La Constitución de Cádiz fue producto de una transformación profunda de la cultura política en el mundo hispánico que apuntaba desde mucho antes a regenerar la monarquía mediante una reforma sistemática en consonancia con sus orígenes, concebidos como puros y de valor duradero. Este afán uniría el siglo XVIII al XIX, y a la antigua España a la Nueva España, influyéndolas en sus perspectivas reformistas. El constitucionalismo en materia política y religiosa nacía en este contexto y con tal propósito de una renovación, pues eran las dos vertientes indispensables que había que regenerar. Para comprender su surgimiento, hace falta ver no sólo lo que los constituyentes gaditanos produjeron en términos de un documento jurídico en 1812, sino el entorno que moldeó sus determinaciones y alimentó sus inquietudes, los presionó, o marcó parámetros de comparación indispensables.
El constitucionalismo se nutrió de un esfuerzo por deslindar y caracterizar la constitución histórica de la monarquía española -en sus lineamientos generales y características plurales- señalando las distorsiones que había sufrido en el tiempo, y sometiendo éstas a la crítica derivada de la economía política del siglo XVIII y principios del XIX, para proponer reformas sistemáticas. El esfuerzo fue signado eventualmente por profundas tensiones entre priorizar lo unitario o aceptar lo diverso, así como la manera de retomar lo prístino y actualizarlo, o pasar por encima de herencias tradicionalistas para crear lo nuevo.1 Sin embargo, iba asociándose en lo civil con garantías para el individuo y la creación de estructuras de representatividad política que requerían de una reforma de la monarquía. En lo religioso, desde sus tempranas expresiones contemplaba reformas eclesiásticas referentes al número y composición de las diócesis, los alcances del poder episcopal y las relaciones con la Santa Sede, pero no dejaba de preocuparse asimismo por la reforma de costumbres y la depuración de las prácticas de la fe. Escribe José María Portillo Valdés que para los primeros constitucionalistas españoles "es punto preferente de atención una reforma de la religión", entendida tal reforma como un embate al fanatismo que fundamentaba la tiranía, en paralelo con el freno al fanatismo político deslindado en el comportamiento de los revolucionarios a la francesa. El proyecto constitucional debía partir de lo político y completarse con lo religioso: "la idea entonces fue redondear la obra constitucional con una constitución religiosa y un concilio nacional". Percibían que la nación era un "compuesto de pueblos [...] organizados en parroquias" y que poco podía enderezarse el rumbo de la monarquía sin abordar cuestiones de la práctica religiosa y organización eclesiástica.2
Surgimiento del constitucionalismo político-religioso en España
Un ejemplo de tales constitucionalistas tempranos, entre otros, lo fue León de Arroyal. En una de sus cartas escritas entre 1787 y 1790 aconsejaba el descarte de "todas aquellas máximas que sientan el sufrimiento de la tiranía como un principio de religión".3 Establecía como principio de procedimiento que:
En los países católicos está tan unido el bien del Estado al de la Iglesia, que el uno sin el otro no puede subsistir. La religión entra en casi todas las operaciones del Gobierno. El clero compone una gran parte de los individuos de la nación; y como éstos son los de mayor autoridad y puestos para norma de los otros, cualquier defecto suyo hace los más rápidos estragos. Es experiencia, comprobada con todos los siglos, que las riquezas y honores seculares han sido siempre los verdugos de la disciplina eclesiástica, y que, al paso que se han querido introducir, para su mejor régimen, las máximas de la sabiduría de los hombres, ha ido entrando en ella el desorden y corrupción de los mundanos. Jesucristo fundó su Iglesia sobre la piedra, no sobre el oro: las virtudes del cristianismo no se han de fomentar con premios temporales, ni se ha de excitar el celo de los pastores con los salarios crecidos.4
Deseaba Arroyal reconstituir la monarquía en lo civil y religioso, modificando la estructura eclesiástica y reformando el espíritu religioso acorde con los primeros tiempos cristianos:
La reforma eclesiástica, que tanto se desea, no necesita más que un poco de cachaza para oir las murmuraciones de los que saben poco; alguna política para responder á la corte de Roma, y un santo celo para volver á introducir las costumbres y máximas de los primeros siglos de la Iglesia. El poder monástico está muy abatido, y ninguno hay que no conozca que necesita de mucha reforma. El clero secular padece una notable división, y la mayor parte, que se compone de clérigos miserables, se alegrará del mejor repartimiento de las rentas eclesiásticas. En España echamos de menos muchos obispos que encontramos en los tiempos antiguos; ¿y por qué no podremos crear nuevos pastores para este rebaño?5
El fermento a favor de una renovación el espíritu religioso y las mismas instituciones eclesiásticas, a tono con el reformismo estatal, hunde sus raíces profundamente en el siglo XVIII y se extiende hasta muy entrado el siglo XIX.6 Desde mediados del setecientos se formaba lo que llegaría a conocerse como la Real Academia de San Isidro de Madrid, que sería un núcleo dedicado a formar un clero y letrados católicos cultos y abiertos a las corrientes de cambio y regeneración que fomentaban los círculos ministeriales de gobierno. Unas décadas más tarde, en los años setenta, asumía un perfil similar el Seminario de San Fulgencio en Murcia. En tales instituciones, profesores, alumnos, egresados y corresponsales llegarían a finales de la primera década del XIX a un liberalismo moderado que planteaba la complementariedad entre los principios de la sociedad civil y el Evangelio, dando cierta prioridad a la primera o bien a la inversa.7 A partir de 1812, gran parte de los esfuerzos de tales pensadores estuvieron enfocados a la tarea de señalar la coincidencia de las pautas constitucionales y las mejores tradiciones católicas, muchas veces para ello remontándose a la primitiva Iglesia de modestas costumbres, celo evangélico y dedicación a lo espiritual por encima de lo temporal. Esta dinámica atravesaría asimismo el trienio liberal de 1820-1823 en el periodo de restauración de la carta constitucional tras el sexenio absolutista de 1814-1820.8
Además del arrojo tomado de los primeros reformadores españoles, la labor de los constituyentes de Cádiz fue acicateada por los afanes de los franceses y afrancesados españoles en pos de crear una primera reglamentación religiosa moderna para España, mediante el Estatuto de Bayona (1808) y la nueva monarquía de José I (6 de junio de 1808 a 11 de diciembre de 1813). El Estatuto perpetuaba la intolerancia religiosa del Imperio en su primer artículo, pero no fue ajeno a una legislación secundaria inspirada en lo sucesivo en la Constitución civil del clero francés (1790) y el concordato francés de 1801. Como ya ha demostrado Luis Barbastro Gil, el régimen de José I en España estuvo asociado con un plan secreto de reforma eclesiástica que fue estampándose en decretos importantes. Pero incluso antes de que cristalizaran dicho plan y los decretos consiguientes, ya desde diciembre de 1808, y a instancias directas de Napoleón Bonaparte fue suprimida la Inquisición en España y reducido el número de conventos por considerarse contrarios al progreso económico del país. Luego en marzo de 1809, el abad De Pradt (Dominque Frédéric Dufour de Pradt) presentó a José I el referido plan secreto, elaborado en colaboración con otros clérigos, para realizar la reforma eclesiástica de España.9
Es muy probable que De Pradt haya contado con informes especiales suministrados por algunos ministros españoles afrancesados de José I: Miguel José de Azanza al cargo de Negocios Eclesiásticos, Mariano Luis de Urquijo en la Secretaría de Estado, Francisco Cabarrús en la Secretaría de Hacienda, todos ellos asociados con el reformismo borbónico en materia eclesiástica.10
El plan elaborado por De Pradt pretendía acoplar al clero secular con el proyecto estatal, al criticar el alejamiento -sobre todo- de los regulares en las cuestiones del bienestar social al propiciar una religiosidad excesivamente espiritual. Plantearía el recorte de las fiestas religiosas, generalmente asociadas en la mente de los ilustrados y liberales con momentos de derroche excesivo, expresiones populares desinhibidas, y actividades morales de dudoso valor o reprochables. Insistiría asimismo en la severa reducción del número de clérigos por considerar que muchos no ejercían un oficio religioso activo. El plan de reforma era general y sistemático, aboliendo el oneroso diezmo que recaía primordialmente en la agricultura para proceder mejor a asalariar a los clérigos activos y pensionar a los que las autoridades civiles juzgaban poco útiles. En su amplia cobertura incluía la desamortización de los bienes del clero suprimido, una reorganización total de las diócesis y parroquias españolas, así como la novedad de una Escuela de Predicación y un nuevo concordato con la Santa Sede. Además, los vicarios que realizaban tareas espirituales en las parroquias dependerían directamente de los Ayuntamientos.11
Escribe Barbastro Gil, importante estudioso de la materia a quien seguimos:
A nuestro juicio, una de las mayores aportaciones de este documento a la historia contemporánea estriba en haber afrontado con decisión y por primera vez la improrrogable reforma eclesiástica española, distinguiendo claramente las dos facetas sustanciales de la Iglesia Católica: la dimensión espiritual o interna, y la dimensión disciplinar o exterior, es decir, la Iglesia como institución u organización administrativa. Es a esta última, como lo había sido también en épocas pasadas, a la que se dirige de lleno la reforma, estableciendo ante todo unas nuevas bases socio-económicas, tras eliminar los tradicionales recursos del clero, en particular el diezmo. En modo alguno concernía a la moral y la fe católicas, de las que poco a casi nada se dice. En consecuencia, nos hallamos ante un plan de reforma de la Iglesia española, estrechamente relacionado con la estructura y la organización económica del nuevo tipo de Estado, incompatibles con el excesivo poder material y moral del clero, uno de los pilares esenciales del antiguo régimen, que a todo trance era preciso modificar.12
Durante el año de 1809 el gobierno josefino de España comenzó a poner en práctica la política deslindada en el plan del abad De Pradt, suprimiendo regulares y reduciendo drásticamente el clero secular, de acuerdo a un cálculo administrativo de los clérigos indispensables para la cura de almas. Se entrometió en la jurisdicción eclesiástica procurando darle una estructura moderna que simultáneamente suprimiera diócesis y parroquias diminutas y dividiera convenientemente las excesivamente grandes, para crear unidades diocesanas y parroquiales acordes con las posibilidades reales de atender a los feligreses. El plan estaba orientado a promover al clero parroquial juzgado ya como el eje de la nueva política. De este modo pretendía la proyección hacia España de la política emanada de la Revolución francesa e impulsada por Napoleón, sin descuidar la trayectoria de las llamadas reformas borbónicas, pero convirtiendo señaladamente las estructuras eclesiásticas en parte del diseño del nuevo Estado cesarista.13
El rechazo popular que estalló con las guerrillas antinapoleónicas y la formación de juntas que declaraban luchar por la independencia española ante la injerencia francesa introdujeron a esta dinámica una nueva variable. Desde luego, el levantamiento español contra el régimen puso una barrera a la monarquía de José I y cuestionó los planteamientos de cambio en el ámbito político-eclesiástico. Las juntas que proliferaron para movilizar la población contra el gobierno intruso eran locales, dispersas a través del país -contaban habitualmente con apoyo del clero- y se autoafirmaban con la profunda fe religiosa de los lugareños que veían con malos ojos unos invasores tachados de anticatólicos. Sin embargo, el movimiento juntista careció de uniformidad tanto entre sus adeptos como a lo largo del tiempo.
