ortega: 37).11
Revueltas, sin embargo, concibe y cultiva la historia en un tercer sentido —el que podemos considerar crítico— que conjuga los rudimentos de una arriesgada teoría de la historia; incluido un original tratamiento epistemológico del concepto de historia mexicana en cuyo despliegue se revela la importancia crucial que para nuestro autor conserva la crítica reflexiva de los conceptos de nación, nacionalidad y mestizaje. Lo paradójico de esta tercera forma del conocimiento histórico y de la praxis historiográfica que se desprende de él, si cabe aquí el término paradójico, es que se genera y despliega al interior mismo y en el contexto absolutamente enrarecido de la segunda forma de la historia, la dogmática; es decir que, en cierto modo, esta teoría es un desenlace inesperado de la aplicación atípica de las “leyes de la historia” prescritas por el socialismo científico al caso mexicano. Lo que, más allá de lo aparente, no puede ser sino efecto de la crítica, no del todo asumida ni plenamente consciente, a la que Revueltas somete los postulados del marxismo-leninismo y, sobre todo, las capacidades epistémicas de su herramienta fundamental: el materialismo histórico. En todo caso, es posible pensar que este desplazamiento le debe tanto a la inquietud intelectual y política del joven Revueltas como a la necesidad de convertir la historia y lo histórico en elementos vivos en todas sus formas de escritura.
II
Como es sabido, el estado que hacia la cuarta década del siglo XX guardan los estudios históricos y las pautas historiográficas inspiradas en la tradición marxista se apoyan y participan ceñidamente de la llamada “concepción materialista de la historia”, cuyos textos canónicos son, entre otros, el Manifiesto del Partido Comunista y la Ideología Alemana, o bien, los pasajes que sobre la historia propone el Anti-Dürinhg, de Friedrich Engels. Sin embargo, entre los militantes comunistas, lo que se sabe y se cita de aquella concepción proviene de las conferencias que sobre el materialismo histórico y dialéctico impartió Stalin hacia 1924 y que Zhdánov, junto con otros oscuros personajes, convirtieron en doctrina oficial del régimen soviético.12 Lo característico de esta postura es, en primer término, que concibe a la historia-hecho como un encadenamiento de eventos y transformaciones sociales —unidireccional y progresivo— que responden a condiciones de hecho: principalmente al “desarrollo de las fuerzas productivas materiales” de una sociedad dada; y que a su vez concibe a la historia-conocimiento como la Ciencia que expone la forma, las causas y la naturaleza de las transformaciones que en el tiempo han experimentado las diversas sociedades humanas. Esto implica básicamente dos cosas: la primera, explicar todo tipo de transformación social como expresión inequívoca y puntual (un reflejo) de los cambios que suceden en la “base material” de la sociedad: sus fuerzas productivas materiales y sus relaciones de producción; y, la segunda: empatar sus postulados y principios epistémicos con los de toda ciencia: teorías y axiomas, leyes, métodos y procedimientos aplicados al conocimiento del pasado histórico y de las trasformaciones sociales deben emular aquellos que las ciencias naturales han adoptado y perfeccionado a lo largo del tiempo, porque no sólo son la condición de su éxito, sino la garantía de su verdad.
Ha sido quizá debido a ello, es decir, a la necesidad de apelar a una verdad científicamente comprobable, que los teóricos de la Segunda Internacional (1889-1924) apostaron por una idea de la historia en la que nada escapa a ciertas “leyes de hierro” inscritas en la estructura misma de las formaciones sociales y por ello mismo determinantes de su devenir, las que tarde o temprano producirán, siempre a partir del desarrollo objetivo y concreto de las fuerzas productivas materiales —y sin mayor concurso humano—, las condiciones de posibilidad del socialismo. Mientras, en oposición a aquellos teóricos, el materialista histórico “consecuente” sabía que si bien las leyes que rigen el curso de las transformaciones naturales son contingentes, frente a éstas, las leyes de la historia se cumplen como tales si y sólo si se asocian con la actividad humana; es decir, si aquello que en calidad de posibilidad material —y que por mediación de la historia pasada ya está espontáneamente inscrito en el tráfago de la praxis social— es llevado a efecto a partir y a través de esa misma praxis; porque la historia, como lo han dicho ya los padres fundadores del pensamiento socialista, la hacen los propios hombres. Pero sucede que esos mismos padres también han dicho que ese hacer no se realiza en las condiciones que los hombres han elegido o construido por sí mismos. Con lo que se introduce en el horizonte de la comprensión histórica una aparente contradicción que hasta nuestros días no ha dejado de oponer a los marxistas, quienes no se han percatado de que la discusión, planteada y resuelta en esos términos, no se ha movido del horizonte en el que Immanuel Kant formulara, en su tiempo, la Tercera antinomia de la razón pura.13
