Desde los años ochenta, una verdadera “inflación” (Heinich, 2009) o “efervescencia patrimonial” (Juhé-Beaulaton et al., 2013) parece haber afectado al mundo, en todo caso a la unesco, la organización de las Naciones Unidas que defiende la educación, la ciencia y la cultura (Bendix, 2012; Berliner y Bortolotto, 2013). El patrimonio alimentario, en particular, ocupa mucho espacio, tanto en la sociedad civil como en las esferas de decisión política (Tornatore, 2004). Para entender las razones de estos acontecimientos es importante recordar algunos asuntos.
En 1982, la Declaración de México1 sobre políticas culturales constituyó un momento histórico: en ella se reconoce la importancia de las “[...] creaciones anónimas surgidas del alma popular, y [...] el conjunto de los valores que dan un sentido a la vida.” Dicha Declaración amplía la definición de patrimonio, hasta entonces reservado para referirse al arte grandioso y a las construcciones espectaculares. Se sumaron, a partir de ello, temas o asuntos considerados “sensibles”, como son la música, los bailes, los juegos o las mitologías, y también creaciones de los “actores del pueblo” como las poblaciones indígenas.
En 1989, salió la Recomendación sobre la Salvaguardia de la Cultura Tradicional y Popular. La iniciativa pretende ser una respuesta a los riesgos de uniformización de las prácticas y de los valores culturales resultantes de la globalización, la industrialización y la galopante urbanización del mundo. La idea era compartir los beneficios de la patrimonialización con las culturas no occidentales, hasta entonces marginadas. Le siguieron varias Declaraciones universales sobre la diversidad cultural, aparecidas en 2001 y 2002. Pero se considera como la más importante la Convención de 2003, sobre el denominado “Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad” (PCI),2 ya que integra las prácticas y los conocimientos sociales ordinarios, y abrió la posibilidad de incluir la alimentación.
Para terminar esta breve sinopsis, es importante subrayar que el contexto está enmarcado dentro de los arduos debates entre Estados Unidos de América y el resto del mundo, en particular Francia, sobre el asunto de la “Diversidad Cultural” y del estatus no comercial, o intangible, de los bienes culturales (Benhamou, 2011). Frente a la generalización del libre comercio, resulta urgente encontrar alternativas. La intención, nos dice Julia Csergo (2016: 191), es de “[...]desarrollar, fuera de la omc, vulnerable a las presiones americanas [...], un instrumento internacional sobre la diversidad cultural, que sea liderado por la UNESCO.” En 2005 se promulgó la Convención sobre la protección y la promoción de la diversidad de las expresiones culturales. Su finalidad era proteger, precisamente, los elementos que representan la diversidad cultural. En la medida en que los elementos son inscritos en el patrimonio, se someten a las reglas de los Estados y escapan entonces a las reglas del libre comercio internacional.
Por lo tanto ¿qué pasa con el patrimonio alimentario?
Después de una década, el número de expedientes de candidatura para el patrimonio alimentario no deja de crecer: “Hasta la fecha, -escribe Csergo-, representan un total de 10% o sea 29 de los 291 elementos inscritos. [...] su importancia pasó del 3.5% en 2009 al 18% en 2015, el año en que ellos representan el 2% de las inscripciones en la lista representativa” (2016: 198-199).
América Latina no se queda atrás, aunque sólo cuenta con dos patrimonios alimentarios inscritos: el primero es de Guatemala, con “La ceremonia de Nan Pa’ach”,3 dedicada al maíz, y está en la Lista de Urgencia; el segundo es México. De las 49 prácticas latinoamericanas registradas, varias aluden de forma explícita a la alimentación.
Fue México, en 2005, el primer país que inició un proceso de inscripción (Pilcher, 2008). Al principio, su candidatura fue negada con el motivo de que podía servir a los intereses de los comerciantes de maíz, y no a las comunidades locales. En 2010, “La cocina tradicional mexicana, cultura colectiva, viva y ancestral” fue registrada en la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. En este caso, fue la región de Michoacán la seleccionada para representar la cocina mexicana en su conjunto. Con “La comida gastronómica de los franceses”, Francia también fue seleccionada en 2010, pero por razones diferentes. Más tarde, en 2013, varios países de la cuenca mediterránea lograron registrar el expediente sobre “La dieta mediterránea”, también con motivos diferentes a los anteriores (Laborde y Medina, 2015).