Desde 1809, la Junta Central, en su empeño por aglutinar hegemónicamente el esfuerzo nacional antinapoleónico, llevó a cabo una consulta a la nación, en la cual figuraron prominentemente cuestiones eclesiásticas. Asimismo, constituyó una comisión o "junta de negocios eclesiásticos" para, entre otras seis juntas dedicadas a diversos asuntos públicos, marcar los rumbos institucionales del régimen. Quedó claro que había una amplia preocupación en España por materias religiosas, inquietud extendida de diversas maneras al Nuevo Mundo, donde comenzaron a aparecer voces clericales y laicas que reclamaron reformas eclesiásticas. Entre las fuerzas opositoras a la ocupación napoleónica, estuvo presente la demanda de un concilio nacional que las dictara y llevara a cabo.14 No obstante, la convocatoria a Cortes, y más aún la reunión de éstas a partir del 24 de septiembre de 1810, contribuyeron rápidamente a dividir las opiniones de los españoles, y americanos, entre reformadores y "serviles". Ambos solían ver los cambios que se avecinaban en lo político y religioso como emparentados. Por ello, los "serviles" aconsejaban que había que abordarlos con gran tiento o incluso frenarlos de conjunto si amenazaban desbordar la tradición. La postura orientada a dificultar o detener los cambios aumentó con el paso del tiempo al consolidarse los planteamientos de reforma más sistemática. Por su parte, los reformadores manifestaban el deseo de revivir y poner en práctica muchos de los cambios políticos y religiosos que los ilustrados del siglo XVIII habían planteado. Simultáneamente, las ideas liberales iban acentuándose, introduciendo nuevas temáticas a los debates o dando nuevas vertientes a temas anteriores. Muchos autores sugieren una marcada tendencia entre los reformadores religiosos y políticos para unir fuerzas o integrarse en sus propósitos y actuaciones, dentro de una óptica de actualizar las instituciones de la Monarquía católica y ponerla al día. Los reformadores religiosos eran comúnmente llamados "jansenistas" por sus adversarios, término que los historiadores suelen tomar prestado a falta de otro más apropiado.15
El primer periodo de las Cortes, de 1810-1813, planteó la reforma eclesiástica a través de la medida a primera vista concertadora de convocar un concilio nacional. Una comisión eclesiástica, nombrada desde el 11 de abril de 1811, y encargada de recoger los planteamientos reformistas dados en la Junta Central sobre negocios eclesiásticos así como los provenientes de las respuestas críticas en la consulta a la nación de 1809, presentó una memoria en Cortes el 22 de agosto de 1811.
En una parte de la presentación de su memoria dice:
Penetrada del clamor y del ánsia de los venerables Pastores, y atendiendo á que desde las lágrimas que há más de cuatro siglos vió en los ojos de la Iglesia el célebre español Alvaro Pelagio, han tomado un vuelo increible el trastorno en las instituciones más santas, la decadencia de la disciplina, la corrupcion del clero y del pueblo, las falsas y profanas ideas sembradas entre nosotros por los enemigos de la piedad, de la libertad nacional y del órden político, juzga ser por lo menos tan necesario para España un Concilio nacional, como de sí lo juzgó el Tridentino para toda la Iglesia...
La memoria critica el excesivo número de clérigos, pone énfasis en los curas de almas y las funciones parroquiales, sugiere la necesidad de la reestructuración de parroquias así como la formación de canónigos con base en estricto mérito. El informe plantea de conjunto "los males extremos" de la Iglesia española, y añade además una explícita mención de la desconfianza hacia la Santa Sede e incluso hacia los mismos obispos españoles, ocasionada por el temor de intromisiones injustificadas o pretensiones indebidas, respectivamente. El concilio era visto como "el mayor dique que puede oponerse al torrente de la impiedad, á la decadencia de la disciplina, á la inobservancia de los cánones y al desórden y trastorno [...] en el clero y pueblo de España".16 Pero pese a incluirse en la memoria los puntos de reforma por discutir en el concilio nacional, uno para la península y otro para América, los proyectos respectivos no pudieron implementarse al suspenderse la convocatoria en ambos casos. Las Cortes apenas pudieron comenzar la discusión de temas como la provisión de los beneficios y su sustento.17
También fue planteada la reforma del clero regular sin llevarla a buen término. Maximiliano Barrio Gozalo, abordando el espinoso tema de esta reforma de regulares, hace algunas puntualizaciones pertinentes:
Hasta 1812 el tema de los religiosos no ocupa un lugar central en las sesiones parlamentarias de las Cortes, quizás porque el sector más preocupado por la reforma había emplazado ésta a la celebración de un concilio nacional que nunca [...] llegó a convocarse. Por fin, el 18 de septiembre las Cortes encomiendan a la Regencia que proponga las bases de una futura reforma del clero regular. Fiel al mandato, el ministro de Gracia y Justicia presenta un plan de reforma que pasa al dictamen de las Cortes [...].
En el Dictamen de las comisiones encargadas de informar a las Cortes sobre la reforma de los regulares se encuentra, a juicio de Manuel Revuelta, el estudio "más serio, profundo y sereno de cuantos elaboraron los liberales sobre la materia", y entre las reformas que propone cabe citar la reducción del número de conventos para adaptarles a las necesidades de los pueblos, la manutención digna de los religiosos que quedasen, la exigencia de vida en común, la estricta observancia de la regla y la profesión religiosa a la edad mínima de 24 años. En el aspecto económico, aunque se permite a los religiosos administrar sus rentas, su gestión debía ser controlada por los ayuntamientos e intendentes, y así mismo se les prohíbe adquirir fincas o bienes raíces. En cuanto a las monjas se propone el cierre de los conventos establecidos en despoblado y la supresión de la dote para ingresar en la vida religiosa.
Bien fuera por evitar más polémicas o por el poco interés con que la prensa liberal acogió el proyecto de las comisiones, ni el Dictamen se discutió ni se volvió a hablar más de reforma en las Cortes. Sólo el 13 de septiembre de 1813, cuando las Cortes extraordinarias estaban a punto de concluir sus sesiones, se decretó que para la extinción de la deuda pública se utilizaran, entre otros, los bienes "que pertenecían a los conventos y monasterios arruinados, y que queden suprimidos por la reforma que se haga de los regulares en uso del breve de Su Santidad de 10 de septiembre de 1802", que pasaban a ser considerados bienes nacionales. Un decreto de claro alcance revolucionario que apenas llegó a tener una aplicación práctica en aquel momento, pero que mostraba que para los liberales la reforma de los regulares no era una prioridad en sí misma, a no ser que estuviera asociada a la resolución de los problemas hacendísticos. Como las Cortes ordinarias tampoco ordenaron reforma alguna, la cuestión quedó pendiente hasta 1820.18
Es claro por el cotejo entre el plan secreto del gobierno josefinista y los planteamientos realizados por la Junta Central y luego las Cortes de Cádiz, que la idea de reformas eclesiásticas formaba parte de la agenda compartida por reformadores de uno y otro de los gobiernos peninsulares. Ambos buscaban ejes sistemáticos para realizarlas. En cambio, los reclamos venidos de la Nueva España parecen más puntuales, orientados mayormente a la creación de nuevas sedes episcopales y un orden religioso más riguroso derivado de la cercanía de los obispos a sus feligresías.19
Aunque en las Cortes hubo un auténtico esfuerzo por llegar a consensos constitucionales, lo que produjo la exitosa promulgación de la Constitución de Cádiz el 19 de marzo de 1812 con general aceptación, los problemas no tardaron en manifestarse con cierta hondura. El 17 de junio de ese año un decreto confiscó bienes eclesiásticos y regulares que habían sido afectados por la invasión francesa, si bien, prometiendo su eventual reintegro en caso de restablecerse. El 21 de agosto el Ministerio de Hacienda ordenó el cierre de conventos disueltos por el gobierno francés, lo que produjo desconcierto entre los superiores de conventos preocupados por restaurarlos.20
El 4 de junio, la Comisión de Constitución de las Cortes se dividió sobre la cuestión si la Inquisición era compatible o no con la nueva normatividad constitucional. Para el 13 de noviembre, la Comisión asentó este parecer, en medio de votos independientes de varios de sus miembros: "Es incompatible la Inquisición con la constitución, porque se opone a la soberanía e independencia de la nación y a la libertad civil de los españoles, que las Cortes han querido asegurar y consolidar en la ley fundamental".21
Tras un extenso e intenso debate, no carente de enojo e indignación de parte de críticos y defensores de la Inquisición, las Cortes emitieron el decreto aboliendo la Inquisición el 22 de febrero de 1813, así como la siguiente declaración en un manifiesto del mismo día:
Como la religión es una del estado, y por lo mismo los juicios eclesiásticos se hallan también revestidos del carácter y fuerza de civiles, los obispos y sus vicarios han guardado hasta ahora, y guardarán en lo sucesivo las leyes del reyno sobre el modo de juzgar á los españoles; de lo contrario se establecería una lucha continua entre la iglesia y el estado, y estarían en contradicción las disposiciones eclesiásticas baxo el concepto de civiles con la constitución de la monarquía.
