“Yo no le pido a Dios que me dé, sino que me ponga donde hay”
Dicho popular
El objetivo de este artículo es describir y analizar la relación entre la migración interna y la actividad empresarial de migrantes, en este caso, de personas de origen rural que en las décadas 1940-1960 se fueron a vivir a distintas ciudades de México. Aunque los empresarios internos han sido menos estudiados que los empresarios migrantes en Estados Unidos existen tres estudios, de los que trata este artículo, que permiten conocer y analizar los factores que hicieron posible que esos migrantes internos se convirtieran en empresarios en diferentes momentos y lugares de México.
La relación entre la migración y la actividad empresarial comenzó a ser explorada en la década de 1990 a partir de distintos colectivos de migrantes en Estados Unidos: chinos, coreanos, cubanos, japoneses que instalaban negocios, en especial, los relacionados con la alimentación como supermercados y restaurantes (Portes y Guarnizo 1990, Portes y Zhou 1996, Sanders y Nee 1996). También se detectó el surgimiento y la proliferación de actividades empresariales similares por parte de los migrantes mexicanos en Estados Unidos. Esa modalidad de inserción laboral y económica había detonado tanto en las grandes ciudades como en pequeñas poblaciones de la extensa geografía norteamericana (Barros Nock y Valenzuela García 2013, Valenzuela y Calleja Pinedo 2009). La existencia de empresarios migrantes, nutrida con sucesivos ejemplos, ha dado lugar a una serie ininterrumpida de estudios de caso en Estados Unidos.
Esa constatación llevaría a pensar que ha sido la migración internacional la que ha permitido detonar actividades empresariales de los migrantes y puede quedar la impresión de que, en contraste, la migración interna ha generado trabajadores, no empresarios. Y algo hay de eso. Sin embargo, se puede decir que los migrantes empresarios al interior de México, empresarios internos los llamaremos, han sido muy poco estudiados. Los tres ejemplos que se presentan a continuación muestran que a lo largo del siglo XX hubo migrantes que salieron de localidades rurales pequeñas y empobrecidas y que en las ciudades se transformaron en empresarios prósperos que no sólo redefinieron sus vidas sino que dieron lugar a dinámicas que modificaron las trayectorias económica y laboral de las comunidades y microrregiones de donde salieron.
Fueron migrantes de origen rural que no se convirtieron en trabajadores -asalariados o “marginales”- en las ciudades, como era lo más usual y ha sido lo más estudiado. Los migrantes empresarios compartían, en cada caso, un lugar de origen común y se dedicaron, por cuenta propia, a un mismo giro, aunque con una gran dispersión geográfica. En muy poco tiempo se convirtieron en hombres de negocios ampliamente reconocidos en sus nichos de actividad, sus establecimientos han persistido y, a pesar del tiempo, han mantenido relaciones significativas y duraderas con sus lugares de origen, es decir, con las comunidades rurales desde las que salieron pero a las que ellos y sus descendientes retornan cada año.
Los ejemplos que han sido estudiados son los de los paleteros de Mexticacán, en los Altos de Jalisco y de Tocumbo en Michoacán (Rollwagen 1968, González de la Vara 2006) y el de los fabricantes de tortillas de Juanchorrey, Zacatecas (Ortiz 2013) (mapa 1)
Elaboración propia a partir de Marco Geoestadístico, 2010, INEGI. Marco geográfico de referencia: WGS 84. Unidad angular: grados.
El estudio de Mexticacán fue una tesis doctoral de antropología presentada por Jack R. Rollwagen en la Universidad de Oregon en 1968 titulada “The Paleteros of Mexticacán, Jalisco. A Study of Entrepreneurship in Mexico”. La tesis no fue publicada y su autor no hizo publicaciones posteriores en relación con ese trabajo y en las décadas siguientes sus intereses de investigación se orientaron hacia otros temas en otras regiones del mundo. El estudio de Rollwagen, además de la calidad de su trabajo etnográfico, tiene otra gran virtud: su trabajo de campo, realizado en 1964-1966, le permitió conocer y entrevistar a los pioneros de la industria paletera en el municipio así como en las distintas ciudades a las que los mexticaquenses habían migrado a instalar negocios.
El estudio de los paleteros de Tocumbo, de Martín González de la Vara, se publicó en el libro La Michoacana. Historia de los paleteros de Tocumbo en 2006. Es una investigación que traza desde las características históricas, geográficas y del poblamiento en la microrregión michoacana donde se ubica Tocumbo, hasta el origen de la paletería y la trayectoria de los empresarios. El autor hace hincapié en la construcción, muy dinámica y maleable, de una región paletera en torno a Tocumbo y, al mismo tiempo, en la existencia de una amplia y flexible red de paleterías “La Michoacana” que se extiende por todo el país.
La investigación de los fabricantes de tortillas de Juanchorrey, Zacatecas, de Kenia Ortiz, fue presentada como tesis doctoral en el Doctorado en Ciencias Sociales de la Universidad de Guadalajara en 2013 y será publicada en fecha próxima. En la tesis, titulada “Redes sociales y representaciones interculturales en la diáspora: la translocalidad de los sujetos y de los procesos socioculturales Estudio de caso en Juanchorrey, Zacatecas”, la autora descubre el origen y desarrollo de las tortillerías de los migrantes de esa pequeña localidad en México y Estados Unidos. La investigación de Ortiz se centra en la persistencia e importancia de la fiesta patronal para el mantenimiento de la comunidad de Juanchorrey pero también para los negocios de los empresarios dispersos por la geografía, pero que cada año regresan a la localidad para formar parte de esa celebración.
Los tres ejemplos tienen en común que se iniciaron y prosperaron con base en un modelo de negocios muy similar que definimos como franquicia social. Se trata de una modalidad de desarrollo y reproducción empresarial que, ante la ausencia de recursos y acceso a recursos monetarios formales, se basa en la maximización de recursos sociales y culturales anclados en los lugares de origen. Como es sabido, una franquicia es una relación de negocios entre el propietario de una marca comercial y otras personas que desean utilizar esa identificación para desarrollar y multiplicar los establecimientos. Los ejemplos más conocidos son las múltiples cadenas que existen en Estados Unidos en casi cualquier giro.
La franquicia social es muy diferente. Se basa en los siguientes principios: los recursos económicos -capital, préstamos- y sociales -formas de asociación, información, contactos- para iniciar los establecimientos dependen de relaciones personales de confianza ancladas en las comunidades de origen; los establecimientos, de un mismo giro, son iniciados y permanecen -mediante venta, renta, traspaso- en poder de vecinos de una misma localidad; el manejo de los negocios se aprende y reproduce entre paisanos; la dedicación de los empresarios a los negocios es una forma de autoempleo y autoexplotación que da resultados; los trabajadores se reclutan con base en relaciones de paisanaje, parentesco, amistad y compadrazgo desde los lugares de origen.
