Introducción1
La guerra civil de 1810 tuvo un fuerte impacto sobre la sociedad novohispana, la cual no sólo vio trastocadas sus circunstancias económicas y políticas, sino que además perdió mucho de su tranquilidad cotidiana. De un momento a otro, incontables poblaciones comenzaron a tener una fuerte presencia militar, la cual afectó negativamente en el estado de ánimo de la gente, ya que esos contingentes armados recurrieron a medios “no poco violentos” para obtener recursos que aseguraran su manutención, y así seguir operando. La violencia contra los rebeldes fue inicialmente promovida por las autoridades virreinales, pero después resultó difícil frenarla, cuando se tornó arbitraria y sus consecuencias fueron sumamente dañinas. Como señala Stathis Kalyvas, “la violencia indiscriminada es, en el mejor de los casos, ineficaz y, en el peor, contraproducente”, ya que puede agravar las insurgencias en lugar de erradicarlas.2
Ese proceso se dio a la par de un fenómeno que posiblemente se inició el 15 de septiembre de 1808: la disminución de la autoridad del virrey. Con la violenta destitución de José de Iturrigaray, que fue un duro golpe a la legitimidad real, se comenzó un proceso de descentralización, donde los intendentes, unas veces, y los comandantes, en la mayoría de las ocasiones, asumieron potestades que en otro tiempo le correspondían sólo a la autoridad máxima. La fusión de mandos que trajo consigo la guerra, siempre en detrimento de los gobernadores civiles y a favor de los mandos militares, hizo que poco a poco se dejara de obedecer a los primeros, obteniendo los segundos una imprevista independencia para actuar.
Con el paso del tiempo y el recrudecimiento de los enfrentamientos, algunos comandantes fueron creando “virtuales satrapías”, como las calificó Brian Hamnett,3 donde se posesionaron de esas atribuciones político-administrativas sin que hubiera algún contrapeso que los pudiera contener, cobijados siempre bajo el lema de “la imperiosa ley de la necesidad”. Y poco a poco, los medios que se debían dirigir hacia la contención del enemigo insurrecto fueron dedicados a la opresión de las propias autoridades políticas, las poblaciones fieles o frente a los subalternos del ejército, contra los que se cometieron todo tipo de tropelías. Este poder casi ilimitado que adquirieron los comandantes no fue sino una consecuencia natural de la contraofensiva virreinal, la que en su desesperación por detener la revuelta popular concedió atribuciones extraordinarias a sus principales comandantes.
Sobre el estudio específico de la violencia como fenómeno, debemos señalar que se ha trabajado poco en el contexto de la guerra novohispana, pero sobresalen algunos estudios que han hecho avances muy importantes, por ejemplo, los de Marco Antonio Landavazo, quien ha sostenido que la violencia desencadenada inicialmente por Miguel Hidalgo, bajo el atizado odio al gachupín,4 abrió la caja de Pandora, pues, a esas primeras manifestaciones “le siguió, como airada reacción, una violencia represiva organizada desde el poder virreinal”, todo bajo una razón de Estado.5 Además, este especialista, ha diferenciado entre lo que es la violencia subversiva y la violencia represiva, distinción necesaria para comprender que ambos bandos la emplearon de manera peculiar y bajo legitimidades muy diversas.6
Otro que ha hecho mención de estas conductas es Juan Ortiz, quien consignó que fue durante el gobierno del virrey Félix María Calleja cuando más se avanzó en la represión de los insurgentes, pero excediéndose en sus mecanismos hasta el punto de resultar ser sumamente “nocivas para los habitantes de Nueva España”, quienes se encontraron bajo dos fuegos cruzados.7 Por su parte, María José Garrido e Iliria Flores han estudiado el escenario específico de Guanajuato y Michoacán, donde Agustín de Iturbide recluyó a un grupo de mujeres acusadas de ser esposas e hijas de los insurgentes.8 Según sus estudios, estas mujeres fueron utilizadas como “carnada” para atraer a sus esposos y padres, y serán un tema del que hablaremos más adelante.
En la primera parte de este trabajo, se abordan los abusos y excesos que cometieron los comandantes que enfrentaron a la insurgencia en las diferentes regiones de la Nueva España, particularmente, los teatros principales de la guerra que fueron las intendencias de Guanajuato y Michoacán, donde se sobrepasaron constantemente las medidas permitidas por las autoridades virreinales. Para entenderlo, es necesario distinguir que hubo medios de violencia represiva que fueron lícitos (todos aquellos que se dedicaron a la erradicación del enemigo) y otros que sobrepasaban las atribuciones de la contrainsurgencia, como el abuso de poder, los robos y despojos, y los ultrajes contra la población no insurrecta, en los que comúnmente se pasó de la acumulación de poder al abuso de las atribuciones, y de ahí hacia la violencia indiscriminada.
En la segunda parte, se analizan las acciones que tomó el gobierno en contra de estas conductas, y se explica cómo, a pesar de su fama de sanguinario,9 Félix María Calleja, al asumir el cargo de Capitán General y Jefe Político Superior del virreinato, se ocupó en que los comandantes cejaran en sus abusos, por medio de una serie de bandos publicados a lo largo de 1813. Aunque, como veremos, no se trató de una actitud humanitaria, sino más bien política, ya que con ella buscó más la censura pública de esas conductas que su transformación, debido a que los líderes insurgentes por su parte estaban “endulzando” sus mecanismos, como se ve en el último apartado del texto.
