Introducción al problema
El trabajo presentado aquí tiene un valor experimental. Explora algunos caminos de la investigación sobre el tema de las migraciones, pero no los recorre del todo. La reflexión contiene, sin duda, cabos sueltos. Por lo tanto, necesita contar con el beneficio de la duda del lector. Además de centrarse en el tema de las migraciones, su preocupación concierne, sin duda, a todos los campos de conocimiento de las ciencias sociales, es decir, su especialización en torno a un objeto de estudio determinado: salud, juventud, género, trabajo, violencia, educación, religión, desarrollo, pobreza, marginación, organizaciones sociales, sociolingüística, etcétera. Su objetivo consiste en emprender una reflexión sobre el llamado campo de los estudios migratorios desde una posición que califico de interna, ya que mis investigaciones forman parte de dicho campo. Para ello este artículo descansa en una postura constructivista crítica: las migraciones son una construcción de distinta índole cuyo carácter arbitrario, es decir, social y culturalmente situado, vino a cobrar “una forma natural”, es decir, real y objetiva en el discurso y quehacer de las disciplinas dedicadas a atender este temario.
Así, pues, la intención mayor de este trabajo consiste entonces en repensar las migraciones (Portes, DeWind 2006) a través de la recuperación paulatina del concepto de movilidad no sólo en tanto proceso espacial, sino como un desplazamiento emocional, social, cultural, religioso y vivencial constitutivo de un ir y venir humano (Urry 2005). Se concibe, por tanto, esta reflexión como una pausa necesaria para preguntarse qué hacemos y en qué estamos cuando de migraciones estamos hablando. Mi postura consiste en plantear que si bien son heterogéneos y “líquidos” existen tales estudios que se caracterizan por tener dos posturas que orillan la multiplicidad de posiciones, enfoques y ópticas en su seno: la primera es ortodoxa y positivista y considera que este campo es un espacio de producción del conocimiento, al igual que cualquier otro, y supone que las migraciones son una realidad social examinable a través de una multiplicidad de hechos sociales, esta situación permite, por tanto, afirmar siempre la existencia de un objeto de estudio migratorio que esté detrás o debajo de lo observado; la segunda consiste en una perspectiva más matizada que considera las migraciones como un objeto de estudio plástico que carece de una teoría general, lo cual ni es carencia conceptual ni tampoco constituye en sí un problema epistemológico, pues, tal laguna permite una pluralidad de enfoques que ensancha los confines de la observación y del análisis de las migraciones.
En este sentido partiremos del siguiente supuesto: las migraciones no son una hipóstasis, o sea un ser de carne y hueso. Son una construcción, es decir, son o bien el producto de la actividad de los hombres o una manera de describir la misma, un etiquetaje. Y, sin embargo, la narrativa de las ciencias sociales sobre el tema imputa a las migraciones una capacidad de agencia que se ve reflejada en el uso de verbos de acción para asignar al fenómeno migratorio atributos e identificar así sus características: “las migraciones producen…” o bien “las migraciones causan…”; “las migraciones son…” o bien “la migración internacional, en general, ha permitido un mayor poder adquisitivo” (Fernández Guzmán 2011, 4) “Las migraciones dificultan, degradan, afianzan, mejoran, etc., la vida local”; u otro ejemplo más sonado y prominente: “las migraciones han sido el canal de formación de nuevas etnias y naciones, así como el instrumento de la expansión del comercio y de las conquistas y dominaciones, a la vez que han servido para el enriquecimiento cultural y las nuevas adquisiciones tecnológicas” (Alba, Castillo y Verduzco 2010, 11). El problema empieza al nivel lingüístico con una confusión entre pensar las migraciones en tanto producto de las acciones orientadas de los hombres hacia intereses divergentes y de acuerdo con valores distintos o bien considerarlas como la causa de procesos sociales que afectan directamente la vida de los hombres en sociedad. El problema continúa también con otra confusión que consiste en considerar las migraciones como factor explicativo o interpretativo, cuando son, en realidad, el objeto mismo de la investigación.1 Prosigue y se vuelve aún más espinoso cuando se trata de analizar políticas o programas migratorios, ya que no se sabe bien a bien si, a través de ellas, se trata, en el discurso de la academia, de legitimar o proscribir las migraciones y, consecuentemente, si es cuestión de proteger o dejar a su suerte a quienes están en situación migratoria.
Resulta poco aceptable decir que el estudio de las migraciones es un objeto de conocimiento entre otros sin más. Subyace en ellos una dimensión moral. La disyuntiva está en considerar si las migraciones traducidas al lenguaje de la libertad de movimiento son un derecho humano o si son, a la postre, una forma moderna de explotación y alienación, en el sentido de que el migrante, sea quien sea, es condenado a ser un extranjero perpetuo salido de un país en situación de éxodo permanente (Bartra 2002) En lo que atañe a la sociología de las migraciones se puede aducir lo siguiente: la sociología es también una ciencia de los etiquetajes y pretende estudiar los objetos de investigación que inventa. Crear un objeto de estudio es atribuirle una interioridad y una densidad que terminan por caracterizar su ontología, su forma de ser y crecer. Cuando abordamos el estudio de las migraciones, desde un punto de vista sociológico, no debemos perder de vista lo anteriormente advertido, es decir, la doble construcción moral y epistémica que envuelve el objeto de estudio sociológico llamado “migraciones” atribuyéndole un valor a su existencia social y cultural.
De ahí que todos o por lo menos muchos migrólogos2 terminamos por preguntarnos lo mismo: ¿de qué somos especialistas? De migraciones a secas o de migraciones en equis perspectiva sociológica, psicológica, demográfica, económica, geográfica o antropológica; o bien ¿seremos, acaso, estudiosos de problemas de movilidad, circulación y desplazamientos consensuados o forzados de poblaciones? Es decir, existen las migraciones (en plural por la diversidad de sus formas, funcionamiento y finalidades) en tanto que objeto de estudio o como indicador que permite el acceso a un objeto teórico como el trabajo internacional (y la explotación e indignificación [Sennett 2009 y 2000] que marcan el deterioro moral de sus condiciones de realización hoy), el género ante la movilidad laboral, el transnacionalismo, etcétera.
Todo comienza entonces con el doble problema que consiste en determinar primero si existe un campo de conocimiento específico llamado Estudios migratorios, dotado, desde luego, de un objeto de estudio propio y metodológicamente aislable. De alguna manera es factible pensar en la elaboración de una historiografía de los estudios migratorios cuyo objetivo principal consistiría en arrojar un temario de investigaciones acorde con una serie de coyunturas políticas y económicas y tendencias socioantropológicas que trazaron el camino de dichos estudios (Tapia 2003, 397-435). Para el caso de México se puede aducir que ha habido una sucesión de investigaciones sobre migraciones nacionales e internacionales que, grosso modo, se caracterizaron por:
- Ser estudios de caso (la migración en la comunidad equis) donde uno de los ejes de análisis era el problema de los cambios y continuidades en la cultura material y simbólica de organizaciones sociales marcadas por su condición étnica.
