Historias
Este artículo parte de un escepticismo sobre la dicotomía tajante entre ontologías indígenas y occidentales como entidades puras y fijas, de la cual muchos antropólogos desde tiempos inmemoriales han derivado su sustento (Fabian 1983). Más bien se analiza una modernidad indígena más flexible y situacional (Pitarch y Orobitg 2011), la cual despliega una suerte de traslape o hibridez que Marisol de la Cadena (2010) llama cosmopolítica. Al respecto, en varias ocasiones y bajo diferentes ópticas, he señalado la importancia de las historias sagradas de los wixaritari (huicholes) sobre el origen de la plata. Por el surgimiento reciente de la “megaminería tóxica” a menudo atribuida al Otro canadiense como una amenaza existencial contra estos amerindios y su paisaje ritual, las historias wixaritari han cobrado nueva relevancia, y no sólo para ellos ni siquiera sólo para la soberanía nacional de México.
Este género de narración histórica entre los wixaritari ocupa un espacio situado entre la historicidad positivista, universal y cronológicamente lineal por un lado y, por otro, la temporalidad discontinua o bien continuamente recreada de la performatividad chamánica. Como diría Bruno Latour (1993 [1991]), ninguna de estas dos tradiciones se encuentra de manera purificada fuera de ciertas escenificaciones académicas u otros rituales para públicos especializados. Esta forma de la historia intercultural wixarika-occidental corresponde a lo que Cadena, adaptando una metáfora de Marilyn Strathern (2004), denomina “conexiones parciales” características de la cosmopolítica indígena. Éstas resultan en “una formación compleja, una articulación histórica-política de más que uno, pero menos que dos mundos socionaturales” (Cadena 2010).1 Este planteamiento hace un eco más filosófico de la famosa caracterización por Alfred Kroeber (1948, 248) de los campesinos como “sociedades parciales y culturas parciales” respecto a las formaciones en las que están incrustadas históricamente.
Tales narraciones ubican tanto relaciones (post)coloniales de dominación como poderes autóctonos de transformación en un cronotopo (o configuración espacio-temporal de acción) que fusiona periodos e identidades históricos convencionales: una temporalidad del poder (Bajtín 1989; Blommaert 2015).2 Aun así, su propia enunciación mantiene vigente la capacidad de los chamanes para recrear la historia sagrada en espacios cotidianos o, dicho desde otra perspectiva, afirma la presencia latente de fuerzas ancestrales y formativas de territorio en un sentido comparable al Dreaming australiano (Munn 1996). La implicación es que la producción de nuevos lugares -el topopoeisis- en espacios inusitados cambia la conformación de los cronotopos que los posibilitaron.
Es significativo que los límites entre la personhood o personalidad wixarika (tewiyari) y la del Otro étnico (teiwari) en estas narraciones y sus contextos de enunciación se desdibujan o se intensifican según la coyuntura. No es coincidencia que, en medio de una lucha contra la minería que pretende obliterar el paisaje visible y las aguas subterráneas de Wirikuta, el gran territorio ceremonial de los wixaritari en el desierto de San Luis Potosí, dichos contextos de enunciación están cada vez más mediatizados para públicos más amplios. Estos cambios constantes de escala e interlocutores ponen en duda la estabilidad de cualquier estado ontológico; en vez de algo tan sustancial, indica más bien una amplia y cambiante gama de tropos y posicionamientos. Por cierto, los wixaritari prometen que eventualmente las identidades contrastantes entre tewiyari y teiwari -supuestamente arraigadas en la esencia de la sangre- puedan disolverse. O bien, típicamente cuando actores wixaritari ya quieren advertir el riesgo de ser aprovechados por sus nuevos aliados, pueden volverse tan esencializadas y polarizadas que se desconocen vínculos forjados a través de las diferencias étnicas en intercambios anteriores.
En cuanto la noción que los relatos sagrados wixaritari están “más allá de la historicidad”-el título provocador de la mesa para la cual preparé la versión preliminar de este artículo (Liffman 2013)- en vez de tratar de una simple negación o alternativa radical indígena a los modelos históricos de Occidente, estamos presenciando una convergencia de dos clases de narrativas apocalípticas. Por un lado, éstas están basadas en la agencia cosmológica de los ancestros divinos (kakaɨyarixi) enojados por una supuesta falta de reciprocidad de parte de la sociedad humana que no cumple con las exigencias de ofrendas. Por consecuente, ya no moderan las lluvias y el calor del sol o mandan otros castigos como enfermedades y “accidentes”.
Por otro lado, se trata de la agencia planetaria que define la crisis ecológica del Antropoceno. Este “accidente”-también metahumano, pero ahora despersonalizado- resulta de la acreción de efectos individuales tan normales y aparentemente inocentes como nuestro consumo de animales que producen gas metano o nuestros traslados en máquinas con motores de combustión de hidrocarburos (Bateson 1972). No obstante, ya hay cambios mayores implicados en las 11 gigatoneladas (1013 kg) de carbono (o 41 gT de CO2) que vertemos colectivamente a la atmósfera y al mar cada año (Future Earth 2018, Jackson 2017, Le Quéré 2017, Peters 2017). Estos efectos se han sumado para constituirse en una variable determinante y devastadora a escala geológica, convirtiéndonos en un Frankenstein, “el nuevo Prometeo” tal como Mary Shelley lo visualizó al inicio de la época del carbón (Shelley 2009 [1818]).3 La transformación ontológica de individuos con subjetividades separadas en un solo agente planetario monstruoso se encuentra difuso en todas sus partes -lo que Dominic Boyer y Timothy Morton (2016) llaman un “hiperobjeto” compuesto principalmente de “hiposujetos” vulnerables, pero ahora potencialmente más autoconscientes-. Esto implica que la dicotomía clásica naturaleza/cultura se ha desdibujado a la par con el ya mencionado maniqueísmo indígena/no indígena. En sus versiones más radicales, esta narrativa literalmente prevé el fin del quinto mundo en una extinción masiva producida por la liberación de billones de toneladas de gas metano almacenado durante miles de años en el fondo del mar y las tundras árticas (Green Report 2013).
