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Trace (México, DF)

versión On-line ISSN 2007-2392versión impresa ISSN 0185-6286

Trace (Méx. DF)  no.79 Ciudad de México ene. 2021  Epub 24-Mayo-2021

https://doi.org/10.22134/trace.79.2021.724 

Sección General

Presencia y valor de los círculos rojos en murales teotihuacanos*

Presence and value of red circles in teotihuacan murals

Verónica Ortega Cabrera* 

Gloria Dolores Torres Rodríguez** 

*Universidad Autónoma del Estado de México, México, coordturismocuvt@gmail.com.

**Instituto Nacional de Antropología e Historia, México, yoyoteca@yahoo.com.


Resumen:

En la pintura mural prehispánica se plasmaron símbolos, escenas reales y ficticias, que nos permiten penetrar el universo ideológico de sus creadores. En Teotihuacán, durante los siglos XIX y XX se recuperó una gran cantidad de vestigios de pintura mural cuyo registro forma parte de la memoria arqueológica de la ciudad. Este trabajo hace un breve recuento de los hallazgos de pintura mural en la urbe del Clásico, hasta los albores del siglo XXI. Gracias al registro detallado, visualizamos la presencia constante de una forma geométrica que podría portar un simbolismo particular: el círculo rojo. Se presenta entonces un recorrido por la arquitectura que ostentó este diseño, para lograr un primer acercamiento al patrón visual que los artistas teotihuacanos alcanzaron con esta forma y al posible valor iconográfico de los círculos rojos en el discurso mural de la ciudad.

Palabras clave: Teotihuacán; arquitectura teotihuacana; pintura mural; círculos rojos; temática solar

Abstract:

In Teotihuacan during the XIX and XX century many remains of wall paintings were recovered from the inside of houses and public buildings. The goal of this research paper is to give a brief account of the mural paintings discovered at the ancient city till the beginning of the XXI century, we have implemented a systematic registration project, which in the end will constititute one of the most complete memories of this artistic expression. Thanks to the detailed surveys, we have been able to recognize the constant presence of geometric shapes that could carry a particular symbolism: the Red Circle. There is then a tour of the architecture that held this design, whit the aim of achieving a first approach to visual pattern that Teotihuacan artists succeeded whit this form, and the possible iconographic value the red circles in the discourse mural in the city.

Keywords: Teotihuacan; architecture of Teotihuacan; mural painting; red circles; solar theme

Résumé:

À Teotihuacán, au cours des XIXe et XXe siècles, de nombreux vestiges de peintures murales ont été retrouvés, dont l’archivage fait partie de la mémoire archéologique de la ville. Cet ouvrage retrace brièvement l’évolution des découvertes de la peinture murale dans la période classique de la ville jusqu’a l’aube du XXIe siècle. Grâce à ce registre détaillé, nous visualisons la présence constante d’une forme géométrique pouvant porter un symbolisme particulier: le cercle rouge. Une visite guidée de l’architecture qui a mis en lumière ce dessin est présentée, a fin de réaliser une première approche du motif visuel que les artistes de Teotihuacan ont élaboré avec cette forme et de la valeur iconographique des cercles rouges dans le discours mural de la ville.

Mots-clés: Teotihuacan; architecture Teotihuacan; peinture murale; cercles rouges; thème solaire

Introducción

Entendida como una de las manifestaciones culturales características de la antigua ciudad de Teotihuacán, y parte constitutiva de una arquitectura singular, la pintura mural fue mucho más que la solución tecnológica para revestir las construcciones, pues a través de ella los artistas desarrollaron expresiones plásticas para crear ambientes que propiciaban la ejecución de ritos y ceremonias, aportando significados y usos a los diferentes espacios de una colorida ciudad cuyos vestigios la definen como metrópoli multiétnica, de diversidad cultural (Manzanilla Naim 2018).

Partiendo del marco histórico de los hallazgos de murales a lo largo de las exploraciones en las antiguas ruinas, damos a conocer la estrategia que se aplica en la actualidad para recuperar la mayor parte de la información que aún subsiste, en la que se privilegia el registro detallado y la digitalización de los datos. Gracias a estos trabajos, hemos identificado una serie de murales que aún conservan rastros de los diseños originales, correspondientes a grandes círculos sólidos, rellenados con color rojo intenso, rojo claro, naranja y rosa, que bien podrían ser analizados como una unidad temática a nivel iconográfico.

Después de una breve reflexión sobre las formas y su significado en los discursos visuales del arte prehispánico -así como de la importancia del color rojo-, presentamos el corpus de murales y su contextualización -como un primer ejercicio en torno a la sistematización de este tipo de expresiones, comparándolas, además, con aquellas que han sido registradas en otras regiones de Mesoamérica y a las cuales se les ha asignado una asociación con cultos solares-, para finalizar con una propuesta acerca del valor simbólico de estos murales en la imaginería artística teotihuacana.

El registro de la pintura mural teotihuacana

La historia del registro de la vasta producción pictórica mural teotihuacana abarca desde finales del siglo XIX hasta nuestros días. A partir de las primeras descripciones de los colores utilizados (Charnay 1987, 146) y las copias fieles de los motivos plasmados (Gamio 1922), se ha tratado de conocer e interpretar su presencia. De estos primeros registros sobresalen las publicaciones de Leopoldo Batres (1906), Antonio Peñafiel (1907) y Manuel Gamio (1922), en las que se incluyen dibujos elaborados por artistas, quienes copiaron las figuras, motivos, diseños y policromía que pudieron apreciar en su momento.

De los registros más antiguos del siglo XIX, conocemos los murales de la Casa Barrios, ubicada en el predio de Teopancazco, poblado de San Sebastián Xolalpan, a unos seiscientos metros al sureste de La Ciudadela, cuyo principal mural, conocido como Sacerdotes frente a un disco solar, fue pintado con una paleta polícroma, en la que predominó el uso del color rojo oscuro. El primer mural que don Leopoldo Batres exhumara en las excavaciones del Templo de la Agricultura, muestra un ave con vista frontal y alas desplegadas, de cuyo pico salía «un hálito negro», el cual Batres interpretó como un símbolo del Mictlán o boca del infierno (Batres 1906, 9). Un diseño más elaborado, localizado en las habitaciones posteriores de esta misma estructura, conocido como el Mural de las Ofrendas, muestra una escena en la que se dibujaron diferentes individuos que traen y piden frutos y semillas a su divinidad. Formando parte de la misma estructura, los restos policromados de flores, semillas, caracoles y conchas plasmados en tres muros ubicados al fondo de un vestíbulo son los que le dan nombre a la estructura. Otro mural más, descrito como diseño de varios atlatl adornados con plumas, con gotas escurriendo -al parecer de sangre-, decoraba también otro aposento del mencionado templo.

Son estos vestigios de pintura mural los que dieron cuenta de la ornamentación que engalanaba la suntuosa y colorida arquitectura del centro de la ciudad. Posteriores hallazgos se irían sumando en las décadas subsecuentes, a partir de exploraciones arqueológicas que dejaron al descubierto conjuntos arquitectónicos como Atetelco y Tetitla -en los años cuarenta- o Zacuala -en la siguiente década-, lo que posicionó a la pintura mural de Teotihuacán como material de estudio y análisis, en una incipiente estrategia multidisciplinar donde el registro de los murales es un primer paso para su conocimiento.