Los empresarios
Hay que decir que los empresarios de que se trata en este artículo son diferentes a los que han sido tradicionalmente estudiados por la historiografía y las ciencias sociales (Ramírez 2012). En la década de 1970, comenzaron a ser investigados los orígenes, la actuación, las relaciones y alianzas de personas que se convirtieron en hombres de negocios exitosos en diferentes momentos, actividades y regiones. Se ha tratado, por lo regular, de grandes empresarios que estaban al frente de importantes negocios o conglomerados de empresas en la agroindustria, el comercio, las finanzas, la manufactura que formaban parte -o pasaron a formar parte- de elites económicas y políticas regionales y nacionales (Ramírez 2012).
Los empresarios de Mexticacán, Tocumbo y Juanchorrey son muy distintos. Se trata de emprendedores, de hombres de negocios de orígenes rurales modestos que se desarrollaron a partir de actividades de muy pequeña escala. Su trayectoria es cercana a lo planteado en los estudios acerca de la economía étnica entendida como “el estudio de actividades económicas con un considerable índice de propiedad o control de las mismas por parte de grupos minoritarios cuyo origen se encuentra en procesos migratorios” (Beltrán Antolín y Sáiz López 2013, 88).
Se ha constatado que en “diferentes lugares del mundo migrantes de distinto origen y destinos se han convertido en empresarios, en verdad pequeños empresarios, entendidos como ‘todo trabajador autónomo con o sin empleados a su cargo’” (Bertrán Antolín y Sáiz López 2013, 88). En general, existe un amplio consenso en la literatura acerca de que la actividad empresarial es la que se ejerce como “negocio independiente de un propietario que opera mediante su propio autoempleo” (Portes y Zhou 1996, 219).
Los estudios sobre los empresarios han llamado la atención sobre tres conjuntos de factores que potencian y definen la actividad empresarial: estructurales, culturales e individuales (Barros Nock 2013, Beltrán Antolín y Sáiz López 2013, Raijman 2009, Valenzuela Camacho y Cota Cabrera 2013, Barros Nock y Valenzuela García 2013).
Los factores estructurales tienen que ver con la estructura de oportunidades, es decir, con las características y condiciones económicas, políticas e institucionales en los lugares de destino (Beltrán Antolín y Sáiz López 2013). El surgimiento de los primeros empresarios internos, es decir, los pioneros de las paleterías y las tortillerías, se ubica en la década 1940-1950, etapa de intenso crecimiento económico que dio lugar a la expansión y concentración del empleo y la población en las ciudades (Bataillon y Rivière D’Arc 1973).
Las investigaciones han llamado la atención también acerca de los factores culturales, que se refieren a formas y mecanismos específicos de hacer las cosas acuñadas, valoradas y practicadas por las comunidades en los lugares de origen. Hernández Romo (2003) y Ramírez (2012) han señalado la conveniencia de entender el carácter empresarial en relación a los contextos regionales donde se desenvuelven los empresarios. En ese sentido, se dice, que hay que conocer la “estructura social dentro de la cual los individuos y grupos intentan establecer firmas” (Granovetter 1995, 131). Para el caso de Aguascalientes Hernández Romo (2003) ha destacado la existencia de una cultura basada en la ética del trabajo individual y el bienestar de la familia como los motores que han estimulado, pero también regulado y pautado, el camino al éxito en los negocios de los empresarios de ese estado. En ese sentido, se puede decir que diversas sociedades, en distintos momentos, han recurrido pero también seleccionado, elementos específicos de su arsenal cultural para potenciar sus negocios.
Entre los factores culturales se insiste en factores que aluden al capital cultural: normas y valores, redes sociales (parentesco, paisanaje, amistad), solidaridad, trabajo familiar, valoración del negocio propio (Barros Nock 2013, Beltrán Antolín y Sáiz López 2013, Granovetter 1995, Hirai 2013, Barros Nock y Valenzuela García 2013). El capital social, es decir, las redes sociales, aparecen como un factor central para la viabilidad de los negocios de los migrantes empresarios. Finalmente, los estudiosos han llamado la atención acerca de las características individuales de los empresarios; características que se entremezclan con los factores culturales: habilidades y conocimientos, orientación hacia el logro personal, capacidad para asumir riesgos, aptitudes de liderazgo (Barros Nock 2013, Ramírez 2012, Valenzuela Camacho y Cota Cabrera 2013).
Portes y Zhou (1996) y Sanders y Nee (1996) incorporaron otro elemento en el análisis. Al revisar la incidencia del capital social y el capital humano de los empresarios migrantes encontraron un elemento compartido fundamental: una mayor propensión al autoempleo entre los migrantes que entre los nativos. Y esa característica de los migrantes era la que se había convertido en una alternativa de progreso económico para las minorías en los lugares de destino (Portes y Zhou 1996).
Los migrantes, algunos migrantes, están dispuestos a trabajar muchas más horas que los trabajadores asalariados y los buenos resultados de ese esfuerzo extra se traducen en mejores ingresos y se convierten en un modelo por seguir para otros migrantes (Portes y Zhou 1996). El autoempleo y la autoexplotación tendrían un efecto positivo para detonar la actividad empresarial en los lugares de destino. No sólo eso. La actividad empresarial exitosa, dicen Portes y Zhou (1996) deja de ser un quehacer individual y único. En sus comunidades étnicas, los empresarios asumen liderazgos, se vuelven empleadores y constituyen modelos por seguir.
En general, los estudios sugieren trabajar el tema desde una perspectiva que tome en cuenta los factores macro o estructurales, los meso o culturales y los micro o individuales (Barros Nock y Valenzuela García 2013). Nuestra propuesta es que la noción de franquicia social ayuda a articular esas tres perspectivas. La franquicia social, es decir, el modelo de negocios de los migrantes empresarios se basa en una particular transversalización de tres principios: confianza, flexibilidad y mantenimiento de relaciones y redes de relaciones sociales en las comunidades de origen asociadas a las oportunidades económicas de las poblaciones de destino en determinados momentos.
La migración y el trabajo en las ciudades
Como es sabido, la migración interna empezó a ser estudiada en la década de 1970 en relación con los factores de expulsión y atracción (Singer 1975). La migración rural-urbana que se desencadenó en la década de 1940 estuvo asociada con la industrialización, basada en la sustitución de importaciones orientada a la producción de bienes de consumo, que requirió del desplazamiento y la concentración de trabajadores en las ciudades (Garza 1980). Hay que tener presente que entre 1940 y 1960 la economía mexicana experimentó un crecimiento notable: 6 % anual, lo que generó oportunidades en todo el país, pero en especial en las ciudades (Cline 1963).
La migración más estudiada fue la que se dirigió a unas cuantas urbes, en especial, a la Ciudad de México (Bataillon y Rivière D’Arc 1973). La capital del país ejercía especial atracción sobre las poblaciones de los estados de Guanajuato, Hidalgo, México, Michoacán, Querétaro, Tlaxcala, en menor medida, Guerrero y Oaxaca (Bataillon 1976). Así no es extraño que los estudios sobre migración interna correspondan a esos estados (Arizpe 1980, Kemper 1976, Lomnitz 1975, Lewis 1961). Lomnitz (1975) señaló que casi las dos terceras partes de los migrantes (70 %) que llegaban a la Ciudad de México eran ejidatarios de origen rural.