Hay que reconocer la heterogeneidad del lugar que ocupa la alimentación en los expedientes. En el caso francés, la alimentación no es central, sino transversal: sirve para reforzar un rito colectivo, la comida gastronómica y asimismo sellar la pertenencia a una colectividad: la francesa. Pretende destacar el papel fundamental de los códigos de conducta, el tono de las conversaciones o los valores de socialización que sugiere. La alimentación como “producción concreta” importa poco (Csergo, 2011). Es el ritual de la comida lo que permite consolidar la identidad de un grupo, lo que se considera crucial. En el caso de México, se convoca a la alimentación más directamente a través de la milpa, los modos de cultivo, las técnicas de preparación, de cocción o de conservación. Por lo que toca a la dieta mediterránea, se privilegia la buena convivencia y las producciones artesanales, pero también la dimensión de la salud (Serra-Majem y Medina, 2015). Otros expedientes, como “El arte del pan de especia en Croacia del Norte” (2010) o “El wakoshu, las tradiciones culinarias de los japoneses, en particular para celebrar el Año Nuevo” (2013)4 evocan la alimentación, pero de manera muy distinta: van del rito al festival de productos locales, pasando por el saber hacer, las cocinas tradicionales, los mercados, las formas de consumo, la conservación de la naturaleza y la preservación de la salud (Cang, 2015).
Para ilustrar los variados tratamientos que se da a la alimentación en los expedientes, es interesante evocar en contrapunto el ejemplo de “Las fiestas indígenas [mexicanas] dedicadas a los muertos” inscritas desde 2008 en la unesco. Citemos el expediente: “Para facilitar la vuelta de los espíritus sobre la tierra, las familias extienden pétalos de flores, velas y ofrendas a lo largo del camino que conduce de la casa al cementerio. Los platos preferidos del difunto están preparados y dispuestos alrededor del altar familiar y de la tumba, en medio de flores y diversos objetos de artesano típicos como las muñecas de papel.”5 Aunque ocupa mucho espacio en el altar y constituye un tema transversal, la alimentación no es el eje del expediente. Para los antropólogos (Lozada, 2008, por ejemplo), este asunto es muy discutible en la medida en que los altares edificados favorecen un tipo de consumo simbólico y real de alimentos entre los vivos y los muertos, y que le da su significado a la fiesta.6 Resultaría fácil multiplicar ejemplos de este tipo, tanto en México como en otras partes del mundo.7
Entre gastropolítica, operadores privados, investigadores y comunidades locales
Pero ¿quiénes son los encargados de los expedientes presentados en la unesco? En América Latina, el “tratamiento patrimonial de la alimentación” (Matta, 2016a) es frecuente en el debate público, en las políticas públicas y en las comunidades locales. El tratamiento incorpora una serie de dispositivos técnicos, como la protección jurídica, la conservación preventiva, la salvaguarda, la transferencia, la transmisión, hasta la mediación cultural. Puede ser operado a varias escalas por actores políticos, económicos o científicos, que no siempre actúan de forma coherente y no comparten los mismos puntos de vista e intereses.
En un mismo país, por ejemplo Perú, (Matta, 2013, 2016a), la patrimonialización se articula a programas políticos y culturales que siguen la voluntad del Estado central para valorar territorios y productos locales. Estos programas están por lo general vinculados al turismo, al desarrollo y al sector agro-industrial.8 Por otra parte, la patrimonialización puede surgir de iniciativas locales, indígenas y campesinas. Estas iniciativas reflejan más o menos las políticas públicas y privadas de desarrollo, recogidas por múltiples organizaciones no gubernamentales. En ese caso, el tratamiento patrimonial responde a motivaciones que no son estrictamente económicas: ellas se refieren a otras aspiraciones más amplias, como la integración territorial, política y cultural; y de forma más general al reconocimiento ciudadano y de la identidad.
