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Secuencia
versión On-line ISSN 2395-8464versión impresa ISSN 0186-0348
Secuencia no.86 México may./ago. 2013
Artículos
La esclavitud liberal. Liberalismo y abolicionismo en el Caribe hispano
Liberal Slavery. Liberalism and Abolitionism in the Spanish Caribbean
Rafael Rojas
Fecha de recepción: junio de 2011;
Fecha de aceptación: marzo de 2012.
Resumen
Este ensayo propone una reconstrucción de algunos debates fundamentales sobre la abolición de la esclavitud en el Caribe hispano, durante la primera mitad del siglo XIX. El punto de partida es la revolución haitiana y la polémica sobre la esclavitud durante las Cortes de Cádiz; el de llegada es la campaña abolicionista de los autonomistas y republicanos de Puerto Rico y Cuba en la década de I860. El ensayo sostiene que así como en el mundo continental hispanoamericano la disputa por los derechos naturales del hombre, a mediados del siglo XIX, se traducía en términos del conflicto Estado-Iglesia, en el Caribe colonial, en cambio, esa misma disputa pasaba por el problema de la trata y la esclavitud.
Palabras clave: Trata, esclavitud, liberalismo hispánico, revolución haitiana, Constitución de Cádiz, abolicionismo, autonomismo, republicanismo.
Abstract
This essay proposes a reconstruction of certain fundamental debates on the abolition of slavery in the Spanish Caribbean, during the first half of the 19th century. It begins with the Haitian Revolution and the polemic over slavery in the Cortes de Cádiz and ends with the abolitionist campaign of the autonomists and Republicans in Puerto Rico and Cuba in I860. The essay posits that just as in the Latin American continental world, die dispute over the natural rights of man in the mid-19th century translated into the terms of the State-Church conflict, in the colonial Caribbean, this same dispute involved the problem of slave trafficking and slavery.
Key words: Trafficking, slavery, Hispanic liberalism, Haitian Revolution, the Constitution of Cadiz, abolitionism, autonomy and Republicanism.
En Europa, las mejores inteligencias
se pierden cuando quieren descubrir
en ese conjunto de grandes cuestiones
sociales -el proletariado, la propiedad,
el impuesto, etc. un principio superior,
una solución única que remedie
todos los males y concierte en armonía
superior todos los derechos. En las
Antillas, por el contrario, el problema
social, vario y múltiple en sus partes se
ha concentrado en una sola
institución: la esclavitud.
Segundo Ruiz Belvis,
José Julián Acosta y
Francisco Mariano Quiñones,
Junta Informativa de Reformas,
Madrid, 10 de abril de 1867.
La establecida visión histórica de que el liberalismo decimonónico, y más específicamente, su variante utilitaria, generó nuevas formas de limitación de las soberanías nacionales y de justificación de la esclavitud, encuentra en Jeremy Bentham una formidable refutación. Bentham, que vindicó el "principio de utilidad" y la deontología, que consideró "falacias" los derechos del hombre, dirigió a la Convención francesa el siguiente mensaje: "¡emancipad vuestras colonias!"1 Al tratar temas tan hispánicos como la independencia y la esclavitud, este utilitarista británico no invocó el concepto de utilidad sino el de justicia.2
El caso de Bentham sería suficiente para demandar mayor cautela en las aproximaciones al estudio de las ideas liberales sobre la nación y la esclavitud. Con demasiada frecuencia, la historiografía unifica las visiones atlánticas sobre las revoluciones americanas: la de las Trece Colonias en 1776, la haitiana en 1791 y las de los viejos reinos hispánicos entre 1808 y 1824. Esa unificación historiográfica recurre, por lo general, al recurso de la ambivalencia: los liberales habrían sido partidarios de la libertad y de la igualdad en Europa, pero no en América; en Londres y en París, pero no en la India, en Irlanda, en México o en Perú.
Una relectura de la obrilla de teatro de G. K. Chesterton, El juicio del doctor Johnson, sería suficiente para desestabilizar esos tópicos. Chesterton imaginaba un diálogo entre personajes históricos, como Edmund Burke, Samuel Johnson o James Boswell, y personajes ficticios, como el irlandés Ian Mac Lean y el colono de Virginia, John Swallow Swift, en el que se debatían temas como la independencia de Estados Unidos, la esclavitud o la soberanía irlandesa. Las posiciones de los personajes eran lo suficientemente diversas como para que Burke defendiera la emancipación de las colonias norteamericanas, mientras el doctor Johnson exigía la preservación de la integridad territorial del imperio británico.3
Chesterton exageraba, desde luego, pero algunas aproximaciones historiográficas a las visiones sobre la esclavitud y la independencia americanas, entre ilustrados y liberales europeos de fines del XVIII y principios del XIX, como la de Carlos Rodríguez Braun, en su estudio sobre Adam Smith, Jeremy Bentham y la cuestión colonial, o de Mario Rodríguez, sobre los escritos de James Mill a propósito de la independencia hispanoamericana, exponen con claridad la transición de enfoques imperiales que rechazaban las colonias por económicamente irrentables o por simpatías hacia soluciones asimilistas o autonómicas, como la de Smith, por ejemplo, a perspectivas de franca identificación con la solución republicana, como en el caso de Mili y los escritos que, bajo el pseudónimo de William Burke, escribió para la Edinburgh Review entre 1809 y 1811.4
Ante percepciones tan matizadas y multilaterales, la reciente tesis de Domênico Losurdo, en Liberalism. A Counter-History,5 parece refutada avant la lettre. Este filósofo de la Universidad de Urbino sostiene, a partir de lecturas de Sieyés, Constant, Tocqueville, Stuart Mill y, sobre todo, de documentos de estadistas del siglo XIX, como los estadunidenses Thomas Jefferson y John C. Calhoun o los británicos lord Acton y William Gladstone, que el liberalismo, lejos de una teoría o una práctica de la libertad fue una filosofía jurídica y política del colonialismo y la esclavitud.6 La historia de la eminente tradición abolicionista del liberalismo anglosajón o la propia historia del liberalismo y el republicanismo anticoloniales de Hispanoamérica serían suficientes para arribar a la conclusión contraria.
En las páginas que siguen quisiera regresar al tema de las tensiones entre el liberalismo y el republicanismo con la esclavitud y el colonialismo, en el mundo atlántico, por medio del recorrido de algunos debates letrados en Hispanoamérica y el Caribe en la primera mitad del siglo XIX.7 Me detendré, fundamentalmente, en dos momentos: algunas discusiones sobre el problema de la esclavitud en el mundo hispánico, entre la revolución haitiana (1791) y la Constitución de Cádiz (1812), y la larga y fecunda polémica sobre la trata esclavista y la abolición, en el Caribe hispánico, a mediados de aquel siglo. Por el camino, haremos algunas sugerencias sobre la conceptualización de la nación y el nacionalismo en los años previos y posteriores a la independencia hispanoamericana.
El estudio del debate sobre la esclavitud en el Caribe permite ilustrar el desencuentro que, entre 1830 y I860, experimentaron el liberalismo hispanoamericano continental y el reformismo criollo caribeño. Mientras el primero se enfocaba, prioritariamente, en la instrumentación de la doctrina de los derechos naturales del hombre, con el propósito de reducir los cuerpos del antiguo régimen, el segundo aplicaba limitadamente la misma doctrina, con el fin de disminuir o eliminar la trata esclavista, preservando la esclavitud. Este paralelo ayuda, a su vez, a comprender mejor las identidades y diferencias entre liberalismo y republicanismo en el mundo hispánico, a mediados del siglo XIX.
La Revolución Silenciada
Se ha vuelto lugar común, en la historia intelectual y política de Hispanoamérica, señalar que, a diferencia de la Declaration of Independence de Estados Unidos, las actas de independencia de las nuevas naciones hispanoamericanas no proponían un registro de derechos fundamentales. Mientras los colonos norteamericanos reproducían las nociones básicas del derecho natural y afirmaban que "todos los hombres son creados iguales" y poseen "derechos inherentes e inalienables como el derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de felicidad", los criollos hispanoamericanos se centraban en establecer la "ruptura de la dependencia del trono español" y la "recuperación del ejercicio de la soberanía usurpada".8
El paralelo se ha llevado, incluso, hasta la Constitución de Cádiz de 1812, en la que algunos historiadores han señalado la ausencia de una dotación de derechos naturales del hombre, en contraposición, por ejemplo, al artículo primero de la Declaración del Congreso Continental de Virginia, en 1774, o de la Declaración Universal de Derechos del Hombre y el Ciudadano (1789), en Francia.9 Como bien apuntaron Diego Sevilla Andrés, Antonio Fernández García y otros constitucionalistas peninsulares, dicha contraposición es incorrecta no sólo porque una Constitución es un documento diferente a una Declaración de Independencia en la propia Constitución estadunidense de 1787 tampoco hay una dotación de derechos fundamentales sino porque en la Constitución de Cádiz, específicamente en los artículos 4o y 13, sí se dotaba a los "ciudadanos españoles de ambos hemisferios" de "derechos legítimos" como la libertad civil, la propiedad, la felicidad y el bienestar.10
Es cierto que la Constitución de Cádiz mantuvo la esclavitud y, ni siquiera, reconoció la ciudadanía de los nacidos en África o sus descendientes, a los cuales las Cortes podrían conceder carta de ciudadanía por "servicios calificados a la patria, talento, aplicación y conducta", sólo en caso de que sus padres, madres y esposas fueran libertos y poseyeran algún oficio, empresa o capital propio.11 Sin embargo, el debate que precedió al artículo 22 de la Constitución, que garantizó aquella exclusión, no fue intrascendente, con una notable participación de diputados americanos y el debate mismo refleja el avance que desde la revolución haitiana experimentaban las ideas abolicionistas en América.
