Introducción
En este texto elaboraré, partiendo del artículo de Natalia Talavera, “Experiencias contemporáneas de la crueldad. La matanza de Acteal: testimonio, trauma y duelo” (en prensa), la relación problemática entre la especificidad de la experiencia de la masacre del 22 de diciembre de 1997 y las reiteraciones históricas de la violencia hacia los cuerpos de las mujeres, de las y los indígenas, de las y los disidentes sociales y políticos, y otras figuras del “otro”, como su condición de posibilidad.
Partimos del texto de Talavera, porque en él se insiste en la necesidad de atender a los testimonios de las y los sobrevivientes de Acteal2 para defender las fuerzas de transmisión de la experiencia individual y colectiva y de sus memorias, así como las fuerzas de resistencia y de reparación de la palabra testimonial. Insiste también en la necesidad de atender a la demanda de escucha de las sobrevivientes. Así lo formula una de ellas: Guadalupe Vázquez Luna, hoy parte del Concejo Indígena de Gobierno:
Es muy necesario recordar, porque si no lo recordamos nosotros, quién lo va a hacer. No es fácil, pero también es muy grande el dolor y el descontento que tenemos por todo lo que ha sucedido y porque no hay justicia y nos están obligando a olvidar lo inolvidable. Para mí es muy complicado vivir y recordar, pero queremos hacerlo más grande y hacer que todo el mundo sepa, porque los mártires se merecen no estar en el olvido (Muñoz 2022: s. p.).
En relación con aquella insistencia y esta demanda, y desde el trabajo crítico que hemos propuesto en nuestro grupo de investigación, asumimos al menos dos deberes. Uno es el deber político de dar lugar en la memoria y en el pensamiento crítico decolonial y anticapitalista no sólo a esta masacre, sino al exterminio continuado de los pueblos indígenas —y la sobredeterminación3 de la violencia sobre los cuerpos y las subjetividades de las mujeres—, en que se inscribe y que no termina.4 Otro, es el deber de dar lugar a sus formas de resistencia en las memorias de las luchas, en la historia de los feminismos y en el pensamiento crítico contemporáneo, que tiene mucho que aprender de sus prácticas de organización colectiva o comunitaria, actualizadas constantemente por ellas y ellos a lo largo de siglos de historia de dominación colonial.5 Este texto, como el de Natalia Talavera, “se suma a la construcción de una memoria colectiva de las luchas que declara con insistencia que una matanza como la de Acteal no debe repetirse nunca más” (Talavera: s.p.) y a las demandas de las mujeres tzotziles y de otras mujeres —y disidencias— que siguen luchando para detener hoy las violencias, en nombre de las memorias de las y los asesinados, del derecho de los y las sobrevivientes a no seguir siendo violentados y violentadas, y de un mejor porvenir para las infancias y para los y las que aún no han llegado.
Violencia sobre los cuerpos y memoria
De acuerdo con la Organización Civil Las Abejas de Acteal6 (Las abejas de Acteal, s.f., s.p.), a la cual pertenecían las víctimas de la masacre, el 22 de diciembre de 1997 fueron asesinadas por un grupo paramilitar en Acteal, municipio de San Pedro Chenalhó, Chiapas, 18 mujeres adultas, cuatro de ellas con embarazos hasta de 7 meses de gestación; 7 hombres adultos; 16 mujeres menores de edad, entre los 8 meses y los 17 años de edad; 4 niños entre los 2 y 15 años de edad. Hubo además 26 lesionados y 326 personas desplazadas que presenciaron la Masacre. Las personas atacadas se encontraban refugiadas en la comunidad de Acteal debido al continuo hostigamiento de grupos paramilitares que quemaban sus casas y cultivos y robaban sus pertenencias. Estaban completamente desarmadas, realizando una jornada de ayuno y oración en la capilla de la comunidad de Acteal para pedir por la paz en la región. El ataque fue perpetrado por alrededor de 90 personas, según refieren testigos oculares. El hecho de que un puesto de operaciones mixtas (fuerza militar, judicial y de seguridad pública) se encontrara asentado a 200 metros ha servido para justificar las opiniones que apuntan hacia una responsabilidad directa del Estado mexicano.