Desde la segunda mitad del siglo XX y lo que va del presente, diversos proyectos de investigación han descubierto restos de policromía en muros y taludes de numerosas estructuras, ofreciendo un panorama de intrincados diseños y variedad de colores. Uno de los más prolíficos fue el Proyecto Teotihuacán 1962-1964, dirigido por Ignacio Bernal y Jorge Acosta, donde algunos de los murales fueron protegidos por la reconstrucción de sus espacios, mientras que otros hubieron de ser desprendidos de su ubicación original, para integrarlos en museos y acervos. A inicios de los años setenta se reportan en el sitio más de doscientas pinturas pertenecientes a cerca de cuarenta estructuras (Millon 1972, 2), lo que trajo consigo el interés por determinar su cronología, las técnicas de manufactura y el significado de sus diseños.

Entre los trabajos realizados, dos han tenido como objetivo principal el registro de toda la pintura mural existente en el sitio arqueológico de Teotihuacán. En 1973, Arthur Miller publicó un amplio registro fotográfico in situ de la misma, llegando incluso a rastrear algunas pinturas que ya habían sido extraídas de su contexto original y no se encontraban bajo la custodia del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH). La ubicación de las pinturas se detalló en mapas de los diferentes conjuntos de la ciudad antigua, y algunas de las pinturas más representativas se registraron mediante gráficos y dibujos del artista F. Dávalos. Su estudio clasificó por primera vez la producción pictórica en diferentes categorías, de acuerdo a su composición y diseño. Incluyó, al final, un apéndice de algunas características físicas de las pinturas, como los minerales constitutivos y el método de preparación.

Dos décadas después, un equipo multidisciplinario del Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad Nacional Autónoma de México (IIE-UNAM), dirigido por la Dra. Beatriz de la Fuente, editó dos volúmenes sobre la pintura mural de Teotihuacán, presentando un copioso catálogo cuyos datos organiza en conjuntos arquitectónicos, aportando nutridas descripciones que incorporan el análisis iconográfico de las escenas. En específico, el segundo tomo, dedicado a los estudios, vierte las investigaciones de varios especialistas que, desde su mirada experta, relacionan los saberes en diversas áreas del conocimiento como biología, arqueología, astronomía, arte y restauración, para comprender no solo la materialidad, sino los posibles significados y funciones del arte mural en la antigua ciudad.

Esta breve exposición sobre la historia de la pintura mural teotihuacana comienza con someras descripciones de colores y formas dentro de un modernizador fin de siglo XIX, hasta destacadas investigaciones actuales, donde el registro forma parte de una metodología de estudio.

Un problema que se nos presenta en la actualidad es que muchos de estos murales solo pueden continuar estudiándose por los registros realizados, ya que desafortunadamente varios de ellos han sufrido las consecuencias de los daños climáticos y antropogénicos, que en algunos casos ha significado inclusive la pérdida total. Conocer el estado de conservación actual de cada mural nos ha llevado a seguir registrándolos, tarea que ha aportado datos que pueden ser relevantes en la continuidad de la construcción histórica del gran acervo pictórico teotihuacano.

Situación actual: El registro y documentación de los vestigios

Estudios precedentes han sido pilares para la comprensión de una realidad que sobrepasa a los vestigios mismos: los efectos del clima sobre ellos y la acumulación de los deterioros, con la subsecuente pérdida de información. El reto actual es conservar los vestigios de pintura mural recuperados a lo largo de muchas décadas de excavaciones y restauraciones, por lo que un primer paso es conocer con certeza qué cantidad del material pictórico dibujado y fotografiado durante los siglos XIX y XX aún pervive. Los esfuerzos del INAH desde el año 2010 se han concentrado en establecer un proyecto de conservación1 de continuidad en la Zona Arqueológica de Teotihuacán, que incluye, entre otras actividades, el registro detallado de la pintura mural en todo el sitio arqueológico (in situ, en fragmentos y con soporte artificial, las dos últimas en bodegas).

Desde la mirada de la conservación, los vestigios de la pintura mural in situ, sin importar su magnitud, constituyen un dato de manufactura original que debe ser registrado y conservado, en respuesta al grave deterioro que han sufrido muchos de los murales presentes en publicaciones especializadas, debido al intemperismo y la insuficiencia de mantenimiento. Así, el registro de la pintura mural in situ es una herramienta para la toma de decisiones en materia de conservación, que además aporta datos sustanciales para definir líneas de investigación.

El proceso metodológico de la recopilación de datos in situ inicia recabando las características básicas que definen a cada elemento arquitectónico con vestigios de antiguo color que son determinadas por observación directa: dimensiones, ubicación, colores, estado de conservación, materiales constitutivos, observaciones varias e imagen; al registro escrito se le suman las fotografías y la identificación de las condiciones de deterioro o manufactura, así como el cálculo aproximado en metros cuadrados de lo que aún pervive de pintura.

Este registro se ha desarrollado tomando en cuenta:

  • Los restos de capa pictórica, sea policroma o monocroma, ubicados en cualquier elemento arquitectónico, incluyendo pisos, columnas, escalinatas, ornamentos de piedra adosados.

  • Todos los muros o taludes de una escena, tema o motivo pictórico, debido al estado de conservación diferencial entre la misma pintura mural de un aposento o espacio arquitectónico.

  • Todos los tamaños de vestigios, aunque sean mínimos, como restos fragmentados producto del deterioro.

  • Los restos de trazos, sean identificables de un diseño específico o simples formas geométricas.

  • Las diferencias de tonalidades en los rojos, sean intencionales de manufactura o producto de deterioro.

Los datos recabados se almacenan en un soporte digital elaborado ex profeso. Esta labor de campo se complementa con un trabajo de documentación continua de acervos arqueológicos y la investigación iconográfica correspondiente.

De una primera etapa de registro de la pintura mural existente in situ, hemos detectado restos de trazos tanto de murales registrados por Miller (1973, 42, 47) actualmente en mal estado de conservación, y también murales registrados parcialmente por De la Fuente (2006, 1: 43, 128, 301, 310); o bien trazos correspondientes a murales desprendidos. Entre estos primeros diseños identificados se encuentran los diseños de círculos rojos, como motivo principal de la composición pictórica y tema central del presente artículo.

Las formas y sus posibles significados

Una posibilidad para el acercamiento a las sociedades antiguas son sus representaciones icónicas, aquellas a las que llamamos pinturas, plasmadas en diversos soportes. Particularmente, para el caso de Teotihuacán, los muros y tableros de muchas de sus construcciones cuentan con imágenes que integran discursos visuales cuyos mensajes aún no podemos descifrar, dada la falta de referentes culturales directos para interpretar las imágenes lo más objetivamente posible.

En este sentido, la historia del arte y los estudios iconográficos se han enfocado a la extracción de significados de los objetos artísticos, para hacer de ellos documentos históricos, asumiendo que tienen como función primaria la comunicación. El análisis iconográfico consiste en la determinación de motivos, tanto aislados como en combinación, que pueden ser relacionados con temas, pues el contenido de la imagen se vincula de manera directa con historias, alegorías o mitos, estableciendo una analogía entre el lenguaje hablado y el lenguaje gráfico -escritura, pintura, dibujo, entre otros- (Sanz 1998, 68).

En el formato gráfico, ya sea a través de la escritura o del dibujo, el hombre utiliza una serie de convenciones reconocibles para determinados grupos, a las que llamamos símbolos. Dada la polisemia de la palabra, retomamos la definición de Carl G. Jung (1995, 21), que establece que los símbolos son «figuras que representan más que su significado inmediato y obvio», mientras que Mircea Eliade (1990, 15) los define como «un haz de significaciones, refractario al concepto». En ambos casos observamos que la función del símbolo es sintetizar conceptos sociales, históricos y mitológicos que comparte una comunidad, como elemento identitario y que, para descifrarlo, es fundamental comprender el contexto en que es utilizado, pues tiene la capacidad de contar con significados paralelos.

