Introducción 1
A partir de las reales cédulas del primero de noviembre de 1591, la Corona española se empeñó en instrumentar un programa de distribución y regularización de la propiedad de la tierra en todos sus reinos y provincias, de modo que ordenó la venta de bienes realengos y el cobro de composiciones a los ocupantes irregulares.2 Su implementación dio como resultado una diversidad de casos regionales, cada uno con características propias según el momento y la forma como las autoridades facultadas lo ejecutaron. Así, el propósito de este artículo es ofrecer una explicación de por qué el gobierno de la provincia de Yucatán no se interesó en los asuntos agrarios durante prácticamente todo el periodo colonial, y no fue sino hasta las primeras décadas del siglo XIX, en medio de importantes cambios socioeconómicos y por la tendencia liberal en la privatización de la tierra, cuando tuvo motivos para aplicar la política agraria de la Corona y ejercer el derecho a la cobranza por la concesión de baldíos y por los espacios ocupados sin título.
Hace décadas François Chevalier y José María Ots Capdequí anotaron la importancia de las composiciones en la formación de las propiedades particulares y la consolidación de la hacienda colonial, tema que fue retomado por Francisco de Solano a partir del conjunto de leyes decretadas para regular la posesión de la tierra en la Nueva España.3 Estos autores abrieron camino en el estudio del programa de regularización agraria, pero las investigaciones regionales recientes son las que más detalles han aportado sobre las composiciones y venta de realengos, las acciones de los personajes encargados de su ejecución y las consecuencias a nivel local.4 Actualmente se tiene mayor conocimiento de cómo la regularización de la propiedad incidió en las provincias novohispanas, pues cada estudio regional ofrece una perspectiva distinta que se integra al conjunto de experiencias analizadas, al matizar las generalidades y proponer nuevos enfoques. En ese sentido, nuestro objetivo es señalar las particularidades de la regularización agraria en la península de Yucatán, las cuales sólo pueden ser explicadas a partir de la contextualización regional.
Entre los problemas que propone la historia agraria en Yucatán destaca como una de sus principales características el parsimonioso ritmo como se desarrollaron las empresas productivas con respecto a otras provincias.5 Durante dos siglos y medio, la población española dependió casi por completo de las encomiendas y los servicios personales de los mayas, quienes a su vez lograron conservar buena parte de sus tierras de comunidad, corporativas y patrimoniales hasta bien entrado el siglo XVIII. Sin embargo, el debacle de las encomiendas y la mayor demanda de productos agrícolas fueron factores que fomentaron la proliferación de estancias y el surgimiento de haciendas desde mediados de aquella centuria, de modo que la territorialidad de los pueblos mayas comenzó a ser cuestionada y amenazada.6 Los montes y otros bienes realengos fueron objeto de codicia entre los hacendados y también de disputa entre éstos y los indígenas, pues, mientras los primeros buscaban obtener su titularidad denunciándolos como realengos, los segundos argüían derechos de usufructo en calidad de tierras de comunidad.7 La extracción de palo de tinte también fue un factor que provocó que muchos espacios considerados como realengos se constituyeran desde 1750 en propiedades privadas dedicadas a esta lucrativa actividad.8
Al tomar como eje de análisis la política agraria de la Corona con miras a consolidar a la propiedad particular, el estudio inicia con la regularización de las estancias ganaderas entre 1679 y 1710 en la península yucateca, que si bien sus consecuencias ya han sido tratadas con anterioridad,9 sirven de antecedentes para abordar las denuncias de los montes que algunos personajes solicitaron al gobierno de la provincia durante los primeros años del siglo XIX, cuya adjudicación se dio por la vía de la composición o la venta en subasta pública. En ese sentido queremos señalar, por un lado, cuáles fueron los problemas que enfrentaron las autoridades por definir la condición jurídica de las tierras denunciadas y la dificultad de distinguirlas de las tierras de comunidad de los pueblos y, por otro, mostrar los procedimientos de adjudicación a pocos años de consumada la independencia.
Las composiciones de sitios y estancias ganaderas, 1679-1710
Debido a la carencia de corrientes superficiales de agua y la escasez de tierras fértiles en la península de Yucatán, la producción agrícola tanto de autoconsumo de los mayas como para el abasto de la población española dependió del cultivo de las milpas y el ciclo agrícola de temporal, el aprovechamiento de los recursos forestales, es decir, de la vegetación de los montes y del continuo desplazamiento a espacios de cultivo. La palabra “monte” era utilizada por los españoles para referirse a la espesa selva que se extendía por todo el territorio, mientras que los mayas la traducían como kax (bosque, arboleda), aunque también empleaban una diversidad de vocablos dependiendo de sus características y del uso que le daban.10 Además de las tierras que mantenían ocupadas, los mayas consideraban a los montes y bosques como patrimonios de sus pueblos en razón de los derechos jurisdiccionales que recibieron durante el proceso de reducciones de mediados del siglo XVI. Sin embargo, para los españoles, los recursos forestales eran entendidos en dos sentidos: a veces como bienes comunes a los cuales tenían acceso los vecinos de las villas y también como bienes realengos pertenecientes al dominio de la Corona.11
La conformación de la territorialidad española en la península de Yucatán tuvo su origen en la fundación de sitios de estancias para ganado durante los siglos XVI y XVII, mediante el otorgamiento de unas cuantas mercedes, pero principalmente por la compraventa de pozos y cenotes con extensiones de tierra que eran de dominio particular de o patrimonial de los mayas.12 El superior gobierno estuvo más preocupado en defender los intereses de los encomenderos y regular la fuerza de trabajo de los indígenas para beneficio de los españoles que en atender los asuntos agrarios. Ejemplo de ello es que no fomentó con demasiado entusiasmo la concesión de mercedes y pasó por alto las irregularidades en muchos contratos de compra de tierras indígenas, al grado que permitió las ocupaciones sin la necesidad de títulos legítimos despachados por autoridades facultadas. Además, los mayas adquirieron experiencia en la ganadería y pronto adoptaron con bastante éxito el modelo de la estancia española, de modo que fundaron cofradías para poder administrarlas y contribuir a los gastos de sus repúblicas. En consecuencia, el aumento numérico de las estancias ganaderas y su expansión en torno a Mérida, Valladolid y Campeche durante la segunda mitad del siglo XVII se dio sin ninguna vigilancia.13 La imprecisión de los linderos fue motivo de conflicto entre los dueños y los pueblos mayas porque nadie sabía con certeza hasta dónde se extendían los derechos de posesión de unos y otros. La solución de los gobernadores de la provincia fue otorgar licencias para la crianza de ganado mayor a los propietarios de sitios y la entrega de reales provisiones a los pueblos inconformes, lo cual no llegó a remediar la situación de irregularidad.14
