INTRODUCCIÓN
Luego de las guerras independentistas de principios del siglo XIX, la Argentina experimentó un extenso y convulsionado periodo en donde se enlazaron condiciones políticas e institucionales que le otorgaron materialidad al Estado nacional. En este contexto, la elite gobernante, preocupada por la mixtura social1 del territorio, llevó adelante un plan legislativo que persiguió ordenar las acciones educativas extendidas heterogéneamente por todo el territorio y, con ello, instruir a los ciudadanos y ciudadanas que la nueva nación demandaba (Arata y Mariño, 2013). En este orden de cosas, el Estado se posicionó como uno de los principales responsables de la instrucción pública.
En esta coyuntura, el art. 14 de la Constitución Nacional dictada en el año 1883, declaraba el derecho a una educación primaria, gratuita y obligatoria para todo el territorio argentino, mientras que el art. 5 establecía que las provincias gozaban de autonomía en asegurar dicha educación. Constelación legislativa que, sumada a la Ley de Educación Común Núm. 1420,2 le otorgó a la organización del sistema educativo un sesgo federal en el cual cada jurisdicción debía darle su propia impronta. Como cristalización de ello, en la provincia de Santa Fe se estructuró una amplia base educativa centrada principalmente en la educación primaria cuyas instituciones fueron denominadas “escuelas fiscales” (Ossana et. al., 1993).
Durante la segunda mitad del 1800, la provincia de Santa Fe persiguió el objetivo de extender y masificar la educación primaria. Esta decisión legislativa se sostenía a partir de específicas características territoriales que iban de la mano del alto índice de analfabetismo3 de sus habitantes. Estas características resultaban una preocupación para la elite gobernante la cual sancionó en el año 1884 una la ley de educación provincial que prescribía la apertura de “un Juzgado de Paz y además una escuela pública, siempre que hubiera 20 niños en estado de educación” (Ossanna et. al., 1993, p. 450).
Paralelamente, la batería de decretos y leyes educativas distribuidas a lo largo de todo el territorio nacional y replicadas en las provincias, demandó la formación de un cuerpo de maestros y maestras capacitados en la transmisión de las primeras letras. Como materialización de esta prescripción estatal, la Escuela Normal4 se constituyó como la institución formadora de docentes. En Santa Fe fue el gobernador Luciano Leiva quien, en el año 1895, establece la necesidad de formar maestros que “nacionalicen la educación” (Ossanna et. al., 1993, p. 451).
Poco a poco, las aulas de las Escuelas Normales de todo el país comenzaron a llenarse de jóvenes para cursar sus estudios de magisterio, siendo entre ellos mayoría las mujeres. Diversas investigaciones han llamado a este fenómeno como “proceso de feminización de la docencia” (Morgade, 1997; Yannoulas, 1994). El mismo viene a demostrar cómo, durante la bisagra de los siglos XIX y XX, se desarrolló un conjunto de medidas políticas y educativas con la intencionalidad de destinar la tarea de educar en manos de las mujeres.
Ahora bien, la joven sociedad argentina en general y santafesina, en particular, presentaba un rasgo que aquí no se puede dejar pasar: se organizaba a partir de las lógicas del patriarcado. En este sentido, el ingreso de las mujeres al mundo de la docencia no resultó sin resistencias. Los valores de la época replicaban los sentidos atribuidos a la maternidad al acto de la enseñanza, por lo cual las maestras fueron interpretadas como “segundas madres”. Este estereotipo ubicaba a la profesión docente en un complejo entramado que se cristalizaba entre la inclusión y exclusión de las mujeres en el espacio público (Barrancos, 2008).
Exclusión porque, si ejercían como maestras, era porque su sensible y etérea esencia femenina, y no su raciocinio, las habilitaba para educar. Para ese entonces, el rol de enseñar en sí mismo, era deslegitimado socialmente en cuanto se trataba de un saber hacer similar a las tareas repetitivas y espontáneas del mundo doméstico. Las maestras podían enseñar porque no les demandaba poner en juego las facultades cognitivas más complejas, atributo que supuestamente poseían solamente los varones. A su vez, al reconocer la enseñanza como condición natural femenina se determinó que los salarios ofrecidos por su trabajo se corresponderían a una suma menor que la pretendida por los varones. En este sentido, convocar a las mujeres para que lleven adelante la implementación de la educación elemental era económicamente provechoso.
Inclusión porque del conjunto de mujeres que asistieron al magisterio, mientras una parte de ellas se dedicó a la docencia con exclusividad, otra utilizó dicha formación como un trampolín para conquistar otros ámbitos del mundo público. En tal sentido, las Escuelas Normales se constituyeron en espacios de tránsito común para las mujeres, quienes podían adquirir allí saberes didácticos-pedagógicos, pero también otros provenientes del mundo de la política, la comunicación, la sociología, literatura, entre otras. Tal es el caso de las protagonistas de este artículo, Leticia Cossettini y María Laura Schiavoni, quienes siendo maestras santafesinas generaron agencia aventurándose a realizar otras actividades de diversa índole por fuera del aula. De todas ellas, este estudio se centrará en sus escrituras: Leticia fue autora de dos libros y María Laura de varios artículos publicados en la prensa.
Dado lo expresando hasta aquí, estas páginas persiguen como objetivo estudiar a María Laura y Leticia como autoras (Mosso, 2020) situándolas en el conjunto de educadoras que, además de enseñar, desplegaron una sociabilidad ampliada en la cual también escribieron. Sin embargo, este propósito escapa a lo exclusivamente descriptivo de sus letras. Procura también, estudiar, por un lado, las piezas biográficas que permitieron el ejercicio de dicha escritura y, por otro, el reconocimiento que ambas maestras obtuvieron como factura de ello. Finalmente, esta mixtura de análisis habilita a pensar a las maestras como productoras de conocimientos y, en ese gesto, también como mujeres que se enfrentaron a la cultura patriarcal rompiendo con el estereotipo de la docente reproductora. Esta reflexión sumerge en el campo de las investigaciones que invitan a dialogar con una categoría conflictiva: la de intelectual.
Si hasta el momento la línea de la historia intelectual más tradicional adjudicaba dicha semántica conceptual únicamente a los “grandes creadores de doctrinas” (Altamirano, 2008, s. p. ), desde estas líneas se recurre al conjunto de estudios que aspiran a ampliar dicha condición (Fiorucci y Rodríguez, 2018). En este sentido, se comparte la línea de pensamiento propuesta por Reddy Williams (1982) , quien admite como intelectual a aquellos sujetos que producen elementos dentro de la esfera de la ideología y la cultura en general. De tal forma, el espectro de investigaciones se vuelve más amplia incorporando la pregunta hacia sujetos que habían sido desestimados(as) como agentes con autonomía, pensamiento crítico y poseedores de teorías y prácticas eruditas. Un ejemplo de ello resulta los maestros, una profesión que durante años fue desatendida por considerarse “subordinada a otra profesión” (Rodríguez y Soprano, 2018). Incluso, durante las últimas décadas, la categoría género (Scott, 2009) llegó para tensionar aún más el debate instalado.
Ha sido en primera instancia, Silvia Yannoulas (1994) quien demostró que muchas maestras utilizaron a la profesión como entrada a los circuitos de sociabilidad más erudita. Agenciadas construyeron un pensamiento crítico y autónomo, e incluso, muchas de ellas, tuvieron intenciones de cambiar la realidad social. Hoy se cuenta con un cuantioso grupo de investigaciones al respecto (Alvarado, 2016; Díaz y Serra, 2009; Fernández y Caldo, 2013; Rodríguez, 2019), siendo las contribuciones de Flavia Fiorucci (2013) y Fiorucci y Rodríguez (2018) las que aportan pistas para ajustar la especificidad del trabajo de las maestras por medio de la expresión “otros intelectuales”.