Es importante detenerse sobre la multiplicación de los actores implicados en la patrimonialización. Según los casos, los responsables de los expedientes de candidatura son comités ad hoc, compuestos por políticos y científicos, directamente nombrados por las instancias políticas, como en Bolivia; otras veces, se trata de operadores privados, empresarios, diplomáticos o representantes locales que han recibido el visto bueno de las autoridades políticas, como es el caso del “Conservatorio de la gastronomía mexicana”.9 El tema de los investigadores, en particular de los historiadores y antropólogos, aporta muchas enseñanzas: ilustra las tensiones entre los intereses políticos y económicos por una parte, y las consideraciones científicas y a veces “populistas” por otra (Hafstein, 2009; Bortolotto, 2011; Csergo, 2011; Naulin, 2012; Tornatore, 2012).
El caso de Perú ejemplifica muy claro estas tensiones (Matta, 2013). De hecho, el primer expediente, más sólido a nivel científico, fue bloqueado en 2009 por la delegación peruana en la unesco con el argumento de que era “demasiado antropológico” y “excesivamente culturalista”. Por temor a fracasar, el expediente ha sido retirado. Raúl Matta explica que, en ese caso, los intereses diplomáticos y la razón de Estado priman sobre la cualidad intrínseca del expediente. En el proceso de Francia, Csergo (2011: 1-3) explica que una red de investigadores ha sido impulsada por el Ministerio de Educación para proponer y defender la idea de una candidatura sobre la “gastronomía francesa”.10 Es sólo en una segunda fase que el poder político y los representantes del sector de la gastronomía se han apropiado del expediente.
Se deduce de estos dos ejemplos que el lugar y el papel del investigador en la patrimonialización es bastante variable. Los que nombré los “fabric-actores” de patrimonio en un libro reciente (Suremain y Galipaud, 2015) actúan en un marco institucional, con fondos públicos o privados. Según el contexto, son asociados a la construcción de proyectos patrimoniales, con o sin poblaciones locales. A veces son solicitados para justificar y validar científicamente las iniciativas políticas o locales; asumen otras veces la “vigilancia institucional” o participan en el control de la valoración del patrimonio. En la mayoría de los casos, no hay rupturas francas entre estos diferentes roles, sino más bien una interacción, incluso una cierta complementariedad. A nivel teórico, existe un tipo de continuum cuyos extremos son “la instrumentalización” del investigador, por un lado, y la “participación militante” del investigador, por el otro. El reto es reflexionar sobre las latitudes teóricas, metodológicas y éticas de las que dispone el investigador, teniendo en cuenta su anclaje disciplinario y el contexto más amplio de su investigación.
Entre patrimonio y desarrollo: Las rutas del chocolate en México
Tomemos ahora el ejemplo de las rutas gastronómicas que proliferan en todo México. Ellas ejemplifican las relaciones ambiguas entre patrimonio y desarrollo. ¿Pero qué son exactamente?
Un primer nivel de análisis permite identificar diferentes rutas por tipo de alimento: por ejemplo, el chocolate, el mezcal o el mole; pero también por tipo de tradición culinaria, como “la maya”, “la colonial del Valle Central” o “la urbana”; o por tipo de temáticas asociadas a la gastronomía, como “el chocolate y las pirámides”, “el mezcal y las haciendas” o “el mole y los conventos”. Un segundo nivel de análisis permite identificar varios tipos de promotores patrimoniales: por ejemplo, las Secretarías de cultura o de turismo; el estado de Quintana Roo; la asociación de jefes de cocina de la Ciudad de México; las asociaciones de agencias de viajes de San Miguel Allende; o también un grupo de investigadores, como en el pueblo de Real de Catorce.11
Una primera constatación es que una ruta que se presenta como “bien identificada” no lo es en absoluto. De hecho, el estatus de cada ruta es muy distinto: algunas son oficiales, otras no, unas cuentan con apoyo jurídico-legal, otras no, hay casos que reciben apoyo financiero por parte del sector industrial o del Estado, otras no.