Primera parte. El instante de la connivencia
Los comandantes encargados de hacer frente a la rebelión adquirieron enormes atribuciones en sus regiones de influencia, la mayoría de las veces debido a la poca observancia que el poder central ejercía sobre ellos, y algunas otras por la propia habilidad que tenían algunos para desengancharse de su autoridad. Como lo denunció con ironía el doctor Cos en el Ilustrador Americano: “si casi a la vista de México miente con tal descaro el gachupín […] ¿cómo lo harán donde la distancia los pone a cubierto de todo convencimiento?”.10 Era cierto, pues, con el paso del tiempo lograron fundar gobiernos militares que controlaron las atribuciones de hacienda, justicia y administración, pero a la larga, estas medidas comenzaron a tener un efecto contraproducente.11
Una vez que le era encomendada la misión de acabar con la rebelión, cada comandante tomaba las medidas que considerara necesarias para cumplir con su encargo, y como la intensidad de la lucha armada varió de región a región, existieron sitios donde hubo manifestaciones más sangrientas que en otros. Por ejemplo, cuando en 1812 el brazo derecho de José de la Cruz, Pedro Celestino Negrete, informó sobre la aprehensión del “amo” José Torres, dijo de sus seguidores que “los que no murieron a los filos de las bayonetas, murieron asados por haber quemado yo las trojes donde se metieron”.12
Poco después de su llegada a Oaxaca, en 1813, Melchor Álvarez advirtió a sus pobladores que “por la menor gota de sangre que se derrame en esa ciudad de mis tropas, correrán por ella arroyos vuestros; el menor insulto a cualquiera habitante lo castigaré con el último suplicio”.13 Y si bien, en este caso, no se llegó a verificar tal carnicería, estas palabras quedarían como precedente para los rebeldes de la región, pues las amenazas e intimidaciones sirvieron como artefacto de lucha ante quienes quisieran sumarse la lucha armada.14
Éstos son ejemplos de violencia represiva, direccionada contra los levantiscos, sin embargo, su uso se volvió un problema cuando dichos medios se distrajeron hacia su aplicación sobre las poblaciones que no necesariamente formaban parte de la insurrección.
Despotismo y abusos de autoridad
En la mayoría de las ocasiones, los comandantes actuaron efectivamente de una manera agresiva, dejando sentir su poderío a veces incluso sobre los mismos partidarios de la causa buena, además de adjudicarse atribuciones que no les correspondían. El caso de Torcuato Trujillo nos ayudará a ilustrar estas afirmaciones.
Este oficial español, quien participó en la batalla de Monte de las Cruces, fue encomendado a la comandancia de Michoacán entre enero de 1811 y diciembre de 1812. Su llegada a esa ciudad se dio en una situación extraordinaria, dado que al tomar posesión de su mando existía un vacío de poder por estar vacante el puesto de intendente, debido a que Manuel Merino había sido aprisionado en Acámbaro por las fuerzas rebeldes, junto con los militares Diego García Conde y el Conde de Casa Rul.15
De este modo, aunque sus atribuciones se limitaban sólo a las de su carácter como militar, Trujillo se encontró con el camino libre para ocupar las demás funciones de justicia y política, e incluso, según señaló Merino tiempo después, pretendió gobernar sobre las Reales Cajas de la ciudad y expedir los empleos relativos a la Real Hacienda, lo que era propio del intendente.16 Pero no paró ahí, ya que Trujillo obligó a los regidores de la ciudad a imponer préstamos forzosos con el objetivo de que le fuera pagada la cantidad de 1,700 pesos que supuestamente había dado de su bolsillo para financiar la campaña.17
Cuando el intendente Merino por fin logró llegar a Valladolid, hacia el 4 de junio de 1811, se encontró con una situación caótica, a consecuencia de las arbitrariedades de Trujillo, quien dilató lo más que pudo el reconocimiento de su nueva autoridad. Bastó muy poco tiempo para que el intendente se diera cuenta del grave problema en que se encontraba, pues como dijo al virrey, “[Trujillo] se ha titulado unas veces gobernador político y militar, y otras comandante general; nombre a que encuentra corresponder la autoridad casi ilimitada con que obra”, pues, en ese entonces, ya se había entrometido en el propio ayuntamiento, del que cesó a dos regidores y al alcalde ordinario de primer voto, valiéndose de amenazas y de “medios no poco violentos”.
En el memorial de acusaciones que en contra de Trujillo envió al virrey Venegas, el 2 de mayo de 1812, el intendente Merino le pidió que tomara las providencias necesarias para contenerlo, pues decía que su modo de actuar “raya en lo despótico”, y sus facultades eran iguales “a las de los capitanes generales de provincia, con mando político, unido al de ejército, […] pretendiendo subordinar a la suya, todas las autoridades”.18 Por todo ello, Merino clamó por la ayuda del virrey en vista de que era el único que podía contrarrestar al comandante, pues su autoridad era la única que podía contener sus abusos, “tan contrarios a la pacificación de esta provincia”.19 Y aunque no se conoce algún juicio o proceso judicial en su contra, parece que las demandas del intendente surtieron su efecto, ya que Trujillo fue finalmente destituido como comandante de Valladolid, y salió de dicha ciudad la mañana del 24 de diciembre de 1812, sustituyéndolo Antonio Linares.20
Un caso similar es el de Agustín de Iturbide, quien fungió como comandante de la provincia de Guanajuato entre 1813 y 1816.21 Este coronel vallisoletano protagonizó un enfrentamiento ante el teniente coronel Pedro de Otero a inicios de agosto de 1813, cuando en ausencia de éste, Iturbide se dirigió a la hacienda de Cuevas, a unos 15 kilómetros de la capital de la intendencia, para encontrarse con el encargado del convoy de Guanajuato. Ahí, el comandante efectuó una serie de procedimientos que Otero calificó como “despóticos y ultrajantes”, al permitir el saqueo del maíz y paja de todas las casas y trojes, además de consentir que se destrozara “parte de los muebles para quemarlos y hacer alumbradas”.22
Iturbide señaló al virrey que muy contrariamente a lo relatado por el dueño de la hacienda, él había recibido mal trato de su cura, el padre Luis Ronda, pues al llegar al sitio se encontraba con mucha escasez de recursos y, al momento de pedir forrajes, recibió por respuesta que no había ninguna provisión en la zona, y que ni dueños ni trabajadores poseían nada de lo solicitado. Ante esto, Iturbide ordenó al capitán José Pérez “que la paja y maíz que se encontrase la tomara la tropa sin pagarlo, pues no siendo correspondiente a la hacienda, a sus arrendatarios ni sirvientes, sería de los insurgentes”.23
En acre lamentación, Otero justificó ante el virrey la actitud de sus sirvientes, al decir que ignoraban que el convoy pasaría por sus posesiones, por lo que no estaban prevenidos para dar el recibimiento “que correspondía al carácter del señor Iturbide”. No obstante, a su criterio, nada justificaba ese “ultraje, injuria y atropellamiento” que se verificó en su contra, pues además, al llegar a su encuentro, Iturbide lo recibió de modo áspero y severo, con injurias e insultos que consideró inmerecidos.