Como recordaba Rafael María de Labra en el clásico América y la Constitución española de 1812 (1914), desde marzo de 1811 comenzó a debatirse la abolición de la esclavitud en Cádiz, gracias a una propuesta presentada en sesión secreta por el diputado tlaxcalteca José Miguel Guridi Alcocer, cura de Tacubaya.12 La argumentación de Guridi Alcocer, similar a la del diputado de la Nueva Galicia, el canónigo José Simeón de Uría defensor de la ciudadanía de las castas durante el debate del artículo 22 de la Constitución de Cádiz, partía de la suscripción doctrinal de los derechos naturales del hombre y de la creciente tendencia abolicionista que se manifestaba en Francia y Gran Bretaña desde fines del siglo XVIII. Aunque el diputado novohispano imaginaba un periodo de transición en el que se suprimiría la trata africana y se liberaría a los hijos de esclavos, mientras se mantenía a estos en condición "servil" "para no perjudicar en sus intereses a los actuales dueños" su propuesta era claramente abolicionista:
Contrariando la esclavitud el derecho natural, estando ya proscrita aun por las leyes civiles de las naciones cultas, pugnando con las máximas liberales de nuestro actual gobierno, siendo impolítica y desastrosa, de que tenemos funestos y recientes ejemplares y no pasando de preocupación su decantada utilidad al servicio de las fincas de algunos hacendados, debe abolirse enteramente.13
En el trunco debate que acompañó esta propuesta de Guridi Alcocer en Cádiz, el 2 de abril de 1811, es legible la opaca resonancia de la revolución haitiana, de las revoluciones de independencia hispanoamericanas y, especialmente, del Decreto de Abolición de la Esclavitud, emitido por el cura Miguel Hidalgo, el 6 de diciembre de 1810 en Guadalajara. Uno de los primeros inconvenientes para el buen curso del proyecto de Guridi Alcocer fue la presentación, en la misma sesión del 2 de abril de 1811, de otra propuesta del diputado asturiano, Agustín Arguelles, a favor de la supresión del comercio de esclavos, la cual estaba contemplada en el primer punto del proyecto del novohispano.14
Ambas propuestas se debatieron a la vez, generando la impresión de que el proyecto de Arguelles era una versión moderada del de Guridi Alcocer. Aún así, uno y otro fueron remitidos a comisiones, sin que volvieran a debatirse antes de la presentación del texto constitucional, en agosto de 1811, del que fueron excluidos. Las posiciones delineadas en el breve debate del 2 de abril de ese año permiten leer, como decíamos, las resonancias de la tradición abolicionista atlántica en Cádiz. Mientras algunos liberales americanos y peninsulares, como el quiteño José Mejía Lequerica, el castellano Manuel García Herreros, los leoneses Juan Nicasio Gallego y Evaristo Pérez Castro, el catalán Felipe Aner de Esteve y el valenciano Joaquín Lorenzo Villanueva, respaldaban la propuesta de Arguelles y hasta agregaban a la misma, como en el caso de García Herreros, la "libertad de vientre", es decir, la automática liberación de los hijos de los esclavos incluida en el punto tercero de la propuesta de Guridi Alcocer, los diputados cubanos, especialmente el habanero Andrés Jáuregui, con el respaldo o la no oposición pública de Juan Bernardo O'Gavan, vicario general de La Habana, lideraban el rechazo a ambos proyectos.15
Los defensores del fin de la trata, como Mejía y Aner, apelaban a la referencia del decreto británico de supresión del comercio de esclavos, de 1807, antes que a la revolución haitiana.16 Sin embargo, esta última emergía como referencia negativa en el debate, lo mismo entre partidarios que entre detractores del tráfico negrero. Mejía, por ejemplo, atribuía la "precariedad de la existencia de muchas provincias americanas" al "aumento de la introducción de eslavos en número indefinido" y Jáuregui, de un modo más directo y desde la posición contraria, aseguraba que la supresión del comercio esclavista amenazaría la "tranquilidad" y el "sosiego" de la isla de Cuba, territorio no convulsionado por la independencia hispanoamericana.17
Movimientos demasiado funestos y conocidos agitan una gran parte de América. Acuérdense de la imprudente conducta de la Asamblea Nacional de Francia, y de los tristes y fatalísimos resultados que produjo, además de sus exagerados principios, la ninguna premeditación y, digo más, la precipitación e inoportunidad con que tocó y condujo un negocio semejante.18
A pesar de que los liberales gaditanos opuestos a la trata insistían en que su referencia no era la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano (1789) o la abolición de la esclavitud en las colonias francesas por la Convención el 4 de noviembre de 1794 sino el bill británico contra el comercio de esclavos de 1807, el fantasma de la revolución haitiana reapareció en Cádiz. Tanto Jáuregui, de un lado, al hablar de "principios exagerados", como Argüelles, del otro, al argumentar que la "prohibición (de la trata) era más digna de los súbditos de una nación que pelea por su libertad e independencia", aludían a la doctrina de los derechos naturales, cuya premisa fundamental era que los hombres nacían libres e iguales ante la ley.19 Para el habanero Jáuregui, dicha premisa no era aplicable a todos los hombres.
El dilema, que se había planteado en toda su crudeza durante la revolución de independencia de Estados Unidos, reproducía la tensión entre dos derechos naturales, la libertad y la propiedad, y a la vez dilataba las fronteras entre la libertad civil y la libertad política. Para los criollos habaneros, hacendados azucareros o traficantes de esclavos lo mismo que para los colonos sureños de Estados Unidos el derecho a la propiedad relativizaba el derecho a la libertad, de la misma manera que la libertad política de los blancos e, incluso, la independencia de la nueva nación, acotaban la libertad civil de los negros. La opacidad o la invisibilidad del referente de la revolución haitiana, dentro del propio abolicionismo hispanoamericano, no sólo tenía que ver con la crítica liberal al jacobinismo negro sino, como ha observado David Waldstreicher, con la necesidad de articular el constitucionalismo con la esclavitud.20
Con frecuencia, la historiografía centra la lectura de la revolución haitiana que hizo el liberalismo hispánico en el rechazo al jacobinismo negro. Es evidente que una porción considerable de las elites liberales y republicanas, que respaldaron el constitucionalismo gaditano o las propias independencias hispanoamericanas, vieron en la revolución haitiana un ejemplo negativo, en el que la ruptura del pacto colonial se daba acompañada de una inversión de la pirámide social y de un derroche de violencia racial y política.21 No es menos cierto, sin embargo, como advierte Robin Blackburn, que la revolución haitiana dio un impulso notable a movimientos pacíficos a favor de la abolición de la trata y la esclavitud, como los que impulsaron, en Gran Bretaña, la comunidad cuáquera, Thomas Clarkson, William Wilberforce y el Committee for the Abolition of Slave Trade, que logró el bill de 1807, o a rebeliones antiesclavistas como la de José Antonio Aponte en Cuba, entre 1811 y 1812.22
No faltó, de hecho, en el contexto del liberalismo gaditano, alguna voz que demandara la abolición de la trata y de la esclavitud a partir de las mismas premisas que el abolicionismo británico hizo suyas luego de la revolución haitiana. El oidor de la Audiencia de Mallorca, Isidoro de Antillón, diputado a las Cortes de Cádiz por Aragón, escribió una Disertación sobre el origen de la esclavitud de los negros, que leyó en la Real Academia de Derecho Español, ¡en 1802!, y que se editó en 1811, luego del debate del 2 de abril de ese año en las Cortes. Allí Antillón defendía el fin de la trata y de la institución esclavista en nombre del derecho natural: "el derecho de gozar de su trabajo, de disponer de su persona, de escoger el género de ocupación más conveniente, el derecho de existir políticamente".23
Antillón cuestionaba a la tradición ilustrada del siglo XVIII, con Montesquieu a la cabeza, por la incongruencia de haber defendido, a la vez, los derechos naturales del hombre y la esclavitud de la población africana. Cuando la naturaleza, "sabia legisladora del género humano", había "esculpido en el corazón de los hombres el inviolable principio de la libertad y la igualdad, derechos que no se alteran o disminuyen según la diversidad de colores".24 Llama la atención que aunque Antillón citara ampliamente las Letters on the Slave Trade de Clarkson y que, como este y otros abolicionistas británicos, contemplara una abolición gradual, con indemnización adecuada para los dueños de esclavos y hasta un sistema de "sometimiento de estos a las leyes", por medio de la educación, la concesión de tierras y la "servidumbre doméstica", no considerara a los negros "bárbaros", desde un punto de vista cultural o moral, sino diferentes, desde una perspectiva anatómica.25 El color negro, según Antillón, sólo reflejaba la posesión de una "crasa sustancia gelatinosa, que media entre el epidermio y la piel, provocada por el exceso de calor".26
Tanto en el abandono del tópico ilustrado de la inferioridad cultural o moral de la población africana como en su visión de la revolución haitiana, Antillón se separaba de las corrientes hegemónicas del abolicionismo atlántico.27 La sublevación de los esclavos de Santo Domingo, en 1791, que dio origen a aquella gesta, le parecía a este liberal gaditano un elemental acto de justicia: "si los excluidos componen un número suficiente para pedir satisfacción, es de presumir que no sufrirán siempre con tranquilidad una injusticia semejante".28 El trasfondo de esta rara imagen legítima de la revolución haitiana, en una zona minoritaria del liberalismo gaditano, tal vez tenga que ver con algunas aproximaciones al republicanismo, desde las tradiciones neoescolásticas españolas, en las que se aceptaba el derecho a la rebelión contra el absolutismo y, a la vez, no se consagraba jerarquía alguna entre los derechos naturales del hombre.