Me parece importante detenerme sobre el ejemplo de una de las numerosas rutas del chocolate en Yucatán. Una etapa importante del itinerario es la “doble visita” de la pirámide maya de Uxmal y del museo del chocolate,12 ambos ubicados a 500 metros de distancia. El museo cuenta con la reconstitución de una casa patronal, rodeada de animales silvestres, de cacaotales y de plantaciones hortícolas con vocación pedagógica. La mayoría de las plantas que se exhiben no son locales, incluyendo al cacao. Y, debido a la ausencia de lluvia durante la mayor parte del año, el terreno esta irrigado constantemente gracias a un sistema sofisticado, lo que obviamente no ocurre en las zonas cacaoteras tradicionales. El visitante sigue entonces un sendero pedestre y se detiene en varias chozas construidas “al estilo maya”, en donde puede descubrir las etapas de la elaboración del cacao.13
El clímax de la visita ocurre cuando el sonido sordo de una concha marina llama su atención. El músico está totalmente pintado de azul brillante; descalzo y tiene su cabello largo y suelto. Su mirada y actitud se perciben muy serias, casi severas; se supone que encarna “al indígena” de la gloriosa época maya prehispánica. Sin que tenga que pronunciar una sola palabra, el músico dirige al visitante hacia un cobertizo con techo de paja. Desde allí, puede apreciar la “ceremonia del cacao”, o sea, un tipo de “performance neo-india” en la jerga de la antropología posmoderna. A grandes rasgos, se trata de una decena de hombres robustos, mejor llamados “hombres cacao”, que bailan cantando alrededor de un altar sobre el cual reposa una imitación de mazorca de cacao grande. Luego, los “hombres cacao” imploran a la mazorca en voz alta y en idioma maya. La ceremonia dura unos 15 minutos y se termina con la “limpia espiritual” del visitante. El curandero usa mazorcas y hojas reales de cacao para proceder, se ve muy serio y no intercambia ninguna palabra con sus pacientes durante las limpias.
Las paradojas múltiples del patrimonio
Más allá de la dimensión medio irónica o medio seria de la ceremonia, ¿Qué se puede inducir de las relaciones entre patrimonio y desarrollo?
En primer lugar, la puesta en escena casi surrealista del cacao como planta y alimento nativo no deja de sorprender por su contradicción: por un lado, las informaciones botánicas e históricas han confirmado la escasez de la planta en la región, por el otro, la ceremonia insiste en la continuidad histórica del cultivo del cacao que en realidad no existe en Uxmal. Como sucede para el café en San Cristóbal de Las Casas, por ejemplo, el cacao se ha recuperado para promoción turística. Así que el cacao sirve no sólo para justificar la existencia del museo, sino también para darle una connotación cultural a la empresa belga que lo administra. De hecho, ésta administra otros museos en París, Brujas y Praga. Es obvio que tienen muy pocos cacaotales en la zona, los pocos que tiene estarían en Tabasco, Oaxaca o Chiapas, e importa la mayor parte de la pasta. De cierto modo, la empresa “inventa una tradición”, tanto a nivel agronómico como a nivel del consumo. En este sentido, la ruta del cacao crea un “anacronismo imaginario”, pero con consecuencias económicas reales.
En segundo lugar, la valoración del cacao se fundamenta en la selección de una serie de prácticas culturales supuestamente mayas (Díaz, 2012). La ceremonia exhibe reproducciones de esculturas, estelas u otros artefactos prehispánicos que se pueden apreciar en el sitio cercano de Uxmal. Hace también eco del espectáculo nocturno de luz y sonido del sitio durante el cual las referencias al cacao son numerosas. Eso provoca un tipo de “anacronismo espacio-temporal” que participa de la visión medio exótica y medio esotérica del cacao. Esta visión corresponde asimismo a la representación que hizo el Gobierno mexicano de la población maya cuando definió la ruta del chocolate como “El misterio y el origen de los Mayas”.14 Tal vez el anacronismo permite ocultar ciertas partes de la historia o algunos actores molestos, en este caso los indígenas y campesinos contemporáneos. A nivel más general, me atrevería a decir que el anacronismo es constitutivo de la consolidación del patrimonio.