El testimonio de una niña sobreviviente de la masacre, publicado por la antropóloga Rosalva Aída Hernández apenas un año después, en el libro colectivo La otra palabra. Mujeres y violencia en Chiapas antes y después de Acteal, condensa la experiencia de la masacre, y describe explícitamente algunas de las tecnologías de extrema violencia y crueldad contra los cuerpos de las mujeres que la caracterizaron:
Desde su lugar Micaela los vio, reconoció al Diego, al Antonio, al Pedro, “eran muchos, más de cincuenta, había de Los Chorros, Pequichiquil, de la Esperanza, también de Acteal había, venían vestidos de negro, con pasamontañas, son meros meros paramilitares; los otros, más dirigentes, estaban vestidos como militares…”, diría después en su testimonio ante Derechos humanos. Vio cómo mataban al catequista y por la espalda baleaban a mujeres y niños. Cuando se fueron los hombres Micaela se fue a esconder a la orilla del arroyo. Ahí vio cómo regresaron con machetes en la mano; “eran los mismos y también eran otros; hacían bulla, se reían, hablaban entre ellos, “hay que acabar con la semilla”, decían. Desvistieron a las mujeres muertas y les cortaron los pechos, a una le metieron un palo entre las piernas y a las embarazadas les abrieron el vientre y sacaron a sus hijitos y juguetearon con ellos, los aventaban de machete a machete. Después se fueron (Hernández: 31).
Me interesa subrayar aquí que la violencia ejercida sobre estos cuerpos de mujeres, dirigida hacia su sexualidad y su maternidad, se llevó a cabo como un juego cruel y sobre todo como espectáculo, por la gran cantidad de testigos y por el exceso de violencia y crueldad (me refiero con esto al tratamiento de los cuerpos de las mujeres, niñas y niños después de haber sido asesinadas). Como sostiene Mercedes Ülivera (Hernández: 119), se trató de un anuncio —o amenaza— de aniquilamiento total dirigido a los pueblos indígenas que han apoyado al zapatismo y sobre todo a las mujeres indígenas con participación política. La premisa de “acabar con la semilla” fue la de destruir al “otro” desde la posibilidad misma de su existencia, aunque quede sujeto a interpretación cuál es este “otro” que hay que exterminar. Sobre esto volveré más adelante.
A propósito del testimonio, Talavera sostiene, siguiendo a W. Benjamin, que se acerca a lo que él llamó “narración”: una práctica lingüística que se distingue de la mera información porque permite el intercambio de experiencias (Benjamin: 119), tanto como su reproducción para la memoria colectiva: “La información cobra su recompensa exclusivamente en el instante en que es nueva. Sólo vive en ese instante, debe entregarse totalmente a él y en él manifestarse. No así la narración pues no se agota. Mantiene sus fuerzas acumuladas, y es capaz de desplegarse pasado mucho tiempo” (Benjamin: 117-118). En efecto, creo que el testimonio posee la fuerza de hacer comunicable la experiencia y que esta fuerza no se agota con el tiempo. Con “comunicable” me refiero no a la mera transmisión de contenidos o datos que sería lo propio de la información, sino a la posibilidad de imaginar, incorporar, hacer común en el sentido de colectivizar la experiencia, con todo y las afecciones que esto comporta, que incluyen la posibilidad de reiterar el horror. Este testimonio en particular comunica la experiencia colectiva de la violencia extrema y sus marcas específicas sobre los cuerpos y sobre las subjetividades de las mujeres. El fragmento es, además, una narración inscrita en otra. Se trata de una crónica elaborada por R. Aída Hernández que, precisamente frente a la información difundida por el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de Las Casas y por los análisis de distintos medios de prensa, busca reconstruir la experiencia de las mujeres, cuyas voces y sentires se pierden “en medio de cifras, cronologías y análisis políticos” (Hernández: 15-16). Hernández dice que esa crónica es un ensayo “que no pretende reproducir fielmente los testimonios de las mujeres de Acteal; sin embargo, todos los hechos que en ella se narran son verídicos” (15). Se trata de colectivizar la experiencia de las mujeres y defender su verdad. Y es necesario seguirla defendiendo porque el testimonio, como cualquier otro discurso, siempre