El vocablo “otros” viene a saldar una deuda hacia aquellos sujetos y circuitos que se presentan marginales ante la categoría intelectual. Por consiguiente, en el presente artículo se pasará a analizar las trayectorias de escritura de María Laura y Leticia como parte de estos límites, considerando que la carga semántica intelectual (otro[a] intelectual) puede ser aplicada a sus vidas. Sin embargo, sus proyecciones profesionales fueron cristalizadas dentro de una sociedad moderna y patriarcal, lo cual pone en tención la producción de dichos conocimientos e incluso el reconocimiento público de los mismos.
Para poder llevar a cabo el objetivo que persigue este estudio, se asume, por un lado, la apuesta biográfica (Dosse, 2007), no para bosquejar episódicamente y cronológicamente la vida de estas dos mujeres, sino para recuperar, a partir de sus huellas, la trama de sus trayectorias y encontrar allí tanto la singularidad de sus vidas como los puntos en común: para el caso de Leticia y María Laura es el tránsito por los espacios escolares así como en el campo intelectual a partir del profuso uso de sus plumas. Por otro lado, este enfoque ha sido completado con la consulta de vestigios materiales que permitirán estudiar la proyección pública de sus letras de molde, así como también el reconocimiento social de dichas producciones. Para el caso de María Laura, se examinarán dos objetos conservados por un familiar: un cuaderno de notas personales denominado por la propia autora como “Autocátedra” y una carpeta que lleva por título “Labor docente”. En la misma, se conservan diferentes documentos que dan cuenta sobre el trabajo de la maestra durante sus años en ejercicio docente (1935-1950). Para el caso de Leticia Cossettini, se analizarán sus diarios de clase (1939-1950) y algunas cartas pertenecientes a Olga Cossettini; todas descansan en el Archivo Pedagógico Cossettini (APC).5 También, se consultarán sus dos libros de autoría denominados Teatro de niños (1947) y Del juego al arte infantil (1977).
BIOGRAFÍAS DE DOS MAESTRAS QUE ESCRIBIERON
Para analizar las piezas biográficas de María Laura y Leticia que les permitieron el ejercicio de escritura, resulta pertinente comenzar por aquello que tenían en común. En primer lugar, estas mujeres nacieron en los primeros años del 1900 en Santa Fe, una de las provincias más importante de Argentina. En segundo, fue en este vasto territorio que estudiaron para ser maestras en las llamadas Escuelas Normales desempeñándose a posteriori como docentes en escuelas primarias de gestión estatal. Finalmente, quisieron ser artistas, pero debieron ser maestras. Veamos.
Cartográficamente Santa Fe está ubicada en el centro del país compartiendo puntos limítrofes con las provincias de Buenos Aires, Córdoba, Entre Ríos, Corrientes, Santiago del Estero y Chaco. El territorio presenta una basta geografía que permite el desarrollo de la economía agroexportadora (grano y ganado). Esta principal característica que se encontraba en consonancia con el modelo económico impulsado desde una lógica nacional, resultaba una promesa para la contingencia de inmigrantes que arribaron a estas tierras durante la bisagra de los siglos XIX y XX con la expectativa de ascender social y económicamente (tal fue el caso de la filiación Cossettini y Schiavoni). Entre las localidades más destacadas de esta economía regional, se encuentran las ciudades portuarias Santa Fe y Rosario. La primera de ellas es la capital de provincia, receptora del linaje social del pasado colonial que se caracterizó por presentar principios de la Iglesia católica con rasgos de conservadurismo. En contraposición, Rosario simbólicamente fue interpretada como una ciudad fenicia, residida mayoritariamente por inmigrantes que se afincaron al comercio, a la industria, o bien a las profesiones liberales, por lo cual encontraron en este territorio mayor potencia para ascender socialmente. Fue en esta ciudad que las vidas de María Laura y Leticia se desarrollaron profesionalmente, siendo el rasgo cosmopolita de Rosario un aspecto consustancial para el empuje cultural y simbólico que ambas mujeres necesitaron para atreverse a ir “más allá del aula”.
Para la bisagra de los siglos XIX y XX, el Sistema Educativo santafesino ya presentaba algunos rasgos distintivos con respecto al resto del territorio. Edgardo Ossanna et. al. (1993) reflexiona acerca del papel que cumplieron los colonos de origen inmigrante, junto a la burguesía comercial rosarina, en el empuje de una política liberal en el territorio. En este marco se observa el impulso del discurso de la laicización en las escuelas e imprimiendo énfasis en la calidad de los métodos aplicados en la enseñanza en franco vínculo con la llamada educación integral (física, moral e intelectual) proyectada en una educación para la vida.
Fue en este marco, que se materializaron los natalicios de María Laura y Leticia. La primera de ellas, María Laura Magdalena Schiavoni, nació en Rosario un 22 de julio del año 1904 y fue la sexta hija fruto del matrimonio conformado por el italiano Augusto Tito Schiavoni y la española Victoria Tellería. Las notas biográficas pertenecientes a los primeros años de vida de María Laura son escasos y confusos. Por ejemplo, para algunas investigaciones (Florio y Blaconá, 2017), la muchacha nació y se crio en una casa situada en el centro de la ciudad de Rosario. Una ubicación que le habría permitido un fácil acceso al mundo cultural de la localidad puesto que las instituciones que ofrecían ese consumo se encontraban en dicho radio urbano. Incluso, allí se hallaba el Colegio Nuestra Señora de la Misericordia6 en el cual estudió magisterio. Sin embargo, otras investigaciones disponen el hogar Schiavoni en el Barrio Saladillo (Iglesias, 2018). El mismo se encuentra en el sur de la localidad de Rosario y se caracterizó por albergar, al menos entre los siglos XIX y XX, a las familias más adineradas de la región. El barrio se caracterizó por un paisaje arquitectónico inspirado en distintos estilos: italianizantes, Art Nouveau y Art Decó que simbolizaban la permanencia de la sociedad aristocrática y su predicción por el arte. En efecto, María Laura habría vivido su infancia en una casona de estas características, rasgo edilicio que comenzaría por tallar su versátil personalidad y distinguido gusto estético. Sin embargo, y más allá de los detalles que hacen al radio urbano en el cual se habría criado la muchacha, la familia Schiavoni perteneció a “la burguesía acomodada local de origen migratorio” (Florio y Blaconá, 2017, p. 15).
Leticia Cossettini nació en la localidad de San Jorge (Santa Fe) poco más de dos meses antes que María Laura: el 19 de mayo de 1904. Ella fue la quinta de seis hermanos y hermanas, producto de la unión de dos italianos inmigrantes: Antonio Cossettini y Albina Bodello. Esta familia vivió en distintas localidades de la provincia de Santa Fe. Leticia nació en San Jorge, pero pasó la mayor parte de su infancia y juventud en Rafaela. En cada ciudad o pueblo que se asentaban los Cossettini se encargaban de una tarea particular: ir abriendo escuelas a su paso. Esto porque el padre de Leticia era de profesión docente y poseía una activa participación en el ámbito educativo de la zona; pero también porque comulgaba con los principios de una red masónica afincada en el centro-oeste de la provincia de Santa Fe (Pellegrini Malpiedi, 2020). Esta doble pertenencia le adjudica un símbolo de prestigio y compromiso social, político y educativo a la familia. Incluso, en la grande casona refaelina en la cual Leticia pasó la mayor parte de su infancia, se podía contar con una institución educativa bilingüe, en la cual Antonio enseñaba y el resto del clan participaba en la organización y perpetuación del establecimiento. En tal caso, al igual que María Laura, Leticia perteneció a una familia cuyo capital cultural y relacional era de significancia.