Iturbide, por su parte, refirió que meses atrás había recibido a Otero en su casa de Valladolid con todo el agasajo que pudo, lo que en mucho contrastó las habitaciones que en Cuevas le destinaron a él y sus ayudantes, pues según narró, una de ellas tenía sólo una mesa “bronca” y sin carpetas, mientras que la otra no tenía para su servicio ni mesa ni sillas, es decir, que no habían podido destrozar mueble alguno, ya que no los había. Al final, el virrey tuvo una solución salomónica, pues intercedió en favor de una reconciliación entre los dos comandantes, que contaban con su estima por igual, y concluyó en un exhorto a que ambos se trataran “en lo sucesivo con la distinción y aprecio que merecen sus buenas circunstancias”.24 Ahí terminó el conflicto, y en el futuro quedaría olvidado, pues cuando llegó la coyuntura política de 1821, Otero se sumó a la trigarancia y fungió como comandante de la provincia de Guanajuato por orden del Primer Jefe Iturbide.
Las atribuciones dotadas a los comandantes virreinales, con la encomienda de que acabaran el levantamiento armado, les permitieron estar al abrigo de la impunidad, lo que pronto se convirtió en un arma de doble filo, pues a la par que se recuperaba terreno ante las fuerzas levantiscas, también se ensanchaban sus atribuciones, y se tendieron a “incrementar los poderes de los jefes militares, en la medida en que se fueron desmantelando los brotes insurgentes”.25 Sin embargo, no sólo hubo intentos por apropiarse de las atribuciones políticas, sino que además fue tema de excesos la obtención de recursos, los que eran necesarios para la subsistencia de los cuerpos armados.
Robos y despojo
Al carecer de un contrapeso civil, los comandantes obraron de maneras ilegales en contra de las poblaciones indefensas. Los robos a la población y el despojo de sus pertenencias o productos comerciales fueron una constante que en la mayoría de los casos quedaron impunes, pues su justificación descansaba sobre la necesidad monetaria que padecían. Principalmente, se encontraron en esta situación los cuerpos de tropas expedicionarias, que tuvieron que vérselas con la escasez de recursos para su sostenimiento. Este brete ocasionó la desesperación de los soldados, que pronto comenzaron a tomar sus propias medidas para solventar su manutención.
Así sucedió con los regimientos expedicionarios de Zamora y Lobera, de los que hubo muchas quejas al llegar a la capital virreinal, pues según lo denunció el intendente de México, hubo repetidos ataques de esos soldados contra las trajineras de los indios que cargaban víveres: “los asaltan en los caminos y canoas, robándoles lo que traen o llevan, no pagándoles el precio justo de las verduras y comestibles que les arrebatan”, además de que “con lujo de violencia, los soldados quitaron a los vendedores los sables y cuchillos que ofrecían al público”.26 Lo mismo sucedió con Melchor Álvarez, quien al mando del batallón expedicionario de Saboya pasó muchas y muy serias dificultades en su estancia en Jalapa. Sobre todo, una complicada crisis que vivió cuando a la ciudad arribó un convoy que transportaba plata, que el comandante usó para pagar a su tropa. Como justificación, Álvarez le escribió al virrey Calleja informándole que lo había hecho no sólo para solventar los gastos más elementales de su tropa, sino que también lo hizo por el temor que le causó la sospecha de que sus propios hombres emplearan las bayonetas en contra de la gente para conseguir tales recursos.27
Otros cuerpos que siempre vivieron con constantes dificultades para solventar sus gastos fueron las milicias urbanas, que se conformaron en muchas de las poblaciones por orden del Reglamento político-militar de Calleja. Estos cuerpos se constituyeron por vecinos armados, pero pronto comenzaron a aprovecharse de su nueva ventaja sobre sus paisanos y asolaron a las poblaciones. En 1811, en Irapuato se dio el caso de que la tropa se hizo por la fuerza de las provisiones necesarias para poder mantenerse, por lo que el comandante de esta ciudad reportó al virrey que las “quejas por robo han sido repetidas, entonces debe evitarse dándose los auxilios suficientes”; el móvil de tal irregularidad partía de la necesidad, o así lo juzgaba la autoridad.28
También, por esos años, se presentó la denuncia de que las fuerzas realistas intervinieron en un pueblo que estaba libre de rebeldes, donde actuaron de manera ilegal, “robando a todas las familias hasta dejarlos en cueros”, por lo que el mismo comandante de Irapuato reportó al virrey que estos contingentes eran “el escándalo de la provincia con sus robos”, y que al no poder “evitar los crímenes”, había llegado al grado de verse “precisado a combatirlos como enemigos”.29 En el caso de los expedicionarios, puede verse que fue la necesidad de fondos para su manutención lo que motivó esos mecanismos abusivos, pero en otros contextos, como éste, fue la ambición o la simple avidez de aprovecharse de su nueva posición la que provocó que los militares emplearan sus armas para obtener algo más que la ruina de sus rivales, simplemente satisfacían sus ambiciones.
Hubo algunas ocasiones en que las mismas tropas fueron el objetivo de estos abusos. Tal fue el caso del cuerpo de Frontera del Nuevo Santander, el que estando en San Miguel el Grande fue descubierto por Agustín de Iturbide en 1813 a punto de darse a la fuga. Ya los caballos estaban ensillados, y tenían listas sus maletas, todo porque se quejaban de que “el Señor [Joaquín] Arredondo les ha saqueado sus bienes, quitándoles aun los bueyes; que les ha pensionado después de todo sus casas, exigiendo a unas diez pesos, a otras veinte pesos mensuales para mantener otras tropas”, que eran las del Fijo que mandaba el propio Arredondo.30 Iturbide señaló al virrey que estuvo “tentado de quintar o diezmar a los que tenían los caballos ensillados”, pero se detuvo por pensar que esa solución sería más dañina, por lo cual decidió disculparlos luego de hacerles un exhorto a no desamparar la causa del rey.