Buena parte del rechazo al jacobinismo francés y más allá de la mentalidad racista predominante al jacobinismo negro haitiano, dentro del liberalismo atlántico, tenía que ver con la idea liberal de que el derecho a la propiedad era tan natural, sagrado e inviolable como el de la libertad o la igualdad. Algunos estudiosos de la tradición republicana, como J. G. A. Pocock, Philip Pettit, Helena Béjar y Richard Dagger, han señalado que un punto de desencuentro entre liberalismo y republicanismo sería la contraposición entre comercio y virtud y la idea limitada del derecho de propiedad defendidos por el segundo.29 La revolución haitiana y la originaria inspiración jacobina de sus principales líderes negros (Toussaint Louverture, Henri Christophe, Jean Jacques Dessalines) o mulatos (André Rigaud, Alexandre Pétion, Jean Pierre Boyer), con independencia de la evolución ideológica posterior de cada uno, representó para muchos de sus contemporáneos hispánicos el mejor ejemplo de una radicalización republicana del liberalismo atlántico.
Es ese momento en que la propiedad y, específicamente, la propiedad de esclavos, deja de ser un derecho natural y pasa a ser un derecho civil, limitable o embargable por el poder público, el que condensa la radicalidad de la revolución haitiana. Una legendaria tradición historiográfica, que arranca con The Black Jacobins (1938) de C. L. R. James y desemboca en Avengers of the New World (2004)30 del profesor de Duke University, Laurent Dubois, confirma la peculiaridad de una revolución atlántica que, entre 1791 y 1804 y coincidiendo con la francesa, la norteamericana y las hispánicas, destruye, a la vez, el pacto colonial y el régimen esclavista y funda un nuevo orden republicano y liberal que recompone el sistema de propiedad del antiguo régimen. Ninguna otra revolución, entre fines del XVIII y principios del XIX, produjo un cambio tan profundo.
James narraba con inocultable admiración aquella epopeya protagonizada por 200 000 esclavos que, en doce años, liberaron a 500 000 negros, derrocaron a los ejércitos borbónicos de Francia y España y resistieron dos expediciones de Gran Bretaña y el imperio napoleónico, compuestas por 60 000 hombres cada una.31 Para el marxista trinitario, el líder que mejor personificaba aquella revolución era Toussaint Louverture. Según James, el caso de Toussaint un esclavo de una estancia ganadera que había aprendido a leer y a escribir y que, a sus 45 años (luego de cuidadosas lecturas de los Comentarios de Julio César y de los cuatro volúmenes de la influyente Histoire Philosophique et Politique des Etablissements et du Commerce des Europées dans les deux Indes (1770) del abate Guillaume Thomas Raynal, ilustrado jesuíta que denunció el colonialismo y la esclavitud europeos en América) encabeza una insurgencia antiesclavista y anticolonial en el Caribe era el mejor emblema de la emancipación latinoamericana.32
Raynal, que fue también lectura decisiva para Robespierre y Bolívar, era el tipo de fuente ilustrada que contribuía a vertebrar el imaginario político del republicanismo y el jacobinismo atlánticos. Para Toussaint o Bolívar lo decisivo en esas lecturas no eran los prejuicios o estereotipos del abate francés y de otros americanistas ilustrados, como Buffon, Marmontel, Robertson o de Pauw, sobre la flora, la fauna, las costumbres, la "decrepitud" o la "impubertad" de los habitantes del Nuevo Mundo, sino la crítica a la Inquisición y la esclavitud, al colonialismo y la plantación.33 Es en esas lecturas y en el involucramiento en el proceso mismo de la revolución francesa, donde Toussaint llega a la convicción de que la independencia de Haití debe ir unida a una destrucción del sistema de plantación azucarera y esclavista.
En sus proclamas y documentos, Toussaint insistía siempre en defender la equivalencia de los conceptos de "libertad" e "igualdad", en contra de las corrientes más moderadas de la revolución francesa. Dicha equivalencia, como bien señala Laurent Dubois, establecía para los jacobinos negros, por lo menos, tres premisas con las que simpatizaba el jacobinismo francés: la abolición de la esclavitud, la supresión de los fueros y privilegios del antiguo régimen y la limitación de las grandes propiedades privadas o eclesiásticas.34 Entre 1789 y 1794, los líderes haitianos observaron cómo las posiciones moderadas de Brissot y la Sociedad de Amigos de los Negros eran rebasadas por actitudes más radicales, en relación con la esclavitud en las Antillas, como las del abate Grégoire, Robespierre, Dupont de Nemours y el colono Moreau de Saint-Méry, quienes desde 1791 defendían la "libertad de vientre".35
Cuando en 1792 la Asamblea Legislativa decreta la igualdad de derechos políticos entre negros y blancos libres y, sobre todo, cuando el 4 de febrero de 1794 la Convención decreta, a solicitud del abate Grégoire, la abolición de la esclavitud en las colonias francesas, los jacobinos negros ven la confirmación de que la causa por la que luchaban desde hacía tres años también era defendida por los líderes más radicales de la revolución francesa. Desde entonces ya será imposible para esos jacobinos negros distinguir entre la "libertad política" de la nación y la "libertad civil" de todos los ciudadanos, tal y como se acostumbraba en el lenguaje del liberalismo gaditano e hispánico hasta mediados del siglo XIX.36 Es por ello que el restablecimiento de la esclavitud por Napoleón, en 1802, lejos de sofocar la revolución haitiana atizó su ebullición, como se evidenciaría con la derrota de Leclere y la secuela revolucionaria en las otras colonias francesas de las Antillas.
Al defender una idea limitada de la propiedad, en tanto derecho civil o no natural, el jacobinismo negro se colocó más allá del liberalismo atlántico. Los propios líderes del primer republicanismo hispanoamericano, como puede leerse en los decretos de abolición de la trata o de la esclavitud casi todos graduales o parciales, como el ya citado de Guadalajara y el de Chile, en 1811, el de Buenos Aires, en 1813, el de Simón Bolívar en 1816, el de la Constitución Argentina de 1817 o el peruano de 1821, defendieron el fin de la esclavitud, no a partir de una aplicación radical de la doctrina de los derechos naturales, sino de la necesidad de crear ejércitos insurgentes.