En tercer lugar, la ceremonia del cacao del museo resulta de la apropiación de un ritual campesino que se realiza en una comunidad que colinda con el museo. Se trata de un ritual de petición de lluvia para los maizales que dura varios días en el mes de mayo. Los campesinos explican que los empleados del museo y los actores de la ceremonia son originarios de la comunidad. Dicen también que la empresa les ha pedido transformar su rito en espectáculo15 a cambio de dinero. Además, los campesinos explican que, hace pocos años, la empresa se apropió de las tierras de la comunidad, gracias a las “amistades” del dueño con el exgobernador de Campeche. Estos elementos destacan el doble proceso de “desposesión” que sufre la comunidad a nivel territorial y cultural. A tal punto que, a la ceremonia del cacao, se la podría llamar “ritual de desposesión”.
En fin, los que ganan mucho dinero no son los empleados del museo, sino los beneficiarios privados. Tampoco el hecho de que estos empleados sean originarios de una comunidad implica un beneficio para ella. A escala del país, es marginal el cacao producido que no sea absorbido por las grandes plantas industriales. Eso se debe no sólo a la política de compra-venta del cacao sino también al proceso de monopolización de las tierras privadas y ejidales por parte de las grandes empresas desde hace varias décadas, con el fuerte apoyo de los gobiernos. Como en el caso de la ruta del tequila o del café, la del cacao en Campeche beneficia hoy en día más a las empresas privadas que al campesinado local. A tal punto que, en el contexto de Uxmal, podríamos rebautizar la ruta del chocolate como “la ruta de Choco-Story”, del nombre de la empresa que lo administra.
Patrimonio, salud y marketing
Más allá del caso emblemático del cacao ¿cómo evitar las desviaciones de la patrimonialización? Desde 2008, se supone que las directrices operativas de la Convención permiten evitar los beneficios comerciales abusivos en relación al uso del patrimonio. Se trata en particular de defender los intereses de las “comunidades titulares”, del saber hacer y de las prácticas alimentarias. Sin embargo, estas directrices no impiden a los actores del sector gastronómico y turístico utilizar el patrimonio como un tipo de “marca de fábrica” de calidad, sin la menor distribución, aunque simbólica, para las poblaciones locales.
Así, además del cacao, numerosos alimentos estampillados como “indios” están de moda en la actualidad. Percibidos como “alimentos de pobre” hasta hace 10 años, los insectos, la quinoa, la chía, la llama, el acai, la maca, el cuye o el pulque, figuran hoy en el menú de los grandes restaurantes de México o Lima (García, 2010). Se presentan como alimentos “auténticos”, “verdaderos” o “puros” (Suremain, 2013). Pero, para que sea operativa esta valoración, los alimentos de pobres deben sufrir una descalificación y una calificación real y simbólica previa. Es necesario borrar sus orígenes sociales y culturales indígenas e investirlos de otros, a saber “el look”, “lo sano” y “lo duradero”. Sólo así se vuelven “mexicanos” o “peruanos”, y entonces comestibles, sin temor a riesgos físicos o culturales.
El discurso marketing va más allá de la simple creación de una nueva mirada al alimento (Matta, 2016b). Agrega dimensiones que reflejan las preocupaciones del momento: estos nuevos alimentos no sólo son buenos para la salud, ¡sino además para todo el planeta! El uso de esos valores es incomparable: de un cierto modo, los super food de origen indígena vienen a contradecir los excesos de los global food de la globalización. En fin, estos valores proporcionan un “suplemento de alma” al consumo: ellos atribuyen un valor moral transcendental que da sentido a la anomia alimentaria que caracteriza la modernidad (Fischler, 1990).
Es evidente que los argumentos no son siempre fundados. La dieta mediterránea es ejemplar desde este punto de vista. Considerada como preventiva, ésta no existe como tal en ninguna parte de la cuenca mediterránea. Es verdad que no es así en el Magreb, donde la obesidad, la hipertensión y la diabetes están explosivamente presentes; no en Grecia, donde la crisis económica priva a la gran mayoría de la población el acceso a los productos frescos. Pero importa poco la diferencia entre el modelo teórico y la realidad ordinaria: el discurso médico y el discurso patrimonial son aliados en un cóctel marketing de los más eficaces.
