Introducción 1
Desde finales del siglo XVI, el encierro y castigo de mujeres en España ha contado con instituciones destinadas para ellas, siendo las Casas Galera –después Casas de Corrección– las primeras cárceles exclusivamente femeninas. No obstante, para el siglo XIX estas instituciones desaparecen y se formaliza una cárcel diseñada principalmente para los hombres en la que se inserta a las mujeres en condiciones desventajosas. También se pasa del castigo corporal del Antiguo Régimen a la pena privativa de la libertad de la cárcel moderna (a partir del siglo XIX).2 Se construyen prisiones con espacios más seguros y aptos para clasificar su población y buscar una reeducación encaminada a la reinserción social, disminución de los conflictos y prevención de delitos.
Sin embargo, esta misión actual de las prisiones muestra los forcejeos y contradicciones que se dan entre la seguridad y la reinserción social, predominando notoriamente la primera. En este rejuego, las manifestaciones de violencia y los conflictos afloran en una población que encuentra maneras de evadirlos, contenerlos o resolverlos, bajo la vigilancia y la justicia del sistema, de sus funcionarios y profesionales.
Los datos que aquí se presentan son parte de una investigación sobre mujeres en el medio penitenciario titulada “Mujeres reclusas drogodependientes y su reinserción social. Estudio socioeducativo y propuestas de acción”, que abarcó todo el territorio español. Se centró en los regímenes de vida abierto y ordinario y en mujeres que se encontraban clasificadas en segundo o tercer grado de cumplimiento de pena. Se llevó a cabo un muestreo estratificado con asignación proporcional al tamaño de la población penitenciaria femenina y según zonas geográficas, muestreando aproximadamente un 17 % de la población.
La selección de las integrantes de la muestra se realizó de forma aleatoria entre aquellas mujeres que, de forma voluntaria y previo consentimiento informado, accedieron a participar en el estudio, en los distintos centros seleccionados de once Comunidades Autónomas.3 Se distingue a mujeres con una media de edad de 36.4 años, mayormente solteras y el 72.9 % de la muestra con hijos. Su origen en el 69 % de los casos es español y el resto extranjeras, siendo la mayor parte de éstas latinoamericanas. El nivel educativo es medio-bajo, dominando la educación primaria (33.5 %) y secundaria (30 %). Las religiones más practicadas son la católica (61.3 %) y la evangélica (16.8 %). Asimismo se identifica a un 22.3 % de mujeres confinadas con tradición del pueblo gitano.
El trabajo de campo se realizó entre junio y octubre de 2011 y se visitaron 42 centros. Los instrumentos de análisis de este proyecto fueron un cuestionario (tanto para mujeres como para profesionales) y una entrevista semiestructurada (solo para mujeres) cuyos resultados no se emplean en este trabajo, únicamente los de la encuesta. Se obtuvieron 538 cuestionarios válidos (margen de error de la muestra de ±3.9 puntos) así como 61 entrevistas. Con este texto se cierra la publicación de estos resultados para dar inicio a una nueva investigación también financiada por la Dirección General de Investigación Científica y Técnica, titulada “Procesos de reinserción socioeducativa y acompañamiento a reclusas en semilibertad”, referencia: EDU2016-79322-R.
Cárcel y mujeres
A finales del siglo XVI se fundaron en España las Casas de la Misericordia, centros de reclusión y asistencia mixtos en los que las mujeres eran mayoría. Ya para el siglo XVII se institucionalizaron las Casas Galera de Sor Magdalena de San Gerónimo con la misión de sancionar a las mujeres trasgresoras. Las primeras estuvieron orientadas a la corrección y castigo de mujeres pobres, mendigas, huérfanas, desamparadas, vagabundas o pequeñas delincuentes; a los hombres, si no recibían el castigo corporal y el suplicio público que imperaban durante el Antiguo Régimen, se les enviaba a trabajar en los presidios, en obras públicas o a servir al ejército o a la marina, por lo que se les confinaba poco a diferencia de las mujeres. Hasta inicios del siglo XIX, estas casas predominaron como institución más importante de reclusión de esta población. Las Casas Galera, por su parte, fueron las primeras cárceles exclusivamente femeninas, tenían una orientación moralizadora y unos objetivos que perseguían corregir la naturaleza “viciada” de las mujeres recluidas, generalmente, también por haber robado, blasfemado, mendigado, vagabundear, prostituirse, revelarse contra sus amos o por cualquier otra cosa que no se apegara al modelo y a las funciones de las mujeres de la época. En el siglo XIX, éstas pasaron a ser Casas de Corrección para mujeres, reguladas formalmente por la Ordenanza de 1834 y por los sucesivos códigos penales.4
Entre los siglos XVI y XIX, se va dando el paso del castigo corporal y el suplicio que imperaba en el modelo político del Antiguo Régimen a la pena privativa de la libertad en la cárcel del régimen burgués de la naciente sociedad industrial (caracterizado por la acumulación del capital, atentados contra la propiedad y un nuevo valor del tiempo), lo que explica el comienzo e institucionalización de la cárcel punitiva diseñada, principalmente, para los hombres y su difusión en el mundo occidental a partir de este último siglo.5 Por su lado, los cambios en la traza de las prisiones desde comienzos del siglo XIX dan cuenta de las modificaciones del diseño de espacios seguros para el encierro, control, castigo y terapia a otros con la misión de clasificar su población penalizada y buscar una reeducación encaminada a la reinserción social.
