INTRODUCCIÓN
Con el fin de “cooperar al mejoramiento de la tarea educacional”, el personal docente de la Escuela Superior Mixta número 3, radicada en La Plata, Argentina, constituyó en 1905 la Sociedad Protectora de la Infancia (SPI). De esta manera, un grupo de maestras y profesoras normales, encabezado por Ana María Blasco de Selva, trascendía el ámbito escolar cotidiano para sostener una asociación civil en el espacio público.1
No se trataba de una aventura extraordinaria en tiempos de fervor asociativo entre una población de fuerte carácter cosmopolita (Di Stefano et al., 2002). Tal como sucedía en otras ciudades argentinas y latinoamericanas, desde su fundación en 1882, la capital bonaerense era asiento de numerosas asociaciones gremiales, étnico-mutuales, masónicas, recreativas, de beneficiencia y educativas, entre otras.2 En particular, los establecimientos educativos y las escuelas normales funcionaban como espacios desde los cuales se gestaban e iniciaban acciones culturales que trascendían a la comunidad escolar, por lo general, bajo la forma de asociaciones o sociedades (Fiorucci, 2012).
En línea con la contundente feminización del magisterio verificada a lo largo del país, no sorprende que las protagonistas de aquellas iniciativas fueran maestras y profesoras normales, provenientes de sectores socioeconómicos medios y bajos, para quienes la docencia representaba una de las pocas salidas laborales dignas y “decentes”, una vía de ascenso y legitimidad social (Lionetti, 2006; Lobato, 2007; Morgade, 1997; Queirolo, 2006).3 De acuerdo con las significaciones de género hegemónicas en la época, la docencia era concebida como una prolongación de valores y conductas maternales presuntamente consustanciales al sexo femenino (Nari, 2004).
El núcleo de educadoras que en 1905 libró la SPI, buscaba cooperar con la niñez alcanzada por la pobreza urbana, o en otras palabras, víctima “de las paradojas del progreso argentino” (Carli, 1993). En un contexto nacional de expansión demográfica, urbanización y un desigual proceso de modernización económica, se agudizaban las problemáticas sociales entre los distintos grupos etarios de la población. Puntualmente, la preocupación por la situación de la niñez menesterosa convocó a un arco heterogéneo de actores sociales. Por caso, en distintas ciudades del país, y en particular, del interior bonaerense, proliferaron las asociaciones de beneficencia, de carácter laico o religioso, conformadas por mujeres de sectores altos que buscaban socorrer a menores en riesgo, víctimas de la orfandad o situaciones de abandono (Bracamonte, 2012; Paz Trueba, 2011).
Por su parte, las educadoras nucleadas en la SPI identificaron en su labor docente cotidiana una infancia ávida de protección: los(as) escolares pobres que abandonaban las aulas o asistían a clases en malas condiciones de vestido y alimentación. La asociación se constituyó entonces para brindarles alimentos, vestimenta y libros, auspiciando iniciativas como una cantina, un ropero y una biblioteca popular, la cual se convirtió en un área institucional clave, como se atenderá.
Para materializar aquel conjunto de iniciativas, la SPI estableció, mediante estatuto, un gobierno exclusivamente femenino, a través de 20 cargos directivos de elección anual. Este componente confiere un rasgo novedoso a la entidad en los albores del siglo, cuando en la mayoría de las asociaciones civiles y bibliotecas las mujeres podían participar en calidad de asociadas, pero no ser elegidas para ocupar cargos directivos. Es decir, en correlato con su inferioridad civil en el espacio público -vigente al menos hasta la reforma civil de 1926-, no participaban en la toma de decisiones institucionales.4
Pese a este rasgo novedoso, la SPI aún no ha sido objeto de abordajes históricos, más allá de ser mencionada en ciertos estudios dedicados a la infancia (Carli, 1993; Ríos y Talak, 2000). Lo cierto es que el hecho de que las educadoras montaran una asociación formal, con estatutos y reglas escritas, con asambleas ordinarias y un lugar de reunión estable (Agulhon, 1994), configura un interesante punto de partida para emprender un análisis que dialogue con líneas historiográficas en actual avance.