El valor democrático del patrimonio
Frente a estos ejemplos un tanto deprimentes, ¿podemos plantear algo positivo? La alimentación siempre ha sido un intenso marcador de la identidad, y uno de los retos de la patrimonialización en América Latina es la valoración simbólica de las “raíces indígenas de las cocinas locales” (Díaz, 2012; Bak-Geller, 2015). Paradójicamente, este reto contradice lo que ocurre en la sociedad que sigue estando fragmentada. A diferencia de Francia, el patrimonio alimentario es un elemento de afirmación de la Nación. En México o en Perú, la alimentación se vincula al derecho a la tierra. Los pobres hablan de “justicia alimentaria”, las comunidades rurales hablan de “patrimonio biocultural” en un sentido muy amplio con fines de reclamaciones territoriales (Brulotte y DiGiovine, 2014; Katz et al., 2016).
En Brasil, por ejemplo, la patrimonialización es un poderoso incentivo para las políticas públicas de lucha contra la pobreza. El programa gubernamental para la adquisición de alimentos favorece la transmisión de las “prácticas alimentarias tradicionales”, incitando la compra de productos locales procedentes de la agricultura familiar para los almuerzos escolares. Para los pueblos indígenas aislados, esto significa que una parte de los alimentos industrializados y llevados por avión es sustituida por los productos locales. La alimentación local es así revalorada entre los jóvenes. Ahora, se podría criticar este incentivo en la medida en que supone que los indígenas no pueden tener otras necesidades alimentarias.
En las grandes metrópolis de América Latina, como en provincia, son muchos los “festines de insectos”, los “etno-festivales gastronómicos” y los mercados orgánicos y artesanales que promuevan los productos y las cocinas locales. En la ciudad, estos acontecimientos atraen a las capas sociales acomodadas (como hipsters o “bobos branchés”). Ahora, en las pequeñas ciudades, y en el campo, el interés financiero relacionado con la explotación turística no es el único objetivo. El patrimonio alimentario puede llegar a ser un potente vector de integración social, cultural y política. Raúl Matta (en prensa) lo demuestra con el ejemplo de las llamadas “cocineras tradicionales” que aparecieron tras la nominación de la “cocina tradicional mexicana” como Patrimonio Inmaterial. Explica cómo estas mujeres pobres de Michoacán u Oaxaca se han vuelto famosas bajo el auspicio del Conservatorio de Gastronomía Mexicana y de las Secretarías de Turismo; esas mujeres adquirieron una nueva fama mediante su participación en ferias regionales, nacionales e internacionales. En este caso, el patrimonio se ve claramente apropiado por los actores con el fin de mejorar su estatus social.16 En algunos casos, el patrimonio otorga la voz a actores que, por lo regular, quedan sin voz. De manera local, éste se convierte en una herramienta de lucha contra las desigualdades y para la democracia. Es cierto que no podemos generalizar esta conclusión: la relación de fuerza es casi siempre desigual entre los actores, a pesar de las promociones sociales favorables a escala local (Iturriaga, 2010). Se debería documentar estos fenómenos para tener un mejor entendimiento de los procesos de apropiación y de iniciativas patrimoniales.
Conclusión: Anacronismo patrimonial y narrativa patrimonial
Para concluir, quisiera cuestionar lo que revela el patrimonio de una sociedad, sobre todo de su relación con el pasado, el presente, el futuro, y también con sus poblaciones “pobres”. Así como ya lo subrayaron varios autores ( Jeudy, 1990, Rautenberg, 2003, Heinich, 2009) el surgimiento del patrimonio significa una ruptura en la historia de las sociedades. De hecho, producir patrimonio es un privilegio de las sociedades supuestamente “modernas” o “desarrolladas”. Ninguna, en el pasado, puso en ejecución tantos dispositivos normativos y universales para salvaguardar, promover y valorar las prácticas culturales. ¿Cuál es el proyecto de sociedad más amplio al cual reenvía tal iniciativa de producción de normas globalizadas?