Esto último constituye uno de los principales retos para los estudiosos de las comunidades de la Mesoamérica prehispánica, muchas de ellas carentes de elementos complementarios a los objetos arqueológicos, recuperados en contextos arquitectónicos a los que se les asocia una función determinada. Particularmente, las sociedades clásicas del centro de México (entre ellas la teotihuacana) no cuentan con fuentes de información que permitan establecer una relación directa del significado de los objetos; pero la reconocida unidad, así como la continuidad temporal de la tradición cultural mesoamericana (López Austin 2012, 2-3) y los avances en el estudio de su cosmovisión (registrada en documentos durante el Posclásico y las primeras décadas del Virreinato), han permitido que diversos especialistas desarrollen propuestas basadas en el hecho de que «la obra de arte guarda y transmite mensajes de acuerdo con una estructura convencional, codificada y reconocida por el pueblo que le dio origen» (De la Fuente 2006 b, 8).

Si, como los historiadores del arte asumen, las obras artísticas son expresiones de la actividad y la voluntad humana a través de las cuales se construye la conciencia y los murales teotihuacanos son obras artísticas elaboradas por ciertos segmentos sociales, entonces podremos intentar la decodificación de algunos de los elementos plasmados en ellos, al identificar patrones en el uso de determinados elementos. Lo anterior es un método aplicado desde hace varias décadas (Kubler 1967; Langley 1986; Von Winning 1987; Valdez 2008) en el intento de descifrar los mensajes que los artistas teotihuacanos plasmaron en los muros de la ciudad.

Este trabajo plantea identificar uno de esos elementos, que posiblemente funcionó a manera de símbolo, como trataremos de demostrar.

La forma circular

En el corpus de figuras presentes en los murales teotihuacanos, solo existe una forma que ha sido representada de manera individual, sin más elementos que su propio perfil: el círculo sólido. Su protagonismo en muros, tableros y vasijas cerámicas2 (figura 1) indica que, más allá de la morfología, hay un significado asociado que le permite presentarse en diversos tamaños y soportes como elemento central para captar la mirada del espectador.

Figura 1. Vasijas teotihuacanas decoradas con círculos rojos, localizadas en Tetitla (Sejourné 1966, 167, fig. 159; 198, fig. 181). La vasija de la izquierda muestra un gran círculo rojo como tema central y en la de la izquierda el círculo rojo forma el centro de la flor de cuatro pétalos. 

El círculo como representación gráfica alude a una forma natural, ya que en la realidad apreciamos elementos con dicha silueta, pero también puede ser una abstracción, la cualidad básica de algo en su esencia más pura. No existe hasta el momento un estudio dedicado a las figuras geométricas en el arte teotihuacano, por lo que el presente documento constituye el primer acercamiento al registro sistemático de estas formas en los murales de la antigua ciudad.

El círculo es una representación del espacio cerrado, es un contenedor. Los principales astros -sol, luna y estrellas- tienen la forma de un disco, silueta abundante en la naturaleza. El fenómeno más regular de nuestra realidad (la secuencia de día y noche) genera una forma circular ante la aparición del sol por el oriente y su ocaso por el occidente de manera continua. Por lo anterior, el círculo es una de las figuras comunes a todos los pueblos, y aparece en la gran mayoría de las manifestaciones humanas, representando, además de la naturaleza, conceptos más amplios como los de «totalidad», «ciclo» y «unicidad» (Pisi 2008, 26), por lo que conforma un símbolo. De acuerdo con Chevalier y Gherrbrant (1996), en su Diccionario de los símbolos, «el círculo, junto con el punto, la cruz y el cuadrado, son clasificados como “símbolos fundamentales”, porque condensan la experiencia total del hombre, religiosa, cósmica, social, psíquica (en los tres niveles inconsciente, consciente y supraconsciente)» (27). Debido a que el movimiento circular es perfecto, inmutable, sin comienzo ni fin, lo habilita para simbolizar al tiempo, que se define como «una sucesión continua e invariable de instantes todos idénticos unos a otros» (301).

Es en este punto en el que se entrelazan figura y cosmovisión, directamente vinculadas a través del arte. Y es que los murales teotihuacanos son considerados como piezas artísticas, toda vez que su elaboración requirió de actividades especializadas (definición del espacio, diseño, elaboración de pigmentos, conocimientos técnicos), y que manifiestan una síntesis comunicativa que, por sus características, alude a un discurso transmisible, dado el patrón repetitivo de determinadas figuras, a las que podemos considerar como temáticas (véase Valdez 2017, 192).

En el escenario pictórico de la ciudad, abundante en representaciones antropomorfas y zoomorfas, los solitarios círculos sólidos podrían conformar un tema iconográfico susceptible de ser interpretado, gracias a una organización de los datos que, hasta la fecha, no se había realizado. Su contextualización y el reconocimiento de sus elementos podrían ser la clave para la posible comprensión de su significado.

El color rojo

En las sociedades prehispánicas, particularmente la teotihuacana, el color debió jugar un papel fundamental en la representación de los atributos naturales de objetos y personajes que participan en las escenas murales.3 El manejo versátil de los elementos minerales y orgánicos disponibles permitió a los teotihuacanos generar gamas y tonalidades de los colores primarios, con los que construyeron ambientes propicios para determinadas actividades, específicamente las rituales (véanse Heyden 1978, 20; Magaloni Kerpel 1995, 16).

Más allá del simple hecho de la percepción física del color por el ojo humano, diversos autores han propuesto una relación directa entre color y simbolismo, es decir, entre percepción y significado (Gómez Gastélum 2006; Martí 1960; Ortiz 1991), lo que nos lleva a plantear la posible existencia de un lenguaje cromático, en el que es posible registrar patrones repetitivos de forma y color conformados por los distintos valores y usos que las sociedades les confieren. Élodie Dupey García (2016, 175) nos recuerda que en el México antiguo los colores se vinculaban con las ideas del orden y la forma del mundo, pues grupos de entre cuatro y cinco colores aparecen con frecuencia en los mitos cosmogónicos de las fuentes documentales prehispánicas y novohispanas.

Diana Magaloni Kerpel (2003, 164) desarrolló la idea de la presencia del color como parte elemental del código comunicativo que se despliega a través de la plástica pictórica, con la que el color adquiere un significado dentro de la trama que integran las figuras y el espacio, ya que no se trata de un elemento secundario sino que, por el contrario, es un comunicante primario y, dependiendo del discurso plástico, este puede codificarse para reforzar o neutralizar elementos, así como para generar ambientes y enfatizar contenidos.

También nos advierte que, debido a su polisemia, los colores no siempre deben sujetarse a determinados íconos, por lo que resulta imprescindible comprender el sistema cultural en el que se encuentran inmersos para interpretarlos en sus diversos significados y leer los discursos pictóricos con la mente abierta, sin perder la objetividad.

Ante este panorama, en primera instancia, debemos partir de la identificación de los colores predominantes en las expresiones plásticas de una sociedad determinada, pues ello nos permite inferir aspectos tanto simbólicos como prácticos. En el primer caso, ciertos colores se asocian con la identidad de grupos o individuos, con jerarquías de cosas y con ámbitos (perceptibles o idealizados), mientras que en el segundo nos informan acerca de los yacimientos de materias primas, las tecnologías desarrolladas y las técnicas de aplicación, así como su durabilidad y disponibilidad.