Otro punto que destacar es el registro wixarika de la historicidad “universal”: su memoria discursiva del colonialismo e imperialismo. Este registro se personifica en los burócratas aztecas de la Reforma Agraria y santos con poderes autóctonos de topopoeisis (creación de lugar) que forjaron el paisaje y el patrimonio nacional. Igual que el caso de los antepasados que desestabilizan el clima como castigo por nuestro supuesto incumplimiento con las leyes de reciprocidad, estos poderes de seres metahumanos se basan en relaciones de reciprocidad negativa -las que enmascaran el sometimiento y la explotación en un intercambio de dones (Lomnitz-Adler 2005)-. Esta historia -término que los mismos wixaritari utilizan a veces- contrapone la actual pobreza de los wixaritari al gran capital cultural cristalizado en la imagen del águila devorando la serpiente. A diferencia de la versión más conocida de esta famosa aparición en los trabajos de autores como Clavijero, fueron mara’akate -chamanes wixaritari-primordiales quienes la grabaron por primera vez en discos de piedra rituales (teparite) y los entregaron a los burócratas del Estado revolucionario, aquí fusionados con aztecas, por lo cual sólo recibieron defectuosos títulos agrarios.
Todos estos acontecimientos están ubicados en lo que llamo una temporalidad de poder, la cual desde una perspectiva lineal confunde épocas y Estados, pero que tiene la ventaja de reunir en un solo marco narrativo fenómenos parecidos que se hallan en diferentes contextos. Es evidente que las relaciones, tanto con los santos como con los mexikas cum Reforma Agraria, comparten una premisa de clientelismo no tan diferente del priismo postrevolucionario. Apunta también hacia la historia anterior de los wixaritari como mercenarios “flecheros” al servicio de los tlaxcaltecas en la reducción de sus vecinos nayérite (coras) en 1722, y tal vez en sus servicios primordiales a los mismos mexikas como cazadores y mercaderes de peyote. Tampoco es coincidencia que la imagen fundadora de la nación mexicana que los wixaritari dotaron al Estado esté plasmada en todas las monedas desde la Independencia -ejemplares infinitamente recurrentes del gran valor dotado por los sujetos, pero no reciprocado por el Estado, salvo en los ya mencionados títulos agrarios-. Así se contraponen dos formas de reciprocidad negativa, una en la que los wixaritari aceptan los términos, otra en que se quejan amargamente.
Aun así, en esta forma narrativa los wixaritari asumen agentividad hasta geológica en el sentido de que el papel de su antepasado como guía de los santos y otras hazañas históricas tuvieron como resultado la creación performativa del paisaje mientras lo atravesaron. Se trata de la geología en otro sentido también: la imagen conmovedora del asesinato de Jesucristo. Éste es un dios con nombre obviamente cristiano, pero comparte características del sol y del venado ancestral Kauyumarie que los cazadores wixaritari siguen a Wirikuta, donde se vuelve peyote. Pues este Jesucristo condujo al séquito de santos desembarcados desde la costa noreste de México hacia el centro (fusionando así aspectos del Veracruz de Cortés con el Monterrey de la actualidad). Otra diferencia clave con respecto a la narrativa cristiana estandarizada es que en la historia wixarika, su otrora compañero Santiago (un dios marcadamente español) acuchilla a Jesucristo y su sangre derramada sobre la tierra se vuelve minas de plata -una fuente de valor paralelo al visionario peyote-.
Aquí presenciamos otra amalgama desde una perspectiva occidental: la aportación wixarika de la sustancia sacrificial más importante -la sangre humana- se vuelve la esencia del valor capitalista en México durante siglos. Esto va a la par con la historia de los antepasados wixaritari que grabaron en piedra la imagen de soberanía nacional que aparece en todas las monedas, pues, los dos son dones de valor primordial que los wixaritari siempre quisieran cobrar en términos de reconocimientos legales y económicos que consolidaran su propia soberanía e implicaran una reciprocidad menos negativa. Así, dentro de las historias wixaritari se desdibuja no sólo la dicotomía étnica y la agencia histórica, como ya se ha mencionado, sino también esquemas de valor cultural y económico (Graeber 2001). A pesar de la insistencia de los indígenas, estos servicios chamanísticos siguen siendo pagados con la reciprocidad negativa: no sólo dudosos reconocimientos político-económicos y legales, sino que ahora se acerca una crisis con la industria minera que exige cada vez más tierra y agua de Wirikuta y la Sierra de Catorce, que colinda al oriente.
En este contexto, los wixaritari advierten el fin del mundo, pues, la extracción de plata a tajo de cielo abierto en la región de Wirikuta acabaría con “altares”-moradas ancestrales que la ontología naturalista de Occidente trata como meros rasgos del paisaje-. Se destaca en particular Kauyumarie Muyeika, punto de emergencia del venado que se transforma en peyote de la misma manera que Jesucristo se volvió plata. Al parecer, este montículo piramidal del guía ancestral estaría al centro del gran pozo extractivo de oro planeado por el consorcio Revolution Resources, así colapsando un esquema de valor en otro. Asimismo, se afectarían los manantiales en el cerro de Paritekɨa que, por medio de las ofrendas necesarias para su mantenimiento, constituyen nodos de regulación ambiental de parte de los antepasados siempre dispuestos a molestarse por una falta de ofrendas, como ya vimos.