Muy diferente fue su postura cuando él requirió el apoyo monetario, pues, a mediados de 1813, se le presentó un episodio de acaloramiento con el corregidor Miguel Domínguez. En ese entonces, Iturbide pasó por la villa de Querétaro con su tropa y solicitó que le fueran entregados de manera urgente 7,000 pesos para gastos de campaña. El virrey había promovido con antelación la iniciativa de crear en esa ciudad una “suscripción patriótica” para sostener el Batallón de Infantería de Celaya, y quizás por ello Iturbide confiaba en que le sería entregado el monto requerido.31
Sin embargo, a pesar de la urgencia del comandante por efectuar su salida, la petición fue desatendida, a lo que respondió con una carta a Domínguez donde señalaba que era precisa su marcha de la población esa misma tarde, y lanzaba una amenaza en caso de no recibir la ayuda: “espero se sirva contestarme lo más pronto posible definitivamente para tomar yo las medidas convenientes, aunque sean violentas, pues de aquí no puedo salir sin el dinero, ni diferir mi marcha”.32 La resolución que tuvo el corregidor fue vender 26 cajones de cigarros “al por mayor, para que no se crea que fue algún exceso o abuso mío”, y aseguró al virrey que había tomado tal determinación, ya que “estamos en tiempo de apagar y no de encender”, toda vez que le pedía que le dictara “las reglas que deba seguir en estos casos, pues son muchas las partidas y divisiones de tropas que llegan a esta Ciudad, y los recursos se van agotando más cada día”.33
Aunque el virrey Calleja descalificó las amenazas de Iturbide, a Domínguez le reprendió por haber tomado la medida de vender ese tabaco, y de haberse retrasado tanto en la entrega del dinero, pues habría “evitado el acaloramiento de Iturbide, que merece alguna disculpa, atendida la urgencia de socorrer a sus tropas”. Es decir, que a ambos les reconvino sobre sus medidas, pero ante el corregidor, el comandante había quedado como quien tenía la razón.34
En los testimonios anteriores se observa que las pertenencias, no sólo de los rebeldes, sino también de los vecinos o los propios militares, fueron objeto de robos y despojo por parte de los ejércitos y las milicias, quienes por el poder de las armas, se impusieron a la voz de que “cuando las armas hablan, las leyes callan”. Esto respondió principalmente a las carencias económicas que tenían los comandantes, pero también fue causado por la codicia de algunos de ellos, que al verse poseedores del armamento que no tenían los vecinos de las ciudades en las que servían, no dudaron en utilizarlo para sacar alguna ventaja.
Ultrajes a mujeres y otros agravios
No fueron pocas las veces que los oficiales se condujeron de una manera excesiva al hacer detenciones por demás arbitrarias, pues bastaba sólo la sospecha, los rumores o las calumnias de que alguien era insurgente para que se le pudiera procesar.35 De ello se quejó José de la Cruz ante Rosendo Porlier en noviembre de 1810, cuando en el camino a la Ciudad de México, “el correo José María Avendaño [fue] escandalosamente detenido por un oficial y varios soldados del Regimiento Provincial de Puebla”, a pesar de que les mostró el pasaporte que el comandante le había dado. El “escandaloso exceso” constó en que “le dieron de golpes, quitándole el dinero que llevaba”.36 Los hombres del regimiento de Puebla ignoraron que el mensajero iba acreditado por un alto funcionario del mismo bando que ellos defendían.
Además de esas vejaciones, se registró esporádicamente un uso de la violencia hacia las mujeres emparentadas con insurgentes, las que fueron utilizadas “como carnada y [para] atraer a los rebeldes hacia el indulto”.37 Una vez más, tenemos a Torcuato Trujillo, quien fue uno de los que mencionó las penas con que se castigaría a personas del sexo femenino a través de un bando en junio de 1812, en el que prohibía a los integrantes del ejército dar información sobre el destino que seguirían sus caravanas, bajo pena de ser acusados de espías. El castigo, decía, se aplicaría inexorablemente sobre los que incumplieran este mandato, “incluyéndose en este capítulo a las mujeres, quienes no están exceptuadas para la ley ni las Reales Ordenanzas Militares”;38 y no mentía, pues la Ordenanza mandaba que todo el que fuera descubierto de ser espía, fuera enviado a la horca, se tratara de hombres o de mujeres.39
Por otra parte, estaba Iturbide, que en su estancia en Guanajuato se había ganado su reputación de sanguinario al aplicar “su justicia” sobre todos aquellos que “infestaban el país”.40 Su principal preocupación era la “junta de los rebeldes”, es decir, el Supremo Congreso Nacional, a quienes acuso que “han decretado que se incendien y talen cada tres meses las casas, haciendas, semillas y campas de la circunferencia de los lugares organizados y que se destierren o sacrifiquen los inocentes habitantes dichas haciendas y rancherías”. En respuesta a esto, publicó, en diciembre de 1814, un bando donde mandaba que
luego que se queme aún una sola choza de cualquiera partido de los que cubren las tropas de mi mando, después que se haya publicado este bando, a lo menos en su cabecera, haré diezmar las mujeres de los cabecillas y soldados rebeldes que tengo presas en Guanajuato e Irapuato, y las que en lo sucesivo aprehendiere; a las que le toque la suerte serán fusiladas y puestas su cabeza en el lugar donde los de su partido hayan cometido el delito que se castiga […] finalmente: si estos ejemplares y castigos terribles no fuesen suficientes para contener los horrores decretados por los rebeldes, inauditos, ciertamente en todo país culto, entraré a sangre y fuego en todo territorio rebelde; destruiré, aniquilaré cuanto hoy es posesión de los malos: Valle de Santiago, Pénjamo, Pueblo Nuevo, Piedra Gorda, Santa Cruz, etc., etc., dejarán de existir.41
Se puede observar que Iturbide maximizaba los ataques de los enemigos para legitimar el uso de la violencia que estaba a punto de ejercer. Pero aquí lo importante no es la actitud incendiaria de una y otra parte, sino el castigo que Iturbide prometía imponer si se volvía a cometer un acto así en contra de algún pueblo controlado por el gobierno virreinal: “diezmar las mujeres de los cabecillas y soldados rebeldes que tengo presas”, cortar sus cabezas y exhibirlas “en el lugar donde los de su partido hayan cometido el delito que se castiga”. Por supuesto que una guerra es un acto de violencia, un estado permanente de excepción, pero es difícil concebir otro ejemplo en el que se decretara la muerte y el degüello de mujeres inocentes, pues ello sobrepasaba en mucho esa violencia represiva que podían emplear lícitamente los comandantes. Además, no puede dejarse pasar por alto algo que está implícito en la declaración de Iturbide, y es que tenía presas ya de antemano a algunas esposas e hijas de cabecillas y soldados, tanto en Guanajuato como en Irapuato, y amenazaba con prender más.