Debido a la poca disposición gubernamental en los asuntos de tierras, las repúblicas de naturales jugaron un papel fundamental en la configuración de la estructura agraria y la formación de las estancias ganaderas. Como lo ha señalado Arturo Güémez Pineda, el dominio eminente de estos cuerpos de gobierno locales fue ejercido en dos formas. Por un lado, controlaban el acceso a la tierra y demás recursos en las jurisdicciones de sus pueblos, de modo que también estaban a cargo de su defensa frente a amenazas externas. Por otro, gozaban de la facultad para expedir amparos de derechos de posesión a indios principales o grupos familiares, documentos equiparables al derecho de propiedad hispano que de algún modo validaron las ventas de tierras de propietarios mayas a favor de españoles. Y a pesar de que el Tribunal de Indios tenía la obligación de supervisar las transacciones, las repúblicas lograron actuar al margen de esta instancia, lo cual también resultó favorable para los compradores.15
La regularización de las tierras había comenzado en la mayor parte de las provincias novohispanas con las composiciones generales realizadas por el poder virreinal entre 1635 y 1643.16 Sin embargo, el primer intento por poner en orden a las propiedades irregulares en Yucatán fue realizado hasta 1679 por el gobernador don Antonio de Layseca Alvarado, que estuvo a cargo de dar cumplimiento a un edicto que ordenó la manifestación de títulos de todas las haciendas y ranchos en la provincia, con el objeto de que les fueran ratificados. Así lo hicieron los dueños que conservaban los documentos de sus propiedades, pero los que más sacaron ventaja de esta disposición fueron los estancieros que no contaban con mercedes o que por algún motivo habían perdido sus demás escrituras de compra, como lo justificó Fernando Ricalde, quien señaló que con el incendio que consumió su casa se habían esfumado los documentos de su estancia El Espíritu Santo de Texaas.17 Al concluir la revisión de los documentos, el gobernador Layseca Alvarado extendió a los propietarios que se presentaron voluntariamente un despacho que refrendaba sus títulos y servía de amparo de posesión, sin que se registrara cobro alguno por concepto de composiciones.18
Otro proceso de composiciones inició en 1692 cuando fue creada la Superintendencia del Beneficio y Composición de Tierras, organismo que ordenó transferir las facultades para regularizar y subastar bienes realengos a los Juzgados Privativos de Tierras recién instaurados en cada una de las audiencias. Las reales cédulas que promovieron estos cambios administrativos también dispusieron la composición de las tierras en posesión de indígenas, religiosos y demás corporaciones, de modo que a partir de entonces los naturales tuvieron la oportunidad de obtener la titulación de sus tierras por medio de este recurso jurídico.19
El juez privativo de tierras de la Audiencia de México designó al bachiller Bernardino Vigil Solís como juez de comisión para las composiciones en Yucatán. Según lo dictó la real cédula del 15 de agosto de 1707, su labor era compeler a todos los poseedores de tierras a las vistas de ojos, la tasación y la mensura de sus terrenos con el objeto de proceder a la cobranza por los espacios que no lograran respaldar mediante documentación. Sin embargo, cuando el juez se presentó en el cabildo de Mérida en mayo de 1710 se topó con la renuencia de los estancieros españoles, quienes buscaron el apoyo de las autoridades civiles y eclesiásticas para impedir la mensura de las tierras. En su intento por suspender las mediciones, los estancieros negociaron con Vigil Solís el pago de sus honorarios y acordaron que la liquidación de composiciones correspondería sólo a quienes no poseyeran títulos otorgados por el superior gobierno, aunque todos recibirían nuevos despachos.20
Si bien no contamos con el expediente elaborado durante la comisión de Bernardino Vigil Solís, la información disponible sugiere que las composiciones en Yucatán a principios del siglo XVIII beneficiaron sólo a los estancieros españoles mediante la entrega de títulos, porque con la suspensión de las diligencias de mensura se anularon los derechos de los mayas yucatecos para obtener la titulación de sus tierras. Esta situación contrasta con los resultados de la regularización agraria en otras provincias novohispanas, donde las tierras de los pueblos de indios fueron mensuradas y los naturales recibieron la titularidad tanto de sus bienes de comunidad como de sus tierras patrimoniales.21 En consecuencia, en la península yucateca continuó el desconocimiento de los límites entre las unidades productivas privadas, las tierras de comunidades y los montes a los que los mayas tenían acceso para hacer sus milpas.
La política agraria en Yucatán en el tránsito del siglo XVIII al XIX
Hasta mediados del siglo XVIII, la política agraria de la Corona no contempló la enajenación de las tierras para impulsar la producción agropecuaria a gran escala. Sin embargo, bajo el régimen borbónico se buscó mayor utilidad de los bienes públicos mediante su control y racionalización. Los pensadores ilustrados comenzaron a desprenderse de las ideas señoriales acerca de la propiedad y promovieron la noción de que el dominio absoluto y perfecto era la vía correcta hacia el progreso. Con base en esta premisa la Corona insistió en el programa de composiciones y en la venta de realengos, pero esta vez para fomentar la producción de cultivos comerciales y de exportación. La real cédula del 15 de octubre de 1754 restituyó al poder virreinal, a los presidentes de las audiencias y a los gobernadores de las provincias la facultad para la venta de baldíos, al mismo tiempo que ordenó la composición a españoles e indios que ocuparan tierras realengas desde 1700, dejando “en libre y quieta posesión de ellas” a quienes demostraran haberlas compuesto antes de ese año.22 Esta real cédula no se cumplió de inmediato en Yucatán, pero sirvió de sustento a las solicitudes de enajenación de los montes en los últimos años del dominio colonial. Para comprender por qué hasta ese momento el gobierno se ocupó por instrumentar los mecanismos fiscales de adjudicación, es preciso contextualizar la situación socioeconómica de la provincia en el ocaso del dominio español y señalar los intereses de los hacendados por obtener la titularidad de los montes.