El mismo Simón Bolívar, como es sabido, tuvo hasta 1816 una posición ambivalente sobre la esclavitud, más cercana a la tradición abolicionista británica que al jacobinismo francés o haitiano. Más allá del respaldo determinante que le brindó Pétion, luego de la contraofensiva realista de 1814, y de la amistad con que lo distinguió Boyer, el legado político de la revolución haitiana que más valoró Bolívar, durante el proceso de constitución de las nuevas repúblicas hispanoamericanas, está relacionado con instituciones como la presidencia vitalicia y el senado hereditario, que trasplantó del sistema político haitiano -el "más democrático del mundo", a su juicio a la Constitución de Bolivia de 1826.37
La subordinación del derecho civil de propiedad a los derechos naturales de la libertad y la igualdad no sólo garantizó el contenido antiesclavista del jacobinismo haitiano sino que creó uno de los referentes ideológicos más persistentes del nacionalismo agrario caribeño y latinoamericano de los dos últimos siglos.38 Es en este sentido que puede afirmarse que el debate sobre los derechos naturales del hombre, en el siglo XIX, tiene en la revolución haitiana un hito fundacional, cuya radicalidad lo vuelve, de algún modo, paradigmático o inalcanzable.39 La esencia del jacobinismo, estudiada por Ferenc Fehér en La revolución congelada (1989), se manifiesta más claramente en la veloz transformación de medio millón de esclavos antillanos en ciudadanos propietarios de una nueva república que en el "terror" parisino del 93.40
Si dicha esencia tiene que ver con la instauración acelerada de una "república de la virtud" por medio de mecanismos autoritarios de desjerarquización social, entonces la vuelta de tuerca a la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789), que propuso Robespierre en la Convención, en abril de 1793, sería uno de sus documentos básicos. Allí Robespierre proponía entender la propiedad como un derecho civil, no natural: "la propiedad es el derecho que tiene cada ciudadano a gozar y disponer de la porción de los bienes que le garantiza la ley".41 Y más adelante señalaba que dicho derecho estaba "limitado" por la obligación de respetar los derechos de los demás y que no podía "perjudicar la seguridad, la libertad y la existencia de nuestros semejantes".42 Finalmente, agregaba en alusión directa a la trata africana, que "todo comercio que viole ese principio es esencialmente ilícito e inmoral".43 A partir de pasajes como estos, autores como Paul Gilroy han destacado el poco reconocido papel que la revolución haitiana tuvo en la radicalización del republicanismo atlántico.44
Esa dimensión paradigmática del jacobinismo negro, dentro de la tradición republicana, fue la que llamó la atención de Susan Buck-Morss al explorar las posible referencialidad haitiana durante el proceso de escritura de la Fenomenología del espíritu (1807) de Hegel, en Jena, a principios del siglo XIX. A Buck-Morss le llamaba la atención el "silencio hegeliano" sobre la revolución haitiana, cuando ese evento, que el filósofo siguió por la prensa alemana y francesa, lo había ayudado a formular su teoría sobre la dialéctica del amo y el esclavo.45 Hegel, lector de Adam Smith quien a su vez leyó a Raynal y siguió la descripción del sistema colonial americano de este último, transcribía filosóficamente el proceso de la revolución haitiana cuando hablaba del paso del temor al amo, como "verdad" de la "conciencia servil", al trabajo libre y a la "formación cultural" de un "sentido propio".46
Sin embargo, la Fenomenología del espíritu, texto básico del proceso intelectual que acompañó la transición de las monarquías absolutas al Estado liberal en la primera mitad del siglo XIX, borraba la referencia haitiana. La razón de ese silenciamiento, también estudiada por Michel-Rolph Trouillot, tenía que ver con el propio miedo del liberalismo atlántico al jacobinismo negro y con la desafiante reformulación que este último logró de la doctrina de los derechos naturales del hombre.47 El repliegue del liberalismo hispánico, en la península y en el Caribe, sobre las demandas de abolición de la trata y preservación de la esclavitud, que observaremos a partir de los años treinta del siglo XIX, será, en buena medida, una reacción a ese miedo.
Fueron raros, como veremos, los líderes criollos cubanos y puertorriqueños que reclamaron para sí el legado de la revolución haitiana en el siglo XIX. Que reformistas y autonomistas no lo hicieran es lógico, pero que los propios líderes separatistas no se inscribieran en esa tradición es señal de la fuerza del antijacobinismo y de las ambivalencias ante la realidad de la esclavitud de los liberales e, incluso, los republicanos caribeños hasta las últimas décadas del siglo XIX. La herencia de la revolución haitiana fue asumida por líderes negros y mulatos como los cubanos José Antonio Aponte, a principios de ese siglo, o Antonio Maceo, a fines del mismo, pero, sobre todo, por quien sería, tal vez, el republicano del Caribe hispano que más debió a la gesta de los jacobinos negros: el puertorriqueño Ramón Emetério Betances (1812-1898).
Marcado fuertemente por las ideas de la revolución francesa de 1848 estudió el bachillerato en Toulouse en los años cuarenta y luego se doctoró en medicina en París, Betances conectó desde muy temprano la lucha por la abolición de la esclavitud y por las independencias de Cuba y Puerto Rico con el antecedente de la revolución haitiana y con el movimiento abolicionista del norte de Estados Unidos. Dos de sus primeras publicaciones fueron la traducción de un discurso del abogado abolicionista norteamericano, Wendell Philips, en homenaje a Toussaint Louverture, y su conocido Ensayo sobre Alejandro Pétion (1870), dedicado a los separatistas cubanos y puertorriqueños, que se habían levantado en armas en Lares y Yara, en 1868.48
La historia intelectual caribeña no ha reparado lo suficiente en la bifurcación que se produce, a la altura de 1867, entre las elites reformistas cubanas y puertorriqueñas, cuando estas últimas proponen la abolición definitiva de la esclavitud, con o sin indemnización, en la Junta de Información de Madrid.49 Mientras los cubanos (José Antonio Saco, el conde Pozos Dulces, Nicolás Azcárate, José Luis Alfonso, José Antonio Echevarría, Tomás Terry, Calixto Bernai y José Morales Lemus, entre otros) se concentraban en la demanda del fin de la trata, los puertorriqueños (Segundo Ruiz Belvis, José Julián Acosta y Francisco Mariano Quiñones) defendían la abolición "inmediata y radical" con el argumento de que la isla Puerto Rico tenía derecho a ser escuchada, con independencia de Cuba, cuya riqueza azucarera, población blanca y suma de intereses criollos y peninsulares eran utilizados como argumentos para preservar la esclavitud en las Antillas.50
Los límites del abolicionismo
El liberalismo hispánico se vio estremecido por la revolución haitiana en su frontera más próxima: el Caribe. No se entiende la historia caribeña de la primera mitad del siglo XIX sin esa revolución y sin la república que la sucedió, la cual llegó a ejercer una considerable hegemonía regional hasta los años treinta. Bajo las presidencias de Alexandre Pétion (1807-1818) y Jean Pierre Boyer (1818-1843), la república haitiana impulso las independencias hispanoamericanas y, en alianza con México y Colombia, llegó a contener los intentos de reconquista de Femando VII y la Santa Alianza hasta 1833. La ocupación de la parte oriental de la isla, independizada de España en 1821 por el movimiento liberal de José Núñez de Cáceres, la liberación, también allí, de medio millón de esclavos, la emigración hacia Cuba y, en menor medida, hacia Puerto Rico, de cientos de plantadores azucareros y cafetaleros, el incremento de la trata y de la producción azucarera en estas islas y el aliento a las sublevaciones esclavas, que arrancan con la de José Antonio Aponte en Cuba, en 1812, fueron algunos de los impactos más visibles de la revolución haitiana en el Caribe hispánico.51
Hay otra dimensión, sin embargo, de las consecuencias de la revolución haitiana para el Caribe hispánico que tiene que ver con la historia intelectual de la esclavitud y el liberalismo y que podría asociarse con lo que la historiadora Ada Ferrer ha llamado el "miedo a Haití".52 Un miedo que refleja todo tipo de aprensiones raciales, políticas e ideológicas por parte de las elites peninsulares y criollas, desde las asociadas con el rechazo al fin de la esclavitud, sostén de la plantación azucarera, hasta las proclives a la reducción o abolición de la trata por temor a que el incremento de la población esclava y negra reprodujera el escenario haitiano en Cuba o Puerto Rico. En los documentos sobre la revolución haitiana, reunidos por el historiador José Luciano Franco en el Archivo Nacional de Cuba, y glosados por Ferrer, puede leerse el repliegue del liberalismo hispánico en relación con la esclavitud, que marcará la historia intelectual peninsular y caribeña hasta mediados del siglo XIX.53
Desde los gobiernos de Luis de las Casas y el marqués de Someruelos, en la Capitanía General de Cuba, la revolución haitiana fue percibida como una catástrofe. El debilitamiento de Francia en el Caribe, que la misma generaba, no era visto por los funcionarios borbónicos de Cuba y Puerto Rico, leales al pacto de familia, como un mal menor. En el verano de 1791 algunos de esos funcionarios se hacían eco de las terribles visiones de los plantadores franceses y criollos que auguraban que la "revolución de esclavos iba a sepultar en el olvido tal vez para siempre esa preciosa parte del imperio" y que la "sangre de los cultivadores iba regar la tierra que su sudor hizo fértil".54 Al comprobar que "más de doscientas haciendas de azúcar habían sido incendiadas", que "sus dueños habían sido despedazados", que "un número inmenso de cafeterías era también materia del furor de las llamas" y que "los negros han ganado las montañas y el hierro y el fuego está con ellos", los hacendados haitianos "imploraban los socorros de la España y de otros insulares vecinos".55
En 1799, bajo el gobierno del marqués de Someruelos, la Capitanía General comenzó a monitorear incidencias de la revolución haitiana, como el conflicto entre Toussaint y otros líderes revolucionarios como Rigaud y Moise, el restablecimiento del catolicismo como religión oficial, la traición del general Lecrerc y el arresto y envío de Louverture a Francia en el verano de 1802, donde moriría al año siguiente en el castillo de Fort de Joux.56 El gobernador de La Habana llegó a recibir un informe secreto, sumamente detallado, sobre la revolución haitiana, redactado por el agente Dubois, en el que se afirmaba que Toussaint, "aunque muy ignorante y apenas salido de la esclavitud", actuaba como "dueño, déspota y tirano" y estaba dominado por pasiones como "el orgullo, la insaciabilidad, la ambición llevada hasta la atrocidad, pero cubierto de un ligero velo de hipocresía".57