- Reconstrucción de lógicas sociales a través de la combinación entre teorías de red y estructuralismo genético de Pierre Bourdieu mediante el concepto de capital social, a su vez influida por el paradigma económico del Push-Pull que regula ofertas y demandas en los mercados de trabajo nacionales e internacionales.
- Relación entre migración y desarrollo, a través del tema del uso de las remesas de los migrantes.
- El transnacionalismo, es decir, la idea de estudiar las migraciones como una sucesión de transiciones inacabadas.
- La cada vez más creciente atención puesta hoy en día en temas de género y derechos humanos contribuyen a la realización de un giro en las investigaciones sobre migraciones, las cuales “sensasionalizan” y “judicializan” sus problemáticas a través del lente de los derechos humanos.
- Y la problematización de la construcción del sujeto migrante.
Detrás de cada uno de estos tópicos de los estudios migratorios historiografiados podemos identificar a uno de sus representantes: George Foster, Douglas Massey, Rodolfo García Zamora, Roger Christopher Rouse (1989), Leticia Calderón y Yerko Castro Neira (2012), respectivamente y entre otros. En este sentido existe una literatura densa y espesa sobre migraciones que conduce a pensar en la existencia de un campo llamado estudios de las migraciones, en el entendido que éste podría diferenciarse y enriquecerse dependiendo del país.
El segundo aspecto del problema se desprende del anterior y tiene que ver con la semántica que se usa para dar cuenta a nivel nacional tanto como internacional del desplazamiento de sujetos culturales de un espacio de vida hacia otro. En otras palabras, el vocablo “migraciones” es un concepto altamente connotado. Su significado y uso indican influencias múltiples que proceden de distintas esferas sociales y culturales: política, activismo, trabajo social, institucional, periodismo y… ciencias sociales. A veces el recurrir al juego de lenguaje de la migración provoca ambigüedad, confusiones y por decirlo de manera escueta, cacofonía. El bullicio procede del encuentro entre considerar la migración como un hecho o bien como un valor, un dato frío o la expresión de un deseo colectivo que tiene que ver con la idea liberal (en su acepción decimonónica) de la libre circulación de las personas al igual que el trasiego de los bienes manufacturados.
De ahí surge un problema apremiante de definición.3 O mejor dicho, si en realidad existe algo como una esencia de las migraciones que podamos los investigadores identificar y nos permita acotar nuestro objeto de estudio y, por lo tanto, construir un lenguaje autónomo y distinto de las jergas políticas, sociales y culturales con las que se suele hablar de “migraciones”. Tal vez, la solución sea cambiar la pregunta por otra y consiste, entonces, en decir que si bien es imposible plantear una definición definitiva (valga la redundancia) de lo que son las migraciones (o “deberían ser” las migraciones), valdría la pena explorar la idea de plantear definiciones ad hoc, es decir, empíricas.
Partiendo de la ingenua premisa que consiste en preguntarse qué es lo que uno busca y si lo que busca existe en la realidad o en su cabeza, quiero plantear aquí dos problemas que atañen al incipiente campo de los estudios migratorios: 1) siendo intrínsecamente un asunto de circulación, movilidad y desplazamiento de un punto geográfico a otro, el estudio de las migraciones plantea al investigador un reto metodológico que consiste en su observación multisituada, desde los lugares de origen, tránsito y destino; 2) el tránsito y/o la separación entre hecho y valor en los estudios de las migraciones y su problematización en tanto objeto de investigación teórico.
Frente a ello, la tarea es inmensa. Por ende, limitaré mi reflexión para atender el primer problema en sacar provecho de un ejemplo clásico, por no decir paradigmático, de la investigación antropológica multisituada en los estudios migratorios que es El campesino polaco (1920) de Thomas y Znaniecki, además de echar mano de las reflexiones y propuesta de George Marcus, desde Writing Culture (1986) y el surgimiento de la antropología posmoderna, acerca de la observación multisituada y la etnografía experimental. Para el segundo problema echaré mano de una reflexión personal cuyo fruto presenté, en 2013, en el marco de un seminario sobre migraciones en Jiquilpan (Michoacán), y que deriva de una pregunta central: ¿Las migraciones humanas son, acaso, un valor, al igual que el trabajo, la educación, la cultura o la salud?
Por una etnografía de las migraciones
Si bien la etnografía y, sobre todo, la condición del etnógrafo tienen mucho que ver con la noción de viaje y lo que implica dicha experiencia de desplazamiento físico, mental y emocional de un lado a otro, consiste, sobre todo, en la realización de una actividad situada donde lo observado se confunde con la realidad entera y donde el problema de investigación ha sido, a menudo, contenido en los límites de la comunidad, pueblo o aldea observada y descrita. La fijación etnográfica cómo método de observación se completa con la idea de participación que induce la idea de un proceso de integración al pueblo estudiado por parte del etnógrafo. El texto etnográfico marca los límites de una coherencia cultural registrada por los ojos y los oídos de un observador equis e inmerso en una realidad cultural determinada (Clifford 2001, 48). El viajero etnógrafo ha concebido la diversidad cultural a través de la observación de sus muestras. Existe una plétora de ejemplos para ilustrar esta idea en las tradiciones antropológicas. En las tradiciones pedagógicas para la formación de investigadores en ciencias sociales se comenta enfáticamente que un problema de investigación empieza con la delimitación del objeto de estudio como evidencia de un espíritu científico y positivista.
Esta delimitación si bien es de orden conceptual y teórico tiene también una dimensión empírica que cabe dentro de la noción metodológica de monografía. El objeto de estudio queda circunscrito empíricamente hablando en los límites de una comunidad, de un barrio, de un lote habitacional o de una institución totalitaria como lo hace Erving Goffman en su estudio sobre “Los internados” (1994). Sin embargo, esta disposición virtuosa por evitar riesgos de dilución del objeto de estudio en un universo empírico más amplio, y recalca el valor del “efecto lupa” para enfocar la realidad, tiene también ciertas limitantes y riesgos. Éstos tienen que ver con la implementación de metodologías cualitativas que tienen como centro de gravedad la observación-participante y ponen de relieve, a menudo, la dificultad de lograr una aspiración teórica para la generalización a partir de un estudio de caso o una monografía. Dichas metodologías participan de una contextualización del objeto de estudio. Develan sus formas deícticas al poner nombre y apellido a cada uno de los elementos planteados en la problemática de estudio. Lo que vi, miré, vislumbré, percibí, observé, sentí, toqué, escuché, olfateé, platiqué, interactué con los nativos vale únicamente dentro de los límites de mi observación-participante. Por otro lado, se pierde, a veces, de vista que el objeto teórico de estudio, por ejemplo, la etnicidad o la tradición oral, no es reductible a los límites de su observación empírica que constituyen en sí un sesgo metodológico, es decir, una muestra, más o menos representativa, de la realidad.