Partiendo de la metodología propuesta por Roque (1994), que consiste en «articular la estructuración de los colores en un sistema de expresión con la estructuración de los significados (sistema de contenido) en un sistema de relaciones semánticas», nos proponemos identificar el valor que pudieron tener el color rojo y sus tonalidades rosáceas y naranjas dentro de los grandes círculos delineados en diversos murales de la ciudad, a partir de una serie de asociaciones entre forma, color y espacio.

En primera instancia resulta fundamental resaltar el carácter predominante del color rojo en la decoración de los edificios y viviendas que conformaron la gran ciudad, en donde podemos apreciarlo desde su tonalidad más intensa hasta la más tenue, en todo tipo de soporte: murales, cerámica, hueso, concha, piedra, e incluso restos óseos de entierros. En el caso de la pintura mural, el rojo suele cubrir el fondo de las escenas,4 pero también el cuerpo de animales y personas,5 predominando en el ambiente pictórico. Su uso tan extenso posiblemente se deba a dos factores: la cercanía de las fuentes de obtención de materia prima y el simbolismo asociado al mismo.6

La abundancia del color rojo incluso ha llevado a identificar dos de tres binomios cromáticos: el rojo claro/rojo oscuro y colores brillantes/rojo (Magaloni Kerpel 2003, 198), por lo que Magaloni Kerpel ofrece una propuesta de interpretación del color, basada en los elementos que conforman la cosmogonía nahua y mesoamericana, para darle sentido y significado a los diseños murales. En dicha propuesta, esta autora (basándose, además, en la obra de Alfredo López Austin) establece que el color rojo, principal protagonista de las escenas -en tanto fondo y color de diversos elementos y personajes-, conforma un ambiente que es inherente al discurso del artista, el cual pudo basarse en una serie de principios cosmogónicos que conciben al tiempo mítico, ese en el que se mueve el universo, como un espacio rojo (186). Aunado a lo anterior y en relación con el binomio rojo claro/rojo oscuro, la autora establece una posible asociación de estas tonalidades con el ciclo solar, argumentando la relación entre dichos colores con la salida y puesta del astro, imágenes que representan una de las principales oposiciones en el principio de dualidad mesoamericano: el día y la noche, el transcurrir del tiempo, por lo que pintar con estos colores los templos y edificios constituiría en sí un acto propiciatorio (187).

Bajo el principio de unidad mesoamericana también es importante apuntar que los teotihuacanos pudieron compartir conceptos y visiones del cosmos con sus contemporáneos, razón por la cual es posible considerar algunas apreciaciones de aquellos pueblos, dadas las carencias de información que tenemos en la ciudad del altiplano.

En este sentido, vale la pena apuntar que el color rojo tuvo una fuerte carga simbólica para diferentes comunidades prehispánicas, y una de las más conocidas y constantes es aquella que relaciona dicho color con un rumbo cósmico, como podemos ver en el Chilam Balam de Chumayel (1988):

El pedernal rojo es la sagrada piedra de Ah Chac Mucen Cab. La Madre Ceiba Roja, su Centro Escondido, está en el oriente. El chacalpucté es el árbol de ellos. Suyos son el zapote rojo y los bejucos rojos […].

El pedernal blanco es la sagrada piedra del norte. La Madre Ceiba Blanca es el Centro Invisible de Sac Mucen Cab […].

El pedernal negro es la piedra del poniente. La madre ceiba negra es su Centro Escondido […].

El pedernal amarillo es la piedra del sur. La Madre Ceiba Amarilla es su Centro Escondido […]. (41).

Siglos después de los teotihuacanos, en el pensamiento religioso de los mexicas, la pareja celeste Citlalatonac y Citlalicue engendró cuatro dioses asociados con el color: el Tezcatlipoca Rojo, dios del este y del sol del levante, Tezcatlipoca, dios negro del norte, Quetzalcóatl, dios blanco del oeste, y Huitzilopochtli, dios guerrero pintado de azul, ubicado en el cenit (véanse Soustelle 1959; Dehouve 2003, 73). Así, las divinidades quedaban agrupadas por el rumbo cardinal y el color, influenciando la vida de todo ser vivo, de acuerdo con los atributos que se le daba a cada color.

El rojo, asociado siempre al oriente,7 indica en el pensamiento mexica la alegría, la vida, la juventud; en ese rumbo se encuentra el Tonatiuh Ichan (Casa del sol) y allá habitan Quetzalcóatl, Xochipilli y Tláloc, quienes representan la renovación (Garibay K. 1959, 121). Otro pueblo contemporáneo a los mexicas fue el purépecha, del cual se conoce, a través de la Relación de Michoacán, su idea de un universo cuatripartita, con rumbos marcados cromáticamente, en donde el oriente se concibe como rojo, representando el plano de los elementos solares y del calor (Gómez Gastélum 2006, 164). Finalmente, Danièle Dehouve (2003, 64) sintetiza el simbolismo y la metáfora del color rojo en el pensamiento nahua a partir del análisis de los nombres que se le dan al color, estableciendo que simboliza el fuego, el incendio, el calor.

Aunque no tenemos referencias directas del significado que tuvo el color rojo para los teotihuacanos,8 el uso frecuente que de él hicieron para representar su mundo y sus creencias nos lleva a pensar que tenía una fuerte carga simbólica, pues con él se cubrió una buena cantidad de muros y edificios, integrándolo además a diversos ámbitos de su vida cotidiana, entre ellos el funerario.

El corpus de círculos rojos en la pintura mural teotihuacana

De acuerdo con Miller, los diseños geométricos y curvilíneos (categoría VIII) pueden presentarse tanto en los bordes o cenefas como en el plano principal del muro y son «usualmente tomados en una posición accesoria en la composición de los murales» (Miller 1973, 23). Sin embargo, como ejemplo del uso de patrones, la Subestructura 3 del conjunto Caracoles Emplumados del complejo arquitectónico Quetzalpapálotl (figura 2) provocó que Miller la definiera con mayor precisión. Registrada también por De la Fuente (2006a 1:110) como «tablero con discos», la Subestructura 3 fue descubierta durante los trabajos de exploración de la sección oeste del entonces llamado Palacio 3, en 1963. Se trata de una plataforma conformada por un cuerpo de talud-tablero que en sus lados norte, este y sur tiene como decoración una hilera de círculos en color rojo oscuro sobre fondo blanco, en todo el panel del tablero. El diámetro de estos varía entre los 32 y los 35 centímetros, y en las molduras se observa una serie de círculos concéntricos de menor tamaño que complementan la decoración. Como dato adicional, Miller (1973) registra el uso de una herramienta punzocortante para la elaboración de este motivo, la línea curva incisa que debió realizarse sobre el enlucido aún fresco dentro de la cual se aplicó la pintura. La inexactitud de los diferentes diámetros sugirió a Miller el trazo a mano alzada, aun cuando fueran usados patrones para su ejecución (34).

Figura 2 Subestructura 3 del conjunto Caracoles Emplumados del complejo Quetzalpapálotl (lado este). Fotografía de Jorge N. Archer Velasco, 2019. 

Cerca de esta subestructura, y pertenecientes al mismo complejo arquitectónico Quetzalpapálotl, se ubican los restos de trazos con el mismo diseño principal, pero correspondientes a etapas constructivas posteriores: en el Cuarto 4 del Conjunto Sur, sobre los muros Norte, Este y Sur, numerados como Mural 1, Mural 2 y Mural 3 por Miller (1973, 42), pero sin registro fotográfico ni descripción alguna. Estos muros conservan todavía restos visibles de la decoración de círculos en color rosa sobre fondo rojo, además de secciones de una banda perimetral en color rosa, enmarcando los motivos, aun cuando el daño por el intemperismo ha sido intenso. En el muro sur se distinguen los trazos segmentados de cuatro círculos.

