Entre las ideas que alentaron las empresas de exploración y poblamiento del lejano norte novohispano destacaron, en el siglo XVI, imágenes específicas asociadas a los relatos de viajes a través de tierras recién descubiertas, donde se podrían encontrar riquezas y grandes poblaciones, tal como lo consignara Álvar Núñez Cabeza de Vaca en su Relación sobre el destino que habían seguido los últimos sobrevivientes de la malhadada expedición a la Florida al mando de Pánfilo de Narvaez (1528). De igual forma, el testimonio que fray Marcos de Niza diera, poco tiempo después de conocerse estas versiones en la ciudad de México, confirmando los extraordinarios hallazgos de Cabeza de Vaca en el norte lejano -y aumentando estas historias con sus propias recreaciones de fantásticas ciudades, incluso mayores que la ciudad de México- ayudaron a cimentar la necesidad de autoridades y nuevos expedicionarios por avanzar sobre esas fronteras.1
Desde un frente distinto, la expansión misional en Nuevo México viviría hacia la década de 1630 un nuevo impulso gracias a una serie de relatos prodigiosos que alentaron las labores de los franciscanos y estuvieron en la base del renacimiento espiritual novohispano de aquella época. Se trataba de las noticias que hasta la Nueva España habían llegado acerca de los viajes de sor María de Jesús de Ágreda, religiosa franciscana residente en un convento de Burgos, quien hablaba de haber sido transportada por ángeles hasta el norte novohispano y haber predicado entre los indios pueblo, los apaches y los jumanos en sus propias lenguas.2 Visitada en 1630 por fray Alonso de Benavides, uno de los misioneros franciscanos que habían estado en Nuevo México, la madre de Ágreda compartiría también una visión profética acerca de la conversión de multitud de indígenas en el norte de la Nueva España, gracias a la participación de los franciscanos. Estos testimonios, difundidos entre 1630 y 1634 mediante dos reportes dirigidos por Benavides al rey Felipe IV y al papa, respectivamente, cobraron especial significado ya que los franciscanos que habían misionado entre aquellos grupos reportaban que los indios locales les habían hablado de una "dama vestida de azul" que había predicado entre ellos.3 De hecho, según Clark Colahan,
El impacto de estos reportes, los cuales fueron leídos en la corte, traducidos a varios idiomas y responsables de que Felipe IV se reuniera con Sor María, fue reforzado por una carta que [Benavides] dirigió a los misionaros de Nuevo México después de su regreso de España. La carta sintetizaba [...] una larga entrevista oficial que [el fraile] había sostenido con Sor María en Agreda. Así, los relatos de Benavides, más que los de Sor María, son las fuentes directas de la leyenda que, gracias a las enseñanzas franciscanas han sobrevivido en Nuevo México y Texas.4
En el fondo, la Relación sobre las riquezas y los reinos maravillosos del lejano norte, así como las visiones proféticas de la "dama de azul", establecían un importante paralelismo. Para el testigo de aquella época ambos tipos de relatos cobraban vigencia al crear "quimeras, utopías e ilusiones", como ha descrito Umberto Eco;5 en este mismo sentido, en el marco de los "encuentros" entre el lejano norte y los nuevos pobladores que tratan de establecer ahí sus proyectos de dominación del territorio y sus habitantes, hemos de coincidir con las opiniones que sugieren que en este tipo de relatos "los hechos conllevan una dimensión alegórica conscientemente trabajada" al tratar de ajustar la representación de nuevos lugares o contextos al "horizonte de las expectativas y las estructuras de la sensibilidad" de cada época.6 Así, independientemente de su naturaleza o su formato, estos referentes sobre las recompensas que aguardaban al conquistador, al poblador y al misionero en el avance hacia el norte lejano trataban de inscribir los escenarios y los grupos humanos del septentrión novohispano en el terreno de lo familiar y lo anticipable.
Desde esta perspectiva, la creación de relatos que entretejen elementos naturales y relaciones sociales en el norte novohispano llevaba la doble función de organizar un territorio -cuyos alcances escaparon durante siglos a la imaginación de los más avezados cosmógrafos y cartógrafos españoles-, y de incorporar los pobladores de aquellas fronteras a la cristiandad hispana. Como ha apuntado Guy Rozat en su estudio sobre la Historia de los Triumphos de Nuestra Santa Fee (1645) del jesuita Pérez de Ribas, para esa época,
El desierto norteño es un inmenso océano desconocido en el cual, por medio de la escritura, el religioso intenta construir islas donde se establezca y funcione, al amparo de la evangelización, el derecho del imperio español. [...] [Ello impone] al trabajo de la escritura de la Historia una titánica obra de recorte y de ordenación de objetos y gente. [...] [En este contexto,] la vacuidad del espacio norteño se construye como la representación del trabajo diabólico llevado a cabo allí [...,] no debemos extrañarnos de que así sea, porque es factible que por lo menos hasta bien entrado el siglo XVIII, para los occidentales y en particular para estos evangelizadores [...] construir la frontera es marcar de manera fundamental la regresión o el fin de los espacios demoniacos y la victoria de la milicia de Cristo.7
La expansión misional hacia la Pimería alta y sus confines en la confluencia de los ríos Gila y Colorado no fue ajena a estos contextos. Desde la perspectiva de las autoridades novohispanas y de los españoles avecindados en Sonora, la sujeción de estos territorios y sus pobladores era una condición que además de favorecer las comunicaciones con otras provincias, prometía la disminución de las hostilidades de los grupos indígenas que permanecían fuera del dominio español. En circunstancias distintas, jesuitas y franciscanos avanzaron hacia esta frontera durante los siglos XVII y XVIII. Al igual que en los ejemplos de creación de relatos hasta aquí comentados, los misioneros sonorenses construyeron imágenes específicas sobre la Pimería alta como una zona propicia para la labor de los evangelizadores. A pesar de los cambios que este periodo experimentaría en términos de la piedad religiosa, la orientación de la política imperial, o en las reacciones de los pobladores locales, un tema que permaneció arraigado en el discurso misional fue la existencia de una amplia zona que en el discurso de jesuitas y franciscanos cumpliría una función de redención y renovación para nuevos y viejos cristianos. No se trata de comparar aquí las características del trabajo misional de estas órdenes religiosas, sino que interesa explicar un punto de convergencia en ambos proyectos, a saber, la disposición a representar los confines de la Pimería alta como un espacio propicio para la expansión misional. Después de todo, como recuerda Schlögel, "la promesa de un porvenir dichoso sin [representación alguna del] lugar en que debe hacerse realidad no es creible [...], quien quiere pintar visible el futuro no descuida situarlo en algún escenario concreto".8
Con el fin de situar la relación que jesuitas y franciscanos construyeron con la Pimería alta en tanto opción de continuidad para sus proyectos de expansión misional, este trabajo propone entender las representaciones sobre dicho espacio realizadas por el jesuita Eusebio Kino y los franciscanos Juan Domingo de Arricivita y Diego Bringas de Manzaneda, como componentes esenciales de un fenómeno de contemporización que se expresaba tanto en el discurso escrito como en la preparación de mapas. Entiendo que representar un espacio geográfico (sus habitantes, su territorio, los rasgos específicos que un observador trata de destacar en el paisaje) es contemporizar en el sentido de asignar un lugar para el escenario, para los habitantes locales y para nuevos pobladores, dentro de una idea de Historia que ha transcurrido o puede desarrollarse todavía. En el caso que aquí me ocupa, tal temporalidad es la propia del cristianismo (en tanto Historia que implica orígenes, tránsito y futuro de salvación) que llevaba a jesuitas y franciscanos a dotar a los nuevos escenarios de una correspondencia clara con elementos del pasado, como se aprecia en la toponimia seleccionada para las rancherías indígenas, o en la interpretación que se daba al martirio de los compañeros de hábito que habían muerto en aquellas zonas. Representar un espacio geográfico, y cuanto allí acontece, es también contemporizar en el sentido de colocar dicho espacio dentro de un sitio especial con respecto de otros lugares; propongo aquí que la figuración narrativa (la construcción de historias y discursos para fijar la postura de un autor sobre aquellos espacios y sobre las personas que ahí han vivido), junto con la proyección cartográfica, sirvieron a jesuitas y franciscanos para mostrar que la Pimería alta, a diferencia de otros espacios (y al igual que otros escenarios), ofrecía condiciones ideales para apoyar la obra misional en tanto constituía un terreno propicio para la conversión de los gentiles o para morir en defensa de la fe. Como se verá a continuación, una pieza clave en este cruce entre escritura, cartografía e ideales de conquista, se encontraría en el lenguaje de la santidad y el martirio, evocado con matices particulares tanto por jesuitas como por franciscanos para narrar sus experiencias en el noroeste novohispano.