La inserción de la provincia de Yucatán al libre comercio (1770); el aumento de las necesidades de consumo de los españoles; la pauperización de los pueblos; el azote de las crisis agrícolas (especialmente entre los años de 1765 y 1774); las leyes para abolir los repartimientos de mercancías (1782) y las encomiendas (1785) fueron factores que orillaron a muchos españoles a crear unidades de producción para depender lo menos posible de la tributación de los mayas. Al mismo tiempo estos elementos impulsaron a los estancieros a producir maíz y especular con los productos de mayor consumo. El aumento de la demanda interna y la apertura comercial no sólo favoreció la dinámica mercantil de la provincia, sino además fomentó el aumento numérico y espacial de las estancias, de modo que muchas se constituyeron en haciendas con producción mixta.23
Aun así, el desarrollo económico de Yucatán con base en la producción agropecuaria necesitaba de tres condiciones para despuntar: inversión de capital, control de la fuerza de trabajo y el dominio de la tierra. El primer problema buscó resolverse con incentivar los censos, hipotecas y otros tipos de préstamos eclesiásticos sobre el gravamen de bienes inmuebles. En 1780, el obispo Luis de Piña y Mazo quiso fortalecer la economía diocesana y puso en remate todas las estancias de cofradías bajo la administración de los mayas, pues, pretendió que con el valor de su venta se incrementara la capacidad del crédito eclesiástico y de una mayor percepción de réditos. Sin duda, esta medida socavó una de las principales fuentes de ingresos de los pueblos, cuyas autoridades poco pudieron hacer frente a la transferencia de sus estancias a manos de españoles, quienes, al mismo tiempo, fueron favorecidos como acreedores de los préstamos.24
La cuestión de la mano de obra estuvo ligada a la carestía de alimentos en los pueblos y al desplazamiento de la población indígena hacia las estancias en busca de otras fuentes de subsistencia. Los estancieros y nuevos hacendados permitieron que los indios hicieran sus milpas y sacaran agua de las norias de sus propiedades a cambio de que reservaran el día lunes para la producción de excedentes en beneficio de las unidades privadas. En este sentido, la enfiteusis fue el principal mecanismo de acceso a tierras de cultivo con base en el trabajo de los campesinos denominados como luneros (colcabes), quienes eran libres, pero no percibían salario, sino únicamente el usufructo de las tierras. No obstante, los propietarios privados no eran los únicos que rentaban terrenos, ya que las repúblicas de naturales también arrendaban los recursos de sus pueblos a los no indígenas para solventar los pagos atrasados de tributos y otras cargas.25
A los españoles se les presentó un escenario favorable para obtener el dominio de las tierras porque se beneficiaron con el remate de las estancias de cofradías y también aprovecharon la pauperización de los pueblos y la migración de muchos indígenas del norte hacia el oriente de la península que se vieron forzados a dejar sus tierras.26 Además, sacaron ventaja de las leyes en materia de arrendamientos, pues, el artículo 61 de la Instrucción para Intendentes de 1786 ordenó la repartición de tierras realengas “sin perjuicio de las comunidades y ejidos”, mientras que estos últimos tendrían que ser distribuidos “en suertes proporcionadas a los indios casados que no las tuvieren propias por sí o por sus mujeres, con prohibición de enajenarlas”, pues, la Corona sólo les concedía a los naturales el dominio útil.27 Sin embargo, antes de que Lucas de Gálvez asumiera el oficio de primer intendente de Yucatán, los ministros consideraron que la formalización de la enfiteusis beneficiaría a la Real Hacienda, de modo que en 1788 se estableció el derecho de alquiler de tierras de comunidades y realengas de 100 mecates de tierra (2,000 m aproximadamente) al costo de 10 reales, de la misma forma que se realizaba con las tierras particulares. Según los reglamentos de cada partido, los arrendamientos de tierras de comunidad debían ser pagados a las repúblicas de naturales, en tanto que el arriendo de los montes considerados realengos tenía que liquidarse en la Real Caja. En la queja que interpuso el labrador Victoriano Cantón por el aumento del cobro de las rentas en el partido de Tihosuco en 1800, expuso que “corre ya a 11 años el arrendamiento de tierras realengas y del común de los pueblos, sin reclamo en contra, cuyo tiempo es suficiente para que no se haga novedad”, y que “no hay provincia más feliz que la nuestra, porque con sólo el nombre de labrador y el pago del derecho de arrendamiento se logran las ventajas de los frutos de la tierra”.28 Así, la formalización de la enfiteusis de algún modo contuvo por un tiempo la asignación individual de los ejidos de los pueblos, aunque más tarde algunos arrendatarios buscaron apropiarse las tierras que usufructuaban, lo que generó conflictos por los derechos de posesión.
La crisis del sistema colonial llegó acompañada de la promulgación de la Constitución de Cádiz que estuvo vigente de 1812 a 1814. Con ella se dio inicio al proceso de municipalización que implicó la supresión legal de las repúblicas de naturales para ser sustituidas por ayuntamientos, de modo que la administración de los recursos de los pueblos quedó en manos de estas nuevas instancias de gobierno local. Durante este lapso se instauraron en la península de Yucatán 156 ayuntamientos en las poblaciones con más de mil habitantes. Los gobernadores y oficiales indígenas fueron suplantados por alcaldes, regidores y procuradores síndicos que en su mayoría eran criollos y mestizos, aunque algunos integrantes de los cabildos mayas, en especial los caciques, lograron incorporarse a los ayuntamientos y fungieron como auxiliares en la recaudación de contribuciones.29
En materia agraria, las leyes gaditanas ordenaron la asignación particular de tierras a cada campesino casado mayor de 25 años para que de manera individual las hicieran productivas y mandaron reducir a propiedad particular los terrenos baldíos, mientras que los propios y arbitrios pasaron a la administración de los ayuntamientos para facilitar su venta o arrendamiento a los vecinos no indígenas que carecieran de tierras. El propósito era que las contribuciones fuesen la base de las finanzas de los nuevos cuerpos de gobierno.30 Con el objeto de fomentar la pequeña propiedad, el decreto del 8 de junio de 1815 estipuló que en el repartimiento de los terrenos baldíos no podían admitirse recursos o querellas de “corporación, ni pueblo alguno contra aquellas tierras, que ya deslindadas o medidas deben aplicarse a sus dueños en virtud de título de merced, composición o compra”, argumentando el agravio que representaría a los intereses de su majestad.31
La idea de que el dominio absoluto de la tierra alentaría el desarrollo económico fue el principal postulado del grupo liberal en Yucatán en vísperas del periodo independiente. La privatización agraria formulada por los liberales yucatecos denominados Sanjuanistas fue bien recibida por un emergente sector medio de la población que buscaba en la propiedad agraria la base de su sustento y el ascenso en la escala social.32 No obstante, en el proyecto liberal nunca se consideró lo que originalmente planteó la Constitución de Cádiz en relación con la asignación individual de las tierras de comunidades a cada indígena. Los interesados en la adquisición de tierras tanto para labores agrícolas como para la ganadería solicitaron la adjudicación de los montes, en un primer momento a los ayuntamientos y posteriormente al intendente de la provincia.33 Aún así, las denuncias para la composición o venta de los montes evidencian la insufrible burocracia por la que atravesaron los denunciantes y los problemas enfrentados por las autoridades para dar seguimiento a las diligencias.
