Mithridates
Give me agates for my meat;
give me cantharides to eat;
From air and ocean bring me foods,
From all zones and altitudes.
Ralph Waldo Emerson, 1904
Uno de los primeros documentos que forma parte del acervo de “papeles sueltos” del fondo reservado de la Biblioteca del Museo Nacional de Antropología, en la Ciudad de México, es un antiguo manuscrito de ocho páginas, algunas de ellas dañadas y con lagunas en el texto. La portada de este documento muestra un interesante conjunto de marcas: anotaciones en lápiz, un sello del archivo en azul y varias grandes manchas de una tinta ferrogálica, derramada tal vez por un descuido de su autor. Visible entre estas marcas se aprecia el título: “Cantáridas Mexicanas. Historia Natural Medica Mexicana Pintoresca, 1864, El O.S.” (figura 1).1 Sabemos por una anotación al final del documento que las iniciales representan el seudónimo de “El Observador Selvático”, pero resulta un misterio la razón por la cual el autor no quiso revelar su verdadero nombre; intentaremos resolverlo más adelante. La segunda página es igual de intrigante, una lámina con dibujos -algunos en color- de varios insectos señalados por sus nombres científicos, realizados evidentemente por una mano algo inexperta (figura 2). Estos insectos, dice el autor en la introducción, pueden sustituir a la cantárida importada, un escarabajo de color verde brillante mejor conocido como la “mosca de España”, que es rico en cantaridina, un compuesto químico que lleva en su tejido. Esta sustancia con propiedades terapéuticas se obtiene disecando y pulverizando la cantárida y durante siglos su polvo fue un importante medicamento tópico para tratar enfermedades de la piel. Ingerida por vía oral, es otra historia, ya que produce un efecto similar al de un afrodisíaco; se podría decir que era el Viagra de la antigüedad y por consiguiente una sustancia cotizada.
![](/img/revistas/rz/v38n151//2448-7554-rz-38-151-00161-gf1.jpg)
Manuscrito en la Biblioteca del Museo Nacional de Antropología, 3a Serie de Papeles Sueltos, caja 8, legajo 26, documento 32. Reproducción Autorizada por el Instituto Nacional de Antropología e Historia
Figura 1 Frontis de “Cantáridas Mexicanas”
![](/img/revistas/rz/v38n151//2448-7554-rz-38-151-00161-gf2.jpg)
Manuscrito en la Biblioteca del Museo Nacional de Antropología, 3a Serie de Papeles Sueltos, caja 8, legajo 26, documento 32. Reproducción Autorizada por el Instituto Nacional de Antropología e Historia.
Figura 2 Foja 2 del documento “Cantáridas Mexicanas”
La cantárida europea (Lytta vesicatoria) llegó a ser un producto farmacéutico globalizado, según consta en los fragmentos del insecto -preservados extremadamente bien- hallados en el pecio de un barco velero holandés de la Compañía de Indias, el Ámsterdam, que se hundió en el lodo cerca de Hastings, Inglaterra, hace más de dos siglos. Un examen pormenorizado de la mezcla de los fragmentos reveló que el fabricante, poco honrado, había introducido élitros machacados de otro insecto en su preparación, el vulgar e inocuo Cetonia aurata y, en efecto, había vendido un medicamento diluido.2 Esta preparación fraudulenta de cantárida es un conspicuo ejemplo de su valía en los mercados internacionales a finales del siglo XVIII, y si bien el alto precio de la variedad europea resultó en algunos engaños, su demanda también potenció una búsqueda para sustituir el producto importado con una especie nativa, más económica.
El propósito aquí se centra en explicar la importancia de la cantárida en la farmacopea antigua, así como en historiar su búsqueda a mediados del siglo XIX, cuando dicho insecto cautivó el interés de diversos científicos mexicanos, apoyando sus pesquisas en el saber de las comunidades indígenas o en “la medicina de pobres” como a veces se le llamaba. En particular, la entrada al tema es el manuscrito que se presenta al principio. Además de esclarecer la autoría de este texto inédito, se visibilizará el escrito en un contexto histórico donde la intersección de los saberes locales, la medicina decimonónica y las políticas imperiales revelan una competencia internacional para la identificación y clasificación de las distintas especies nativas de América que cuentan con propiedades vesicantes semejantes a la cantárida europea. Ilustro a lo largo del artículo que en el vértice de estos intereses, “El Observador Selvático”, nuestro autor anónimo, es quien aboga por una medicina nacional basada en la ciencia natural para “estudiar las propiedades de nuestras producciones”,3 y quien reconoce, en pleno siglo XIX, la utilidad de establecer una materia médica que incluya los saberes locales.