En cierto modo, la patrimonialización podría hacer eco a lo que señaló Claude Lévi-Strauss (1998) respecto a las “sociedades frías” en oposición a las “sociedades calientes”. Para que conste, las segundas son las sociedades industriales y occidentales que conocen una transformación cultural permanente. Las primeras, son “[...] sociedades que producen poco desorden, lo que los físicos llaman ‘entropía’, y que se mantienen en su estado inicial, lo que explica que nos aparecen como sociedades sin historia y sin progreso”. Se trata entonces de sociedades para las cuales el pasado nunca termina, porque perdura en la tradición que domina al presente y prevé un futuro sin sorpresas. Ahora ¿las sociedades que conocen la “inflación patrimonial”, como México o Francia, se relacionarán con sociedades frías? ¿Será que observamos una inversión de la división efectuada por Lévi-Strauss entre “sociedades modernas”, que serían frías, y “sociedades tradicionales”, que serían calientes?17
Es verdad que una cierta concepción del patrimonio tiende a inmovilizar prácticas y objetos culturales que, por definición, cambian con el tiempo, en su forma, y función como significado (Bastide, 1971). La Convención de la unesco se distancia claramente de tal concepción congelada: indica que las prácticas inscritas en las Listas deben ser “vivas” e integrar las transformaciones. Sin embargo, esta recomendación queda más a menudo utópica, porque los actores locales no la interpretan así. Como lo muestran las rutas del cacao, o la dieta mediterránea, los actores tienden a inmovilizar prácticas alimentarias en gran parte ya desaparecidas.
Sería pues para el turista, el cliente o para el “otro exótico” que todavía existiría el objeto patrimonial eufemisado para la ocasión.
El caso del patrimonio alimentario es claro ejemplo de la disonancia entre normas globales y locales. Para ilustrar esta disonancia, volvamos un instante sobre el recurso al anacronismo, más o menos consciente e instrumental, del que se vio que era un motor poderoso de legitimación patrimonial. De manera global, el anacronismo consiste aquí en operar una selección, en el pasado, de un cierto número de “rasgos culturales” y de reagruparlos con el fin de crear una práctica unificada y en apariencia actual. Criticado con fuerza por la antropología histórica, el anacronismo acaba en una apariencia de realidad que no corresponde a ninguna práctica real. Las rutas gastronómicas ilustran esta situación. Los actores que se benefician de ellas, “viven” del anacronismo.
Pero el anacronismo pasa también por otra lógica que consiste en producir un “presente eterno”. Es lo que llamo el “anacronismo patrimonial” que reenvía al “presente etnográfico” (Fabian, 1983) denunciado por los mismos antropólogos: si este método permite hacer entender el “cómo esto funciona”, no permite apreciar las temporalidades que se dan en la construcción de las prácticas. Es lo que Fabian llama la “negación de temporalidad” (denial of covealness), recuperada por Bensa (2006) cuando él habla de “negación de historicidad”. Es también lo que Hobsbawn y Ranger (1992) conceptualizan como la “invención de la tradición”, apoyándose en el análisis de numerosas grandes fiestas patrióticas que refuerzan el sentimiento nacional de identidad. La patrimonialización permite apreciar el rol central del imaginario y de los imaginarios en estas dinámicas (De Jong y Rowlands, 2007).
Pero nos parece que la reflexión debería desarrollarse más, porque uno de los retos de la patrimonialización consiste en reflexionar sobre la manera en que se ve a la sociedad, así como se ve a sus miembros más pobres, y por tanto sobre el modo en que se reproduce. En este sentido, los estudios sobre la patrimonialización tienen mucho que aprender de las colaboraciones fructuosas con la historia y la filosofía. Para concluir, citaré a Alexis de Tocqueville: “La historia, decía él, es una galería de cuadros donde hay pocos originales y muchas copias.” Gran pensador de la democracia en América, y en otras partes, Tocqueville invita, proféticamente, a reflexionar sobre el futuro de una sociedad que podría sufrir de “patrimonialismo”, es decir de un exceso de patrimonio.