está sujeto a apropiaciones autoritarias, descalificaciones, desconocimientos, que son formas de reinscripción de la violencia. El testimonio de Micaela fue objeto del autoritarismo del Estado mexicano que perpetró la masacre mediante la conformación de grupos paramilitares e inventó una versión oficial que la presentó como el efecto de “conflictos intercomunitarios”; y posteriormente fue sujeta al autoritarismo de cierta historiografía que, en la pluma de Héctor Aguilar Camín, recuperó aquella versión del Estado para sostener que los testimonios mentían y que las vejaciones sobre los cuerpos eran imaginarias.7 En ambos casos lo que se puso en cuestión fue precisamente que la violencia extrema, descrita a detalle, hubiera tenido lugar. Además, en ambos casos se descalificó la palabra de las mujeres que rindieron testimonio y de las que decidieron escucharlas y acompañarlas. Para dar lugar en la memoria a la masacre es, pues, necesario seguir defendiendo la palabra de las sobrevivientes. Es necesario seguirla escuchando e incorporarla a la experiencia colectiva. Me refiero a una modalidad de la escucha como la que practica Hernández, que resiste a las formas autoritarias de apropiación de la palabra que forman parte de las políticas criminales racistas y machistas estatales, pero también de las disciplinares o institucionales. Una escucha respetuosa de la alteridad8 de la otra palabra.
Sobredeterminación de la violencia
Ahora bien, para tratar de explicar la violencia sobre estos cuerpos quiero referirme a otro de los ensayos compilados en La otra palabra… “Encuentros y enfrentamientos de los tzotziles pedranos con el Estado mexicano. Una perspectiva histórico-antropológica para entender la violencia en Chenalhó”. Aquí, Anna María Garza y R. Aída Hernández sostienen:
La saña con que mujeres y niños fueron asesinados, y el hecho de que varios de los perpetradores fueran identificados por los sobrevivientes como habitantes del municipio, ha dado pie a una serie de explicaciones, que van desde la existencia de “pugnas intrafamiliares” hasta la explicación implícita de que los pueblos indígenas tienden a resolver sus conflictos a través de la violencia (Garza-Hernández: 41).
De acuerdo con ellas, la concepción de los pueblos indígenas como universos autocontenidos, cuyos procesos sociales están marcados por culturas milenarias (y que omite el análisis histórico-político de las relaciones sociales) tiene como efecto la naturalización de la violencia y de la masacre. Esta naturalización se pone en cuestión cuando un cuidadoso examen histórico-político muestra que lo que la versión del Estado presentó como “pugnas intrafamiliares”, apoyándose en la figura del indígena como naturalmente violento, no se puede explicar sin la constante injerencia de los poderes estatales y federales en las dinámicas sociales, incluyendo el ejercicio diferenciado de la violencia, en distintos grados, sobre las mujeres. La existencia de grupos paramilitares tiene como antecedente una larga historia de creación de cacicazgos locales que han respondido a los intereses políticos y económicos del Estado. A esto hay que agregar, en este caso, la estrategia contrainsurgente denominada “guerra de baja intensidad” implementada por el Estado mexicano en contra del EZLN, de las comunidades indígenas simpatizantes y de los proyectos autonómicos indígenas. Pero además, sostienen las autoras, la violencia específica contra los cuerpos de mujeres en Acteal debe entenderse tomando en cuenta otro factor: la participación de las mujeres en política:
Si la perspectiva histórica nos permite desnaturalizar la violencia, la perspectiva de género nos aporta elementos para entender las formas específicas que toma en el actual contexto de guerra. No es casual que hayan sido mayoritariamente mujeres las asesinadas el 22 de diciembre de 1997, ni que la violación sexual sea utilizada constantemente por los grupos paramilitares para sembrar el terror en las comunidades simpatizantes con el ezln. La participación de las mujeres en el ámbito político y su importante papel en la resistencia zapatista han trastocado estructuras de poder comunitario, a la vez que desde distintos espacios han venido a cuestionar el proyecto hegemónico de la nación (41).
