Introducción
Suele ser común encontrar en posesión de las comunidades rurales de México piezas arqueológicas de origen y temporalidad diversa, cuya tenencia deriva de intereses igualmente heterogéneos que van desde el mero coleccionismo -ligado en muchos casos al hallazgo fortuito en los hoy campos de cultivo que otrora fueron ocupados por asentamientos humanos-, seguido del saqueo intencionado con fines de lucro, hasta la apropiación comunitaria que deriva en su incorporación a la vida cívica y ritual comunitaria que ve en los objetos de origen prehispánico referentes con un valor simbólico, mágico e identitario profundo.1
En ese sentido, algunos sectores comunitarios -influidos por corrientes de pensamiento ligadas a temas ecologistas y contraculturales avocadas a la conciencia planetaria y a movimientos nativistas de carácter indianista- han contribuido a la conformación de nuevas identidades o, en su caso, a la complementación de las ya existentes, interpretando y apropiándose de algunos referentes arqueológicos. Un caso particular, ligado sobre todo a estas últimas formas de pensamiento, tiene que ver con una pieza arqueológica localizada en la comunidad de Almoloya del Río,2 Estado de México (véase fig. 1), la cual es reconocida por sus poseedores como una representación de la madre tierra y, en particular, de la diosa Chalchiuhtlicue.
La escultura, custodiada por uno de sus habitantes, es conocida bajo el nombre del Ídolo y se ubica en el recibidor de un negocio de lavado de autos,3 lugar que los habitantes de la comunidad suelen visitar no solo para realizar la limpieza de su automóvil, sino también, como dirían, aprovechando el viaje, para ofrendarle algunas monedas, buscando que se lo retribuya con algún tipo de bienestar venidero.
Las monedas suelen ser arrojadas al interior de una improvisada fuente de piedra de andesita donde fue depositada la escultura, la cual permanece sumergida parcialmente en agua,4 además de caerle un ligero pero constate hilo de agua que mana de la parte superior, donde se le instaló una toma escondida entre las hojas de una planta colocada en una pequeña maceta, la cual sirve como recipiente donde los visitantes suelen dejar también la referida ofrenda económica (véase fig. 2).
En relación con las historias acerca de su presencia en el lavado de autos, estas nos remiten a herencias y devenires que oscilan en la tradición oral. Una de ellas sitúa el origen de la escultura en un paraje llamado Texcuapa,5 que corresponde también a la denominación de uno de los barrios en los que fue congregada la comunidad durante el periodo virreinal temprano.
El paraje como tal ofrece una serie de características propias que le hacen relevante no solo para los fines de este ensayo, sino también para la historia del lugar, sobre todo porque se relaciona con el testimonio comunitario que afirma que en dicho lugar existió un manantial que vertía con fuerza y contundencia el vital líquido hacia la ciénaga. Dicha fuente dio el nombre a la comunidad de Almoloya, ‘lugar donde remolinea el agua’,6 según se afirma localmente, en relación con la contundencia y capacidad aportadora de agua, lo cual hizo de este paraje uno de los lugares de referencia histórica más importantes del poblado. A pesar de ello, la necesidad que implicó cubrir la demanda de agua potable de la Ciudad de México para los años treinta del siglo XX obligó al gobierno federal a entubar el manantial afectando de manera irreversible este referente identitario de trascendencia histórica.
De este modo, vale la pena mencionar que Texcuapa, junto con Tecalco, fueron los dos barrios primigenios en los que fue congregado Almoloya durante los primeros años de la conquista española, incluyendo población de habla otomí, matlatzinca y nahua. Aún en nuestros días la división barrial sigue vigente y es reconocida geográficamente a partir de calles y parajes con un contenido que remite a una larga tradición histórica que, efectivamente, se remonta por lo menos al periodo virreinal.
Dicho trazo o eje imaginario parte de Texcuapa en dirección este por la calle Nezahualcóyotl hasta llegar al atrio de la iglesia. Cruza el templo principal, dedicado a San Miguel Arcángel, dividiéndolo entre los dos barrios7 y sigue por la calle Isidro Fabela, de allí continúa circundando varios referentes urbanos y calles de los límites territoriales de cada uno de los barrios. Hasta que dicho trazo cierra en el punto de arranque: el paraje de Texcuapa (Durán Moreno 2014), que -vale pena mencionar- también funcionó como embarcadero comunitario hasta prácticamente finales del siglo XX (véase fig. 3).