El problema se torna más denso y espeso cuando el objeto de estudio implica el factor desplazamiento y cuando su observación implica ampliar el horizonte de observación o requiere la movilidad del observador. He ahí un problema arduo, ya que a menudo observar ha significado el estar sentado (o parado) en una silla real o imaginaria. Observación antropológica ha rimado con inmovilidad. La observación, a menudo, sigue requiriendo hoy en día de una perspectiva que, técnicamente hablando, es un punto fijo dentro del cuadro etnográfico. Este estado de sosiego metodológico se rompe cuando estamos hablando de migraciones, porque sabemos de antemano que de mantener un puesto de observación fijo, en el lugar de origen o de destino, la mayor parte del fenómeno migratorio siempre quedará en la sombra con respecto a su representación empírica por parte del antropólogo o del sociólogo.
Ahora bien, cuando del estudio de las migraciones se trata, el problema metodológico de cómo se observa dicho fenómeno cobra otra dimensión. Ésta tiene que ver con un error en el que siguen cayendo “espíritus positivistas ortodoxos”, que confunden la delimitación de la observación del problema con los límites teóricos del mismo. He ahí el problema del nacionalismo metodológico que consiste en comprender el fenómeno migratorio desde las fronteras políticas de un estado-nación como si éstas fueran también fronteras analíticas que habilitan la investigación socioantropológica (Wimmer y Glick Schiller 2002). Sin embargo, a pesar de la pertinencia de esta crítica de los estudios migratorios clásicos -es decir, unilaterales, siendo éstos problematizados desde el país de destino y posteriormente anfitrión-, permanece un problema de fondo que tiene que ver con la observación simultánea o procesal de la existencia de dos lugares distintos (que no territorios) entre los cuales transitan los viajeros-migrantes llámense estados-naciones, regiones, comarcas, localidades, ciudades, comunidades, topónimos, sociedades u organizaciones culturales, o más trivialmente, sitio de salida y sitio de llegada. En otras palabras, si bien, el mérito de la crítica llamada “nacionalismo metodológico” puso de relieve la naturalización de la dimensión política presente en la agenda de los estudios migratorios problematizados desde los países de recepción de la mano de obra internacional, este artículo pretende centrar su atención crítica en lo que yo llamaría la metafísica que conlleva el objeto de estudio “migraciones” y su representación en carne y hueso a través de la figura del “migrante”.
El tipo de crítica que se plantea aquí es de otra índole: ataca el constructivismo con el que las ciencias sociales han ritualizado4 el estudio de las migraciones como un objeto de investigación natural, es decir, evidente e inmediatamente asible y perceptible. En este sentido, yo hablaría de un constructivismo metodológico que consiste en creer que las migraciones son un fenómeno cultural y no una representación-conocimiento de un fenómeno más trivial que es la circulación o el desplazamiento de poblaciones. El problema no es de orden fenomenológico, sino lingüístico, y consiste en pensar que detrás del sustantivo “migraciones” existe sustancia, es decir, cuerpos y materialidad. Este asunto tiene que ver también con la construcción de un lenguaje autónomo en ciencias sociales que permita la reflexión conceptual y analítica en torno a las migraciones, un lenguaje que escape de las garras simbólicas de la jerga y la ideología políticas que tienden a contaminar el pensamiento científico. Lo anterior me hace pensar que la crítica del nacionalismo metodológico queda incompleta toda vez que no incorpora a la crítica las connotaciones y representaciones políticas en torno al uso de la palabra “migración”.
Ahora bien, el problema de la etnografía de las migraciones tiene orígenes y actualidad en la discusión académica. Es un debate inmenso. A estas alturas de la discusión se me ocurre mencionar dos fuentes para ir trazando los lineamientos metodológicos para una investigación sobre migraciones que tome en cuenta la movilidad en tanto que es su mayor característica, sobre todo, cuando éstas son de índole internacional y se incrementan las distancias entre puntos de partida y otros de llegada. La primera forma parte de un debate que alimentó el surgimiento de la antropología posmoderna y se centra en el texto de George Marcus acerca de la etnografía multisituada (1998) considerada como una suerte de etnografía experimental; la segunda alude al trabajo pionero y emblemático de William I. Thomas asistido por el investigador polaco Florian Znaniecki y plasmado en el libro El campesino polaco (1918-1920) ya que, además de ser el primer trabajo empírico de cierta envergadura y fundante para la sociología estadounidense,5 equiparable con la suerte que corrió Elsuicidio (1897) de Emilio Durkheim para la tradición sociológica francesa, plantea una suerte de monografía multisituada, avant la lettre, al estudiar la situación del campesinado polaco en Polonia y su encuentro con la sociedad estadounidense ejemplificada por la boyante, abigarrada y bulliciosa ciudad de Chicago, a principios del siglo XX.
Es importante señalar de entrada que la idea de “etnografía multisituada” forma parte de una discusión acaecida en la década de los ochenta del siglo pasado sobre el estatus del trabajo de campo dentro del quehacer antropológico en el sentido de que si era (o es aún) posible prescindir de aquel para reivindicar la calidad antropológica de una investigación. Sin embargo, la multisituación no es una idea totalmente nueva y deriva, en parte, de las recomendaciones de Marcel Mauss (1926) acerca de la etnografía y la doble necesidad de contar con varios puntos de observación para dar cuenta de la dinámica de un evento estudiado, como la realización de una fiesta, ceremonia o ritual, y el imperativo de tener en éste una forma de participación o involucramiento en movimiento. Pero hay algo nuevo o distinto en lo que plantea Marcus que tiene que ver con la globalización del mundo entendida ésta como un desbordamiento de todos los centros, una suerte de metaetnocentrismo, donde una postura cultural no está más situada en un territorio delimitado natural e históricamente hablando, sino que se encuentra atrapada en el movimiento mismo de los portadores de esa postura. Bajo esta premisa, la globalización y sus efectos transnacionales no son sino el entrecruce de itinerarios culturales que los migrantes individual y colectivamente ejemplifican, a lo sumo, a través de sus proyectos y experiencias.