La tradición marxista ha resuelto la contradicción casi en los mismos términos que en su momento lo hiciera Kant. Partamos del hecho, dice el filósofo de Könisberg, de que no hay libertad, que todo cuanto acontece está sujeto a la causalidad que imponen las leyes de la naturaleza; pero, igualmente, tengamos en consideración que existe una clase de fenómenos —los social-humanos, ni más ni menos— que, para ser explicados consecuentemente exigen una “causalidad por libertad”. Esto implica asumir la antinomia sin necesariamente resolverla, como apunta Kojin Karatani, pero abre la posibilidad de aceptar que los fenómenos representativos de una y otras causalidades, la natural y la social, constituyen una y la misma realidad (Karatani: 131). En todo caso, lo que Kant no deja irresuelto es la posibilidad de que los fenómenos que constituyen la causalidad por libertad sean explicables en cuanto seamos capaces de discernir la posibilidad, el carácter y los límites de la autonomía de la voluntad humana y de las máximas e imperativos que la rigen (Karatani: 58). Así, mientras Kant explora la posibilidad de articular contingencia y libertad en el examen de los intersticios de la razón práctica y en el peso que lo subjetivo conserva en su filosofía de la historia, el materialismo histórico la encuentra en el examen de la forma y el carácter que históricamente han adoptado las relaciones sociales en el marco del desarrollo de la producción material, las cuales no son un simple reflejo de lo que sucede en la esfera de “lo material” sino un conjunto de prácticas humanas más o menos conscientes y relativamente libres. Hasta aquí, las cosas parecen haberse estabilizado de acuerdo con los preceptos de los fundadores del materialismo histórico. Sin embargo, el mal propagado por la Segunda Internacional ya estaba hecho, y los autores que confeccionaron el llamado marxismo-leninismo, preocupados más por la fidelidad a los principios filosóficos abstractos del materialismo —y a los requerimientos de la forma-ciencia natural— que a las inmanejables “causalidades por libertad”, eligieron lo primero, introduciendo en la consideración de la historia no necesariamente el rigor de las ciencias naturales sino el dogmatismo de una filosofía de la historia dominada por el providencialismo y el materialismo mecanicista.
La versión del materialismo histórico que en principio conoce y, de manera más o menos acrítica, adopta el joven Revueltas es justamente la que proviene de la tradición marxista-leninista-estalinista, en la que lo determinante en todo fenómeno humano es “lo material”, y cuya configuración eminente en el caso de las sociedades históricas es “lo económico”: expresión sintética de la articulación-contradicción entre las fuerzas productivas materiales y las relaciones de producción. En este caso, la presunta ley que determina el carácter y los posibles desenlaces de la articulación-contradicción entre unas y otras prescribe que las transformaciones históricas dependen más de los factores objetivos (fuerzas productivas/relaciones de producción) y menos de factores subjetivos, como puede serlo el grado de conciencia o compromiso que los sujetos comunes puedan llegar a adquirir sobre todo ello; ni más ni menos porque los factores subjetivos no tiene realidad en sí mismos, sino son un reflejo de las condiciones materiales de existencia14. En estas condiciones, para el materialismo marxista-leninista la participación activa de hombres y mujeres reales en el proceso de las transformaciones históricas ni se niega ni desaparece por completo, aunque ciertamente queda en un plano muy menor; algo que no termina de cuadrar con algunas de las ideas que Revueltas desarrolla en aquellos años a partir de la arriesgada convergencia de, por un lado, el marxismo “humanista” que le sugiere la lectura de los Manuscritos de economía y filosofía de Karl Marx;15 y, por otro, con una suerte de existencialismo cristiano que encuentra en las obras de autores como Dostoyevsky, Cesar Vallejo o León Chestov.