Con todo, parece excusarse de la posible censura que se pudiera hacer de su edicto, pues el mismo día, junto con el bando citado, envió una carta al virrey Félix María Calleja donde le explicó que “para contener la ejecución y consecuencias de tan bárbaras como horrorosas disposiciones”, refiriéndose a los incendios a las poblaciones leales a la Corona, “yo no encuentro otro recurso, señor excelentísimo, que las amenazas de castigos terribles y su cumplimiento a la letra”.42 Sabemos por el trabajo de Garrido Asperó que, efectivamente, estuvieron presas desde octubre de 1814 a julio de 1817 algunas mujeres relacionadas con el padre José Antonio Torres, José Sixto Berdusco y otros insurgentes.43
Más ultrajes y excesos se siguieron cometiendo a lo largo del virreinato. Por ejemplo, en 1817, el cura de Villahermosa, Juan Ramos, se quejaba del coronel encargado de las fuerzas que supuestamente defendían la ciudad, las cuales, decía, causaban muchos males a la gente. Devastado, el religioso se lamentaba en su representación a las autoridades de la siguiente manera: “gimo y lloro, al ver los días tan aciagos que me presenta este señor”, de nombre Francisco de Heredia Vergara, de quien eran “insoportables los ultrajes”, ya que su compañía era insubordinada, estaba integrada por “zapadores”, y no hacía más que agredir a la gente.44
No obstante, la interpretación de Ortiz Escamilla, quien asegura que “no cabe la menor duda de que los realistas estaban conscientes de los actos criminales que cometían”,45 me parece que es más acertado juzgarlos a partir de la urgencia que tenían por acabar con la rebelión, y la vehemencia que algunos militares sintieron por el servicio al rey y a la patria,46 lo que los orilló en algunas ocasiones a valerse de esas disposiciones como su único medio efectivo. Lo cierto es que este tipo de acciones provocaron que la buena causa comenzara a ser vista como el enemigo por parte de algunos pobladores.
Se puede observar a través de los anteriores ejemplos que la connivencia de las autoridades con los militares defensores del orden provocó que pronto la permisión se convirtiera en abuso. Y si bien había una violencia legítima que seguía una razón de Estado al defender el orden que los insurgentes intentaban romper,47 pronto se pasó del intento de acabar con el enemigo a exceder los medios para realizarlo, y de atacar a los insurgentes a afectar a la población, a las autoridades civiles y a las propias tropas. Así lo refería Iturbide cuando, durante el proceso de separación de su cargo en 1816, le reprochó al virrey que, de las medidas que había tomado, “Vuestra Excelencia tiene el debido conocimiento”.48 No dejan de ser curiosos los casos de él y Trujillo, quienes fueron separados de sus puestos por acusaciones al respecto. Pero sus ejemplos no pueden tomarse por la regla, ya que fueron situaciones excepcionales que rompen con la mayoría de los casos que no fueron castigados: Negrete, Arredondo y Álvarez principalmente, pero también una gran gama de oficiales de menor rango y por tanto menor notoriedad.
En su calidad de militares, muchos comandantes se apoderaron de manera indebida de las atribuciones civiles, afectaron a la población al robar sus pertenencias o incurrir en otros ultrajes, y contra los propios subordinados, a los que se les agravió de diversas maneras. De ese modo es que la contrainsurgencia se tornó más dañina para la gente que la propia revolución, pues, como decía el cura de Guanajuato, “yo entiendo que más insurgentes ha hecho [Iturbide] con sus manejos, que los que ha destruido con su tropa”.49 El gobierno tenía que actuar rápido, o la propia táctica virreinal erosionaría más gravemente el orden y la legalidad.
Segunda parte. El instante de la política
El año de 1813 reportó cambios importantes para la guerra. En el terreno insurgente presentaba cambios, pues estaba a punto de conformarse un Congreso que a los pocos días de instalado proclamaría la independencia de la América Septentrional; por su parte, la Constitución de la Monarquía Española ya estaba jurada en la Nueva España y las Cortes nombraron Capitán General y Jefe Político Superior de ella al brigadier Félix María Calleja, quien reformó el sistema defensivo militar.50 Y aunque la historiografía ha señalado a su sucesor Juan Ruiz de Apodaca como el pacificador del reino, al ganar un buen número de rebeldes indultados en una especie de tregua,51 lo cierto es que el primero en tratar de poner un coto a las conductas abusivas, excesivas y arbitrarias de los comandantes fue Calleja, por más que ello parezca irónico.