La separación social y espacial de mujeres y hombres fue una de las primeras formas de distribuir y clasificar la población penitenciaria. Lo primero fue segregarla de la sociedad, para la cual era una amenaza, la infracción cometida, como bien cuestionaba Foucault, pareciera que “ha lesionado, por encima de la víctima, a la sociedad entera”.6 Para este fin se construyeron establecimientos con altos muros perimetrales y un sinfín de internos, dedicados a la vigilancia, castigo y corrección legal para modelar voluntades y comportamientos. Después, ya en éstos, hombres y mujeres podían ocupar recintos destinados sólo a cada uno de ellos o, en su caso, espacios separados dentro de un mismo establecimiento. Luego vino la diferenciación entre tipos de prisioneros y su ubicación en distintos centros, grados y módulos.7
Los actuales sistemas de clasificación por clase de centro, grados y módulos dividen espacialmente a las personas en confinamiento tras su clasificación social por procesados y condenados, edad, sexo, tipo de delito, comportamiento y tiempo para alcanzar la libertad, por ejemplo. El fin ha sido “incidir en su conducta para reeducarlas y reinsertarlas mediante la programación y ejecución de métodos de tratamiento”,8 pero también se busca disminuir los conflictos, motines9 y actos de violencia.
Según la Secretaría General Técnica del Ministerio del Interior (SGT/MI), existen 162 establecimientos penitenciarios. Haciendo a un lado los 56 Servicios de Gestión de Penas y Medidas Alternativas o Unidades administrativas que no requieren ningún tipo de cautiverio, se cuenta con 69 Centros Penitenciarios o de régimen ordinario (sistema cerrado); 32 Centros de Inserción Social o de régimen abierto; dos Centros Psiquiátricos y tres Unidades de Madres (SGT/MI 2017). Por su parte, la clasificación por grados establece al menos tres: el primer grado, donde se ubican las personas que han cometido un delito grave (terrorismo o ciertos delitos de sangre, por ejemplo) o algunos presos políticos; el segundo donde está la población penitenciaria del común (narcotráfico, robo, lesiones, etcétera), la mayoría; y el tercer grado, aquellos que guardan buena conducta o, en su caso, siguen un Plan Individual de Trabajo (PIT). Los Centros de Inserción Social (CIS) son una modalidad del tercer grado bajo el régimen abierto. En la determinación de estos grados se consideran factores como la personalidad, el historial penitenciario (individual, familiar, social y delictivo), la duración de la condena impuesta y otros establecidos en la legislación. Cada grado determina un régimen, medidas de control y seguridad, que van desde las más severas hasta las más flexibles.10
Partiendo de la clasificación en estos grados, la población interna se separa en unidades espaciales y sociales llamadas módulos. Los más importantes son: a) preventivos (en los que se espera la sentencia); b) normales o conflictivos (la mayoría sigue las normas generales y realiza algunas prácticas socioeducativas a voluntad); c) prerrespeto o semirrespeto (que aunque su misión es ir preparando a los internos para su posible traslado a un módulo de respeto, funcionan casi siempre como los normales); d) respeto (seguimiento estricto de normas y del PIT); e) enfermería (destinados a personas que necesitan tratamiento por problemas emocionales y de salud); y f) aislamiento (de castigo).
El tratamiento es el dispositivo para la acción socioeducativa y, en su caso, terapéutica. Según la Ley Orgánica General Penitenciaria (LOGP) de 1979,11 ésta busca que la población en cautiverio logre vivir respetando la ley penal y desarrollar una actitud de respeto a sí mismo y a los demás. Su trasfondo ha sido una ideología resocializadora orientada, en buena medida, al mantenimiento del orden y al cambio disciplinar. El paso del modelo médico consideraba al delincuente como un enfermo que debía ser sanado por el modelo socioeducativo que lo considera una falla del sistema social y apuesta por su reeducación y resocialización para su reinserción.12 Se fundamenta en el Plan Individual de Trabajo (PIT) del recluso o reclusa; formato que debe ser llenado por un integrante del Equipo Técnico13 junto con la persona en confinamiento al momento de ingresar, principalmente, a un módulo de respeto o a un CIS (tercer grado); en éste se registran las actividades semanales por realizar (previa selección entre las posibles) según el interés de la persona confinada o la disponibilidad de cursos, talleres, instalaciones. Se trabaja a nivel individual en las habilidades sociales y laborales, superación de factores conductuales o de exclusión, medidas de ayuda para el tratamiento y otras cuestiones para el momento de la liberación.14
Entre seguridad-tratamiento se fomenta la ocupación y control del tiempo como medio para reducir la conflictividad, que no se logra eliminar del todo debido factores y prácticas menos deseables como hacinamiento, perfil de la persona que ha cometido un delito, cantidad y calidad del personal de las prisiones, así como el grado de organización para formar grupos o facciones y la disposición del interno, entre otras.
Por ello, pese a que desde el siglo XVI existían preceptos que establecían la separación de las mujeres en otros recintos mejor acondicionados para ellas, ahora se cuenta con un sistema diseñado principalmente para hombres que se aplica a las mujeres colocándolas, con frecuencia, en condiciones desventajosas que no han podido eliminar los cambios en las estructuras carcelarias registrados desde comienzos del siglo XIX.
Se ha mejorado la organización del espacio físico, su equipamiento e imagen, principalmente en las prisiones denominadas de Nueva generación,15 o “Centros Tipo” en España, que se inauguraron en 1995 con la construcción del Centro Penitenciario de Soto del Real. Los Centros Tipo, en principio, están basados espacial y socialmente en la premisa de igualdad: los módulos de mujeres deben ser idénticos al resto, y tanto ellas como los varones podrían participar de las mismas oportunidades laborales, formativas y de ocio dentro de un mismo centro penitenciario. Este modelo, dotado de los más modernos equipamientos y servicios, ha mejorado sustancialmente la calidad de vida de las personas en confinamiento.