Otros círculos rojos sobre fondo blanco fueron reportados en el Pórtico 14 de la plataforma superior del Edificio 4A (entre el Edificio 4 y Edificio 5), llamada Plaza de la Luna por Miller (1973, 47). De este aposento numera como 1, 2 y 3 los muros Noroeste, Noreste y Oeste, respectivamente, aunque solo publica la fotografía del Mural 1, en la cual se distinguen claramente tres círculos rojos sobre fondo blanco. Lamentablemente, este es uno de los casos en que se demuestran los efectos de los deterioros antropogénicos y climáticos. En el año 2016, el Proyecto de Conservación de la Pintura Mural In Situ y en Acervos solo registró algunas secciones de círculo, así como una sección de una banda perimetral en color rosa sobre fondo rojo para el muro Este.

Junto a la estructura anterior, se ubica el Edificio 5, cuya excavación extensiva llevó al descubrimiento de las ruinas del ahora conocido como Palacio del Quetzalpapálotl, que reconstruyera en gran medida Jorge Acosta. Este arqueólogo menciona que, durante la restauración de la fachada del Edificio 5, se identificaron vestigios de pintura mural en los dos primeros cuerpos del lado sur de esta fachada, presentando la particularidad de poderse distinguir tres momentos constructivos o modificaciones del diseño. Una primera capa pictórica fue colocada para los tableros de estos cuerpos: «fueron exclusivamente círculos tratados en dos tonos de rojo […] el fondo de la decoración es un rojo oscuro, haciendo resaltar los círculos […] de un tono más pálido tirando a rosa» (Acosta 1964, 18-19). La moldura del tablero estaba también decorada con círculos concéntricos en color rosa.

Posteriormente, esta capa sería cubierta con otro diseño a base de motivos de «ojos y ganchos», dejando la moldura de los círculos concéntricos igual para, en un tercer momento, repintar de verde los motivos principales. De este registro se distinguen actualmente mínimas secciones de líneas curvas que no remiten a diseño alguno, de no ser por la documentación existente.

Los anteriores aposentos con decoración de círculos rojos y su variante de círculos rosa sobre fondo rojo están distribuidos dentro del Cuadrante N4W1 del plano arqueológico de la ciudad (Millon et al. 1973), ubicados en un área cercana a la Plaza de la Luna, en diferentes etapas constructivas, siendo la más temprana la subestructura 3, al oeste del Palacio del Quetzalpapálotl.

Sobre el lado oeste de la Calzada de los Muertos, se han registrado aposentos con el mismo diseño de grandes círculos en color rosa, sobre fondo rojo, acompañados de una banda perimetral en color rosa, a manera de marco o cenefa. En los recintos exteriores del Conjunto Superpuestos, el Proyecto In Situ ha registrado el Cuarto 22 que, a pesar de su deteriorado estado de conservación, permite distinguir restos de este particular diseño. En el muro norte, se aprecian dos secciones de círculo y banda inferior; en el muro este, parte de la curvatura de un círculo, en el muro oeste, parte de un círculo y secciones de la banda perimetral inferior.

Ubicados al sur y sureste del Cuarto 22, el Pórtico 20 y el Pórtico 19 presentan idéntica decoración. En la distribución espacial de esta área del conjunto de Edificios Superpuestos, los aposentos con sus respectivos pórticos pertenecen a un mismo patio de grandes dimensiones. En los muros Norte y Sur del Pórtico 19 se distinguen claramente las imágenes, con la variedad de que los círculos elaborados en color rojo-rosa (posible efecto de decoloración) están sobre un fondo blanco, en el cual se perciben restos muy tenues de color rojo-rosa. Parte de la cenefa o borde perimetral superior se distingue todavía en el muro Sur, el cual además presenta unas horadaciones distribuidas en los restos de enlucido y capa pictórica. En el Pórtico 20, el muro Oeste denota también los restos de un círculo rosa sobre fondo rojo, con la diferencia de una cenefa en la parte superior, en la que se distinguen los trazos de ganchos o grecas de líneas delgadas rectas rosas sobre fondo rojo. El diseño central, es decir, el círculo, se encuentra rodeado en su perímetro por una hilera de triángulos de color rojo, que De la Fuente (2006, 1:41, 43) registró como Pórtico 3, Mural 1 círculo rojo con rayos, señalando que corresponde al penúltimo nivel constructivo de todo este conjunto y refiriéndolo como un tema astronómico.

En el conjunto Plaza Oeste, una variación en la representación del círculo sólido está presente en los pórticos correspondientes a los murales conocidos como Chimallis rojos, donde una cenefa compuesta de dos bandas rectas encerrando una hilera de círculos rojos sobre fondo blanco enmarca los taludes de este aposento. Desgraciadamente, la mayor parte de estos diseños se ha perdido por las mismas razones de intemperismo y ausencia de mantenimiento.

También, dentro de la profusa decoración que existe en los numerosos murales de Tetitla, los círculos rojos están presentes. En el Cuarto 12a, tanto Miller como De la Fuente registraron cinco muros con el diseño de círculos en un «rojo claro sobre fondo rojo oscuro» (Miller 1973, 156). De los cinco existen actualmente parte de los diseños en el muro Oeste, junto con la banda perimetral también en rosa (figura 3). De los restantes muros, solo se aprecian secciones de la banda perimetral inferior en el muro Norte y en el muro Sureste, además de una sección de círculo, en este último elemento. Dentro del material pictórico almacenado en el acervo del sitio arqueológico, tres fragmentos de pintura con soporte artificial (bastidor) tienen el mismo diseño, grandes círculos en rosa sobre fondo rojo oscuro, uno de ellos con una sección de la cenefa rosa que lo enmarcaba (figura 4). De los tres fragmentos, dos de ellos se encuentran catalogados como «escena sin determinar», señalando el tercero como procedente de Tetitla.9

Fotografía: Gloria Torres, 2016.

Figura 3 Muro Oeste, Cuarto 12a de Tetitla. 

Fotografía: Morales.

Figura 4 Mural en bastidor. Acervo arqueológico de la Zona de Monumentos Arqueológicos de Teotihuacán. 

En el conjunto de Zacuala, Laurette Sejourné realizó excavaciones extensivas entre 1955 y 1958,cuyos resultados plasmó en su conocida publicación Un palacio en la ciudad de los dioses, donde reproduce en coloridas láminas la mayor parte de los murales encontrados. Llama la atención la referencia a «un pasaje rojo […] ornado de grandes círculos de un rojo diferente al del fondo…están en número de cuatro» (Sejourné 1959, 29), del cual solo realiza un registro gráfico esquematizado. La importancia de este gráfico es que la autora lo interpreta como la representación del sol y, específicamente, como la leyenda del quinto sol, ya que al final del pasaje se localizó una pintura de «hombre-tigre-pájaro-serpiente» o Quetzalcóatl rojo. Actualmente se pueden ver la parte inferior de estos círculos en las paredes de este corredor, pero también quedan restos del mismo diseño en el cuarto ubicado al oriente del mismo, donde se aprecia in situ lo que parecen ser las secciones inferiores de grandes círculos en color rosa, con secciones de cenefa en color rosa también, sobre un fondo rojo oscuro. Aunque este cuarto no fue registrado con decoración por la misma Sejourné, aún conserva vestigios de enlucido y capa pictórica bícroma en todos sus muros, siendo donde mejor se aprecian los restos del diseño de círculos en los muros Este y Oeste.