Santidad, martirio, y cristianización del espacio
Otorgar un nombre a una comarca recién
descubierta representaba de hecho el primer
paso hacia la cristianización del espacio geográfico
Chantal Cramaussel, Poblar la frontera9
Cristianizar el espacio geográfico, como sugiere el epígrafe empleado en esta sección, era un complejo proceso que, más allá del uso de un topónimo específico para una localidad, suponía profundas transformaciones en la relación entre sujetos, espacio, historia y religiosidad local. Como ha explicado Peter Brown, a propósito del auge del culto a los santos en la Europa de la baja Edad Media, este proceso de asociación del santo con un nuevo escenario "designaba a individuos difuntos como depositarios de una reverencia libre de impureza, y vinculaba en formas concretas a estas figuras muertas e invisibles con lugares precisos y visibles, y en muchos lugares, a específicos representantes vivos".10
Dotar al espacio geográfico de referentes de santidad -un santo patrono, un santuario, una historia prodigiosa, un sitio asociado a alguna epifanía- constituía un poderoso mecanismo para convocar a propios y extraños alrededor de nuevas formas de mediación con la divinidad.11 En virtud de estos intentos, en el ámbito local se volvía posible reconstituir jerarquías territoriales, revertir nexos de dependencia o establecer nuevos referentes espaciales para organizar el territorio, como lo ha observado Lafaye al afirmar que "el santoral español es inseparable de la geografía [...] ¡cuantos más santos y más antiguos los santos patrones, más preeminente la catedral metropolitana y la ciudad".12
Santidad y martirio formaban parte de una cultura religiosa común que buscaba, en ambos casos, ejemplos de una fructífera vida terrena, recompensada en distintas maneras al final del peregrinaje en el mundo. Ambas expresiones de vidas y muertes memorables eran recordadas por una sociedad que recurría a estas figuras, buscando proyectar sus propios valores al reconstruir y relatar los méritos y virtudes de quienes alcanzaban estas distinciones.13 La figura del santo, en tanto encarnación de la "perfección e integridad de costumbres, conforme a la ley y religión",14 era propuesta por la Iglesia como modelo de peregrinaje en la vida terrena y como particular forma de mediación "para encontrar solución a las innumerables necesidades cotidianas".15 El ejemplo de aquellas personas que, aun sin haber alcanzado el reconocimiento oficial por parte de la Iglesia católica, gozaban de pública "opinión y fama de santidad" era también motivo de celebración de su vida y virtudes. La divulgación de estas historias de santidad no pretendía establecer, como explicara un cronista franciscano, el culto dirigido a una persona -lo cual era expresamente prohibido por el Concilio de Trento y por decretos del papa Urbano VIII-, sino que más bien trataba de destacar "las costumbres y opinión" que rodeaban aquellas vidas.16
El martirio, en cambio, se entendía como la muerte o tormento que se padecía en "testimonio" de la verdad de la fe católica. Desde los tiempos de la Iglesia primitiva, el mártir era visto por el cristiano como "espejo de admiración e imitación ante la adversidad".17 Si las vidas virtuosas de los obispos, religiosas, predicadores o reyes que habían llegado a los altares eran la nota que más destacaba en las historias de santidad, en el caso del mártir eran las circunstancias que rodeaban su muerte el motivo principal de la veneración.
Dentro del mismo contexto que llevaba a la profusión de imágenes religiosas reverenciadas en la Nueva España de los siglos XVII y XVIII -y de la cristiandad en general-, esta asociación de historias, prácticas, lugares y creyentes, era parte de formas de religiosidad en las que "los signos de la presencia divina en el mundo eran aparentes y altamente anticipados", y en las que "las imágenes de Cristo o los santos, especialmente María, eran los puntos focales de esa presencia, en la cual se manifestaba la divinidad".18 Los santuarios, las sedes episcopales, los pequeños templos, los recintos conventuales, algunos parajes asociados a señales prodigiosas, la toponimia de los centros de población, eran elementos que participaban en la configuración de una geografía sacra, lo que a su vez estaba en consonancia con el decreto XXV del Concilio de Trento que recomedaba el uso de las imágenes sagradas, el culto a los santos y mártires, y las visitas a las capillas dedicadas a los santos.19
En la Pimería alta, los referentes de una geografía sacra en formación20 acompañaban el ritmo de la expansión misionera. La presencia de lo sagrado, expresada mediante las fundaciones misionales y la ornamentación de las iglesias respectivas,21 era complementada por referencias al martirio y a los rasgos de santidad que algunos jesuitas y franciscanos asociaron a misioneros que habían muerto en aquellas fronteras. En tales escenarios, martirio y santidad constituían no solamente tradicionales vías de inserción de nuevas historias o lugares dentro de narraciones y geografías más amplias -en este caso las del mundo cristiano occidental-, sino que funcionaban también como categorías que destacaban las trascendentales circunstancias -los proyectos colectivos- en que habían actuado los agentes de dichos procesos de imbricación.