A pesar de ello, las desventajas para las mujeres persisten tenazmente16 no sólo en los espacios que ocupan, sino también en relación con la atención que reciben, lo que pone en evidencia formas de exclusión y lejanía de la paridad deseada, según la Secretaría General Técnica del Ministerio del Interior: la planificación y gestión penitenciaria se dirige en su mayoría, a los hombres; los mecanismos de control y seguridad son más adecuados a un determinado perfil criminal masculino y no tanto para la generalidad de las mujeres presas, mucho menos para los hijos que están con ellas; las dificultades organizativas impiden que puedan disfrutar de determinadas zonas y servicios, o participar de algunas actividades y programas; la imposibilidad de introducir criterios de separación y clasificación para los diferentes perfiles criminales, de edad o por sus características penitenciarias, etcétera,17 repercute en una convivencia tensa, estrecha y cerrada y además es caldo de cultivo para solidaridades y apoyos o, en su caso, antagonismos, conflictos y episodios de violencia. Si a lo anterior le agregamos el dominio masculino en las principales corrientes criminológicas18 que refuerzan las teorías androcéntricas de la delincuencia femenina, en un sistema de hombres liderado por hombres, sobresale una sumatoria de exclusiones: aparte de ser excluidas socialmente antes de estar condenadas –pobreza, violencia, trabajo doméstico y ausencia de empleo remunerado, viviendas precarias o sin techo, con hijos y sin pareja, etcétera–, se les excluye del resto de la sociedad al ser encerradas y cargarán con el estigma por siempre; por haber estado en la cárcel se las vuelve a excluir espacial y socialmente.
Los únicos establecimientos penitenciarios exclusivos para las mujeres son Alcalá de Guadaira en Sevilla, Brieva, Ávila y Madrid I, con una capacidad que va de las 200 a 300 mujeres.19 Mercedes Gallizo, exdirectora general de Instituciones Penitenciarias en 2007, también anota que son tres sin especificarlos.20 Si a éstos se agrega que se ubica en la comunidad autónoma de Cataluña –que tiene transferidas las competencias en materia penitenciaria–21 conocido como la cárcel de Wad-Ras, suman cuatro en todo el territorio español, coincidiendo con lo que Ana Ballesteros, experta de la Red Temática Internacional sobre Género y Sistema Penal (Red Geispe), precisa en 2015.22
Se presume que en estos centros, según Gallizo, el régimen y la organización general se enfocan a las peculiaridades de la población a la que se dirigen, y al tener una población menos numerosa, reciben una atención más cercana, eficaz y personalizada. Sin embargo mantienen la enorme dificultad de que su diseño y construcción no fue planificada para este uso, lo que impide en cierta medida una adecuada separación interna, y conservan una estructura y mecanismos de seguridad excesivamente rígidos y carcelarios, no tan necesarios para la población femenina.23
La razón principal expuesta para no construir más centros penitenciarios sólo para mujeres es el bajo porcentaje de población femenina (el 7.81 % de la población penitenciaria con 5,130 mujeres), en relación con la masculina que asciende a 92.29 % con 60,529 presos, por lo que nueve de cada diez son hombres; esto se debe, siguiendo con Gallizo, a su condición de género que ha actuado como un escudo protector a su inmersión en el mundo delictivo. Su actividad criminal con mayor grado de violencia o de sangre también es menor, como se mostrará líneas abajo.
La reducida población femenina en reclusión plantea problemas de costo en la construcción y gestión de las instalaciones y los equipamientos específicos en algunas provincias y zonas del país, por lo que gran mayoría se destina a espacios dentro de las prisiones de hombres: los módulos femeninos,24 que por su reducido número al interior de un mismo centro (por lo general uno o dos si se tiene suerte), presentan pocas posibilidades para clasificar esta población y de ubicarse cerca del lugar de residencia de su familia. También, explicita Almeda, las mujeres están condenadas a tratamientos y a programas penitenciarios diferenciales y estigmatizantes que las “infantilizan, domestican, medicalizan y disciplinan”.25 Aunque el marco legal penitenciario se considera igualitarista en cuanto al género, la situación de desventaja persiste firme, sin lograr ocultar estas formas de exclusión, entre otras.
El principal delito cometido por las mujeres,26 reportado en esta investigación, es contra la salud pública con el 47.3 % de los casos. Se refiere fundamentalmente a las condenas relacionadas al comercio, distribución o fabricación de drogas. Este dato prácticamente coincide con la estadística general oficial27 sobre las causas de los delitos femeninos: en 2011 este delito alcanzó el 47 % pero en 2015 baja al 39.3 %. En el caso de los hombres representa sólo el 21.53 %.
El segundo es de orden socioeconómico (35.9 %) e incluye los robos (24.7 %), hurtos (4.7 %), robo-hurto y uso de vehículos (2.3 %), estafas (3.8 %), otros delitos socioeconómicos (0.4 %), y los relativos a la prostitución 0.2 %. Todos estos actos de violencia están relacionados con la satisfacción de necesidades y con la búsqueda de recursos económicos. En ese sentido, el delito denominado por la administración como contra el patrimonio y el orden socioeconómico representó, en 2011, el 33.8 % y es ligeramente inferior al porcentaje encontrado en la investigación, en caso de los hombres fue el primer delito (39.6 %). En 2015, para las mujeres llegó al 34.45 % y en los hombres obtuvo el 38.1 %.28
Los delitos que implican violencia directa o sangre no llegaron al diez por ciento. Son los relacionados con los homicidios (4.3 %), asesinatos29 (1.5 %), lesiones/daños a terceros (2.8 %), torturas e integridad moral (0.2 %), abusos sexuales (0.2 %) y contra las relaciones familiares30 (0.2 %).