Al parecer, el mismo diseño de círculos también fue localizado en el conjunto de Yayahuala por la misma Sejourné, en las excavaciones realizadas entre 1958 y 1961 (Sejourné 2002, 246, fig. 134), el cual, en palabras de Eduardo Noguera, serían «los restos de lo que parecen representaciones solares si nos atenemos a su forma circular», que reporta en muy mal estado de conservación, haciendo difícil una identificación total (Noguera 1961, 2).

Del proceso de documentación de archivos del Proyecto de Conservación de Pintura Mural In Situ y en Acervos, sabemos que durante el año de 1964, en el marco del Proyecto Teotihuacán, se excavó la Zona 11, que comprendía desde la Calzada de los Muertos (a la altura del camino que conduce a la unidad cultural por el norte), la propia unidad cultural por el sur, hasta la Ciudadela por el este. En esta sección, se localizaron tres estructuras con pisos estucados, una de las cuales tenía en sus muros interiores Norte y Sur motivos circulares blancos sobre fondo rojo (Romero Giordano 1964, 4). En esta breve descripción realizada en un informe parcial dirigido al arqueólogo Ponciano Salazar, se señala a los círculos como blancos, tal vez debido a un acelerado proceso de decoloración que obrara en ellos, ya que, en sus correspondientes informes de trabajo, el arqueólogo encargado de las excavaciones, Gerardo Cepeda, es más preciso en la descripción de este cuarto, al que denominó como Estructura B1 y en el que reportó una decoración «con círculos rojos y naranjas sobre un fondo rosa claro» (Cepeda 1964, 4). Los muros, cuya altura alcanzaba aproximadamente 265 centímetros, podrían corresponder a un vestíbulo, con el acceso ubicado al oriente, que conectaba con un pórtico al que solo se describió con decoración roja. Aunque en las fotografías correspondientes no existe gran nitidez, parece que se trata de círculos sólidos de gran diámetro colocados en hileras. El muro del lado norte se reporta sobrepuesto a otro anterior, de color naranja. Los vestigios de esta sección, conocida como Gran Conjunto, se encuentran hoy en día enterrados.

Sobre la cronología

Como hemos podido mostrar, los círculos rojos se encuentran presentes en diversas etapas constructivas de los conjuntos arquitectónicos distribuidos principalmente en la sección poniente de la Calzada de los Muertos.

Desafortunadamente, la mayor parte de estos edificios no cuenta con una cronología absoluta, lo que dificulta en gran medida la construcción de una secuencia evolutiva del estilo y las técnicas pictóricas, pues solo nos podemos valer de las superposiciones de pisos y muros, así como de la manufactura de los enlucidos que soportan las pinturas (véanse Lombardo de Ruiz 2006; Magaloni Kerpel 2006). De acuerdo con dicha superposición, el ejemplo más temprano de círculos rojos es el que se localiza en la Subestructura 3 del conjunto Caracoles Emplumados, recientemente fechada mediante datación magnética alrededor del año 309 d. C. (Goguitchaichvili et al. 2018).

Sin embargo, aun sin la precisión de fechamientos absolutos, es de notar que los círculos rojos tienen una presencia constante en la iconografía de la ciudad, constituyendo un símbolo que se adapta a las modificaciones estilísticas de su manufactura, como son el uso bitonal del rojo en la confección de los círculos, así como la integración de bandas perimetrales que los enmarcan; dichos círculos, aun en una sencilla banda recta, responden a las constantes convenciones estilísticas que permanecen desde las etapas más tempranas de la urbe, con el uso de cenefas o marcos de la imagen principal, que da sentido al propio espacio (Lombardo de Ruiz 2006, 22).

Además, están presentes en tableros de basamentos, en muros interiores de aposentos, en muros de pórticos y en pasillos, constituyendo un discurso visual al que accedemos de manera fragmentada pero que nos permite inferir que fueron elementos portadores de un significado valioso, pues eran parte de la narrativa pictórica de la ciudad.

Los círculos rojos (y sus variantes de color) en el paisaje iconográfico

La sencillez del diseño y la falta de una sistematización en su registro generaron que los círculos rojos pasaran casi desapercibidos como un elemento esencial en el ambiente cargado de personajes humanos y zoomorfos que compone el imaginario iconográfico teotihuacano. Los elementos geométricos, como formas esquemáticas de naturaleza simple, pueden representar conceptos de gran trascendencia en el tiempo, convirtiéndose en símbolos o metáforas visuales que requieren de una decodificación; en este sentido, tanto la forma como el color son elementos susceptibles de interpretación, considerando además que la pintura mural es un vehículo de comunicación, accesible para un importante número de personas, particularmente para aquellas que hacían uso de los espacios en que se encontraba plasmada, quienes seguramente podían comprender sus mensajes.

Las figuras tratadas en el presente artículo incluyen los siguientes elementos señalados en las tablas 1 y 2.

Tabla 1 Diversas presentaciones del diseño circular en los murales de Teotihuacán. 

Características Ubicación
1 Color del círculo
Rojo oscuro
Color del fondo
Blanco

  • Subestructura 3 del conjunto Caracoles Emplumados

  • Pórtico 14 de la plataforma superior del Edificio 4ª (entre el Edificio 4 y Edificio 5)

  • Conjunto Plaza Oeste

2 Rojo claro Rojo oscuro

  • Tetitla, Cuarto 12a

  • Zacuala

3 Rosa Rojo

  • Complejo Sur

  • Edificio 5

  • Conjunto Superpuestos,

  • Cuarto 22

  • Pórtico 20

  • Tetitla (acervo arqueológico

4 Rojo-rosa (posible efecto de decoloración) Blanco

  • Muros Norte y Sur del pórtico 19

5 Rojos y naranjas Rosa claro

  • Estructura B1

6 Círculo rojo con rayos el círculo rodeado en su perímetro por una hilera de triángulos de color rojo

  • Pórtico3, Mural 1, Edificios superpuestos

Elaboración propia.

Elaboración propia.

Tabla 2 Diversas presentaciones del diseño circular en los murales de Teotihuacán, de acuerdo con la tabla 1.  

Los círculos fueron rellenados básicamente con cuatro colores: rojo intenso, rojo claro, naranja y rosa; hasta el momento no se han registrado otras coloraciones para estas figuras, como podrían ser los verdes, azules, negro o blanco, lo que nos lleva a pensar que el color tiene una relación específica con la forma. Por otro lado, en lo que se refiere a los fondos, ostentan el blanco, rojo intenso y rosa. Aunque no parece haber una asociación específica entre el color de los círculos y sus fondos -al disponerse de manera indistinta-, sí existe una combinación muy clara entre el blanco y el rojo, pasando por sus diferentes matices, para crear los diseños pictóricos que hemos referido.

En lo que se refiere a su contexto, el círculo es protagonista en el espacio arquitectónico, y su simplicidad le permite interactuar con otros semejantes en secuencias lineales, lográndose así diseños que impactan por su sencillez y elegancia. Para una muestra de lo anterior, no hay mejor ejemplo que la Subestructura 3 del conjunto Caracoles Emplumados, cuyo estado de conservación nos permite apreciar un diseño armónico y equilibrado, dominado por los círculos rojos en cada tablero, acompañados únicamente por una cornisa decorada con círculos concéntricos, también rojos. Desafortunadamente, el resto de casos que hemos presentado se encuentran en muros fragmentados, por lo que no podemos saber si existió algún otro diseño que acompañara a los círculos, sin embargo, el tamaño de estos últimos indica que fungieron como elementos principales en un discurso pictórico con tendencia a la secuencia horizontal.