Sumados a estos argumentos basados en el intercambio desequilibrado están los análisis de geólogos y ambientalistas sobre los millones de metros cúbicos de agua por año que la minería extensiva chupa de acuíferos ya estresados por el cambio climático (en particular el de Vanegas). Así los ciclos hidrológicos relativamente confiables durante toda la época del Holoceno, de los cuales las culturas mesoamericanas (entre tantas) han dependido desde el retroceso de los glaciares hace 12,000 años, van a desestabilizarse hasta el punto de la insostenibilidad (cfr. Liffman et al. 2008).
Es relevante cómo este desorden repercute en los intercambios rituales: históricamente los lugareños mestizos del desierto potosino habían visto a los indios peripatéticos que atraviesan sus ejidos como mensajeros de la lluvia, y les ofrecían morada y sustento en su trayecto a Wirikuta. Pero ahora, en muchos casos el advenimiento de las minas de tajo a cielo abierto ha polarizado esta relación anteriormente recíproca. Además, el activismo cultural-ambiental basado en alianzas interétnicas e interdiscursivas de algunos wixaritari con ONGeros, académicos y artistas, que se resaltó en el muy conocido Wirikuta Fest celebrado en la Ciudad de México en 2012, ha abierto fisuras con otras facciones wixaritari más aliados al gobierno y celosos de sus procesos rituales. Por otro lado, en algunos casos, la amenaza de perder el agua del desierto ha reconstituido la alianza cultural entre algunos habitantes mestizos del desierto y sus visitantes peregrinos de la Sierra Huichol a pesar de sus diferencias recientes sobre la minería (Álvarez 2017).
De todos modos, la desesperación de los wixaritari ante los proyectos mineros los ha animado a desdibujar la otrora barrera étnica entre ellos y una mezcla de (post)mestizos y extranjeros (generalmente clasemedieros y urbanos) que apoyan su lucha (Liffman 2017). Así, eventualmente algunos indígenas han compartido el acceso a procesos rituales otrora herméticos que producen valor cultural para la nación. Efectivamente han abierto un poco la puerta hacia la reindianización de la población dominante que vive una crisis de identidad racial-nacional al mismo tiempo que la reciprocidad con el Estado clientelar, forjada desde la colonia, se desmorona bajo el neoliberalismo y las múltiples formas de inseguridad que conlleva.
En este sentido no se trata de mundos herméticos y contrapuestos, como se representaban en la antropología exotizante (y ciertos rincones del indigenismo), sino de una expansión situacional del tráfico de identidades por los nuevos diálogos y apropiaciones mutuas. Por cierto, la cosmología wixarika tradicional siempre había contemplado esta posibilidad para personas que, a cambio de un peligroso compromiso con los dueños metahumanos de los poderes y conocimientos del mestizo, dan acceso al mundo del foráneo por medio de identidades situadas, las cuales normalmente están monopolizadas por grupos de mayor poder en la cultura de relaciones sociales regionales. Dichos dueños son seres como ’apaxuki (un Santo Domingo híbrido que representa la riqueza económica), Kieri (del “árbol del viento” asociado con la brujería), Mestizo Azul (el caos creativo de la época de aguas y la zona de transculturación en la costa de Nayarit, personificado a menudo como un charro) y su contraparte antropológica, el Gringo Rojo (con sus capacidades de representación gráfica y literaria) (Liffman 2012).
La figura histórica más famosa que ha asumido estos atributos fue Manuel Lozada, el líder -en sí culturalmente híbrido- del movimiento separatista indígena-campesino durante las Guerras de la Reforma en lo que ahora es el estado de Nayarit y el resto de la región cultural del Gran Nayar. Según un relato documentado en las investigaciones etnohistóricas de Jesús Jáuregui y Laura Magriñá centradas en los nayérite (coras) y wixaritari, Lozada se asemejó al Mestizo Azul y viceversa. Esto sucedió después de recibir poderes chamanísticos y políticos en un trayecto liminal por el inframundo, una zona identificada con la decadente costa mestiza de Nayarit y seres nocturnos peligrosos como el alacrán y jaguar. Ahí, al borde de la muerte, el Tigre del Álica tuvo contacto con poderes ancestrales (lo cual anticipa el cuadro de estambre de José Benítez Sánchez descrito al final de este artículo). No obstante, se debe reconocer que en general un mestizo (o gringo) que se apropia de rasgos identitarios indígenas solía hacerlo con más éxito que un indígena que trataba de utilizar el patronazgo del ’apaxuki, Kieri, Mestizo Azul o Gringo Rojo para conquistar el mundo teiwari, pues el escenario principal de reciprocidad negativa está en las relaciones interétnicas.
Así, en los discursos chamánicos se describe el fin de la historia como el rompimiento de un contrato socioecológico con los antepasados que controlan los flujos hidrológicos subterráneos y atmosféricos desde regiones ancestrales como Wirikuta. Éstos, por sinécdoque y metonimia, enlazan todo el territorio donde andan los wixaritari hasta Nayarit, el sur de Jalisco y el sur de Durango (unos 90,000 kilómetros cuadrados, o 50 veces más grande que Wirikuta) y finalmente el clima de todo el planeta. De manera teleológica, las escalas geográficas y temporales implicadas en la relación de reciprocidad negativa con los santos mestizos, administradores aztecas y otras figuras mitohistóricas alcanzarán su máxima expansión en su ocaso -la sequía antropocena-. Se trata de una supernova climática experimentada como un sol ya desenfrenado por el colapso de la complementariedad entre sujetos indígenas, el Estado y los antepasados divinizados. Por la naturaleza de la reciprocidad negativa, la satisfacción de estos últimos con las prestaciones recibidas de la sociedad humana nunca era cabal, pero ahora en la esfera pública se esboza el escenario tanto ecológico como cosmológico de su desmoronamiento definitivo. En fin, ya que las moradas ancestrales en los altares sagrados del desierto y la propia sustancia vital de agua están sujetas a planes de extracción por el capital, los wixaritari advierten que las “velas de la vida” que encarnan su relación con los antepasados se están acabando.