Un buen ejemplo de cómo operaba este cruce entre evocación de una muerte sublime y la consolidación de un proyecto de expansión misional lo proporciona el cronista franciscano Agustín de Vetancurt; aunque dicho autor relataba lo acaecido con los miembros de la provincia del Santo Evangelio en el Nuevo México a fines del siglo XVII, el ejemplo se retoma aquí en tanto que la "memoria succinta" que compilaba el religioso entretejía un sentido cristiano de la Historia con la espacialidad de la frontera norte, los proyectos evangélicos de su provincia franciscana y los méritos del martirio. Al dar testimonio de las virtudes de sus compañeros de hábito, Vetancurt explícitamente buscaba que su provincia, como cabeza de los lugares donde habían muerto dichos religiosos, no se quedara sin las coronas "que le labraron de colores varios los rubíes de los Mártyres, los diamantes cándidos de los confesores, y las esmeraldas de los penitentes".22 El martirio de algunos franciscanos en el contexto de la rebelión de Nuevo México en 1680, y la destrucción de aquellas misiones, constituían asimismo un elocuente motivo para que Vetancurt presentara el regreso de los franciscanos a aquellas misiones en clave bíblica, y como testimonio de la consumación de los ideales apostólicos de su instituto; para ello, trazaba un paralelismo con la persecución de David a manos de Saúl y la pena de muerte que se cernía sobre el primero en caso de volver a Judea:
porque tuvo Saul noticia de que Achimelec favorecía a David envió por él, y por los demás sacerdotes a la ciudad de Nobé, y mandó que les quitasen la vida; por este caso aconsejan a David que no vuelva a Judea, donde se experimentó la crueldad sacrílega de Saúl. Aquí David figuraba a Christo N. Señor a quien aconsejaban sus discípulos que no volviese a Jerusalén; pero David volvió a Judea, obedeciendo al profeta Gad, como Christo volvió obedeciendo [...] a su Eterno Padre [...] [De igual manera,] si el Instituto de la Religión Seráfica es profesar la imitación de Christo, según el Evangelio, nunca mejor ostentan esta imitación los Hijos de N. Seráfico Padre que cuando sin volver temerosos la espalda a los riesgos, vuelven a los mismos conventos, y de obedientes saben volver todo el pecho a los peligros, despreciando la vida temporal, por la salvación espiritual de aquellas almas, buscando la gloria de Dios en la reducción de los que llora Apóstatas.23
Por las mismas fechas en que Vetancurt presentaba a Nuevo México como escenario de salvación, el jesuita Francisco Xavier de Saeta moría en la misión sonorense de Caborca -en abril de 1695-, en el contexto de un alzamiento de indios pimas de las cercanas misiones de Tubutama y Oquitoa.24 Con este motivo, el también jesuita Eusebio Francisco Kino, a la sazón destinado a las conversiones en la Pimería alta, en Sonora, redactaría un largo memorial en el que explicaba a las autoridades de la propia Compañía de Jesús en México, que dicha muerte, gloriosa como era, debía servir para poner mayor atención en aquellas provincias y enviar más misioneros para consolidar la obra iniciada. En ese sentido, la de Saeta debía ser no sólo una muerte edificante, sino detonante de un renovado impulso en la conversión y congregación de los grupos del noroeste novohispano. Después de todo, decía Kino, contar con un mártir en ese territorio era testimonio de que el demonio resentía los efectos de la labor de los jesuitas en Sonora.25
Este mismo mérito sería reclamado un siglo después por fray Diego Miguel Bringas al recordar las muertes de cuatro misioneros franciscanos en el río Colorado a mediados de 1781. El recuerdo de ese sacrificio en el noroeste novohispano, señalaba en un sermón predicado en 1794 en el Colegio de Querétaro, debía servir para que propios y extraños tuvieran ejemplos edificantes que les llevaran a promover la salvación de las almas y a apreciar la labor de los franciscanos y el clero regular en general.26
En circunstancias y lugares distintos, estos tres autores coincidían en el afán por presentar los territorios donde habían perecido sus correligionarios como escenarios donde podían materializarse las promesas de salvación que estaban en la base de la existencia de sus propias órdenes.27 Las alusiones a la santidad y el martirio en terrenos donde el sostenimiento de la empresa de evangelización era precaria resultaban parte de una estrategia común de los religiosos, y de ello dan cuenta las siguientes páginas al abordar distintas representaciones de la Pimería alta en tanto espacio propicio para el trabajo de jesuitas y franciscanos respectivamente. Habida cuenta de estas alusiones, tiene plena vigencia la observación de Clara Bargellini cuando nos recuerda que en Sonora y el noroeste novohispano "las primeras incursiones misionales no empezaban con proyectos arquitectónicos, pero sí con afanes de apoderarse del territorio".28
A partir de estos contextos, como se aprecia en los tres casos que se analizan a continuación, se puede pensar en la configuración de una geografía sacra como el cruce entre, por lo menos, siete elementos que se conjugaban en circunstancias específicas: I) el lugar y sus ocupantes; II) el proponente de una historia de santidad -a través de la circulación de noticias o imágenes sobre el santo, el mártir o el venerable-; III) el propio venerable, santo o mártir; IV) la reelaboración del relato; V) el vehículo de la transmisión del relato místico; VI) el destinatario; VII) la invención-subversión de jerarquías territoriales, o de relaciones entre lugares, personas o corporaciones.
El martirio de Francisco Xavier Saeta, S. J.
Durante los primeros meses de 1694, Antonio Solís, uno de los capitanes de campo en los presidios de Sonora, dirigió una serie de campañas en persecución de distintas partidas de indígenas acusadas de asolar las misiones y haciendas de la Pimería alta en Sonora. Las incursiones de Solís entre los pimas sobaipuris se tradujeron en la muerte y captura de varias decenas de indígenas, sin que resultara claro si los muertos y los cautivos estaban efectivamente asociados a los hurtos que habían originado tales campañas; lo que sería manifiesto, en cambio, era el descontento generalizado que entre los pimas de aquellas misiones había generado la actuación de aquel capitán. En los meses siguientes, sucesivos brotes de violencia en las misiones de Tubutama, Nácori, Bavispe, Baseraca, Cúchuta, y el presidio de Janos, serían reprimidos por los españoles, lo que tensaría aún más la situación en la provincia de Sonora, al grado que para noviembre de ese año se organizaría una campaña en contra de los indios enemigos que se pudieran encontrar en la sierra de Batepito.29 Aparentemente, las maniobras militares habían dado resultado, pero los pimas no consideraban resueltos los agravios en su contra. Este resentimiento sería claro en la misión de Tubutama, donde los excesos de un capataz ópata en contra de los residentes de aquella misión resultaron en la muerte de dicho indígena, y en una nueva rebelión a principios de 1695. Desde Tubutama la violencia se extendería hacia las poblaciones de Oquitoa y Caborca, sitio en el que los sublevados arrasaron con la misión local y dieron muerte al jesuita Francisco Xavier Saeta el 2 de abril de aquel año.30
Tanto los jesuitas como las autoridades locales identificaban las causas de dichos tumultos en los malos tratos que habían recibido los pimas, y en los excesos en que algunos indios ópatas habían incurrido al confiárseles la supervisión de las faenas del campo que los pimas debían llevar a cabo en aquellas misiones.31 Rebeliones de este tipo se presentaban con relativa frecuencia en el noroeste novohispano, y encontraban como detonantes comunes la violencia física por parte de los españoles, el rechazo de los indígenas a la congregación en misiones, y la oposición organizada por los "hechiceros" indígenas.32 En distintos episodios, como lo describieran los escritos de los misioneros, la sangre de los jesuitas había regado el campo misional al aceptar la palma del martirio, y el relato posterior de sus historias servía para edificación de los nuevos religiosos.33 Sin embargo, los incidentes de 1695 en la Pimería alta transcurrieron y fueron relatados en un contexto en el que desde el interior de la provincia mexicana de la Compañía de Jesús se veía con recelo la expansión jesuita hacia dicha zona. Por una parte, como era común en estos casos, algunos religiosos identificaron de inmediato que la sublevación en la Pimería había producido un nuevo mártir jesuita. Desde que se conocieron las primeras noticias de estos acontecimientos algunas voces entre los misioneros de Sonora calificaban en dicho sentido la muerte de su compañero:
Llamo mártir al venerable padre Francisco Xavier Saeta [...] en el modo que permiten los decretos de nuestro muy santo padre Urbano VIII y demás concernientes, porque según lo que protestaron los indios [que dan testimonio de su muerte], según lo ejecutado con los sagrados ornamentos, santos óleos, aras, cálices y patenas [...] y otros principios y circunstancias, no dudo lo mataron in odium fidei. Dichosa muerte, y dichoso padre; pues mereció la honra de morir por Cristo, que solo se alcanza con relevantes virtudes e inocencia de vida.34