La política del abuso que se inauguró con la guerra contrainsurgente estaba entregando los resultados opuestos a los que se habían formulado en un principio, esto es terminar con la rebelión, pues afectaba más la imagen del gobierno con sus malos manejos de lo que beneficiaba con victorias militares. Las poblaciones veían a las tropas del rey más como un castigo que como su protección, ya que como se quejaba el virrey, se habían generalizado “las graves faltas y escandalosos excesos”.52
La advertencia y el castigo
Por todo lo anterior, fue necesaria una llamada de atención, con la que se buscó frenar los atropellos que ejercían los militares sobre la población civil. Todas las conductas que hemos señalado, como se verá, eran bien conocidas por el virrey, quien sabía hasta qué punto habían permitido las autoridades políticas la libertad para obrar de los militares, y cómo éstos habían sobrepasado sus atribuciones, abusando del poder conferido. El propio Calleja había sido uno de los principales promotores de esas conductas, siendo comandante del Ejército del Centro, cuando sostuvo que existía la necesidad de dotar a los militares de poderes lo más amplio posibles, ya que sólo con ello se “destruirá la arbitrariedad, el disgusto y la anarquía que son consecuencias del verdadero estado en que se hallan la mayor parte de los pueblos”.53
Su solicitud no fue atendida por el virrey Venegas, con quien tenía un franco enfrentamiento, y no fue sino hasta el 14 de abril de 1813 en que, ya como virrey, publicó un bando, donde muy opuesto a lo anterior, se manifestaba contra los abusos de los soldados. En él, se quejaba de que
muchos individuos del ejército […] desatienden sus obligaciones y descuidan la tropa que tienen a su cargo, tolerándole excesos que aun en nuestros enemigos serían reparables, […] de que han resultado atrasos muy perjudiciales al servicio, y entorpeciendo las operaciones militares, con daño irreparable a la causa pública, y mal ejemplo de sus subordinados.54
Y dado que no se podían permitir ese tipo de improperios, exhortó a los militares todos a que “se dediquen con el mayor conato, en la parte respectiva, a vigilar incesantemente sobre la conducta de sus subordinados, no tolerando especie alguna que pueda relajar la disciplina, exigiendo la más escrupulosa exactitud en el servicio, dándoles el ejemplo con la suya, y haciendo observar la más rigurosa subordinación de clase a clase aun en el trato civil”. Además, ordenó que fuera detenido cualquiera que faltase a sus deberes, formándoseles causa en caso de que sus superiores lo consideraran pertinente.55
Fue éste un hecho sin precedentes, pues hasta el momento habían abundado las proclamas que incitaban a acabar de cualquier manera con la rebelión, pero ninguna que buscara limitar el accionar de los comandantes que defendían el dominio colonial. Por si fuera poco, no sólo resaltó la necesidad de poner fin a las arbitrariedades, sino que enlistó cuáles serían objeto de censura por parte del gobierno: según sabía Calleja, los comandantes desatendían sus obligaciones, descuidaban a la tropa “tolerándole excesos”, se distraían en el juego y “atizan la discordia”, además, eran insubordinados al incumplir con la “debida puntualidad las órdenes que les comunican”. De ello se extrae que las autoridades conocían algunas de las conductas que hemos estudiado en los apartados anteriores, y fue justamente Calleja quien se decidió a actuar, sabedor de la mala propaganda que esos modos de hacer la guerra le generaban al gobierno.
Seguramente, solicitado por las autoridades civiles que se veían superadas por los poderes ilimitados de los comandantes, como podrían ser el mencionado intendente Merino en Valladolid o los miembros del ayuntamiento de Monterrey,56 en mayo siguiente, el virrey hizo una nueva condena pública de lo que “algunas divisiones de tropas cometen[:] desórdenes intolerables en las marchas y guarniciones de los pueblos, insultan el pacífico y honrado ciudadano, se apoderan de sus cabalgaduras y bienes, saquean sus casas y se entregan a otros excesos”. Por ello, según él, era necesario disponer una serie de “arbitrios para contener los abusos de todas clases”.
Para el virrey era menester persuadir a cada comandante de las fuerzas del orden para que “impida y contenga los excesos y tropelías de los soldados dentro de los pueblos, el mal trato a sus vecinos y a los traficantes y arrieros, y cualesquiera especie de violencias o atropellamientos”, o de lo contrario, señalaba Calleja en este segundo bando, se harían acreedores al castigo de “privación de empleo en el oficial que los cometa y de diez años de presidio al individuo de tropa que incurra en cualquiera de estos desórdenes, a reserva de las demás penas que demanden las circunstancias, en cuya imposición no habrá la menor contemplación o disimulo”.57
La eficacia de la aplicación del bando, sin embargo, fue adversa. Los comandantes sátrapas trataron de ponerle frenos y trabas, y la realidad demostró que sería muy difícil contener esta serie de conductas tan arraigadas y generalizadas. Así lo manifestaba el virrey al subinspector general algunos meses después, cuando amargamente le confesaba que sabía que “ni estas, ni cuantas disposiciones se dicten dirigidas a contener la disciplina militar, el respeto y la subordinación de unas clases a otras, producirán sus útiles y saludables efectos si los jefes y comandantes de cuerpos no celan y cuidan con esmero de su puntual y exacta observancia”.58
Por ello es que, algunos días después de esa afligida queja, Calleja determinó dictar un tercer bando donde ya no sólo invitaba al cese de los abusos, sino que fijaba los castigos que serían aplicados a quienes persistieran en esos excesos “tan repetidos como escandalosos y contrarios al honor de la Milicia”. En éste, Calleja enlistó los actos de violencia más repetidos: “heridas, robos, rapiña, injurias de palabras, y otros desórdenes” que no hacían más que dar “lugar a frecuentes y fundadas quejas del vecindario con que se compromete la tranquilidad pública”.59 De esto último, se pueden extraer dos cuestiones importantes. Primero, que el virrey se daba cuenta de que estaba perdiendo la guerra propagandística por causa de la violencia con que actuaban los militares a su mando, ya que se pasaba del ímpetu al exceso, y ello perjudicaba la imagen del gobierno ante la población. Y segundo, se observa que incluso había “frecuentes y fundadas” denuncias por parte de los mismos pobladores, que manifestaban su inconformidad a la autoridad. Es decir, que no sólo se intuía el malestar de los habitantes, sino que se tenía certeza al respecto.