Una vez establecida la Diputación Provincial de Yucatán en 1813, los ayuntamientos de los 15 partidos elaboraron sus planes de arbitrios y se les dio luz verde para la venta de terrenos, pozos, solares y haciendas de campo en sus municipalidades.34 En el libro de sesiones de la Diputación Provincial se asentaron las resoluciones concernientes a la distribución y enajenación de los realengos y bienes comunes por medio de su venta o arrendamiento según el decreto del 4 de enero de aquel año. Así, en la sesión del 25 de julio se ordenó informar a los ayuntamientos sobre los árbitros que deberían proponer para los gastos municipales, enunciando “todas las tierras baldías y realengas que haiga en sus respectivos partidos”. En la junta del 17 de diciembre se propuso la distribución de los baldíos para evitar que los indios se asentaran en terrenos de las haciendas sin anuencia de los dueños, pues, con ese pretexto los hacendados podrían exhibir sus títulos y deslindar sus propiedades, al mismo tiempo que los alcaldes de los ayuntamientos tendrían oportunidad de calificar los terrenos que fueran de propiedad común o realenga para ponerlos en subasta pública. El plan de arbitrios de Tekit ejemplifica que los bienes enajenables eran valuados y subastados por los ayuntamientos en presencia del alcalde y el síndico. El impulso privatizador de los bienes públicos fue tan intenso que incluso se aprobó la venta de un jirón de terreno en la plaza pública de Tihosuco, ya que a decir de los vocales del ayuntamiento, “es muy conveniente reducirlo a propiedad particular para ornato y policía del pueblo”.35 De cualquier forma, la facultad de los ayuntamientos por subastar los realengos duró hasta que la Constitución de Cádiz fue abrogada en 1814, de modo que la distribución, venta o composición de baldíos recayó en la jurisdicción de los intendentes.
Entre 1817 y 1819, el intendente de Yucatán, Miguel de Castro y Araos recibió las solicitudes de los interesados en la adjudicación de tierras. Algunos eran hacendados que denunciaron montes para anexarlos a sus propiedades y otros requerían la composición de los pozos y terrenos que les habían comprado a los mayas sin la validez jurídica. No obstante, las peticiones fueron conducidas según las determinaciones del fiscal de Real Hacienda, del protector de naturales y de otros funcionarios del gobierno, porque los procedimientos tenían que apegarse a lo estipulado por la real cédula de 1754 y la Instrucción para Intendentes de 1786. Por tal razón, un trámite que iniciaba como solicitud de composición podía desembocar en una subasta pública en la que el beneficiado era el mejor postor en la puja. La engorrosa burocracia y los altos costos de las diligencias también fueron motivo para que muchos solicitantes desistieran de continuar con los trámites. Gracias a que las repúblicas de indígenas fueron restablecidas después de la revocación de la Constitución de Cádiz y coexistieron con los ayuntamientos recién constituidos, los mayas tuvieron representación legal a través del protector de naturales de la provincia para pronunciarse con respecto a las denuncias de los montes y los intentos de adjudicación de sus tierras de comunidad.
Las características del protocolo de denuncias eran las siguientes: el solicitante presentaba su petición ante el Superior Gobierno indicando la ubicación del realengo que pretendía. La solicitud era turnada al promotor fiscal de la Real Hacienda, quien ordenaba al subdelegado del partido proceder al justiprecio del terreno con la cautela de que no fuesen afectadas las tierras de comunidad de los pueblos o de terceros. Luego de notificar a las autoridades indígenas y a los hacendados circunvecinos, el subdelegado daba inicio al avalúo con el apoyo de los tanteadores, testigos, escribanos e intérpretes designados. Las quejas y contradicciones se anexaban al expediente para remitirlo al intendente y al protector de los naturales, quienes tenían que emitir un parecer favorable para continuar con el trámite. Se admitía el recurso de composición cuando el solicitante demostraba una ocupación continua por más de diez años, pero al tratarse de una denuncia sin ocupación previa entonces era preciso pregonar la subasta pública de las tierras durante 30 días, para que se presentaran otros interesados y la adjudicación se otorgara al mejor postor. El acreedor debía liquidar en la Real Contaduría la cantidad alcanzada en la subasta, los salarios y otros gastos generados por las diligencias. Finalmente, el intendente giraba órdenes al subdelegado para trazar un plano, deslindar el terreno a favor del comprador y hacerle entrega del título correspondiente. Con todo, la mayoría las diligencias no se desarrollaron de manera tan lineal.
Los procedimientos establecidos por el marco jurídico no favorecieron a la rápida enajenación de los realengos, ni tampoco solucionaron los añejos problemas que venía arrastrando el gobierno de la provincia en los asuntos agrarios. A decir del protector de naturales don Juan de Dios González de Cosgaya, el problema principal era la indefinición de las tierras y montes que fueron objeto de denuncia, pues, advirtió que “una materia, la más obceca y espinosa en la provincia es la de distribuir, componer y conceder las tierras incultas, baldías y realengas a causa de no estar (en la mayor parte de ellas) constituido un seguro principio que concilie el beneficio efectivo de los pueblos de los indios con el común de otras castas”.36 Su declaración refleja la complejidad de la estructura agraria en la península y resume los tropiezos de las autoridades gubernamentales para instrumentar las subastas públicas de los montes.