Otra referencia que viene a colación para enriquecer esta discusión tiene que ver con la sociología fenomenológica de Alfred Schütz (1974). El sociólogo de origen austriaco acuña el concepto altamente heurístico de reciprocidad de perspectivas que se suma a los de “almacén de conocimiento social”, “tipicalidad” y “superposición del conocimiento sociológico sobre el sentido común”. Dentro de este andamiaje fenomenológico que insiste, además, en las ideas de experiencia e intencionalidad, la reciprocidad de perspectivas cobra un papel importante, porque significa que el observador es copartícipe de una situación donde hay otros observadores, quienes desde su respectiva ventana miran e interpretan la misma realidad contextualizada y, sin embargo, observan cosas que pueden ser distintas en menor o sumo grado. De ahí la idea que la realidad situada tiene varias facetas y aristas. Para sobreponer el problema de la relativización de los puntos de vista prisioneros de su perspectiva, Schütz alega que el instrumento cardinal que es el lenguaje por su carácter público nos permite acceder al mundo visto desde otro lugar y no tanto a la interioridad psicológica. La función simbólica y generalizante del lenguaje permite a cada observador tener la posibilidad de ponerse en el sitio de otro observador y ver lo que él ve desde su perspectiva. Se trata de una suerte de beneficio de la duda descriptivo. Este elemento es fundamental para reconstruir el sentido de una situación y establecer los criterios de una interpretación apropiada sobre lo acontecido. Significa que, a pesar de la variedad de representaciones de una misma realidad situada desde distintos puntos de vista, existe una convergencia entre ellos que desemboca en una idea, opinión y representación común acerca de la definición y sentido de la situación. En ello encontramos también el concepto de “definición de la situación” propuesto por William Isaac Thomas (2005).
Ahora bien, ¿cómo esta jerga puede tener implicaciones para la metodología de los estudios migratorios? La respuesta a esta pregunta parte de una evidencia metodológica: si bien es cierto que cuando se observa una situación social como realidad espacial y temporalmente fija, por ejemplo, las interacciones en un mercado (tianguis) o lo que sucede en un partido de fútbol tanto en la cancha como en las gradas, existen, desde luego varios puntos de vista que derivan de los múltiples sitios que permiten la observación parcial, es decir, situada de lo sucedido, con mayor razón es importante tener en cuenta esta variabilidad de los puntos de vista y, consecuentemente, la dificultad de tener una visión general anticipada cuando se trata de formas de movilidad espacial como son las migraciones. Primero, importa distinguir distintas formas de movilidad entre sí como el viaje turístico con respecto a una migración económica, porque en el primer caso, y en general, incide de otra manera el viaje del turista cuando se traslada de su lugar de residencia a un lugar de esparcimiento. El traslado parece ser en sí menos importante cuando, por el contrario, cobra suma relevancia el viaje que emprende el migrante para llegar a su destino. No está de más decir que el turista no es emigrante, ni tampoco viajero, solo efectúa un desplazamiento. Su viaje es funcional.
Pensado así el problema de las migraciones requiere otro enfoque, otra manera de abordarlo que privilegie la idea de movimiento y, por tanto, el estudio de las trayectorias migratorias mediante la observación multisituada de un tipo de migración en un tipo de lugar de origen y un tipo de lugar de destino, con distintos puntos intermedios de cruces y estadías. Para ello, puede ser útil y en ocasiones indispensable la participación de un equipo que se divida el trabajo etnográfico y ocupe los distintos puntos de observación. Su grado de cercanía cultural y emocional puede ser por ejemplo un factor para determinar su colocación en una posición metodológicamente apropiada. E incluso se puede proceder a intercambiar las posiciones para privilegiar un nivel de extrañeza mayor con respecto a las situaciones culturales donde el evento migratorio se propicia, con tal de completar el material etnográfico como resultado de una primera observación hecha a través de una mirada cercana (o “familiar”). Se antoja así instrumentar una investigación sobre el mercado laboral migratorio enfocada a una comunidad indígena de México para dar cuenta de los contextos culturales de origen y de destino y tener en cuenta las distintas etapas y eventos que alimentan la existencia de este proceso social y económico y donde prácticamente todos los personajes involucrados en él aparecen en el escenario por la razón de que los límites de éste han sido metodológicamente ensanchados. También el estudio de las trayectorias migratorias implicaría la aplicación de entrevistas que permitan reconstruir a posteriori el régimen de las razones que ha conducido o que explica e interpreta la dirección del camino recorrido. Este tipo de material discursivo es un complemento indispensable para la observación -valga la redundancia- de la migración en movimiento.
Lo anterior invita a considerar, primero, las migraciones como un fenómeno geográfico y, posteriormente, como un fenómeno sociológico, económico y antropológico. Esta concepción implica metodológicamente que todo otro tipo de enfoque sitúa la investigación en otro renglón teórico, esto es, los efectos, las consecuencias, el impacto y el costo de las migraciones en una localidad o región determinada como resultado que tan sólo corresponde a la parte que emerge del iceberg que son las migraciones y equivale a un reduccionismo de la migración a uno de sus múltiples aspectos. Es precisamente lo que caracteriza el programa de la ecología urbana implementado por la otrora Escuela de Chicago entre 1915 y 1935. Se enfoca en la observación de las inmigraciones internacionales, mexicanas, polacas, asiáticas, judías, etcétera, desde el polo urbano que constituía la expansión de la ciudad industrial de Chicago. Dicho programa desprende su problemática del Campesino polaco en Europa y en Estados Unidos, ya que investigadores como Park, Burgess, Faris, Sutherland, Shaw, Trasher, Wirth, entre otros, enfatizan las migraciones como un doble proceso de desorganización social experimentado tanto por los migrantes como por “los autóctonos”, a través de las interacciones entre ambos grupos de transformación y adaptación de las conductas a un nuevo entorno como resultado de éstas. Significa que se parte de la idea normativa según la cual las migraciones, es decir, la acción agregada y concertada con otra de cada migrante es fuente de desorden por el sencillo hecho que implica un cambio de entorno y una puesta en tela de juicio de los hábitos culturales que porta el migrante en tanto sujeto cultural inicialmente situado (los migrantes proceden todos, a grandes rasgos, de una cultura o un ámbito cultural determinado). Es así que se puede leer e interpretar la obra de Everett C. Hughes, considerado uno de los herederos de la primera Escuela de Chicago, quien escribe junto a su esposa Helen MacGill Hughes y cuyo título es When peoples meet: racial and ethnic frontiers (1952).
Asimismo es interesante ver que las monografías de la Escuela de Chicago no son propiamente hablando estudios migratorios, sino más bien contribuciones a una antropología urbana donde las migraciones son una de las tantas variables presentes en el terreno de observación. De ahí la idea de construir en términos teórico-metodológicos una escala que permita determinar si la migración es el objeto de estudio, por mi parte tiendo a pensar que lo es siempre, y cuando se trabaja de lado a lado trayectorias migratorias o bien si es una variable correlacionada con otras para explicar o comprender, por ejemplo, los procesos de integración de extranjeros a una suerte de (opaco) conjunto nacional, como lo son los Estados Unidos, a través de un hic et nunc laboral, residencial y emocional. Me parece que entre uno y otro nivel, si bien, hay un rango de matices, que corresponde a nuestra capacidad de problematizar la existencia de gente y personas en sociedad, permite al menos caer en el relativismo metodológico de que todo es migración y, por tanto, hay cientao y miles maneras de estudiarla, válida cada una de ellas.