El círculo no requiere entonces de otros elementos que lo complementen o perturben, solo basta con repetirlo una y otra vez en muros y tableros para generar un ambiente ornamentado, en el que ninguna otra figura participa del lenguaje artístico, a diferencia de lo que sucede en el resto de las figuras plasmadas en las representaciones murales de la ciudad.

Un posible valor

Siguiendo el método planteado (Roque 1994), la tabla 2 nos permite visualizar un primer sistema de expresión en el que hemos aislado las representaciones circulares para identificar sus variantes; en segunda instancia, hemos registrado sus ubicaciones, con las que podemos establecer relaciones espaciales, ahora sabemos que todas estas representaciones se encuentran en el lado poniente del asentamiento (lo cual no excluye hallazgos futuros en el oriente), elementos con los que planteamos un sistema de relaciones semánticas que detallaremos más adelante. Es importante hacer notar que, cuando nos referimos a círculos rojos, se trata de cuatro tonalidades de rojo: intenso, claro, naranja y rosa, que se derivan en primer lugar de diferentes combinaciones entre el color rojo original y las proporciones de otros materiales que se le agregan, como la cal, y en segundo lugar también dependen del tipo de materia prima utilizada para lograr el pigmento.10 Además de localizarse en el sector poniente de la ciudad, estos elementos se presentan en exteriores, como el caso de la Subestructura 3 del conjunto Caracoles Emplumados, o el Edificio 5 de la Plaza de la Luna, así como en pórticos y en el interior de habitaciones de diversos conjuntos departamentales, algunos de ellos asociados directamente a la Calzada de los Muertos, lo que nos muestra que estaban presentes en espacios públicos y privados, por lo que su lectura debió ser generalizada. Desafortunadamente, no se cuenta con otros elementos que apoyen una comprensión contextual de los motivos circulares, por lo que cualquier supuesto quedará sujeto a futuros hallazgos y reinterpretaciones.

En la búsqueda de otros diseños similares en el territorio, fuesen contemporáneos o no a los teotihuacanos, hemos identificado los círculos rojos del Edificio Enjoyado de Monte Albán,11 cuya arquitectura con talud-tablero y vestigios cerámicos y líticos lo asocian directamente con Teotihuacán. De acuerdo con Galindo Trejo (2006), dicho edificio muestra una alineación solar el 25 de febrero y el 17 de octubre, lo que podría vincular a los círculos con la figura del astro rey. Otro caso de hierofanía solar se localiza en el Patio I del Conjunto del Arroyo en Mitla, donde se ilumina «en la madrugada del 25 de febrero y 17 de octubre un dintel en el que se pintó una escena representando un disco solar enmarcado por dos edificios y sujeto por dos personajes celestes» (16).12

Un mural de gran semejanza con los que hemos registrado en Teotihuacán es el de los Chimallis de Tehuacán Viejo,13 en cuya parte inferior se observa una sucesión de círculos rojos que, a decir de Klein (2002), han sido interpretados como símbolos de tona, que significa «estar caliente (o) asoleado» (31), lo que remite a una representación solar.14 Por otro lado, en el la región central de Veracruz, hacia el Clásico tardío (600 a 900 d. C.), en la ciudad de Las Higueras, se pintaron varios murales en el templo del Edificio I (cuya fachada mira hacia el oriente), pero sobresale una figura pintada sobre el piso de la entrada, consistente en «un círculo rojo rodeado de dos azules, de los que salen rayos rojos flanqueados por dos círculos también rojos, rodeados de otros azules; por último se observan plumas cortas rojas y largas azules» (Morante López 2003, 57). Además, en el muro oeste se registró «parte de un círculo rojo rodeado de uno azul, con un ave a su lado de la que solo se ven las garras» (58). De acuerdo con los estudios arqueoastronómicos aplicados, se ha verificado que la orientación de los muros del templo de Las Higueras «presenta una dirección hacia la salida solar, el mismo día en que se daba el orto solar perpendicular al eje de Teotihuacán. Esta fecha es entre el 11 y el 12 de febrero» (58). Todos estos datos conducen a Morante López a deducir un culto solar en este edificio, similar a los mencionados en Monte Albán y Mitla.

Y en un soporte diferente, esta vez en vasijas cerámicas tipo Silvia y Diana, provenientes de Cholula y fechadas en el Posclásico medio (1150-1350 d. C.), los círculos rojos nuevamente han sido asociados con el astro rey, pues «en primer lugar el rojo es el color que se atribuye al este […], siendo así un color que alude al astro solar […], segundo, los motivos de discos rojos se usaban para representar al tonalli, que además de ser la palabra náhuatl para “día”, denomina el concepto sobre irradiación del sol, calor solar y la manifestación o fuerza anímica luminosa y cálida proveniente de los dioses celestes» (Rojas Martínez Gracida 2008, 144).15 Indudablemente, el círculo es la forma insistentemente utilizada para representar a los astros en diversas culturas y tiempos, particularmente al sol (véase García-Gelabert Pérez 2012), principal protagonista de mitos y creencias acerca del origen de la vida, el calor, la luz y todo aquello relacionado con la existencia. El astro solar pasó a ocupar un lugar central en el panteón de diversas civilizaciones a lo largo y ancho del planeta, desde tiempos primigenios, y a ser el símbolo por antonomasia del gobierno, la riqueza y el poder (200-203).

Su morfología simple y la intensidad del color y brillo permitieron la representación esquemática a partir de círculos, algunas veces acompañados de líneas que representan sus destellos y fulgor, conformando un elemento estandarizado que generalmente se asocia a lo divino y a lo poderoso. El sol, como un disco rojo, inmenso, que se oculta por el occidente, tras dejar un paisaje diluido entre el dorado y el rojo intenso, pudo ser representado en la pintura mural teotihuacana como un elemento con una gran carga simbólica, lo que nos remitiría a pensar por primera vez de manera formal en un culto solar específico, que se ha obviado en Teotihuacán, pero del que poco se ha escrito.

En cuanto a la variedad de tonalidades que van del rojo al rosa, vale la pena apuntar lo que menciona Sahagún (2016) en su capítulo relativo al sol:

A las veces, cuando sale el sol parece de color de sangre y a las veces parece blanquecino, y a las veces sale de color enfermizo, por razón de las tinieblas o de las nubes que se le anteponen. Cuando se eclipsa el sol párase colorado, parece que se desasosiega o que se turba el sol, o se remece o revuelve, y amarillécese mucho. (413).

El culto solar del que hemos hablado se refleja en el propio diseño de la ciudad, pues sus edificios monumentales muestran alineaciones solares a lo largo del año, haciendo de la traza urbana un gran calendario pétreo, que recuerda el planteamiento que hiciera René Millon (1993, 20) acerca de que las observaciones arqueoastronómicas fueron la base para la planeación urbana, adquiriendo una proyección simbólica que la definió como el lugar en el que nació el tiempo.

En los amaneceres del 25 de febrero y el 17 de octubre, el sol despunta exactamente detrás del edificio más prominente de la ciudad, la Pirámide del Sol, de manera sincrónica con el Edificio Enjoyado de Monte Albán, el Edificio 1 de Las Higueras, el Conjunto de Juego de Pelota 23 de Cantona, las estructuras del Conjunto 1 de Tehuacán Viejo, los edificios del Conjunto Arroyo de Mitla, así como varias orientaciones en el centro de México y en el área Maya (Sprajc y Sánchez Nava 2015, 53). Un dato muy interesante que nos aporta Galindo Trejo (2001, 43) es que el 25 de febrero inicia el año nuevo zapoteca, de acuerdo con las fuentes históricas del siglo XVII, y el 17 de octubre está separado de la primera fecha por dos periodos de 65 días, teniendo al solsticio de invierno como punto intermedio de ese intervalo.