Pero ese sentir no era del todo compartido por las autoridades de la provincia jesuita mexicana. En los días en que se conoció el destino final del padre Saeta, el provincial Diego de Almonacir, y sobre todo el padre visitador Marco Antonio Kappus, veían en estos hechos el reflejo de una empresa de conversión más preocupada por la expansión del territorio que por la profundidad de las convicciones de los indígenas. Para 1696, un nuevo provincial y un nuevo visitador para las misiones sonorenses (Juan de Palacios y Horacio Pólici respectivamente) compartían las opiniones de sus predecesores en el sentido de que la conversión de los pimas necesitaba realizarse con mayor detenimiento, pues al voltear la mirada hacia otros horizontes se estaba descuidando el trabajo entre estos grupos.35
En buena parte, estas características de la empresa misional sonorense se identificaban con su principal operario: Eusebio Kino. Incluso, el propio general de la Compañía, Tirso de González, quien reconocía abiertamente que la rebelión de 1695 no debía frenar el trabajo en la Pimería alta, señalaba también que Kino se veía más llevado por el afán de cubrir un extenso territorio misional que por consolidar su trabajo entre nuevos conversos: "llevado de su demasiado fervor y celo, pasa muy de corrida; administra los bautismos con facilidad, no instruye bastantemente [a] los que han de recibir el bautismo de las obligaciones de tan sacrosanta mudanza".36 En vena similar, para fines de 1696, el visitador Horacio Pólici se había formado un concepto negativo de los trabajos de Kino en Sonora al grado que le consideraba una presencia nefasta en la Pimería alta.37
A sabiendas de que no las tenía todas consigo, Kino prepararía su memorial sobre la muerte de Saeta como el núcleo de su defensa del proyecto misional en el noroeste.38 Como han reconocido Bolton, Polzer, Gómez Padilla, y otros autores que han trabajado sobre este texto, dicho escrito trasciende la estructura y fines del género hagiográfico para convertirse en una lectura que quiere demostrar la viabilidad del sustento de la proyectada expansión misionera hacia California contando con una base de establecimientos en Sonora. En este sentido, es importante destacar que aun cuando la fundación de las misiones sonorenses y, en su momento, la expansión hacia la California habían sido proyectos apoyados por las autoridades de la provincia jesuita novohispana, la forma y los tiempos para llevar adelante estas ideas eran motivo de divisiones entre los jesuitas: Kino abogaba por el envío de nuevos jesuitas a Sonora para consolidar la cadena de fundaciones misionales que permitirían generar los excedentes para sostener la expansión hacia California, con lo que la preocupación de esta etapa de evangelización radicaba en lograr el proyectado puente. Para las autoridades de la provincia jesuita, la evangelización en Sonora debía ser una causa en sí misma, y ello no justificaría los supuestos excesos en que incurría Kino al arriesgar la vida de misioneros y pobladores por avanzar una frontera que todavía no estaba controlada. De hecho, en el contexto del alzamiento indígena de 1695, la curia jesuita en la ciudad de México se había convertido en destinataria de "alarmantes informes de vecinos españoles y jesuitas" denunciando que "la vida de los misioneros corría peligro y sería por tanto un absurdo mandar los refuerzos que insistentemente pedía Kino, mientras la Alta Pimería estuviera en llamas".39
Para responder a las acusaciones en su contra, Kino se entrevistaría con el nuevo provincial jesuita (el padre Palacios), el virrey y con miembros de la audiencia, tratando de demostrar que los pimas estaban en paz y dispuestos a recibir nuevos misioneros y que, en realidad, los levantamientos habían respondido a la prepotencia de algunos capitanes de presidio.40 La fortuna de Saeta, argumentaría Kino en ese contexto, terminaba por ser una furiosa reacción del maligno al ver las cosechas que se estaban levantando en el campo de las conversiones de aquellos habitantes. Al acudir a esta metáfora, Kino apelaba a una figura común que había sido empleada en repetidas ocasiones por las autoridades de la provincia mexicana de la Compañía de Jesús para destacar el celo misionero de los miembros de aquella provincia. Una larga lista de cartas edificantes41 habían tocado el punto de los retos que el maligno quería poner para evitar el avance misional, y ello mismo debía ser interpretado como síntoma de los progresos de una causa que tenía el más alto aval. Al respecto, mencionaba Kino al presentar las noticias de la vida y muerte del padre Saeta:
omito aquí la insigne carta de edificación del nuevo padre rector de esta misión o nuevo rectorado de Nuestra Señora de los Dolores, Marcos Antonio Kappus, que escribió, como se estila, a toda la Provincia; y la muy santa y tiernísima del padre provincial Diego de Almonacir, con la cual empecé este pequeño tratado, como también, las varias cartas de los tres Padres Provinciales [Luis del Canto, 1683-1686; Bernabé de Soto, 1686-1689; y Ambrosio Odón, 1689-1693], y de los tres Padres Visitadores [Manuel González, Juan María Salvatierra, Juan Bautista Muñoz de Burgos] de estas misiones de Sinaloa y Sonora que ha habido, estos ocho o nueve años, desde que se empezaron a fundar estas nuevas conversiones de esta Pimería. Con las cuales, unánimemente afirman que el común enemigo siempre procura poner todos los posibles extravíos, para que no le salgan de su antigua posesión tantas almas que, tantos años ha tenía tiranizadas. Y añaden que, sin embargo, nuestro eterno Padre es quien podrá mas".42
Para coronar la imagen de este triunfo anticipado ya por las fuentes citadas, Kino recurre también al lenguaje visual para ofrecer una alegoría de la muerte del padre Saeta. Una inserción en el mapa que acompañaba el memorial de 1695 presenta al jesuita frente a sus verdugos siguiendo las líneas que la iconografía del martirio ha establecido.
La energía de ánimo y la firmeza son valores propios de los mártires, sugiere Concepción de la Peña, y se traducen en un gesto sereno que caracteriza la representación visual respectiva. En el arte cristiano, "nada quebranta el ánimo invicto del mártir", quien es llevado por el artista a reflejar la felicidad, serenidad y tranquilidad que le transmite el próximo encuentro con Dios.43
En el testimonio de Kino, Saeta había recibido una "dichosa, inocentísima muerte", "de rodillas, con los brazos abiertos, a imitación de Cristo crucificado".4444 Pero esta venturosa muerte se daba dentro de la "terquedad" que los superiores de la provincia jesuita señalaban en la planeación del trabajo misional en la Pimería, y que Kino se esforzaba en convertir en sus escritos en reconocimiento a las penas que padecía el trabajo de conversiones. Giros literarios al margen, para Kino era imperativo reaccionar frente a las contradicciones que la empresa misionera enfrentaba en aquel momento; más aún, entendía que dicha labor debía ser ampliamente divulgada para que, con motivo de ella, se conocieran "las buenas noticias de lo que su divina Majestad se sirve de hacer y obrar en estos últimos y nuevos términos y fines del mundo".45
Si bien, Kino no mostraba reservas en llamar a Saeta "santo", "venerable" o "siervo de Dios", el recuento de la llegada de dicho misionero a Sonora y las condiciones de su muerte no llevaban como objetivo central la celebración de estas virtudes, sino que dicho "tratado" obedecía más bien a la necesidad de defender la viabilidad de la expansión misional jesuita en el noroeste novohispano, como lo expresaban las secciones principales del propio escrito: los dictámenes de Saeta en favor de nuevas conversiones y el estado en que Kino reportaba que se encontraban dichas conquistas.
Al final del día, el uso que Kino dio a este incidente en la Pimería alta, señala Bolton, "fue un caso en que la pluma fue más fuerte que la espada": la exposición del sentido glorioso de esta muerte, y los testimonios que el autor reunió acerca del estado que guardaba la Pimería luego de la pacificación de las zonas inmediatas a Tubutama se traducían en el envío de cinco nuevos jesuitas a Sonora para continuar con dichas conversiones.46 El uso de la imagen visual y escrita sobre el martirio de Saeta convencía a las autoridades de la provincia jesuita acerca de la viabilidad de aquel proyecto de expansión misional; en este caso, como en el de otros ejemplos de cartografía que enlazan dimensiones intertextuales, "el mito es creible", como diría Brian Harley.47
Toponimia sacra en la cartografía jesuita de Sonora
A través del caso del padre Saeta, Eusebio Kino había propuesto la recontextualización de la muerte de un compañero, mediante la conjunción del lenguaje de santidad y martirio con la imagen del religioso en una carta geográfica. Además de ganar para la causa de las misiones sonorenses el respaldo institucional que Kino había contemplado, esta inserción de pasajes sobre retos y costos de las misiones en la Pimería alta en un lenguaje de recompensas místicas muestra la congruencia que, en la lógica de dicho jesuita, existía entre la asociación de historias específicas de martirio, la configuración de un distrito misional, y los ideales cristianos de redención.