La cantárida y su historia
A partir de los antiguos griegos tenemos noticias del uso de insectos con propiedades vesicantes. Plinio, en su Historia natural, cita en 14 ocasiones la eficacia de la cantárida, remarcando que “tiene la propiedad de quemar la carne […] también provoca la orina; por esto las daba Hipócrates a los hidrópicos”.4 A través de los siglos se emplearon cantáridas como vesicatorios o vejigatorios, remedios populares para “sacar los humores” que consisten en emplastos o parches aplicados a la piel, con lo que según la dosis se provoca enrojecimiento y vesículas o ampollas, y de ahí su nombre. Se pensaba que una preparación de la cantárida machacada podía curar diversos males, como las verrugas, el herpes o incluso la lepra. No obstante, como toda toxina poderosa, en cierta dosis la cantaridina es letal ya que su propiedad cáustica puede reventar los vasos sanguíneos y tan sólo 1.5 gramos de este polvo puede ocasionar la muerte. En un interesante estudio basado en apuntes de autopsia, se ha postulado que un inexperimentado médico francés aplicó emplastes de cantárida en la nuca del Libertador Simón Bolívar, lo cual resultó en su muerte prematura.5 Consumida por vía oral, la cantaridina funciona como medicina alopática en el tratamiento de enfermedades urogenitales: produce hinchazón y sensibilidad en el tracto urinario y dilata los vasos sanguíneos en los genitales. Gracias a este último efecto, resulta en la excitación de los órganos sexuales y el priapismo, y por esta razón se ha utilizado desde tiempos de Hipócrates como un afrodisíaco. Un agente vasodilatador en realidad no es un afrodisíaco, ya que por sí sólo no aumenta el deseo sexual sino que ayuda por medio de una acción química a producir una erección, de la misma manera que su contraparte moderno, el Viagra.
El empleo de la cantárida para mejorar la vida entre las sábanas es un aspecto importante de su historia y, por tanto, no es de sorprender que su uso se haya plasmado en la lengua española. Por ejemplo, es el origen de la expresión “echar un polvo”: las celestinas españolas echaban una preparación de polvo de cantárida a las medias de las jóvenes víctimas para que, por contigüidad, excitara sus zonas pudendas.6 En un episodio infame, el Marqués de Sade aplicó cantaridina de manera clandestina a varias prostitutas en una fiesta en Marsella en 1772, pero se equivocó en la dosis y las muchachas casi murieron. Fue acusado de envenenamiento y sodomía; recibió una sentencia de muerte -por decapitación-, que evitó fugándose a Italia.7 A pesar del número de envenenamientos alarmantes, a mediados del siglo XVIII la sustancia se puso de moda en Francia, donde fue conocida gracias a las pastilles Richelieu (caramelos Richelieu), farmacéutico ligado a la clase dirigente, quien restringió su comercio. Por lo anterior se aprecia qué insectos con propiedades vesicantes han tenido un rol importante tanto en la historia de la medicina como en la cultura sexual.