Como se planteó párrafos arriba en la comparación entre las formas de agencia humana y metahumana en el Antropoceno y las profecías wixaritari, la actual cosmopolítica wixarika-teiwari resalta la conexión parcial que la crisis de reciprocidad entre individuos vivos y ancestros colectivos tiene con la crisis geológica y ambientalista del extractivismo. La diferencia que hace sólo parcial la conexión es que en el Antropoceno la agencia individual se ha confundido con la colectiva sin ubicarse en ningún individuo en particular. Esto es un reconocimiento de que todas las formas de vida ya están sujetas a fuerzas de escala planetarias de las cuales nosotros como especie por primera vez somos agentes no sólo visibles en el escenario geofísico sino protagónicos. Es de notarse que las conexiones entre fuerzas geofísicas y ancestrales no se colapsan con cada violación de reciprocidad con los antepasados, sino que hay un tipping point o punto crítico de acumulación de contradicciones cuando de repente dichas conexiones se transforman radicalmente.
Marshall Sahlins (1985) describió algo similar para Hawai’i: durante 40 años después de la llegada del Captain Cook en 1778, había una paulatina incorporación de la mana (poder cosmológico) foránea, que incluía la adopción del Union Jack del imperio inglés -un emblema igual de potente que el águila y serpiente de la bandera mexicana- como insignia real del rey Kamehameha sin mayor repercusión estructural. Pero de repente con una gota se derramó el vaso: de golpe en 1819 se abolió el sistema de tabú hawaiano en la que subyacía la soberanía del reino polinesio y hubo una conversión masiva y voluntaria al cristianismo. Está por verse si acontece una parecida transformación colectiva de conciencia con la acelerada alteración de ecosistemas y clima en diferentes escalas (Liffman 2018).
Todo esto apunta hacia una conclusión más general, si es que hay algo más general que la destrucción de un planeta habitable por sus mismos habitantes. Me refiero al esfuerzo de los intelectuales tradicionales wixaritari -es decir, los chamanes (mara’akate) y consejeros mayores (kawiterutsixi)- para englobar o al menos conectar parcialmente la caprichosa historia événementielle del Estado-nación mexicano con sus propios procesos rituales. En particular, el reto cosmopolítico es de conectar dos dominios: por un lado, las contiendas económico-políticas que las comunidades indígenas tienen con instituciones y narrativas dominantes y, por otro, las reglas de intercambio (también desiguales) con los siempre insatisfechos gerentes ancestrales del paisaje, de los “recursos naturales” y de los “ciclos climáticos”.4 Por lo tanto, gran parte de lo que nosotros (igual que algunos wixaritari) llamamos “historia” está incrustada -o como dirían los intelectuales de la nueva geografía fenomenológica, “emplazada”- en narrativas en torno a lugares sagrados (o más bien en clases extensas de contornos topográficos) asociados con estos mismos ancestros (Liffman 2012 cap. 5; cfr. Basso 1984; Casey 1997). Ese tema del emplazamiento será el enfoque de los siguientes apartados de este artículo.
Así, en resumen, la ontología indígena no está enfrascada en una burbuja, aislada del espacio físico, de las relaciones sociales del (neo)colonialismo o de la resistencia política, ni tampoco se puede reducir a éstos. Más bien nuestros colegas, esos historiadores que tienen sus propias finalidades y sentidos de agencia, replantean la relación entre dos discursos. Se trata de una gama de “entextualizaciones” de narrativas de diversos orígenes (Bauman y Briggs 1990) -sean populares o de elite, autónomos o compartidos, naturalistas o analogistas-realizadas por chamanes politizados y políticos chamanizados. Así se puede hablar de la geografía wixarika como un entramado de cronotopos mutables que está rescatado en momentos de crisis histórica-ecológica y forjado de nuevo en espacios inesperados (Benjamin 1974). Estas entextualizaciones, que algunos quisieran tomar como indicios de la existencia de estados ontológicos fijos, están destinadas más bien a resolver distintos problemas coyunturales. Entre éstos se destaca el de la dominación y resistencia presente aun al borde del lugar sagrado que se ve en la imagen de un rito de paso realizado a unos metros de una carretera federal en las afueras de una ciudad minera (figura 1). Es la primera en una serie de cronotopos o transformaciones espaciotemporales que están esparcidos a lo largo y ancho del territorio wixarika, una muestra de los cuales presento a continuación.
Cronotopos
Pareciera que la morada ancestral está desconectada de la modernidad, pero una apropiación irónica de ésta por los peyoteros es una constante del viaje transformativo a Wirikuta, sin reducirse uno al otro. De hecho, este grupo viajó al jardín desértico de iluminación en un camión escolar estadounidense. Fotografía del autor.
Las ruinas y cerros ya forman partes conflictivas del patrimonio ecocultural reclamado por wixaritari, sus aliados ONGeros y empresas mineras contemporáneas como First Majestic Silver Corp. Entre estos cerros (a espaldas de la cámara) está Paritekɨa, donde a los expertos rituales les consta que dan a luz al sol. Se dice que hasta tiempos recientes los wixaritari no tenían interés en el centro minero (ahora Pueblo Mágico) de Real de Catorce, pero no se sabe de los intercambios que podían haberse realizado durante auges mineros anteriores, cuando wixaritari posiblemente trabajaran como arrieros de sal para las haciendas y minas de la región. Ahora con la patrimonialización del paisaje, crecientes números de estos indígenas combinan (¿de nuevo?) actividades ceremoniales y comerciales allí. Pareciera una mezcla dura para una visión purificada de la cultura, pero la combinación de economía y ritual ha caracterizado la producción wixarika de la geografía desde que ubicaron el lugar ancestral de Xapawiyeme en medio de las minas de obsidiana cerca de Magdalena, Nayarit, durante el periodo Clásico (véanse figuras 5, 16-18). Fotografía del autor.