Lo que ha caracterizado al estudio de las migraciones, desde tal vez el trabajo positivista y fundante de Ravenstein (1885 y 1889), es la sempiterna dificultad para generalizar su objeto de investigación. Es por ello que a diferencia de la sociología del trabajo, de la salud o de la educación no existe del todo una sociología de las migraciones. Aparece como una subdisciplina sociológica incompleta no porque su quehacer sea más reciente y esté por completarse, sino porque la representación de su objeto es a veces opaca, a menudo borrosa, en ocasiones porosa por dejar entrar otros enfoques que pertenecen a otras disciplinas y otros discursos políticos, periodísticos y económicos. No significa que el estudio de las migraciones por parte de la ciencia sociológica sea imposible, sino que requiere mayor vigilancia metodológica. La ausencia de una teoría general de las migraciones, a pesar de los esfuerzos tempranos y meritorios de Ravenstein,6 ha implicado una parcialización por no decir una atomización de los estudios migratorios, convirtiendo las migraciones en el receptáculo para todas las problemáticas candentes, actuales o en boga. Se han vuelto un fenómeno metodológico total sin teoría unificadora. Es por ello que, a menudo, el estudio de las migraciones pende más del lado empírico de su exploración que del lado teórico de su reflexión. La ausencia de una teoría general de las migraciones (Massey 2008, 437), pues, sólo contamos a la fecha con aproximaciones teóricas o hipótesis que generan más expectativas que datos y verificaciones, tal vez tenga que ver con la ausencia de un valor social claramente identificado y que se pueda atribuir al fenómeno migratorio. En efecto, educar, trabajar, curar son acciones sociales articuladas con valores sociales y culturales, en tanto que es menos evidente afirmar tal cosa cuando de migraciones se trata. Este tema es precisamente lo que se discute en el siguiente apartado.
Hecho y valor en el estudio de las migraciones
Empezaremos con una premisa. Hoy en día migrar no es un derecho, sino a menudo es una obligación y de vez en vez una elección, es decir, una determinación y/o una decisión independientes de las condiciones y normas políticas que organizan y rigen la circulación de las personas entre distintos países. He ahí un elemento sobresaliente: las migraciones son, si bien, un hecho social, son también un valor en ciernes. Entre ambos calificativos hay un desfase que se refleja en las investigaciones sobre migraciones: el positivismo que acompaña los procedimientos metodológicos, por un lado, y el horizonte emancipatorio y el interés científico que derivan de la producción de conocimiento (Habermas 1986) sobre este campo socioantropológico, por otro, son los límites entre los cuales se investigan las migraciones desde siempre. En otras palabras, el estudio de las migraciones es para sus investigadores un tipo de conocimiento, pero carece de un valor social claro en la comunidad académica.
Ahora bien, para los migrantes reincidentes o no, la axiología migratoria corresponde a una pragmática, esto es una experiencia de vida cuya narrativa dictamina el valor de la misma que corresponde a la legitimación, a posteriori, de decisiones y vivencias que vinieron a construir y trazar el camino de tal o cual itinerario migratorio. Lo anterior significa que por un lado difícilmente el investigador migrólogo puede escudar su trabajo bajo el manto del valor migratorio (muchas veces no se sabe, bien a bien, si el investigador está a favor de frenar la migración de personas y, por tanto, aboga por encontrar alternativas socioeconómicas locales para evitar el incremento de este proceso o bien si considera justo alentar las migraciones alegando para ello el derecho de libre tránsito de las personas como prerrogativa de todo ser humano). A menudo, el investigador, estudioso del tema, se ubica a medio camino entre estas dos posturas, en una situación de laissez-faire moral por la ambigüedad que implica su instrumentación para construir un horizonte moral hacia dónde dirigir su investigación; significa, por otro lado, que el valor migratorio no es un antecedente del acto migratorio, sino el resultado de una interacción entre un designio migratorio y las condiciones para su realización como experiencia de vida individual y colectiva. Entre ambas posturas, la del migrante y de quien investiga a los migrantes, se desprende una idea tal vez clave: todo estudio sobre migración tiene que empezar con una redefinición de lo que se pretende realizar a través de este tipo de investigación. Esta labor implica llevar a cabo una suerte de inmersión crítica en el campo de los estudios de las migraciones.
En este sentido, la sociología crítica de Pierre Bourdieu, enfocada en la teoría de los campos sociales, constituye una buena entrada para construir una sociología crítica de los estudios migratorios. Para ello, podemos plantear la siguiente hipótesis: dentro del amplio campo académico (sin fronteras) de las ciencias sociales y humanas existe un subcampo, una especialidad, centrado en el tópico (o la preocupación por) de las migraciones humanas. Se trata de un nuevo coto de poder caracterizado por su conformación reciente y su aún nimio grado de institucionalización7 donde los primeros investigadores inmigrados a él se han hecho del control real y simbólico de los escasos recursos en disputa ahí y ocupan posiciones altas y prestigiosas. Al igual que Bourdieu en Homo academicus (1984) se antoja realizar una prosografía (estudios biográficos) de las principales figuras académicas que representan y hablan en nombre de los estudios migratorios. La relativa novedad de este campo permitiría, tal vez, acertar sin mucha demora al carácter pertinente de esta hipótesis sobre la construcción de un nuevo campo de dominación mediante el argumento de la producción y aplicación de un conocimiento especializado. Dicho de otra manera, un campo nuevo es siempre al principio como una isla desierta tan sólo ocupada por su Robinson Crusoe. Después, y poco a poco, se va poblando, pero siempre en el entendido de que él o los primeros ocupantes funjan de patriarcas, indicando para los recién llegados el juego y las reglas que acatar para moverse en esa isla. En suma, cada campo construye su propia tradición para estar en él, su insularidad.
Bajo este ángulo, “los estudios migratorios” se caracterizarían por una distribución inequitativa de los capitales económico, social, cultural y simbólico (que es la síntesis de los tres últimos cuya fuerza de persuasión y control académico trascienden los límites de cada uno) heredados y producidos; y, por ende, suscitan una lucha por los escasos bienes materiales y simbólicos puestos en juego tal como las becas, los financiamientos para investigación, los estímulos (como es el Sistema Nacional de Investigadores con sus rangos que establecen el prestigio de unos y la desgracia de otros) los premios, así como todas las formas de reconocimiento y palmas académicas que afianzan y acreditan la posición que tal o cual investigador ocupa en este juego o permiten que, con creces, sus ambiciones medren y concreten su ascenso social dentro del escalafón correspondiente a este juego, todo esto siempre en detrimento de otros competidores situados en dicho campo. Cada campo funciona siempre que se combinen adecuadamente relaciones de fuerza con relaciones de sentido, donde por un lado se obliga casi físicamente a los competidores a hacer tal o cual cosa y donde éstos interiorizan, al mismo tiempo, un sentido, esto es una dirección, para dirigir sus pasos en el marco del juego social que dispone el campo en cuestión. La obediencia y la convicción son atributos socializantes del agente involucrado en un determinado campo. De ahí que su habitus se va construyendo y moldeando, de acuerdo con las relaciones imperantes en el campo.