Así las Córtes se han limitado á decretar, que en adelante no autorizarán los obstáculos que á petición de los reyes se habían puesto al libre exercicio de la jurisdicción episcopal. Por lo que mira á lo civil, han dispuesto se apliquen á esta clase de delitos las leyes dadas para el castigo de los demás: con la diferencia que el juez eclesiástico presenta al juez civil el crímen ya justificado, y este declara y aplica las penas correspondientes señaladas por las leyes.22
Casi simultáneamente estaban dándose hondas discusiones sobre los bienes de regulares. El 23 de septiembre de 1812, el ministro de Gracia y Justicia Antonio Cano Manuel se dirigía a las Cortes, refiriéndose a una reforma que había sido largamente diferida, pero que era más necesaria aún en vista de la política francesa que había cerrado conventos, propiciando la dispersión de sus ocupantes, la relajación de la moral y la destrucción de la economía, haciendo imprescindible la intervención del gobierno:
La clase religiosa, deudora á la Nación misma, y singularmente los individuos de aquellas corporaciones que diariamente han encontrado su subsistencia en la generosidad de los que la componen; la clase religiosa, repito, debe estar tan sujeta como las demás á las determinaciones del Gobierno, para no principiar á existir de nuevo, sin que preceda el examen de su conducta. Destruidos los templos, arruinados los conventos y malversadas las rentas, no pueden verse restituidos á su antiguo estado, sin que los pueblos sufran otros nuevos sacrificios en sus intereses, á los quales es muy conveniente poner cierto término.23
El ministro apelaba al Concordato de 1737 y la bula papal del 10 de setiembre de 1802, para fundamentar una política de inspección y reforma de los conventos acorde con las estipulaciones del Concilio de Trento. Añadía que la reforma conventual era "el único medio de hacer compatible la existencia religiosa de estas corporaciones, con la existencia política de la Monarquía".24
Las Comisión mixta de Hacienda, Eclesiástica y Secuestros respondió a la solicitud del ministro, el 21 de enero de 1813, fundamentando más ampliamente la necesidad de la reforma y lo hizo con fuentes que remontaron a la larga historia de reformismo aún incapaz de realizar los cambios vistos como necesarios por parte de los reformadores. Citaba una y otra vez a corresponsales procedentes de las órdenes regulares que pedían una renovación y coincidían con los conceptos que utilizaba la comisión. Tuvo predilección por mencionar el pensamiento de grandes ministros regalistas y resaltar a autoridades eclesiásticas que se habían demostrado sensibles a las exigencias de aquéllos: por ejemplo, Melchor de Macanaz y Pedro Rodríguez de Campomanes entre los ministros, así como Pedro Fernández Navarrete entre los prelados. La comisión dejó ver que aprovechaba la coyuntura de cambio y destrucción dejados por los franceses para lograr un cambio estructural a fondo acorde con la dirección gubernamental y "la prosperidad de la agricultura, de la industria y de la población".25
Las comisiones citaron al canónigo Fernández Navarrete en este sentido:
Aunque los sacerdotes son los ojos del cuerpo místico de la república, si todo fuese ojos, no habría oidos; y si todo fuese oidos, no habria manos[....] Así conviene al próvido emperador y rey tener en equilibrio los vasallos de sus reynos, de tal modo, que ni todo sea sangre de nobleza, ni todo cólera de milicia, ni todo atienda á la contemplacion, ni todo á los ministerios de la acción, sino que distribuidos en diversos estados y gerarquías, se conserve con mútuos socorros la vida civil, y política; que aunque todos conocen y confiesan que el estado eclesiástico es el ojo en el cuerpo del reyno, tambien reconocen [que no se podrá conservar si le faltan] las manos y los pies del estado secular.26
El dictamen de las comisiones mixtas está repleto de conceptos tomados de la economía política y apela al tratado de Campomanes sobre la amortización para precisar que "vindica demostrativamente el derecho que tiene la autoridad civil para impedir toda enagenacion de bienes raices en manos muertas, la necesidad de adoptar esta medida, a favor de los pueblos".27
Queda claro que en la segunda mitad de 1812 y comienzos de 1813 se habían elevado las aspiraciones de los reformadores para aplicar principios de economía política y constitucionalidad a materias eclesiásticas, si bien, no habían logrado consumar los cambios deseados. Y este énfasis político-religioso del constitucionalismo generó una reacción, creando lo que Higueruela del Pino ha llamado el "ambiente anticonstitucional fomentado por el clero", caracterizado por su apasionamiento que contribuía fuertemente al enrarecimiento del clima de discusión.28 El origen de la confrontación, que ahora se volvía más colérica, puede remontarse al debate sobre la libertad de la imprenta a finales de 1810, cuando quedaron divididos profundamente los representantes a Cortes en la votación de esta medida -68 en contra y 32 a favor-, la cual salió publicada por decreto del 10 de noviembre de 1810.29 Los reformadores habían triunfado debido "únicamente al voto de los diputados suplentes de España y América" apenas elegidos por escasos votos en Cádiz unos meses antes.30
Para mediados de 1811, fue publicado un folleto de 22 páginas que atacaba medularmente la libertad de imprenta, a los liberales y jansenistas reformadores y sugería que el decreto subvertía la infalibilidad de la Iglesia y la autoridad del gobierno:
Libertad de imprenta. Según el reglamento aprobado y publicado por el Congreso Nacional, santa y buena: ojalá los efectos hubieran correspondido a los deseos e intenciones del Congreso. [...] Libertad pues de imprenta en el sentido en que la toman los filósofos, es la facultad de criticar y censurar seria o burlescamente los ritos, prácticas, creencias, establecimientos, y ministros de la religión y la conducta de los reyes y la de sus ministros que ya no existen.31
La respuesta de los reformadores sería rápida. Saldría el mismo año de 1811 un Diccionario burlesco apuntado a ridiculizar las opiniones del autor del Diccionario razonado manual. Rescataba y ensalzaba en cambio las palabras y conceptos clave del constitucionalismo. La obra, escrita por el bibliotecario de Cortes, Bartolomé José Gallardo ahondaría las divisiones entre reformadores y sus oponentes al hacer más clara la oposición entre el nuevo constitucionalismo y los conceptos constitucionales más apegados al Antiguo Régimen. Suele señalarse la polémica consiguiente como una ruptura duradera que evidenciaba visiones opuestas de la monarquía constitucional y los límites de la autoridad de las Cortes para constituir o reconstituir la nación.32
Al abordar la reforma de conventos en 1812 y 1813, se profundizaría la división. Aunque hubo bastante acuerdo en cuanto a la necesidad de una reforma conventual, transcendió la discusión rápidamente a la competencia de las Cortes para actuar. Simón López, diputado por Murcia, publicaba a finales de 1812 su oposición a la injerencia de las Cortes:
el Concilio nacional ó general, el Papa: estos son los jueces competentes. Demás, que la Iglesia todo lo tiene ya prevenido y mandado: guárdese lo que previene el Tridentino, y están reformados los regulares. Todo lo que á V. M. [las Cortes] toca es protegerles con escitar el zelo de los prelados regulares y de los Obispos, y ofrecerles su protección, y ausiliarlos con su poder siempre que lo reclamen. Nosotros [los diputados] no podemos otra cosa. Mi Provincia no me ha enviado á reformar religiones, sino á defender la religión , la patria y el Rey: esta es mi misión, este es mi principal encargo: mire V. por la Religión, me decian mis comitentes al marcharme.33
El fraile Facundo Sidro Villaroig participaba de estas ideas que cuestionaban la autoridad de las Cortes en la materia, quejándose adicionalmente de la exclusión de los frailes a la representación política, y por ende, a la presencia en Cortes. Entendía claramente lo que estaba en juego. Por ello, en vez de proceder las reformas por partes, afectando a unos regulares u otros, sugería dejar las cosas a las autoridades religiosas o pensar en un nuevo marco constitucional:
Mas convendría quizá que se tratara seriamente de hacer una nueva Constitución Eclesiástica á manera de la Política que uniformase en lo posible el estado ministerial de la Iglesia, esto es todo el clero asi secular como regular destinado á la asistencia espiritual del pueblo: i atendida la falta de instrucción que se observa generalmente en los fieles, lo juzgo necesario para que concentrando, digámoslo asi, sus fuerzas, como se practica en los exércitos, puedan con su exemplo hacer frente á la disolución, que fomentando la indiferencia, se aumenta cada dia con grave perjuicio de la Religión i del Estado. Extremis morbis extrema sunt adhibenda remedia.