Pero el joven Revueltas no cuenta todavía con los elementos teóricos que le permitirán, años más tarde y de la mano de la dialéctica negativa, emprender la crítica filosófica y la reconfiguración, casi integral, del materialismo histórico. De manera que, como lo hizo Kant en su momento, asumirá y dará por buena la presencia irresoluble de la contradicción señalando, por una parte, la necesidad de intentar sustraerse a ella mediante la plasticidad que presume en el buen materialismo histórico sugerido por los textos del joven Marx, otorgando mayor peso a los factores subjetivos y sustentando firmemente sus análisis en la experiencia y las luchas del proletariado o, en su defecto, de los desposeídos:
Mas naturalmente ningún principio teórico —desde el punto de vista de la más estricta dialéctica— puede aplicarse formalmente a cualquier situación dada, sino que su papel se reduce al de instrumento para poder apropiarse en sus rasgos peculiares, en su esencia distintiva, una realidad dada. El marxismo no puede considerarse como un dogma inmóvil, como un cuerpo doctrinario rígido e inflexible. Siendo la teoría de la clase más revolucionaria —el proletariado—, su esencia es vital, creadora y fecunda como lo es el proletariado mismo (Revueltas 1985b: 84).
Por otra parte, dado que la expresión anterior podría quedar en el estatuto de lo declarativo, dirigiendo ahora su crítica hacia quienes desde una supuesta “suficiencia” han despojado al marxismo de su esencia “viva y dialéctica” reduciéndola a la posesión de conocimientos teóricos generales, se pronuncia en contra de la “erudición marxista” y, de la mano de Lenin, en el texto “La revolución mexicana y el proletariado”, de 1939, rubrica:
Siendo como es, una fórmula viva de acción, un instrumento dinámico, el marxismo no puede tolerar la “erudición marxista”. De ahí que si queremos explicarnos la frase de Lenin sobre que no puede haber movimiento revolucionario sin una teoría revolucionaria, podemos traducirla mejor en el siguiente concepto: no puede haber movimiento revolucionario en un país dado, esto es, el proletariado no puede arribar a los frutos que espera en la lucha de clases, si no se ocupa, sobre la base del conocimiento del marxismo, de elaborar la teoría propia, los métodos propios, el camino propio que sigue la revolución de acuerdo con las características nacionales (Revueltas 1985b: 85).
A lo que agrega como rúbrica —siempre en este escrito juvenil— un par de observaciones más: la primera, relativa al hecho de que el proletariado no actúa sólo, sino con el concurso de otras clases de las que no puede ignorar sus condiciones de existencia y lucha, lo que requiere del conocimiento de las relaciones recíprocas del conjunto de las clases de una nación en un momento y circunstancia determinadas; un conocimiento que nuestro autor concibe “menos teórico que fundado en la experiencia de la vida política”; y la segunda, de importancia crucial, en la que reconoce la excepcionalidad de las relaciones y las luchas de clases en México como motivo más que suficiente para tratar de aplicar a su conocimiento una “teoría propia” y “métodos propios”.
Porque las clases sociales no son categorías etéreas sino entidades que ocupan lugares determinados y puntuales en los procesos productivos, es preciso observar, en cada etapa discernible del desarrollo nacional, cómo se constituyen en sí mismas y cómo se constituyen y actúan en conjunto; sobre todo porque en el caso de México las clases son “impuras” y no participan de sus propias características, sino de las de otras clases (Revueltas 1985b: 85).
Así, en un recuento provisional encontramos ya en el primer Revueltas la afirmación enfática de que, en efecto, la lucha de clases es “el motor de la historia”; pero, asimismo, que las clases están formadas por hombres y mujeres concretos y que es lo humano lo que representa lo definitorio en toda consideración histórica; esto es: que lo subjetivo humano de la ecuación materialista-histórica posee tanta o más realidad significativa que lo objetivo material; determinante sin duda, pero en sí mismo inerte. De modo que no sólo conserva siempre al hombre y sus actos como elemento eminente de su teoría de la historia, sino considera asimismo que la relación hombre-circunstancia no implica un polo determinante y otro determinado, como en el materialismo dogmático, sino una “reciprocidad” dialéctica:
De esta manera, cuando se habla de la existencia del mexicano (que no es sino una forma de la existencia del hombre en general), no podemos concebir que ésta se produzca y suceda fuera de la praxis, es decir, fuera de la reciprocidad de relaciones que el sujeto establece necesaria y forzosamente con sus circunstancias. A mayor abundamiento, las relaciones de reciprocidad entre el sujeto y sus circunstancias no se expresan jamás de un modo pasivo, antes sujeto y circunstancias aparecen en continuo movimiento, condicionándose mutuamente sin cesar, de tal suerte que la subversión de las circunstancias por parte del sujeto se resuelve a su vez, dialécticamente, en una autosubversión del sujeto mismo (Revueltas 1985f: 42).