En estas fechas se materializa una sincronía: cuando el tiempo se transforma en geometría, para que se puedan visualizar y se conozcan las fechas-marcador del inicio y fin de los patrones de lluvia en el altiplano central de México, tan esperada por pueblos agrícolas como el teotihuacano y sus sucesores. De esta forma, retomando a Valdez Bubnova (2017, 194) respecto de que los espacios (particularmente los que componen el gran complejo cívico ceremonial) son una expresión y una narrativa de lo sagrado, por lo que deben contar con símbolos característicos que les confieren la función de lugar de culto y entornos míticos, consideramos que los murales que muestran círculos rojos pueden ser parte de ese lenguaje en torno a los ciclos del sol y sus diversas manifestaciones a lo largo del año, por lo que se identifican los cuatro colores y los diversos fondos.

Registrada en los mitos mexicas como el lugar en el que se creó el Quinto Sol, la ciudad de Teotihuacán ha dado múltiples ejemplos de un amplio panteón dominado por el Dios de las Tormentas (Tláloc) y la Serpiente Emplumada, representados en variados murales y diseños de vasijas; sin embargo, el culto al sol debió manifestarse en mayor medida en las orientaciones de los principales edificios y, por ende, de la traza urbana, utilizando un lenguaje monumental, comprensible para todo aquel que llegara a la ciudad, tal como lo demuestra la alineación solar de la Pirámide del Sol en el ocaso de los días 29 de abril y 13 de agosto, mientras que los días 12 de febrero y 29 de octubre, la alineación es con el sol naciente (Galindo Trejo 2009, 26). La posibilidad de que los círculos rojos simbolicen al sol y que a su vez sean la manifestación gráfica de un pensamiento religioso que giró en torno a su figura estará sujeta a prueba hasta que se puedan relacionar los murales con otros elementos, sin embargo, hasta el momento parece la asociación más plausible desde donde habrá que analizar otras perspectivas.

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1Proyecto de Conservación de Pintura Mural In Situ y en Acervos, ejecutado durante cinco meses al año, durante los años 2010 al 2016. Del 2017 a la fecha, desarrolla algunos temas de investigación.

2En la cerámica también hay representaciones de círculos en color rojo oscuro especular, sobre fondo amarillo rojizo del barro, predominantemente en el grupo Pintado de las fases Xolalpan y Metepec, en vasijas como las palanganas, platones, jarras, vasos y cráteres (véase Rattray 2001, 231, 262, 292). Aunque, en ocasiones, estos círculos forman el centro de enormes flores de cuatro pétalos que decoran el fondo de palanganas y platones, su preeminencia por el tamaño y la profundidad del rojo especular los hace protagonistas.

3En su libro Los colores del Nuevo Mundo: Artistas, materiales y la creación del Códice florentino, Diana Magaloni Kerpel sostiene la importancia del color en el lenguaje gráfico prehispánico, que subsistió en las primeras décadas del periodo novohispano, pues, dependiendo de la naturaleza de los pigmentos y el diseño en el cual eran aplicados, aportaban valores específicos a la imagen. Lo anterior también había sido mencionado dentro de la metodología galarziana para el desciframiento o lectura de códices, que establece la necesidad de considerar formas, colores, proporciones, entre otros elementos, con el objetivo de reencontrar todo lo que el artista utiliza para expresarse plásticamente (Galarza 1992, 21).

4Por ejemplo, el mural del Tlalocan, la parte baja de los murales del Patio Blanco de Tetitla, los murales del palacio de Quetzalpapálotl, las habitaciones y pórticos del patio de los Jaguares, solo por mencionar algunos.

5Como en el caso del mural de “los Buzos” en Tetitla.

6Diversos estudios plantean y han registrado la presencia de yacimientos de minerales en el Valle de Teotihuacán, particularmente en la Sierra Patlachique, de los cuales se podían elaborar pigmentos, tal es el caso de la hematita, que genera un color rojo intenso con brillos especulares, muy utilizado en la decoración de vasijas y en murales (véanse Langescheidt 1997; López Luján et al. 2005, 19), así como el óxido de hierro, la magnetita y la cristobalita (Sánchez Morton 2012, 174-177).

7Tanto en el Chilam Balam de Chumayel, como en el Tzolkin o Tonalámatl maya (Martí 1991, 120).

8Tras un detallado análisis de dos murales teotihuacanos en los que predomina el color rojo, y retomando las bases estructuradas por Alfredo López Austin para comprender la cosmovisión mesoamericana, Diana Magaloni Kerpel (2003, 199-200) propone una posible interpretación en la que el color rojo con el que se pintaron los fondos de las escenas pictóricas indica un tiempo mítico, pues las tonalidades oscuras y claras del rojo podrían asociarse con el flujo de ascenso y descenso de las fuerzas entre el inframundo y el cielo, mientras que el rojo oscuro indica el otro espacio, el de los dioses y los ancestros, el tiempo inmemorial sobre el que flotan las imágenesconceptos (196).

9Esta catalogación corresponde a la última versión (2016) del inventario de murales en bastidor de la Zona Arqueológica de Teotihuacán (de acuerdo al catálogo elaborado por la encargada del acervo, Nelly Núñez).

1 Magaloni Kerpel (2003: 190) menciona el uso de pigmentos de hematita y óxido de fierro, mientras que en algunos murales se ha identificado el uso del cinabrio (Argote et al. 2020).

11El Edificio Enjoyado está fechado hacia la fase Monte Albán IIIA (350/400-650 d. C.) que se distingue por las relaciones entre Monte Albán y las tierras altas, primero Teotihuacán y después Xochicalco (Fahmel Beyer 2001, 35).

12La pintura fue elaborada aproximadamente hacia el año 1350 (Galindo Trejo 2001, 45).

13Este mural se encuentra en una estructura del Posclásico tardío (1300-1520 d. C.), cuya función pudo ser la de una armería (Sisson y Gerald Lilly 1994).

14Cecelia F. Klein desarrolla el análisis iconográfico de la escena de «la salida» en el mapa Cuauhtinchan núm.2,para identificar al personaje femenino que porta un disco rojo en su espalda, el cual no aparece en ninguna otra parte del mapa, por lo que le asigna un valor nominativo. A través de la comparación con otras representaciones antropomorfas con círculos rojos en el torso, de la lámina 35 del Códice Borgia, identificados como Tonacatecuhtli y Cipactonatl, la autora deduce que el círculo rojo podría ser una abstracción de calor y brillo, lo que en lengua náhuatl se designa como tona; de esta forma, el círculo rojo sería un ideograma, por lo que el personaje analizado podría ser Tonan, nuestra madre (véase Klein 2002, 32-25).

15De acuerdo con la traducción del vocablo que hace fray Alonso de Molina, publicado en 1555 en su famoso Vocabulario en lengua castellana, la palabra tonalli significa ‘calor del sol’ o ‘tiempo de estío’ (Molina 2001, 149).

*Un profundo agradecimiento a Laura Román, Jorge N. Archer Velasco y a Mireya Martínez Solís por el apoyo con las traducciones del resumen al inglés y francés, respectivamente, así como a Enrique del Castillo G. y Edith Vergara Esteban, por sus importantes datos acerca de las alineaciones solares con diversos edificios teotihuacanos, información que actualmente se encuentra en compilación para ser publicada.

Recibido: 21 de Junio de 2019; Aprobado: 11 de Enero de 2021

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