Denuncias de montes, 1817-1821
El azaroso procedimiento de la subasta de tierras se ejemplifica con el caso de José Escalante, vecino de Temax en la subdelegación del partido de la Costa, que hizo denuncia de 400 mecates de tierra en torno al pozo Chenkú a finales de julio de 1817, ubicado a legua y media al oriente del pueblo de Dzoncauich. El cacique y demás justicias de Dzoncauich declararon que las tierras no les eran útiles para sus labranzas, pero que sí eran aptas para la cría de ganado y que por estar alejadas del pueblo su condición era realenga y no se perjudicaba a la población. El justiprecio de los 400 mecates fue de 25 pesos, cantidad en que se pregonó por 30 días y a la que el postor Blas de Torres, dueño de la hacienda San José Ixkik, aumentó a cinco pesos. Ante el nuevo ofrecimiento, José Escalante señaló que quizá no se había dado a entender en su petición inicial, pues, lo que en realidad deseaba eran 400 mecates por cada viento contados desde el pozo Chenkú, es decir, un perímetro de 1,600 mecates, por lo que estaba dispuesto a pagar 75 pesos por los 1,200 mecates que faltaban mensurar. El promotor fiscal de Real Hacienda ordenó nuevas diligencias, pero los asesores advirtieron que la medición de un terreno mayor “sólo pueden tener extensión hacia el oriente, porque por los otros tres vientos cardinales lindan las tierras con las del pueblo Dzoncauich”. El avalúo arrojó que los 1,200 mecates valían 40 pesos, por lo que se ordenaron otros diez pregones hasta que finalmente un vecino de Izamal de nombre Pascual Martín hizo el ofrecimiento de 50 pesos. El intendente mandó que se realizara la almoneda pública para el 26 de febrero de 1819, pero no procedió porque el protector de los naturales Juan de Dios González de Cosgaya dispuso revocar todo el proceso por considerar que desde un principio se le debió de haber informado, por lo que era necesario emprender otras averiguaciones para conocer si los 1,600 mecates de tierra eran necesarios al común de Dzoncauich. Después de efectuar las mediciones por tercera ocasión, se exhortó al cacique y justicias del pueblo a que llevaran ante el protector los documentos de sus tierras de comunidad. La almoneda pública se llevó a cabo a finales de enero de 1820 en la ciudad de Mérida. Los 40 pesos con que inició la subasta fueron incrementados por los indios de Dzoncauich bajo la representación del protector, quien finalmente logró hacerlos acreedores del remate de estas tierras en la cantidad de 97 pesos y tres reales, que serían costeados con los fondos de su comunidad. Al año siguiente, el intendente de Yucatán fue notificado de que no se había pagado el total de los derechos generados por las diligencias y que sólo faltaba liquidar este pendiente para “la expedición del título al pueblo interesado”.37
Yobaín fue escenario de dos diligencias de denuncia. La primera fue protagonizada en diciembre de 1818 por Bartolomé Méndez, vecino de Cansahcab y residente de la ciudad de Mérida, porque había adquirido de Leonardo Pacheco las mejoras hechas en el pozo San Juan por 50 pesos. Además sabía que la república de naturales arrendaba las tierras inmediatas a la noria para la cría de ganado, de modo que solicitó el deslinde de 200 mecates de extensión. Echando mano del código jurídico vigente, enunció que las tierras no les harían falta a los pueblos inmediatos, “a quienes la piedad de nuestro soberano tiene permitido el uso útil de los suelos que llaman ejidos y de los que más necesiten”. En este expediente, la opinión de los indios de Yobaín sólo se conoció a través del juez de comisión en las diligencias y del protector de naturales, quien manifestó que la venta no les afectaba porque las tierras eran inútiles para sus labranzas y que 200 mecates apenas eran suficientes para la planta y los corrales de la estancia de ganado. Las tierras fueron tasadas en 15 pesos y sacadas a pregón en el pueblo de Dzidzantún. La subasta se realizó a finales de noviembre de 1819 y nadie se presentó como postor, por lo que Méndez se apresuró para pagar 46 pesos con 5 reales de derechos. Por último, el fiscal de Hacienda Pública decretó en enero de 1821 que todo el procedimiento se había hecho con apego a la legalidad, de forma que ordenó al intendente de Yucatán entregar el título de posesión.38
La segunda denuncia fue hecha por el comerciante meridano Felipe Sauri, que en agosto de 1819 había comprado a Pedro Cetz, natural de Yobaín, las albarradas y los árboles frutales en las inmediaciones de un cenote situado a dos leguas del pueblo por la cantidad de ocho pesos, razón por la que solicitó el deslinde de 400 mecates. El cacique don Laureano Batún y demás oficiales de república no objetaron la enajenación dado que habían autorizado la venta de estos bienes. Sin embargo, el protector González de Cosgaya se mostró inconforme y manifestó que se había incurrido en una falta porque él nunca tuvo conocimiento de la transacción. Con todo, los agrimensores consideraron que los 400 mecates valían ocho pesos, porque “dichas tierras no son ni prometen mayor fruto ni otra cosa provechosa”, a lo que el promotor fiscal exhortó al denunciante a ofrecer una cantidad más elevada. El denunciante aumentó ocho pesos más, al mismo tiempo que el intendente se vio obligado a ordenar una nueva medición del terreno para incrementar su valor. En esta indagación los tasadores fijaron el precio en 16 pesos “pues sólo puede servir para criar ganado y no otra cosa”. La almoneda pública se efectuó a finales de noviembre con un valor de salida de 32 pesos, cuantía que mejoró el postor Fernando Valle y a la que pujó con Felipe Sauri hasta llegar a los 106 pesos y en la que fue rematada a favor del denunciante. Sin perder tiempo liquidó los derechos y el expediente fue enviado al fiscal de la Real Hacienda en la ciudad de México, que se mostró muy satisfecho con el procedimiento “lográndose así una considerable ventaja a favor del erario”.39