En cuanto a los referentes que hablan sobre la proveniencia del Ídolo, estos remiten a otro relato que remonta el origen de la escultura en el interior de la ciénaga de Chignahuapan, dicha narración -mencionada por el actual poseedor o custodio- señala que, siendo muy joven su padre, a principios de la década de los treinta del siglo XX, se embarcó en su canoa hacia la ciénaga con la intención de pescar; todo transcurría con toda normalidad hasta que, motivado por la curiosidad, asistió a un punto cercano a la orilla donde, desde hace algún tiempo, observaba que un rayo caía con cierta regularidad.
Al llegar al punto, se zambulló y encontró en el fondo lacustre una roca que con bastante esfuerzo llevó hasta su canoa. Ya en tierra, limpió la roca hasta dejarla libre de fango y descubriendo que se trataba de una escultura a la que, desde entonces, se le conoció como el Ídolo de Texcuapa, a partir de ese momento este se incorporó al patrimonio comunitario (véase fig. 4).
Descripción general
Más allá de las formas en la que esta escultura se fue incorporando a la comunidad y de las interpretaciones locales que persisten sobre ella, el Ídolo de Almoloya del Río ofrece la posibilidad de realizar un ejercicio de interpretación y asociación con un desarrollo cultural específico, a pesar de no contar con la información relativa a su contexto original.
Tal escenario es viable únicamente a través de la comparación de los atributos estilísticos, técnicos y de materia prima identificables de manera extrínseca que incluya, además, un estudio comparativo de muestras exógenas y propias de la región, que en conjunto pueden referir datos en torno a la probable ubicación temporal y cultural de dicha muestra, así como de su posible significado y función.
La primera dificultad que implica el estudio de la pieza escultórica proviene de la evidente descontextualización que ofrece; no obstante, es importante recalcar que el valle de Toluca tiene una larga tradición escultórica que trasciende periodos cronológicos específicos, así como tradiciones culturales diversas que incluyen tanto muestras pequeñas como muchas otras de mayor tamaño que, si bien no llegan a equipararse con las desarrolladas en la cuenca de México, no merman la capacidad estilística y simbólica de las expresiones desarrolladas en el valle de Toluca. Estas, inclusive, han llegado a representar la expresión escultórica típicamente mesoamericana en diferentes espacios de difusión museográfica nacional e internacional.
El Ídolo de Almoloya del Río (véase fig. 5) corresponde a una muestra monolítica esculpida en roca de andesita rosa con caracteres antropomorfos; mide en promedio 70 cm de altura con un diámetro de 40 cm. Resulta importante mencionar que la materia prima usada formó parte de un fragmento de columna de enfriamiento de andesita, que conserva, en general, su forma básica. Sus principales características corresponden a las de un personaje del que resalta la cabeza y el rostro dispuestos sobre lo que presumiblemente es el tronco o cuerpo. El área del cuello se representa mediante el adelgazamiento de una sección entre la cabeza y el tronco realizada por medio de la técnica de pulido. La zona frontal del tronco muestra un par de protuberancias alargadas que sugieren la representación de las extremidades superiores, característica observable desde la zona lateral en dirección al pecho. Fuera de este referente, la pieza arqueológica no presenta algún otro elemento específico correspondiente al cuerpo humano o algún otro elemento de tipo simbólico o ideográfico.
En cuanto a la talla, la escultura presenta un trabajo de pulido somero que se pierde ante la acumulación de sales de calcio presentes en la mayor parte de la pieza, provenientes del escurrimiento provocado por la fuente de agua colocada en la parte superior de esta, otorgándole una apariencia blanquecina y una textura rugosa impropia de este tipo de rocas. Asimismo, puede afirmarse que la escultura no presenta alteraciones o modificaciones posteriores derivadas de desprendimientos por causa de estar a la intemperie u otro tipo de afectación antrópica intencional. Sin embargo, es importante destacar que la base presenta una fractura transversal de corte irregular que, contrastada con el tratamiento general de la pieza, sugiere que esta pudo tener una longitud mayor a la que hoy conserva, aunque esto no puede ser tomado como una afirmación concluyente.