Sin lugar a dudas, textos como el que narraba el significado de la muerte de Saeta eran piezas vitales en la forma en que los jesuitas justificaron el avance español sobre nuevos territorios y nuevos grupos humanos. Pero más allá de las declaraciones explícitas acerca de la forma en que un misionero veía integrado a la cristiandad (o con símbolos inequívocos de que dicha comunión se aproximaba) a un conjunto de individuos y sus espacios de habitación, existían recursos de asimilación que se anticipaban a la construcción de estas elaboradas narraciones. La toponimia que el propio Kino seleccionaría para identificar varios de los lugares registrados en sus visitas al norte de la Pimería alta entre 1694 y 1701 brinda nuevas pistas para comprender cómo operaba este proceso. Al margen del perfeccionamiento en los detalles técnicos y en la corrección de los datos topográficos incorporados en la serie de mapas producidos por Kino -e impresos en 1695, 1702 y 1710 (imágenes 2-4)-, lo que importa destacar ahora es el contexto en que opera el cambio en la toponimia aplicada a las rancherías indígenas encontradas en las riberas de los ríos Gila y Colorado, así como en el centro de la papaguería.
Podemos situar el punto de partida para esta comparación en el mapa preparado por Kino para acompañar su memorial sobre el martirio del padre Saeta. En dicha carta, Kino situaba en la margen meridional del río Gila (en el actual estado estadounidense de Arizona) una serie de asentamientos pimas, yumas, opas y cocomaricopas identificados con los nombres que le referían los pobladores locales. Aparecen así Soacton, Comacton, Coatcooidag, Noscorigiason, Tuctapito, Tubababia, Tubactupet, Huapumuquic, Tutumagoidac (imagen 2); aunque el mapa registra las ubicaciones de varias rancherías adicionales, la lista de nombres en esa lengua termina ahí. Destacan, sin embargo, las rancherías del Tusonimo y Coatoydag, a cuyos habitantes conoció Kino durante su visita de noviembre de 1694 a dicho río, y las cuales serían renombradas por el jesuita como Encarnación y San Andrés respectivamente.48
En el primer caso, el cambio en el topónimo obedecía al hecho de que Kino y su comitiva habían llegado ahí para "decir misa en el primer domingo de adviento" de 1694; en el segundo caso, el patronímico del apóstol fue aplicado ese mismo día a la contigua ranchería de Coatoydag, aprovechando que la festividad de San Andrés se celebraba al día siguiente. Así, para 1695, la representación que Kino hacía de las poblaciones de pimas, opas y cocomaricopas del río Gila reflejaba un primer bastión del cristianismo en aquellas latitudes en el cruce de los ríos Santa Cruz y Gila. Si bien, no se estableció una misión en dicho sitio, el mapa de 1695 concedía especial importancia al Tusonimo, como un sitio consagrado por Kino al celebrar aquella misa, en la cual también habían participado los residentes del contiguo San Andrés Coatoydag.49 El resto de los nombres de las rancherías del Gila, señalaría el jesuita en su oportunidad, le habían sido referidos por sus acompañantes, por lo que el mapa de 1695 se limitaba a consignar su existencia.
Fuente: Eusebio Kino, Teatro de los trabajos apostólicos de la Compañía de Jesús en la América Septentrional, detalle.
Desde luego, Kino compartía con otros misioneros, exploradores y conquistadores la práctica de renombrar los sitios que encontraba a su paso;50 sin embargo, esto no basta para señalar, como lo hiciera un cronista franciscano del siglo XVIII, que el jesuita tomara esas decisiones basado en el calendario y en su devoción particular.51 Más bien, lo que comienza a vislumbrarse es que aun cuando parte de este programa de ajustes en la toponimia local estaba dada por la coincidencia en las fechas de llegada a algunos lugares y la festividad del día, tales hechos no estaban del todo sujetos a la fortuna ni eran la constante en las expediciones kinianas.
Ya se ha mencionado que el citado viaje de 1694 dejaba constancia de la influencia del calendario litúrgico y el santoral cristiano en los patronímicos usados por Kino para referirse al Tusonimo y a Coatoydag. Ejemplos de posteriores viajes confirmarían esta sincronía entre el calendario tridentino y la advocación asociada a los pueblos visitados, como en San Angelo del Botam (o Votum, actual Cocklebur, Arizona), a donde Kino llegara durante su viaje del 21 de septiembre al 18 de octubre de 1698;52 la misma situación se repetiría también en Santa Eulalia y San Matías, lugares visitados por el jesuita a principios de 1699. Sin embargo, la historia es diferente en casos como los de San Rafael (Actum Grande o Akchín), visitado por Kino por vez primera el 6 de octubre de 1698, casi una semana después de la fiesta del arcángel (29 de septiembre). Pero quizá el ejemplo más contrastante sería el de los pueblos de San Pedro y San Pablo, visitados por Kino a su regreso del viaje que había iniciado en la misión de Dolores el 7 febrero de 1699 para acercarse a la costa del golfo de California y emprender el regreso bordeando el río Gila a partir de Stuboidag y Salabug (San Pablo y San Pedro). El paso de Kino por estas comunidades habría sido entre el 22 y 23 de febrero de ese año,53 coincidiendo, con la festividad de la cátedra de San Pedro (22 de febrero). Sin embargo, tal ocasión solamente hubiera justificado la identificación de uno de los dos poblados con San Pedro, pero no la dedicación de estos lugares a ambos apóstoles, al celebrarse su festividad -San Pedro y San Pablo- el 29 de junio.
Lo que parece surgir, en este contexto, es la conformación de una carta de intención por parte de Kino. Delinea así una geografía misional que concede un lugar central a los intercesores para su obra en construcción, como se reflejó en la representación que hizo de la Pimería alta en su mapa de 1701, la cual sería ampliamente difundida mediante varias reproducciones manuscritas e impresas en el siglo XVIII (imagen 3). Si bien, la ubicación de los originales de este mapa no ha podido ser establecida hasta nuestros días,54 las copias existentes no han alterado en mayor medida el diseño inicial de Kino al mostrar la viabilidad física de la conexión entre Sonora y California y, sobre todo, la peninsularidad de aquella franja del noroeste novohispano.
Como observara Ernest Burrus en su momento, no bastaba con que Kino llevara a una carta geográfica sus descubrimientos e iniciativas de poblamiento misional, sino que, además, sus mapas "debían alcanzar autoridades y benefactores influyentes" si se esperaba que estas iniciativas prosperaran.55 Dentro de ese plan, la configuración de un espacio ordenado ya según un plan de cristianización efectiva adquiere particular importancia. Así, los patriarcas de la Iglesia primitiva en la puerta de acceso a la California se situaban en el terreno común de yumas y pimas altos, grupos cercanos y vistos como distantes al mismo tiempo. De igual manera, la invocación extemporánea al san Rafael que había protegido al hijo de Tobías de morir en los albores de su vida, se adecuaba también para el propósito de cumplir las promesas que san Isidoro de Sevilla revelara en sus Etimologías al presentar al arcángel como la "curación o medicina de Dios", que habría acudir a cualquier lugar donde hubiera necesidad de cuidados.
De esta manera, además de las pruebas científicas que los mapas de Kino aportaban, la difusión que estos instrumentos hacían del plan de reconfiguración del rostro del noroeste novohispano invitaban a los lectores a pensar aquellas zonas como pleno dominio de la cristiandad. Esta actividad cartográfica, se ha señalado en otros estudios, "fue parte central de la empresa misionera[... y,] de hecho, esos registros que asociaban un nombre, generalmente de un personaje sagrado -Dios, la virgen María o un santo- a un sitio, eran actos de fundación de misiones" que aspiraban a la ocupación efectiva del espacio.56 Con el paso de los años, este mensaje se reforzaría para acentuar los progresos que la expansión misionera jesuita trataba de destacar: si en 1701-1702 Kino había decidido conservar referencias a las rancherías indígenas en las márgenes del río Gila, un nuevo mapa de 1710 daba paso a una geografía enteramente dominada por los topónimos cristianos (imagen 4). En esa misma carta, la designación del bajo río Gila (entre la confluencia del río Santa Cruz y su unión con el río Colorado) como "Río Grande de los Apóstoles" dejaba constancia de este proyecto kiniano.