Así, esta indagación parte de considerar a la SPI como un ámbito de sociabilidad femenina y se interroga por la “dimensión de la experiencia” de sus asociadas (Gayol, 2000, p. 14), para lo cual reconstruye el contexto de emergencia de la asociación a través de una semblanza de su principal mentora, la profesora Ana María Blasco. A continuación, glosa la estructura institucional, el gobierno y las funciones directivas ejercidas por las socias. Por último, analiza la administración cotidiana de la biblioteca estudiantil, a partir de la relación entablada con un organismo público. De esta manera, el trabajo evidenciará la coexistencia de prácticas asociadas a roles femeninos tradicionales, como las tareas de cuidado, educación y caridad; junto a otras emergentes, como los rituales electivos, el ejercicio de funciones directivas y la gestión bibliotecaria cotidiana. En particular, sopesará en qué medida este último conjunto de prácticas implicó formas innovadoras de intervención femenina en la esfera pública durante la etapa de surgimiento y consolidación de la asociación, es decir, entre los años 1905 y 1920.5
Esta indagación retoma y dialoga con investigaciones históricas abocadas a ámbitos y prácticas de sociabilidad femenina en el marco del asociacionismo civil finisecular y de la primera mitad del siglo XX en Argentina. Desde escalas locales y regionales, e incorporando una perspectiva de género y en ocasiones enfoques biográficos, las pesquisas han demostrado las múltiples modalidades de participación femenina bajo diversas asociaciones de carácter benéfico (Bonaudo, 2006; Bracamonte, 2012; Paz Trueba, 2011; Pita, 2007), cultural y educativo (Barrancos, 1997; Caldo, 2011; Caldo y Fernández, 2010; Queirolo, 2009; Vignoli, 2011; Vignoli y Reyes de Deu, 2018). Este campo en pleno avance, viene contribuyendo a problematizar formas, alcances y limitaciones de tal participación en un espacio público atravesado por la inferioridad civil y política femenina (Barrancos, 2007).6
De igual modo, considerando la centralidad que la acción bibliotecaria tuvo para la SPI, se recuperan aquí los aportes de la historiografía sobre bibliotecas populares en Argentina. En particular, aquellos que han interrogado las modalidades de participación femenina al interior de estos ámbitos de sociabilidad cultural multiplicados durante las primeras décadas del siglo XX a lo largo de diversas regiones del país (Agesta, 2016; Fiebelkorn, 2021; Gutiérrez y Romero, 1995; Pasolini, 1997; Planas, 2017; Quiroga, 2003; Tripaldi, 2002; Vignoli, 2011). A grandes rasgos, los trabajos reconocen que, si bien las mujeres participaron desde 1870 de la vida bibliotecaria en calidad de lectoras, socias y/o protagonistas de conferencias y veladas, su participación en funciones directivas y de administración institucional fue más bien excepcional hasta la década de 1930. No obstante, en los últimos años también se ha ido arrojando luz sobre experiencias de salas fundadas y administradas por elencos femeninos, como la biblioteca del Consejo Nacional de Mujeres, surgida en 1903 (Vignoli, 2021); y la Biblioteca Patricias Argentinas, impulsada desde 1912 por un núcleo de maestras de la localidad bonaerense de Lobos (Planas, 2022).
Por último, el corpus documental principal de esta indagación está conformado por heterogéneas piezas documentales como estatutos de la asociación, notas de sus primeras socias dirigentes e informes de inspección alojados en el expediente de la biblioteca de la SPI, resguardado por la Comisión Nacional de Bibliotecas Populares.7 En este sentido, la aproximación documental se halla mediada por las necesidades administrativas y de control de dicha agencia estatal, con las múltiples limitaciones que ello supone. De manera complementaria, se incorporan otras fuentes como crónicas, artículos de prensa y una conferencia impartida por Blasco, la socia fundadora de la SPI. Tales documentos resultan útiles no sólo para esbozar el clima cultural en que gravitaba la capital bonaerense cuando emergió la asociación, sino también para precisar el papel pionero que Blasco desempeñó entre sus colegas educacionistas al momento de conformarla.8
DE LA ESCUELA A LA ASOCIACIÓN: LA FIGURA DE ANA MARÍA BLASCO DE SELVA
Cuando Ana María Blasco de Selva se embarcó, junto con un grupo de colegas, en la fundación de la SPI, tenía alrededor de 30 años y se desempeñaba como educadora y directora de la Escuela Mixta núm. 3. Recibida de profesora normal por la Escuela Normal núm. 1 de Capital Federal, ejerció el magisterio en distintos establecimientos educativos y, luego, residió un tiempo en la provincia de La Rioja, donde revistó como inspectora escolar y profesora de la Escuela Normal Nacional. Con frecuencia, Blasco colaboraba con artículos sobre temas educacionales para distintas revistas educativas como Sarmiento, El Hogar y la Escuela, entre otras.9
Avecindada en la capital bonaerense, publicó el semanario El Amigo de los Niños (s. f) y una serie de libros escolares para segundo, tercero y cuarto grados, titulada El nuevo lector argentino, aprobada por el Consejo Nacional de Educación y de uso extendido en las escuelas del país.10 Blasco también participó del naciente gremialismo docente a través de la Asociación de Maestros de la Provincia de Buenos Aires, fundada en 1900.11 Allí, el docente Jorge Selva, posiblemente su esposo, ejerció distintos cargos directivos.