Por su parte, Leticia no estudió el magisterio en una institución de gestión privada y confesional como su contemporánea, sino que optó por la Escuela Normal Domingo de Oro de la localidad de Rafaela. Dicha institución fue impulsada por políticas educativas del Estado, aunque efectivizada por la influencia ejercida desde la sociedad civil y filantrópicas locales que exigían la apertura de una institución con estas características. Bajo el nombre de Comisión Directiva Pro-Escuela Normal Popular de Rafaela, varios ciudadanos (entre ellos el padre de Leticia) elaboraron el anteproyecto del reglamento que aprobaba a la Escuela Normal Popular de Rafaela como formadora de maestros. En este contexto es que Leticia ingresa al magisterio, sin duda, gozando del privilegio de su apellido (Pellegrini Malpiedi, 2020).
De este modo, así sea en una institución católica o en una con filiación masona, tanto María Laura como Leticia estudiaron el magisterio alistándose de tal modo al conjunto de muchachitas que ejercieron la docencia durante la primera mitad del siglo XX. Sin embargo, internamente, sus proyecciones profesionales iniciales se vinculaban más con el arte que con la enseñanza. Soñar con ser una artista resultaba un poco ambicioso para las señoritas de principios de siglo XX. Al respecto, Patricia Mayayo (2003) es quien aborda la construcción histórica-artística-institucional basado en la jerarquía de grandes hombres y “otros segundones”. En torno al modelo de “genio” advierte la historiadora, se configuró una genialidad artística basada en la retórica de la exclusión a partir de la hegemonía de los atributos masculinos: energía, vigor sexual, fuerza. Imperativos descriptivos que dejan por fuera a las mujeres exigidas por entonces a ser dulces, sensibles, morales, decorosas.
Así estaban las cosas cuando María Laura estaba en sexto grado. Era una alumna brillante: sobresalía cómodamente en historia, matemática y lengua. Ya pensaba que iba a ser maestra, pero no pintora. Pintar era una fantasía, un prodigio de inmovilidad para una cabeza acelerada: era quedarse largos minutos viendo un naranjo y soñando con Tívoli, con la campaña romana, el país de artistas como Thomas Girtin y Richard Wilson (Iglesias, 2018, p. 43).
María Laura Schiavoni pertenecía a una familia de renombre dentro del campo del arte. Principalmente, gracias a su hermano Augusto, quien formó parte de la primera generación de plásticos locales (Florio, 2012). Al respecto, de la mano de las investigaciones de Sabina Florio y Cynthia Blaconá (2017) hemos podido conocer sobre la compleja relación que entablaron los hermanos, una historia de jerarquías y exclusiones en la cual María Laura desarrolló su arte a las sombras de Augusto.
Por su parte Leticia Cossettini presentaba un perfil artístico un tanto más versátil. Del teatro al diseño de moda, de la danza a la pintura en acuarelas, fue esta una mujer que supo desplegarse en todas las manifestaciones del arte. “Cuando ella era joven, adolescente, debió (lo dice con énfasis) ser maestra, fue a la escuela normal se hizo maestra y trabajó de maestra; esa fue su impronta que le puso su familia, su padre, que era maestro. Pero ese padre además de ser maestro era carpintero, y a Leticia le encantaba todo eso, hubiese sido tal vez escultora si hubiese tenido tiempo y si él la hubiese preparado para eso.”7
Entre semejanzas y desigualdades, María Laura y Leticia querían ser artistas, pero estudiaron magisterio obteniendo el título de maestra en la década de los veinte. Para ese entonces, Santa Fe vivía unos de sus momentos más progresistas: se sancionaba la Constitución de 1921 la cual establecía, a partir de su art. 6, la neutralidad religiosa del estado, sumada a la educación obligatoria, gratuita e integral. Asimismo, las ideas del método activo8 comenzaban a permear las lógicas tradicionales de la enseñanza para tomar cuerpo en la década siguiente de la mano del gobernador perteneciente al Partido Demócrata Progresista: Luciano Molinas. Sin duda, esta mixtura de frentes políticos, métodos de enseñanza y alternativas pedagógicas influyeron hondamente en la formación de Leticia y María Laura, quienes se desenvolvieron de manera destacada por las escuelas que fueron trabajando.
Para el caso de Leticia, se puede decir que fue una maestra de aula (Caldo y Pellegrini, 2019) que nunca alcanzó cargos directivos. Su trayectoria educativa se inscribe, en primer lugar, estudiando magisterio en la escuela pública denominada “Escuela Normal Domingo de Oro”, ubicada en la localidad de Rafaela. Al poco tiempo, y una vez recibida, ejerció como docente en la misma institución, la cual, bajo la dirección de Amanda Arias y Olga Cossettini,9 desarrollaron una reconocida experiencia escolanovista que llevó por nombre “Escuela Serena” (Fernández y Caldo, 2013). La misma cristalizó desde 1930 a 1935. Sin embargo, al poco tiempo, la experiencia fue disuelta y las autoridades trasladadas. Amanda Arias pasó a ocupar la dirección de la Escuela Normal de Coronda y Olga Cossettini la de una pequeña escuela primaria ubicada en la zona norte de Rosario, ambas de la provincia de Santa Fe.
Para el caso de Cossettini, la propuesta era replicar la experiencia de Escuela Serena previa en esta nueva institución con estudiantes provenientes de la poblada ciudad. Leticia siguió a su hermana en el proyecto, desempeñando su profesión, al igual que María Laura con el arte, a las sombras de Olga (Pellegrini, 2020). Ejerció allí hasta 1955, año en el que la experiencia educativa fue disuelta y las maestras cesanteadas.
Por su parte, María Laura desarrolló una trayectoria más progresiva y ascendente. Cursó sus estudios de magisterio en el Colegio Misericordia de Rosario (de gestión privada-confesional) para formarse a posteriori en la institución pública denominada como Profesora Normal Nacional de Letras en la Escuela Normal de Profesores, título que adquirió durante el año 1926. Su ingreso a la docencia tuvo como fecha de inicio el año 1931, a partir del cual se desempeñó como maestra de nivel primaria en escuelas públicas estatales de la ciudad de Rosario. Tal ha sido el caso de la Escuela Provincial de San Juan y luego en la Escuela Provincial de Tucumán. Entrando a la década de los cincuenta ya se la puede ver ejerciendo su papel de vicedirectora y directora. Con este último cargo en la Escuela Núm. 120 “José Rondeau” de Rosario es que finalmente se jubila en el año 1971.
Con respecto a las formas de enseñar y las marcas que dejaron sus prácticas pedagógicas, Leticia y María Laura también compartieron similitudes. Así como se ha adelantado en los párrafos anteriores, las primeras experiencias áulicas de ambas se concretaron durante los años treinta, periodo que resulta singular en lo que respecta a la provincia de Santa Fe. El gobernador de turno, Luciano Molinas (1932-1935), se caracterizó por desarrollar propuestas progresistas tanto en lo administrativo como en lo didáctico-pedagógico (Pérez, 2009, p. 23). En relación con esto último, se prescribió una educación centrada en el método activo poniendo valor a las actividades recreativas, artísticas y deportivas. Principalmente, fue esta original propuesta la que habilitó la cristalización de diversas experiencias progresistas como fue el caso de las desarrolladas por Leticia y María Laura, porque mientras la refaelina era una de las caras visibles de una de las experiencias escolanovistas más renombradas de la época, María Laura fue una de las maestras más comprometidas de su institución en aprender y aplicar el método decrolyano. Fue a partir de la asistencia de la inspectora general de escuelas Bernardina Dabat que conoció el método perteneciente al pedagogo Decroly y emprendió una ardua tarea didáctica en sus clases con el fin de implementarlo entre sus alumnos y alumnas. La similitud de optar por un método alternativo al aprendido en las Escuelas Normales, aparece aquí como un nuevo punto de contacto e intersección entre ambas maestras quienes dan cuenta de estar al tanto de la actualización de las propuestas pedagógicas de agenda.