Tras la caída de Toussaint, el marqués de Someruelos encomendó al oidor del Ayuntamiento de La Habana y síndico del Real Consulado, Francisco de Arango y Parreño (1765-1837), que se trasladase primero a Guárico, Venezuela, y luego a Puerto Príncipe, para tratar temas relacionados con reclamaciones españolas, aranceles, contrabando y leyes de navegación y puertos con los jefes franceses y haitianos. En "instrucción reservada", Someruelos pidió a Arango que, además de negociar, averiguara cuál era el estado de "tranquilidad o alteración" de la población "blanca", de la agricultura y el comercio y cuál era la correlación de fuerzas entre los ejércitos napoleónico y haitiano.58 Arango, tal vez el letrado criollo de mayor prestigio en su generación, redactó un informe que, de algún modo, marcaría la pauta para el posicionamiento del liberalismo hispánico frente a la revolución haitiana:
La pluma se me cae de vergüenza, cuando trato de comenzar la triste pintura que en la actualidad puede hacerse de la que era poco hace la más floreciente y rica colonia del orbe. La parte francesa de Santo Domingo que en el año 1788, con una población de 38 000 a 40 000 blancos, 28 000 libres de color y 450 000 esclavos de todos sexos; tenía en movimiento 793 ingenios de azúcar, 3 107 cafetales, 3 150 añilerías, 799 algodonerías, 69 cacaotales, 153 alambiques, 61 tejares, 313 hornos de cal y 3 tenerías; esa colonia, digo, que sin contar can su comercio directo al extranjero, recibía de su nación 138 624 toneladas y 54 568 000 libras, y remitía en frutos el valor de 175 990 000 libras, puede decirse que hoy se halla reducida a la nada; pues, exceptuando el partido de Cul-de-Sac para azúcar, y los de Grand-Bois y Jeremías para café, todo lo demás, después de haber sido incendiado y arrasado, está en posesión de los rebeldes.59
Desde entonces Arango y la mayoría de los letrados y estadistas criollos del liberalismo caribeño se propondrían no ser Haití: evitar que un proyecto como el de los jacobinos negros triunfase en Cuba o en Puerto Rico ¿Cómo lograrlo? Arango reiteraba en el informe de su Comisión en Santo Domingo (1803) dos medidas esbozadas entre su Discurso sobre la agricultura en La Habana en medios de fomentarla (1792) y la Representación del Real Consulado a Carlos IV (1799), que permitirían impedir que "se repita en Cuba la catástrofe de Santo Domingo": 1) reconocer la independencia de Haití o, por lo menos, contribuir a que Francia la reconozca; 2) aumentar la población blanca, sobre todo, en la parte oriental de Cuba, incentivando la inmigración de colonos dominicanos y franceses y flexibilizando la política fiscal.60 Arango resumirá dicha estrategia con un epigrama: "en el aumento de blancos y en nuestra separación de los rebeldes de Santo Domingo consiste nuestra seguridad".61
El objetivo de evitar otro Haití en el Caribe será una finalidad constante del liberalismo hispánico durante la primera mitad del siglo XIX. Una finalidad que se buscará a través de diversas tácticas o medios políticos y que se defenderá desde distintos referentes doctrinales y discursivos. En la propia obra reformista de Arango es observable, a mediados de los veinte y principios de los treinta, un cambio de posición respecto a la trata esclavista que responde, sin embargo, a la misma finalidad trazada en 1803. Ya en el periodo final del reinado de Fernando VII, Arango constataba que buena parte de sus recomendaciones a la corona se habían tenido en cuenta y que, como consecuencia de las mismas, en Cuba se había producido el boom azucarero estudiado por Manuel Moreno Fraginals.62
En textos del periodo absolutista o gaditano, Arango defendió el incremento del comercio de esclavos, la "absoluta libertad en la introducción de negros" y la "propagación de la especie negra en la isla" y se opuso a la "falta de brazos en las haciendas, especialmente en los ingenios" y a la "escasez de hembras esclavas".63 Sin embargo, desde 1825, año en que se produce una rebelión de esclavos que ha sido estudiada por Manuel Barcia, el liberal criollo comienza a reconsiderar la conveniencia de mantener el ritmo creciente en el ingreso de africanos a la isla.64 Esta transición entre la defensa y el rechazo de la trata africana, dentro el liberalismo reformista de mediados del siglo XIX, permite rastrear en la larga duración de la historia intelectual el arraigo que alcanzaron, en la mentalidad de las elites criollas, las representaciones negativas de la revolución haitiana y el jacobinismo negro.65
La generación de letrados criollos que sucedió a la de Arango, en la que figuraban el sacerdote Félix Varela (1788-1853), el crítico Domingo del Monte (18041853), el historiador José Antonio Saco (1797-1879) y el filósofo José de la Luz y Caballero (1800-1862), desplazó aquel miedo a Haití hacia los presupuestos del liberalismo y el abolicionismo atlánticos de mediados del siglo XIX. En los escritos de aquellos letrados es posible reconstruir los precisos límites que adoptó la doctrina de los derechos naturales del hombre en el contexto del avance de los proyectos desamortizadores y secularizadores impulsados por el liberalismo hispánico desde los años treinta. Es significativo constatar que mientras en la península avanzaba la idea de que los bienes del clero eran civiles, no naturales, y por tanto embargables por el poder público, en el Caribe hispánico se le negaba a los nacidos en África el derecho natural a la libertad o la igualdad.
El presbítero Varela, antes de evolucionar hacia el republicanismo, presentó en las Cortes de Madrid del Trienio Liberal un proyecto de "extinción de la esclavitud, atendiendo a los intereses, de sus propietarios" que, aunque no fue debatido ni aprobado, permite ilustrar las ambivalencias del liberalismo hispánico frente a la esclavitud. Varela, como sus antepasados gaditanos, comenzaba enmarcando la cuestión dentro de la "felicidad de la isla" que, a su juicio, era voluntad de la "naturaleza".66 Aunque Varela avanzaba al demandar ya no el fin de la trata sino la abolición de la esclavitud misma, su propuesta preservaba el centro de la argumentación de Arango al hablar de un problema de "seguridad" relacionado con el crecimiento demográfico de la población mulata y negra.67 La abolición era para Varela un "medio de evitar daños a la población blanca y a la agricultura de la isla", debido a que la "preponderancia" negra y la dependencia que la agricultura insular experimentaba de la misma, podía "animar a esos desdichados a solicitar por la fuerza lo que por justicia se les niega".68
Los límites del abolicionismo de Varela, como se desprende de los estudios recientes de José Antonio Piqueras y José María Portillo Valdés, estaban fijados por el propio liberalismo gaditano. En sus Observaciones sobre la Constitución Política de la Monarquía Española (1820), poco antes de asumir su representación en las Cortes de Madrid, el sacerdote habanero apenas discutía la limitación de derechos de ciudadanía a los "sirvientes domésticos" y, de la mano de Constant y Montesquieu, sostenía la correspondencia entre "libertad nacional" y "libertad individual" o entre "independencia política" e "igualdad legal" sin posicionarse a favor del fin de la esclavitud.69 A juzgar por el escaso peso que el abolicionismo tuvo en la radicalización republicana de Varela, mucho de este "liberalismo prudente", como le llama Piqueras, subsistió en el exilio neoyorkino del filósofo cubano y se trasmitió a las nuevas generaciones de letrados insulares.70
Cuando en 1834 comenzó el régimen de "facultades omnímodas" del gobernador Miguel Tacón, en Cuba, Del Monte y Saco se opusieron firmemente al mismo. El principal énfasis de las críticas de ambos estaba puesto en el rango excepcional que se daba a la isla dentro del sistema colonial y, específicamente, dentro del liberalismo peninsular. Cuba, de acuerdo con una legislación casuística, quedaba fuera de los convenios de supresión o limitación del comercio de esclavos que Madrid firmaba con Gran Bretaña y, a la vez, sus ciudadanos libres eran excluidos de las instituciones representativas de la monarquía, como se evidenciaría en el proceso constitucional de 1836. En marzo de este mismo año, Del Monte escribió el artículo "La isla de Cuba tal cual está", en el que defendía al procurador habanero en las Cortes de Madrid, Juan Montalvo y Castillo, de los ataques que le hiciera la prensa liberal madrileña, por su oposición al estatuto excepcional de la isla. El peor efecto de esa condición jurídica particular, según Del Monte, era la "introducción clandestina y escandalosa de negros de Africa, protegida por el gobernador Tacón para oprobio de su nombre y perdición de la isla":71
¿Qué han ganado, pues, los españoles habitantes en Cuba con que se haya aumentado la población de la isla, no por haberse ellos reproducido naturalmente, ni por la inmigración de otros españoles o extranjeros de Europa, sino por la introducción clandestina de millares de negros de África? Hoy se calcula que hay en el territorio de Cuba 1 000 000 de almas, pero de estas, 600 000 son hombres esclavos, enemigos justamente acérrimos de los 400 000 restantes.72
El cálculo demográfico de Del Monte era deliberadamente equivocado, ya que según un censo posterior, de 1841, el número de esclavos en Cuba no era mayor de 437 000, pero evidentemente el publicista criollo se refería a toda la población negra, incluyendo los libertos que para entonces sumaban 152 838.73 Sería José Antonio Saco, quien a partir de los datos recogidos por el historiador español Ramón de la Sagra en su Historia económica de la isla de Cuba, el que daría a esta racionalidad del liberalismo caribeño su formulación más plena en varios artículos aparecidos en la Revista Bimestre Cubana de la Sociedad Económica de Amigos del País. En su "Estado de la población blanca y de color de la isla de Cuba en 1839", escrito desde el exilio, Saco retomaría la misma premisa de Arango, Varela y Del Monte -evitar que Cuba se convirtiera en otro Haití pero insertándola en la perspectiva del abolicionismo británico y francés.74
Saco observaba, entre 1835 y 1839, una disminución considerable en la llegada de buques negreros al puerto de La Habana y en la introducción y venta de esclavos. Si en 1835, 47 buques habían trasladado 15 424 esclavos a Cuba desde las costas africanas, en 1839, 31 de ellos habían desembarcado menos de 11 000 esclavos en La Habana.75 Aún así, el aumento de la población negra en Cuba, desde 1775 parecía responder a una tendencia imparable: si en 1775 los negros y los mulatos representaban 44% del total de la población, ya en 1827 componían 57%.76 En un ensayo posterior, La supresión del tráfico de esclavos africanos, examinada en relación a su agricultura y su seguridad (1845), publicado en París, Saco regresará al núcleo del planteamiento del reformismo liberal: el fin del comercio de esclavos era indispensable para la seguridad de la población blanca de la isla y para el desarrollo agrícola de esta, fuera del esquema tradicional de la plantación azucarera esclavista.