La labor del gobierno, reconocía el virrey, era ser depositario de la confianza común, y para volverla a conseguir dictó doce puntos básicos que debían seguir sus tropas. Entre ellos, mandaba a todo el que tuviera un puesto fijo a no alejarse de él más de 50 pasos o, de lo contrario, sería desterrado o podría perder la vida, dependiendo de la gravedad de la desatención. Esta medida refleja la preocupación de mejorar la seguridad y cuidado de las poblaciones en contra de los embates rebeldes.60
El bando señalaba también que no se podría disculpar como omisión a “cualquier exceso cometido por individuo de su Guardia”, siendo el castigo correspondiente la privación del empleo. Prohibía a todo militar que insultara “de obra, hiriendo, maltratando o robando a cualquiera persona, o armase pendencia o riña en la calle con otros militares o paisanos” o, de lo contrario, ameritaría la prisión durante dos meses en el calabozo de su cuartel, y si había ofensas verbales, la pena conllevaría grilletes. En caso de cometer robo, insulto o atropellos, se le condenaría a la muerte.61
Se señalaba también que luego de la primera lista de la tarde, todo cabo o soldado que estuviera fuera del cuartel debería presentar un permiso del comandante, explicitando la razón y tiempo que se ausentaría de su posición, que sería dado sólo en caso de haber motivos urgentes. El castigo a quien no portase su permiso sería de un mes en el calabozo, o el envío a presidio en caso de reincidencia. Del mismo modo, quienes “usar[an] la violencia con los vivanderos arrebatando por fuerza las verduras, frutas o comestibles, o alzándose con ellos a menor precio del que se les exija por sus dueños […] sufrirán por la primera vez un mes de grillete en la limpieza del cuartel: doble por la segunda, anotándose su filiación para que a la tercera sea destinado a presidio”, y en caso de que se verificase “robo o maltrato de gravedad” se podría dar la pena de muerte, tal como se estipulaba en la Ordenanza militar.62
Cuando se presentara un “alboroto, motín, incendio u otra novedad”, quien no acudiera inmediatamente a sus cuarteles, o no tuviera una justificación para no hacerlo, sería “irremisiblemente pasado por las armas”, pues se les imputaría como cómplices de tales hechos. Finalmente, Calleja arengaba con una intimación a “los Señores Jefes de los Cuerpos, a los que estén de día y al Sargento Mayor de la Plaza” a que vigilaran la “exactitud del servicio en los respectivos cuerpos y puestos” para que “se dediquen con igual empeño a hacer observar a la tropa la más severa disciplina de que debe resultar el orden público, la mejor administración de justicia y la buena armonía entre la Tropa y el paisaje que tanto interesa en las presentes circunstancias”.63
El virrey sabía que era un momento definitivo, en el que todos los logros obtenidos se podrían diluir y favorecer a la rebelión. Ya no bastaba con ejecutar una contrainsurgencia con libertad absoluta para los militares, sino que había que atraerse a la gente que estaba titubeante entre la causa del rey y la insurgencia y, sobre todo, gobernar a las fuerzas armadas, engrosadas tan caóticamente por la guerra. La propaganda de censura que se había lanzado contra los rebeldes en la primera etapa, fundamentalmente, a partir de la toma de Guanajuato, estaba ahora volviendo la cara contra la causa buena y el gobierno que encabezaba Calleja, quien seguramente así debió entenderlo. Por otro lado, no se debe desestimar el grado de autonomía que habían adquirido esos comandantes que, ayudándose de la distancia que había entre ellos y el poder del virrey, se manejaron independientes de sus influencias y órdenes.64
Calleja, que observaba abatido esta situación insostenible, comunicó a las autoridades metropolitanas a finales de 1814 que, “para reprimir los excesos de la tropa”, era conveniente “reducir a los oficiales a sus deberes, asegurar la mayor exactitud en el servicio y restablecer la disciplina militar en los cuerpos del Ejército de estos dominios”. Por ello, se fijó el objetivo de obligar “a los jefes de los cuerpos hacer que se cumplan mis órdenes y la imposición de las penas y correcciones que ellas establecen, o darme parte con las sumarias y procesos respectivos según corresponda”, es decir, tener un mayor control por parte de los oficiales sobre sus subalternos.65
En la serie de bandos, que el virrey Calleja dictó en 1813, se puede ver su conocimiento de las conductas arbitrarias que cometían los militares contrainsurgentes de todas las clases. Podríamos decir que esta medida no alcanzó demasiado éxito, pues por ejemplo, se observa que en 1819, el subdelegado de Huetamo, Juan José Bernal, se quejaba de los mismos problemas, y pedía el apoyo del intendente Merino y del comandante Gabriel de Armijo para “impedir la diversidad de abusos que se cometen”. Había ya demasiadas y “repetidísimas quejas” sobre “los ultrajes y malos tratos que diariamente experimenta por los señores comandantes subalternos”.66
Estos edictos, con todo, fueron de suma importancia política, ya que tratar de contener los excesos se volvió más imperante cuando, desde el campo de batalla enemigo, vinieron señales que denotaban la necesidad de “endulzar” las formas de hacer la guerra. Quizás no llegaron a ser efectivos, pues la violencia indiscriminada siguió imperando, pero se trataba, sobre todo, de dar una imagen más conciliadora de la que se venía aplicando.
Aquí, lejos de plantear que el bando virreinal fue el que más usó la violencia extrema e indiscriminada, se han ejemplificado las acciones que llevaron a cabo algunos comandantes de la contrainsurgencia, pero también el intento de detenerlos por parte del virrey Calleja, y ahora veremos un poco de la respuesta que se dio desde el campo de batalla insurgente, pues, como señala Kalyvas, “mostrar que una facción fue más violenta que la otra absuelve a la menos violenta”,67 lo cual no pretendemos.
La contraparte insurgente
Del mismo modo en que las medidas económicas y fiscales entraron en un juego de espejos y esponjas entrambos bandos, donde las providencias del enemigo eran origen y consecuencia de las propias,68 también en los intentos de restringir las arbitrariedades y el despotismo, estuvo el gobierno virreinal al tanto de lo que sucedía con las tropas insurgentes, y viceversa. Las autoridades se vieron en esa necesidad de poner freno a los excesos que cometían sus soldados para dejar de recibir mala propaganda, es decir, por una razón política, pero también estas prevenciones respondieron a la necesidad de contrarrestar idénticas medidas que se estaban llevando a cabo en el lado de los insurgentes.