Le cantharide
Desde tiempos remotos los europeos explotaban para la farmacoterapia la especie Lytta vesicatoria, coleóptero de la familia Meloidae, un escarabajo que posee un caparazón duro verde brillante y dos alas, también duras. En el contexto ibérico del siglo XVI este insecto adquirió el nombre de “mosca de España” o “mosca española” (aunque no es una verdadera cantárida ni una mosca), y a partir del siglo XIX fue conocida popularmente con el nombre de cantárida, por la cantaridina que lleva en su tejido. Lytta vesicatoria no es el único insecto con esta característica, de hecho son diversas especies en el mundo que producen tal sustancia cáustica en diferentes cantidades y toxicidades. A principios del siglo XIX, en el campo europeo, se recolectaba el insecto en grandes cantidades, engendrando así una importante industria farmacéutica. En América, los médicos apenas conocían estas propiedades, como relató el doctor John Parker Gough en su ensayo para recibir su grado a principios del siglo XIX.8 No fue hasta 1810 cuando el francés Jean Pierre Robiquet logró identificar el compuesto químico proveniente de la Lytta vesicatoria, una fuerte toxina sin olor y color que no se disuelve en el agua.9 A partir de este momento densas descripciones de este insecto aparecen en la literatura académica; los médicos franceses se refieren a las especies Lytta o Cantharis vesicatoria como la Cantharide officinale,10 y también se menciona que existen varios sustitutos con distintas propiedades. Gracias a la vasta difusión de la farmacopea europea, en México a mediados del siglo XIX, los efectos de la cantárida ya eran bien conocidos; el abogado Agustín Franco de la Chaussée menciona en su artículo sobre la “utilidad de los insectos” lo siguiente: “la cantárida aplicada como revulsivo, es de grande utilidad en la medicina, y raro será entre mis lectores, el que no haya sido testigo de sus saludables efectos”.11 El empleo de la cantárida para fines médicos cae en desuso al empezar el siglo XX, reemplazado por otras medicinas, no obstante en la farmacopea española de 1930 todavía se describe.12
Insectomanía: la búsqueda de vesicantes en México
Décadas antes del inicio del Segundo Imperio los médicos mexicanos intentaron encontrar en la república un vesicante eficaz, seguro y más económico que el que provenía de la cantárida extranjera, importada a gran costo. Tan importante era establecer una industria local que el gobierno ofreció diversos incentivos para desarrollar un sustituto. En un breve artículo titulado “Entomografía”, el padre Crescencio Carrillo y Ancona, destacado religioso e intelectual yucateco, felicitó al doctor Desiderio Germán Rosado Carbajal13 por haber identificado un insecto en Tabasco que podía sustituir a la cantárida importada. El padre reportó, citando una nota de un periódico de la Ciudad de México, que el doctor había recibido un jugoso premio de diez caballerías de terreno baldío por su labor.14 El insecto, llamado “el botijón”, era bien conocido por los labradores del campo, quienes se aprovechaban de sus propiedades medicinales. Según Rosado Carbajal: “Algunos pobres se curan los herpes y otras enfermedades de la piel frotándose el botijón sobre la parte enferma, empleando así en ellos mismos el método sustitutivo llamado por algunos homeopático”.15 Mantuvo el médico que la acción caustica del botijón es superior a la de la cantárida (que no es propiamente una cantárida coleóptero-meloidae, sino un coleóptero-macróptero) porque no pasa por la dermis ni entra en el torrente sanguíneo, lo cual puede causar daños severos. Por tanto, su acción es más tolerable para el paciente; además, la sustancia permanece más activa en polvo seco y es más barata, ya que estos insectos, aseveró, se encuentran por todas partes en el estado de Tabasco.