Las ciudades de Monterrey y Guadalajara ejercieron una atracción similar para las poblaciones rurales de sus propios estados y de sus entidades vecinas (Balán et al. 1973, Garza 1985, Massey et al. 1991). Guadalajara recibió muchos migrantes del interior de Jalisco, así como de los estados vecinos de Michoacán y Zacatecas (Massey et al. 1991).
Los estudios dieron cuenta de las características de los migrantes, en especial, de los que llegaban a la Ciudad de México: eran hombres y mujeres jóvenes, solteros solos que llegaban a vivir al centro de la ciudad, en especial, a espacios desde los cuales se facilitara la salida a sus lugares de origen, a donde regresaban con frecuencia (Bataillon y Rivière D’Arc 1973). La migración rural-urbana era estacional y temporal: los migrantes pensaban regresar a sus comunidades de origen (Arizpe 1980). Salir de las comunidades formaba parte de las estrategias de las familias campesinas para captar “recursos que le permiten continuar con su producción (agrícola) así como asegurar su reproducción” (Arizpe 1980, 11).
Existía una clara división sexual del trabajo entre los migrantes. En la capital del país había 200,000 empleados domésticos y el trabajo doméstico femenino representaba una tercera parte (34 %) de la mano de obra del sector servicios (Bataillon y Rivière D’Arc 1973). Aripze (1980) las encontró como trabajadoras domésticas y en el comercio ambulante como vendedoras de frutas. Los hombres, por su parte, se insertaban en múltiples oficios: obreros en la industria de la construcción, la manufactura y empleados de servicios y comercios, en especial, como cargadores en los mercados. El comercio en pequeño era una actividad de fácil ingreso para los migrantes. En la década de 1960 se calculaba que había 100,000 comerciantes “marginales” en la capital del país (Bataillon y Rivière D’Arc 1973).
Se trataba, por lo regular, de empleos precarios que carecían de seguridad social y económica de tal manera que se consideraban “marginales”, como los llamó Lomnitz (1975). En el lugar de su investigación, Cerrada del Cóndor, los migrantes, originarios del estado de Guanajuato, trabajaban como colocadores de alfombras y pulidores de tumbas (Lomnitz 1975). Los migrantes, se advertía, tenían menos acceso a los empleos en la industria de transformación y los servicios del sector privado debido a que “disponen en general de una calificación técnica más débil que los originarios de la capital” (Bataillon y Rivière D’Arc 1973, 49 ).
En Guadalajara, que se convirtió en la segunda ciudad más poblada del país, los migrantes de origen rural aprovecharon el intenso crecimiento económico que experimentaba la urbe tapatía para insertarse como obreros en las pequeñas y medianas industrias que surgieron y proliferaron al calor de las oportunidades que generó la sustitución de importaciones para la fabricación de una gran variedad de productos alimenticios, calzado, prendas de vestir (Arias 1985). La expansión del empleo manufacturero fue acompañada de una eficaz política de urbanización que permitió a los trabajadores comprar lotes donde construir sus casas (Vázquez 1989). Por lo regular, los inmigrantes compraban terrenos en las mismas colonias donde lo habían hecho sus paisanos y parientes. Los migrantes de Mexticacán, por ejemplo, llegaban a vivir a El Retiro, un barrio popular de Guadalajara dedicado a la curtiduría (Rollwagen 1968).
Las investigaciones constataron que la principal vía de acceso de los migrantes al trabajo y la vivienda eran las redes sociales que vinculaban los lugares de origen con los de destino. Los empleos se obtenían “gracias a los lazos de solidaridad y amistad unidos a un origen común provinciano” (Bataillon y Rivière D’Arc 1973, 49). Los migrantes llegaban a las ciudades directamente de sus lugares de origen con sus paisanos, en muchos casos también parientes, que les ofrecían alojamiento y les ayudaban a conseguir empleo, por lo regular, en los mismos establecimientos donde ellos trabajaban, modalidad de reclutamiento muchas veces fomentada por los patrones.
Kemper (1976) que estudió la migración de Tzintzunzan, Michoacán, a la Ciudad de México, encontró que los migrantes dependían de sus paisanos para conseguir trabajo y vivienda y solían comenzar como albañiles y obreros. Arizpe (1980) descubrió que los mazahuas que llegaban del Valle del Mezquital trabajaban como cargadores, macheteros y estibadores en La Merced y rentaban habitaciones en los alrededores de ese gran mercado. Así las cosas, concluyen todos los estudios, los migrantes llegaban a vivir en los espacios y a laborar en los mercados de trabajo donde estaban ubicados sus paisanos y parientes.
Puede decirse entonces que los migrantes rurales que llegaron a las ciudades en las décadas 1940-1970 aprovecharon una ventaja de carácter estructural de ese tiempo en los lugares de destino: las amplias oportunidades de empleo que existieron en todos los sectores de la economía urbana, tanto en sus actividades formales como en los quehaceres considerados “marginales”.
Pero eso mismo perfilaba, en buena medida, su destino en la ciudad: permanecer como trabajadores en los sectores donde se habían insertado a su llegada. El capital social, es decir, la pertenencia a redes sociales creadas en los lugares de origen y recreadas en la ciudad, les garantizaba una inserción rápida al trabajo pero, en muchos casos, en los peores puestos que ofrecía la ciudad (Bataillon y Rivière D’Arc 1973). Esa facilidad y especificidad de la inserción laboral y residencial de los migrantes dificultaba su incursión y transición hacia otros formatos de actividad y condiciones de trabajo.
Desde luego que el capital social no es la única explicación de la inserción de los migrantes como trabajadores en actividades específicas. Contaban desde luego su escasa calificación, baja escolaridad, el hecho de que pensaran regresar a sus comunidades de origen donde solían tener acceso a recursos valiosos, como las parcelas ejidales, y tenían derechos ciudadanos, aunque, en la práctica, fuera cada vez menos posible retornar (Arizpe 1980, Kemper 1976).
A fines de 1990, Oehmichen Bazán (2005) encontró que aunque los mazahuas llevaban décadas en la Ciudad de México persistía su inserción laboral y la concentración residencial. Ella encontró 600 grupos domésticos de Pueblo Nuevo que se dedicaban al comercio en la vía pública, vivían en el centro histórico y en municipios conurbados del norte y el oriente; en tanto, los 200 grupos domésticos de San Mateo estaban dedicados a la albañilería y el servicio doméstico y residían en dos delegaciones y municipios conurbados del oriente de la capital.
En contraste con ese escenario laboral, la trayectoria de los empresarios de Mexticacán, Tocumbo y Juanchorrey descubre otra posibilidad: la incursión de los migrantes en negocios por cuenta propia en las ciudades. En su caso, parecería ser que el proceso de sustitución de importaciones favoreció un proceso que ha sido menos estudiado: la industrialización, el crecimiento y la urbanización de ciudades del país, en especial, en el Bajío y el norte, que se convirtieron en espacios manufactureros y comerciales especializados donde detonaron actividades que atrajeron población rural de sus estados y de otras entidades.