En medio del territorio coloca un sello de la comunidad, huellas de pigmento amarillo ritual ’uxa y la fecha 1725 atribuida al título primordial. Este intelectual tradicional aquí recuerda tres documentos: el Plano Provisional agrario de 1958, la lista de mojoneras recabada para una solicitud anterior de titulación en 1933, y el título virreinal faltante de 1725. Se nota el fondo legal al centro (la iglesia católica y sus tierras) y el camino que articula las 74 mojoneras de la comunidad, con distintas funciones rituales y referencias históricas inscritas en sus respectivos topónimos. Fotografía del autor.
Vistos en un detalle del mapa de mojoneras de Xuturitemai. N.b. la conciencia histórica (o intertextualidad cosmopolita) de este interlocutor implicada en la invocación del Octavo Cantón, unidad administrativa de la época de Manuel Lozada, antes del establecimiento del estado de Nayarit en 1917. Fotografía del autor.
Un poco como la laminación de tres momentos históricos en el mapa de Xuturitemai, esta representación mía de la territorialidad ritual reúne diversos momentos históricos de reivindicación, ahora a una escala interregional. Se empalma evidencia arqueológica, etnohistórica y etnográfica desde el siglo XIX con las actuales reivindicaciones en torno al lago de Chapala.
Ascienden un terraplén de carretera que recién había enterrado el lugar sagrado Hutsekie (Ranchería del Oso) en los límites de su comunidad. Así el camino ancestral hacia la iluminación de Wirikuta se cruzó con una carretera recientemente ampliada para facilitar la minería en la región, entre otros intereses económicos. Los peregrinos habían invitado a antropólogos y periodistas a que documentáramos el suceso (marzo 2008). En los siguientes años esto condujo a una estrategia de apertura hacia foráneos en cuanto sus prácticas rituales y, por lo tanto, cierto acceso a la temporalidad de poder ancestral. Fotografía del autor.
Francisco Chivarra, el chamán-guía del tukipa Mukuxeta en la cima de Paritekɨa en Wirikuta, con su familia (marzo 2011). Enfrentando la inminente destrucción de este paisaje por la renovación de actividad minera, Chivarra y otros líderes de la comunidad de San Sebastián Teponahuaxtlán nos habían invitado a documentar sus prácticas rituales para apoyar la defensa territorial. Así, por una crisis histórica, suspendieron la tradición de ocultar su ritual de reproducción de la vitalidad ecológica.
Geografías
Ahora quisiera abordar un lenguaje clásico sobre la construcción de paisajes como antecedente de las actuales reivindicaciones. Como se vio en el mapa de los sitios históricamente movibles de Xapawiyeme (figura 5), los wixaritari extienden la ontología de lugares sagrados hacia nuevos espacios geográficos implicados en intercambios a larga distancia. Como he descrito antes en mayor detalle (2012), identifican nuevos lugares significativos que se encuentran a lo largo de lo que ellos entienden como caminos ancestrales según los principios semióticos de metonimia o indexicalidad (extensión o implicación directa), iconicidad (semejanza formal) y sinécdoque (implicación jerárquica o recursiva). Estos principios vinculan sitios análogos y a menudo epónimos a escalas cada vez más abarcadoras.
Quiere decir que la ritualidad centrada en lugares de extracción de recursos sagrados (venado, peyote, agua de mar o manantial) y el depósito recíproco ahí de recursos provenientes de otros sitios (sangre, agua, jícaras adornadas y otros objetos votivos) a través de grandes distancias establece de manera performativa caminos genealógicos y por tanto constituye la territorialidad wixarika. Dichos caminos se identifican con los patrones de crecimiento de guías de calabaza (nanayari) que vinculan los patios de danza ceremonial de los adoratorios xiriki ubicados en los cientos de rancherías donde las familias extensas wixaritari habitan con los aproximadamente 20 templos nativos (tukipa) a lo largo y ancho del sur de la Sierra Madre Occidental.
Desde una perspectiva histórica, la apropiación de lugares sagrados ha proveído nuevos referentes topográficos para que los wixaritari transformen y extiendan aún más su lógica de territorialización. En su conjunto, esto constituye una especie de lo que Sahlins (1985) -elaborado sobre el esquema tripartito de Braudel mencionado líneas arriba- llamó historia estructural de la coyuntura, aquí mediatizado por la geografía y geomorfología igual que los principios de cosmología y soberanía que tanto peso tuvieron para el destino del capitán Cook en Hawai’i. Si se consideran los patrones de intercambio transmesoamericano durante la colonia y prehistoria documentados por Phil Weigand y otros arqueólogos en conjunto con las referencias cosmológicas compartidas entre distintos pueblos contemporáneos, parece que desde el Periodo Clásico el kiekari se ha extendido desde la costa del Pacífico hasta el desierto de San Luis Potosí e inclusive la Huasteca en el oriente, la región lacustre de Jalisco-Michoacán en el sur y la Sierra Madre Occidental no sólo de Durango, sino hasta Chihuahua, en el norte.
En términos diacrónicos hay un continuo entre adoratorios familiares y estos templos más grandes (Liffman 2012). Este continuo emerge conforme los adoratorios adquieren más cargos (indexados por el número de jícaras rituales que albergan). A la vez, los tukipa están ligados a cientos de lugares sagrados ancestrales (kakaɨyarita) que abarcan los 90,000 km2 de territorio histórico-cosmológico (kiekari) a lo largo de cinco estados, sobre todo, los cinco kakaɨyarita que definen los rumbos cardenales y el centro.