A pesar de que no se habían establecido misiones formales en esta zona, al renombrar las rancherías de pimas, opas y cocomaricopas con patronímicos asociados a los apóstoles y, sobre todo, al prescindir de los topónimos indígenas, el mapa de 1710 ofrecía la imagen de un continuo de asentamientos cristianos en la ribera del Gila, lo cual producía el efecto de un tránsito ininterrumpido en un distrito misional que descubría para el viajero una zona de asentamientos de paz fácilmente identificable. En el punto más inmediato a los asentamientos españoles, en San Agustín del Tucson y la misión de San Xavier del Bac, el primer poblado del río Gila quedaba asociado al primero de los apóstoles, San Andrés; en contraparte, la ranchería más próxima a la unión de los ríos Gila y Colorado era identificada como San Pedro, pilar de la comunidad cristiana.
Más allá del impacto que en la geografía y la geopolítica de la época tenían los hallazgos de Kino, el conjunto de referencias cartográficas incluidas en la serie de mapas aquí comentada puede equipararse a un "discurso constituyente" que en el terreno religioso trataba de establecer "un lugar asociado a un cuerpo de enunciadores consagrados y una elaboración de la memoria".57 La autoridad del jesuita en tanto cosmógrafo real, misionero, e incesante explorador de estos territorios, además del prestigio y la vocación misional de las publicaciones donde aparecieron estos mapas en Europa, fortalecían el caso de este proyecto de instauración de una imagen de la Pimería alta como escenario propicio para el aumento de la cristiandad.
Los relatos que Kino construía acerca de estas zonas del noroeste novohispano, tanto en prosa como mediante la representación cartográfica, brindaban la imagen de una extensa zona cuyos pobladores se iban incorporando gradualmente al cristianismo. Los esfuerzos de la Compañía de Jesús, que trataba de hacer ver el misionero, promovían la idea de un solo espacio y una misma comunidad espiritual que se extendía hasta aquella zona. Los objetivos de esta forma de presentar aquella franja del noroeste novohispano consistían en demostrar que había una evangelización efectiva que ya alcanzaba dichos lugares, y que por lo menos en términos ideológicos, la Pimería alta y sus pobladores eran incorporados al dominio español.
Martirio franciscano en los confines de la Pimería alta
Tras la muerte de Eusebio Francisco Kino, en 1711, el proyecto por avanzar el poblamiento misional hacia el río Gila careció de la promoción personal e institucional que atestiguaron las dos décadas anteriores. En los años siguientes, la provincia jesuita mexicana decidió enfocarse en la península de California y el resto de las misiones sonorenses, dejando de lado aquel proyecto de expansión. Sin el personal suficiente para atender nuevos destinos, como lo sugería Kino en sus diarios y mapas, los jesuitas tomaron un curso más moderado para atender las misiones ya establecidas en la Pimería alta. Algunos reveses, como las sublevaciones de 1751 que cobraron la vida de los padres Tello y Ruhen en Caborca y Sonoita (entre otros residentes),58 convencían a las autoridades jesuitas sobre la necesidad de atender mejor lo ya establecido; de hecho, para esas mismas fechas se consideraba la opción de dividir la provincia jesuita mexicana, de manera que las fundaciones al norte de Sinaloa, Topia, Santa Bárbara y Parral se convirtieran en una entidad misionera independiente.59
La expulsión de los jesuitas en 1767 daría un nuevo giro a estas discusiones sobre la viabilidad del avance del poblamiento español hacia nuevas fronteras. Así, antes de terminar el siglo XVIII, nuevas iniciativas para establecerse en los confines de la Pimería alta serían promovidas por los franciscanos; al igual que en la etapa jesuítica, el lenguaje de la santidad y el martirio sería nuevamente utilizado por los misioneros al narrar sus experiencias en dichas zonas, aunque esta vez la idea de un espacio de evangelización ya no sería situada en el contexto de la ampliación del dominio de la cristiandad, sino que aparecería como pieza de legitimación de la labor misionera en una época en que la utilidad de los institutos religiosos, y en particular la labor de los franciscanos, era puesta en entredicho.
Para esas fechas, se veía a la distancia la renovación espiritual y la revitalización misionera que los franciscanos habían promovido durante el siglo XVII; dicha etapa había dado frutos en el ámbito novohispano (en buena medida debido a las labores de fray Antonio Llinás y fray Antonio Margil de Jesús), mediante la fundación de los colegios de Propaganda Fide y el subsecuente impulso a las misiones entre fieles y a la conversión de los indígenas en el norte de la Nueva España.60 Aunque no todos los proyectos de expansión misional ensayados durante esta época habían conocido tal fortuna,61 era manifiesto que tal promoción de la obra de evangelización franciscana había dejado honda huella. Si bien este impulso no se desvaneció con el cambio de siglo, existe un consenso en los estudios sobre la Iglesia durante el regimen de los borbones en el sentido de señalar que para la segunda mitad del siglo XVIII dichas iniciativas no correspondían a las formas de piedad más interior e ilustrada que la Corona y el clero regalista trataron de arraigar entre los fieles. El apoyo de la monarquía a la "secularización universal de doctrinas" decretada en 1753; los intentos episcopales por sujetar a las órdenes religiosas a una disciplina más estrecha, la celebración del IV Concilio Provincial en 1771; y la elaboración de un nuevo catecismo para el uso de los párrocos en esa misma reunión eran testimonios del rumbo que el clero ilustrado buscaba para la Iglesia novohispana.62
En tal contexto, luego de la expulsión de los jesuitas de territorio novohispano, la mayor parte de las antiguas misiones de Sonora serían confiadas a los franciscanos de la provincia de Santiago de Xalisco y del Colegio Apostólico de Propaganda Fide de Querétaro. La zona de la Pimería alta constituiría, a partir de 1768, territorio de misión a cargo de los frailes queretanos.63 Para estos religiosos, su presencia en aquella frontera llevaba la intención de extender los alcances del poblamiento español más hacia el norte, mediante el establecimiento de nuevas misiones en las cercanías de los ríos Gila y Colorado. Con ello, se interesaban en el antiguo proyecto jesuita de avanzar hacia tierras de los yumas y los pimas de aquellas riberas. De hecho, desde su llegada a Sonora los frailes del Colegio de Querétaro habían tratado de tener noticias sobre las poblaciones ubicadas en los confines de la papaguería, hasta entonces, la zona limítrofe del avance misional en Sonora. Los célebres viajes de fray Francisco Garcés por la Pimería alta hasta las poblaciones indígenas de las riberas de los ríos Gila y Colorado en las décadas de 1760 y 1770 serían testimonio de la vigencia que, entre los misioneros queretanos, tenía aquel antiguo proyecto de expansión misional.64 La coyuntura para que estas ideas se concretaran se presentaría hacia 1775-1776, en el contexto de las exploraciones a cargo del capitán Juan Bautista de Anza, en busca del camino que comunicaría Nuevo México con California pasando por el norte de la provincia de Sonora. Como parte de este programa, Anza dirigiría al virrey una carta en 1776, en la que alegadamente los yumas solicitaban, por vía de un capitán local llamado Palma, que los misioneros se establecieran entre ellos para recibir el bautismo y vivir en paz con los españoles.65
Tras obtener las licencias y las donaciones necesarias, los franciscanos finalmente lograron establecerse entre los yumas y los cocomaricopas de los ríos Gila y Colorado; así, para principios de 1780 serían fundadas las misiones de la Purísima Concepción del Río Colorado y San Pedro y San Pablo de Vicuñer, las cuales también contarían con algunos soldados y familias de españoles entre sus primeros pobladores.66 Sin embargo, una rebelión de los indígenas locales en julio de 1781 desembocaría en la muerte de los cuatro misioneros -Francisco Garcés, Juan Marcelo Díaz, José Matías Moreno y Juan Antonio Barreneche- y el abandono de aquellos lugares por parte de los residentes españoles.