A pesar del premio y los elogios el doctor Rosado tenía un detractor, el licenciado Juan J. León, quien escribió una carta al periódico en protesta. En ella cuestionó la validez de las credenciales del doctor, así como su competencia para llevar a cabo una investigación de esta índole. Alegó que Rosado había recibido “regularmente” su título de doctor en la Universidad de Yucatán, gracias a un decreto de Santa Anna en 1855 que concedía títulos a los alumnos sin tener prácticas ni exámenes. Asimismo, mantuvo que carecía de conocimientos botánicos y que su biblioteca -que había conocido personalmente- no tenía ni un solo ejemplar sobre historia natural. Si esta destrucción pública de su autoridad no era suficiente, también criticaba su “poetomanía” y la mala prosa que publicaba en los periódicos. No obstante, el licenciado protestó solemnemente que el doctor Rosado era su amigo. Con este último dato sospechamos que el artículo era una mera burla, pero luego el licenciado León ofreció varios argumentos fundamentados para rebatir el estudio de Rosado, alegando, por ejemplo, que a principios del siglo XIX el celebre naturalista francés Pierre André Latreille ya había clasificado a este insecto y registrado sus propiedades. Más adelante resumió sus argumentos:
1. que el Dr. Rosado no pudo hacer una descripción zoológica;
2. que no pudo escribir una memoria fundada en ensayos ni observaciones clínicas;
3. que no dio a conocer un insecto nuevo;
4. que no señaló en él una propiedad terapéutica nueva;
5. que el “Botijón” no ofrece ventajas terapéuticas ni económicas sobre las cantáridas de Europa;
6. que el “Botijón” no es abundante en Tabasco y otros Estados, como el seudo-descubridor afirma;
7. que ha engañado, o se ha engañado;
8. en fin, que no ha merecido la recompensa nacional, que en tal caso desalienta en vez de estimular a los descubrimientos.16
La carta de Juan J. León es una muestra parcial de que en aquel momento la búsqueda de un vesicante natural y autóctono pudo haber quedado estancada, aunque se aprecia que existía un debate público, riguroso e informado, sobre las propuestas. Más adelante este debate -y la posibilidad de un premio jugoso- fomentó otros trabajos sobre la materia, pero en un contexto político-social radicalmente diferente.
La intervención francesa y el control de la información
A partir del Segundo Imperio Mexicano (1864-1867), con la ambiciosa aventura de Napoleón III, diversos avances en la entomología y en la investigación sobre vesicantes naturales entraron en vigor. Francia tenía a México en la mira desde el decenio de 1830 para expandir su comercio y aprovechar sus vastos recursos, y a raíz de los conflictos entre liberales y conservadores mexicanos a mediados el siglo XIX encontraron un momento propicio para intervenir. Las luchas intestinas mexicanas habían provocado una crisis financiera y la suspensión de los pagos que adeudaba el gobierno a varios países europeos. Bajo el régimen de Napoleón III, Francia decidió invadir a México y cobrar lo adeudado mediante la fuerza. Al final lograron imponer una monarquía encabezada por Maximiliano I de Habsburgo, empresa auspiciada por los conservadores mexicanos que deseaban el establecimiento de un segundo imperio.17
La conquista del territorio mexicano por los franceses no fue un asunto meramente militar, sino que implicaba apoderarse de tierras exóticas fácilmente dominables y, por ende, “civilizarlas”. En esta empresa colonialista “civilizar” significaba comprender para controlar, ya que una característica de las colonizaciones decimonónicas era movilizar los datos hacia los centros de conocimiento.18 El dato, en forma de cartas, reportes, planos, dibujos, etcétera, fue resguardado y organizado en los archivos imperiales, que no solamente servían como repositorios de información, sino también como una forma de conocimiento y una estructura de poder. En fin, la compleja burocracia detrás del expediente colonial es un atributo particular a los imperios globales del siglo XIX: la habilidad de manipular personas y objetos desde lejos.19
En el caso de Francia, esta concentración de datos se realizó por medio de una serie de comisiones científicas, concebidas para recopilar conocimiento sobre el territorio mexicano en sus diversos aspectos: recursos naturales, cultura, geografía, infraestructura, industria, etcétera, información que sirviera de materia prima para la academia francesa y como herramienta heurística para el proyecto de colonización. Francia contaba con una larga tradición en enviar misiones científicas a varios países de la ribera mediterránea -Egipto, Grecia, Argelia- por lo que su incursión en México no fue una empresa aventurada sino experimentada.20 Para aprovechar la abundancia de datos en las nuevas tierras conquistadas, Napoleón decretó la formación de la Commission Scientifique du Mexique bajo la responsabilidad del Ministro de Instrucción Pública, Victor Duruy. Organizada en varias subcomisiones en medicina, geografía e historia, y constituida por una amplia red de diversos sabios, la Comisión enfocó su mira sobre un mundo material rico en minerales, plantas, vestigios de antiguas culturas y, ciertamente, insectos. Es remarcable que el interés francés en la cantárida fue explícito desde el inicio de su aventura, y en los archivos de la Comisión, en la sección sobre medicina, se preguntaba si las sanguijuelas y cantáridas eran fáciles de encontrar en México.21
Concomitante con la Comisión creada en Francia, otro órgano paralelo, la Commission Scientifique, Litteraire et Artistique du Mexique, se fundó por iniciativa del general Achilles Bazaine y fue instalada en la Ciudad de México en abril de 1864. Ésta se disuelve un año después ante el rechazo del emperador Maximiliano de Habsburgo, quien funda su propia comisión, la Academia Imperial de Ciencias y Literatura, presidida por él.22 A pesar de la profunda división de México entre los liberales y los conservadores sobre la intervención militar, reinaba un espíritu de colaboración en cuanto al desarrollo del conocimiento en el territorio nacional, pues, en ambas comisiones, la de Francia y la de México, se contaba con socios liberales.23 Así, liberales de todos los colores colaboraron con el gobierno imperial en las instituciones creadas y reformadas a iniciativa del emperador, como la Sociedad de Geografía y Estadística, que fomentaba estudios sobre la naturaleza y sociedad mexicana. En este contexto intelectual, aparece el personaje central de nuestra historia.