Estos primeros elementos biográficos habilitan a pensar que María Laura y Leticia “no fueron dos maestras más”. A diferencia de muchas de sus congéneres (Sarlo, 1998), estas muchachas ingresaron al sistema educativo con un significativo capital cultural heredado del seno familiar y desenvolviéndose como parte de una red de socialización perteneciente a la elite cultural santafesina. Estos rasgos, entre otros, actuaron como notas singulares en la construcción de sus identidades docentes. Por eso, pese a ser mujeres y estudiar una profesión que prescribía una feminidad hegemónica supieron desenvolverse de manera distinguida dentro del aula e incluso cuestionando las formas tradicionales de enseñar. No fueron meras reproductoras del saber enseñar normalista, sino que se aventuraron a una formación continua e incluso, una de ellas, desarrolló en sus aulas un proyecto pedagógico personal.
Es por esto, que Leticia y María Laura, también obtuvieron proyección pública por fuera de las aulas. Por parte de María Laura podemos observar que, incluso antes de ingresar a la docencia, ya comenzaba a publicar artículos críticos en editoriales locales, tales como el Diario La Capital, Tribuna, La Tribuna y la revista Actividad, entre otras (Florio y Blaconá, 2017). Además de ello, ya durante el año 1931 era seleccionada en el Salón de la ciudad para exponer sus cuadros de paisajes. En simultáneo, solía dictar conferencias a aquellas instituciones de la región que la invitaban. Supo desarrollar además una comprometida actividad en asociaciones artísticas y culturales, como, por ejemplo, la Asociación Amigos del Arte de Rosario, la Asociación Femenina Literaria Nosotras, la Asociación Santafesina de Escritores, la Sociedad Argentina de Artistas Plásticos, el Colegio Libre de Estudios Superiores y de distintas entidades culturales y benéficas (Florio y Blaconá, 2017).
Por su parte, Leticia fue una mujer que se dedicó a enseñar considerando al arte como saber transversal (Pellegrini, 2016) y en la planificación de ese acto prescriptivo desplegó toda su creatividad. Para ello utilizó diversos recursos artísticos vinculados con lo audiovisual y sonoro, con la plástica, lo actoral y lo musical que muchas veces excedía el aula. Fue reconocida por impulsar el teatro de títeres, el coro, la danza, la poesía, entre otras actividades. Pero además de eso, fue autora de dos libros nacidos al calor de su práctica docente. El primero de ellos fue Teatro de niños (1947) cristalizado durante su ejercicio docente, y el segundo, Del juego al arte infantil (1977) publicado mientras transitaba su jubilación.
Con respecto al reconocimiento público, Leticia fue nombrada Ciudadana Ilustre de la ciudad de Rosario durante 1985 y durante el año siguiente recibió el Premio Konex a las Humanidades como una de las mejores maestras de la Argentina. En 1986, la República de Italia la condecoró con el título Cavaliere Ufficiale al Mérito. Además, fue tapa y titular de varios artículos de la prensa local y nacional destacando su experiencia pedagógica. Ya adentrándonos en el mundo del arte, es preciso hacer mención del Fabulario, título que le otorgó a una exposición de figurines en chala que organizó en la ciudad de Rosario; estas además fueron publicadas en la prensa escrita local y de Buenos Aires. Finalmente, en el año 2002 hizo la presentación de sus acuarelas en el Museo Castagnino de la ciudad de Rosario.
Tanto Leticia como María Laura no se casaron ni tuvieron hijos. Este dato resulta relevante para las mujeres del siglo XX, quienes, aun saliendo a trabajar y percibiendo un salario, debieron hacerse cargo de las tareas domésticas. De tal modo, el trabajo invisible no remunerado ofició durante décadas como elemento constitutivo del denominado “techo de cristal”, es decir, el compendio de valores, roles, sentimientos y proyecciones socioculturales que limitaron a las mujeres a desarrollar una carrera profesional/laboral significativa.
Finalmente, Leticia Cossettini falleció en el año 2004 y María Laura Schiavoni en 1988. Mientras la primera vivió todo el agitado siglo XX, la segunda, la principal parte del mismo. Durante esos años fueron protagonistas de dos vidas audaces, comprometidas y abiertas al contacto con los círculos más privilegiados de la cultura rosarina. Sin embargo, ambas obtuvieron un reconocimiento social diferencial, gesto que demarca el sistema de jerarquías y valoraciones dentro de vínculos materializados entre mujeres.
DOS PROLÍFERAS PLUMAS QUE ESCRIBEN Y SE EMOCIONAN
Como en todos los ámbitos pertenecientes al mundo de lo público, la escritura no resultó para las mujeres una conquista sin resistencias. Graciela Batticuore (2005) es quien aporta al respecto aludiendo de qué manera “la virtud femenina podía verse perjudicada por el deseo de introducirse en la escena pública a través de los escritos” (p. 14). Si bien, la historiadora se remite a un periodo previo al que vivieron María Laura y Leticia, sin duda, aún quedaban para principios del siglo XX algunos resabios de la “condena moral, la indiferencia o incluso injuria” (Batticuore, 2005, p. 15) hacia las mujeres que decidieran expresar sus ideas por medio de la pluma y el papel.
De tal modo, las primeras experiencias femeninas en el campo de la escritura fueron cristalizadas en lo que se entiende por “escritura de la intimidad” y/o “escrituras performativas”. Es decir, aquellos textos cuya meta era, o bien expresar los sentimientos (diario íntimo, epístolas, entre otros) o “notas prescriptivas vinculadas a los llamados saberes femeninos, labores de punto, cocina, arreglo del hogar, puericultura, etc.” (Caldo y Pellegrini, 2019, p. 19). No obstante, en el ejercicio de esta escritura las mujeres fueron encontrando intersticios para nutrirse y resignificar nuevos textos con mayor carga política, social, cultural, de reclamo de derechos, entre otros.
Desde luego, la masiva alfabetización que caracterizó a la Argentina de principios del siglo XX, sumado a la asunción de las mujeres al magisterio y al aula, ponderó para que las mismas comiencen a inmiscuirse en la trastienda de la letra de molde más allá de lo íntimo y performático. Por esto mismo, no se piensan a las protagonistas de este escrito como dos casos excepcionales, sino como el ejemplo cristalizador de una época en la cual, para poder posicionarse dentro de actividades que se hallaban más allá de lo doméstico, se requería el desarrollo de un conjunto de estrategias que, aunque de cuclillas, terminaba siendo conquistado por el género femenino.