La identificación de las causas del levantamiento, desde luego, despertó los debates usuales entre oficiales reales, autoridades eclesiásticas y los propios religiosos; al igual que en otros episodios semejantes, distintos argumentos señalaban como posibles detonantes de conflicto la inconstancia de los indios, los excesos de los pobladores españoles, o la temeridad de los misioneros al avanzar hacia territorios refractarios a la presencia hispana.67 A guisa de ejemplo, se puede considerar la reacción del recién nombrado obispo de Sonora, quien al enterarse de los funestos acontecimientos en el río Colorado no dudó en recriminar al guardián del Colegio de Querétaro el haber apoyado un plan de expansión tan mal fundamentado:
a la verdad se pudieran haber escusado aquellas mal mediatadas fundaciones que sobre habernos privado de cuatro excelentes misioneros imposibilitarán por muchos años la reducción de los indios del Río Gila y Colorado. No puedo persuadirme que VP estuviese por estas fundaciones, pues sabe por experiencia el estado de aquellas casi arruinadas provincias donde los misioneros tienen mucho que hacer en su apostólico ministerio para poner en orden aquellos infelices habitantes.68
Sin restar importancia a los contextos que los distintos diagnósticos sobre este levantamiento pudieran sugerir, lo que importa para los fines de este trabajo es destacar la forma en que los franciscanos del Colegio de Querétaro situaron la narración de la vida y la muerte de los cuatro misioneros del Colorado en el centro de una historia de fortaleza institucional y de cohesión territorial. Un primer ejemplo de ello lo ofrecía fray Antonio Barbastro, quien al momento de la tragedia del Colorado fungiera como superior de los misioneros queretanos en Sonora; en una carta enviada al guardián de su Colegio a propósito de algunos rumores que sugerían que luego de estos incidentes el obispo de Sonora habría de separar a los religiosos del Colegio de Querétaro del gobierno de dichas misiones, Barbastro presentaba una imagen de continuidad e integridad territorial mediante un modelo de poblamiento misional fructífero, coronado con el sacrificio de sus mártires:
Dese que el colegio recibió estas misiones tiene un hijo que [...] murió a manos de los [seris...] [Asimismo,] realzó el río llamado Colorado sus colores con la sangre de cuatro víctimas sacadas del seno de este colegio. A la fatiga de estos ministros se deben a fundamentis las iglesias de Buenavista, Ures, Pitiqui, San Ignacio, y Tubutama, siendo estas tres de cal y ladrillo, concluidas e ilustradas las de Tonichi, Opodepe, Cocospera, Calabazas, Oquitoa, y Caborca. Estos son los que pusieron las misiones de la pimería baja en una saludable convalecencia, habiéndolas recibido como unos esqueletos. Estos son los que han acomodado a sus indios en casas de adobe y han amurallado los pueblos que se han considerado preciso. Al celo de fatigas del difunto Padre Garcés se debe la fundación del pueblo de San Agustín del Tucson, sin haber dado nadie ni medio tomín. Cuando el [mismo padre] llegó a San Xavier [del Bac] era una ranchería más de gentiles que de cristianos que estaban en aquel sitio dos meses pero los demás del año vivían en los cerros [...] y en el día es uno de los mejores pueblos que tenemos.69
Pero sin lugar a dudas, la apología más difundida acerca de la obra de éstos y otros religiosos queretanos -y del modelo misional que trataban de llevar adelante- es la que fray Juan Domingo de Arricivita incluyó dentro de su Crónica del Colegio de Querétaro. Escrita en 1791, el texto narraba los méritos que para dicho instituto, para el cristianismo y para la Corona habían logrado sucesivas generaciones de religiosos que habían trabajado en las misiones de Coahuila, Texas y Sonora.70 Asimismo, el texto servía para justificar el intento de los queretanos por llevar a distintas fronteras el método misional que los queretanos habían aplicado en Texas desde fines del siglo XVII, dejando la organización de la vida comunitaria en manos de los propios religiosos. Allí donde los excesos de los españoles, o las interferencias en dicho sistema de gobierno se habían hecho manifiestas, los resultados habían sido funestos para el avance de las misiones, aunque gloriosos en otro sentido.71 Así lo probaban las muertes de fray Juan Crisóstomo Gil entre los seris (6 de marzo de 1773), y las de los cuatro misioneros que terminaron sus días entre los yumas del río Colorado: fray Juan Díaz y fray Matías Moreno en San Pedro y San Pablo de Vicuñer (17 de julio de 1781), y fray Francisco Garcés y fray Juan Antonio de Barreneche en la Purísima Concepción (19 de julio de 1781 ).72
Aunque este estudio no se centra en el contenido de este ejemplo de literatura edificante, sino en los usos que otros misioneros hacen de ella, no quisiera pasar por alto el tratamiento genérico que en sus páginas se daba al martirio, según se lee en la biografía que el autor escribía sobre fray Francisco Garcés:
Preciosa es en la presencia y vista del Señor la muerte de los Justos, porque no es la común, y que se derivó de nuestro primer padre Adán, sino otra gloriosísima, dimanada de su divino amor, y semejante a la que por el amor de los hombres padeció su Redentor Jesucristo: por eso cuando su incomprensible Providencia predestina a alguno para el alto ministerio de la salvación de las almas, le adorna con las cualidades que desde el principio de su vida le lleven al fin, con que su muerte pueda ser preciosa en su divina presencia.73
Siguiendo las convenciones que el modelo hagiográfico del mártir sugería,74 las narraciones de Arricivita reunían pasajes de vidas virtuosas, colmadas de señales propicias desde temprana edad, adornadas con el reconocimiento de los méritos de los misioneros por parte de indígenas y españoles por igual,75 para rematar con imágenes de muerte con olor a santidad y noticias sobre reliquias aromáticas y, en algunos casos, libres de corrupción. Parte de estos símbolos prodigiosos se habían presentado, por ejemplo, al localizar la tumba donde originalmente fueron sepultados los padres Garcés y Barreneche en 1781, tras su muerte en las misiones del río Colorado. Dicho sitio contaba con una pequeña cruz colocada ahí por los indígenas, pero destacaba de su entorno por tratarse de "un tramo de tierra que estaba muy verde y florida [...] rodeado de mucha manzanilla muy olorosa, y entre el sacate verde en sólo aquel paraje muchas flores".76
Si bien Arricivita añadía a sus relatos algunos detalles que los embellecían -como en el caso de la tumba de Garcés y Berrenache, donde la cruz que marcaba el sitio y que de hecho es el elemento clave en los testimonios de los soldados que recogieron los cuerpos,77 es relegada a un segundo plano, después de la manzanilla y el pasto- su discurso se mantenía dentro de las reservas que Urbano VIII había ordenado para hablar de los elementos preternaturales, prodigios e informaciones sobre personas con vidas ejemplares. De hecho, la "protesta del autor" que precede al texto de su crónica, es una explicación estándar de su uso del término "venerable", para individuos que no tenían una causa de beatificación abierta en Roma. Dicha sección declaraba someterse a lo que la Sagrada Congregación de Ritos sancionaba para pronunciarse sobre la santidad y la calidad de los "venerables siervos de Dios", explicando además que al hablar de misioneros venerables, se hacía en sentido lato, señalando una cualidad observable sin sugerir un estatuto definitivo para sus biografiados.78
En este caso, las reseñas biográficas se conducen dentro del canon establecido porque lo importante al señalar los méritos de los difuntos, es magnificar los logros del trabajo misionero del colegio, en el contexto de una creciente injerencia de las autoridades españolas en la organización de las misiones y los pueblos de la frontera norte novohispana. De hecho, la Crónica de Arricivita debe leerse en el contexto de las críticas que el trabajo de los misioneros queretanos recibía hacia la década de 1780, de parte de autoridades civiles y eclesiásticas que pensaban que un nuevo modelo de gobierno en las misiones de la frontera novohispana aseguraría mejores resultados si dichos establecimientos se sujetaban a la autoridad de los obispos respectivos. Una "guerra intestina", decía el presidente de las misiones sonorenses, fray Antonio Barbastro, motivaba estas opiniones que incluso alcanzaban al monarca; de hecho, para 1783 el comandante general de las provincias internas le indicaba haber recibido una carta del rey en que se decía "bien informado que los indios de esas fronteras están esclavizados", por lo que le ordenaba "ponerlos en libertad como a fieles vasallos míos, que luego enviaré un nuevo gobierno de las misiones". Para Barbastro, estas intrigas de corte obedecían a un proyecto personal de fray Antonio de los Reyes, a la sazón primer obispo de Sonora, quien había conseguido apoyo del ministro general de los franciscanos y del propio rey para reformar las tareas misionales en la Nueva España, organizando una serie de custodias misioneras, empezando por las de Sonora. El veneno que dicho religioso había "vomitado [...] contra todo el estado regular" era la causa de esa anunciada reforma,79 ante la cual los colegios de Querétaro, Guadalupe Zacatecas y San Fernando de México habrían de responder de manera constante en el transcurso de dicha década.80 La defensa de Arricivita del sistema de gobierno de las misiones queretanas y sus buenos frutos, resultaban así, un contexto sólido para enmarcar la ejemplaridad de aquellos que habían destacado en el trabajo evangélico.