El observador selvático y su estudio
El autor del estudio que introducimos al inicio de este artículo formaba parte de una red informal de médicos empeñados en encontrar insectos en territorio nacional con propiedades vesicantes, lo cual deja claro cuando escribe: “Los experimentos hechos ya en uno de los [hosp]itales de Mexico, han comprobado también cuan [ven]tajoso será en lo subsesivo emplear de preferen[cia] nuestras cantaridas, mas eficaces y mas baratas que las exóticas”.24 Según El Observador Selvático, los conocimientos para su investigación, a la cual le ha dedicado veinte años, provienen en gran parte del saber del campo. Relata que su primer contacto con insectos con propiedades vesicantes fue en 1845, cuando un indígena de Tingüindín, municipalidad en la sierra de Michoacán, le enseñó el gusano llamado teocuillin o gusano ardiente, y comentó que algunas mujeres malvadas solían envenenar con éste a sus amantes, poniéndolo en una infusión, en vino o en cualquier otro licor o bebida que producía la muerte, que resulta en una sensación quemante en las entrañas y algunos vómitos de sangre pura. Después de esta asombrosa descripción, nuestro autor compara el gusano ardiente con la cantárida, que había hecho el jesuita Francisco Javier Clavijero en 1780.25 (Obra originalmente publicada en italiano y que no fue publicada en español hasta 1824. Tal vez nuestro autor conoció este trabajo, pero no lo citó.)
Además de su experiencia en el campo, es evidente que El Observador Selvático contaba con diversos conocimientos en medicina. Menciona que desde tiempos inmemoriales los veterinarios del país habían utilizado una diversidad de cantáridas negras para curar las vacas y los caballos, pero a raíz de un fuerte prejuicio, los médicos mexicanos seguían usando la cantárida extranjera, que según era más cara e inferior. Revela, en su explicación para esta situación, una sensibilidad acerca del saber de las comunidades:
por solo la negligencia, y manía de mirar con desprecio cierta clase de remedios populares, que las gentes del campo emplean para curar sus dolencias, y con los cuales suelen sanar, y por este descuido, los médicos son los que menos conocen multitud de venenos y contravenenos que a primera vista distinguen las gentes del campo.26
El Observador Selvático describe cuatro cantáridas y el gusano ardiente detalladamente en su artículo: señala las fechas del año cuando se encuentran en abundancia y los lugares donde viven, por ejemplo, dentro de la corola de la flor de la calabaza, entre varias de las flores polipétalas, como las dalias, y sobre las plantas de hojas de gran limbo, como el chayote y chayotillo. Les asigna nombres en latín según sus características, y señala -aunque de manera poco sistemática- sus nombres populares e indígenas en varios idiomas, como se puede apreciar en el cuadro 1.