Uno de los aciertos de los empresarios internos fue descubrir y aprovechar los nichos de oportunidad que surgían en esas ciudades para iniciar negocios novedosos que resultaron prósperos y dinámicos. En las décadas 1940-1950 surgieron y se desarrollaron, en distintas ciudades, los negocios que, en muy poco tiempo, hicieron que los migrantes de Mexticacán, Tocumbo y Juanchorrey se convirtieran en prósperos empresarios paleteros y de las tortillas (González de la Vara 2006, Ortiz 2013, Rollwagen 1968).
Comunidades de origen y características de los pioneros
Las comunidades de origen de los empresarios corresponden a sociedades rurales rancheras, caracterizadas, en términos culturales, por un catolicismo muy arraigado, una fuerte ideología individualista con gran hincapié en el valor del trabajo y el logro personal, pero también con una vigorosa ideología familista (Arias 2003, González 1989, Arias y Durand 2013).
En 1940, las localidades de las que salieron los migrantes tenían escasa población: Mexticacán 2,273 habitantes; Tocumbo 1,589; Juanchorrey 812 (INEGI, Archivo Histórico de Localidades). En esas poblaciones, como en tantas otras, solía haber alguna paletería, tiendas de abarrotes y se elaboraban tortillas, pero se trataba de pequeños establecimientos, por lo regular familiares, de producción manual que no ofrecían oportunidades de negocios más amplias.
En términos laborales y económicos, se trataba de comunidades donde predominaba la propiedad privada y las actividades agroganaderas de pequeña escala. Ya en esos años, la economía agropecuaria mostraba limitaciones como fuente de trabajo e ingresos en las comunidades. De Mexticacán se decía que existía una añosa tradición de búsqueda de opciones laborales distintas a los quehaceres agropecuarios. Desde el siglo XIX, los mexticaquenses habían salido a trabajar como transportistas; más tarde, se habían convertido en migrantes en Estados Unidos, habían abierto o trabajado en bares “desde Guadalajara hasta Nogales” (Rollwagen 1968). En Mexticacán se habían desarrollado el oficio de la sastrería, la manufactura de cerillos y la fabricación de dulces. En la década de 1940 incursionaron en el negocio de los cines ambulantes que ofrecían funciones de pueblo en pueblo, actividad que no duró mucho pero se convirtió en la antecesora de las paleterías (Rollwagen 1968).
Así lo registró Jack Rollwagen (1968) de su conversación con Ángel González, uno de los dos pioneros de la paletería en Mexticacán:
Mientras recorría su ruta regular (de cines ambulantes) necesitaba un depósito para las películas que le podían llegar a cualquier hora del día. Si nadie las recibía, eran devueltas a la Ciudad de México. Entonces, tuvo que establecer un local en Aguascalientes donde recibir las películas las 24 horas. Por esa razón, dice, fundó una fábrica para la manufactura de paletas y helados. Por qué eligió ese negocio en particular se desconoce. Dada su pericia, éxitos y trayectoria empresariales es posible que haya tenido un buen motivo.
Los pioneros no se dedicaban a quehaceres agropecuarios ni pertenecían a los sectores acomodados de sus terruños. Entre sus actividades previas se mencionan el comercio, la migración interna y hacia Estados Unidos. Los vecinos de esas comunidades, incluidos los pioneros, habían salido muchas veces de sus lugares de origen, conocían y habían trabajado en distintas ciudades de la república y en Estados Unidos (González de la Vara 2006, Ortiz 2013, Rollwagen 1968). Rollwagen trazó el perfil de los mexticaquenses que se convirtieron en paleteros: vivían en la cabecera municipal, se dedicaban sobre todo al comercio, no eran de los más ricos del municipio y los capitales con que se iniciaron no provenían de las actividades agroganaderas (Rollwagen 1968).
En los estudios no queda claro, pero parecería que los pioneros eran jóvenes solteros. Esto puede ser un sesgo de los trabajos que no captaron la participación de las mujeres, pero puede corresponder también a las características de la migración de esos años, donde predominaba la salida de hombres jóvenes (Massey et al. 1991). Hay que recordar que los hombres eran educados en la obligación de convertirse en proveedores de los hogares que algún día, seguramente muy jóvenes, formarían. En Mexticacán hay evidencia de que los paleteros eran solteros entre 16 y 26 años. Las condiciones de vida y los bajos salarios en las paleterías dificultaban, al inicio, la migración familiar. Si eran casados, las esposas e hijos permanecían en Mexticacán (Rollwagen 1968).
Los negocios eran manejados por hombres, en calidad de propietarios o empleados. Rollwagen (1968) señaló que las mujeres no trabajaban en las paleterías. En sus recorridos sólo encontró tres establecimientos que pertenecían a mujeres, pero eran atribuibles a situaciones excepcionales: viudez, donación de un paletero a su madre y hermana y una hija que trabajaba con el padre (Rollwagen 1968).
Por lo regular, se menciona a dos pioneros como los iniciadores de cada actividad. Esto sugiere que en ese momento no existía una migración numerosa y consolidada desde las comunidades de origen hacia los destinos donde prosperaron los negocios.
Los lugares de destino: las oportunidades
La actividad que resultó viable fue, en cada caso, el resultado de la casualidad, pero el éxito y la acelerada multiplicación de los establecimientos se puede atribuir a la confluencia de tres factores.
En primer lugar, al crecimiento económico y las transformaciones demográficas que se vivían en el país. Los primeros establecimientos de cada giro surgieron en las décadas 1940-1960 en determinadas ciudades del centro y norte de México. Las poblaciones donde prendieron los negocios eran ciudades pequeñas, pero dinámicas, no demasiado alejadas de los terruños de origen de los migrantes que, en ese momento, resultaron adecuadas para el desarrollo de actividades empresariales de pequeña escala: la primera paletería de Mexticacán se estableció en Aguascalientes en 1944; la primera tortillería de Juanchorrey se abrió en Torreón, Coahuila en 1951; uno de los fundadores de las paleterías de Tocumbo aprendió el oficio en León, Guanajuato, para después, en 1939, migrar a la Ciudad de México donde, en 1941, abrió su primera paletería (González de la Vara 2006, Ortiz 2013, Rollwagen 1968). Rollwagen (1968) calculó que los primeros establecimientos paleteros que resultaron exitosos se ubicaban en ciudades de más de 50,000 habitantes y a menos de 600 millas de Mexticacán.
Eran ciudades que en 1940 tenían entre 75,000 y 85,000 habitantes. Aguascalientes era un eje ferroviario importante que experimentaba un incipiente pero vigoroso desarrollo de la industria de la confección; León se convertía en un espacio productor de calzado y Torreón en un centro metalúrgico clave de la economía nacional. León y Torreón, sobre todo, estaban experimentando crecimientos demográficos muy significativos. En 1950, la tasa de crecimiento de León fue de 5.1 y la de Torreón de 5.4; superiores a la nacional que fue de 2.68 (Archivo Histórico de Localidades).