Aun cuando la cárcel pueda reunir mujeres con una actividad criminal de menor trascendencia social, en ésta confluyen distintas manifestaciones de violencia: las condiciones de vida violentas que las personas viven antes de su confinamiento; la ejercida por ellas contra terceros al cometer el delito; la violencia-castigo que se le ejerce en nombre de las instituciones; y la que se infringen a sí mismas, entre otras. Al vincular estrechamente estas manifestaciones con los conflictos dentro de estos establecimientos se entra a un terreno difícil de andar y de conocer a fondo.
Violencia y conflicto, un vínculo cautivo
Si bien la relación entre conflicto y violencia es contingible –por lo que no siempre lo primero puede desembocar en lo segundo–, en este caso se plantea como un vínculo estrecho, cautivo, ya que la violencia impera como un estado latente, infiltrándose y afectando negativamente la vida de las personas aunque no llegue a manifestarse abiertamente en conflicto o en agresiones físicas, como son los casos de la violencia estructural y la simbólica; el conflicto velado o manifiesto por sí mismo genera violencia y la violencia puede hallarse antes del conflicto, por lo que es difícil separarlos. Violencia y conflicto aparecen entonces como una constante en las relaciones interpersonales y grupales sin ignorar el nivel personal.
Según la definición de la Organización Mundial de la Salud (OMS), la violencia afecta física, social y emocionalmente a las personas, debido al “uso deliberado de la fuerza física o el poder, ya sea en grado de amenaza o efectivo, contra uno mismo, otra persona o un grupo o comunidad, que cause o tenga muchas probabilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos del desarrollo o privaciones”.31 Por su lado, la violencia de género,32 la que atenta específicamente contra la seguridad, integridad, dignidad, libertad e igualdad de las mujeres, derechos humanos universales,33 se entiende, según la Declaración sobre la eliminación de la violencia contra la mujer de Naciones Unidas,34 como “todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para la mujer, así como las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la vida privada”.
Ambas definiciones, una general y otra específica, son compatibles con las dimensiones que Galtung le asigna a la violencia: es “la afrenta evitable a las necesidades humanas”35 y es considerada como el fracaso en la transformación de los conflictos, vistos estos últimos como crisis u oportunidades. Un conflicto puede desarrollar una agudización negativa, convertirse en metaconflicto o violencia, sea éste planeado o espontáneo, visible o invisible, presente o futuro.36 Esta afrenta evitable y potencialmente constructiva (en tanto reservas de energías no sólo destructivas) tiene tres dimensiones: directa, estructural y cultural. Dentro de cada una hay una diversidad de formas y manifestaciones, por ejemplo, no es lo mismo un suicido, una agresión racista, un atentado suicida, el terrorismo de estado, la guerra civil o una guerra mundial, por lo que hay que distinguir, para analizarla, entre los diferentes agentes y receptores de la misma (el individuo, grupos diversos, el Estado), como explica Tortosa.37
Por lo general, como plantea Calderón siguiendo a Galtung, la violencia directa es la que se manifiesta de manera física, verbal o psicológica. La estructural es aquella intrínseca a los sistemas sociales, políticos y económicos que gobiernan las sociedades, los estados y el mundo (opresión, represión, marginación, explotación); su relación con la violencia directa es proporcional a la parte del iceberg que se encuentra sumergida en el agua, por lo que no se debería ignorar. La cultural, por su parte, abarca “aquellos aspectos de nuestra cultura, en el ámbito simbólico de la experiencia (materializado en la religión e ideología, lengua y arte, ciencias empíricas y ciencias formales –lógica, matemáticas–, símbolos: cruces, medallas, medias lunas, banderas, himnos, desfiles militares, etcétera), que puede utilizarse para justificar o legitimar la violencia directa y estructural”.38 En el caso de la población penitenciaria inciden las tres tipologías, siendo más fácil de documentar las estructurales o culturales, difícilmente se puede indagar de manera abierta y precisa, pese a que la información que se obtenga pueda aportar a la misma institución penitenciaria.
Así, la violencia parece sacar a la luz los fundamentos de lo humano. Tiene raíz en lo social, en lo cotidiano e implica una modalidad del juego de fuerzas y su regulación, sus asimetrías, sus quebrantamientos y sus desequilibrios que afloran en conflictos,39 casi inevitable en las relaciones sociales.40 Siguiendo a Galtung, los conflictos son un hecho natural, estructural y permanente en el ser humano. Son inherentes a todos los sistemas vivos en tanto portadores de objetivos y son potencialmente posibles cuando estos objetivos son incompatibles y se reacciona con resistencia en medio de formas de relaciones de poder. También son crisis y oportunidad y no se solucionan, se trasforman; a nivel macro, en algunas etapas de la historia fueron como una fuerza motriz que contribuyó a generar verdaderos cambios en provecho de la humanidad, pero en otras, trascendiéndose a sí misma y convirtiéndose en violencia (metaconflicto) condujeron hacia la deshumanización absoluta.41
Lo aconsejable es asumir las situaciones conflictivas y enfrentarlas con recursos suficientes para salir enriquecidos de ellas,42 para ello, la educación es indispensable para una construcción y giro epistemológico que impregne todas las esperas sociales de cultura de paz. Para estudiar los conflictos, una teoría sobre éstos, como lo sostiene Galtung, no sólo debe reconocer si son buenos o malos, debe fundamentalmente ofrecer mecanismos para entenderlos lógicamente, criterios científicos para analizarlos, así como unas metodologías (creatividad, empatía, no violencia) para transformarlos.43
Violencia y conflictos intramuros
Tanto las manifestaciones de violencia como los conflictos que aquí interesan son los que se suscitan a nivel interpersonal o grupal, en un medio punitivo cerrado legitimado por la fuerza de la ley para controlar su transformación o imponer la paz; donde los antagonistas llevan una vida conjunta, tras los días de sus condenas, en minúsculos espacios semiprivados o en superficies mayores colectivizadas, en medio de algunas expresiones de violencia que a veces se evita nombrar,44 lo que también dificulta su análisis.