A todo esto cabría agregar que tal reciprocidad no es marginal, sino lo es en términos estructurales, es decir, se trata de una reciprocidad dialéctica porque sujeto y objeto no existen en sí mismos, sino como términos de una relación activa y continua: “El hombre aparece dentro de la praxis en su condición real e integra, en su movimiento y devenir continuos, no como un resultado pasivo de la naturaleza inconsciente y ciega, ni como una suma de reflejo condicionados, sino como un elemento práctico-crítico, es decir, revolucionario” (Revueltas 1985f: 43). Porque lo subjetivo no es algo abstracto; lo sería si se conserva en la condición de lo indeterminadamente “humano” (“son los hombres los que hacen su propia historia”), lo que obliga a Revueltas, por una parte, a conservar la mediación, que prescribe la dialéctica, entre lo universal y lo particular, lo relativo y lo absoluto, pero, por otra, a dar un paso más hacia lo específico y concreto.
Esta praxis subversiva, que parece situar al hombre como un ser relativo y cambiante, presupone la existencia de un hombre objetivamente absoluto, cuya existencia objetiva es absoluta. La historia y las sociedades humanas nos han dado el hombre del Renacimiento, el hombre de la Edad Media, al hombre burgués, al hombre feudal, al hombre proletario, del mismo modo que comunidades más específicas nos han dado al hombre alemán, al hombre francés, al hombre mexicano. Pero si se toma al hombre en conjunto, prescindiendo de la relatividad a que lo condicionan historia y sociedades mutables, queda una constante absoluta, que es el hombre mismo como verdad objetiva (Revueltas 1985f: 43).
Es preciso destacar el hecho —en el que no podemos ahora detenernos— de que la insistencia revueltiana en un “hombre absoluto” no contradice su perspectiva dialéctica en tanto introduce una sutileza filosófica que responde a la necesidad de, por una parte, rebasar el plano de la esencia de lo humano y de todas las esencias de talante metafísico y, por otra, de recuperar la radicalidad que se presume en los conceptos; es decir: aquí Revueltas reproduce —probablemente sin tener una clara conciencia de ello— el dramatismo del avatar hegeliano que marca el paso de la doctrina de la esencia a la doctrina del concepto apelando a la existencia de un hombre objetivamente absoluto. Con esto, a pesar del resabio metafísico que conserva la expresión “absoluto”, si la entendemos como la articulación dialéctica de existencia y concepto, más bien apela a un concepto comprensivo de lo humano a través del énfasis en la existencia objetiva de hombres y mujeres concretos que, por el hecho de ser alemanes o franceses, no dejan de ser hombres y mujeres históricos; rebasando el plano abstracto de una esencia humana lógicamente universal pero objetivamente inexistente.
En el caso de la historia, esa mediación entre el “hombre absoluto” y el hombre real se verifica en dos planos histórico-concretos ceñidamente articulados: las clases sociales y lo que nuestro autor llama las “nacionalidades”. Es decir: en la historia real, el hombre solamente existe en cuanto sujeto singular que pertenece y despliega su praxis en el seno de una clase social y/o de una nacionalidad. Por ello la insistencia de Revueltas en hablar de alemanes o franceses y burgueses o proletarios, lo que tampoco excluye su proyección frente a un horizonte histórico y civilizatorio más amplio: el Renacimiento, la Edad Media, el Capitalismo. Se trata, siempre, de hombres y mujeres situados, como se suele decir ahora, que en el caso del materialismo histórico que propone Revueltas especifican su situación y su existencia a través de aquellas tres figuras: la clase, la nación y el horizonte civilizatorio al que pertenecen.
Ya señalamos que, en el caso de México, las clases jamás aparecen definidas con la suficiencia y la claridad debidas, de modo que, para historiar sus luchas, a Revueltas le va a ser preciso apelar a la nación y, aún más, a la caracterización y especificación no sólo de la varias nacionalidades que en el pasado confluyeron y aún confluyen en nuestro país, sino de las peculiaridades que presentan a lo largo de su desarrollo histórico y presunta consolidación bajo el esquema del estado-nación contemporáneo. A ese respecto, existen diversos pasajes en las obras del período que reseñamos en los que paulatinamente el autor de Los errores va construyendo una versión más o menos estable de lo que entiende por contexto y sujeto históricos; tentativas que dan cuenta de una incesante búsqueda y no de un prematuro hallazgo. Empero, para no perdernos en los laberintos de este proceso de conceptualización, a partir de aquí es necesario fijar nuestra indagación en unos cuantos nudos problemáticos cuyo asunto da cuenta de sus preocupaciones del momento y de la manera en la que pretende resolverlas; lo que puede resultar un poco esquemático, en tanto ensayo de respuesta a una problemática cuyo tratamiento teórico es, para efectos prácticos, inédita, o, en su caso, una tarea incompleta o por hacer.