Cuadro 1. Nombres populares e indígenas que aparecen en el trabajo “Cantáridas Mexicanas”
Tlayacuayatl | Mexicano |
Tiquipilo | Mexicano, departamento de Jalisco |
Cuinametl o cuinamel | “Tarasco” (purépecha) * |
Tunganeni | Otomí |
Pipila ciega | Provincia de México |
Abadejo | Algunos puntos del Bajío |
* Tal vez se trata de un error de atribución ya que este vocablo es de origen náhuatl
Nuestro autor sostiene que la acción vesicante de cualquiera de las cantáridas que describe Meloe nigra, Meloe caput rubra, Meloe proscarabeus L. y Meloe bi-color, así como el gusano ardiente, machacados y aplicados sobre la piel, producirá una vesicación en menor tiempo que la cantárida importada, Meloe vescicatorius de Fabricius, y enfatiza que desde el año de 1845 él había empleado todos estos insectos para curar en repetidas ocasiones. Reporta también que los albéitares de algunas de las haciendas del Bajío y de Michoacán preparan un aceite con el Meloe proscarabeus que ellos denominan “aceite de abadejo”, donde ahogan insectos en aceite de oliva dentro de una botella y dejan el trasto al calor del sol por algunos días para extraer el veneno.27 El Observador Selvático aclara que modificó el procedimiento para extraer el veneno, colocando los insectos machacados en aceite en un baño de María, y después coló la mezcla. Informó que así impregnado el aceite con cantaridina produce el efecto cáustico aun en la piel gruesa de los caballos. Termina su estudio con dos referencias a “la reina vegetal” y varias plantas que también tienen propiedades vesicantes, como el árbol conocido como “chupire” (Euphorbia calyculata) que crece en altitud, sobre todo, en sectores de elevación inferior a 2,200 msnm,28 y que es particularmente abundante en la cuenca de Páztcuaro. Nuestro escritor registra que su líquido lechoso es eficaz para tratar las enfermedades de la piel, aplicando este látex por medio de un pincel para vesicar la herida, y apunta su beneficio para el tratamiento ya que su acción cáustica no pasa por el torrente circulatorio al aparato genito-urinario, como occurre con la cantárida. Termina el texto con una mención de la “pata de cuervo” (Ranunculus flammula L.), una planta con flor amarilla y raíz que asemeja a la pata de un ave. La raíz machacada produce la rubefacción en la piel y hasta la vesicación según el tiempo de aplicación.
¿Quién era el Observador Selvático?
Para comprender mejor el contexto histórico de este manuscrito es necesario primero resolver la identidad del autor; posteriormente podemos indagar sobre a quienes iba dirigido, si fue publicado, y una fecha más precisa de su elaboración. A lo largo del texto el autor menciona varios lugares de Michoacán, por tanto es posible que él sea oriundo de este estado. Gracias a los comentarios del investigador Arturo Argueta de la UNAM, sobre una versión temprana de este trabajo,29 un candidato adecuado sería Crescencio García (1817-1897), un médico y farmacéutico que nació en La Barca, Jalisco, una región agroganadera de importancia; luego se trasladó a Jiquilpan, Michoacán, donde ejerció su doble profesión gran parte de su vida. El investigador Álvaro Ochoa del Colegio de Michoacán ha estudiado la obra de este interesante personaje y recopiló diversos escritos publicados y algunos manuscritos inéditos, incluyendo -milagrosamente- fragmentos de textos que fueron rescatados de una letrina en Cotija, Michoacán. Los escritos de Crescencio García se caracterizan por ser eruditos, y tienen el mérito de acercar la medicina popular con la ciencia, así como de valorar las prácticas locales sin rechazar las teorías francesas e inglesas que estaban en boga.30
La comparación de una selección de textos publicados por Crescencio García con pasajes en nuestro documento firmado con seudónimo sugiere que se trata del mismo autor. En su obra titulada “Fragmento para la materia médica mexicana”, de 1859 -texto que permaneció inédito hasta 1980-, el médico escribió en la introducción:
No resta más que el que quieran los facultativos mexicanos usarlas [las drogas] con discernimiento, para que pueda México gloriarse de tener su materia médica propia, compuesta sólo de remedios de virtud indisputable.31
Cotejamos esta frase con otra que El Observador Selvático escribió en la introducción del trabajo “Cantáridas Mexicanas”:
a la formacion de la materia medica mexicana, cuyo estudio se hace ya de la mas imperiosa necesidad, y por el deber á que estamos obligados los practicos del país, de estudiar las propiedades de nuestras producciones, para que Mexico cuente con su materia medica propia, compuesta de remedios de virtud indisputable.32
Más adelante en “Fragmento” escribe:
Por haber descuidado este ramo, los médicos son los que menos conocen la multitud de venenos y contravenenos que a primera vista distinguen las gentes del campo.33
Y luego, en “Cantáridas Mexicanas”:
[…] y por este descuido, los médicos son los que menos conocen la multitud de venenos y contravenenos que á primera vista distinguen las gentes del campo.34
Concluimos que el estilo y contenido de estas frases es tan similar que no cabe duda de que se trata del mismo escritor, exponiendo ideas que eran para él valores fundamentales.