En términos generales, en cuanto a su volumen, la escultura conserva una forma cilíndrica con un leve adelgazamiento hacia la parte superior correspondiente al área de la cabeza, cuya forma tubular y alisamiento intencional de la parte posterior destacan. El rostro acentúa la forma abultada del área de las cejas, la nariz y la boca, las cuales se encuentran unidas bajo un mismo trazo escultórico que, cabe mencionar, no es estéticamente equilibrado y lo desliga de toda expresión de corte realista.
El área o sección destinada a los ojos, cuya forma es notoriamente alargada, fue realizada en bajorrelieve. Por debajo de esta sección, sobresalen los pómulos notoriamente marcados por una franja que los une escultóricamente con nariz, boca y cejas. Al igual que las cuencas oculares, la horadación referida a la boca conserva un alargamiento horizontal cuyos márgenes redondeados buscan representarla en posición abierta.
El área de las cejas, la cuenca de los ojos y la distancia que hay entre ambas es lo suficientemente ancha como para sugerir que las cejas podrían corresponder también a una banda o la base de una tiara o un tocado. Sin embargo, esto no puede afirmarse de manera contundente, sobre todo porque la culminación de la cabeza es claramente convexa sin que esté presente algún otro referente iconográfico.
La pieza y su relación iconográfica con algunos ejemplos mesoamericanos
Un primer acercamiento comparativo sugiere que la rudeza de trazo la relaciona estilísticamente con lo olmeca, esto no debe verse como elemento a discusión, pues, de acuerdo con los estudios realizados en los años noventa por Fernán González de la Vara (1999, 191), se ubicaron en los alrededores de Almoloya asentamientos relacionados con dicho desarrollo cultural.
En esa línea la muestra denota un grado de asociación conceptual con otras netamente olmecas, partiendo de los rasgos iconográficos generales, que incluyen postura, expresión y disposición volumétrica general. Al respecto, algunos ejemplos destacables son las denominadas esculturas tipo hacha típicamente olmecas y distribuidas panregionalmente desde el golfo de México hasta el centro del país. Dichas representaciones, de acuerdo con De la Fuente (1994), muestran la típica convención olmeca: «de enorme cabeza fantástica y cuerpo sumamente abreviado y reducido en sus rasgos esenciales» (22), en ellas reconoce representaciones de seres fantásticos de carácter antropomorfo relacionados con el agua, la fertilidad y la agricultura, interpretándolos como dioses del agua y la fertilidad. Dichas muestras llevan los ojos entrecerrados, la nariz chata y la enorme boca de labios gruesos vueltos hacia arriba formando una suerte de trapecio y con las comisuras hacia abajo (22). Otro aspecto que vale la pena mencionar de la propuesta descriptiva de Beatriz de la Fuente se enfoca en «el casquete» ceñido en la cabeza (véanse figs. 6 y 7), el cual también se encuentra sugerido en la pieza de Almoloya, solo que este último se pierde en la caracterización de las cejas.
Otro ejemplo que sugiere semejanzas con la pieza escultórica de Almoloya está también incluido en otros estudios de esta investigadora (De la Fuente 1977). Este tiene que ver con los restos de una pilastra (véase fig. 8) caracterizada en palabras de la especialista como «una figura de aspecto humano, en la que sobresalen los característicos rasgos “olmecoides”» (383), aunados a la forma cilíndrica en la que se acentúa ligeramente la división corporal y los rasgos faciales. Esta pieza, al igual que las hachas, comparte con el Ídolo la forma cilíndrica, la postura, la división corporal y el dramatismo de la expresión facial, mismas características que ofrece una muestra recuperada en Guatemala por Carlos Navarrete (véase fig. 9), no obstante la riqueza iconográfica que proporciona esta última en comparación con el Ídolo de Almoloya del Río.
Con todo, las diferencias que sobresalen están relacionadas con las dimensiones y la probable funcionalidad de las muestras citadas, además de la materia prima empleada e, incluso, la calidad plástica. En cuanto a la funcionalidad, el tamaño sugiere que el Ídolo de Almoloya tuvo una situación pública más activa, mientras que las esculturas tipo hacha probablemente fungieron como parte de actos rituales acotados socialmente -ya sea como parte de ajuares funerarios, rituales propiciatorios u otros-; a pesar de ello, no puede negarse la similitud en la composición escultórica.