En el caso de las mujeres, las agresiones y conflictos que más se han estudiado en las prisiones –cuyo abordaje es más accesible– son los que suceden con su pareja (violencia de género), generalmente, antes de su ingreso; enseguida están los que pasan entre pares y, finalmente, los que acontecen entre la población en confinamiento y los funcionarios de los centros. Las agresiones, que una persona en confinamiento comete contra sí misma (autolesiones o suicidios), son registradas por la Subdirección General de Coordinación de Sanidad Penitenciaria (SGCSP). Son los suicidios los que mejor se pueden identificar: para 2011, tras las defunciones por infarto o consumo de drogas, el suicidio fue la tercera causa de mortalidad con 15 casos, 14 hombres y una mujer.45
Violencia de género intramuros
El enfoque de género ayuda a entender la violencia directa hacia algunas mujeres previa a su ingreso a prisión, precisamente por sus parejas; fenómeno social tan cotidiano –y a veces “normalizado”– que se distingue de la violencia familiar porque esta última incluye agresiones dirigidas hacia los hijos (maltrato infantil), los padres, los hermanos o cualquier otro familiar.46 El género aquí refiere una identidad social asignada y a partir de la cual las mujeres construyen sus vidas, en medio de relaciones de poder, atributos y valores asimétricos que juegan en su contra.
Es difícil separar la violencia de género de las violencias estructural y cultural, estas dos últimas se encuentran en los cimientos que legitiman e impulsan la realización de la primera. Algunas características definitorias de la violencia de género son: es un fenómeno social (estructural) más que individual; las agresiones se producen entre personas que tienen una relación interpersonal estrecha e íntima; deriva de la desigualdad de poder entre hombres y mujeres; importancia de los factores ideológicos en el mantenimiento de la violencia de género; se trata de un proceso; se ejerce desde la figura de autoridad del agresor y de la legitimidad para corregir aquello que él considera desviado; es algo más que agresiones físicas, representa un trato indigno, degradante y humillante. Es una violación de los derechos humanos y las libertades.47 Cuando los conflictos se acontecen en un ámbito tan íntimo y cotidiano, lo que sale a la luz son los hechos y las marcas de la violencia.
Araceli Fernández, integrante del equipo del proyecto aquí referido, presentó los resultados relativos a este rubro en una publicación reciente.48 Las principales manifestaciones de violencia de género identificadas en la encuesta fueron: empujones y golpes; agresiones hacia animales u objetos de la persona aludida; hacerla sentir poca cosa y no reconocer su valor; insultos, humillaciones y amenazas; generar miedo; relaciones sexuales forzosas y relaciones sexuales degradantes o humillantes. Estas violencias dejan huella en la seguridad, dignidad, independencia y entereza de las mujeres; también pueden afectar negativamente su salud física, mental, sexual y reproductiva así como aumentar la vulnerabilidad al VIH. Precisa la autora que hay quienes se sienten más protegidas intramuros y temen quedar en libertad porque podrían continuar con lo mismo, lo que representa un factor de riesgo para su reinserción.49
También en prisión algunas mujeres mantienen una relación de pareja formalmente reconocida, ya sea con alguien que ingrese del exterior o que se encuentre dentro. De esta manera se atienden algunas de sus necesidades sociales, emocionales y sexuales consideradas benéficas para su salud y conducta, así como necesarias para su futura reinserción. Carcedo afirma que hay más niveles de satisfacción, menos soledad, salud psicológica, mejor nivel de vida,50 por lo que se está más tranquilo y menos propenso a los conflictos.
El vis a vis51 que sostiene una mujer con una pareja procedente del exterior es una modalidad, basta con acreditar su matrimonio o vida conjunta en el pasado para que el encuentro se lleve a cabo. También dentro de un mismo centro, cuando es mixto, se forman parejas. Si una persona en confinamiento desea establecer una relación íntima con otra en la misma condición, aunque no se conozcan directamente, intercambian cartas durante por lo menos tres meses para demostrar la estabilidad de su relación. Después de evaluar el perfil del varón, poniendo especial cuidado en los delitos de violencia de género, se alcanza el derecho de solicitar un acercamiento íntimo por mes.