En principio, para Revueltas el concepto de clase social no representa un problema de orden teórico, mientras se ciñe a lo que al respecto afirma la tradición marxista-leninista: una clase social se constituye a partir de un grupo de personas que se diferencian de otros grupos por el lugar que ocupan en un sistema de producción social históricamente determinado, por sus relaciones con los medios de producción, por su función en la organización social y técnica del trabajo y por la magnitud y la forma en la que participan, poseen y consumen la proporción de la riqueza que en función de su lugar social les corresponde (Bartra: 42). Para efectos de ordenamiento histórico-político, aquella tradición ha subrayado que dichas diferencias y relaciones se han verificado inevitablemente en términos de división, enfrentamiento y luchas que oponen universalmente a opresores y oprimidos a través de su especificación histórica: hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores y siervos, burgueses y proletarios. Finalmente, las expresiones concretas que adquieren en el seno de esos sistemas de producción históricamente determinados, en los que progresivamente se desenvuelve el devenir histórico de la humanidad, son reconocibles con los nombres de sociedad antigua, esclavista, feudal y capitalista, para concluir con un dictum del marxismo clásico: la lucha de clases es el motor de la historia; hasta aquí el esquema. Sin embargo, los problemas se suscitan en cuanto se pretende aplicar dicho instrumento al estudio e interpretación de formaciones sociales que no representan, o representan mal, los pormenores y características de unos y otros; esto es, de aquellos sistemas de producción y de sus clases representativas que no son en sentido estricto esclavistas, feudales o capitalistas. La solución, por darle un nombre a la operación teórica que habitualmente se efectúa ante la presencia de aquellas inadecuaciones, consiste regularmente en hacer caso omiso de las especificidades y aplicar el esquema tal cual; o bien, en la menos mala de las soluciones, en tratar de adaptarlo a alguna circunstancia histórica específica. Pero Revueltas no apuesta a ninguna adaptación, tal y como lo hicieron algunos contemporáneos suyos.16
Aunque es innegable el hecho de que entre 1938 y 1950 su crítica al paradigma materialista histórico está en ciernes, para el pensador comunista es muy claro, como ya lo advertimos, que no es posible aplicar a México el materialismo histórico o el principio de la lucha de clases sin más, porque desde 1938 ya ha señalado que el proletariado no puede arribar a los frutos que espera en la lucha de clases si no se ocupa, sobre la base del conocimiento del marxismo, de elaborar su teoría propia; principalmente porque en el caso de nuestro país las clases son “impuras” y no participan de sus características formales, e incluso, ocasionalmente, asumen las de las de otras clases. Con base en esas consideraciones críticas Revueltas va a construir una postura propia, al tiempo que desarrolla una rara habilidad para percibir y precaverse de deslices mecanicistas o dogmáticos. Este obligado tour de force se efectúa en la confluencia conceptual formal entre clase y nación; confluencia que en el esquema no tiene nada de problemático porque ya los clásicos del marxismo han advertido que la lucha de clases de verifica, en principio, en el marco de los estados nacionales. Pero éstos hablan desde su situación y, en ésta, existe una coincidencia, si no plena, por lo menos tendencial entre los conceptos y las realidades que pretenden explicar; ni más ni menos porque aquellas son “la cosa misma” que atrapan sus conceptos. Pero aplicados a otras realidades no europeas las coincidencias son menores o están prácticamente ausentes, lo que impone improvisar a quienes se hacen cargo de ellas y a buscar alternativas capaces de conservar el sentido lógico y epistemológico del concepto frente una manifestación objetiva e históricamente distinta (Castañeda: 240-248). Revueltas, frente al relativo fracaso que a ese respecto ilustran los trabajos de Teja Zabre o Ramos Pedrueza, nos ofrece una alternativa original, aunque inevitablemente vacilante e imprecisa, que ilustra con el análisis de la Independencia. Sin embargo, como recurso teórico frente a la condición elusiva e indecidible de las clases que participan en la lucha, sobre todo del lado insurgente, nuestro autor da un paso al lado de la caracterización materialista histórica ortodoxa e introduce una categoría explicativa de origen racial, pero con innegable talante materialista: el mestizo. De esta operación lo que resulta es una arriesgada pero eficaz identificación del mestizo con una “clase” que en principio no lo es, ni puede serlo, pero que actúa como tal al presentarse a la lucha insurgente como el núcleo social-cultural que aglutina y representa los intereses generales del “pueblo” o, todavía mejor, de la nación mexicana:
La diferencia era de objetivos. Mientras los criollos deseaban un régimen de garantías para la propiedad que ellos representaban, el pueblo, o sean los pequeños propietarios, el clero inferior y oprimido, los indígenas, los jornaleros, querían una independencia que representara la devolución de la tierra a sus legítimos dueños, una vida mejor y más humana: querían una independencia que no se redujera simplemente al proceso político, sino que se inspirara en una real transformación económica (Revueltas 1985b: 73).