Ante mal tan extremo, remedios radicales: en una nota a pie de página, añadía el fraile: "Este si que es punto de seria meditación; pues como ya lo concibo, no podría menos de acarrear ventajas increíbles; i mas en estos tiempos en que la política civil establecida sobre bases sólidas i permanentes contribuiría no poco á su feliz organización".34
No paró allí el debate. Ruiz Rivera escribió:
La historia de la rivalidad liberal-conservadora alcanzó su clímax en el tema de la Inquisición. Ambos partidos habían peleado pequeñas escaramuzas desde 1810. Los liberales apostados detrás del principio de la soberanía nacional encontraron una oposición débil en las primeras etapas de las sesiones de las Cortes.35
Los argumentos de ambos lados llegaron a ser ofensivos y acusatorios. En un folleto el autor anónimo asoció a los eclesiásticos con el feudalismo y los acusó de usurpaciones históricas del poder civil al cuestionar tanto la autoridad del clero español como la del papa en España. Y sentenciaba a propósito de materias jurisdiccionales y económicas lo siguiente:
Quando en la nación, baxo qualquier título, consigue una de sus clases eximirse de las cargas públicas y desconocer la autoridad soberana para imponérselas, llamándose dependiente exclusivamente de un príncipe extrangero, no hay ya ni libertad, ni independencia, ni virtud, ni patria, ni rectas ideas de equidad y de justicia.36
El constitucionalismo político-religioso en Nueva España
Esta confrontación de pareceres en Cádiz no llegó a expresarse plenamente en la Nueva España en esos años, quizá porque la rebelión dirigida inicialmente por el cura Miguel Hidalgo y Costilla, y luego por otro cura José María Morelos y Pavón, incitaba a la unión entre sus contrarios dentro de la Iglesia y el Estado, propiciando su apoyo cuando menos formal a la constitución gaditana. Sin embargo, Jaime Adame Goddard ha señalado aristas importantes incluso en varios artículos de la Constitución de 1812 en materias religiosas que la harían difícil de asimilar en México:
Respecto de las personas del Estado eclesiástico: se suprimió la exención de tributos que gozaba el clero, al establecer el principio de tributación general, sin excepciones (artículos 8o. y 9o.); se reconocen derechos y deberes políticos a los miembros del clero secular, pero no a los del clero regular (artículo 91 que sólo admite que puedan ser diputados los miembros del clero secular, lo que excluye implícitamente a los regulares); se dispone (artículo 232) que en el Consejo de Estado haya 'cuatro eclesiásticos', de los cuales dos serán obispos. Finalmente (artículo 249), se mantenía el fuero eclesiástico, pero sólo en los "términos que prescriben las leyes o que en adelante prescribieren".37
Manuel Morán Ortí, citado por Adame, observa de manera similar que si bien no hay "sorpresas espectaculares en el esquema de las relaciones con la Iglesia, ni en el diseño de los organismos encargados de esa función", sí se percibe "cierto aguzamiento del enfoque regalista, cosa que se puso de relieve en la aprobación del artículo 155, que sustituía la tradicional voz 'encargamos' por 'mandamos' al dirigirse a las autoridades eclesiásticas para la promulgación de las leyes".38
Adame Goddard insiste en que esta vertiente regalista introducía un nuevo elemento de consideración, porque la autoridad del rey en materia religiosa ya no se ejercía por sí sola, sino constitucionalmente en comunicación con otras instancias de un nuevo régimen de poder:
Entre las facultades constitucionales del rey está (artículo 171) la de presentar candidatos a obispados y dignidades eclesiásticas, pero habiendo oído previamente al nuevo Consejo de Estado, y la de dar el pase o negarlo a los decretos conciliares y a las bulas pontificias, oyendo previamente a las Cortes, al Consejo de Estado o al Supremo Tribunal de Justicia, según fuera el contenido del decreto o bula. A este mismo tribunal se le dan (artículo 261) las facultades de conocer de los recursos de fuerza que se interpusieran, así como de todos asuntos contenciosos relacionados con el real patronato.39
Adame Goddard también considera que la determinación gaditana de sustituir al apóstol Santiago por Santa Teresa, como patrona de España -el 27 de junio de 1812- tenía como colofón implícito la afirmación de una Iglesia nacional frente a la Santa Sede. Este autor enfatiza asimismo la importancia del cierre de conventos y apropiación de sus bienes, además de la supresión del Tribunal de la Inquisición (5 de febrero, 1813), como factores que alejaban a los sectores sociales más conservadores de la acción de las Cortes, disponiéndolos al retorno de Fernando VII y a su declaración de nulidad de la Constitución y decretos de las Cortes el 11 de mayo de 1814.40
Adame Goddard admite influencias de la Constitución de Cádiz sobre la de Apatzingán en México en 1814. Señala al respecto los procedimientos electorales y la pretensión regalista en ambas constituciones de que el Tribunal Superior de Justicia tuviera capacidad para revisar los recursos de fuerza levantados contra fallos de los tribunales eclesiásticos, derecho concedido en el artículo 266 de la carta gaditana y en el 197 de la de Apatzingán. No obstante, Adame halla que "la concepción de la organización política en la Constitución insurgente es muy diferente de la que priva en la de Cádiz". Se trata de "una república cristiana, en el sentido tradicional organicista". Además de declarar el catolicismo como religión única,
la calidad de ciudadano se pierde por crimen de herejía o apostasía (artículo 15), la libertad de imprenta queda limitada por el dogma católico (artículo 40), la inmunidad de los diputados no alcanza los delitos de herejía y apostasía (artículo 59); los titulares del supremo gobierno, así como los jueces superiores, deben jurar que defenderán, a costa de su propia sangre, la religión católica (artículos 155 y 221).41
Cierto regalismo presente en la carta de Apatzingán le parece a Adame muy distinto de lo que reinaba en la de Cádiz. Autorizaba algunas "intervenciones del gobierno civil en el régimen de la Iglesia, como: cuidar que los pueblos tengan eclesiásticos dignos, que administren los sacramentos y den buena doctrina (artículo 163)"; pero no concebía la nación en un sentido plural ni asentaba que dicha nación "protegerá" a la Iglesia, como sugería, o bien declaraba, el constitucionalismo gaditano. Concede Adame que:
Parecería haber un indicio del derecho general de la nación a intervenir en la vida de la Iglesia, en el artículo 236 que dispone que todas las autoridades, incluidas las eclesiásticas, deberán jurar obediencia y fidelidad a la "representación nacional" que se reúna, cuando las circunstancias lo permitan, para aprobar una nueva Constitución, y en la cual quedarán las "facultades soberanas" que temporalmente tiene el Supremo Gobierno. Pero no son estas "facultades soberanas" lo mismo que se entiende en la Constitución de Cádiz por "soberanía", porque el decreto de Apatzingán reconoce la existencia previa de una nación compuesta históricamente por pueblos, ciudades y otros cuerpos, cuyos estatutos el supremo gobierno primero, y luego la representación nacional, debe respetar; no son estas "facultades soberanas" el derecho ilimitado de crear una nueva nación.42
En cambio, subraya Adame, la orientación gaditana hacia la relaciones Iglesia-Estado sería mucho más clara y manifiesta en el Acta de la Federación en 1824 y en la Constitución de 1824.43
Durante el Trienio Liberal de 1820 a 1823 fueron aprobados decretos que reducían a medio diezmo el tradicional recurso financiero mayor de la Iglesia institucional, reformaban o incluso en determinados casos suprimían a regulares, desamortizaban parte de los bienes eclesiásticos y abolían ciertos beneficios eclesiásticos.44 Barrio Gozalo plantea los sucesos en términos de una continuidad y profundización de la labor de las Cortes de Cádiz en materia religiosa, que había quedado trunca, permaneciendo primordialmente como proyectos inconclusos. Afirma:
Una vez que los liberales se hacen con el poder en marzo de 1820 tratan de enlazar con la obra de las Cortes de Cádiz y, valiéndose del aparato del Estado, intentan llevar a cabo profundas transformaciones en la sociedad española. Y, como en el periodo anterior, una vez que se suprime la Inquisición el 9 de marzo, la prensa comienza a criticar los defectos de la Iglesia, anuncio sin duda de las reformas que las Cortes iban a acometer. La sátira anticlerical prolifera cada vez más y a través de un lenguaje socarrón y lleno de desenfado, denuncia los abusos del clero y pinta retratos grotescos del mismo.45
Con la presencia de un 22.6 % de diputados eclesiásticos, las nuevas Cortes comienzan a actuar con "una precipitación incomprensible" a partir del 9 de julio. El 15 de agosto suprimen la Compañía de Jesús. A comienzos de septiembre abordan un proyecto de reforma de regulares y el 1º de octubre decretan la extinción de monacales y la reforma de regulares, y logran la sanción real el día 25 de octubre. La reforma de los regulares autorizados procede con la reducción del número de conventos, su clara subordinación a sus diocesanos, quedan prohibidas nuevas fundaciones y suprimidos los noviciados, y ofrecen facilidades para aquellos regulares deseosos de secularizarse. Determinan asimismo que todos los bienes de conventos eliminados fueran destinados a subsanar el crédito público. Los mismos inmuebles conventuales debían destinarse a instituciones de utilidad pública mientras sus bienes serían inventariados por los jefes políticos, devolviendo a los diocesanos los objetos devocionales. La desamortización de los bienes procedería por subasta pública según disponía el decreto del 9 de agosto de 1820.46
El constitucionalismo de Bayona (1808), Cádiz (1812), Apatzingán/Michoacán (1814) y de las redivivas Cortes de 1820-1823 en Madrid, introdujo al Imperio -así como indirecta o directamente a la Nueva España- una nueva ingeniería de reformismo político-religioso. El gobierno salido de Bayona comenzó la iniciativa de un plan sistemático de reforma eclesiástica. Cádiz fue el escenario de una profunda y enérgica discusión de la compatibilidad o contradicción entre el legado católico del mundo español y la afirmación de nuevas libertades -por ejemplo, la prensa libre de censura previa- como expresión de la soberanía de la nación. Los diputados abordaron el origen de la autoridad, tema verdaderamente controvertible; y cuestionaron los nexos entre el clero y las Cortes al plantear éstas como nuevo soberano elegido. Ciertamente se trataba de un soberano capacitado para ceder con deferencia parte de su autoridad al heredero real, presumiblemente Fernando VII, una vez que jurase la constitución. Al remover los elementos históricos de la mancuerna Trono-Altar en el caso de Bayona y Cádiz, eventualmente sustituyéndolos por una entre nación y altar en Cádiz y Apatzingán, el constitucionalismo moderno introducía con mayor o menor fuerza una nueva racionalidad axiomática a una relación que había evolucionado de una manera más o menos orgánica, con base en composturas diversas y no sólo lineamientos jurídicos programáticos. El constitucionalismo abría plaza, de esta manera, a una cultura política de debate en torno a los elementos integrantes del Estado moderno, incluso en lo referente al clero y la religión. Como lo ha señalado Adame Goddard, estos procesos daban motivo de preocupación en la Nueva España y su asimilación parece haber sido sólo parcial hacia comienzos de los años 1820.
El Bajío y San Luis Potosí en el sexenio absolutista de 1814-1820: efectos de la libertad de imprenta y su inicial repudio
En Cádiz había quedado declarada el 10 de noviembre de 1810 la libertad de imprenta, dictaminada favorablemente por José Isidoro Morales, canónigo de Sevilla que sólo ponía reserva en cuestiones de dogma.47 Desde el 27 de septiembre había sido formada la comisión que debía estudiar la materia, y entre sus once miembros figuraba José María Couto, diputado por Michoacán. Después, el artículo 131 de la constitución gaditana asignaba a las Cortes la facultad de proteger esa libertad política en el uso de la imprenta, amparando así planes de reformas y mejoras convenientes para el Estado además de ideas políticas más generales. Pero justamente esa latitud de interpretación hería las susceptibilidades de ciertos sectores de la sociedad, como ya se ha comentado. En su obra Apología del Trono y el Altar, reimpresa en México en 1815, Rafael de Vélez escribía: "El Congreso no aprobó en derecho el que se escribiese contra la religión, pero en el hecho lo llegó a permitir y aún a defender. Cuatro años de desenfreno de la imprenta es la desgraciada experiencia que cito".48
De hecho durante los años de Cortes de 1810 a 1814 (trasladadas brevemente a Madrid en este último año), y aún más en los años subsecuentes, hubo en México muchos reparos o abiertas condenas a las nuevas libertades que habían sido declaradas en Cádiz y sus implicaciones para el mantenimiento del orden social.49
En 1815 fue detectada en Querétaro la obra Reflexiones críticas sobre la Constitución, Cortes nacionales y estado de la presente guerra (Oviedo, 1812), escrita por el capitán Pedro Canel Acevedo, militar asturiano de talante ilustrado y reformista. En julio de ese año un religioso del Colegio Apostólico de la Santa Cruz de Querétaro denunció el escrito ante el tribunal del Santo Oficio por considerar que debía estar ya prohibida en vista de sus afirmaciones que parecían subversivas en materia del clero y la Inquisición no menos que la monarquía.50 Comenta Alejandre García:
No andaba descaminado el denunciante, pues los calificadores que la analizaron vieron en ella una obra sediciosa y merecedora de censura, por proclamar en ella su autor que las verdaderas monarquías, anteriores a las de las dinastías de los Austrias y los Borbones, habían sido democráticas, frente a las demás, despóticas, habiendo correspondido a la Constitución el mérito de haber restablecido el perdido carácter democrático de la institución.