Así las cosas, los empresarios hicieron su aprendizaje de negocios en ciudades pequeñas que habían sabido aprovechar los beneficios del proceso de sustitución de importaciones para especializarse y crecer. Al inicio, dice Rollwagen (1968), los paleteros de Mexticacán eludieron a la Ciudad de México, donde había muchos establecimientos, los negocios eran más complejos, modernos, con mayores capitales y, donde, por lo tanto, había mucha competencia. Una vez consolidados en esas poblaciones, emprendieron la conquista de las grandes ciudades de la época: Guadalajara, Monterrey y, sobre todo, la Ciudad de México.
En segundo lugar, las ciudades, grandes y pequeñas, estaban experimentando grandes cambios espaciales. Desde la década de 1950, la Ciudad de México desbordó su límite jurisdiccional para empezar a sumar poblamientos viejos y a generar espacios residenciales nuevos (Bataillon y Rivière D´Arc 1973). Se observaba que los migrantes, después de un tiempo viviendo en el centro de la ciudad, se desplazaban a espacios periféricos (Bataillon y Rivière D’Arc 1973). Se ha calculado que entre 1960 y 1970 “la mitad del crecimiento del conglomerado se localiza [...] fuera del Distrito Federal” (Bataillon y Rivière D’Arc 1973, 44).
Las primeras paleterías y tortillerías se ubicaron con base en dos principios de localización: uno, en avenidas y calles concurridas de los viejos centros urbanos, donde vivía y transitaba mucha gente durante todo el día. Esto era crucial sobre todo para las paleterías, porque se trata, se dice, de productos de “antojo”. Agustín Andrade, uno de los pioneros de la paletería de Tocumbo, después de aprender el oficio en la ciudad de León, abrió, en 1941, su primera paletería “cerca de Lecumberri” en la Ciudad de México (González de la Vara 2006, 150). Luis Alcázar, el otro pionero, después de ser aprendiz de paletero en Tocumbo y trabajar en varias ciudades y en Estados Unidos, llegó finalmente a la Ciudad de México y en 1943 abrió su primera paletería en el centro de la ciudad, en “Balderas y Arcos de Belén”, donde también vivía (González de la Vara 2006).
Otros se ubicaron en los nuevos espacios, barrios y colonias, hacia donde se desplazaban los vecinos e inmigrantes en busca de mejores condiciones residenciales. Ortiz señaló que la primera tortillería de juanchorreyenses “La Bola”, se abrió “en la colonia Vicente Guerrero de la ciudad de Torreón” (2013, 16). Esa colonia era “estratégica”, destaca la autora, porque allí vivía mucha gente, en especial, obreros, y quedaba cerca de la zona metalúrgica de Torreón, donde laboraban alrededor de cinco mil trabajadores (Ortiz 2013). El negocio resultó tan próspero que uno de los fundadores, Melesio Nava, “dejó sus estudios y empezó a comprar más comales y abrir más tortillerías en la misma colonia, con la ayuda de sus hermanos” (Ortiz 2013, 17).
En el caso de las paleterías, los empresarios recurrieron, en un primer momento, a la venta de productos en cajas de cartón y después en carritos callejeros, trabajados por empleados. La venta en carritos, que era una manera tradicional de vender paletas, resultó eficaz para acceder y atender a la clientela que se dispersaba en las incipientes periferias de las ciudades.
En tercer lugar, hay que mencionar el cambio tecnológico que coadyuvó al éxito de esos negocios. Después de la Segunda Guerra Mundial llegaron a México maquinaria industrial y procedimientos de fabricación modernos que modificaron las maneras tradicionales -prácticamente manuales- de hacer muchas cosas, entre ellas, paletas y tortillas: carritos, congeladores, equipo refrigerante, bases lácteas, molinos, máquinas de rodillo para la hechura de las tortillas (González de la Vara 2006, Ortiz 2013). La elaboración artesanal empezó a dejar paso a la producción industrial que, aunque rudimentaria, redujo el trabajo manual y permitió incrementar la producción.
Los empresarios internos fueron extraordinariamente sensibles para introducir y adaptar maquinaria novedosa y hábiles para innovar los procesos de comercialización y venta en relación con lo que ellos conocían: los sectores populares de las ciudades donde vivían migrantes rurales, como eran ellos mismos.
González de la Vara (2006) ha hecho hincapié en un factor institucional que contribuyó al establecimiento de las paleterías en la Ciudad de México: en su momento, el regente, Ernesto P. Uruchurtu (1952-1966) prohibió la venta en lugares públicos (avenidas, parques, plazas, templos) de nieve de garrafa, de los carritos y puestos semifijos. La “crisis de los carritos” como la llamó, obligó a los propietarios a privilegiar el establecimiento formal, el “expendio de marca” y a generar otras formas de comercialización, como la instalación de congeladores en abarroteras, farmacias y papelerías.
La introducción de tecnología está muy relacionada, finalmente, con otros dos factores: los cambios laborales y socioculturales. La intensa migración de la población rural a las ciudades, su desplazamiento a espacios alejados de los centros tradicionales de abasto, el incremento de la oferta de productos industriales de consumo abastecidos a través del mercado, la incorporación de las mujeres al trabajo y la escolarización de los hijos abonaron al éxito de negocios, como las tortillerías que proporcionaban un producto indispensable e insustituible de la dieta cotidiana de las familias trabajadoras en la ciudad.
Las paletas y tortillas son dos productos ligados a la alimentación, un ámbito favorable para el desarrollo de negocios de los migrantes en muchas partes del mundo (Raijman 2009).
Un modelo de negocios
Fue en el ámbito de las necesidades básicas, en momentos y contextos específicos, donde los migrantes pudieron y supieron aprovechar las matrices culturales y los recursos sociales de sus sociedades de origen: la obligación y el impulso para salir de las comunidades “para mejorar”, el valor del trabajo arduo, el hincapié en el bienestar de la familia como horizonte de todos los esfuerzos y “sacrificios” y, sobre todo, activar y convertir las redes sociales -densas y extensas- de sus mundos rurales en capital social para el funcionamiento de los negocios en las ciudades. El reconocimiento de las relaciones y obligaciones, de derechos y deberes, que los unían, junto a la confianza y el respeto a la palabra que impregnaban las relaciones de paisanaje y parentesco permitían llegar a acuerdos, a nuevos acuerdos.
El esquema de negocios que resultó tan exitoso y reproducible fue similar en los tres casos. Para conseguir e integrar participantes en los negocios que comenzaban a ser exitosos, los empresarios apelaron a la incorporación de parientes y paisanos para que les ayudaran, primero, como empleados; después, para encargarles el establecimiento en tanto ellos se desplazaban a atender los locales que inauguraban en otros lugares; finalmente, podían venderles el local y surtirles de lo necesario para que trabajaran de manera independiente y comenzaran su propia carrera empresarial.