Esto es así porque en el régimen colonial los “pequeños propietarios, el clero inferior y oprimido, los jornaleros…” se identifican mayoritariamente con el mismo grupo social-cultural que ya desde el siglo XVII se había destacado del conjunto por su creciente número, por el carácter de sus ocupaciones económicas, por su cultura nacionalista y por su condición de sector socialmente oprimido y económicamente dominado: los mestizos (Revueltas 1985e: 31-32). Sin embargo, este dispositivo sólo es eficaz bajo la condición de que entendamos que la capacidad de convocatoria y liderazgo popular que conservan los mestizos a lo largo de la lucha insurgente —en cuanto el liderazgo criollo de Hidalgo y su grupo original es vencido y finalmente marginado— reposa en algo que en la argumentación es esencial: la conciencia nacional, el sentimiento que conserva cada uno de sus miembros de pertenecer a una y la misma nación y que se expresa de manera ejemplar en el documento fundacional de nuestra verdadera independencia: los Sentimientos de la Nación postulados por el mestizo José María Morelos en 1813: “…cuando las masas de indígenas, peones, jornaleros y campesinos se lanzaron a la lucha armada siguiendo a Morelos, la palabra independencia no significaba para ellos otra cosa que la tierra y el derecho a disfrutar libremente de sus productos” (Revueltas: 1985a: 75).
No se trata, empero, de un simple empalme o una yuxtaposición entre algunos elementos concurrentes que definen lo mestizo; como pueden serlo la condición racial, la marginación social y cultural y la pobreza material, sino de aquello que en nuestro tiempo se suele llamar una verdadera imagen dialéctica;17 porque para Revueltas el mestizo y el mestizaje representan, en un solo haz, no solamente los tres aspectos materiales mencionados en su definición de clase, sino la conciencia que deriva de su articulación y que de hecho no sólo conserva y sintetiza aquellas y otras muchas determinaciones, sino se supera en una figura más alta y más concreta: el mexicano. Para decirlo en términos más llanos: lo que Revueltas hace con el fin de superar las limitaciones teóricas del concepto de clase es construir y proponernos dos pares ceñidamente articulados de conceptos emergentes: mestizo y mestizaje, nación y nacionalidad, para explicarnos de qué manera la “astucia” de la razón histórica (la ley de la historia) es capaz de resolver, con recursos provenientes de la subjetividad, lo que en el plano de la objetividad histórica no se ha ni completado ni resuelto en lo que debería ser su concreción definitiva. No se trata, así, de simplemente asociar la raza con la clase, sino de darle a esta última una connotación que el materialismo histórico descuida y que el marxismo-leninismo desconoce.18
III
La caracterización materialista de las luchas de clases en los períodos colonial e independiente de la historia mexicana —al fin y al cabo encuadrada en el despliegue de una versión ciertamente disminuida y enrarecida de la modernidad capitalista y, por ello mismo, susceptible aun de un análisis montado en la conceptualización habitual del materialismo histórico— contrasta ostensiblemente con las muy escasas posibilidades de aplicación que presenta el período indígena de nuestra historia; no tanto en su fase terminal, el Señorío Mexica —en el que Revueltas reconoce una formación económico-social aproximada al régimen feudal—, sino a las fases formativas y tempranas del horizonte civilizatorio que años más tarde llamaremos Mesoamérica. A este respecto, el trabajo histórico-filosófico Caminos de la nacionalidad es ejemplar. Escrito en 1945, cuando ya nuestro autor ha ensayado la mayoría de los recursos teóricos que completan y eventualmente corrigen las limitaciones del materialismo histórico cuando se aplica a la historia mexicana, en este ensayo Revueltas propone, aunque todavía no lo desarrolla ni lo afina, el par categorial que ya ha manejado en su historización de la Independencia: mestizo y mestizaje, nación y nacionalidad: aunque ahora se detiene en el carácter y el sentido que para la reconstrucción histórica de nuestro pasado conservan la nacionalidad y las formas de conciencia que derivan de ella. El punto de partida es la forma en la que se define habitualmente la nación, a saber: el conjunto de habitantes de un país regido por el mismo gobierno, que conservan el mismo origen étnico, hablan el mismo idioma y tienen una tradición común; complementando la idea con el sentido de la voz “nacionalidad”, que se define en los diccionarios como “condición y carácter peculiar de los pueblos e individuos de una nación”; definiciones que Revueltas considera vagas e imprecisas y fustiga porque en el fondo contradicen la realidad histórica, por lo que, para enfrentarlas, adopta la definición de la sociología moderna: “Nación: una comunidad estable de hombres que participa de un mismo territorio, que tiene un lazo económico común creado por la división del trabajo entre sus diferentes núcleos integrantes, que habla el mismo idioma y que está unida por una misma cultura o carácter psicológico nacional” (Revueltas 1985e: 20-21). Bajo esta visión, el conjunto del pasado indígena presenta circunstancias en las que las voces nación y nacionalidad se aplican a un extenso y diversificado mosaico de lo que Revueltas va a llamar “naciones para sí mismas”; pero no al absoluto posible de una nacionalidad cuando ésta corresponde plenamente al cuadro articulado de un estado-nación propiamente dicho.