El elogio que hacía de la soberanía popular y de la separación de poderes ("si el rey une la potestad legislativa y la ejecutiva, su monarquía es despótica"), su justificación de las doctrinas del regicidio y el tiranicidio, su creencia en que la causa de la sublevación de América fue la esclavitud a que se sometió a los indígenas, sus críticas al Santo Oficio y su discurso para demostrar que la censura de libros hecha por los sacerdotes sólo debía referirse a la doctrina y en ningún caso debía conducir a la imposición de penas temporales a los autores, y algunas otras proposiciones, contra la Iglesia, los diezmos parroquiales y la penalización de la simple fornicación, o favorables al amancebamiento de clérigos y monjas, al matrimonio de clérigos o a la barraganía, aconsejaron su prohibición in totum, para lo que era suficiente el hecho de que contradijera el decreto de Fernando VII dado en Valencia el 4 de mayo de 1814, que prohibía que nadie, de palabra o por escrito, se ocupara favorablemente de la Constitución, que, en este libro, era ensalzada. Y así, fue prohibida, incluso para quienes tenían licencia, por decreto de 1 de marzo de 1817.
Alejandre señala algunas obras adicionales cuya circulación preocupaba, y de éstas parece que el Diccionario crítico-burlesco llegó a la Nueva España hacia 1813-1814 y nuevamente con la expedición de Francisco Xavier Mina en 1817.51 La Defensa de las Cortes y de las regalías de la Nación contra la pastoral de los obispos refugiados en Mallorca, cuyo autor era Joaquín Lorenzo Villanueva, fue reimpresa en la Ciudad de México en 1813.52
Pero había, desde luego, otros impresos peligrosos para los defensores del orden absolutista bajo el restaurado Fernando VII, o que saldrían rápidamente en 1820 en cuanto fue restablecida la constitución, incluso escritos que apuntaban directamente al fomento de las reformas eclesiásticas promovidas en España durante las sesiones de Cortes.53
En el Obispado de Michoacán hay claros indicios de la división de opiniones en materia del tránsito al constitucionalismo moderno y las implicaciones que pudo conllevar para la religión católica y el clero. En Valladolid de Michoacán, tanto en 1813 como en 1820, el canónigo Manuel de la Bárcena aplaudía la Constitución de Cádiz.54 Desde luego, entre 1810 y 1814 era conveniente políticamente ensalzar las virtudes de la constitución gaditana y su promesa de importantes vindicaciones para América ante el movimiento insurgente acaudillado por Miguel Hidalgo y Costilla y sus sucesores. Fray Diego Miguel Bringas, quien tomó el hábito de San Francisco en el Colegio de la Santa Cruz, de Querétaro, donde fue guardián y cronista, se volvió un gran orador espiritual que, condenando al movimiento de Miguel Hidalgo, aplaudía la labor de las Cortes gaditanas, pero, a partir de 1814, criticó el proceso gaditano abiertamente. También condujo el proceso inquisitorial en Querétaro en torno a la obra de Canel Acevedo, poniendo en tela de juicio su declarada postura a favor de la Constitución y el reformismo político-eclesiástico. La indagación que emprendió sugiere que buscaba posibles nexos con opiniones favorables a los insurgentes, pues, los planteamientos de Canel Acevedo subvertían el poder de las autoridades civiles y eclesiásticas de la monarquía borbónica, calificándolo como antidemocrático y corrupto.55 La postura ahora antigaditana de Bringas concordaba con otras similares en la Ciudad de México, capital novohispana, así como con un sermón predicado por él mismo en Querétaro el 11 de diciembre de 1814.56
Una revisión de los años siguientes sugiere una continuidad con este vuelco contra las Cortes y la Constitución. Un sermón de José María Guillén y Franco en San Luis Potosí en 1815 adoptó esta posición, contemplando el proceso gaditano como parte de un complot internacional para subvertir la religión: "Más de veinte años ha que la negra conspiración de revoltosos calvinistas, de jansenistas hipócritas, de falsos filósofos ó ateos, y de fracmasones [sic] impíos, no cesaba de atacarla [a la Iglesia] con las fuerzas y los ardides que no había antes inventado el infierno".
En su óptica, apenas si España había aventajado con derrotar a Napoleón, cuando se desató ahí una conspiración constitucional contra los preceptos de la Iglesia. Sólo en 1814 finalmente logró imponerse la fuerza inspirada por Dios mismo:
El deseado Fernando ha vuelto á España, y España respira de la opresión en que yacía postrada baxo el pesado despotismo de algunos pérfidos, que contra los buenos y legítimos representantes de la nación, contra la nación misma, contra el rey y contra Dios, se habían usurpado los derechos de la nación, los del rey y los de Dios, y se habían constituido los ídolos á que, pena de muerte ó de destierro, debían tributarse los homenajes debidos respectivamente á tres tan dignos objetos.
En la perspectiva de Guillén, los grandes perdedores fueron los gaditanos y el "corifeo Hidalgo". Todo fue obra de Dios.57
Dos años después en 1817, el Dr. Manuel María Gorriño y Arduengo denunció en San Luis un complot para "descatolizar" a México, señalando como autores de semejante atentado tanto al movimiento insurgente como a las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812.58 Por su parte, los sermones de fray Francisco Núñez, predicados en Querétaro en 1818 y 1819, refieren a un ciudadano cristiano a la vez que ofrecen una perspectiva preocupada por una nueva corrupción de costumbres desde que se atentó contra la unión del trono y el altar. Menciona en este respecto el movimiento de Hidalgo, si bien no Cádiz. Pero condena una nueva orientación materialista de la vida y pone como antídoto la creencia en la Virgen de Guadalupe.59
Los escritos de Ramón Martínez de los Ríos, residente en Querétaro pero originario de San Luis Potosí, evidencian varias cosas. En sus Cuatro Cartas de 1820, Martínez, usando el seudónimo de Br. Cándido Alesna, defiende el valor ciudadano y cristiano de la Constitución de Cádiz, refutando al fraile Manuel Agustín Gutiérrez que la había tachado de "infernal". Poco después Martínez de los Ríos añadió unos diálogos publicados sobre la misma temática. Estaba atacando, según informa José Toribio Medina, el folleto del mismo fray Manuel Agustín Gutiérrez titulado "Dos discursos sobre la mucha importancia de la buena educacion y enseñanza de las primeras letras a los niños". El segundo de estos discursos fue dado en Celaya en 1819.60 Gutiérrez era un personaje de relevancia en la diócesis de Michoacán. En un sermón suyo publicado en 1817, en el cual atacaba al cura Hidalgo, dio estos datos de sí mismo:
Lector Jubilado, exDefinidor, y Cronista de la Provincia de la S. Pedro y S. Pablo de Michoacan, exGuardian del Convento de S. Buenaventura de la ciudad de Valladolid y del Real y Pontificio Colegio de Universidad de la Purisima Concepción de la de Celaya, su actual Regente de estudios, y Comisario visitador de su venerable orden tercero
Al publicarse sus Dos discursos en 1820 precisaba ser "de la Regular Observancia de nuestro serafico Padre San Francisco, lector jubilado y actual Provincial de la Provincia de San Pedro y San Pablo de Michoacan".61
El discurso en Celaya de 1819 respondía a un decreto de Fernando VII del 20 de octubre de 1818 llamando a los religiosos de uno u otro sexo a establecer escuelas de niños y niñas en sus conventos.62 Gutiérrez celebraba esta decisión y urgía a que su puesta en práctica promoviera una contrarrevolución que revirtiera todos los cambios sucedidos en España y su Imperio desde fines del siglo XVIII cuando, a su parecer, se había empezado a deshilvanar todo, pues, desde entonces se dio:
la propagación enorme del revolucionario é impío galicismo: el influjo de la fracmasonería [sic], mezcla de los más de los delirios de sectas anticatólicas: la fermentación anárquica cismarina y transmarina de los liberales déspotas, protectores extremadamente audaces de la iniquidad, é irreligión, del desórden é impudencia: los levantamientos de bárbaros rebeldes: empresas facinerosas: ¿qué sé yo? [... ] Todo eso, pues, que por tan dilatados años nos ha oprimido y en parte nos oprime todavía, y que casi nos ha reducido á nulidad; ¿cuánto no ha desmoralizado, descatolizado, embrutecido, y más que embrutecido las Españas?63
La situación en la Nueva España se había deteriorado con la insurrección popular, de modo que los valores y la estructura de autoridad en la sociedad acabaron mermándose, porque la persistente insurrección había logrado:
El desprecio de toda autoridad y todo hombre de buenas intenciones y principios: el ultraje de las sacrosantas leyes, la falta de respeto á todo lo sagrado, el atropellamiento de la equidad y justicia, y de las otras virtudes civiles, militares, políticas, cristianas; ya paliadamente, ya de un modo descarado; y aun interviniendo colusión é inteligencias con los más declarados enemigos del Ser Supremo, del legítimo Soberano temporal del cristianismo y de la Madre Pátria, aunque ellos sean excomulgados vitandos, justamente intolerables.64
La reforma educativa solicitada por Fernando VII estaba llamada, en la óptica de fray Gutiérrez a remediar la situación de las malas influencias extranjeras, el constitucionalismo gaditano y la insurgencia novohispana, llevando hacia delante lo comenzado por el monarca restaurado cuando declaró nula la acción de las Cortes y la Constitución de 1812:
El Real decreto de Valencia que abolió la infernal Constitución y dio a los liberales por el pie, nos salvó por entonces de grandes y funestísimos peligros. Pero quedaron y existen los gérmenes venenosos de los males, que sólo podrán arrancarse de raiz, evitarse su propagación y destruirse eficazmente por la diseminación, el cultivo é incremento de la semilla importante que sólo proporciona la buena Educación de la niñez; y es la misma que desea nuestro augusto Soberano, y que previene la Real cédula citada.65
Justamente tal planteamiento cerradamente opuesto a lo sucedido en España y la Nueva España desde fines del XVIII es lo que las publicaciones de Martínez de los Ríos atacaban, y que tuvieron eco en la folletería del año 1820.