Con la identidad del autor asegurada, pasamos a aclarar el destino del estudio de “Cantáridas Mexicanas”. En el párrafo introductorio, Crescencio García se dirige a los “profesores de la Sección Médica de la Comisión Científica”, y solicita que publiquen su trabajo en el periódico que ellos editan. Por la fecha de elaboración del estudio, 1864, es evidente que el contexto histórico corresponde al Segundo Imperio de México. Como hemos comentado, al inicio del Imperio fueron creadas una serie de comisiones científicas, como la Commission Scientifique du Mexique, ideada en París bajo la dirección de Victor Duruy, y la Commission Scientifique, Litteraire et Artistique du Mexique, instalada en la Ciudad de México por iniciativa del general Bazaine, en abril de 1864, y posteriormente la Academia Imperial de Ciencias y Literatura, fundada por órdenes del emperador Maximiliano de Habsburgo. Por la fecha, pensamos que Crescencio García dirigió su carta a la Comisión Científica de la Ciudad de México. Esta comisión, breve en vida, contaba con una sección organizada en diversos subtemas de medicina, cirugía, higiene, medicina veterinaria, estadística médica, materia médica y antropología.35 Los miembros de este órgano científico publicaron en 1864 la Gaceta Médica de México, revista que desde entonces ha recogido los múltiples intereses de los principales médicos en el país. Al revisar el periódico en busca del texto de Crescencio García, encontramos varios artículos sobre las cantáridas, todos publicados en 1866, pero ninguno que corresponde al texto inédito que presentamos, por tanto, es posible que su contribución no fuese aceptada por el comité.
De los artículos sobre cantáridas en la Gaceta Médica de México, dos fueron escritos por el doctor Lauro María Jiménez, catedrático en la Escuela de Medicina donde impartía la materia de Historia Natural. Un médico excepcional, sus investigaciones se enfocaron en los campos de la farmacología y la botánica médica, y en la cúspide de su carrera fue elegido presidente de la Academia de Medicina cuando esta sociedad se formalizó en 1873. Herborizando en las lomas de Tacubaya en el año de 1863, el doctor Jiménez encontró nuevos especímenes de cantáridas, junto con su amigo, el doctor Antonio Peñafiel y Barranco. Quedaron sorprendidos al ver la energía de sus propiedades vesicantes, que además de superiores a las especies importadas, porque no obran sobre la vejiga cuando se aplican, son abundantes en territorio nacional. Introdujeron su estudio con el mismo tenor de don Crescencio García, al lamentar la poca atención que recibe la farmacología indígena: “observaciones que esperamos que se harán ahora que se ha despertado felizmente entre nosotros el entusiasmo por examinar las propiedades terapéuticas de nuestras drogas indígenas, vistas hasta hoy con tan inmerecido desprecio, como algún periódico extranjero nos ha criticado ya”.36 Si el trabajo de Crescencio García se alineaba con otros textos publicados en la Gaceta Médica de México, queda la duda de por qué no apareció, y por qué los médicos mencionados ni siquiera lo citaron. Tal vez la respuesta tiene que ver con la realidad histórica del momento. Durante los años de 1860-1863, Crescencio García vivió en Zapotlán el Grande, y al inicio de la intervención francesa en Jalisco se incorporó a las fuerzas republicanas como médico militar.37 Entonces, en 1864, cuando escribió “Cantáridas Mexicanas” estaba en el servicio militar en contra de las fuerzas imperialistas, e incluso había estado presente en la “batalla de la Trasquila” el 22 de noviembre de 1864, cuando el francés Clinchant derrotó a las tropas republicanas en el centro del pueblo de Jiquilpan, Michoacán.38 Por tal razón pensamos que el médico utilizó un pseudónimo al firmar su estudio, ya que el anonimato garantizaba su seguridad y la de su familia durante el conflicto.