El desarrollo conceptual más completo de las nociones que ahora nos ocupan: nación, nacionalidad, a la que más adelante Revueltas suma las voces mestizo y mestizaje, es el asunto principal de la conferencia “Posibilidades y limitaciones del mexicano”, de 1950. En ese trabajo Revueltas aborda los aspectos tanto teóricos como históricos que definen las similitudes y diferencias entre una nación “para sí misma” y la nación como su “absoluto posible”, la que nuestro autor concibe como una nacionalidad. Se trata de una argumentación de orden histórico-epistemológico de corte hegeliano-marxista cuyo abordaje y explicación merecerían, dada su complejidad, un trabajo específico. Sin embargo, en favor de nuestra exposición y de manera provisional, es posible definir la nación “para sí misma” como un grupo social, propiamente un “pueblo”, que conserva todas las características formales de una nación en sentido estricto, pero que todavía no define su estatuto frente, y eventualmente en contra, de otras naciones o pueblos con los que comparte algunas características, relaciones y espacios vitales. Por otra parte, una nación llega a ser su absoluto posible cuando un pueblo, que ya se (re)presenta nacionalmente porque ha cobrado plena conciencia de su especificidad y diferencia, impone, reordena y reconfigura el espectro de las naciones para sí mismas con las que hasta ahora había convivido o rivalizado bajo una sola figura político-estatal: por ejemplo, Francia y la nacionalidad francesa, que involucra a occitanos, provenzales o bretones; España y la nacionalidad española que a su vez involucra a catalanes, vascos o gallegos. Como puede verse, lo absoluto posible se representa como la realización histórica de una idea y una praxis político-estatal que articula, con menor o mayor violencia, lo universal y lo particular: lo universal-mexicano, por ejemplo, con lo singular-maya.
La sociedad prehispánica del Anáhuac, si bien constituía un estado homogéneo, no era una nacionalidad. Los núcleos que integraban el imperio estaban vinculados entre sí por un territorio común y lazos económicos comunes, pero no tenían el mismo idioma ni la misma cultura. De ahí que el origen nacional del mexicano no pueda situarse en la sociedad prehispánica del Anáhuac, porque esta sociedad no reunía las condiciones para constituirse en una nacionalidad homogénea y estable (Revueltas 1985f: 46-47).
De esta determinante histórica resulta que la única posibilidad que lo “nacional mexicano” como tal encuentra para realizarse es a través de los oscuros y opresivos episodios de la conquista y del dilatado interregno colonial; lo que no configura una paradoja, sino un proceso histórico que sólo es explicable bajo una consideración de orden dialéctico.
La conquista encontró en el Anáhuac no una nacionalidad ya hecha, sino diversas nacionalidades perfectamente establecidas y delimitadas. Los aztecas, por su parte, los tlaxcaltecas, los tarascos, los mixteco-zapotecas y los mayas, cada quien constituía una nacionalidad específica, es decir, una comunidad estable de hombres, con comunidad de territorios, comunidad de idiomas, comunidad de vínculos económicos y comunidad de cultura (Revueltas 1985e: 29-30).
Frente a este mosaico nacional-cultural, lo que en términos históricos desencadena la conquista es lo que hasta entonces no había sucedido dada la conservación secular de las nacionalidades en sí mismas realmente existentes, aunque eso mismo estaba en posibilidades de suceder: la fusión de esas nacionalidades en una sola.