En el fondo, la cuestión era cómo devolver la Nueva España a la paz y el orden, y qué nexos tendría este proceso con el constitucionalismo. Hubo otros pensadores que de diversas maneras se ocuparon de esta incógnita central. El potosino Juan Wenceslao Barquera le dedicó un escrito el mismo año de 1820; en su Balanza de Astrea abogaba por religión y constitución a la vez que proponía implementar la constitución gradualmente para lograr la reconciliación política con moderación.66 En el festejo organizado por el Ayuntamiento constitucional de Querétaro, en el cual intervino Ramón Esteban Martínez de los Ríos, además de erigir un monumento a la constitución y dedicarle poesías que enaltecían su carácter simultáneamente católico y libertario, se incluyó un sermón predicado por el Dr. Joaquín María de Oteiza y Vertiz. Oteiza aseguraba que el código constitucional estaba "fundado sobre el firme apoyo del catolicismo", pues excluía el tolerantismo, protegía al clero en sus fueros, restablecía el poder de los obispos, fomentaba la educación cristiana, y promovía misiones en tierras de infieles, de modo que sólo los serviles podían juzgarla de "anticatólica". A Oteiza le parecía conveniente que la constitución frenara el "poder absoluto" y que quedara América elevada a parte integrante de la monarquía y renaciera su "suspirada libertad".67
Los debates y las reformas se intensificaron con la Independencia y el federalismo
Lo sucedido en el Bajío y San Luis Potosí trascendía reiteradamente un ámbito regional. Reflejaba lo que sucedía en la capital, en particular, a la vez proyectándose a otras entidades del país que pasaban por reflexiones político-eclesiásticas similares. Por ejemplo, en 1824 el periódico veracruzano El Oriente reproducía un dictamen de la legislatura de San Luis Potosí sobre diezmos y rentas de vacantes eclesiásticos en el cual citaban a Zeger Bernard Van Espen (Derecho eclesiástico universal) y Domingo Cavallario (Instituciones canónicas). Éstos eran autores de los más frecuentemente invocados por los reformadores político-religiosos y, en este caso, referidos para fundamentar que esos impuestos e ingresos correspondían al poder secular, por lo que el estado de San Luis Potosí tenía derecho a reclamarlos en su circunscripción dentro de la federación.68
A su vez, el gobierno de San Luis tuvo que pronunciarse sobre sucesos que afectaban a toda la nación. Una encíclica de León XII a finales de 1824, que invocaba a los americanos a retornar a su antigua lealtad a Fernando VII de España, tuvo un número importante de contestaciones en los periódicos y los folletos publicados en México a lo largo de 1825. Éstas desconocían la autoridad del pontífice en la materia o asentaban los derechos nacionales/internacionales de México a ejercer su soberanía recién ganada. El Congreso constituyente de San Luis Potosí emitió su propio documento ese año aunándose al coro de voces que, en rechazo a la referida encíclica, sostenían la vía republicana independiente para el futuro de México.69 En Guanajuato salió en 1825 un folleto titulado Noticias de Roma, que incluía un amable comunicado de León XII al "ínclito Caudillo Guadalupe Victoria", segura prueba a los ojos de los editores de que la supuesta encíclica de 1824 fue en realidad "fraguada por el gabinete español" y era indigna del respeto de los mexicanos.70
Los eclesiásticos hallaban la necesidad de tomar alguna postura frente a los sucesos políticos nuevos. El presbítero José María Guillén, como miembro de la diputación provincial de San Luis Potosí, hizo referencia al Acta Constitutiva de la federación mexicana en un sermón a mediados de febrero de 1824, celebrando esta "prenda celestial" que mediante la declaración de la intolerancia religiosa asegurara que "somos cristianos por ley, y por ley fundamental, emanada de nuestro convencimiento y de una deliberación entera". El Acta constitutiva combinaba "maravillosamente en la justicia y la verdad, los derechos soberanos de Dios con los de los pueblos, y los individuales de los ciudadanos", fundiéndose en un todo "las virtudes públicas, políticas y cristianas". Pero el padre Guillén aún mantenía sus recelos anteriores en materia política que había manifestado una década antes. Expresaba así su temor a "la ingratitud de los Sanluiseños, su frialdad e indiferencia, sus vicios é intenciones siniestras, sus fines de referirlo todo á su lucro, á su comodidad y á su engrandecimiento privado". No obstante estos reparos, confiaba en que pese a todo San Luis se convirtiera en "el modelo de los demás estados".71
Los temores del presbítero Guillén reflejaban de manera matizada el clima de polémica que ya, en el espíritu constitucional presente desde Bayona-Cádiz-Apatzingán, invadía la discusión de la unión de la religión y la política. El franciscano de la provincia michoacana, Victoriano Borja, acusó mediante un sermón en Querétaro a finales de 1826 que abundaban "detractores" de las órdenes religiosas. Defendió tenazmente la existencia y funciones de los regulares, aunque admitía en respuesta a sus contrarios que las órdenes no habían sido creadas desde los orígenes del cristianismo. Veía en los regulares, además, un "antemural contra los enemigos de la Iglesia", pues, en la filosofía del día imperaban "tantos baldones contra los frailes y los clérigos".72 La tensión se evidenciaba en un folleto de marzo de 1827, en que los frailes misioneros de Querétaro eran acusados de fomentar rebeliones populares contra el orden republicano, tratándose nada menos que del "sistema popular representativo", "predicando religion, y suponiendo la ecsistencia de infinitos enemigos de esta que no hay".73
Apenas un par de años más tarde, en San Luis Potosí, fray Manuel de San Juan Crisóstomo expresaba puntos de vista claramente comprometidos con el nuevo régimen republicano y los criterios político-religiosos que iban afirmándose en el país.74 Para empezar, San Juan Crisóstomo ensalzaba el valor de la rebelión de Miguel Hidalgo ante la ingratitud opresiva de una España que no otorgó a México los derechos de buen gobierno que ya habían comenzado a reconocerse en España. Además, alegó que los españoles habían abusado de la religión desde el siglo XVI al asociarla con actos de conquista y dominio. Vinculaba en cambio a la religión con el patriotismo, y declaraba que en México había "un pueblo que quiere ser libre", y por ende el rompimiento con España era "lícito". Fray Manuel de San Juan Crisóstomo afirmaba categórico que la religión y la opresión eran antagónicas:
El autor de la revelación, es el autor de las sociedades: de consiguiente es calumniar á la religion, suponer que en sus macsimas se encuentre un apoyo, en sus doctrinas una disculpa, en sus verdades algun titulo para usurpar el derecho de la propiedad, y mucho menos para privar á una nacion quieta y pasifica de la facultad que poseé de gobernarse.
Su condena a España era extensiva a la Inquisición y, ante ella, reclamaba los derechos de la patria y las luces del siglo. En su opinión los obispos y concilios debían ejercer únicamente una vigilancia discreta sobre las cosas públicas. Más llamativo todavía, San Juan Crisóstomo subrayaba que en la patria los ciudadanos eran el soberano y sugería que los sacerdotes debían luchar por desarrollar su liderazgo espiritual. Para sustentar tales ideas, el predicador citaba obras famosas del pasado reformista de la Iglesia católica: Bossuet, Defensa del clero galicano y Natal Alejandro, Historia Eclesiástica.75 Pero además, se permitió elogiar la obra del joven Bernardo Couto quien en 1825 firmó con el anagrama de Norberto Pérez Cuyado un fuerte alegato en contra de la injerencia del papado en el México independiente en respuesta a la Encíclica de León XII a fines de 1824.76
Fray Manuel de San Juan, a diferencia de Guillén, estaba metiéndose en las delicadas cuestiones atinentes al deslinde entre los legítimos derechos de los poderes temporales y espirituales, que eran inherentes a las discusiones constitucionales desde principios del siglo XIX. Había, sin embargo, otras cuestiones que involucraban el sistema legal del país y que atañían a viejas polémicas sobre la autoridad última que debía ejercerse en un sistema jurídico que todavía contemplaba cortes eclesiásticas y civiles. En 1826, Ignacio Alvarado, ministro de la Suprema Corte de Valladolid en Michoacán, publicó un largo folleto donde denunciaba abusos por parte de la curia de Valladolid en contra del canónigo doctoral de aquella Iglesia, el Dr. Domingo López de Letona. Se trataba de una disputa en torno a la Haceduría de la catedral diocesana para el cobro de diezmos. Alvarado sostenía, acorde por cierto con las constituciones de Cádiz y Apatzingán, no menos que hipotéticamente la de 182477 -aunque prefirió citar antecedentes eclesiásticos y civiles más antiguos- que era justificado que el canónigo empleara un recurso de fuerza, mecanismo legal de apelación contra el abuso de autoridad de las autoridades eclesiásticas, y que el Supremo Tribunal -órgano civil- tuviera la última voz en la materia. El juez aprovechó su folleto no sólo para defender el ejercicio del recurso de fuerza, sino la jurisdicción mayor civil, así como sugerir que era necesaria una reforma general de los diezmos acorde con lo decretado en las Cortes españolas de 1820 a 1823, como derecho soberano de la nación. Alvarado se permitió demostrar un amplio conocimiento de los autores más citados por los reformadores eclesiásticos, como Juan Antonio Llorente, Ignacio Jacinto Amat de Graveson, Giulio Lorenzo Selvaggio, Zeger Bernard Van Espen, Juan Devoti, Domingo Cavallario, Pedro Frasso sobre el Regio Patronato, así como José de Covarrubias y Juan Acedo Rico (Conde de la Cañada) sobre el recurso de fuerza. Aceptaba que los estados de Guanajuato y San Luis Potosí, que formaban parte de la diócesis de Michoacán, tenían un legítimo interés en el resultado de tales asuntos. De paso en su argumentación, Alvarado asentó que las determinaciones de la junta interdiocesana de 1822, declarando cesado el patronato regio de España el 11 de marzo, carecían de un carácter definitivo, pues, "la opinión de esa junta no es una autoridad decisiva".78