Por ejemplo, José María Morelos ordenó en septiembre de 1812 a Valerio Trujano que procediera “contra el que se deslizare en perjudicar al prójimo, especialmente en materia de robo o saqueo, y sea quien fuere, aunque resulte ser mi padre”.69 También aquí, como señala Marco Antonio Landavazo, “más que los excesos, eran sus efectos políticamente funestos lo que empezaba a preocupar a los líderes rebeldes, pues las inconformidades de muchos vecinos iban en aumento”;70 su razón también era política.
El grueso de los dirigentes rebeldes, como era obvio, también llegó a la conclusión de que sus actos, que de la misma forma rayaban en lo excesivo, les estaban alejando adeptos. Por ello, sus principales líderes tendieron a publicar bandos en que se tomaban providencias para evitar esos “males más terribles que los de la misma guerra”, como decía José María Cos, quien además señaló en 1813 que había una preocupante pérdida de adeptos, pues los actos arbitrarios de la insurgencia habían “obligado a los buenos americanos a pasarse al partido enemigo para libertar sus familias y personas de semejantes calamidades”.71
La preocupación insurgente por detener estas medidas era clara, como lo muestra una carta interceptada por Iturbide, donde Ramón Rayón decía a Tomás Valtierra “Salmerón” que adiestrara a sus hombres
para que no abusen de la comisión, y perjudiquen a los vecinos. A éstos los tratará usted con la mayor política y agrado, para que no desmayen a vista de nuestras adversidades y para contrapesar la conducta de los gachupines, que también empiezan a tratar a los pueblos con dulzura, satisfechos de que el rigor no es bastante a quitarlos de Insurgentes.72
Como se puede ver, la tendencia a “endulzar” el trato por parte del gobierno virreinal estaba siendo evidente y, como respuesta, el otro bando emulaba tales acciones. No es posible comprender las medidas tomadas por un grupo sin atender al otro, pues, así como la violencia apareció, simultáneamente, desde el primer momento, también cuando las arbitrariedades alcanzaron su mayor nivel, uno y otro bando tendieron a la templanza de sus medios de combatir, pues sus filas se veían seriamente disminuidas por una importante desbandada de adeptos que, en vista de los excesos que los líderes cometían, preferían dar su fidelidad al grupo opositor.
Al observar en conjunto el acontecer de la lucha, se pueden ver los movimientos de las piezas de ajedrez, cuyas tácticas, unas veces, debían ser agresivamente ofensivas y, otras, estratégicamente defensivas.
Consideraciones finales
A principios de 1816, el cura Antonio Joaquín Pérez volvió a la Nueva España y comenzó una abierta confrontación con el virrey Calleja, lo que acabaría con la destitución de este último. El primero, recién nombrado obispo de Puebla, denunciaba la crueldad y salvajismo del virrey, y señalaba que por su flexibilidad había dejado impunes algunas “venganzas y permisiones con la tropa”.73 Incluso, como señala Juan Ortiz, “hasta el monarca Fernando VII se inquietó ante las denuncias por la violación a las leyes y a la población civil, por el abuso de poder y la corrupción que imperaba entre los miembros del ejército y que Calleja había tolerado”.74
La conducta que Pérez le imputaba al comandante no difería mucho de la realidad, y así lo muestra una amenaza que hizo Calleja en 1814 por la falta de disposición de los vecinos principales de la capital: “tampoco han faltado personas que hayan tenido la temeridad de resistirse abiertamente a los esfuerzos del gobierno. [Por lo que] ha sido necesario emplear contra estas personas las amenazas y aun la fuerza para reducir el efecto de su pernicioso y escandaloso ejemplo”.75
Sin embargo, por lo que se vio en la segunda parte del artículo, existió un intento de su parte por frenar las arbitrariedades de esa violencia indiscriminada, tratando de redireccionarla hacia los enemigos insurgentes, pero también buscando la aprobación de la población que miraba expectante. La conducta de Calleja tuvo que modificarse a partir de marzo de 1813, cuando tomó las riendas del virreinato. Él, que como militar había implementado esa política de insubordinación respecto a la autoridad civil, ahora debía intentar sujetar a su mando a todos los oficiales y comandantes que obraban con autonomía, y manifestarse en contra de tales actitudes abusivas, pues sabía las implicaciones que ellas podían tener para el devenir de la guerra.
El gobierno virreinal observó que sus mecanismos, excesivos como vimos, no sólo no estaban cumpliendo su misión de acabar con la rebelión, sino que, por el contrario, estaban atentando contra la empresa de mantener el dominio colonial y dar certidumbre y tranquilidad a la población en general. Las autoridades se dieron cuenta de que con su modo de maquinar la contrainsurgencia se estaban ganando más enemigos de los que estaban erradicando. Y si bien parece exagerada la idea de que “en la guerra civil de 1810 no existió un código ético que limitara o que frenara el abuso de los soldados sobre la población civil [pues] en todo momento dominó la voluntad de los jefes militares, bien fueran realistas o insurgentes”,76 ya que existía un código de comportamiento fundado en preceptos religiosos de la cultura cristiana, es cierto que el gobierno se vio en la necesidad de retractarse en su ofensiva aniquiladora, la que había ayudado a los comandantes virreinales a actuar con plena independencia.
Era necesaria una política de fuerte control con sus soldados en este momento de tan altos índices de desobediencia y, sobre todo, ante la moderación que estaban comenzando a implementar los dirigentes de la insurgencia. Al final, todo fue caldo de cultivo para los sucesos de 1821, cuando las tropas militares, por un lado, y las poblaciones civiles, por otro, optaron por la solución de la trigarancia, para terminar con una guerra tan larga, cruenta y desgastante como la novohispana. Era necesaria una salida pacífica.