La conquista, de esta manera, realizó de un golpe, sí, la formación de una nueva nacionalidad; pero no la nacionalidad hispano-mexicana que se pretende, sino una nacionalidad que ya estaba en proceso de formación antes de la llegada de los españoles: la nacionalidad indígena única y homogénea que indefectiblemente iba a crear, a su tiempo, el imperio azteca y que, paradójicamente, la conquista forjó mediante la violencia y el despojo, relegándola a la categoría de nacionalidad oprimida. La nacionalidad indígena de los tiempos del conquistador —nacionalidad origen y base de la actual nacionalidad mexicana— nació bajo la opresión, bajo el tormento y la desgracia, “bajo el principio del verdadero Dios”, principio de la miseria, el tributo y la esclavitud (Revueltas 1985e: 32).
Del sentido que es posible recuperar de los fragmentos anteriores es preciso destacar por lo menos dos consideraciones importantes. La primera atañe a la afirmación de que la nacionalidad indígena surgida de la violenta homogenización social-cultural que imponen los conquistadores es, para el Revueltas de esos años, el “origen y base de la actual nacionalidad mexicana”. El segundo: que el hecho de haber nacido “de la opresión, el tormento y la desgracia” ha impuesto a los pueblos indígenas hasta nuestros días un régimen no sólo de despojo continuo, sino de marginación y negación cultural; lo que a su vez ha provocado que ese origen, cuando no es negado expeditivamente, se recupere en términos de pintoresquismo o de folklor. A lo que el pensador comunista responde —como si adivinara lo que en nuestros días renueva la presencia de nuestros “indios insurrectos”—, con una enérgica proclama reivindicativa.
¿Están llamados a desaparecer? ¿Todo lo que ellos significan, su fuerza espiritual, sus meditaciones, su instinto de revelación, está llamado a desaparecer? Ellos son los que constituyen la base de México, sin embargo; el río subterráneo que corre por debajo de la superficie del país; el substratum improrrogable de la patria. Su resurrección —ese anhelo porfiado que los indios alimentan desde que sobrevino el año aciago y lóbrego del Ce Acatl, el hispano 1519 que barrió con sus templos, los dioses y las propiedades— será el advenimiento de la verdadera y definitiva nacionalidad mexicana (Revueltas 1985e: 20).
Es necesario no dejar pasar una consideración de orden histórico-subjetivo que Revueltas no hace enfática pero que constituye uno de los elementos estructurales de la argumentación que requiere la forja de una nacionalidad en términos de “tiempo largo”: el sujeto nacional que surge de la conquista es el “indígena oprimido”; el que produce la revolución de independencia y como su consecuencia inevitable la fundación del estado nacional mexicano es el “mestizo insurrecto”. No hay aquí dos sujetos, sino la transformación dialéctica, la superación de la opresión indígena por la vía de la insurrección mestiza. Aquellos permanecen como el “substratum improrrogable de la patria”, éstos, como el factótum de la “verdadera y definitiva nacionalidad mexicana”.
IV
Es probable que el simple intento de extraer conclusiones a partir de las tentativas realizadas a lo largo de este escrito sea juzgado como un desplante temerario, ya que la riqueza y la complejidad de los trabajos analizados exige un esfuerzo que hasta el día de hoy no ha sido llevado a cabo; o que lo ha sido de manera siempre subordinada o marginal al análisis de la producción literaria del autor comunista: un baremo con el que siempre se ha querido medir su obra aun cuando la condición de “artísticos” que caracteriza a todos sus escritos, incluidos los más mundanos y prosaicos, como pueden serlo sus textos políticos, exige el tratamiento de una totalidad significativa. Sin embargo, lo que se ha pretendido mostrar posiblemente se ha mostrado: que en sus textos de juventud referidos a la historia de México, José Revueltas emprende y despliega una operación intelectual sumamente arriesgada y compleja en la que encontramos una crítica tenaz y constructiva al materialismo histórico en sus versiones clásica y dogmática; que el desarrollo ciertamente vacilante e incompleto de conceptos y categorías que desde siempre han figurado en el núcleo la tradición marxista son objeto de desplazamientos semánticos y de variantes discursivas necesarias y oportunas, lo que representa una aportación sugerente y original de Revueltas al pensamiento crítico en México. Finalmente, que después de más de setenta años, algunas de sus ideas no han perdido ni actualidad ni pertinencia, dado que los intensos debates que se desarrollan actualmente sobre el tipo de país que merecemos —y que han terminado por ocupar por completo el espectro de nuestra conversación— están anclados en una larga tradición de pensamiento crítico y configuran el núcleo del contenido de la agenda nacional: lo que deseamos ser, y lo que somos (ver Pacheco).