Por otro lado, lejos de intentar encuadrar el ejemplo de Almoloya al molde olmeca, puede sugerirse la existencia de cierto convencionalismo que trasciende culturas arqueológicas y periodos cronológicos específicos, quizá por el hecho de considerar que ocupa una postura anatómicamente natural.
Las muestras escultóricas provenientes de Teotenango -sitio vecino al valle de Toluca-, recuperadas por Román Piña Chan (1975, 304) y Carlos Álvarez (1983), comparten parcialmente ese convencionalismo, que incluye el manejo de la técnica de pulido sobre una base monolítica caracterizada por un tratamiento somero de la materia prima. Sin embargo, las diferencias trascienden cuando se habla de los atributos iconográficos, los cuales no son compartidos con la muestra para ninguno de los periodos de ocupación Epiclásico y Posclásico del asentamiento.
De estas excavaciones sobresalen algunas muestras que hacen posible la comparación hasta cierto punto: fueron clasificadas dentro del grupo escultórico B descritas por estos autores como «esculturas en bulto, bastante toscas, generalmente sedentes y con los ojos abultados, son referidas a representaciones antropomorfas, cuyas extremidades superiores aparecen en relieve, cortas y muy esquematizadas con las manos al frente, burdamente labradas con materia prima de andesita basáltica local» (Álvarez 1983, 248-50). El autor asocia su significado al culto de la deidad tutelar matlazinca Coltzi, situándole cronológicamente entre los años 1162 a 1477 d. C. o periodo 4 Fuego o Rokunhowi Chhutáa8 -de acuerdo con la clasificación de periodos aportada por Román Piña Chan para dicho asentamiento (1975, 257)-, además de que asocian este grupo escultórico con expresiones plásticas del Occidente de México, probablemente purépechas, lo cual no puede considerarse del todo un equívoco por la vecindad regional y la relación constante que mantuvieron los grupos del valle de Toluca.
Sin embargo, como se mencionó párrafos arriba, la mayor similitud que observamos con la muestra de Almoloya denota implicaciones técnicas de manufactura y el uso de materias primas locales compartidas, como el uso de la andesita basáltica (González de la Vara 1999, 41), propia de la región sur del valle de Toluca por su asociación a fuentes de materia prima relacionadas con erupciones volcánicas.
Como se mencionó, la dificultad principal que ofrece esta escultura para su estudio, además de la descontextualización y su cronología, es la ausencia de referentes simbólicos precisos que permitan coligar con algún tipo de representación iconográfica conocida, no obstante, es posible circunscribirla en el modelo genérico propuesto por Beatriz de la Fuente sobre la escultórica mesoamericana: f iguras compuestas pertenecientes al ámbito sobrenatural fantástico,9 en las que se mezclan rasgos eminentemente quiméricos -entre humanos y animales- y otros elementos del medio indígena. Esto hace posible que el Ídolo de Almoloya del Río pudiese formar parte de un discurso mágico-religioso que lo defina como un ser fantástico de características iconográficas híbridas.
Aquí el ámbito técnico, así como el referido a la materia prima, marcan un camino que conduce en última instancia a referentes culturales más específicos, sobre todo porque el uso de la andesita está plenamente identificado en la escultórica del periodo cultural tardío del valle, ya sea para el desarrollo matlatzinca (1162 a 1477 d. C., de acuerdo con Piña Chan) y el terminal asociado a la expansión imperial mexica (1477 a 1521 d. C.) impuesto por este grupo en el valle hasta la conquista española.
Otro ámbito de interpretación tomaría como contexto general el elemento acuático del que fue extraída u obtenida la pieza escultórica, asumiendo que el relato histórico local conserva un alto grado de verosimilitud. A partir de ello se puede afirmar que dicha muestra se involucra en la tradición oral contemporánea relacionada con la creencia en los seres fantásticos que habitan la ciénaga, tradición que deviene naturalmente de periodos prehispánicos y que hoy en día enfoca su atención en el personaje mítico conocido como la tlanchana o clanchana, cuya naturaleza femenina adquirió atributos eclécticos al ser definidos iconográficamente con los de la sirena europea, introducida evidentemente durante el periodo virreinal.