De algún modo, la respetabilidad cosechada por Ana Blasco en la esfera pública de la capital bonaerense queda sugerida en el hecho de que, en 1904 -es decir, un año antes de la fundación de la SPI-, fuera invitada a impartir una conferencia sobre temas educacionales a la biblioteca pública de la legislatura bonaerense, en el marco del ciclo “Lecturas dominicales”. El prestigio intelectual de tal ciclo fue más tarde evocado por las crónicas urbanas del escritor contemporáneo Rafael Arrieta (1935): “La vida intelectual [de La Plata] gira en torno de esas reuniones que atraen, al propio tiempo, con el prestigio de una fiesta social. Antes de comenzar los actos, la concurrencia, en gran parte femenina, parlotea rumorosamente dentro de aquel ámbito donde, durante la semana, el obligado silencio defiende el aislamiento de los lectores” (pp. 70-71).
Un domingo de 1904, Ana Blasco acudió a la legislatura bonaerense a disertar sobre el tema “Nuevos rumbos para la escuela primaria”. A poco de comenzar, la oradora explicitó su posición de enunciación: era la primera vez que una mujer, “una maestra”, ocupaba esa tribuna acostumbrada a alocuciones de periodistas, legisladores, profesores y literatos. En contraposición con las amplias capacidades oratorias de aquellos “ilustrados caballeros”, la conferencista eligió presentarse como una “simple maestra ya encanecida en las tareas de la escuela, con frecuencia muy ingratas” anunciando que discurriría “con tanta sencillez como sinceridad”. De hecho, acto seguido confesó que si bien la invitación del director de la biblioteca la había intimidado un tanto,12 finalmente el “deber profesional” se había impuesto: la maestra de “buena fe”, tenía el ineludible “deber” de no desperdiciar la ocasión para demostrar el fruto de su experiencia y “convencer del respeto, de la autoridad y de la preeminencia que debían darle en la sociedad sus funciones magistrales” (Blasco de Selva, 1904).
Enseguida, Blasco apeló otra vez al contraste con sus antecesores: si a lo largo del ciclo ellos habían discurrido respecto del “problema universitario”, ella en cambio se abocaría “a la desatendida escuela primaria”, sobre la cual resultaba preciso imprimir “nuevos rumbos”. A grandes rasgos, su alocución manifestó que la escuela común no podía limitarse a enseñar a leer y escribir; antes bien, debía formar hábitos y aptitudes mediante distintos tipos de escuelas, dejando atrás la escuela uniforme y monótona, poniendo énfasis en las “variadísimas” necesidades regionales, locales y de género.
En su carácter de acontecimiento cultural, y dejando de lado su contenido estrictamente pedagógico, la conferencia impartida por Blasco en la biblioteca pública pone en relevancia la excepcionalidad de una disertación femenina en aquel ámbito de sociabilidad intelectual marcadamente masculino. Situación frente a la cual la oradora despliega la estrategia de hacer pública esa inferioridad de condiciones, exaltar los desiguales puntos de partida entre ella y sus “privilegiados” predecesores, como un gesto de velada protesta y al mismo tiempo de complicidad con las “señoras”, posiblemente colegas, que componían un porcentaje considerable del público asistente a tales conferencias, según Arrieta.