Es decir, la extracción de recursos marinos y forestales tropicales en el cuadrante occidental del kiekari- en particular en los estuarios ricos de Nayarit ahora amenazados por la presa Las Cruces (véase Medina en esta colección)-connotan la oscuridad y la fecundidad femenina. Esta fecundidad se comunica por medio de rutas de intercambio que implican los productos, ecosistemas y valores cosmológicos complementarios del Altiplano potosino en el oriente. Por lo tanto, esta última región se identifica con la austeridad masculina diurna y su catálisis por el peyote, que los wixaritari circulaban a lo largo de grandes distancias por el altiplano desértico. La relación entre estas dos regiones -el cronotopo más abarcador para la producción de lugares en la cosmología tradicional- incorpora también la antemencionada región lacustre de Jalisco-Michoacán en el sur (identificada mito-históricamente con la obsidiana y la lluvia) y, en el norte, los bosques fríos de la Sierra Madre Occidental.
Esta estructura en forma de tuki contaba con unas ocho jícaras, versus los aproximadamente 25 o 30 que tiene un tukipa grande, y sus miembros pertenecían a una red de familia extensa relativamente acotada. Fotografía del autor.
Encarna prácticas rituales, acontecimientos históricos, reclamos legales, pugnas económicas y reivindicaciones identitarias en diversos espacios. Las comunidades agrarias wixaritari están al centro-izquierda del kiekari, que en sí se parece a un tsikɨri (ojo de dios), objeto ritual en forma de quincunce que representa el territorio y cosmos.
Finalmente, esas aguas llegarán hasta el Pacífico, 500 kilómetros al poniente, cumpliendo el cronotopo articulador de la geografía wixarika: el ciclo anual de las temporadas. Así, con este y otros actos performativos se integra el sistema climático de gran parte del territorio mexicano. Fotografía del autor.
En resumen, la territorialidad wixarika implica un marco interregional y cosmológico que abarca diversos espacios en relaciones discursivas y de intercambio material. Por lo tanto, legitima la hegemonía religiosa, política y económica de las autoridades tradicionales que logran convencer performativamente a los grupos ceremoniales y los metahumanos que los gobiernan que son capaces de manejar estas relaciones espaciales y, aún más importante, de incidir en el ciclo anual de lluvias del cual la agricultura de maíz -y de hecho toda la vida- depende. Así, su actual posicionamiento en la política de cambio climático en México está predeterminado desde hace siglos porque han ejercido un principio rector de la intermediación ritual mesoamericana: el manejo de los ciclos de secas y aguas. De ahí la caracterización desde hace más de un siglo por parte de Carl Lumholtz que los wixaritari son “sacerdotes de la lluvia”.
Al final de este artículo quisiera discutir las implicaciones del hecho que actores rituales wixaritari han identificado lugares sagrados afuera del romboide contiguo de 90,000 km2 del kiekari que rutinariamente invocan en sus reclamos territoriales ante el Estado mexicano e instancias internacionales. En un nivel más nítido que el sistema de intercambios interregionales que acabo de esbozar, quisiera señalar algunos aspectos morfológicos de los lugares sagrados ancestrales que los wixaritari llaman kakaɨyarita. En general éstos tienden a ser afloramientos rocosos, cuevas y manantiales. Para ser más específico, el lugar sagrado principal del occidente, Haramaratsie, en la costa del Pacífico nayarita, que se considera el punto de emergencia de los antepasados, es un pilar de piedra ubicado a unos cientos de metros mar adentro.
Xukuri’ɨkate(jicareros) emergen del mar como los primeros kakaɨyarite (antepasados). Esta escenificación fue parte de una serie de recorridos de los cuatro lugares ancestrales asociados con los puntos cardinales, la cual fue auspiciada por el INI, la Unión de Comunidades y Ejidos Indígenas (UCEI) y la Unión de Comunidades Indígenas Huicholas (UCIH) (Xilonen Luna, comunicación personal). N.b. el gafete oficial del segundo antepasado. Fotografía de Javier Mancilla Miranda.
En la parte oriental del kiekari, entre Salinas de Hidalgo y Real de Catorce, San Luis Potosí, está la región semidesértica de Wirikuta, la cual oficialmente abarca 1,910 km2. Existen una serie de manantiales, afloramientos y por último en la secuencia de sitios visitados por los oficiantes rituales que viajan ahí, el Cerro Quemado (Paritekɨa o “Monte de cumplimiento”). Estos “altares” primordiales son los sitios principales de ofrendar, algunos de los cuales también cuentan con sus propios adoratorios construidos por los wixaritari. Así, igualmente al caso de Hutsekie (figura 6), aun en los lugares sin construcciones humanas en su sentido convencional, se entiende el espacio como un altar formado por las acciones de antepasados divinos. No obstante, en los registros oficiales de la UNESCO y otros organismos que adoptan la escisión occidental entre cosas naturales y culturales, estos altares sólo cuentan como “patrimonio intangible”-una categoría de menor protección que “patrimonio natural”-.
Nótese el disco grabado de piedra (tepari) debajo de la viga principal y el emblema territorial (tsikɨri) de fibra que encapsula el sinécdoque o modelo recursivo en el cual se reproducen versiones más pequeñas del romboide grande en los puntos cardinales y viceversa. Fotografía del autor.