En efecto, siguiendo a Garza y Hernández, creo que las formas específicas de la violencia en esta masacre, su magnitud, y la impunidad del crimen, se hacen inteligibles sólo teniendo en cuenta las condiciones histórico-políticas de la violencia de Estado hacia los pueblos y comunidades indígenas en general y específicamente de los pueblos mayas de la región, por una parte, y, por otra, a través de las violencias de género estatales y también sociales y comunitarias. Considero que uno de los factores que determinan estas prácticas de exterminio es la identificación de las víctimas como mujeres (o como cuerpos feminizados), como indígenas y como disidentes políticas, esto último frente a las políticas de Estado pero también frente a las estructuras comunitarias de poder que históricamente excluyeron a las mujeres de la participación política y de resistencia. Esta identificación es uno de los efectos performativos de una particular tecnología de la palabra, la producción de lo que hemos llamado “figuras de la exclusión” (Villegas: 15-26): nombres o sintagmas nominales que proceden dotando, figurativamente, de unidad de sentido a una serie de significados o usos más o menos determinados y también de valoraciones. Producen así una configuración del “otro” y lo colocan en posiciones de sometimiento o subordinación o, en última instancia, producen una configuración de los individuos o grupos como prescindibles o incluso como sujetos de exterminio. Que la identificación de los cuerpos o de los individuos sea un efecto performativo del discurso implica no suponer que hay cuerpos anteriores a, e independientes de, estos procesos de producción de sentido. Por el contrario, implica asumir que el tratamiento específico que se da a los cuerpos (las relaciones no discursivas en que estos están siempre inscritos) está vinculado a la concepción de los cuerpos que se produce históricamente en la lengua, que siempre precede a los individuos. E implica asumir también que estos cuerpos se van conformado en estas relaciones precisamente como cuerpos de mujeres o cuerpos feminizados, como cuerpos de indígenas, etc. Hay, pues, una larga historia de dominación colonial y de género que ha producido y reproducido determinadas corporalidades como prescindibles, como sujetas a las múltiples prácticas violentas y en última instancia como sujetas a exterminio.
Esta historia preparó la masacre. Las víctimas habían sido identificadas, al menos, mediante las figuras que mencioné: como mujeres, como indias o indígenas, como disidentes o guerrilleras, entre otras. La identificación, decía, es un efecto performativo de la palabra, que tiene lugar en distintas regiones discursivas: el discurso de Estado, el policial o militar, el de las disciplinas como la historiografía o la antropología, los discursos científicos, los de los medios de comunicación, los discursos sociales, etc. Me parece que el término “sobredeterminación” puede servir para dar cuenta de la condensación de estos procedimientos de identificación y de las prácticas violentas a las que se asocian. El término fue acuñado en el vocabulario del psicoanálisis y se define como sigue:
Hecho consistente en que una formación del inconsciente (síntoma, sueño, etc.) remite a una pluralidad de factores determinantes. Esto puede ser tomado en dos sentidos bastante diferentes: a) La formación de que se trata es la resultante de varias causas, siendo que una sola no basta para dar cuenta de ella; b) La formación remite a elementos inconscientes múltiples, que pueden organizarse en secuencias significativas diferentes, cada una de las cuales, en un cierto nivel de interpretación, posee su coherencia propia (Laplanche y Pontalis: 411).