La agitada burocracia colonial se prestaba para que algunos expedientes de denuncias de baldíos fueran a parar en instancias distintas a las que correspondían. En 1796, el intendente Lucas de Gálvez remitió un expediente a la Real Audiencia de México por la denuncia de tierras promovida por don Manuel Franco en el Presidio del Carmen, en la cual se incluyó la apelación de Manuel Quintana, quien arguyó que el solicitante le debía dinero por el comercio del palo de tinte. A los pocos años Manuel Franco murió y en 1818 su hija doña María Josefa exigió que se le diera razón del seguimiento de la denuncia de tierras. Después de la averiguación se supo que el auto había llegado a la Real Audiencia para que los oidores desahogaran la apelación, aunque el seguimiento de la denuncia debía regresar al intendente de Yucatán, pues, el tema de la denuncia de tierras no era competencia del virrey ni de los oidores.40 En otros casos, la documentación se traspapelaba, como sucedió con el testimonio de deslinde del paraje Santa Marta y el pozo Xtohil que fueron adquiridos por Andrés Mariano Peniche en las inmediaciones del pueblo de Telchac en septiembre de 1818.41
Composiciones de tierras y pozos, 1818-1821
Los derroteros que tomaron las adjudicaciones de los montes pueden apreciarse en el trámite que realizó Julián del Castillo y Cámara, alcalde ordinario de Mérida y dueño de la hacienda Santa María, que en octubre de 1818 denunció dos leguas de largo por una de ancho de montes en las inmediaciones del pueblo de Kinchil. A esta solicitud se opusieron los indios de Kinchil, por lo que el protector de los naturales ordenó una “mayor instrucción para venir en conocimiento de si son los indicados suelos vendibles o no”. Por su parte, el denunciante hizo saber al promotor fiscal que deseaba la composición de dichas tierras aduciendo que sus antepasados las poseían hacía más de 50 años sin ninguna queja de los indios, y que “la reticencia actual sólo es la de costumbre de oponerse en toda venta de terrenos”. Tal argumento influyó en el promotor fiscal que acabó por desechar la oposición de los mayas y dio seguimiento a la composición, porque “el rey quiere, no sólo que se enajenen las tierras, sino aún se reparta entre sus vasallos, para el fomento de la cría y labranza”. En la averiguación los vecinos más ancianos de Kinchil atestiguaron que en las inmediaciones de su pueblo no había tierras realengas, ya que “habrá años vino un comisario al reconocimiento de las tierras y delineó y demarcó hasta sobre siete leguas pero que esto no obstante también los montes que siguen hasta la playa se han tenido por del pueblo”. En tanto, el cacique y justicias presentaron un mapa de sus tierras con los linderos de los pueblos de Samahil, Maxcanú y Tetiz, en el cual “no se encuentra división que distinga sus ejidos o tierras de comunidad de las realengas”.42 En este momento intervino el protector González de Cosgaya para sentenciar la problemática de la distribución de realengos en la provincia y, paradójicamente, desacreditar los instrumentos presentados por sus propios defendidos:
por cuya razón no se encuentran fundamentos sólidos e incontrovertibles al menos en la mayor parte que limiten las tierras que llaman de comunidad y las distingan de las realengas, no corrompiéndose más antecedentes que unos confusos mapas formados de los indios o de personas imperitas y unos decretos generales e indeterminados que amparan el dominio útil, y como éste, no sólo lo tienen los indios en los suelos que llaman comunes, sino en lo que denominan realengos y del mismo modo hacen las demás castas, indistintamente uso de unas y otras tierras, de aquí es que no se forma regla, o no puede sacarse de cimiento la verdad para resolver sin exponerse cuánta es la porción de tierras necesarias a cada pueblo, que es la que debe componer la denominada de comunidad.43
En vista de la deliberación del protector de los naturales, el intendente prescribió el deslinde de dos terceras partes del terreno para que el alcalde Castillo pudiera adquirirlo mediante el pago de composición por 450 pesos. Después de la medición se tomó la declaración de los mayas de Kinchil y trascendió que la hacienda Santa María había sido una estancia de la cofradía del pueblo rematada en la década de 1780. También indicaron que los nuevos dueños nunca les impidieron continuar usufructuando las tierras inmediatas a la hacienda. Contrario a los intereses de sus protegidos, González de Cosgaya volvió a interceder en favor de Julián del Castillo, pues, advirtió que los indígenas actuaban por la influencia de otros hacendados y que se trataba de una confabulación para perjudicar al solicitante, ya que le parecía excesivo el costo de la composición. En vista de todo el proceso, el intendente aprobó la composición de las tierras en la cantidad fijada por los peritos y ordenó expedirle título al alcalde Castillo. Sin embargo, las diligencias fueron remitidas al fiscal de la Real Hacienda, quien sancionó que el procedimiento no se había realizado conforme a las leyes porque las tierras denunciadas nunca fueron puestas en subasta pública, motivo por el cual ordenó sacarlas a pregón. Se desconoce si la subasta se realizó y si Julián Castillo obtuvo la titularidad de estas tierras, pero es probable que tanto los indios de Kinchil como los luneros y criados del hacendado continuaran labrando en las tierras denunciadas.