Hauxa Manaka, el sitio cardenal del norte, ubicado en el Cerro Gordo, Durango, es el más alto de esta región de la Sierra Madre Occidental. Está conocido por los lugareños como “el patrón, el que hace llover” y “la cabecera de las aguas de todas partes” (Cramaussel 2014, 138). Éste, en particular las cuevas que brotan agua, ha sido un destino de odam (tepehuanos) para ofrendar fuertes cantidades de oro, plata y billetes de alto valor. Los jefes de patio mayor (expertos rituales de alto rango odam) también recorren sitios sagrados del mismo territorio ceremonial que los wixaritari llaman kiekari (ibid., 147). Además, Chantal Cramaussel comenta que ahora varios otros grupos acuden allí (es evidente que éstos incluyen a nayérite en particular; ibid., 142) aunque la historiadora no opina sobre la antigüedad de estas prácticas o su significado cosmológico (ibid., 148; comunicación personal, 19 de junio de 2018). En todo caso, la semejanza entre Hauxa Manaka y Paritekɨa en Wirikuta como fuente de las aguas y de la soberanía recuerda la iconografía del altepetl mexika-nahua.
Una adherente new age del costumbre wixarika, que de casualidad se acampaba en el lugar, observa y, deseosa de ser incluida en el ritual, ostenta sus relaciones con varios grupos neoindígenas. Esta fuente de agua se considera parte de las “venas” que articulan todo el territorio que atraviesan los wixaritari. Fotografía del autor.
Por último, como ya se ha señalado, existe una historia larga y cambiante en torno a Xapawiyemeta, el principal lugar sagrado del sur. Más bien se trata de una serie de diez lugares -actualmente identificada principal pero no exclusivamente con la Isla de los Alacranes en el lago de Chapala, a unos 50 km de Guadalajara- (véase la descripción de la figura 5).
Por consiguiente, la cualidad históricamente cambiante de los caminos que vinculan jerárquicamente los adoratorios de rancherías donde habita la gente y los 20 grandes templos tukipa a lo largo y ancho de la Sierra Madre (figura 8) también se encuentra donde esos caminos se extienden fuera de la Sierra e hilan lugares sagrados como cuentas de chaquira en un brazalete ritual (matsɨwa). Las adivinaciones chamanísticas a menudo asignan los mismos topónimos, narrativas y obligaciones de ofrendar a múltiples lugares cuando comparten las mismas características morfológicas y generan visiones parecidas entre las personas autorizadas a emitir juicios al respecto. Este hecho abre la posibilidad de múltiples jerarquizaciones y reclamos simultáneos sobre dichos lugares, lo cual podría reflejar una antigua lógica mesoamericana de expansión geopolítica, aun una suerte de “destino manifiesto huichol”, como me comentó un dictaminador anónimo de la Universidad de Arizona hace años.
En el caso de Xapawiyemeta, su deidad tutelar Tatei Xapawiyeme (Nuestra Madre de la Higuera de Lluvia) se asocia con el sur y los wixaritari la visualizan como una serpiente azul o un ’imukwi (escorpión cuyas escamas también parecen un diseño de chaquira). Ella aparece en las lagunas, trae lluvia y por consiguiente se identifica con el maíz (Lumholtz 1900, 13-14). Sin embargo, su significado más potente podría ser su asociación con la higuera o xapa (conocido como el chalate en el español regional). El chalate es el baniano (o higuera de Bengala) de los wixaritari tanto en su impacto visual como su papel mitológico. Su tronco masivo se extiende para abajo y afuera a través de raíces masivas, y su follaje masivo se expande ampliamente. Este árbol se asocia con el origen de la cultura en sí: el primer cultivador Watakame y la mujer canina que dieron lugar al pueblo wixarika sobrevivieron el diluvio primordial en una canoa elaborada de un tronco de xapa, y su trayecto incluyó la isla de Xapawiyemeta para finalmente aterrizar en Hauxa Manaka (Cerro Gordo). O como uno de los informantes de Robert Zingg, el etnógrafo más importante de los wixaritari en los treinta, lo expresó, la diosa Xapawiyeme “escogió una gran peña porque era muy ‘delicada’ (sagrada)” y la abuela del crecimiento primordial Takutsi Nakawe le llevó agua, así que Xapawiyeme se volvió manantial (Zingg 1938, 346). Dados esos parámetros morfológicos tan amplios, no debería sorprender a nadie que varios lugares identificados con Xapawiyeme se encuentren en los cuadrantes oriente y sur del territorio ceremonial.
Muestra la conexión plasmada entre el manantial, la lluvia, las serpientes, los venados que cazan, los toros que sacrifican, y el camino de guía de calabaza (nanayari) que siguen para conectar las direcciones cardinales. Por medio de la ofrenda, el camino de flores representado en el objeto y la ranchería de pertenencia de quienes lo han rastreado ya queda ritualmente “registrado” y se identifica como “raíz” genealógica. Fotografía del autor.
Como ya se mencionó, los nanayari o caminos-guía de calabaza conectan lugares, y su posición jerarquía ancestral sube con su distancia de la zona nuclear de asentamientos wixaritari en la Sierra Madre. La producción performativa de esta geografía se ejemplificó en el hecho de que la delegación de autoridades ceremoniales convocada por el gobierno de Jalisco para recorrer la región en 1995 no identificó definitivamente la ubicación de Tatei Xapawiyeme hasta que llevaran a cabo un heinɨtsika-“sueño” o adivinación. Por lo tanto, se puede decir que Xapawiyemeta es un conjunto difuso (“fuzzy set”) definido por una gama de rasgos topográficos los cuales están jerarquizados según los actos discursivos en los que se les invoque. En determinados momentos cada comunidad indígena (o grupo de tukipa o hasta cada experto ceremonial kawiteru) pareciera contar con una interpretación distinta de la morada precisa de la diosa Xapawiyeme. Aunque hoy en día para mucha gente el destino turístico en la Isla de los Alacranes (el lugar #3 de la figura 5) es el sitio principal de Xapawiyeme, en 1995 se identificaron otros en la zona lacustre alrededor de Chapala: Valencia (lugar #4), las aguas calientes de Chimulco (otro destino turístico, #5) y Villa Corona (#6).