Pese a la notable incidencia de este tipo de relaciones, hasta el momento hay una carencia de información estadística sobre su frecuencia y calidad. Entre esta población domina el argumento de que la mayor parte de las mujeres acuden a estas relaciones con la finalidad de que sus parejas en prisión les proporcionen recursos económicos que les ayuden a solventar algunas de sus necesidades personales y familiares; la carencia de estos recursos en el caso de las mujeres, evidencia una de las venas de la violencia estructural y cultural, es conocido de sobra el abandono que las mujeres en prisión por parte de sus familiares y el apoyo que podría venir de su parte en alivio de sus precarias condiciones de vida.52 Con todo, el personal de la institución tiene el cuidado de autorizar las relaciones de mujeres con varones que no han cometido violencia de género. Al decidir que la persona con la que la mujer ha resuelto relacionarse no es conveniente para ella también causa controversia, según Azaola, “la institución, una vez más, infantiliza y adopta decisiones que les corresponden a las mujeres”.53 Sin embargo, el manejo de estos permisos también es usado para controlar sus conductas, si los quieren obtener, tienen que “portarse bien”.
Entre mujeres en confinamiento
De los conflictos y manifestaciones de violencia en prisión, los más difundidos son los que se dan entre pares. En el caso de las mujeres, generalmente, los conflictos vienen acompañados con un ambiente de tensión, de escándalos y luchas de poder, que en un rejuego de acción y reacción, refuerzan el estereotipo de la mujer delincuente y conflictiva: “Las peleas entre reclusas son frecuentes, no hay que olvidar que son delincuentes”, dice Magdalena Torralba, quien ha trabajado en el módulo de madres de Soto del Real, Madrid.54 Sin embargo, en este medio sofocante y bajo llave, las mujeres encuentran formas para frenar o limitar estas manifestaciones usando recursos como la reflexión, docilidad, discreción o invisibilidad. Según lo muestran los resultados de la encuesta, el 94 % piensa mucho en las consecuencias de sus actos antes de tener un problema o conflicto y el 89 % ha aprendido a controlar sus impulsos, lográndolo siempre un 52.6 %, pese a la existencia de la rivalidad, envidia y competitividad entre las compañeras reconocidas por el 86.5 % de estas mujeres, como se puede observar en la tabla 2.
Este esfuerzo por contener los conflictos entre pares se debilita cuando se piensa en los funcionarios, la autoridad, ya que sólo el 29.8 % evita destacar con su participación en actividades o en establecer relaciones con el personal penitenciario para que las demás no se le “echen encima”. A pesar de todos estos intentos, un 44.4 %, puede llegar a “discutir acaloradamente” sin atacar físicamente a sus compañeras, lo que no ha podido evitar un 22.8 % (tabla 1).
Tipo de acción/reacción | Nunca | A veces | Con frecuencia | Siempre | Total resp. válidas |
---|---|---|---|---|---|
Pienso mucho en las consecuencias de mis actos antes de tener un problema o conflicto, por eso “lo llevo muy bien”. | 6.0 | 24.9 | 22.5 | 46.6 | 530 |
Existe rivalidad, envidia y competitividad entre las compañeras de prisión. | 13.6 | 21.3 | 16.4 | 48.8 | 531 |
Discuto acaloradamente sin llegar a las manos con mis compañeras de prisión. | 55.6 | 34.4 | 4.5 | 5.5 | 532 |
Tengo o he tenido discusiones o problemas con mis compañeras de prisión llegando a las manos. | 77.2 | 17.2 | 3.0 | 2.6 | 536 |
Evito destacar en mis participaciones en las actividades o relaciones con el personal penitenciario para que mis compañeras no se me “echen encima”. | 70.1 | 15.6 | 5.0 | 9.2 | 519 |
Me llevo bien con el personal penitenciario para obtener buen trato o beneficios. | 29.3 | 16.2 | 9.3 | 45.2 | 526 |
He tenido o tengo problemas y discusiones con el personal penitenciario. | 78.1 | 17.2 | 2.9 | 1.9 | 524 |
El medio cerrado y los reglamentos en prisión no dejan que pueda atender adecuadamente a mi hijo/a. | 33.8 | 11.9 | 5.3 | 49.0 | 337 |
En el módulo soy colaboradora con mis compañeras y cuando yo lo necesito, me ayudan. | 5.3 | 28.4 | 14.8 | 51.5 | 528 |
Las mujeres somos más fuertes y capaces que los hombres para aguantar los problemas. | 3.2 | 29.9 | 25.2 | 41.7 | 532 |
He aprendido en la prisión a controlar mis impulsos. | 10.9 | 20.0 | 16.4 | 52.6 | 530 |
Fuente: Elaboración propia.
Junto a estas contenciones y moderaciones que no siempre se logran sobrepasar, las relaciones de solidaridad y compañía afloran, lo que debiera contrarrestar la imagen de mujeres como sujetos violentos y conflictivos que domina socialmente: el 94.7 % de las mujeres manifiesta reciprocidad en el apoyo entre las compañeras de módulo, dominando, con un 51.5 % la constancia de esta ayuda mutua.
Entre la población en la cárcel y el personal penitenciario
Por su lado, los problemas con el personal penitenciario (profesionales y funcionarios) disminuyen notoriamente; aquellos inherentes a la conservación y cumplimiento de las normas, disciplina y actividades establecidas. Éstos son menos visibles y ponen en relieve la asimetría y fragilidad de estas interacciones cotidianas.