Clemente Trujillo y Zafra, teniente del cuerpo de artillería, solicitó en septiembre de 1818 la composición de una legua cuadrada en el paraje Tiobacal, ubicado entre los pueblos de Hecelchakán y Sahcabchén, con el argumento de que lo tenía ocupado desde hacía seis años con el cultivo de caña dulce y maíz, de modo que quiso aprovechar las reales disposiciones para regularizar el terreno. En esta ocasión los indios de Hecelchakán dijeron que no les perjudicaba la enajenación “porque son tierras que pertenecen a su majestad, que en esta virtud, nada tienen que objetar”. En la medición, el terreno fue valuado en 60 pesos, que Trujillo y Zafra liquidó junto con los honorarios de los funcionarios. En febrero del siguiente año se llevó a cabo el deslinde, pero las autoridades omitieron los pregones de la subasta pública. Esta situación no pasó desapercibida por el fiscal de la Real Hacienda, motivo por el cual revocó todo el proceso. Además sentenció que el derecho de composición sólo correspondía a quienes tuvieran más de diez años de ocupación en las tierras denunciadas, por lo que en este caso correspondía la venta en almoneda pública. Y por si fuera poco, determinó que si en la subasta Trujillo no resultase favorecido, de cualquier modo tenía que pagar el arrendamiento a la Real Hacienda por los seis años de ocupación sin justo título. La subasta se llevó a cabo en marzo de 1820, en la que Juan Ignacio Ortega, vecino de Calkiní, aumentó la cantidad a 65 pesos. Trujillo igualó el ofrecimiento “y habiendo tocado la antedicha hora de las 12, no resultando otro individuo que más diese, se le admitió al citado Trujillo la postura que hizo”. Confiado del resultado de la almoneda, Trujillo volvió a pagar los derechos de las diligencias y quedó en espera de la respuesta del fiscal de la Real Hacienda, quien decretó que la subasta había sido ilegal porque no había razón para conceder la adjudicación a Trujillo por la misma cantidad que ofreció Ortega. El fiscal ordenó una tercera subasta con la notificación particular a Trujillo y Ortega, pero con advertencia de que la venta fuese admitida a quien ofreciera la mejor postura. Debido a que las subastas generaban gastos de 50 o 60 pesos sólo de honorarios, Trujillo desistió de continuar con el trámite, pues le iba a resultar más oneroso cubrir los dispendios administrativos que el propio valor de la tierra denunciada.44
Julián Molina, vecino del pueblo de Bolonchén corrió con mejor suerte porque logró demostrar en octubre de 1818 que ocupaba el rancho Kaxek por más de 10 años en las labores de caña de azúcar, motivo por el que se le adjudicó el derecho de composición de una legua cuadrada de tierras realengas. También le resultó favorable el hecho de que el cacique y oficiales de república de Bolonchén aprobaran la enajenación, dado que indicaron que las tierras no les eran necesarias.45 Incluso señalaron que de realizarse la venta resultarían beneficiados, pues Molina tendría que abrir un pozo al que podrían acudir por agua en las temporadas de sequía. En vista de todas las ventajas, el protector de naturales y el promotor fiscal aprobaron que se procediera a la medición, pues, como apuntó el primero, “sería consiguiente el establecerse cría de ganado tanto más útil en aquella comprensión cuanto que no cuenta más que una sola hacienda que es la de Yaxché, pero lo que es más, los habitantes de aquella parroquia contarían con aquel auxilio de agua”. Las tierras del rancho fueron valuadas en 250 pesos que Molina pagó junto con otros 125 por los derechos y honorarios. El intendente Castro de Araos confirmó el depósito y remitió los autos originales al virrey y la junta de Real Hacienda, donde se certificó el expediente y se expidió el título sin mayor problema en enero de 1821.46
Ventas y arrendamiento de baldíos por los ayuntamientos, 1823-1827
Durante los últimos años de la colonia muchos solicitantes de tierras desistieron de los trámites de denuncia y composición que habían iniciado, debido a los altos costos de las diligencias y también porque las subastas públicas no les garantizaban la titulación de los espacios que demandaban. Después de la independencia, a cada estado le correspondió formular sus propias leyes agrarias, de modo que el gobierno de Yucatán eliminó muchas restricciones para la enajenación de los baldíos y dispuso que los ayuntamientos se encargaran de su venta, arrendamiento y la entrega de licencias para labores agrícolas y la cría de ganado.47 En este sentido, fueron anulados los requisitos de la subasta pública y la aprobación de los funcionarios de la anterior administración colonial. Ahora las averiguaciones en los pueblos, avalúos y los trabajos de deslinde estuvieron a cargo de los alcaldes y regidores, mientras que los pagos por venta o arrendamiento de baldíos debían canalizarse a las arcas de los ayuntamientos con un censo redimible del cinco por ciento a cada terreno adjudicado.
Ejemplo palpable de una enajenación en los años inmediatos a la independencia es la que solicitó Francisco Polanco al ayuntamiento de Cenotillo en mayo de 1823, por justificar que llevaba tres años labrando el contorno del pozo Xbasó al que acudían a beber los hatos de las haciendas circunvecinas, por lo que pedía licencia para poblarlo con ganado mayor y la mensura de 50 mecates por cada viento para “la planta de dicha población”. El “presidente [sic] y vocales de este muy ilustre ayuntamiento” consideraron que no se perjudicaba a terceros ni al común del pueblo de Cenotillo, así que los autos pasaron a la Diputación Provincial para su aprobación, donde se concedió el permiso y se ordenó la mensura y avalúo de sólo 25 mecates de tierra por cada viento contados desde el pozo. El terreno fue valuado en 50 pesos y en el mes de agosto se le dio en propiedad a Francisco Polanco con cargo del censo redimible de cinco por ciento.48
En otros casos, los ayuntamientos dieron continuidad a las denuncias iniciadas en los últimos años de la colonia que habían quedado inconclusas. El expediente de José María del Castillo, alcalde constitucional de Tiholop, ilustra muy bien lo anterior pero también muestra cómo los integrantes de los ayuntamientos aprovecharon su posición para la enajenación de tierras. En mayo de 1823, este solicitante se dirigió a la junta de su propio ayuntamiento para solicitar la mensura de una caballería tierra en torno al pozo Xtepal, el cual había denunciado hacía 16 años argumentando que se habían cumplido el avalúo y los 30 pregones consecutivos para la subasta, pero por alguna razón su apoderado no continuó con las diligencias. Obviamente, tanto el ayuntamiento como la Diputación Provincial aprobaron la solicitud y en agosto se realizó la mensura que arrojó un avalúo de 20 pesos. Dos meses después el alcalde Castillo recibió el título de propiedad del pozo y de la caballería de tierra por la liquidación del avalúo y el cinco por ciento del censo redimible, “debiendo igualmente satisfacer el rédito desde el día en que se le ponga en posesión para cuyo efecto se presentará al ayuntamiento con este decreto”.49