Por esto mismo, encontramos varios puntos de encuentro entre la profesión ejercida por Leticia y María Laura (docencia) con su papel desplegado en el mundo de las letras. Así como se ha enunciado al comienzo de este escrito, Leticia Cossettini fue autora de dos libros y María Laura de varios artículos de prensa, sin embargo, eran estos la factura final de un ejercicio de escritura que se alternaba y entreveraba con la práctica áulica. En efecto, al inmiscuirse entre las fuentes, se encuentra una nueva coincidencia: el objeto que utilizaban ambas maestras como “borrador” de las ideas previas a ser publicadas era un cuaderno de uso escolar. Mientras Leticia y María Laura planificaban sus clases, las dictaban y finalmente las autoevaluaban en sus diarios de clase, este último, resultaba la pieza fundamental para también dejar impresas sus ideas más generales. Metáfora de transición entre el espacio escolar y de lo público, entre la docencia y la escritura.
Ahora bien, para el caso de Leticia, se puede afirmar que sus dos libros no comenzaron a ser escritos durante el dictado de sus clases, sino que se constituyeron a partir del contenido de las mismas. La maestra, al igual que muchas de sus colegas, poseía un cuaderno de notas manuscritas en el cual iba dejando grabadas las actividades desarrolladas durante la práctica áulica. Esta disposición había nacido al calor de la dirección de la Escuela Serena: “El diario de clase es el fiel reflejo del ritmo que la maestra imprime a su trabajo […] es la expresión cabal del acontecimiento dentro del aula” (Cossettini y Cossettini, 2001, p. 266).
Leticia tomó con suma consideración el uso del diario de clases durante toda su práctica docente. Entre sus páginas ralladas, la maestra dejaba constatado los temas, ejercicios y evaluaciones, así como sus apreciaciones personales acerca del aprendizaje de sus alumnos(as), incluso hasta llegaba a reproducir los diálogos que mantenía con ellos(as) durante todo el ciclo lectivo, de marzo a diciembre.
En términos materiales, los cuadernos utilizados por Leticia eran fabricados por las marcas Rivadavia, Normal, y El Faro. De los tres, el más recurrente fue el Rivadavia. Un cuaderno con tapa color marrón claro tirando a crema. Algunos fueron forrados por papel “telaraña”, mientras que otros tan sólo con papeles en colores lisos, como el marrón, el azul, el visón. Pese a las diferencias del decorado de las tapas, los cuadernos tenían en su portada una etiqueta blanca con recuadro azul que decía “Leticia Cossettini” con su letra cursiva. Además, debajo del nombre propio, se inscribía el curso a cargo: en 1939 no dejó referencia, pero en 1940, 1943 y 1946 enseñó en 5° grado; en 1941, 1947 y 1950 estuvo a cargo de 6° y para 1942 y 1945 se ocupó de niños y niñas que cursaban 4° grado.
Sin más, en uno de sus libros, Leticia deja establecido como es que la antesala de esa publicación fueron sus diarios de clase. “Como modesto testimonio ofrezco páginas de mi “Diario de clase” que abarca el periodo comprendido entre 1936 y, tiempo en el que fui maestra de alumnos que yo conducía desde el cuarto al sexto grado. Estas páginas traducen el clima de la escuela y en cierto modo, el espíritu de los maestros compañeros míos, que ayudaron con valor a la realización de una obra” (Cossettini, 1977, p. 2).
Ella publica en formato de libro las mismas anotaciones que realizaba en sus cuadernos de clase contando, además, con algunos fragmentos de contenido reflexivo. Por esto mismo, es preciso denominar a Leticia como una escritora didáctica: “Aquellos autores de libros de texto que ilustraban sus obras con ejemplos y explicaciones, conforme al orden de la materia, entendido como la forma más próxima a la que emplearía oralmente un buen maestro” (Galván Lafarga y Martínez Moteczuma, 2017, p. 68).
En María Laura también se encuentra el uso del cuaderno escolar como soporte de sus primeros borradores, sin embargo, estos no pertenecían al uso diario de sus prácticas pedagógicas, sino que le otorgaba un uso personal. El cuaderno seleccionado para dejar sus marcas posee en su tapa la siguiente leyenda: “Distribuido por el Consejo General de Educación de la Provincia de Santa Fe”. En este caso, a diferencia de Leticia, María Laura utilizaba un cuaderno de distribución oficial abalando el Consejo de Educación el uso de este dispositivo como propicio para la práctica de la enseñanza. Leticia en cambio, utilizaba cuadernos de capital privado, tal como los pertenecientes a la Editorial Ángel Estrada.
María Laura nombró a su cuaderno como Autocátedra. El mismo se permite leer en el espacio vacío donde se debía completar el nombre de la escuela. Este gesto fue analizado por Sabina Florio y Cinthia Blaconá y (2017) , quienes encontraron una similitud con la forma en que la propia María Laura se definía: como autodidacta. Llamativamente, esta mujer había obtenido su título como docente en el marco de una institución oficial, por lo cual, se interpreta que el aprendizaje autónomo al cual se refiere se vincula con las lecturas pertenecientes al campo de la filosofía, sociología, historia, arte, entre otras. Es decir, al universo de saberes que exceden a lo didáctico-pedagógico que la formación docente le habría brindado.
Entonces, mientras Leticia utilizaba los cuadernos escolares para escribir sobre sus prácticas pedagógicas, María Laura lo hacía también para dejar impresas sus reflexiones más generales. Es decir, esta última no utilizaba su Autocátedra como “un útil escolar”, pero sí como una especie de objeto personal en el cual imprimir sus abstractas ideas, las cuales a posteriori fueron la materia prima de sus publicaciones en la prensa.
Autocátedra consta de 77 páginas rayadas escritas en manuscrito, se supone, durante la década de los cuarenta. Esta conjetura se obtiene a partir de un signo en su tapa: en la parte inferior de la misma tiene grabado 194---, es decir, una invitación editorial hacia el(la) dueño(a) del cuaderno para que complete el año dentro de la década. El objeto también invita a colocar el grado, espacio que María Laura utilizó para colocar “IV”. Como este cuaderno no fue utilizado por la maestra como sostén didáctico-pedagógico de sus clases, es posible pensar que estaba haciendo alusión a una numeración personal; tal vez, ya contaba con tres ejemplares previos que los mecanismos de la memoria, de conservación y selección de huellas hicieron que se pierdan en el tiempo.
En su interior, Autocátedra está dividido en 7 subtítulos: “El producto de un conflicto entre lo habitual y lo inesperado”; “¿La vuelta al instinto?”; “El torturado”; “Incentivo económico”; “La rebelión contra la pintura oficial”; “Síntesis de Delacroix”; “¿Qué es la vida?”. En los mismos, María Laura da cuenta de una erudita formación en el campo de las ciencias sociales y humanidades, pero también sobre una basta lectura de filósofos y pensadores tales como Immanuel Kant, Alberto Palcos, Eugéne Delacroix, entre otros. De tal modo, dejando a un lado las prácticas pedagógicas, María Laura escribe, por ejemplo, sobre el arte de manera crítica a partir de un minucioso análisis interdisciplinar referidos al campo de la psicología, filosofía, sociología, entre otras ciencias. “¡La vuelta al instinto! La pintura hoy puede remontarse lejos, hasta el impresionismo, incluyendo a Manet y Delacroix, para encontrar el punto de partida de ese gran movimiento orientado hacia el instinto, hacia las fuentes cálidas y fluidas” (Schiavoni, en Florio y Blaconá, 2017, p. 135).
Pero no sólo la pregunta por el arte se entrevera en sus ensayos más doctos, sino también la interrogación sobre las emociones. Específicamente en “El producto de un conflicto entre lo habitual y lo inesperado” la artista interpela el binarismo hegemónico trazado entre las emociones y la razón, sumergiéndose de tal forma, en una de las nociones más controversiales de la modernidad. Al respecto, María Laura realiza una lectura crítica hacia la tesis de Immanuel Kant quien “consideraba las emociones como verdaderas enfermedades del alma” (Schiavoni, en Florio y Blaconá, 2017, p. 121) aportando: “pero la razón carecería de fuerza si no se apoyara sobre afectos, sentimientos y pasiones, calderas de nuestra vida mental” (p. 121).