Lo que estaba en debate, sin embargo, trascendía lo estrictamente legal, aunque contemplaba lo jurídico en prominente lugar. Alcanzaba planteamientos muchos más vastos sobre la organización de una sociedad y un Estado católicos. Para muchos reformadores en el México independiente era indispensable continuar las discusiones realizadas en el siglo XVIII y la época de las Cortes de Cádiz sobre la naturaleza misma de la Iglesia católica, en perspectiva histórica, y los nexos idóneos entre la sociedad civil y la religiosa. Juan Bautista Morales, guanajuatense que para mediados de la década de 1820 ejercía un importante papel como polemista en la Ciudad de México, suscitó en sus publicaciones un debate en torno a las prácticas primitivas de la Iglesia en los tiempos de los apóstoles y en los siglos inmediatos a la muerte de Cristo, para sugerir que la auténtica organización de la Iglesia era la de una república democrática, similar a la república política que los mexicanos estaban otorgándose en lo civil.79
Claramente se trataba de la visión gestada desde el siglo XVIII y que concebía un amplio papel para los creyentes laicos y los gobiernos en la conducción y reforma de la Iglesia. Sin duda, tal perspectiva tenía un poderoso antecedente en las llamadas Reformas Borbónicas del siglo XVIII, fortaleciéndose en el constitucionalismo josefino de Bayona y en las Cortes de Cádiz, incluso asomándose en el Congreso de Chilpancingo -luego mudado a Apatzingán- convocado por los insurgentes, y llegó evidentemente a las diócesis mexicanas en los años 1820. Desde luego, tal visión solía poner mucho énfasis en los derechos del soberano en todo lo que atañía a la Iglesia y las reformas que se hicieran en su interior. Las denominadas regalías del soberano le otorgaban tales derechos, pues la máxima de ellas era la de destacarlo como patrono y protector de la Iglesia. En el México de la república federal, con su constitución de 1824, esto quedó traducido rápidamente en un debate sobre la necesidad de multiplicar las diócesis para que corrieran parejo con los estados republicanos del país.80
El 27 de febrero de 1824, Querétaro reclamó que su vicaría foránea fuese responsabilizada de toda la jurisdicción eclesiástica en el estado, y exclusivamente en él, a la vez que sus facultades fueran ampliadas.81 Desde 1827, Zacatecas exigía la creación de su propia diócesis en ese estado, separándola de la Diócesis de Guadalajara. En una situación en que ni España ni la Santa Sede habían decidido aún reconocer la independencia mexicana, el Congreso de Zacatecas propuso la creación de la nueva diócesis en ejercicio de los derechos de patrono que le correspondían a la nueva nación. Rápidamente los estados de San Luis Potosí y Guanajuato le otorgaron su respaldo en el congreso federal para que Zacatecas lograra su propósito, aunque de hecho tal desenlace no fue autorizado en ese momento.82
El dictamen elaborado por el Congreso de Guanajuato fue contundente al declarar el patronato inherente a la soberanía, denunciar una larga historia de abuso por parte de la curia romana al expandir su legítima autoridad espiritual hacia lo temporal y asentar que el pontífice sufría una "verdadera cautividad" bajo la influencia de los "gabinetes europeos" que le impedía reconocer la independencia nacional y llegar a un arreglo en materias eclesiásticas.83 Unos años después, en 1832, el congreso del estado de Querétaro también exigiría la creación de un obispado en su territorio, sin consultar a la Santa Sede, ni a los prelados locales, sólo con base en su propia soberanía. En el documento respectivo, también defendía que los recursos de fuerza de los eclesiásticos estuvieran bajo la jurisdicción final de la Suprema Corte de Justicia del Estado.84 Esta preocupación por la licitud y vigilancia civil del procedimiento de apelación contra los abusos del poder eclesiástico la había manifestado desde 1824, encargándole el poder decisivo en la materia al supremo tribunal de justicia del estado en su Constitución de 1825.85
En Guanajuato procuraban dar difusión a los criterios de los congresistas, pues, por un decreto del 14 de agosto de 1827 el congreso de ese estado estipulaba la creación de mesas de lectura en todos los pueblos de la entidad, que debían inducir a los ciudadanos a ponderar las cartas constitucionales, el valor del republicanismo federal, los derechos respectivos del Estado y la Iglesia, así como la compatibilidad entre la religión y la libertad en la óptica de realizar las reformas convenientes:
Habra en todos los pueblos del Estado, según y donde dispongan sus municipalidades (si no pudiera ser un gabinete) una mesa pública de lectura, habilitada por cuenta de estas corporaciones, lo menos, con lo siguiente. La Constitucion general con sus leyes y decretos: la del Estado con los suyos; cualquiera de los periódicos de México: el del Estado: Cartas de un americano sobre las ventajas de un sistema federal: Triunfo de la libertad sobre el despotismo: Libertades de la Iglesia española: Disertacion sobre la naturaleza y límites de la potestad eclesiástica premiada por el Congreso constituyente del Estado de México el año de 25.86
Esta determinación sobre mesas de lectura reflejaba un espíritu regalista muy acorde con las llamadas reformas borbónicas del siglo XVIII, primero, y después conforme al constitucionalismo en el mundo hispánico. Así, la Constitución de Guanajuato de 1826, en su artículo 201, fracción quinta, establecía que al Supremo Tribunal de Justicia del Estado correspondía conocer "todos los recursos de fuerza que se interpongan de la autoridad eclesiástica, incluso el de nuevos diezmos".87 De la misma manera, según el decreto del 20 de diciembre de 1826, el estado de Guanajuato estableció una Junta de diezmos, apropiándose para sí de este recurso económico importante. Por otro decreto del 3 de febrero de 1827 quedó establecido que el gobierno guanajuatense ejerciera la exclusiva -derecho de excluir a candidatos indeseables desde la perspectiva gubernamental- en "la provision de piezas eclesiásticas, que tengan anexa la jurisdicción ó cura de almas; sea propietaria, interina ó provisional". En otro más del 23 de abril de 1827 fue estipulado que los tribunales eclesiásticos vigentes debían residir en el Estado, para evitar el traslado de los ciudadanos a sitios fuera de la jurisdicción estatal para realizar sus litigios, contrariando de este modo el orden diocesano habitual. Por decreto del 30 de abril de 1827, el gobierno del estado nombraría y pondría a sueldo un vocal eclesiástico para la Junta de diezmos, disposición probablemente indicativa de la poca cooperación en la materia de parte del gobierno episcopal de Michoacán. Un decreto del 4 de mayo prohibió la realización de fiestas religiosas en los pueblos que conmemoraran victorias realistas durante la lucha por la independencia nacional. El 9 de junio de 1827 se arreglaba por decreto el uso de la exclusiva, mediante la cual la autoridad civil podía excluir a ciertos sujetos de nombramientos eclesiásticos. El 12 de junio de 1827, la contaduría de diezmos pasaba de la misma manera a formar parte de la contaduría general del Estado. Y finalmente por otro decreto del 29 de agosto de 1829, el gobierno del estado pasó a arreglar por derecho propio la educación en su jurisdicción, estableciendo directrices para las escuelas primarias que reconocían un poder decisivo en los ayuntamientos; erigiendo cátedras para la enseñanza secundaria con un marcado énfasis secular; y organizando para la tercera enseñanza los estudios de la carrera eclesiástica, del foro, y del colegio de minería como asuntos del estado.88
En forma paralela a lo realizado en Guanajuato, Querétaro sostuvo desde 1824 su derecho a la parte civil de los diezmos y otras rentas eclesiásticas que correspondían al Estado, condicionó su pago del contingente al gobierno federal a los resultados obtenidos al respecto; insistió en la residencia de los párrocos entre sus feligreses para asegurar el cumplimiento de su deber; constituyó una comisión estatal de justicia y negocios eclesiásticos con amplia autoridad; y restringió el ejercicio de derechos ciudadanos por eclesiásticos regulares o en ejercicio de una jurisdicción incompatible, por ejemplo, en materia electoral. En la junta consultiva establecida con cinco individuos, únicamente uno podía ser eclesiástico. En el congreso estatal, asuntos eclesiásticos y religiosos fueron enviados constitucionalmente a sesiones secretas, evidentemente para evitar una incómoda divulgación de información y aumentar la libertad de los representantes para determinar las cuestiones contenciosas. Desde el 1 de abril de 1827 fundó una Junta de Diezmos del Estado para ocuparse de esta renta, al parecer sin lograr enteramente su propósito.89 El 28 de febrero de 1827 y nuevamente el 4 de junio de 1831 el Congreso de Querétaro decretó la supresión de la parte de diezmos que correspondían al Estado, y una gestión para lograr lo mismo en cuanto a la parte correspondiente al Cabildo Metropolitano de la Arquidiócesis de México, al promover una colonización de Arroyo Seco en la Sierra Gorda en el primer caso, y la producción de añil, algodón y tejidos de algodón en el segundo.90
A nivel del congreso nacional, Reynaldo Sordo ha detectado para finales de los años 1820 y comienzos de los 1830, un importante componente de representantes que eran eclesiásticos yorkinos provenientes, entre otros lugares, de Querétaro y San Luis Potosí.91 Los yorkinos eran habitualmente devotos, pero a menudo asociados con un reformismo político-eclesiástico propenso a los temas de federalización y democratización de la Iglesia. En tal contexto, no sorprende que los eclesiásticos y senadores por Querétaro y San Luis Potosí, Juan Nepomuceno Acosta y José Sixto Verduzco, respectivamente, pusieran la independencia y la entereza de las instituciones republicanas del país por encima de los de la Iglesia al apoyar la expulsión de los españoles en 1827.92 Asimismo, tampoco es extraño que uno de los primeros periódicos de San Luis Potosí, El Mexicano Libre Potosinense de 1828, haya sido visto como "irreverente" con la Iglesia católica.93