Asimismo, cada campo social, según Bourdieu, consta de su propia “ilusio” e igual suerte corre el de los estudios migratorios. La ilusio de los estudios migratorios descansa en la especialización reivindicada (cuando en realidad los estudios migratorios son una constelación de aproximaciones disciplinarias que difícilmente dialogan entre sí) para formar parte legítimamente de los estudios migratorios. Sin embargo, motiva la construcción, al mismo tiempo, exclusiones, aceptaciones, jerarquías, reconocimientos y poderes. La ilusión académica por los estudios migratorios, y el control académico que subyace a este derrame de representaciones ideales, descansa pragmáticamente en el interés de jugar este tipo de juego, porque se comparte en ese espacio del saber la creencia que vale la pena hacerlo, de acuerdo a una serie de reglas interiorizadas que regulan el juego y sus conflictos y otras que enmarcan el espacio-tiempo de su ejercicio y cumplimiento. Entre ellas destaca la gerontocracia que atribuye respeto, mérito y tradición a ciertos autores considerados como los fundadores del campo de que se trate, y en el caso del estudio de las migraciones consiste en convertir a George Ravenstein (1885) en padre de dichos estudios y a Manuel Gamio (1969) en pionero y guía de ellos para el caso mexicano. En este sentido, tenemos por un lado a investigadores de renombre como Jorge Durand, Alejandro Portes o Douglas Massey en sus respectivos feudos universitarios y, por otro, a cualquier estudiante que prepara un doctorado cuyo tema tiene que ver directa o indirectamente con las migraciones. Los primeros marcan la pauta para los segundos, gozando aquellos a placer del “Efecto Mateo” que describe Robert King Merton (1968) para seguir produciendo, con el pleno auspicio de las autoridades editoriales y universitarias, libros de su autoría o bajo su coordinación, artículos y organizar coloquios, congresos o recibir invitaciones de prestigiosas universidades para ocupar cátedras e impartir a nuevas promesas de la investigación cursos sobre migraciones en inglés, en español o en francés. En dicho campo siempre imperan relaciones de fuerza y relaciones de significado. Las primeras compelen a los participantes, es decir, a los agentes, a actuar conforme al orden visible y decible; en tanto que las segundas generan una violencia simbólica, cuyo efecto mayor es la autocensura, la imposibilidad de cobrar distancia para propiciar una reflexión crítica.
Todo lo anterior es una descripción al estilo Bourdieu de lo que es un campo social (o mejor dicho subcampo) de la academia dedicada al estudio de las migraciones. Todo lo anterior como diría Wittgenstein (1961) define un juego del lenguaje conformado de un vocabulario, alusiones, dobles sentidos y reglas correspondientes a una forma de vida: ser estudioso de las migraciones. Todo lo anterior se antoja como una crítica constructiva (que no nihilista) para poner a debate el contenido y la orientación de los estudios migratorios, a través de sus productores que son (somos) los investigadores. Todo lo anterior se resume a un guiño dirigido al libro coordinado entonces por Arturo Warman, Margarita Nolasco y Guillermo Bonfil Batalla donde el blanco era la antropología institucional: de Eso que llaman antropología mexicana (1970). Todo lo anterior nos invita a establecer una relación estrecha en la definición teórica de un objeto de estudio con su respectivo campo de conocimiento donde verter el fruto y los hallazgos de la investigación y la construcción institucional e institucionalizada de un campo disciplinario dedicado a dicho objeto de estudio. Así pasó, al menos, con la sociología en Francia en tiempos de Durkheim, quien tenía frente a él una hoja en blanco donde plasmar el programa de la sociología y donde sentar las bases legítimas de su quehacer científico. Si bien, aquello que sucedió con la sociología explicativa y positivista no es tomado aquí a manera de modelo y antecedente teóricos claves, sino como un punto de partida para guiar la presente discusión, es importante resaltar de una vez por todas que existe una brecha considerable entre la teorización del objeto de estudio que son las migraciones y la institucionalización de su quehacer. Este hecho es particularmente relevante para el caso de España (Checa 2002, 23). En efecto, a partir de su adhesión a la otrora CEE, a mediados de los ochenta, el Estado ibérico alienta el desarrollo de la investigación sobre temas migratorios, en aras de propiciar adecuadas condiciones para la integración social y escolar de los migrantes y su prole. Para ello ha encargado a la universidad cumplir con esta tarea institucional y epistémica. Asimismo, no hay que perder de vista que dicho impulso corresponde a un sesgo político que tiene que ver con plantear las migraciones internacionales casi exclusivamente en su vertiente inmigratoria y con tal de propiciar mejores condiciones de integración de la población inmigrante, especialmente, para atender la escolarización de los menores de edad. Es entonces con el afán de educar a los hijos de migrantes y controlarlos que encontramos los argumentos políticos que orientaron este proyecto de construcción de un conocimiento sobre los fenómenos migratorios en la Península. En el caso de México podemos señalar que en el Instituto Nacional de Migración de la Secretaría de Gobernación existe un centro de estudios migratorios que procura alimentar con datos y reflexiones, y orientar hacia un mejor trato a los inmigrantes el quehacer de los funcionarios de dicho instituto. Sin embargo, la investigación está, en este caso, destinada a su aplicación en programas, proyectos y acciones, lo cual hace de ella una herramienta para políticas migratorias y no una interlocutora frente al Estado para la concepción y definición de las mismas.