En este ensayo, la mujer genera nuevos conocimientos a partir de las principales ideas kantianas: “¿Cómo prescindir de las emociones, como abrazarlas, como creer que son manifestaciones enfermizas? Si no se vive exclusivamente para ellas, como lo pretende cierto burdo sensualismo, vivimos por ellas, porque la emoción, como la afectividad, tiene sus grados, unos fecundos, otros estériles y dolorosos” (p. 121).
En este fragmento, María Laura no sólo demuestra poseer una significativa formación en el campo de las ciencias sociales y humanas, sino que también le hace frente a uno de los estereotipos hegemónicos más padecidos por las mujeres de la modernidad. Las emociones entendidas como terreno exclusivo de los cuerpos femeninos y la razón de los masculinos, han resultado una de las justificaciones más fuertes a la hora de jerarquizar y distribuir los roles sexogenéricos. De tal forma, la artista al otorgarle un valor positivo a las diferentes formas de sentir y emocionarse, no sólo discute con la filosofía occidental moderna, sino también con las lógicas patriarcales que hacían a su tiempo.
En otros ensayos, las emociones vuelven a resurgir al momento de reflexionar sobre las sociedades burguesas y el advenimiento de las ciudades. En “El torturado”, María Laura entrega a flor de piel sus sentimientos más profundos hacia el hombre moderno, burgués y capitalista. “Se ha retirado a las montañas a recobrar la paz interior que ha perdido en las ciudades. Su conciencia, tumbada por el eco sonoro de la vida, lleva a la soledad de los bosques el refinamiento de un espíritu indolente. Tiene esa sed de infinito, que atrae a las almas demasiado sensibles a la efímera duración de la vida y el sentimiento de la eternidad” (Schiavoni, en Florio y Blaconá, 2017, p. 155).
En este ensayo, además, pone en fecundo vínculo las emociones con la naturaleza. Ese volver a la montaña, se presenta en su manuscrito como la posibilidad de encontrar la paz perdida, aunque, advierte María Laura, lo sigue acompañando el “pensamiento siempre despierto que lo devuelve al tumulto de las ciudades y lo pone en contacto con el corazón indiferente de las cosas” (p. 156).
La obra pedagógica de Leticia Cossettini, influenciada por el escolanovismo, también está centrada en las emociones y en la naturaleza (Pellegrini, 2020), siendo el arte el señuelo imperceptiblemente educador. Es decir, la maestra proyectaba sus clases ubicando las expresiones artísticas en el centro del acto de transmisión y, justamente, en ese continuo contacto con los elementos artísticos y propios de la naturaleza, prescribía los modos de percibir sensaciones y emociones de una manera distinta a lo hegemónicamente planteado. “Era una escuela que aspiraba a hacer seres armoniosos, no poetas, ni artistas, ni pintores, ni músicos, ni mimos, no en desmedro del conocimiento y de la realidad tal como cierta anquilosada pedagogía expresaba su prevención frente a aquel testimonio vital […] El niño adquiría conciencia de belleza en todas las asignaturas y el arte fue parte integral de nuestro vivir” (Cossettini y Cossettini, 2001, pp. 523 y 527).
La docente escolanovista entendía que, siendo los alumnos y alumnas educados en contacto con la naturaleza, en la apreciación de una acuarela o la escucha atenta de una melodía, prescribían sujetos con una sensibilidad diferente de aquellos(as) instruidos desde una propuesta educativa más tradicional.
La maestra no buscaba formar sujetos artísticos desde su proyecto pedagógico, sino consideraba que la carga emocional e intransferible que poseía el arte era propicio para educar a los niños y niñas de entreguerras. La semántica bélica y la crisis económica de aquel periodo histórico no era ajena a la cotidianeidad de sus estudiantes, por eso Leticia proponía desde sus clases, un oasis de no violencia y un amplificador de las emociones.
Los diarios, los noticiosos, la radio, difunden desde hace tiempo el terror de la guerra -los niños que viven, que sienten, que durante todos esos años que marchan conmigo han luchado en favor de la paz, fraternizando con todos los niños dando a todos su modesto saber poniendo al servicio de toda su humilde capacidad, dando su alegría y su gozo, están desalentados.
-¿Habrá guerra? -se preguntan desolados.
-Nosotros hacemos nuestra pequeña lucha en favor de la paz, y es preciso insistir, es el pensamiento y el sentimiento americano, trabajamos para otras generaciones.10
Pero las prácticas pedagógicas de Leticia no eran intuitivas. En tal caso, utilizaba su cuaderno como espacio de reflexión sobre el suceder áulico y en ese ejercicio metacognitivo también daba cuenta sobre un espectro de lecturas:
No es la actitud enseñada que esclaviza al niño y hace de la música una sierva. Es aquella otra música cual eco interior, que se va hilando mientras se canta y merecido por el gozo, el gesto y el ritmo corporal, la vieja ronda adquiere sabor nuevo porque se expresan plásticamente con libertad. Raymond Bayer, en su libro Estética de la gracia, dice: “Su modelo y su límite son la espontaneidad pura, sin sistema antagonista; que la tendencia aflora en él, por así decir, y sin contrapartida, sola y en lo absoluto (Cossettini y Cossettini, 2001, p. 496).
Las prácticas pedagógicas y su consecuente escritura de Leticia no son improvisadas, sus manuscritos dan cuenta de un fundamento teórico y epistemológico que le dan forma a sus decisiones pedagógicas y didácticas:
Los niños van ahora descubriendo el mundo que contemplan, el lenguaje es sencillo, ausente de toda petulancia, liberado de palabras extrañas al mundo infantil, sin embargo, hay una emocionada fluidez, una clarísima y honda gracia.
“Por debajo de las ramas retorcidas del espinillo, veo el camino que se aleja buscando extraños verdes” -dice Eddie.
“La niebla embruja la distancia, hace paisajes y colores distintos” -gorjea -Anita.
El cielo, ¡que claro y que distante! -la nube, es como pulmón en el aire -¡miren como se deshace volando! -Elsita mientras habla, parece un tallo frágil espinado sobre la hierba; extienden sus brazos en plástica actitud.11
De igual forma, también se muestra como lectora crítica de sus contemporáneos: “Mucho de lo que se escribe bajo el rótulo de Teatros de Niños es vergonzosamente ñoñería. Surgen, claro está, excepciones. Alfonsina Storni, Gabriela Mistral, escribieron páginas deliciosas para los niños” (Cossettini y Cossettini, 2001, p. 523) sostiene la maestra mostrando su mirada perspicaz mientras le hacía un guiño de complicidad a sus dos colegas.
En términos culturales, los rasgos que la maestra intentó exaltar en sus estudiantes escapando del binarismo, eran los que esa época entendía por “femeninos”. Emocionarse ante la contemplación de una flor, danzar al compás del ballet de Anna Pávlova, o interpretar el coro de pájaros, parecieran ser acciones controversiales para los cuerpos masculinos. Por lo cual, el proyecto pedagógico de Leticia no sólo presentó originalidad por considerar a las manifestaciones artísticas como usina de sus prácticas pedagógicas, sino también por cuestionar, tal vez sin proponérselo, el sentido binario emoción/razón. A tal caso, la maestra buscaba educar sujetos sensibles más allá de la lógica sexogenérica.