En cualquier caso, también el “excepcional” acontecimiento puede observarse como síntoma de aquel creciente activismo femenino que intentaba abrirse paso en la esfera pública platense a inicios del nuevo siglo. En efecto, la gravitancia del normalismo laico, el librepensamiento, la cultura de izquierda y el emergente feminismo entre un sector de mujeres instruidas, en su mayoría educadoras radicadas en la “ciudad nueva”, cristalizó en el surgimiento de ligas, asociaciones y órganos de prensa.13
Aquella atmósfera propició la aparición de la revista Nosotras. Revista Feminista, Literaria y Social (1902-1903), pionera en materia de identidad feminista y consagrada al avance de los derechos civiles, la ilustración femenina y la oposición a la confesionalidad religiosa (Barrancos, 2008). Dirigida por la feminista y librepensadora rioplatense María Abella Ramírez, su subdirectora fue la maestra socialista Justa Burgos de Meyer (c. 1882-1962), quien se desempeñaría como dirigente de la SPI durante las décadas del treinta y cuarenta.14
No parece aventurado conjeturar que si no entre sus colaboradoras, al menos entre las lectoras de Nosotras se contaran otras socias fundadoras de la SPI, como las docentes María B. de Casterán, Victoria Altube de Bernard y otras jóvenes educadoras, sobre quienes Blasco, en virtud de su respetabilidad intelectual,15 ejerció algún tipo de convocatoria en favor de la constitución de la SPI.16
En línea con lo mencionado hasta aquí, Ríos y Talak (2000, p. 154) ubican a la SPI dentro del conjunto de iniciativas de protección de la infancia impulsadas por sectores civiles afines al feminismo, el anarquismo y el socialismo.17 En contraste con las asociaciones de carácter asistencial más propensas a la reclusión infantil -como las mencionadas sociedades de beneficencia o patronatos de infancia-, iniciativas como la de la SPI se caracterizaron por concebir a la niñez marginal como un objeto de derecho, y en tal dirección buscaron integrarla a través de distintas instancias participativas.
No obstante, es preciso destacar que, en el estatuto de la asociación, las socias se autoidentificaban con la actividad docente sin deslizar indicios respecto a sus afinidades político-ideológicas, como era de rigor en este tipo de documentos institucionales. Tampoco la trayectoria de Blasco, de acuerdo con la evidencia disponible de momento, ofrece pistas en ese sentido, apareciendo fuertemente abocada a la actividad pedagógica.
Lo cierto es que, al mismo tiempo, en su afán por proteger al infante en las esferas “material, intelectual y moral”, el estatuto de la SPI expresa aquella voluntad de integración mediante instancias participativas aludida por los autores. Bajo formulaciones de carácter laicista e higienista, numerosos artículos contemplaban de hecho la organización de “fiestas y actos diversos para fomentar los sentimientos de civismo republicano”, así como “la divulgación de buenos libros y conferencias que arraiguen los hábitos de honestidad, economía, orden, ahorro, higiene, temperancia, altruismo”. Mientras que respecto al “orden material”, no sólo se trataba del aprovisionamiento de alimento, ropa y libros de estudio para escolares pobres, sino también, de la organización de “excursiones higiénicas” y “colonias escolares de verano en parajes salubres”.18
RITUALES ELECTIVOS Y ESTRUCTURA INSTITUCIONAL
Debido a su perfil integral, la obra de la SPI exigió una rigurosa división de tareas entre sus integrantes. Así lo reflejan los 20 cargos directivos establecidos por estatutos, entre los cuales figuraban una presidenta, viceprimera y vicesegunda; tesorera y protesorera; secretaria de actas y prosecretaria; secretaria de correspondencia y prosecretaria; bibliotecaria y dos auxiliares; directora de taller, secretaria y prosecretarias, y varias vocales.
Año tras año, las socias debían postular y elegir una lista de candidatas para ocupar esos cargos y administrar la entidad mediante una “Comisión Directiva” (CD), ámbito de deliberación y toma de decisiones, cuyas reuniones ordinarias se desarrollaban cada quince días. La instancia de elección de autoridades conllevaba toda una serie de prácticas como la elección de candidatas, confección de listas, votación secreta, escrutinio en presencia de la Asamblea, los actos de asunción y de salida, con lectura de memoria incluida.