Es posible, a manera de segunda hipótesis, que con el paso del tiempo la existencia de un objeto de estudio llamado “estudios migratorios” penda más del lado de las formas institucionales que fueron construyéndolo en tanto objeto legítimo de la investigación científica institucionalizada que del lado epistémico y científico, ya que la naturaleza epistemológica de este objeto descansa en su profunda labilidad. Es el objeto común de todas las disciplinas de las ciencias sociales y humanas. Su hilo conductor y su respectivo centro de atención. Como bien escribe Bourdieu (1980), los geógrafos se han apoderado de un concepto que se ha vuelto parte de su jerga y especialidad: la región. No hay estudios regionales sin geógrafos o referencias geográficas. La región es sello y coto de la Geografía humana. Algo similar sucede con los estudios migratorios, la migrantología: se han apoderado los geógrafos del lenguaje del movimiento espacial, de su dinámica y de sus lógicas. Todo se ve bajo el prisma de las migraciones, ya sean económicas, políticas, religiosas, culturales (como modo de reproducción de patrones de valores), es decir, divididas y estudiadas en trozos como función y funcionalidades de un solo y mismo movimiento que, para realizar principalmente un propósito económico o político, consiste en salir de un lugar para llegar a otro. Sin embargo, las distintas geografías, humana, física o la incipiente geografía cultural (Schaffhauser 2015), si bien se enfocan de varias maneras en el espacio y su traducción a la región vivida y producida no dejan de ser parte de lo mismo en tanto ciencia de la tierra y lugarteniente de la geología. Procuran todas describir las formas de institucionalización del espacio, lo que se entiende, a través del concepto de territorio y su territorialización.
Algo distinto sucede con los estudios migratorios. En efecto, el movimiento de poblaciones es motivo para convocar especialistas de prácticamente todas las ciencias sociales: sociología, antropología, sociolingüística, historia, geografía, psicología economía, desde luego demografía, ciencias jurídicas, etcétera. Esta situación genera al mismo tiempo fortalezas y debilidades para la comprensión de las migraciones hoy en día: por un lado, significa contar con la posibilidad de construir un objeto de estudio cada vez más sofisticado (Calderón 2006, 44) por la multiplicación de perspectivas que permiten alumbrar cada una de sus muchas aristas y, por otro, desemboca en la producción de una constelación de interpretaciones cuya compatibilidad epistemológica y, por tanto, posibilidad de dialogar entre sí deja mucho que desear. La democratización aparente del tema de las migraciones a todas disciplinas de las ciencias sociales combina sus efectos con la esquizofrenia de las lecturas sobre dicho fenómeno visto a la vez bajo el prisma de la juventud, del pandillerismo y la delincuencia, la etnicidad, la familia, el matrimonio, el género (muchas veces como feminización del estudio de las migraciones), la globalización de la producción económica, la documentación e indocumentación, el transnacionalismo, el racismo, la integración (esto es del control social), los derechos humanos, o la geopolitización de las relaciones entre grupos sociales y personas, entre muchos otros tópicos.
La democratización del interés para con el estudio de las migraciones es parte de la generalización actual del interés por cualquier objeto de investigación (una suerte de tendencia actual hacia el trueque e intercambios entre varias disciplinas de sus objetos tradicionales de estudio) en tanto que la esquizofrenia interpretativa descansa en buena parte en el encierre metodológico de los estudios de caso cuyos resultados no trascienden los límites de la comarca observada y el universo migratorio contemplado. Además, muchos de los estudios empíricos sobre migraciones estiran su observación entre dos polos poco compatibles metodológicamente hablando: lugares de origen o salida y lugares de destino. Cada sitio sobredetermina las características de los estudios donde, por un lado, se procura entender los factores económicos, culturales y emocionales que concurren para la expulsión de la mano de obra y, por otro, donde el acento está puesto en los problemas de desorganización y reorganización que generan el desarraigo cultural y los procesos de integración social. Por un lado, tenemos a investigadores socioantropólogos de los países periféricos como Jorge Bustamante y, por otro, se trata de fructificar la herencia de la escuela de Chicago iniciada por William Thomas y Robert Park. Empero sigue siendo punzante preguntarse: ¿qué son los estudios migratorios, dónde inician, dónde terminan y cuál es su epicentro si es que tienen uno?
Esta interrogante parece harto ingenua y, sin embargo, no lo es para quienes nos dedicamos a estudiar, documentar y reflexionar cualitativamente y cuantitativamente sobre procesos masivos que involucran la suerte que corren millones de seres humanos al migrar a otro país o región, pues, tiene muchas ramificaciones científicas e implicaciones morales, toda vez que exceptuamos el positivismo institucional que consideraría inútil (y tal vez estúpida) dicha pregunta y vano el esfuerzo correspondiente por atenderla.
Volviendo a una de las preguntas introductorias, esto es: ¿existe acaso una teoría general de las migraciones?, cabe decir que la respuesta es no, ya que existen varias maneras de enfocar aspectos de ella. En la investigación actual no existe a la fecha una definición clara sobre lo que se entiende por migración y migraciones (la forma singular o plural tiene una incidencia para esta discusión), sino que hay varias y múltiples definiciones, las cuales a veces son congruentes o contradictorias entre sí (Blanco Fernández de Valderrama 2005, 4). Todo depende del enfoque, es decir, de la disciplina: demografía, economía, sociología, antropología o ciencias políticas. Todo es asunto de sesgo y, por tanto, produce observaciones e interpretaciones parciales y no siempre complementarias. Lo anterior implica que a la fecha no contamos con una teoría general de las migraciones, sino pinceladas teóricas que sólo atienden aspectos de éstas. Sin embargo, hay varios elementos que objetivan la existencia institucional de los estudios migratorios: creación de centros especializados que, a la fecha, constituyen más bien la excepción; cátedras para profesores; líneas de generación y aplicación del conocimiento (LGAC) bajo el auspicio del Conacyt mexicano; proyectos de investigación y observatorios del fenómeno; museo de la migraciones (como el otrora museo de Zacatecas o el de París); e incluso las entradas y registros en bibliotecas universitarias es muestra de ello. Así en la biblioteca de El Colegio de Michoacán, con los ítems “migración”, “migraciones”, “migrantes”, “migrante” e “inmigrante” se accede a más de 900 fichas de libros, artículos y capítulos que versan sobre este temario. Esto es el lado positivo y construido de los estudios migratorios, una suma de libros y artículos especializados. La principal dificultad para construir una teoría de las migraciones radica en la necesidad de discernir si las migraciones son un objeto de estudio o, bien, si son una variable entre muchas otras que incide en el desarrollo de procesos sociales, por ejemplo, la internacionalización del trabajo y de los modos de producción o la atención educativa institucionalizada donde se plantea como reto a los estados-naciones incluir oportunamente en sus programas a alumnos autóctonos y, al mismo tiempo, extranacionales.
Esta distinción es muy importante porque de ser así, permite decir en qué medida influyen las migraciones en la construcción de interacciones sociales y en el moldear de las organizaciones sociales directamente implicadas en dichos procesos. Cuando las migraciones se consideran objeto de estudio, se pierde de vista su variabilidad y los límites de sus efectos. Y cuando se empecina uno en construir las migraciones como objeto de estudio con su respectiva problemática se les termina construyendo como una entelequia (guiño a Leibniz), como un ente dotado de una capacidad de agencia o en tanto fuerza causal mayor por encima de todo otro tipo de determinación. Al menos la sociología crítica de Pierre Bourdieu permite conseguir este nivel de desglose epistemológico para poner en tela de juicio los fundamentos de una especialidad epistémica.