Apenas un par de años después de terminada la Crónica de Arricivita, fray Diego de Bringas volvería sobre los ejemplos de los misioneros muertos en Sonora para llevarlos a un nuevo frente de batalla. Su objetivo esta vez no sería convencer a las autoridades españolas sobre la conveniencia de una frontera misional bajo la dirección de los queretanos, sino demostrar la utilidad del clero regular en el trabajo activo de la conversión religiosa, pero una utilidad que debía ser tangible e incontestable: para ello, se proponía ofrecer como modelo la antítesis de los "hombres exterminadores a quienes el mundo llama héroes", y con ello mostrar
que en nuestros días no faltan héroes de la caridad que sacrifican la propia vida para conservar las ajenas [y que los religiosos en general no eran] hombres inútiles, como murmuran los críticos ignorantes e impíos; pero veréis practicada esta máxima cristiana: el hombre que no es útil a los demás no merece vivir, y se le debe considerar como un miembro gravoso a la sociedad.81
Para Bringas, los cuatro franciscanos que en 1781 habían muerto en el río Colorado eran verdaderos mártires. Aunque reconocía no ser una autoridad para establecer este punto,82 sustentaba su opinión en una analogía con casos establecidos en la patrística -analogía tradicionalmente evocada por otros franciscanos-, como se ha señalado páginas atrás en el caso de Vetancurt. Así, recordaba Bringas que el sabio Cornelio Alapide en el capítulo 22 del libro 1° de los Reyes, "refiere la muerte que el Idumeo Doeg dio por orden de Saul a ochenta y cinco sacerdotes, sólo porque el sumo pontífice Abimelech había socorrido con algunos panes, y el alfanje de Goliat al Santo Profeta David". En dicho caso,
estos sacerdotes y Levitas muertos por Doeg, de orden de Saul, parece que fueron mártires, porque fueron sacrificados por la virtud de la misericordia y caridad que tuvieron del Santo, pero prófugo y afligido del hambre, David, dándole unos panes. Porque así como el que muere por la castidad se hace mártir, así también lo es el que muere por la caridad u otra virtud. Por cuya razón San Bachiario pone en el catálogo de los mártires, en el tomo [primero] de la Biblioteca de los Padres, a estos sacerdotres que murieron por el inocente David. Y el venerable Beda coloca entre los mártires, no sólo a estos sacerdotes, sino también a todos los ciudadanos de Nobé que murieron en esta ocasión por David.83
Bringas entendía que para la época en que preparaba su sermón, las órdenes religiosas eran vistas como vestigios incompatibles con el trabajo productivo y el uso eficiente de los recursos materiales y humanos. A estas críticas, el queretano respondía con los méritos del trabajo de los mártires franciscanos, quienes vivían entre gentiles en situaciones precarias:
Ellos no tenían que interrumpir el sueño, pero debían dormir en cualquier momento con sobresaltos. Ellos debían sustituir a un leve descanso la fatiga de peregrinar centenares de leguas por terrenos incultos y poblados de bárbaros [...] Nosotros formamos nuestros discursos en el centro de la paz, abrigados de un silencio que cela la regularidad, ilustrados con el socorro de muchos millares de cuerpos que forman esa biblioteca, sostenidos con el consejo de muchos sujetos capaces de quitar de nuestros hombros una buena parte del peso a nuestra fatiga, y sobre todo, animados con la expectativa favorable de que nos escucha un pueblo que entiende nuestras voces [...], pero estos cuatro Apostólicos varones al primer paso de su predicación tropiezan con el ingratísimo, e insípido ejercicio, con la tarea ruda de aprender un idioma áspero e irregular, pronunciar unas voces bárbaras, y exponerse a la irrisión de los mismos gentiles, recogiendo en lugar de los aplausos la confusión y la vergüenza en tanto que no se hacían dueños de una lengua peregrina.84
Por las fechas en que Bringas cerraba esta discusión, las misiones queretanas de Sonora eran seriamente cuestionadas por las autoridades civiles y militares de aquella provincia, por ser vistas como elementos que ralentizaban la incorporación de los indígenas al servicio de rancheros, hacendados, mineros y militares locales. Ese mismo año de 1794, el comandante general de las provincias internas, Pedro de Nava,85 había emitido una orden limitando la intervención de los misioneros en el régimen de gobierno de las misiones, eliminando el servicio personal de los indios a título de trabajo comunal, equiparando además a los indios y a la población española como propietarios individuales. En síntesis, estas y otras disposiciones semejantes de la época, planteadas como una respuesta a la necesidad de modificar las formas de trabajo y organización social en las misiones, reflejaban que en el medio local la presencia del misionero no resultaba compatible con los planes que autoridades y vecinos principales tenían para atraer a estos grupos de población.
Comentarios finales
En el contexto de sociedades de frontera, la evocación de santidad y martirio mitifica espacios para hacerlos imprescindibles y vitales para proyectos territoriales específicos. Los casos aquí revisados muestran que estos relatos y representaciones cartográficas conceden al territorio en construcción un lugar especial dentro del espacio cristiano; por medio de la jerarquización, el desdibujamiento de realidades locales, y la asignación de funciones a paisajes, lugares y pobladores, "las reglas del orden social" imaginadas por los misioneros y reflejadas en mapas y escritos parecen así tomar carta de naturaleza.86
En esta lógica, al igual que en la promoción del culto a las imágenes sagradas, "la forma era importante para los efectos" que buscaban los proponentes de estos proyectos.87 Para los jesuitas y franciscanos que trataron de justificar el avance del poblamiento misional hacia el norte de la provincia de Sonora, la idea de recurrir a evocativas figuras de santidad y martirio formaba parte de una estrategia que desde la frontera sonorense trataba de construir un territorio que se caracterizaría por reunir promisorias señales para la conversión de nuevos catecúmenos. Los relatos y las representaciones cartográficas aquí analizadas fueron generadas en estos contextos de planeación de una inconclusa expansión misional, la cual estaba ávida de testimonios sobre su viabilidad. En este sentido, podemos pensar sobre estos casos en los términos en que Karl Schlögel ha calificado la formación de los mapas a través del tiempo, puesto que tanto los mapas de Kino como los relatos de santidad y martirio no solamente replicaban elementos conocidos, sino que "construyen y proyectan espacios" y, al hacerlo, convierten aquellos espacios, según expectativas específicas, en "territorios por primera vez".88