Este componente electivo era habitual en la mayoría de las asociaciones civiles de la época y, de hecho, condujo tempranamente a historiadores como Romero (1982) a postularlas como “nidos democráticos” debido a que sus integrantes varones ejercían en su seno prácticas como el debate y la elección de autoridades, fogueándose así en el “aprendizaje de la democracia”.19 De este modo, si en términos masculinos pudo hipotetizarse una correlación extensiva entre experiencia asociativa y ciudadanía política, sobre todo a partir de la sanción de la Ley Sáenz Peña (1912) de voto secreto y masculino, desde el punto de vista femenino, tal correlación aparece trunca por la obvia causa de la exclusión femenina de la ciudadanía política hasta 1947.
Aparece, no obstante, el interrogante respecto a los sentidos que este tipo de prácticas alojaban desde el punto de vista de las animadoras institucionales; en particular, en qué medida resultaron compensatorias en relación con las subordinaciones femeninas de la época, y/o en qué medida contribuyeron a acercar a sus protagonistas a los activismos feministas en avance (Lavrin, 2005; Valobra, 2018). Si bien tales interrogantes exceden la presente aproximación, no obstante, parece claro que la posibilidad de elegir y ser elegidas, así como el real ejercicio de funciones directivas habilitado por la SPI, asumieron en su propio contexto temporal y espacial un carácter novedoso.20 En tal sentido, ese conjunto de prácticas asociado a la elección anual de autoridades, son postuladas aquí como “rituales electivos”, en pos de subrayar su eficacia simbólica, su efecto consagratorio, “el poder que poseen de actuar sobre lo real actuando sobre la representación de lo real” (Bourdieu, 1993, p. 114).
Por otro lado, los estatutos de la SPI contemplaban la reelección de sus dirigentes. En efecto, la función presidencial fue ejercida por la misma mujer durante más de una década: entre 1905 y 1920, Ana Blasco de Selva presidió la entidad; mientras que la profesora Manuela R. Puigmaciá lo hizo en décadas sucesivas. La presidenta concentraba una amplia gama de tareas que incluían asesorar a la CD y a socios(as); dirigir la propaganda, mantener relaciones con autoridades y corporaciones, así como también firmar actas, cheques, notas de comunicación, órdenes de provisión de ropa y de libros.
Algunas áreas institucionales eran nodales y exigían altos niveles de responsabilidad a sus dirigentes. Era el caso de la “directora del taller”, encargada del “ingreso de mercaderías, número de prendas confeccionadas, salida de ropa y calzado”.21 Su función incluía la custodia del Ropero, junto con un riguroso registro del inventario, el cual detallaba las donaciones recibidas, además de las prendas y ajuares para recién nacidos, confeccionados por las socias de la SPI.
Similar responsabilidad concentraban las funciones de bibliotecaria, como se atenderá en la próxima sección, y la de tesorera, a cargo del manejo de fondos económicos, incluyendo el registro en un libro de caja, la elaboración de balances mensuales y la firma de cheques y recibos de socios(as). 22En efecto, la SPI se sostenía económicamente través de una subvención anual del estado provincial y de la cuota mensual abonada por socias o socios activos, pues preveía una base societaria mixta.23 No obstante, los estatutos aclaraban expresamente que los hombres podrían “ser socios activos, pero no podrán formar parte de la Comisión Directiva”.24 Existían además las figuras de socios(as) honorarios para personas que hubieran “prestado servicios” a la asociación o reportaran “autoridad moral”; y “Protectores”, para quienes no desearan participar de la tarea administrativa pero sí contribuir con una cuota mensual. Por último, cada socia(o) tenía derecho a indicar el área a la que destinaba su cuota voluntaria en favor de los(as) escolares pobres: Copa de Leche, Cantina Escolar, Ropa y Calzado, Asistencia Médica, Excursiones, Colonias, Becas, Jardines de Infantes, Premios, Educación Cívica, Colectas, Cajas de Ahorro, etcétera.
BIBLIOTECA “EL ESTUDIANTE”
Tempranamente, la biblioteca se delimitó como un ámbito de suma relevancia para la SPI. Emplazada en el centro urbano y denominada “El estudiante”, la sala brindaba servicios al alumnado del Colegio Nacional, la Escuela Normal, el Liceo de Señoritas y otras escuelas comunes de una ciudad caracterizada por una considerable proporción de instituciones educativas y administrativas en el marco de un gradual ascenso demográfico.25
La primera comunicación de las socias de la SPI con la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares se estableció en 1913. Se trata de una carta firmada por la presidenta Blasco de Selva, la bibliotecaria Carlota González y la secretaria Ana Bornano, destinada a solicitar “una subvención mensual de cien pesos” que ayudara a costear el pago del local donde funcionaba la sala.26 Así, en esta primera comunicación, se puso de manifiesto una problemática común a la mayoría de las bibliotecas: los significativos gastos que insumía el alquiler de un local.