Conclusiones
En este artículo rescatamos un capítulo más de la historia de la entomología cultural que demuestra el interés científico sobre el uso de insectos por grupos indígenas de Mesoamérica. Por medio de un documento previamente anónimo e inédito, hemos podido contextualizar esta búsqueda, iniciada a mediados del siglo XIX por médicos y farmacéuticos mexicanos, con el fin de reemplazar a la cantárida europea con especies nativas y así engrosar el arsenal terapéutico vigente. El interés más fuerte en esta averiguación ocurrió durante la Segunda Intervención cuando los intereses imperiales de los franceses influyeron robustamente en todas las ramas de la ciencia mexicana, a través de los órganos científicos del país y las publicaciones correspondientes. Como hemos dicho, la ambiciosa empresa de los franceses en México no radicaba únicamente en adquirir nuevos territorios, sino en aumentar el flujo de bienes e información con el fin de industrializar su economía. Por consiguiente, la historiografía que versa sobre la expansión de la ciencia por medio del colonialismo tiende a asumir un modelo centro-periferia, donde Europa o los Estados Unidos son los productores de las ideas científicas y los países no occidentales simplemente las adoptan.39 Es decir, México contribuye con la materia prima, pero no aporta conocimiento acerca de ella.
El texto del médico que hemos identificado como el doctor Crescencio García, refuta esta idea, porque se trata de otra muestra de aproximación científica a la medicina tradicional popular de su tiempo.40 Asimismo, el escrito revela su corriente intelectual, una tradición mexicana que se remonta hasta el siglo XVI, cuando los frailes españoles se llenaron de curiosidad por las tierras recién descubiertas y, entre otros temas, registraron las propiedades medicinales de la flora y la fauna con datos que recopilaron de los informantes indígenas.41 Como lo comentó García varias veces en su escrito, así como otros investigadores mencionados a lo largo de este artículo, el pensamiento medicinal sobre las cantáridas proviene en gran medida del saber de las comunidades indígenas. Es importante recalcar, sin embargo, que aunque los médicos mexicanos citan a los indígenas como una fuente valiosa sobre la naturaleza mexicana, el conocimiento autóctono en dicho momento se encontraba subordinado a la ciencia occidental con su estructura de poder jerarquizada y poco incluyente. Del mismo modo que los indígenas quedaban excluidos del aparato oficial de la medicina, también parece que la investigación de García, realizada en aislamiento, fue ignorada por los médicos cercanos al régimen, aunque faltan datos contundentes para confirmar esta teoría.
No obstante, queda una duda: ¿por qué Crescencio García, liberal y adversario de los extranjeros intervencionistas, decidió compartir sus conocimientos sobre la cantárida con los científicos en México que colaboraron con el régimen? Tal vez pensaba que su estudio sería publicado a pesar del ambiente bélico y dividido que vivía el país, y esto habla de una actitud que valoraba la ciencia más allá de la política. Es más, analizando sus textos se observa que García tenía un innegable espíritu científico. Por ejemplo, gracias a la acabada investigación de Ochoa, sabemos que un tal Dr. Leonardo Oliva, farmacólogo la Escuela de Medicina de Guadalajara, fue maestro del médico. Pero García -a diferencia de muchos de la época- no pone a su maestro en un pedestal, sino lo critica: en una nota al pie de “Cantáridas Mexicanas” corrige el libro del Dr. Oliva, Lecciones de farmacología (1854), por haber asignado erróneamente el nombre de teocuillin a la cantárida negra; y en otro texto, “Fragmento”, alegaba que su obra era una mera copia de la segunda edición de Materia médica de Henri Milne-Edwards y P. Vavasseur.42 Aplicado, curioso y observador, García reunía las cualidades básicas de un buen científico, como consta en su trabajo. En fin, es un honor quitarle el polvo a tal estudio para presentarlo a la comunidad académica.