Los que llegaban como trabajadores podían seguir dos trayectorias de acuerdo a sus intereses y habilidades: permanecer como empleados o independizarse con un negocio propio. Las condiciones de vida de los empleados eran muy precarias: trabajaban todo el día y, de noche, dormían en los locales. Para los empleados significaba un ahorro porque no pagaban por el alojamiento. Pero esa manera de residir desanimaba la migración de las esposas e hijos, pero formaba parte de la estrategia del ahorro para, en el momento adecuado, iniciar un negocio propio. Ser empleado era la principal ruta para aprender y capitalizar para independizarse en un giro, ya probado, que les permitiría permanecer en la ciudad, ya con esposa e hijos.
Había otros que optaban por permanecer como trabajadores. Eran los “encargados”, una categoría superior de empleados que les garantizaba un mejor salario, y con ello la posibilidad de traer a la familia a la ciudad, sin tener que hacer inversiones ni correr riesgos como los empresarios (Rollwagen 1968). Esa fue otra vía de incorporación y permanencia de migrantes en el trabajo y la vida urbanos.
La expansión espacial y la proliferación de establecimientos se basó en las redes y relaciones de parentesco y paisanaje de los migrantes empresarios. De acuerdo al éxito de los locales, se ampliaba el área de reclutamiento en las microrregiones de origen. Así, vecinos de rancherías y municipios cercanos a Juanchorrey, Mexticacán y Tocumbo migraron a distintas ciudades para sumarse a los establecimientos de sus parientes o conocidos donde adquirían los conocimientos básicos del giro. Muchos empresarios trabajaron siempre de esa manera, es decir, sólo con parientes y paisanos por la confianza basada en el origen común y las redes sociales que los unían, pautaban y garantizaban los comportamientos adecuados de los paisanos en los lugares de origen y de destino. Cualquier transgresión conllevaba, además de la pérdida del trabajo, sanciones sociales y familiares en los lugares de origen.
Hay que destacar también lo mencionado por Portes y Zhou: el enorme esfuerzo de autoexplotación que supuso para los empresarios la puesta en marcha y la operación de los negocios. El autoempleo intensivo era la base de la gestión de los negocios de los migrantes empresarios. Ellos trabajaban todo el día, durante muchas horas, todos los días de la semana, para sacar adelante los negocios. Y, en las noches, dormían en los locales como una manera de ahorrar en alojamiento y de cuidar los establecimientos. La necesidad de intensificar su autoexplotación obligaba a los empresarios a permanecer solos, sin esposas e hijos, durante mucho tiempo. Y, cuando tenían éxito y abrían un nuevo local, lo hacían bajo el mismo esquema, es decir, dedicándose ellos mismos a trabajar el establecimiento hasta hacerlo rentable, aclientarlo y buscar nuevas localizaciones.
Como señaló Rollwagen (1968) establecer negocios subsecuentes de un mismo giro no implicaba una administración más compleja, sino más trabajo y más participantes que entraran en las mismas condiciones, es decir, intensificando su autoexplotación.
La necesidad de evitar la competencia entre ellos presionaba a los empresarios a ubicarse en lugares de intenso tránsito peatonal, pero eso mismo los obligaba a moverse a diferentes lugares y a otras ciudades. Los pioneros disponían de escaso capital y, aunque en ese tiempo existía una amplia oferta de financiamiento para las empresas, ellos no eran sujetos de crédito para las instituciones oficiales de crédito. Pero descubrieron que a través de sus redes sociales podían crear mecanismos, diversos y flexibles, de asociación para generar capital. Las asociaciones y tratos, que se establecían sobre la base del conocimiento y la confianza mutuas, eran flexibles, sencillas y oportunas. Nuevos negocios se establecieron mediante la combinación, en diferentes modalidades, de las figuras de socios industriales y socios capitalistas, es decir, de los que contribuían con trabajo y los que aportaban capital (Rollwagen 1968).
De esa manera, los que carecían de dinero pero aportaban su trabajo, podían capitalizar para fundar un negocio propio sin endeudarse. Para los que contaban con recursos en el pueblo, era una manera adecuada de invertir su dinero lo que les permitiría, en algún momento, migrar ellos o sus hijos a las ciudades (Rollwagen 1968). Esto puede haber desanimado, señala Rollwagen (1968), la inversión en actividades agropecuarias en las localidades, pero fue una vía para el tránsito de capitales rurales a negocios urbanos de probada rentabilidad.
Además, en todos los pueblos había prestamistas y a ellos recurrían los vecinos en busca de capital. Como ya era indudable que esos giros “dejaban” los prestamistas estaban dispuestos a financiar a los que decidían aventurarse en ellos. Rollwagen (1968) señaló que los prestamistas de Mexticacán y de Yahualica, un municipio aledaño, prestaban dinero a vecinos de poblaciones cercanas, incluso de ranchos, que querían ser paleteros, lo que reforzó los lazos entre Mexticacán y otras poblaciones en torno al negocio paletero.
Muy pronto, varios de los pioneros desarrollaron una tercera vía de crédito y capitalización. Cuando vieron que el negocio era rentable buscaron reproducirlo y para ello implementaron dos mecanismos: por una parte, el crédito que ofrecían a empleados y socios para la compra de los establecimientos. El crédito era concedido de manera rápida, sin trámites ni documentos legales de por medio. Basados en el conocimiento y la confianza, bastaba la palabra empeñada para cerrar los tratos. Así, el flamante empresario disponía de liquidez para iniciarse o avanzar en la conquista de nuevos territorios dentro de una ciudad o en otra.
Por otra parte, ofrecer crédito como proveedores. Varios pioneros se convirtieron en fabricantes o socios de empresas proveedoras de la maquinaria, equipo, insumos, materias primas que se requerían en cada actividad. Ellos ofrecían todo el equipamiento y los productos a los que se iniciaban. Así, los empresarios internos crearon las bases para la reproducción tanto de sus propias empresas, como de las de los vecinos de sus comunidades y microrregiones.
El éxito y la expansión
El éxito de los negocios fue tan espectacular como inesperado. En menos de diez años -1950-1960- las paleterías de los mexticaquenses se habían expandido por toda la geografía nacional (González de la Vara 2006, Rollwagen 1968). De acuerdo con la muestra de paleterías de Rollwagen (150N) en los años 1958-1959 se establecieron 42 nuevos establecimientos, es decir, más de una cuarta parte de los negocios (28 %). Rollwagen (1968) supo que Ángel González, uno de los pioneros, tenía en 1965 “más de treinta paleterías en México, aunque nunca quiso revelar el número exacto” y desde luego monopolizaba el negocio en la ciudad de Aguascalientes, donde se había iniciado.
Los pioneros no se pusieron de acuerdo ni registraron nombres comunes para sus establecimientos. De cualquier modo, las paleterías de los mexticaquenses solían llamarse La Regia, o variantes de ese nombre y todas colocaban, en el lugar más destacado de los locales, una imagen del Sagrado Corazón de Jesús, advocación de profunda devoción en Mexticacán (Rollwagen 1968).