El sitio original, aún visitado por wixaritari hasta que fueron impedidos forzosamente en los cincuenta por ejidatarios del lugar que reconocían la reivindicación territorial implícita en esas prácticas rituales, es un afloramiento y cueva en medio de la laguna ahora desecada de Magdalena, cerca de una de las fuentes principales de obsidiana del occidente de México en el periodo prehispánico. Por lo tanto, podemos ver que la extracción de recursos y el intercambio económico siguen siendo condiciones necesarias si no suficientes para la designación de lugares sagrados.
Conclusiones
La variabilidad histórica de la territorialidad wixarika refleja cómo las caminatas y adivinaciones chamanísticas constantemente retradicionalizan el paisaje (Bauman 2001). En su metáfora lingüística extendida inspirada en Michel de Certeau, Christopher Tilley escribe como si estuviera describiendo la producción wixarika del territorio y Xapawiyemeta en particular:
Caminar es un proceso de apropiación del sistema topográfico, igual que hablar es una apropiación del lenguaje. Se trata de una escenificación de lugar, puesto que el acto discursivo es una escenificación acústica del lenguaje. El caminar, como el habla, implica relacionalidad en términos de un sistema global de diferencias. Es movimiento con referencia a una serie diferenciada de localidades justo como el lenguaje se constituye a base de un sistema de diferencias entre signos […] Entonces la sinécdoque crea densidades espaciales; el asíndeton [la elisión de palabras o lugares intermedios] socava o atraviesa las continuidades. “Un espacio tratado de esta manera y conformado por practicantes se transforma en singularidades aumentadas e islas separadas” (1994, 28-29, traducción propia).
Finalmente, quisiera enfocar en la observación de Tilley sobre la manera en que la práctica espacial puede lograr la elisión de continuidades territoriales y la producción de lugares más allá de un sistema territorial delimitado -en este caso afuera del romboide del kiekari de 90,000 km2 ilustrado y analizado en la sección anterior, como mencioné párrafos arriba-. Pues es significativo que los wixaritari han llegado a tratar lugares patrimoniales como la Basílica de Tepeyac (por la identidad entre la Virgen de Guadalupe y la diosa wixarika Werika ’ɨimari), los monumentos arqueológicos de Teotihuacán, el Museo Nacional de Antropología y el National Museum of the American Indian en Washington DC como lugares de ofrenda parecidos a los que se encuentran en sitios más tradicionales de este pueblo indígena. Cabría destacar que en estos últimos casos no hacen las mismas reivindicaciones de usufructo que en los escenarios rurales, pero el reclamo identitario sobre el espacio nacional (y los derechos comerciales asociados con algunos espacios tanto campestres como museísticos) es hasta más importante.
En este sentido, podemos entender lo que, adaptando el lenguaje de Tilley, podría llamarse reivindicaciones asindéticas de lugar como demandas amplias por la ciudadanía cultural descritas por Renato Rosaldo (1994) y la política de reconocimiento de Charles Taylor (1994). De hecho, el finado Juan Negrín, conocido coleccionista de arte y etnógrafo de los wixaritari, exhibió un cuadro de José Benítez Sánchez (“Visiones oníricas a la orilla de la oscuridad”) que mostraba rasgos clásicos de un lugar sagrado en torno a la emergencia de antepasados con la novedad que se trataba del cerro Grizzly Peak en Berkeley, al lado de San Francisco, California. Este lugar, no obstante, se destaca por una vista panorámica del mismo mar Pacífico donde emergieron los primeros antepasados wixaritari cerca de San Blas, Nayarit (Negrín 1985, 28, placa #34; comunicación personal, Diana Negrín, 21 de junio de 2018). Este ejemplo demuestra la plasticidad de la práctica territorial wixarika y su arraigo en el núcleo de relaciones familiares. Aun más llamativo es el aspecto liminal de la experiencia de desplazamiento geográfico de los wixaritari como un factor que provoca su imaginación artística y mitohistórica.5
Estas territorialidades discontinuas recuerdan la distinción entre dos formas de organización espacial que se esbozaron en el experimento teórico de Deleuze y Guattari (1980). Por un lado, están las jerarquías espaciales con una estructura arbórea englobadas en la esfera de intercambio ritual entre adoratorios familiares y grandes templos wixarika; por otro, están los ensamblajes no jerarquizados y más parecidos a un rizoma. Basta decir que ambas clases de territorialidad dependen de dos tipos de variabilidad. El primero es la evolución histórica de adoratorios xirikite hasta que se vuelvan plenos complejos tukipa, los cuales a la vez pueden ser abandonados o destruidos. El segundo es el desplazamiento concomitante de lugares ancestrales kakaɨyarita a lo largo de lo que se define como caminos ancestrales por todo el gran kiekari de 90,000 km2 y, como acabamos de ver, mucho más allá. Éstos pueden rastrearse desde los límites del mundo wixarika en expansión o contracción hasta los múltiples “centros que se mueven” performativamente en el adoratorio y su patio de baile de cada ranchería tradicional, donde un fuego encarna los antepasados que legitiman su territorialidad allí (Geist 1996, 91).
Con estas evidencias de la flexible producción ritual de lugares y paisaje-del topopoeisis wixarika- podemos regresar al punto de partida de este artículo-. Es decir, en la primera parte de este escrito, describí la apertura coyuntural hacia nuevos actores y relaciones económicas en narrativas históricas híbridas y el acceso concomitante a la temporalidad de poder en procesos rituales que de repente se concede a foráneos. Estos momentos establecen conexiones parciales entre distintos mundos socionaturales y constituyen dimensiones de la performatividad tan imprescindible para entender la cualidad históricamente negociable y variable -por no decir inestable- del orden espacial-cosmológico que esbocé al final.