Evidentemente, las socias de la SPI estaban al tanto de que las bibliotecas sostenidas por asociaciones o corporaciones de la sociedad civil podían solicitar la protección de dicho organismo público reabierto en 1908, después de más de tres décadas de permanecer cerrado.27 En términos sucintos, la Comisión Protectora garantizaba a las salas protegidas (desde entonces declaradas “populares”) compras bibliográficas a menor costo, duplicando el saldo que cada una lograra reunir; y además, enviaba gratuitamente donaciones bibliográficas. En contrapartida, la biblioteca en cuestión debía permanecer abierta al menos doce horas semanales en un local accesible, someterse periódicamente a las inspecciones de funcionarios(as) y garantizar el libre acceso del público. Este último requisito implicaba que cualquier persona podía consultar material bibliográfico en la sala, mientras que los(as) asociados(as) de la entidad estaban en condiciones de retirar libros a domicilio.
En su carácter de presidenta de la SPI, Blasco de Selva insistió con misivas similares a la de 1913, sin obtener respuesta.28 Las demoras eran por entonces bastante frecuentes y obedecían a la carencia de personal y las prevalentes limitaciones presupuestarias de la Comisión Protectora. Por eso, recién en 1917 la biblioteca accedió a la protección del organismo público, tras recibir la visita del inspector Manuel Borton, quien consignó en su informe que “[la biblioteca] ha prestado los mayores servicios a la juventud estudiosa de esta ciudad, que es realmente numerosa”. El funcionario respaldaba su afirmación con algunas cifras elocuentes: a diario eran prestados alrededor de 120 ejemplares, exceptuando los diccionarios consultados en sala; y la estantería, que alojaba más de 3 000 ejemplares, era “sencilla pero seria”, tal como correspondía “a una asociación preocupada siempre en el socorro mutuo de la juventud necesitada de este medio”.29
Unos meses más tarde, Blasco de Selva dirigió al inspector una nota de su puño y letra. Allí reclamaba por un primer pedido de libros elevado30 el cual aún no había sido satisfecho y por tal motivo habían tenido “que recurrir a las librerías”, gastando una suma considerable de dinero. Antes de finalizar su nota rogando al funcionario que “se tome el mayor interés en que nuestra biblioteca sea atendida”, la educadora no desaprovechó la ocasión para reflexionar sobre la labor cotidiana:
Es inútil pensar que las masas frecuentarán bibliotecas, si no se forma la costumbre de hacerlo desde la infancia, y a ese fin vamos, estableciendo el préstamo de libros a domicilio para los que carecen de medios para comprarlos, y con turnos de consultas para quienes quieran hacerlo […] Todo alumno de escuela común puede ir al local de la biblioteca a preparar sus deberes y viese usted qué interesante y provechoso está resultando, y como se van encariñando por decirlo así con la biblioteca que tiene tres turnos de dactilografía, concurrido por cincuenta alumnos de ambos sexos.31
El fragmento trasluce los modos en que la formación normalista y la experiencia docente de las socias de la SPI se plasmó en la administración bibliotecaria no sólo a través de la selección de obras y la oferta de instancias de apoyo escolar, sino también, de la implementación de una modalidad innovadora de préstamo anual consistente en una dotación de textos escolares para el ciclo lectivo de cada estudiante necesitado(a).
Concebida como una extensión natural del ámbito escolar, y caracterizada de hecho por una notable afluencia de lectores estudiantiles, la biblioteca suscitaba, no obstante, nuevos desafíos a sus animadoras. El reclamo debido a las demoras, de hecho, es significativo en esa dirección. Pero surgían también inconvenientes: de acuerdo con lo manifestado por Blasco en correspondencia ulterior, mantener una provisión actualizada de bibliografía escolar demandaba a la entidad un “enorme esfuerzo”. Primero, porque en ocasiones se requerían tres o cuatro ejemplares del mismo texto para los numerosos préstamos anuales; y segundo, debido al permanente “aumento del costo de este tipo de textos”, que, de por sí, se contaban entre los más onerosos del mercado editorial.