En la década de 1960, los establecimientos habían superado el límite original de las 600 millas de distancia de Mexticacán (Rollwagen 1968). Había paleterías en Cholula, Puebla; Córdova, Veracruz; Durango, Durango; Pachuca, Hidalgo; Saltillo, Coahuila; Santa Rosa, Aguascalientes; Tepic, Nayarit; Tijuana, B.C.; Veracruz, Veracruz; Villa Hidalgo, Jalisco; Yautepec, Morelos (Rollwagen 1968). Y, finalmente, habían llegado a la Ciudad de México, Guadalajara y Monterrey. González de la Vara (2006) señaló que los mexticaquenses, con “equipos superiores” y procedimientos empresariales “sobrios” habían desplazado a los paleteros regiomontanos en su propia plaza. Tanto que controlaban el “90 % del negocio paletero en Monterrey” (Rollwagen 1968). Los pioneros establecieron centros de producción y distribución en áreas circunvecinas lo que les permitió abastecer a las paleterías ubicadas en espacios entonces periféricos como Azcapotzalco, Texcoco, Tlalnepantla, en el Estado de México (Rollwagen 1968).
Los paleteros de Tocumbo no se quedaban atrás. A mediados de la década de 1950 había entre sesenta y setenta tocumbenses en el negocio de las paleterías en la Ciudad de México (González de la Vara 2006). Poco después, en los años sesenta, había cerca de 500 paleterías diseminadas por todos los rumbos de la capital del país (González de la Vara 2006). En esos años, se decía, resultaba más barato comprar una paletería en el barrio capitalino de Santa María La Ribera que tramitar una visa de trabajo para Estados Unidos (González de la Vara 2006). En la década de 1970, los tocumbenses habían saturado de paleterías la Ciudad de México y, con su marca insignia, “La Michoacana” se fueron a abrir negocios en ciudades grandes y pequeñas del norte y sur del país: Ciudad Lerdo, Nuevo Laredo, Oaxaca, Tenancingo, Tijuana, Torreón, Tulancingo (González de la Vara 2006). Aunque los tocumbenses usaban el mismo nombre -“La Michoacana”- se trataba de establecimientos independientes, aunque relacionados.
En el caso de las tortillerías, Ortiz (2013) ha mostrado cómo a partir de Torreón, los juanchorreyenses se expandieron por la región lagunera: Torreón, Matamoros en Coahuila Gómez Palacio y Lerdo en Durango y sus alrededores: San Pedro y La Rosita (Ortiz 2013). Muy pronto, desde la ciudad de León, incursionaron en las principales poblaciones guanajuatenses: Celaya, Guanajuato, Irapuato, Salamanca, Silao y los estados vecinos de Jalisco, Michoacán y Querétaro. Además, establecieron tortillerías en diversos lugares de Aguascalientes, Baja California Sur, Chihuahua, Estado de México, Nuevo León, San Luis Potosí, Sinaloa, Tamaulipas, Zacatecas (Ortiz 2013).
Esto sin dejar su bastión, la plaza de Torreón, donde Ortiz (2013) calculaba que hasta la fecha el 70 % de las tortillerías de esa ciudad pertenecen a gente de Juanchorrey o sus alrededores. También son muy fuertes en Durango, Guanajuato y Querétaro (Ortiz 2013). Vecinos de localidades cercanas a Juanchorrey incursionaron en el negocio y abrieron tortillerías en el sureste de México: Campeche, Chiapas, Tabasco, Veracruz, Yucatán (Ortiz, 2013). Las tortillerías juanchorreyenses han cruzado las fronteras y tienen establecimientos en Chile, Costa Rica y Estados Unidos (Ortiz 2013).
Esa forma de hacer negocios sirvió de modelo en las comunidades de origen de los empresarios así como para otras poblaciones rurales. Rollwagen (1968) menciona los casos de vecinos de Temacapulín y Yahualica, Jalisco y de San Pedro Apulco, Zacatecas que, gracias a su cercanía y buenas relaciones con los mexticaquenses entraron al negocio de las paleterías. Hubo intentos también de los vecinos de Poncitlán, Jalisco, que al parecer no prosperaron (Rollwagen 1968). Por su parte, vecinos de Nochistlán, un municipio zacatecano cercano a Mexticacán, abrieron paleterías en las ciudades de México y Monterrey siguiendo el esquema de los mexticaquenses (Martha Muñoz, comunicación personal).
La conquista de nuevas plazas en todo el país hacía que los empresarios estuvieran cada vez más alejados y dispersos en la geografía nacional y tan dedicados a sus negocios que ni siquiera se visitaban en las ciudades donde residían (Rollwagen 1968). Jack Rollwagen (Rollwagen 19681968) se sorprendió al constatar que los paleteros estaban tan dedicados al trabajo que no tenían tiempo para visitarse en los barrios y colonias donde tenían sus locales. Tanto era así que era más fácil que se encontraran en Mexticacán que en las ciudades donde vivían y trabajaban.
El compartir un mismo giro de negocios pero, al mismo tiempo, estar tan separados en los espacios urbanos donde trabajaban, llevó a la creación o recreación de momentos que promovieran el retorno y el reencuentro de los empresarios de la diáspora en el único lugar que les era común: sus comunidades de origen. En este contexto, los empresarios migrantes revitalizaron las fiestas patronales y además crearon eventos especiales que los convocaran a todos al menos una vez al año.
En diciembre de 1960 se llevó a cabo la primera Gran Feria Invernal de Mexticacán, a la que desde entonces acuden los paleteros y todos, propios y extraños, ligados con el negocio paletero, es decir, los fabricantes de maquinaria, equipo y materiales para las paleterías (González de la Vara 2006, Rollwagen 1968). Desde 1987, los paleteros de Tocumbo empezaron a celebrar, también en diciembre, la Feria de la Paleta, que se convirtió en la ocasión para el retorno anual de los paleteros y sus proveedores (González de la Vara 2006). La fecha de esas dos ferias resultó bien escogida porque en invierno, cuando disminuye mucho la venta de ese producto, los paleteros tenían tiempo para regresar a sus pueblos. Por su parte, en Juanchorrey la fiesta patronal de la Inmaculada Concepción, el 2 de febrero, se convirtió en la ocasión para el retorno de los fabricantes de tortillas que viven diseminados por todo el país y el extranjero (Ortiz 2013).
Las inversiones de los empresarios o su apoyo para obras en cada lugar de origen han sido significativas: compra, mantenimiento, reconstrucción de casas; construcción de presas, empedrado y pavimentación de calles y accesos a la población; monumentos especiales, como los de las paletas en Mexticacán y Tocumbo. En Tocumbo, por ejemplo, le encargaron el diseño de la nueva iglesia católica al muy reconocido arquitecto Pedro Ramírez Vázquez (González de la Vara 2006).