Finalmente, María Laura y Leticia fueron dos mujeres que se emocionaron, enseñaron y escribieron. Fue en el mismo ejercicio de la enseñanza que también dejaron impresos sus manuscritos en cuadernos escolares, factura final de un proceso de (auto)formación, de lecturas pedagógicas, filosóficas, sociológicas, entre otras.
LA MIRADA AJENA
Tanto María Laura como Leticia realizaron su trabajo docente con autonomía y atravesadas por un pensamiento crítico. Realizaron múltiples actividades tanto dentro como fuera del aula. Dictaron conferencias con fuerte impacto social, participaron en publicaciones, en la creación de bibliotecas (escolares y no escolares), frecuentaron museos, viajaron, intercambiaron ideas con personajes reconocidos de la cultura, entre otras. Sin embargo, la mirada ajena hacia sus producciones culturales no tuvo la misma significancia.
Para el caso de Leticia, se sabe que trabajó siempre junto a su hermana Olga Cossettini. Esta última, asumiendo su cargo como directora de la Escuela Serena, fue la cara visible del proyecto escolanovista quedando tras sus sombras el conjunto de maestras que efectivizaban las ideas pedagógicas dentro del aula. Del grupo de estas docentes anónimas, hay un nombre propio que fue recuperado de manera singular: el de Leticia Cossettini. Mas dicha distinción no escapó a la dinámica jerárquica escolar (Morgade, 2010). Leticia fue vista desde una mirada ajena meramente como “la simpática y dulce hermana de Olga Cossettini, la directora”. Por ejemplo, dentro del acopio de cartas institucionales que se mandaba Olga Cossettini con sus colegas, el nombre propio de Leticia aparece reiteradas veces acompañado de adjetivos reproductores del estereotipo femenino de “la señorita maestra”.
La Plata, 27 de mayo de 1940
Señorita Olga Cossettini
De mi más atte. respeto y estima:
He recibido por medio del Dr. Mantovani un ejemplar de “El niño y su expresión” nada me resta por admirar de su importantísima obra después que tuve la dicha de vivir unos instantes, inolvidables, por cierto, en su escuela que debiera llamarse Escuela de Luz y de Amor.
Tuve la intención de acercarme personalmente para Ud. para hacerle sentir mi emoción por su triunfo, sereno y bien merecido, pero desde hace un mes estoy en cama sufriendo agudísimos dolores.
Esos trazos de sus chicos, esos poemas, me han hecho mucho bien. Veo que en la Rca. [sic] al fin se hace justicia siquiera a una de sus maestras. Es el comienzo de una nueva era.
Haga presente mis sentimientos y afectos a su hermanita, su eficacísima colaboradora y a ese grupo de docentes que bajo su dirección cumplen tan bellamente su misión de enseñar, sin hacerlo visible y con mucho amor.
Reciba pues las felicitaciones y mil votos por el éxito en la prosecución de su obra.
M. EM. Mariani
La Plata F.C.S.12
En esta carta se puede observar cómo la mirada de M. EM. Mariani hacia Leticia dista mucho del conjunto de elementos biográficos de la docente desarrollados durante este escrito. Para la destinataria de la epístola Leticia era una mera “eficacísima colaboradora” de Olga que realizaba su trabajo con amor.
Algo similar ocurre con la siguiente esquela, en la cual, a los ojos de Rubén Carámbula, Leticia es la “simpática” hermana de quien dará una conferencia pedagógica.
Santiago del Estero, 1 de octubre de 1940
Señorita
Olga Cossettini
Rosario
Amiga mía:
Creo poder llamarla así, dado que sentimientos comunes nos unen: los niños. Y haciendo mío ese pensamiento grande y noble de que, para ser felices, es necesario conocerse, comprenderse y amarse, hermanados en un mismo sentimiento, creo haber llegado a él y deseo y anhelo tener de su parte la misma reciprocidad.
Una inmensa satisfacción experimenté al tener el telegrama aceptando su conferencia.
Vendrá a mi tierra calcinada y ardiente, por los rigores del estío, trayéndonos con su palabra suave y dulce, el mensaje emotivo de sus niños, el cariño suave y puro que ellos saben dar.
[…]
Hay una enorme expectativa por su conferencia. -El pasaje en otra se le remitirá la orden correspondiente.
Con saludos a su simpática hermana, que también supo conquistarme con el calor que pone en su obra, reciba la expresión de mi más amplia amistad.
Stella E. M. de Rave13
Leticia Cossettini desarrolló una vida cargada de proyectos vinculados al mundo de la cultura en general, sin embargo, la marca estereotipada de ser la hermana maestra de la directora sumado a su perfil sensible y etérea, fueron los rasgos que sobresalieron de su identidad.
El reconocimiento hacia la labor de María Laura fue un tanto diferente que al de Leticia. Para constatarlo se cuenta el cuaderno “Labor docente (1933-1942)” de la propia maestra, el cual conserva un conjunto de documentos institucionales tales como las Actas de Inspectores e Inspectoras que informan sobre su actuación docente, las Notas Estímulos que recibió a lo largo de su profesión e, incluso, las Actas de las cuales ella ofició como secretaria, entre otras. Del conjunto de estos escritos, se logra visualizar que María Laura era reconocida de manera distinguida por parte del personal educativo. Por ejemplo, mientras trabajaba como docente de la Escuela Provincia de San Juan Núm. 133 (1931-1933), la directora de ese entonces, Isabel G. de Dolz, escribía en el año 1933 una síntesis de la actuación de la maestra durante los años que ejerció en dicha escuela. Siendo la nota un estímulo para futuras conquistas en la docencia dice: “En todos los actos de la vida escolar se ha evidenciado dedicada, laboriosa e inteligente, habiendo resultado siempre un factor de primer orden en la marcha ascendente de la enseñanza en esta casa de estudios (Consejo General de Educación, Santa Fe, 30/11/1933) Ha sido puntual y fiel cumplidora de sus obligaciones, desempeñadas siempre con espíritu de maestra de excepción.”14
Aquí, los adjetivos elegidos por la directora para dejar constancia sobre el desenvolvimiento de María Laura son muy diferentes a aquellos destinados para Leticia. La rosarina evidencia una dedicada, laboriosa e inteligente carrera por lo que es calificada como una maestra de excepción.
Además de eso, en las escuelas que María Laura fue trabajando no desconocían su labor por fuera de la docencia. Es decir, la maestra obtuvo en reiteradas ocasiones una evaluación satisfactoria de su enseñanza justificada por su ejercicio como autora de artículos de prensa.
La señorita María Laura Schiavoni, maestra de 6° grado B, mucho debemos decir. En las asignaturas de letras ha encarado la enseñanza con elevado propósito educativo y firme ha sido su decisión de fomentar en todos los años las aptitudes salientes de los educandos. No nos olvidamos que, a su iniciativa en el año mil novecientos treinta y cinco la enseñanza adquirió un rumbo nuevo, decrolyando los programas de 3° grado. Contribuyó, además, a renovar el mobiliario donando amplias mesas. […] No se desconocen las actividades que, fuera de la escuela, realiza la señorita profesora. Sus publicaciones en los diarios, concurrencia a los salones de pintura, su actuación como tesorera de la Sociedad Pro Cultura al Cielo acreditan su preparación vasta e inquietudes elevadas. Labor meritoria, inteligente y comprensiva es la que cumple, con sencillez, la señorita Schiavoni que se hace acreedora a las más sinceras felicitaciones.15
Ahora bien, en este apartado quedó plasmado cómo, mientras Leticia fue reconocida como una maestra sensible, colaboradora y etérea, María Laura lo fue en tanto inteligente, creativa y lo más importante: maestra de excepción. Sin duda, es esta última quien es adjetivada como un sujeto que integra los círculos de la cultura más letrada de Rosario.