Este personaje está presente en el colectivo de la población que habita el valle de Toluca, como lo demuestran los estudios de Nadine Beligand (2017, 67-70) y Laura Romero Padilla (2013), quienes registran, además de los relatos contemporáneos, referencias históricas al igual que gráficas asociadas fundamentalmente a templos católicos del siglo XVIII (Beligand 2017, 67-70).
Pero no es la idea de la sirena en sí la que resulta importante, sino la conceptualización de esta a través de la perspectiva local, que la sitúa como un ser quimérico o fantástico -mezcla del rostro de un ser humano con un cuerpo alargado sin brazos, parecido a un pez por sus aparentes escamas o, en dado caso, a un ser serpentino-, como se observa en las representaciones que se encuentran en la fachada del templo del poblado ribereño de San Antonio la Isla, en las que se advierten dichos atributos con una clara referencia a un medio acuático.
Como lo expresa particularmente Romero Padilla (2013), la presencia de este tipo de seres en las creencias actuales y algunas formas de representación gráfica están presentes en el valle de Toluca como reminiscencia de un proceso de larga duración que remite mínimamente al periodo prehispánico tardío (Posclásico tardío), en los que la posición erguida puede ser asociada con algunas deidades específicas, como Cihuacóatl. El culto a esta deidad fue introducido en el valle a partir de la conquista mexica de 1475 y su naturaleza cósmica involucra tanto el ámbito acuático como el terrestre subterráneo, como lo muestran el par de piezas escultóricas de esta deidad que forman parte de la colección del Museo de sitio de Calixtlahuaca y el museo Nacional de Antropología, dichas piezas comparten con la de Almoloya la posición erecta, la falta de extremidades, la materia prima y la cercanía en escala.
Consideraciones finales
Traer a la luz la existencia de esta pieza escultórica revela una serie de incógnitas respecto a su función específica, así como a su posicionamiento temporal, que en conjunto nos impiden ser concluyentes. Sin embargo, es posible argumentar que la técnica empleada para su elaboración sugiere un nexo con los modelos escultóricos matlatzincas propios de la región para el periodo posclásico tardío, que a su vez privilegiaron el uso de rocas de andesita por sobre otras habidas en el valle, como las pómez y los basaltos, tomando en cuenta la rudeza del trazo, el cual contrasta notablemente del modelo importado de la cuenca de México por los conquistadores mexicas a partir de la década de los setenta del siglo XV, cuando el valle fue conquistado por la Triple Alianza (Umberger 2007). Vale la pena destacar la ausencia de ejemplos semejantes en colecciones de museos locales que den pauta o ayuden a clarificar la naturaleza contextual de este ejemplar, incluyendo las colecciones de museos como el de Antropología y Arqueología estatales o de sitio como el de Calixtlahuaca, exceptuando a la referida escultura de Cihuacóatl que se alberga en este último (Guerrero Villagómez y Escobar, en preparación).
Ante esta situación, la única vía de interpretación posible debe tomar en cuenta la crónica oral referida al lugar del hallazgo como un posible «contexto original», que al estar asociado a uno de los ojos de agua o manantiales que nutren la ciénaga, la escultura pudo formar parte de actividades rituales dedicadas a una deidad que fungiera como «dueña o dueño del agua o de la ciénaga en su conjunto» cuyo ámbito de acción o habitación se ubicó en el fondo lacustre, particularmente de aquel donde mana el vital líquido, probablemente el Tlalocan (Heyden 1983, 14).
Al respecto destaca entre los actuales otomíes del estado de Hidalgo la creencia en Maka Xumpo Dehe o señora sagrada del agua, relacionada con el agua fresca que mana de «los lagos subterráneos» (Báez-Jorge 1992, 115-6) y que autores como J. W. Dow asocian a una moderna versión de la diosa Chalchiuhtlicue (citado por Félix Báez-Jorge 1992, 116) sugiriendo, bajo esta lógica simbólica, una relación profunda con el trinomio mujer-agua-inframundo que conduce como resultante al tema de la fertilidad y al elemento generador de vida.