Como puede observarse en la tabla anterior, más de dos terceras partes de las mujeres (70.7 %) optan por llevarse bien con el personal penitenciario para obtener beneficios o buen trato, predominando el grupo que lo busca siempre con un 45.2 %. No obstante, el quedar bien y la moderación no siempre tienen éxito en esta población, al menos el 22 % reporta haber tenido o tener problemas y discusiones con estas personas, dominan aquellas que sólo a veces llegan a estas situaciones con 16.2 % y disminuyen al extremo las que mantienen este estado de manera permanente con el 1.9 %. Si agregamos el dato de que, entre las reglas y actividades, a las mujeres madres no las dejan que puedan atender adecuadamente a sus hijos, el 66.2 %, podría apreciarse que pese a los motivos que las mujeres pudieran tener para protestar, domina la represión y la calma según los datos recabados. Ellas confirman esta capacidad de sosiego cuando reconocen su mayor fuerza y dominio para aguantar los problemas en relación con los hombres, con un 96.8 % de las respuestas, imperando las que consideran que esto es todo el tiempo (41.7 %).
Por su lado, las manifestaciones agresivas o violentas por parte de los funcionarios van entre la violencia directa y la estructural principalmente, pero sin duda llevan implícita su dosis de violencia cultural. Pese a los esfuerzos realizados en la encuesta, sólo se lograron 22 respuestas, por lo que los porcentajes tienden a elevarse considerando esta cifra como el cien por ciento. Como puede observarse en la tabla 2, y en relación con la violencia estructural, sobresalen los casos de mujeres a las que no se proporciona la atención solicitada, diez de las 22, con el 45.5 %. Hay casos en los que tener una sesión con un psicólogo, por ejemplo, es todo un logro. Si a lo anterior se le suma el porcentaje del incumplimiento de los compromisos que los funcionarios establecen con estas mujeres, cuatro casos reportados (18.2 %), la cifra asciende al 63.7 %, con 14 mujeres que se atrevieron a contestar.
Tipo de agresión | Frecuencia | Porcentaje | Porcentaje válido* | |
Válidos | Agresión física/verbal | 8 | 1.5 | 36.4 |
Incumplimiento de compromisos | 4 | 0.7 | 18.2 | |
No atención solicitada | 10 | 1.9 | 45.5 | |
Total | 22 | 4.1 | 100 | |
Perdidos** | Sistema | 516 | 95.9 | |
Total | 538 | 100 |
Fuente: Elaboración propia.
* Refleja el porcentaje al 100 % tomando como base el número total de respuestas (N=22). En cambio el porcentaje de la columna antecesora revela el porcentaje en relación al 100 % de muestra (N=538).
** Personas que no responden a la pregunta (no porque la opción sea NC –no contesta-, sino que simplemente no marcan nada).
Las manifestaciones de violencia directa rescatadas en la encuesta, sin distinguir la física de la verbal, alcanzan los ocho casos, el 36.4 %. Estas cifras muestran la dificultad de registrar estas agresiones en el medio penitenciario, el reto todavía es mayor si se toman en cuenta las gestiones que se deben realizar para obtener los permisos para la aplicación de la encuesta misma, sin embargo, es posible. Esto permite asomarse a la vida de estas mujeres en un medio de dominación, controlado y no siempre apegado a derecho, en el que llevan las de perder. Hasta la paz debe ser impuesta.
Acciones institucionales y educación para la cultura de paz
La institución penitenciaria tiene sus estrategias para evitar o disminuir los conflictos para mantener un orden interior estable. Una de ellas es la clasificación y por ende la separación de su población, no sólo en los distintos grados y módulos, sino también en la separación física de las personas que tienen conflictos entre sí o cuando pudieran tener algún potencial de organización colectiva. En el primer caso, si dos personas o más tienen problemas reconocidos plenamente por la institución, no los programan en actividades conjuntas para que no puedan encontrarse por “incompatibles”; en el segundo y, sobre todo, si se proporcionan buenas condiciones de vida, se disminuyen las posibilidades de motines.
Si la distancia física dentro de la prisión pudiera ser efectiva en la prevención y disminución de conflictos y de violencia, no aplica en el caso de las mujeres. Como ya se ha manifestado, generalmente, para ellas se destinan uno o dos módulos, que albergan en promedio sesenta personas cada uno. Ahí dentro, en los mil metros cuadrados del módulo, trascurre la mayor parte de su vida. Puede que haya un módulo de respeto y residan en uno de ellos. Esto es garantía de condiciones más tranquilas, con menos problemas o conflictos; quien provoque alguno será expulsado para regresar al módulo ordinario, en el mejor de los casos, de lo contrario, podría ir a una celda de aislamiento, como castigo, según la magnitud del problema.
Sólo se puede salir del módulo para realizar alguna actividad laboral o de tratamiento en algún edificio de servicio. Pero para que sus nombres aparezcan en estas listas deben guardar buena conducta, no tener problemas, que sería la segunda estrategia, los premios y castigos. Como se mencionó líneas arriba, es mucho lo que se controlan para evitar enfrentamientos entre ellas y con los funcionarios. No sólo pueden perder el derecho de asistir a alguna actividad socioeducativa o recreativa fuera del módulo así como la visita conyugal; también pueden perder, o en su caso, estar lejos de conseguir permisos de salida, por ejemplo. Las mujeres rebeldes, contestatarias, conflictivas, están muy lejos de lograrlo. Por su lado, en los casos de mujeres drogodependientes, el suministro de metadona recetada bajo prescripción y control médico pone su parte para mantener en relativa tranquilidad a esta población en Programas de Mantenimiento de Metadona (PMM): su propósito es mejorar la calidad de vida (reducción de riesgos y daños) o dejar progresivamente el consumo.55
La pacificación de los conflictos entre estas mujeres exige el autocontrol, la docilidad, obediencia, y cuando esto ya no se consigue aparece el castigo para disciplinar, así se impone la paz. Esta situación puede que no sea justa y moralmente satisfactoria, los antagonismos pueden permanecer sin llegar a verdaderas reconciliaciones, se consigue una mala paz, una paz artificiosa y tensa, lejos de lo que aspira la cultura de la paz y la no violencia. Despertar en cada conciencia la responsabilidad de llevar a la práctica los valores, las actitudes y las formas de comportamiento que inspiran la cultura de la paz es la misión principal del Manifiesto 2000 a favor de la paz y la no violencia.56 Practicar y fomentar la no violencia, el diálogo, la reconciliación, la justicia, la tolerancia y la solidaridad para respetar la vida y la dignidad de cada persona, sin discriminación y prejuicios, en el medio penitenciario, es una tarea mayúscula, aparte de ir más allá de sus competencias y fronteras, se tendría que sobrepasar algunas incompatibilidades.