Si bien, actualmente no existe un concepto preciso que pueda describir como emplear la semántica “intelectual”, si existen algunos acuerdos en considerar que dichos sujetos “tienen que ser socialmente reconocidos por otros, como sus legítimos portadores y practicantes” (Rodríguez y Soprano, 2018, p. 19). Es en este sentido, que se observa una diferencia sustancial entre el reconocimiento que reciben las maestras. Mientras que a Leticia se la registra en tanto maestra sensible y servicial de la obra de Olga Cossettini, a María Laura en tanto intelectual que, además de escribir en la prensa, enseña. En pocas palabras: lo que escribe María Laura es un conocimiento reconocido como erudito, en cambio los libros de Leticia no.
Este análisis revela el sistema de jerarquías patriarcales que, pese a tratarse de dos mujeres, decantan de igual manera en una diferenciación atravesada por los atributos del género que nos permiten comprender aquello “que las diferenciaban a Leticia y a María Laura”. Así como se ha enunciado al comienzo de este escrito, la docencia para la primera mitad del siglo XX se constituyó como profesión que prescribía a las muchachas como agentes de Estado encargadas de reproducir un conocimiento producido por otros(as) (el saber escolar), quedando de este modo despojadas de cualquier consideración erudita. Y si bien, muchas maestras trascendieron los límites de la escuela agenciándose, por ejemplo, en la escritura de imprenta, no todas lograron manifestarse fuera de su carrera docente. Tal ha sido el caso de Leticia, quien al haber escrito dos libros, los mismos pueden ser considerados como una fehaciente transcripción de sus cuadernos de clase. Es decir, el uso de su pluma estuvo destinado a la reproducción del acontecer áulico y de actividades de ese enseñar-haciendo perteneciente al rol docente. Por lo cual fue una escritora didáctica (Galván Lafarga y Martínez Moctezuma, 2017), porque lo que publicó lo hizo sin escapar de su papel de maestra y con ello de los rasgos de sensibilidad y emotividad que su rol acuciaba.
Pero otro lado, María Laura también fue “otra intelectual” pero que, a diferencia de Leticia, sí alcanzó un destacado reconocimiento ante la mirada de sus compañeros(as). En primer lugar, por una cuestión temporal: comenzó a escribir antes de ejercer como docente. En segundo lugar, por el contenido de los mismos: su desarrollo culto se extendió por el campo de las ciencias sociales y ciencias humanas atravesando de tal forma el saber escolar. Al respecto, Rodríguez y Soprano (2018) acuerdan en que uno de los atributos que presentan los intelectuales es que “poseen un saber general sobre la sociedad, crítico e independiente” (p. 20), a diferencia de los profesionales que sólo conservan el saber específico correspondiente a su formación.
Esto se observa en las evaluaciones que le hacían sus superiores:
Autora de publicaciones didácticas y literarias, miembro de la Asociación santafesina de escritores rosarinos, concurrente a los salones anuales de pintura desde 1931, han merecido sus ensayos el premio estimulo: miembro de distintas entidades culturales y benéficas constituye el docente de espíritu creador, de rica y solida cultura, necesario hoy frente la nueva situación del maestro. Por todos estos méritos estima el Tribunal que es justicia destacarla haciéndole llegar por medio de la superioridad una expresión de gran reconocimiento y estimulo y nuestras felicitaciones, acompañado copia de la presente acta. Reverá L. Inspector General.16
El máximo reconocimiento no estaba en su ejercicio de enseñar, sino en su capacidad intelectual de escribir artículos de prensa y ser miembro de los círculos intelectuales de Rosario. Aquí, a quien se está felicitando no es a la maestra como sí a la mujer escritora que exploró campos de discusión que fueron más allá de lo educativo.
Por esto mismo, Leticia, quien no pudo (o quiso) desvincular el ejercicio de la escritura con su papel docente, quedó entrampada en las lógicas estereotipadas del ser maestra, las cuales, al mismo tiempo, ofician como encubridoras de su capacidad cognitiva, relacional y creadora de contenido cultural.
REFLEXIONES FINALES
El presente artículo tuvo por objetivo estudiar a María Laura y Leticia como autoras dentro del concierto de maestras que conformaron el proceso de feminización de la docencia y desde allí desplegaron una sociabilidad ampliada en la cual también escribieron. Propósito que no sólo procuró realizar un examen prescriptivo de sus letras impresas, sino también estudiar las piezas biográficas que permitieron el ejercicio de dicha escritura, así como también el reconocimiento que ambas maestras obtuvieron como importe de ello.
La lupa puesta en estas preguntas permitió dar luz a varios aspectos de vida de Leticia y María Laura. En primer lugar, compartieron similares características: nacieron en el año 1904 en Santa Fe; quisieron ser artistas, pero el sesgo contextual las incitó a estudiar magisterio; se recibieron como maestras ejerciendo como tal; no se casaron ni tuvieron hijos y fueron autoras de libros y artículos con una amplia proyección social. Sin duda, pertenecieron a familias de renombre dentro de los círculos más distinguidos de la cultura y la educación, símbolo filial que ofició como privilegio tanto para Leticia como para María Laura. Al contar previamente con un capital cultural significativo, el transitar por espacios de lo público y proyectarse como escritoras resultó un tanto menos complejo que tal vez a otras congéneres.
Sin embargo, al agudizar la vista entre el entramado de sus bios, del contenido de sus escrituras y la recepción que dichas producciones culturales obtuvieron ante los ojos de la sociedad, es menester resaltar que sólo una de ellas logró el reconocimiento de (otra)intelectual. En efecto, es en esta instancia cuando el sustantivo colectivo “maestras” estalla ante la interrogación interseccional que invita a pensar a lo femenino como una capa hojaldrada de posibilidades en torno a los lugares que las mujeres fueron ocupando y cómo esos lugares no estuvieron al margen de un entre mujeres (Pellegrini y Mosso, 2017). Esta expresión está inspirada en los escritos de Sharon Marcus (2009) , quien invita a reflexionar sobre las diferencias de poder y sistema de jerarquías que se materializan más allá de los géneros polarizados y sexualidades estáticas: “Estudiar el ‘entre mujeres’ supone historiar a mujeres en el vivir cotidiano, en lo personal, con el fin de encontrar (o no) la variabilidad de las normas, instituciones y costumbres, cuya flexibilidad permitieron romper con las oposiciones más prefijadas y funcionales” (Pellegrini y Mosso, 2017, p. 457).
Justamente, es María Laura Schiavoni la maestra que trascendió el perfil docente hegemónico al escribir sobre un corpus científico que escapaba a lo específicamente áulico y, en consecuencia, se proyectaba dentro del campo intelectual. Durante la primera mitad del siglo XX, todo lo referido al saber escolar y lo vinculado con la práctica educativa estaba cargada por el estereotipo de la docencia como una profesión femenina y por ello vinculada con lo sensible-espontáneo y desposeído de cualquier tipo de raciocinio. Es en este sentido, que las trayectorias profesionales de esta se bifurcan con el de Leticia, quedando esta última entrampada en la mirada de una sociedad basada en las lógicas patriarcales que no consideraba el saber producido desde la práctica docente como un conocimiento en sí mismo. Visto como un saber-hacer el proceso creativo de la enseñanza fue socialmente desvalorizado ante el saber filosófico que escribía María Laura.