El concepto de “sobredeterminación” entonces, empleado para hacer inteligible no una formación del inconsciente, sino la masacre como una singularidad histórica en el sentido de la genealogía foucaultiana (16), con sus características específicas y su magnitud, puede entenderse en el primero de los sentidos acuñados por el psicoanálisis: como el efecto de múltiples elementos determinantes (y no como el efecto de una causa principal o única). Los procesos identitarios de configuración del “otro” y de producción de corporalidades inscritas en relaciones específicas son algunos de estos elementos, aunque no, desde luego, los únicos.9 Las víctimas y sobrevivientes de la masacre de Acteal habían sido producidas, simultáneamente, como el “otro” u “otra” destinada al exterminio en múltiples sentidos, de aquí que los términos “genocidio” o “feminicidio” no alcancen para caracterizar ese acontecimiento.
Es importante subrayar que, aun cuando la masacre de Acteal sea un evento singular, puntual y fechable, sobredeterminado en sus condiciones de posibilidad, marcado por el horror del ensañamiento y de la magnitud del crimen, no quiere decir que las prácticas criminales que tuvieron lugar ese 22 de diciembre de 1997 hayan comenzado y terminado en ese evento. Como decía, la masacre se venía preparando desde 500 años atrás, pues las tecnologías de identificación del otro tanto como las tecnologías de sometimiento, de ejercicio de la violencia, como la reiterativa violación de las mujeres por parte del ejército o los paramilitares, de asesinato con armas específicas, de mutilación de los cuerpos (como el cercenamiento de los senos descrito en el testimonio), se repiten, como toda tecnología, en el tiempo. Proceden iterativamente en sentido derridiano (362-369). La importancia de los procesos de identificación radica en que éstos producen o construyen los cuerpos que siempre están amenazados en mayor medida por las violencias de Estado y sociales, en este caso los de las mujeres indígenas organizadas políticamente. En otros casos los de las mujeres jóvenes, pobres, obreras, de las mujeres negras, de las disidencias sexo-genéricas, de los animales, etc. Para frenar las violencias es necesario detener o alterar estos procesos. Las prácticas de resistencia de las sobrevivientes de Acteal responden a esta necesidad.
Resistencia
En el reportaje “Acteal: tejiendo la memoria” (2022: s.p.), Gloria Muñoz entrevista a las mujeres bordadoras de la Cooperativa Jolob Luch Maya, conformada por las sobrevivientes de Acteal poco después de la masacre, como forma de sustento pero también de organización entre mujeres. Una de ellas, María Vázquez Gómez, afirma “nosotras somos resistencia”. En eso coinciden todas las bordadoras entrevistadas. María Vázquez se refiere, en un momento de la entrevista, a la decisión tomada por ellas y otros integrantes de Las abejas de no haber aceptado el Acuerdo de Solución Amistosa con el gobierno de López Obrador, y consecuentemente de no aceptar el apoyo de los programas asistenciales del Estado, como “sembrando vida”, pensiones para adultos mayores, etc. Estos programas, sostienen, atentan contra la organización colectiva de las mujeres y de las comunidades: “el dinero que reparten para los mayores de edad ha desintegrado a las comunidades del municipio. A nosotros, como sobrevivientes, el gobierno nos quiere desintegrar para que ya no haya más que resolver, por eso muchas compañeras se han desintegrado” (Muñoz 2022: s.p.). La organización colectiva es en este sentido una forma de resistencia en la lucha por la justicia, que espera a que la Corte Internacional de Derechos Humanos rinda el Informe de Fondo sobre el caso de Acteal. Otro efecto lamentable de estos programas asistenciales del gobierno es pactar el silencio, así lo sostiene Olga, otra de las integrantes de la cooperativa “siempre nos van a decir que ya nos dieron y recibimos algo y nos van a querer callar. Por eso preferimos salir adelante solas, así tenemos la fortaleza de hablar y decir, y hay quienes nos escuchan más al ser independientes. Nos sentimos más fortalecidas así con nuestra organización, a pesar del cansancio por toda nuestra labor” (Muñoz 2022: s.p.). La resistencia consiste también en la defensa de la palabra y, como se sabe, de la autonomía.