Como bien apunta Josep María Fradera, la gran obra publicística del liberalismo criollo cubano, en defensa de la representación y el autogobierno y a favor de la apertura de la esfera pública y de la secularización de la enseñanza, tenía como trasfondo sociológico la reconstrucción de la agricultura y el comercio insulares a partir de las demandas de la industria azucarera y de una clara hegemonía demográfica de los blancos sobre los negros.77 No por casualidad el mencionado escrito de Saco, desde París, aparecía un año después de la rebelión esclava de La Escalera y no desconocía el prolongado ciclo de sublevaciones negras, que se extendió de 1811 a 1844. En esos 30 años, las principales instituciones coloniales, donde se concentraban los intereses criollos (el Ayuntamiento, el Consulado de Comercio, la Sociedad de Amigos del País, la Junta de Fomento) compartieron aquella plataforma liberal.78
Desde mediados de los años treinta, dicho proyecto recibió el apoyo de la política abolicionista británica, que en Cuba se manifestó a través de las misiones diplomáticas del viajero irlandés Richard R. Madden, autor del influyente título Twelve Months Residence in the West Indies During the Transition from Slavery to Apprenticeship (1835), y del consul británico David Turnbull, quien había participado en la Anti-slavery Convention de Londres, en 1840, y había publicado ese mismo año su obra Travels in the West; Cuba, with Notices of Porto Rico, and the Slave Trade, donde se denunciaban las violaciones por parte de España de los tratados de supresión del comercio esclavo firmados con Gran Bretaña. Turnbull, a quien las autoridades coloniales intentaron expulsar, primero de la Sociedad Económica de Amigos del País, y luego de la isla, por su implicación en la conspiración de La Escalera, fue defendido con firmeza por el letrado José de la Luz y Caballero y por el propio censor de la Real Sociedad Patriótica, Manuel Martínez Serrano, quien también simpatizaba con el abolicionismo.79
La Conspiración de la Escalera (1844), en la que estuvieron involucrados más de 2 000 negros cubanos esclavos o libertos y que fue reprimida con crueldad 78 ejecutados y más de 1 600 encarcelados, hizo emerger, una vez más, el espectro de la revolución haitiana en el imaginario abolicionista.80 La conexión entre el abolicionismo de los reformistas caribeños y peninsulares, a mediados del siglo XIX, reforzó aún más, dentro del liberalismo hispánico, la idea de un desmontaje lento y gradual del sistema de plantación azucarera esclavista, partiendo de una verdadera eliminación de la trata. La Ley del 2 de mayo de 1845, que penalizaba el comercio esclavo, y el infame Band Negro decretado por Juan Prim y Prats en Puerto Rico, que aseguraba la ejecución de los esclavos rebeldes, contemplaba castigos de hasta cinco años de cárcel por insultos de palabra o amenazas con palos y piedras y otorgaba a los amos el derecho de aplicar penas de muerte o cárcel a sus esclavos se enmarcaban en los límites de aquel abolicionismo liberal. El abortado intento de promover una legislación para el abolicionismo gradual en las Cortes Constituyentes de 1855, atribuido a Nicolás María Rivero y José María Orense, a pesar del republicanismo de este último, tampoco rebasaba dichos límites.81
No debería subestimarse lo que esas dos décadas de reformismo abolicionista implicaron para la formación de la cultura criolla cubana. Pensando únicamente en la literatura, habría que recordar, con Mercedes Rivas, que fue en ese contexto que comienzan a escribirse las primeras novelas y relatos antiesclavistas: Petrona y Rosalía (1838), de Félix Tanco Bosmeniel; la Autobiografía de un esclavo, de Juan Francisco Manzano; Francisco (1941), de Anselmo Suárez y Romero; Sab (1841), de Gertrudis Gómez de Avellaneda; El Ranchador (1856) de Pedro José Morillas...82 Toda una tradición de imaginario abolicionista, con su propia pluralidad ideológica y política, que desembocará en la gran novela romántica del siglo XIX caribeño, Cecilia Valdês. La loma del Angel (1882), del exiliado y anexionista cubano Cirilo Villaverde, cuya primera edición apareció en La Habana, en 1839, en la Imprenta Literaria de Lino Valdés.83
Una vez más, quien daría forma intelectual a esa poderosa corriente del reformismo liberal fue el exiliado cubano José Antonio Saco. Desde los años treinta, por lo menos, Saco comenzó a reunir documentación para una historia universal de la esclavitud, que culminaría con un análisis de dicha institución a mediados del siglo XIX y una propuesta de extinción sucesiva de la misma en el mundo hispánico. Las ideas centrales de Saco sobre el tema fueron apareciendo en la primera edición de sus Obras (Nueva York, 1853), en su Colección de papeles científicos, históricos y políticos (1858) y otros volúmenes. Pero no fue hasta la edición definitiva de la Historia de la esclavitud desde los tiempos más remotos hasta nuestros días (Barcelona, 1875-1877), en tres tomos, y de la Historia de la esclavitud de la raza africana en el Nuevo Mundo y en especial en los países Américo-Hispanos (Barcelona, 1879), en cuatro tomos, que aquella empresa quedó concluida.
Como señalara Fernando Ortiz, en la segunda edición habanera de esta gran obra, Saco era un liberal que pensaba históricamente la esclavitud como una institución injusta y envilecedora, que debía desaparecer, aunque de manera progresiva y pactada con los amos esclavistas.84 La obsesiva reconstrucción jurídica, económica, política y social del trabajo esclavo desde la antigüedad hasta el siglo XIX, en Asia, Africa, Europa y América, emprendida por Saco, tenía como motivación una genuina comprensión de la esclavitud como mal y de sus sujetos como víctimas. Desde el primer párrafo de su monumental libro, esa visión crítica aparecía expresada sin la menor ambigüedad moral y con el deliberado propósito de ocultar cualquier prejuicio racial o cultural hacia la población africana:
Dos continentes separados por el Atlántico, el uno poco conocido de la Antigüedad y el otro del todo ignorado, existieron desde la creación. En el asunto de que vamos a ocuparnos, tan estrecho es el enlace entre los dos, que es imposible tratar de América prescindiendo de África. Sin esta jamás hubiera el Nuevo Mundo recibido tantos millones de negros esclavizados en el espacio de tres centurias y media, y sin el Nuevo Mundo nunca se hubiera arrancado del suelo africano tan inmensa muchedumbre de víctimas humanas.85
Sin embargo, en la parte final del tercer tomo, cuando Saco analizaba el incremento de la trata esclavista en el Caribe a fines del siglo xvill y el despegue del sistema de plantación azucarera esclavista, se hacía visible el trasfondo liberal de su crítica al comercio esclavista y al incremento de la población negra en el Caribe.86 Dicho trasfondo tenía que ver, una vez más, con la visión de las sublevaciones de esclavos en Jamaica y con las revoluciones de Haití y Guadalupe como "espantosas catástrofes" que debían ser evitadas a toda costa en Cuba y Puerto Rico.87 Dicha perspectiva liberal quedaba más claramente expuesta, aún, en escritos reformistas de Saco sobre su presente colonial y esclavista en el Caribe, como La esclavitud política a que las provincias de ultramar fueron condenadas por el gobierno y las Cortes constituyentes en 1837 (1866), escrito mientras representaba a Cuba en la Junta de Información de Madrid, o La esclavitud en Cuba y la revolución en España (1868), texto en el que exponía las razones por las que defendía una abolición gradual de la esclavitud.