Comentarios finales
Los estudios migratorios son en definitiva un conjunto de perspectivas, un bricolaje metodológico y un campo de estudios híbrido. Es un campo de conocimiento heterogéneo no sólo por los enfoques, las teorías, metodologías y definiciones amplias o restringidas de la migración, sino, sobre todo, por sus posturas éticas diversas y ambiguas sobre el interés de conocimiento por ese tema que dichos estudios proclaman.
En lenguaje crudo y tendiente a describir las cosas desde afuera para decir como son, se puede plantear que las migraciones (nacionales o internacionales) son la relación entre dos variables, siendo, la primera, el espacio transformado en territorio con “zonas atractivas” y “otras deprimidas” (con la presencia eventual de zonas intermedias) y, la segunda, una población determinada, es decir, con características heteronómicas específicas8 no esenciales sino coyunturales,9 que representa siempre un sector minoritario de la población total y cuyo desplazamiento, es decir, su ir y venir, se realiza entre ambas regiones. Dicha relación es una correlación a nivel estadístico y una interacción situada a nivel empírico por lo que no se puede inferir que una variable cause estrictamente el comportamiento de la otra. La dimensión interpretativa (es decir, el conjunto de lecturas abigarradas sobre las migraciones por parte de lectores variados tales como políticos, economistas, migrantes, trabajadores sociales, activistas y científicos sociales) de dicha relación constituye el espesor diacrónico, a través del cual el objeto de estudio “migraciones” cobra interioridad y, por tanto, profundidad. Esta definición minimalista y general es abierta, en el sentido de que constituye una indicación para la definición de un programa de investigación que explore las distintas facetas de los procesos migratorios, a través del estudio de sus formas sociales y culturales; su funcionamiento como maquinaria institucionalizante de prácticas y valores sociales; y como finalidad correspondiente a proyectos individuales y colectivos. Como decía Wittgenstein (1961) con respecto a su primera filosofía -la del Tractatus logico-philosophicus- esta definición es una escalera que permite subir para ver desde arriba los problemas relacionados con el campo de los estudios migratorios logrando así extraerse del contagio de las muchas narrativas sociológicas y antropológicas sobre migraciones que han terminado por provocarnos una suerte de embrujamiento de nuestra reflexión crítica. Lo anterior significa también la imperiosa necesidad de construir un lenguaje apropiado que permita traducir el temario de los estudios migratorios, contaminados a menudo por las jergas política y periodística, a otra esfera de inteligibilidad constituida por las ciencias sociológica y antropológica.
El estudio de las migraciones tiene un epicentro que consiste en la observación multisituada y multidocumentada al estilo de Thomas y Znaniecki de las trayectorias migratorias que permiten hacer comparecer situaciones del migrante y su familia tanto allá donde trabaja como acá donde nació y creció, y dejó testimonios familiares de su existencia. Este epicentro abarca lo que llamaría el funcionamiento social y cultural de las migraciones. Su contenido tiende a ser descriptivo y monográfico, así como puede ser demográfico y cuantitativo dependiendo de los enfoques y de lo que se quiere arrojar a partir de la observación de dichas trayectorias. El reto metodológico consiste en captar y capturar el movimiento. Tal vez la forma de lograr este cometido consista en cambiar el vocabulario de las migraciones por otro como lo sugiere, desde hace varias décadas, Alain Tarrius (1992) con su antropología del movimiento inspirada en el trabajo pionero de Roger Ch. Rouse (1989) que sienta las bases del paradigma transnacionalista en el que los conceptos de circulación y territorios circulatorios cobran una especial relevancia.
Alrededor de este epicentro encontramos las formas sociales y culturales sobre las cuales se asientan las trayectorias migratorias y tienen que ver tanto con la sociedad receptora como con la sociedad de origen, sin dejar a un lado la observación de las sociedades intermedias por donde se construyen dichas trayectorias y donde la vida de los migrantes se convierte en una experiencia en tránsito. La hipótesis sobre esta articulación entre formas y funcionamiento de las migraciones consiste en inferir que los argumentos, razones y determinaciones que guían las trayectorias migratorias se originan en las formas culturales y sociales a través de las instituciones, las mentalidades y las experiencias anteriores plasmadas en prácticas sociales y culturales que orientan la mirada hacia fuera y predisponen las decisiones de ir a probar su suerte en otra parte. Sin embargo, no se trata de decir que las formas determinen a secas las trayectorias, sino que, bajo ciertas condiciones que la observación directa puede establecer, existe una relación de estimulación e inducción que va de aquellas hacia éstas.
Por último, encontramos la finalidad de dichas trayectorias sin que sea exclusivamente la búsqueda y conclusión de un objetivo claramente identificado, sino entendiéndolo como la construcción paulatina de un proyecto cuya principal virtud es su plasticidad para lograr su adaptación a circunstancias y factores externos independientes de la voluntad y del poder del y de los migrantes (Schaffhauser 2011, 239-241). La finalidad del fenómeno migratorio no se mide en términos normativos de acuerdo con las expectativas del investigador o del migrante, sino como el resultado de una experiencia de adaptación a entornos diversos, empezando por el contexto cultural de origen del migrante y el contexto socioeconómico de la sociedad de destino. La finalidad del fenómeno migratorio se entiende aquí de manera pragmática, es decir, como la distancia que separa lo ocurrido de lo deseado. Es el margen de la intencionalidad.
En resumen, si bien aparece interesante explorar la posibilidad de construir una metodología multisituada de las migraciones, ésta tiene que ir acompañada con una teorización multisituada que recoja y articule los tres campos de observación de las migraciones que acabo de señalar escuetamente que son su colocación empírica; su institucionalización como discurso y práctica académicas; y las consecuencias de sus observaciones. Además, existe un cuarto campo para la reflexión crítica que interfiere con los tres anteriores que consiste en el tipo de lenguaje mediante el cual los estudios de las migraciones se han convertido en una forma específica para producir conocimiento científico. La crítica de la relación actual entre lenguaje y estudios de las migraciones implica, por ejemplo, deshacerse de ciertas formas con las que solíamos abordar esos problemas, empezando por el propio término de “migración” y optando por él de “movilidad”, el cual difícilmente puede dar pie a construcciones artificiales de identidades tal como sucedió con la palabra “migrante”. No tendría lugar usar formas sustantivadas como “movilizante” “o “movilizado” y, mucho menos, recurrir a una metáfora del adentro y afuera como sucede con las categorías “inmigrante” y “emigrante”. Tal giro lingüístico implicaría un cambio de mirada y, por tanto, una transformación de las representaciones académicas en torno a las migraciones. A través de este salto puede surgir, tal vez, otra manera de diseñar un programa de investigación sobre migraciones, es decir, sobre movilidades.