Pero a pesar de las facilidades dispuestas por el gobierno yucateco, el proyecto privatizador fue poco afortunado al toparse con la oposición de las repúblicas indígenas y las juntas municipales. Las primeras fueron restablecidas por decreto el 26 de julio de 1824, cuyas funciones se limitaron al ámbito de la recaudación de las contribuciones públicas y al control de la población indígena, mientras que las segundas se instauraron el 20 de septiembre del mismo año para sustituir a los ayuntamientos (excepto en las ciudades, villas y cabeceras de partidos), de modo que en ellas recayó la administración de los recursos de los pueblos.50 Y aunque los mayas tuvieron una participación activa en los gobiernos locales y en la defensa de sus bienes comunes, lo cierto es que los cuerpos municipales tuvieron distintas posturas de cara a los proyectos de enajenación, algunas veces a favor y otras en contra.51
En febrero de 1827, Jerónimo Torres, dueño de la hacienda Sihunchén, requirió el arrendamiento de 50 mecates de tierra en las inmediaciones de la aguada Chohol, que según él correspondía al pueblo de Bolón y que “se ha convertido en madriguera de ladrones quienes situados en ella me matan hasta los becerros” cuando iban a beber agua, por lo que deseaba edificar un corral y casas para sus sirvientes a fin de vigilar su ganado. La junta municipal de Chocholá respondió que la aguada le pertenecía al común de su pueblo y no al de Bolón, y que con anterioridad Torres ya había pretendido apropiarse de ella sin anuencia de los pueblos comarcanos “y mucho menos de éste”. El gobierno yucateco determinó que el arriendo solicitado por Torres no afectaba a ninguno de los dos pueblos, pero le advirtió que el dominio útil de la aguada no le daba el derecho de impedir que los hacendados y las poblaciones circunvecinas se abastecieran en ella. La sentencia final fue que el arrendamiento anual debía pagarse a la comunidad de Chocholá “en cuyos términos se haya situado dicho terreno según se alega a que se hará saber al interesado, y se transcribirá a la respectiva junta municipal”.52
No cabe duda que la estructura agraria en la península yucateca se modificó durante la primera mitad del siglo XIX en función de la configuración de espacios económicos diferenciados: las haciendas del noroeste dedicadas a la ganadería y a la producción de maíz comenzaron a competir con los pueblos por tierras y fuerza laboral, en el oriente las haciendas productoras de caña dulce, algodón y tabaco coexistieron con la agricultura de autoconsumo de los mayas y los hacendados del poniente se internaron cada vez más en las selvas para extraer palo de tinte y maderas.53 Muchos hacendados sacaron provecho de las leyes liberales emitidas por el gobierno yucateco para fundar o expandir sus propiedades, como la ley de colonización de terrenos baldíos decretada el 2 de diciembre de 1825, la que redujo los ejidos a una legua por cada punto cardinal emitida el 5 de abril de 1841 y la que fomentó la privatización y arrendamiento de los baldíos del 30 de abril de 1847.54 Aunque en la letra estas leyes protegieron las tierras comunales y contemplaron la participación de las autoridades municipales, en los hechos pretendieron reducir los espacios de los pueblos para definir las tierras susceptibles a la enajenación. Con todo, hasta mediados del siglo XIX, el alcance del proyecto privatizador fue limitado y no obtuvo el éxito esperado por los liberales, ya que se venía arrastrando el viejo problema de definir las tierras baldías y fundamentalmente por la oposición de las autoridades indígenas y municipales.55
Conclusiones
El programa de regularización de tierras tuvo como objetivo la concesión de tierras y la entrega de títulos a través del cobro de composiciones y la venta de realengos. Por medio de dicho programa la Corona también procuró uniformar los derechos de posesión considerados imperfectos en la categoría del dominio absoluto, al mismo tiempo que reconoció el derecho de los pueblos de indios a la posesión de sus bienes de comunidad. Sin embargo, su aplicación en cada una de las regiones y provincias produjo resultados disímiles según las acciones de las autoridades coloniales y las respuestas de los poseedores de las tierras. Mediante las diligencias que realizaron las autoridades facultadas es posible reconocer los cambios en las estructuras agrarias, la consolidación de las propiedades particulares y las configuraciones territoriales de los pueblos.
La provincia de Yucatán es un escenario idóneo que sirve para ejemplificar el proceso de conceptualización acerca de la propiedad territorial mediante la regularización agraria y la venta de realengos, donde estuvo en juego el derecho de posesión comunal de los pueblos, el acceso que los mayas tenían a los montes y el creciente interés de los estancieros y hacendados para adjudicarse estos espacios por considerarlos baldíos. En las composiciones de 1679 y 1710 los dueños de estancias se beneficiaron del refrendo y la entrega de títulos a cambio de pagos irrisorios, pero se opusieron a la medición de sus propiedades e impidieron que los mayas ejercieran su derecho a la composición de sus tierras. Esta negación junto con la confusión que prevalecía entre las tierras de comunidad y las baldías fueron elementos que, paradójicamente, permitieron que tanto los mayas como los españoles continuaran en el uso de los montes de forma indistinta según las prácticas de la costumbre. De algún modo, lo anterior estuvo relacionado con las condiciones geográficas y el sistema agrícola que demandaba la continua movilidad entre los montes. Pero fue en el tránsito del siglo XVIII al XIX cuando los cambios en la estructura agraria y la competencia por los recursos propiciaron la enajenación de las tierras consideradas como realengas, de modo que las autoridades de la provincia se vieron obligadas a atender los asuntos agrarios y definir la condición jurídica de los montes, que hasta entonces todavía estaban bajo control de las repúblicas indígenas. La dificultad por distinguir entre los ejidos de los pueblos y las tierras que podían ser adjudicadas quedó patente en las denuncias por composición y subastas de finales del periodo colonial, procedimientos que no brindaron certeza a los solicitantes para constituirse como propietarios legítimos.
Pocos años después de la independencia, el gobierno de Yucatán promovió con intensidad la política agraria de corte liberal, con el objetivo de enajenar los montes y arrendar los ejidos. Estos procedimientos estuvieron a cargo de los ayuntamientos, pues, en estas instancias recayó la administración de los recursos de los pueblos y la facultad para la adjudicación de tierras. Las leyes decretadas durante las primeras décadas del siglo XIX facilitaron los mecanismos de denuncia y titulación a favor de los solicitantes, sin embargo, no fueron suficientes para resolver los problemas para definir la condición jurídica de los montes. Además de estas dificultades, el proyecto privatizador se enfrentó a la resistencia de las autoridades indígenas que lograron posicionarse en los cuerpos municipales y en las repúblicas que fueron restablecidas.