La crítica más resuelta de este abolicionismo liberal no provino de los separatistas cubanos de la generación de José Martí, Manuel Sanguily o Enrique José Varona, quienes admiraban profundamente a Saco, sino de los republicanos y autonomistas caribeños que, como los cubanos Rafael María de Labra (18401918) y Miguel Figueroa (1851-1893) y el puertorriqueño Julio Vizcarrondo (1829-1889), se aliaron a los abolicionistas peninsulares, partidarios de la revolución de 1868, y demandaron el fin inmediato de la esclavitud. Vizcarrondo y Labra fundaron en 1864 la Sociedad Abolicionista Española e iniciaron una campaña pública contra la esclavitud en las colonias antillanas, en periódicos como El Abolicionista Español, La Propaganda, La Discusión, La Tertulia y El Debate, a la que muy pronto se sumarían importantes intelectuales y políticos peninsulares como Concepción Arenal, Fernando de Castro, Francisco Giner de los Ríos y Emilio Castelar.
Los abolicionistas se incorporaron a la ola revolucionaria y republicana española, que se inició en 1868, propiciando algunos avances legislativos y políticos como el célebre discurso de Castelar ante el Congreso, del 20 de junio de 1870, o la Ley Moret, de mayo de ese mismo año, que concedía la "libertad de vientres", impulsada por el ministro de Ultramar, Segismundo Moret. Desde un punto de vista jurídico, el alcance de aquel abolicionismo tampoco rebasó los límites de la tradición liberal decimonónica de hecho, la Ley Moret avanzaba sólo uno o dos pasos más allá de la propuesta de García Herreros en las Cortes de Cádiz, al conceder la libertad a los esclavos mayores de 60 años y los que se enlistaran en el ejército peninsular, pero desde una perspectiva intelectual, especialmente en la obra de Labra, sí llegó a suscribir la interpretación republicana de la doctrina de los derechos naturales del hombre.
En su crítica a Saco, Labra contraponía la posición "conservadora" del cubano a la "radical" del católico francés Augustin Cochin, abuelo del historiador conservador del mismo nombre, quien en el cuarto volumen de su libro Labolition de l'esclavage (1861) había hecho una fuerte impugnación del 'sistema esclavista sureño de Estados Unidos.88 Según Labra, la propuesta de Saco de una "emancipación gradual o a plazos", debido a las dificultades para "indemnizar a los propietarios", a las "perturbaciones que podría provocar una medida violenta y repentina" y a las "resistencias que podrían ejercer las Antilllas a un decreto radical de abolición, intentando o consiguiendo su separación de la metrópoli", era incorrecta y denotaba un análisis "de la cuestión de la esclavitud sólo desde el lado de la raza caucásica".89
Labra oponía a dicha racionalidad racial del liberalismo reformista una propuesta de "abolición inmediata y simultánea de la esclavitud en las Antillas", basada en una asunción republicana de los derechos naturales del hombre.90 La indemnización, sostenía Labra, no podía ser reclamada como un "principio de derecho de los amos", ya que la misma remitía, en todo caso, al derecho de propiedad, que era una "convención social". En cambio, la esclavitud, en tanto anulación del derecho natural de la libertad, sí debía ser considerada dentro del jusnaturalismo de las sociedades civilizadas.91 No es raro que en su vuelta del enfoque republicano, Labra incluyera una revaloración positiva del legado de Toussaint Louverture, de la revolución haitiana e, incluso, de la revolución de la Guadalupe, en tanto revueltas ocasionadas, no por la abolición como sugería Saco, sino por la ausencia de la libertad natural de los africanos.92
Un tanto injustamente, Labra presentaba a Saco como diputado, por Cuba, a las Cortes de 1836, cuando él sabía perfectamente que ningún diputado cubano, puertorriqueño o filipino había podido desarrollar su labor legislativa. Pero a Labra le interesaba realizar una crítica paralela de la propuesta de "extinción" de la esclavitud de Saco y de su defensa de los derechos de representación de los criollos de Ultramar en las Cortes madrileñas, reiterada en la Junta de Información de 1866. Para Labra era sintomático que Saco llamara "esclavitud" esa negación de la representación política de los criollos y que demandara su fin inmediato. El fin inmediato de esa "esclavitud", junto al fin mediato de la otra, reflejaba, según Labra, la subordinación liberal de la libertad civil de los africano-descendientes a la libertad política de los criollos blancos. Para Labra, sin embargo, "la libertad de los negros era inseparable de la libertad de los blancos".93
Luego de refutar la posición de Saco, Labra se desplazaba a un cuestionamiento radical de los estereotipos sobre la "indulgencia, la aversión al trabajo, la ferocidad de instintos y la incapacidad para recibir cultura social" de la población negra.94 El abolicionista confrontaba las estadísticas de Cuba y Puerto Rico con las peninsulares y demostraba que en España, con menos densidad demográfica negra, los índices de delincuencia y criminalidad eran mayores, por lo que las representaciones negativas sobre la moral pública de los afroantillanos eran insostenibles.95 En escritos posteriores, como La abolición de la esclavitud en el orden económico (1873), La brutalidad de los negros (1876) y en su curiosa conferencia, en Madrid, Los hombres del siglo. El negro Santos, de Santo Domingo (Toussaint Louverture) (1880), Labra reiterará su defensa de una abolición inmediata, refutando a quienes sostenían que la misma afectaría económicamente al imperio y sugiriendo que una medida así ayudaría a pacificar la guerra separatista en Cuba.96 Labra no estaba de acuerdo, desde luego, con la independencia de Cuba y Puerto Rico, pero era capaz de suscribir la abolición de la esclavitud que defendían los separatistas cubanos que se levantaron en armas tras el "Grito Yara" de octubre de 1868.
Es curioso que Labra sostuviera que aquella insurrección era un cuestionamiento práctico de la tesis de Saco, cuando Carlos Manuel de Céspedes y otros líderes de la misma tenían ideas bastantes parecidas a las del reformista criollo. En el Manifiesto de octubre de 1868, Céspedes había abogado por una "emancipación gradual y bajo indemnización de la esclavitud".97 Luego, en el Decreto del 27 de diciembre, afirmaba que "Cuba libre era incompatible con Cuba esclavista", pero centraba su legislación en la incorporación de los libertos al ejército insurrecto.98 En febrero de 1869, los jefes separatistas de Camagüey, reunidos en la Asamblea del Centro, volvieron a decretar la abolición con indemnización, ordenando que los libertos que pudieran ser reclutados se incorporaran a las tropas, mientras que los no aptos para la guerra se mantuvieran en el trabajo doméstico.99 Finalmente la Constitución de Guáimaro (1869), en su artículo 24, estableció que "todos los habitantes de la república eran enteramente libres", pero al no legislar expresamente el fin de la esclavitud dio pie a que un posterior "Reglamento de Libertos" preservara el trabajo doméstico de los recién liberados.100 Esta oscilante posición de los líderes separatistas cubanos sobre la abolición los acercaba más al reformismo de Saco que al republicanismo de Labra.
El papel de Labra y otros republicanos de su generación en la promulgación de la Ley de Abolición de la Esclavitud para Puerto Rico, en 1873, de la Ley del Patronato de 1880, que contemplaba una limitación de ocho años de la libertad de los ex esclavos, y de la abolición definitiva de la esclavitud en las Antillas, en 1886, fue determinante. A pesar de que durante el periodo de radicalización republicana Labra no abandonó nunca el autonomismo, su opinión sobre las guerras de independencia en Cuba y Puerto Rico y del separatismo de los criollos, negros y mulatos de ambas islas no fue tan beligerante como la de otros autonomistas caribeños. El hecho de que aquellos republicanos hayan sido los responsables, en buena medida, de la abolición definitiva de la esclavitud y que, a la vez, no rebasaran la solución autonómica a la soberanía de las islas caribeñas, nos coloca, nuevamente, frente a la vieja ambivalencia gaditana del liberalismo hispánico, denunciada por José Martí en su escrito La república española ante la revolución cubana (1873): la ambivalencia entre la libertad civil de la ciudadanía imperial y la sujeción política de las naciones coloniales.