Con sus modestos anaqueles y alrededor de 3 000 volúmenes, la sala motivaba entre sus animadoras la adopción de un conjunto de procedimientos, saberes y rutinas específicas. La bibliotecaria de la SPI y sus auxiliares debían mantener en condiciones la sala de lectura, atender al público, llevar al día el libro de salidas (ejemplares prestados) y el de entradas (ejemplares devueltos, comprados o donados), los recibos de préstamo y un catálogo. De igual modo, el inicio de la relación con la Comisión Protectora concitó un espectro de nuevas tareas que involucraron a otras socias dirigentes: la redacción y el envío de notas, solicitudes y reclamos al organismo público; la elaboración de listados de libros para adquirir; la recepción de encomiendas bibliográficas y de visitas de inspección de funcionarios, entre otros aspectos ya señalados para el caso de las maestras a cargo de la biblioteca de Lobos, en funcionamiento durante los mismos años (Planas, 2022).
En suma, una dinámica que probablemente rebasaba el ámbito formal de las sesiones ordinarias de CD, requiriendo además un conjunto de conversaciones, recados y reuniones informales entre las asociadas y con actores extrainstitucionales, vinculados al circuito del mercado del libro, como libreros(as), funcionarios(as) de la Comisión, empleados del correo y ocasionales donantes. En este entramado, Ana Blasco de Selva desempeñó un papel protagónico y el hecho de que la biblioteca fuera ulteriormente bautizada con su nombre, resulta sintomático del espesor de su legado en el seno de la asociación.32
CONSIDERACIONES FINALES
Consagrada a la protección de la niñez escolar, víctima de la pobreza urbana, desde 1905 la SPI convocó a sus socias a ejercer un amplio conjunto de prácticas, muchas de las cuales se inscribieron y reprodujeron roles de género tradicionalmente atribuidos al sexo femenino, como la profesión docente, el cuidado de las infancias y las prácticas de caridad. En ese marco, se procuró atender a la experiencia de sociabilidad femenina suscitada al calor de lógicas y dinámicas propias del asociacionismo civil de los albores del siglo XX. Desde esa perspectiva, se observó que las socias ejercieron, de manera colectiva, otro conjunto de prácticas innovadoras vinculadas a la gestión cotidiana de la asociación y de su biblioteca anexa.
El esbozo de la trayectoria de Ana Blasco de Selva permitió enmarcar el surgimiento de la SPI en una trama asociativa y una sociabilidad intelectual local predominantemente masculina. La figura de esta respetada educadora asumió centralidad tanto en los prolegómenos de la asociación, como en su posterior emergencia y consolidación.
La estructura institucional de la SPI exhibió un rasgo singular en la exclusión masculina del gobierno de la entidad y en contrapartida, la propuesta de una administración femenina, legitimada anualmente mediante una serie de “rituales electivos” edificados en torno a prácticas como la elaboración de una lista de candidatas, el ejercicio del voto secreto, el escrutinio, los actos de salida y de asunción.
Por lo demás, tal estructura institucional convocó a sus integrantes a asumir funciones especializadas, no equiparables a la del ámbito escolar o doméstico, aunque la experiencia adquirida en tales contextos -desde conocer el universo de lecturas escolares, hasta saber confeccionar un ajuar infantil- resultó indispensable para los fines de la asociación. Los roles institucionales motivaron nuevos aprendizajes, tareas e interacciones entre asociadas y con otros ámbitos y actores del espacio público.
De manera pormenorizada, la gestión cotidiana de la biblioteca corroboró este último punto. La sala convocó a sus animadoras a una serie de tareas específicas y desafiantes que, bajo la finalidad de complementar la acción educativa, rebasaron no obstante rutinas y actores escolares. No sólo se trataba de brindar atención a un “familiar” lectorado estudiantil, sino también, como atestiguaron las comunicaciones de Blasco, de procurar un local, útiles y bibliografía; de redactar reclamos y solicitudes a la Comisión Protectora; en suma, de interactuar con un conjunto de actores extrainstitucionales vinculados al circuito del mercado del libro. Así, durante esta primera etapa de vida institucional de la SPI, desarrollada en décadas atravesadas por la exclusión femenina de los derechos civiles y políticos, la experiencia asociativa catapultó ciertas formas innovadoras de participación femenina en la esfera pública local.