La defensa de la organización, del “estar juntas” y de la toma de la palabra pública implica, además, otras muchas formas de resistencia:
La defensa del territorio entendido como una forma de vida: un conjunto de relaciones con lo viviente y lo no viviente que lo protegen y lo dignifican, el bordado sintetiza estas relaciones. Explica María: “ahí están las plantas, los gusanos, las abejas y las mariposas en las flores. Nosotras copiamos de la naturaleza. Por eso, si la destruyen, nos destruyen a nosotras” (Muñoz 2022: s.p.).
La defensa del trabajo de las mujeres y del comercio justo, contra el abuso racista. Explica Mariana: “que no abusen las personas al vernos que somos indígenas, que no hablamos bien el español y que no sabemos explicar el proceso y el tiempo que nos llevan hacer nuestro trabajo. Hay gente que quiere que casi se le regale el trabajo. Y no sólo es el trabajo, es también la cultura. Yo pienso que la gente no ve todo lo que hay, la tortuga, el gallo, la flor. Pienso que la gente no está mirando a la Madre Tierra cuando regatea” (Muñoz 2022: s.p.). El trabajo de las mujeres también se defiende al interior de la comunidad. Así lo explica Vicente, esposo de Olga y párroco de la iglesia:
El trabajo de las mujeres es muy importante, porque ya no es como antes, cuando ellas no salían. Ahora están abiertos los ojos y ya saben dónde buscar su trabajo, cómo mantener a su familia con sus artesanías. Se apoyan mucho entre ellas, con sus hijos e hijas, con las que no tienen nada. No a todos los hombres les gusta que la mujer tenga su palabra y que trabaje, no están de acuerdo porque piensan malas cosas y sienten envidia por sus mujeres (Muñoz 2022: s.p.).
Y la defensa de la propia lengua. La resistencia consiste también en no dejarse ser habladas ni nombradas por la lengua de la dominación y de la violencia. No dejarse interpelar por las figuras colonizadoras, de la exclusión, ni tampoco por las figuras de la exclusión machista heredadas en la historia de los pueblos.
El pensamiento crítico contemporáneo, decía al inicio de este ensayo, tiene mucho que aprender de las formas de organización, de resistencia y también del pensamiento de las mujeres indígenas. Condenso estas formas en el “estar juntas” o “caminar juntas”, expresión que retoma Aída Hernández cuando sitúa su trabajo académico y político de resistencia. Se trata de los esfuerzos colectivos de mujeres de distintas procedencias, que de manera responsable y amorosa se enfrentan al reto de caminar juntas, a pesar (sobre, al margen) de sus diferencias políticas, sociales, culturales. Así describe Hernández el colectivo que escribía “La otra palabra” hace ya 25 años:
Asesoras de proyectos productivos, artesanas, promotoras de salud, académicas, integrantes de organizaciones no gubernamentales, que en distintas etapas hemos intentado caminar juntas, nos reunimos una vez más movidas por la indignación y la impotencia que nos produce el asesinato de hombres, mujeres y niños. Este colectivo que en distintos momentos ha intentado impulsar un movimiento amplio de mujeres bajo distintas modalidades: Red de Mujeres por la Paz, Convención Estatal de Mujeres, Asamblea Estatal de Mujeres Chiapanecas, Encuentro de Mujeres por el Diálogo, en la actual coyuntura, a falta de un nombre, ha empezado a considerar la posibilidad de firmar los documentos con un lacónico “las mismas”. Pues fuimos algunas de “las mismas”, y otras más que se han unido al esfuerzo colectivo, las que decidimos hacer varias comisiones de trabajo para tratar de apoyar, desde nuestras capacidades y limitaciones, a las mujeres desplazadas por el accionar de los grupos paramilitares. Parar la violencia se convierte en una prioridad en el presente contexto chiapaneco (Hernández 1998: 11).
Y sigue siendo una prioridad parar la violencia en el contexto chiapaneco tanto como en el contexto nacional y del Sur global. Este texto se suma al esfuerzo de las mujeres que caminan juntas para parar la violencia.