Dicha ambivalencia nos devuelve a las tensiones entre nación, esclavitud y liberalismo, apuntadas al inicio de este ensayo. Entre 1812 y 1886, uno de los principales dilemas del liberalismo hispánico fue extender constitucional y jurídicamente la doctrina de los derechos naturales del hombre a todos los ciudadanos del imperio, incluidos los nacidos en África y sus hijos. Como hemos visto aquí, el liberalismo hispánico, tanto en la península como en el Caribe, se resistió a dicha extensión durante más de 70 años, hasta que la emergencia de una corriente republicana, en la metrópoli y las colonias, logró trascender los límites del viejo abolicionismo. Los nuevos abolicionistas republicanos se enfrentaron al abolicionismo liberal con el argumento de que la propiedad de esclavos era un derecho civil, no natural, y por tanto embargable, principio al que apelaron tanto los jacobinos negros de Haití como los liberales anticlericales de Hispanoamérica. Esos republicanos, sin embargo, a la vez que subordinaban el derecho de propiedad al de la libertad, mantenían la preeminencia de la libertad civil de los esclavos sobre la libertad política de las naciones. La solución autonómica era conciliable con la universalidad masculina de los derechos naturales del hombre pero no con el surgimiento de naciones poscoloniales en el Caribe.
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1 Bentham, Antología, 1991, pp. 45-54, 109-158 y 257.
2 Ibid., p. 258.
3 Chesterton, Juicio, 2009, pp. 26-34.
4 Rodríguez, Cuestión, 1989, pp. 35-57, y Rodríguez, "William', 1994, pp. 201-244.
5 Losurdo, Liberalism, 2011.
6 Ibid, pp. 1-66.
7 Para una caracterización general del liberalismo hispánico y latinoamericano en el siglo XIX véase Breña, Primer, 2006, y Jajsic y Posada (eds.), Liberalismo, 2011.
8 Jefferson, Declaración, 2009, p. 59, y Tena (ed.), Leyes, 1964, p. 31. Véase también, Armitage, Declaration, 2008.
9 Fernández (ed.), Constitución, 2010, p. 90.
10 Ibid., pp. 90 y 94.
11 Ibid., pp. 96-97.
12 Labra, América, 1914, p. 128. Véase también Piqueras, "Política", 2002, pp. 465-483, y Hernández, "Cortes", 1985, pp. 15-22.
13 Ibid., pp. 128-129.
14 Ibid, p. 129.
15 Diario, 1870-1874, vol. II, pp. 811-813.
16 Ibid., p. 813.
17 Ibid., pp. 811 y 812.
18 Ibid., p. 812.
19 Ibid.
20 Waldstreicher, Slavery, 2009, pp. 107-152.
21 Drescher, "Limits", 2001, pp. 10-14.
22 Blackburn, "Force", 2001, pp. 15-22, y Childs, "Black", 2001, pp. 135-156.
23 Antillón, Disertación, 1811, p. 3. Agradezco al historiador peninsular José María Portillo el contacto con este raro tratado.
24 Ibid., p. 70.
25 Ibid, pp. 78-79 y 84.
26 Ibid, p. 71.
27 Ibid., pp. 47-48.
28 Ibid, p. 74.
29 Pocock, Momento, 2002, pp. 559-606; Béjar, Corazón, 2000, pp. 127-136; Pettit, Republicanismo, 1999, p. 180, y Dagger, Civic, 1997, pp. 104-108.
30 Dubois, Avengers, 2004.
31 James, Jacobinos, 2003, pp. 17-19.
32 Ibid., pp. 96-97.
33 Véase Gerbi, Disputa, I960, pp. 42-47.
34 Dubois, Avengers, 2004, pp. 152-170 y 209230. Véase también Dubois y Garrigus, Slave, 2006.
35 Dubois, Avengers, 2004, pp. 215-220.
36 Garda, Cortes, 1998, pp. 182-192.
37 Bolívar, "Discurso", 1986, p. 6..Véase también Mezilas, "Revolución", 2010, pp. 1-11, y Gómez, "Revolución", 2006, pp. 1-10.
38 Franco, Ensayos, 1980, pp. 12-30; Charles, Pensamiento, 1985, pp. 36-62
39 Para un debate contemporáneo sobre la idea limitada del derecho de propiedad en la tradición republicana véase Purdy, Meaning, 2010, pp. 44-66 y 87-114.
40 Fehér, Revolución, 1989, pp. 64-80.
41 Robespierre, Virtud, 2010, p. 158.
42 Ibid.
43 Ibid.
44 Gilroy, Black, 1993, pp. 1-40.
45 Buck-Morss, Hegel, 2009, pp. 21-78.
46 Hegel, Fenomenología, 2000, pp. 117-121.
47 Trouillot, Silencing, 1995, pp. 1-30.
48 Suárez, Doctor, 2005, pp. 53-78 y 81-105.
49 Domingo, "Junta", 2002, pp. 141-166.
50 Ruiz, Acosta y Quiñones, Proyecto, 1959, pp. 10-17.
51 Pons et al., Historia, 2001, pp. 9-15; Rojas, Cuba, 2001, pp. 146-147, y Morales, Relaciones, 2002, pp. 19-63. Sobre la rebelión de Aponte véase, Childs, 1812, 2006.
52 Ferrer, "Noticias", 2003, pp. 675-694. Véase también González-Ripoll et al., Rumor, 2004; Ferrer, "Temor", 2005, pp. 67-84; Naranjo, "Temor", 2005, pp. 85-122.
53 Franco (ed.), Documentos, 1954, pp. 5-63.
54 Ibid., p. 69.
55 Ibid., pp. 69-70.
56 Ibid., pp. 117-122.
57 Ibid., pp. 123-124.
58 Ibid., pp. 233-237.
59 Ibid., pp. 239-240.
60 Ibid., p. 258.
61 Ibid.
62 Moreno, Ingenio, 1978, t. I, pp. 126-133.
63 Arango y Parreño, Obras, 1952, t. I, pp. 97102 y 114-174, t. II, pp. 196-198, 199-202 y 203-204. Véase también, Rojas, Motivos, 2008, pp. 50-51.
64 Barcia, Clap, 2001; de él mismo véanse también, Látigo, 2000, y Seeds, 2008.
65 Sklodowska, Espectros, 2009, pp. 23-102. Véase también Fischer, Modernity, 2004.
66 Saco, Historia, 1938, t. IV, p. 5.
67 Ibid., pp. 9-10.
68 Ibid., p. 12.
69 Varela y Morales, Observaciones, 2008, pp. 1720 y 80. Véase también, Porrillo, "Estudio", pp. VII-XL, y Piqueras, Félix, 2007, pp. 46-76.
70 Piqueras, Félix, 2007, pp. 61-76. Véase también, Rojas, Repúblicas, 2009.
71 Ibid., p. 281.
72 lbid., p. 291.
73 Las estadísticas, 1975, p. 22.
74 Saco, Historia, 1938, p. 32.
75 Bid., p. 33.
76 Ibid., pp. 38-39.
77 Fradera, Colonias, 2005, pp. 372-438.
78 Saco, Historia, 1938, pp. 87-135.
79 Ibid., pp. 174-194.
80 Morales, Iniciadores, 1931,1.1, pp. 281-338.
81 Labra, Abolición, 1869, p. 23.
82 Rivas, Literatura, 1990, pp. 25-51.
83 Villaverde, Cecilia, 2005, pp. 5-10.
84 Saco, Historia, 1938, t.I, pp. VI-LXIX. Para dos valoraciones generales de la obra de Saco, véase Lorenzo, Sentido, 1942, y Moreno, José, I960.
85 Ibid., pp. 1-2.
86 Ibid., t. m, pp. 173-200.
87 Ibid., t. I, p. LIV.
88 Cochin, Abolition, 1861, pp. 4-25.
89 Labra, Abolición, 1869, p. 10.
90 Ibid., p. VI.
91 Ibid, pp. 14-15.
92 Ibid, pp. 17-18.
93 Ibid., p. 35.
94 Ibid., pp. 54-59.
95 Ibid., pp. 60-62.
96 Labra, Abolición, 1873, pp. VIII-XX.
97 Pichardo, Documentos, 1973, t. I, p. 370. Véase también, Ferrer, Insurgent, 1999, pp. 1542.
98 Pichardo, Documentos, pp. 371-372.
99 Ibid., p. 375.
100 Ibid., pp. 380-382.
INFORMACIÓN SOBRE EL AUTOR:
Rafael Rojas. Profesor e investigador de la División de Historia del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), de la ciudad de México, y del Global Scholar en la Universidad de Princeton. Su último libro es Los derechos del alma. Ensayos sobre la querella liberal-conservadora en Hispanoamérica, Taurus, México, 2013.
ABOUT THE AUTHOR:
Rafael Rojas. Professor and researcher of the History Division at the Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), in Mexico City and Global Scholar at the University of Princeton. His last book is Los derechos del alma Ensayos sobre la querella liberal-conservadora en Hispanoamérica, Taurus, Mexico City, 2013.