Vicente Romero, como vicegobernador, había incidido en la formación de criterios político-eclesiásticos para San Luis Potosí en 1824 bajo el gobierno de Ildefonso Díaz de León, cuando fueron planteados conceptos sobre diezmos basados en los pensadores reformadores del tipo jansenista cuyas opiniones habían tenido gran peso en las llamadas Reformas Borbónicas y entre los adeptos del Estatuto de Bayona o la Constitución de Cádiz. El gobierno de Romero -quien fue aliado del gobierno nacional reformista de Valentín Gómez Farías en 1833-1834, y cayó con ese gobierno- realizó algunas reformas político-religiosas relevantes. Pues durante un año a partir de abril de 1833, la legislatura de San Luis Potosí restringió el legado de testamentos religiosos, asumió en la Tesorería del Estado la colecta de diezmos hasta la supresión de la autoridad del Estado en dicho impuesto por la reforma efectuada en la nación, exigió la autorización gubernamental para circulación de cualquier documento eclesiástico so pena de graves sanciones, prometió severos castigos a los ciudadanos que utilizaran la religión para amparar la sedición, y secundó por decreto una ley zacatecana que pretendía normar las relaciones Iglesia-Estado. Este interesante documento, que otorgaba ciertas libertades temporales a las autoridades eclesiásticas para el arreglo de asuntos religiosos, determinaba asimismo la liquidación de los bienes eclesiásticos en un periodo no mayor a ocho años.94
En 1833, un folleto publicado en San Luis Potosí, y firmado por "Los Legos", validó categóricamente algunos de los argumentos heredados del siglo XVIII y recalcados en el periodo de las Cortes de 1810-1813 y especialmente 1820-1823: la potestad eclesiástica era exclusivamente espiritual en materia de dogma; desde el siglo IX habían sido fabricados documentos falsos atribuyendo al clero poderes que Dios no le había otorgado; que el análisis histórico mostró que los poderes temporales de la Iglesia eran concesiones de las autoridades civiles; que igualmente dicho análisis evidenciaba la intervención de los soberanos civiles en actos eclesiásticos como los concilios y erección de templos, incluso en la reforma de la disciplina del clero, así como la regulación de sus privilegios, bienes y jurisdicción. La conclusión era categórica: "Es preciso que se sepa que la Iglesia se halla dentro del Estado, y no el Estado dentro de la Iglesia: el cuerpo Eclesiástico es súbdito de la Nación, y no Soberano de ella".95 Si cotejamos estos argumentos con los del dictamen del Congreso de Guanajuato en 1827, hallaremos que prácticamente son los mismos.96
El periodo 1833-1834 también representó una radicalización de la opinión política y la obra legislativa en Querétaro. En noviembre de 1833, el congreso de ese estado insistió en su derecho para proponer candidatos para los nombramientos eclesiásticos, pretendía que el juzgado de capellanías y obras pías del arzobispado, en la Ciudad de México, trasladara todos los asuntos concernientes a Querétaro a ese estado, y del mismo modo exigía que toda cuestión de rentas eclesiásticas fuera atendida directamente en la entidad. En enero de 1834, declaraba su intención de arreglar por sí la educación pública y los bienes de manos muertas. En febrero se ocupaba del ejercicio de la exclusiva para asegurar sus derechos en la provisión de curatos, cuestionando simultáneamente la lealtad de algunos a la Independencia y constitución federal, así como en otros su ilustración, "probidad" y dedicación. Exigía asimismo que le fuera cubierta la parte de diezmos que correspondía al estado hasta el 4 de noviembre de 1833 cuando su carácter obligatorio fue anulado por el congreso nacional. En los meses siguientes, entre marzo y mayo, determinó que sólo podían aceptarse las pastorales del arzobispado en caso de que hubieran recibido el pase o aprobación gubernamental correspondiente y que los capitales de las cofradías de Cadereyta únicamente fueran invertidos en el territorio del estado. Asimismo, decidió otorgarse el derecho de reprimir el uso de la religión para atacar el federalismo, declarar el perentorio establecimiento de la Junta de diezmos del estado, seguramente para atender su queja de rezagos y adeudos, e intervenir en un pleito sobre un supuesto cobro de derechos parroquiales excesivos en San Pedro de la Cañada.97
Conclusiones
El Bajío y sus alrededores experimentaron las influencias del constitucionalismo político-religioso a partir de 1810. Desde 1812 hubo una aceptación formal en los círculos oficiales de la Iglesia y el gobierno virreinal de la Constitución de Cádiz, si bien hubo reparos ante la libertad de imprenta y el surgimiento de voces críticas que auspiciaba. Los cambios favorables para América que anunciaban la constitución y el constitucionalismo servían de antídoto contra la insurgencia. A partir de la supresión de la carta gaditana en 1814, sin embargo, las noticias al respecto se volvieron más bien negativas, dando expresión al repudio a los cambios que anunciaba, tachándolos de anticatólicos. Hay algunas opiniones detectadas por el Santo Oficio que sugieren un proceso de inquietud en cuanto al equilibrio acostumbrado entre lo político y lo religioso, y disgusto con la tendencia eclesiástica de favorecer el orden establecido. Desde la restauración de la constitución en 1820, comenzó una disputa en torno a la herencia constitucional y sus implicaciones, particularmente su significación político-religiosa. Paulatinamente, salieron en defensa del constitucionalismo voces que participaban en el nuevo horizonte sin necesariamente proponer profundos cambios. A partir de la instauración de la república federal, hubo más signos de un esfuerzo por ponderar y en su caso ejecutar cambios ideológicos y legislativos que debían normar los asuntos religiosos y eclesiásticos de la vida republicana. Es notable que la prensa formara parte importante de este cambio, ofreciendo textos y criterios nuevos al público lector y propiciando un debate en torno a los derroteros político-religiosos de la república. Para 1833-1834, eran perceptibles síntomas de un conflicto importante entre las perspectivas eclesiástica y liberal en cuanto a la dirección que debían tomar las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Ver este desarrollo a la luz del constitucionalismo político-religioso que afloró en la península ibérica entre 1810 y 1814, con claros ribetes trasatlánticos evidenciados en la participación de representantes de la Nueva España y otras comarcas indianas, le otorga un sentido y una raíz histórica que contribuyen a hacerlo comprensible y entender que no fue un fenómeno meramente aleatorio. Los abanderados del constitucionalismo liberal en la nación, y en la Diócesis de Michoacán y Arzobispado de México en la región, partiendo de fuertes antecedentes en las llamadas Reformas Borbónicas, el Estatuto de Bayona y la Constitución de Cádiz, se preocupaban para los años 1830 por asentar las bases sistemáticas del nuevo Estado y cosechaban los frutos de un largo debate político-eclesiástico que remontaba a siglos anteriores. Acorde con este horizonte, procuraban constituir al clero y la Iglesia institucional en acompañantes -fundamentales pero subordinados- dentro del manejo de la nueva cosa pública.98 Al hacerlo, rompían el frágil equilibrio que había procurado instaurar Agustín de Iturbide en 1821, mediando entre el constitucionalismo moderno y una adecuación constitucional "análoga al país", que conservara los privilegios históricos del clero.99
La temática del constitucionalismo político-religioso no ha sido abordada aún suficientemente en el tránsito de la Nueva España al México independiente. Los estudios han sido preferentemente desde una perspectiva ideológica y política más que jurídica, lo cual tendió a encapsular a la historiografía en moldes estrechos de planteamientos holistas de tipo liberal o "conservador". Excepciones las hay, en estudios como los de Alberto de la Hera, Nancy Farriss, Guillermo Margadant, Rosa María Martínez de Codes, Abelardo Levaggi y Emilio Martínez Albesa.100 Igualmente importantes por sus valiosos análisis y cuidadoso manejo de datos relativos al clero y la sensibilidad religiosa entre fines del siglo XIX y mediados del XIX, aunque sin un exclusivo enfoque jurídico, son las obras de Francisco Morales y Anne Staples.101
Además, en años recientes, ha habido diversos avances atentos a la evolución de la cultura político-religiosa, el pensamiento sobre la práctica religiosa y algunos aspectos legislativos en materia de religión que muestran que las temáticas tratadas aquí para el Bajío y zona aledaña están ubicadas en una geografía político-religiosa mexicana de estrechos vínculos pese a algunas particularidades regionales. Profundizar en esto debe ser motivo para nuevos estudios que nos amplíen el horizonte analítico ofrecido aquí.
En estudios anteriores he resaltado algunas de las tensiones que iban dándose en la cultura religiosa entre los siglos XVIII y XIX. En particular enfaticé el peso creciente de temas de ciudadanía y reformismo político que incidía en temáticas religiosas, requiriendo una serie de ajustes a nivel del acomodo entre el Estado y el clero y en el discurso público. Traté primordialmente casos cuyo eje geográfico se centraba en Guadalajara, la Ciudad de México y Puebla.102 En forma paralela, Alicia Tecuanhuey y Francisco Cervantes Bello han profundizado apreciablemente en el caso poblano, y Ana Carolina Ibarra ha publicado importantes estudios sobre Oaxaca, destacando allí el papel jugado por clérigos y laicos en las polémicas y cambios.103 David Carbajal ha realizado ya múltiples estudios que concentran su atención en Veracruz, para evidenciar las tensiones en materia de adecuar las relaciones Iglesia-Estado y las prácticas públicas y privadas de la fe a las normativas estéticas y ciudadanas que iban surgiendo.104 Rosalina Ríos, igual que yo, ha pormenorizado algunas cuestiones en torno al ejercicio del patronato en tan delicada transición. Ella ha centrado sus estudios en el caso de Zacatecas.105Alfredo Ávila y Gabriel Torres Puga han destacado cuestiones de confrontación ideológica. Ávila ha puesto énfasis en las contradicciones entre las posturas de cambio o conservación del statu quo, así como el surgimiento de las teorías que denunciaban una conspiración anticatólica desde los 1790.106 Torres Puga y Nancy Vogeley han rastreado, cada quien con estudios aportativos, las presiones sobre la institución del Santo Oficio y la eventual abolición de la Inquisición.107 Recientemente una tesis de José Luis Quezada Lara, dirigida por Torres Puga, ha mostrado la difícil desaparición de la Inquisición en medio de la permanencia de la vigilancia de la ortodoxia.108
Algunas obras colectivas han logrado plantear una variedad temática para regiones en particular, como las dirigidas por David Carbajal López para Jalisco y por mí y Carlos Rubén Ruiz Medrano para San Luis Potosí.109 En suma, puede concluirse que ya existen algunas bases para comenzar estudios comparativos que rescaten tanto las problemáticas en común dadas a través de la Nueva España y luego México, así como las diferencias surgidas por motivos de índole diversa. Ojalá este artículo sirva para estimular tal avance.