El fomento de la práctica de la no violencia, que implica el rechazo a la violencia en todas sus formas (directa, estructural y cultural), en un medio en el que ésta confluye y en el que la exclusión y el castigo son algunos de sus cimientos, parece contradictorio e imposible. La cultura de paz es grande y ambiciosa. Galtung sostiene que una sociedad configurada del modo que la gente no pueda hacer nada por la paz, excepto como participantes –actores, víctimas o ambos–, es una mala sociedad. Tener no tan sólo “algo que decir” sino también “algo que hacer” en relación con la paz debería ser un derecho humano.57
La cultura de la paz abarca, de acuerdo con Jiménez y Cornejo, el conjunto de valores, actitudes y comportamientos que reflejan el respeto a la vida, de la persona y de su dignidad, de todos los derechos humanos; el rechazo de la violencia; la adhesión a los principios de libertad, justicia, diversidad cultural y religiosa, tolerancia y solidaridad; y la comprensión tanto entre los pueblos como entre los grupos y las personas. Implica actos que con frecuencia cuesta trabajo exteriorizar como la hospitalidad, el intercambio, el diálogo, la generosidad, la regulación pacífica de los conflictos; la diplomacia, los tratados y las alianzas.58
Sin embargo, alimentar la cultura de la paz es del todo posible. Una educación para la paz en la institución penitenciaria (destinada a población en confinamiento y funcionarios de manera inmediata) podría ayudar a tener “una visón general entre cómo los conflictos emergen, sus dinámicas y soluciones posibles”.59 Aunque recaiga en el nivel individual, muchas personas pueden hacer más cuando están concienciadas60 y organizadas. Se trata de un ejercicio de optimismo de la voluntad para buscar y permitir respuestas solidas hacia la no violencia y la paz si fuese posible, que no siempre lo es, como puntualiza Tortosa.61 Por tanto, es importante partir de una concepción del conflicto como un elemento o punto de inflexión que coadyuva hacia el cambio, siendo la prisión definida como un espacio reeducativo y resocializador que presenta mejores alternativas de intervención socioeducativa en la preparación de la libertad y, en consecuencia, facilitar los procesos de reinserción social.
Si en prisión prevalece la seguridad y la gestión de la violencia directa, la violencia estructural y cultural que la acompañan son una preocupación que se impone a través de los organismos internacionales que impulsan reformas y acciones (Unión Europea, Comisiones Nacionales e Internacionales de Derechos Humanos y la Organización de las Naciones Unidas, por ejemplo), como es el caso de la violencia de género que cuenta con programas y medidas específicas para evitarla.
Conclusiones
La investigación social en las prisiones rara vez es formalmente autorizada y cuando esto ocurre es celosamente controlada y vigilada, lo que repercute, entre otras muchas cosas, en el establecimiento de categorías de análisis precisas para el conocimiento de las manifestaciones de violencia y los conflictos.
En un ambiente de tensión y luchas de poder, los conflictos entre mujeres confinadas refuerzan el estereotipo de la mujer delincuente y conflictiva. Sin embargo, en este medio sofocante y bajo llave, las mujeres encuentran formas para frenar o limitar estas manifestaciones usando recursos como la reflexión, docilidad, discreción o invisibilidad.
Junto a estas contenciones y moderaciones que no siempre tienen éxito, las relaciones de apoyo y compañía afloran, lo que puede evidenciar una vida de claro oscuros entre tensiones y solidaridad que debiera contrarrestar la imagen de mujeres como sujetos violentos y conflictivos que se difunde al exterior, más cuando la institución penitenciaria no proporciona instalaciones suficientes y adecuadas para esta población (más espacio y una mejor clasificación) ni les ofrece programas específicos para contrarrestarlos; situaciones preocupantes que evidencian las distinciones y discriminaciones hacia las mujeres, a pesar de los esfuerzos y avances que se han dado en la clasificación y tratamiento, por lo general, más centrados en la población masculina.
En un medio donde castigar y corregir a personas que han cometido un delito es legítimo, obligado y exigido por la sociedad, la violencia cultural justifica la estructural para mantener el orden social. Sin embargo, al quedar muy atrás el flagelo físico como práctica legal de castigo del sistema de justicia penal, cualquier expresión evidente de agresión por parte de la institución podría ser materia de vigilancia de los derechos humanos de las personas en confinamiento, y de cuestionamiento sobre su misión reeducativa y social.
Es decisiva una educación que impregne no sólo todas las esperas sociales de cultura de paz, que tenga en cuenta también, como lo precisan Añaños y Del Pozo, la integralidad de la persona –características, necesidades, problemas, habilidades, competencias, género, etcétera–, pero fundamentalmente desde la concienciación del propio sujeto y siendo éste el protagonista de su cambio.62