Reflexiones finales
Así las cosas, se puede decir que en las décadas 1940-1960, etapa de gran desarrollo económico nacional y de transformación económica y urbana de varias ciudades del país - no sólo la capital, Guadalajara y Monterrey-, hubo migrantes rurales que lograron aprovechar el momento y la situación para convertirse en empresarios urbanos, con base en un recurso, quizá el único disponible para ellos: el capital social.
En ese tiempo, México experimentó el mayor crecimiento de su historia moderna, lo que generó las condiciones para que migrantes de origen rural incursionaran en nichos de negocios acordes a los cambios socioculturales y espaciales que detonaron con la industrialización, la migración, la urbanización en diversas ciudades del país. Aunque de manera indirecta, las políticas de industrialización, la concentración de población, los cambios culturales y alimenticios, dieron lugar a circunstancias inéditas que fueron aprovechadas por esos migrantes para imaginar y poner en marcha negocios novedosos y necesarios en las ciudades.
Los ejemplos estudiados comparten tres elementos. En primer lugar, la incursión inicial de los empresarios en espacios menores, es decir, en ciudades pequeñas, pero que experimentaban procesos muy dinámicos de cambio económico. En ese nivel de poblaciones fue donde los empresarios realizaron su curva de aprendizaje que más tarde les permitió, con conocimientos, relaciones y recursos, moverse a espacios urbanos más poblados, complejos y competidos. Fue también en las ciudades pequeñas donde acuñaron los mecanismos y modalidades de los negocios, es decir, donde construyeron, activaron, redefinieron y potenciaron las redes sociales entre los espacios rurales y las ciudades para generar los recursos monetarios y laborales que les permitieron seguir adelante, crecer y consolidarse en sus respectivos nichos de actividad.
Un segundo elemento común fue la orientación de los negocios hacia los sectores populares, de los cuales ellos mismos provenían y en los cuales se insertaron en las ciudades. Los migrantes empresarios, que vivían en los establecimientos en los viejos barrios y en los nuevos asentamientos que surgían por la intensa expansión urbana, conocían de primera mano los desplazamientos, necesidades, demandas, posibilidades y vicisitudes de sus clientelas, también en movimiento.
Un tercer elemento compartido fue la opción por ese sector específico de la economía donde es reconocido que los migrantes suelen hacerse fuertes: la alimentación, en este caso, las paleterías y las tortillerías. Se trata de giros de alta demanda, donde los migrantes pudieron convertir sus redes sociales, valores culturales y su capacidad de autoexplotación, en activos empresariales: trabajo arduo, confianza, solidaridad, uso y recreación de redes sociales.
Así, los empresarios incorporaron a las economías urbanas a poblaciones de origen rural. Ante la carencia de recursos monetarios y acceso al crédito, los empresarios paleteros y de la tortillería apelaron a los recursos sociales y culturales anclados en el mundo rural para potenciar negocios no agropecuarios en los lugares de destino. Y lo hicieron con base en las redes sociales intensas y extensas, imbuidas de valores y principios compartidos. Esas redes les permitieron establecer, con originalidad, confianza y flexibilidad, formas de asociación laboral y de negocios basadas en las relaciones de parentesco y paisanaje.
Los negocios, al depender de las redes sociales, se convirtieron en una vía de trabajo, ingresos y opciones laborales para la gente de las tres microrregiones: Juanchorrey, Mexticacán y Tocumbo. El éxito urbano permitió expandir las redes sociales y de negocios hasta incluir poblaciones y municipios que se sumaron a los territorios originales. Así se desarrollaron habilidades microrregionales, más allá de los municipios de origen, donde los vecinos se socializaban en las maneras particulares de incursionar y trabajar en las ciudades.
Los empresarios crearon oportunidades laborales urbanas para las comunidades rurales en un momento crucial: cuando la gente del campo empezó a resentir las crisis, cada vez más frecuentes, de las actividades agropecuarias tradicionales (Ortiz 2013, Rollwagen 1968).
La dinámica de los negocios que fundaron los empresarios se convirtió en una alternativa laboral para sus comunidades frente a la incertidumbre de los quehaceres agropecuarios y la migración hacia Estados Unidos. Parientes y vecinos, amigos y paisanos de los empresarios podían migrar a las diferentes ciudades con la certeza de contar con trabajo, es decir, un ingreso o la posibilidad de establecer un negocio propio, el sueño de todo ranchero.
Rollwagen (1968) señaló que la salida de mexticaquenses hacia las paleterías había contribuido a aliviar la presión sobre los mercados de trabajo locales. De hecho, dice, con la migración a los negocios paleteros, hubo escasez de trabajadores en Mexticacán; tanto que hubo que fomentar la inmigración de otros pueblos (Rollwagen 1968).
Un elemento central del éxito de los negocios de los migrantes fue la capacidad y disposición de los empresarios para intensificar al máximo su autoexplotación como la principal estrategia de gestión: trabajaban todo el día en establecimientos que apenas cerraban, vivían en los locales con horarios de trabajo extensos, se desplazaban a abrir sucesivos locales siempre bajo la misma lógica. Además, descubrieron diferentes maneras de prosperar y diversificarse con base en las posibilidades que les ofrecían las redes sociales para multiplicar los negocios: formas de asociación, créditos, proveeduría, etcétera.
Así como los empresarios seguían diferentes trayectorias, los trabajadores también podían escoger la modalidad de su inserción. Los que migraban para trabajar en los locales de los empresarios o se asociaban con ellos, no se convertían en obreros, como era lo más común en esos años. Los empresarios dieron pie a diferentes vías de incorporación a la vida laboral urbana basadas en la intensificación del autoempleo: los que llegaban podían ser empleados, encargados, socios, empresarios. Ahí sí dependía de los proyectos y habilidades personales de los migrantes.
Las modalidades de incorporación a los negocios que crearon los empresarios da cuenta de la existencia de una vía de inserción laboral urbana diferente a la proletarización o precarización en las ciudades. Los empresarios desarrollaron una migración de negocios urbanos independientes para la gente de sus microrregiones rurales.
Lo común y decisivo de los empresarios de Mexticacán, Tocumbo y Juanchorrey es que el modelo de negocios que construyeron se basó en la activación de las redes sociales entre paisanos y parientes, relaciones hechas de confianza y flexibilidad, para establecerse y prosperar en las ciudades. Los pioneros, sin redes sociales en las ciudades, recurrieron y convirtieron las redes sociales de sus terruños rurales en capital social “para salir adelante”.
La franquicia social, el modelo de negocios acuñado por los migrantes empresarios, supone que ninguna persona en particular es propietaria de todos los establecimientos de un giro ni tiene la exclusividad para dedicarse a él. La posibilidad de incursionar en la actividad pertenece, a fin de cuentas, a la comunidad: es algo a lo que pueden dedicarse los que han nacido o forman parte de las redes sociales ancladas en las sociedades de origen.
En ese sentido, se puede decir que una franquicia social es un modelo de negocios que pertenece a la comunidad donde surgió y prosperó y que, por lo tanto, ha estado disponible para los vecinos que quieran, con mayor o menor fortuna, dedicarse a ella.