En febrero de 1921, al debatirse la ley de presupuesto para ese año, Juan B. Justo, diputado por la Capital Federal y figura principal del Partido Socialista, lanzaba un lapidario juicio contra el federalismo argentino, al que denunciaba como una de las razones primordiales del malgasto de los dineros públicos. La nación argentina padecía de un “parasitismo federal, consecuencia política de nuestra ficción de federalismo”, que consistía en reconocer plena autonomía a unidades incapaces de sostenerla como eran las provincias argentinas. “Es evidente -señalaba Justo- que no hay para qué hablar de la autonomía política de los estados argentinos, autonomía que nunca tuvo tampoco una fundamental razón de ser.” Primero creadas como meras unidades administrativas del imperio español en América y, disuelto este, devenidas “teatro de las operaciones de caciques locales”, las provincias argentinas demostraban no haber sido nunca asiento de “gobiernos locales genuinos y auténticos que supieran desarrollar su acción propia y mantener relaciones normales con los gobiernos de las comarcas o provincias adyacentes”. Fue sólo cuando se decidió “pacificar el país y hacerlo entrar en la era de la civilización capitalista”, que se creyó necesario considerar “como entidades constitucionales las llamadas provincias argentinas, que nunca han tenido una vida autónoma, ni han podido tenerla”. Esta ausencia de capacidad autonómica se perpetuaba aún en el siglo XX, bajo el signo del gobierno radical, que “trata a un gobernador con más desconsideración que a un jefe de oficina”, al tiempo que “continúa dando subsidios administrativos a buen número de pretendidos estados federales argentinos”. Encadenada a tal simulacro de federalismo, la República Argentina quedaba ubicada en un sentido contrario a la marcha de la historia, en tanto los constantes adelantos en materia de comunicaciones y de transportes tendían a una creciente centralización de las funciones de gobierno que no podía sino mermar las autonomías estaduales, como parecía observarse en Estados Unidos. Aun si tales progresos materiales también habían tenido lugar en Argentina, no se había logrado avanzar en “una restricción de estas pretendidas y falsas autonomías provinciales, que son, entre nosotros, resabios de épocas de barbarie”. Era necesario, entonces, hacer “tabla rasa de todo este costoso y corrompido federalismo que nos hace perder una gran parte de nuestro tiempo en discusiones ociosas que no conducen en lo mínimo al progreso material e institucional del país”.1
Según esta mirada, la vigencia del régimen federal implicaba una cada vez más pesada hipoteca sobre el porvenir de la república, y ese lastre parecía tanto más odioso en cuanto se advertía que las catorce provincias entonces existentes comprendían apenas poco más de la mitad del territorio argentino. En la parte restante, además de la Capital Federal, sólo existían diez unidades administrativas dependientes del gobierno federal, los llamados Territorios Nacionales, que en razón de su calidad jurídica carecían tanto de autonomía como de participación en las elecciones nacionales y de representación en el Congreso de la Nación.2 Esto determinaba que esas gobernaciones padecieran, según Justo, un “despojo de recursos y de autoridad política”, iniquidad que resaltaba aún más al atender casos particulares, como el del Territorio de La Pampa, que “vale mucho más que media docena de provincias [...] y recibe recursos incomparablemente menores que los que reciben provincias atrasadas, que los dilapidan en gastos parasitarios”.3 Pero si bien la denuncia de esas incongruencias era también sostenida por quienes demandaban el reconocimiento de La Pampa como una nueva provincia, el horizonte que Justo señalaba para esa y para las demás gobernaciones no pasaba por incorporarlas a un régimen federal que juzgaba oneroso e ineficaz, arcaico y corrompido. Por el contrario, siempre sobre las líneas del Partido Socialista, Justo declaraba: “somos refractarios a constituir nuevas provincias en los territorios nacionales, que deberían serlo con más derecho que muchas de las actuales, porque no creemos en el régimen federal”.4 Antes que en una inmediata autonomía o en la instauración de una legislatura, la solución auspiciada consistía en una reforma constitucional “que diera a estos territorios representación en esta cámara y en el senado, sin erigirlos en pretendidas provincias que no tendrían razón de ser”.5 En definitiva, la negativa socialista a la formación de nuevas provincias derivaba del rechazo del régimen federal hacia cuya abolición apuntaba.
Tan ambiciosa pretensión, y sobre todo la presunción de poder avanzar hacia ella por medio de reformas legales que involucrarían la participación de los representantes de las provincias, podría ser despreciada como una ilusión irrealizable, desalentando como vano todo intento de ocuparse de ella en forma seria. Pero el horizonte de una sociedad sin clases era aún más quimérico y esto no ha sido ningún obstáculo para que una vasta historiografía se haya consagrado a examinar muy diversos aspectos de la ideología socialista y de sus múltiples derivaciones. En el caso particular de los estudios sobre el socialismo argentino, el desarrollo historiográfico producido durante las dos últimas décadas ha permitido elaborar un cuadro más rico en problemas y matices que el ofrecido en las historias escritas por dirigentes y militantes del partido. No obstante, esa abundante historiografía ha dejado del todo inexplorados problemas relevantes, como ocurre con las formas en que el socialismo enfrentó al federalismo argentino, tanto en el plano de las ideas como en el de las prácticas políticas. Como Hernán Camarero y Carlos Herrera han señalado en el prólogo a una reciente compilación de estudios sobre el socialismo en el interior del país, una de las tareas todavía pendientes es la de “reflexionar acerca de las maneras específicas en las que el partido concibió el sistema federal y la realidad de las provincias” (Camarero y Herrera, 2019, p. 20). Estos aspectos están por completo ausentes en miradas de conjunto sobre el Partido Socialista (Adelman, 1992, 2000; Camarero y Herrera, 2005; Walter, 1977), o apenas han sido objeto de observaciones marginales en trabajos centrados en otras dimensiones, como es el caso de aquellos que se ocupan de las prácticas a las que recurrieron los socialistas en sus esfuerzos por implantarse en distintos puntos del país allende el ámbito porteño (Barandiarán y Gómez, 2017; Berensztein, 1991; Cabezas, 2015; Da Orden, 1991, 1994; Herrera, 2018a; Martínez Mazzola, 2019; Poy, 2016, 2019; Ulivarri, 2008), o de otros que han indagado en las posiciones socialistas ante ciertas intervenciones federales a las provincias (Martínez Mazzola, 2011). Pero ni en esa nueva historiografía, ni en viejas obras escritas por militantes del partido (Oddone, 1934; Oliver, 1951), se hallará una reflexión detenida sobre las formas en que el socialismo concibió al federalismo y sobre los modos en que esto incidió en las orientaciones políticas que el partido se dio.
El objetivo de este artículo radica en contribuir en esa dirección a partir del examen de una cuestión específica como es la de las posiciones que el Partido Socialista adoptó frente a los Territorios Nacionales. Tomar a estas unidades administrativas como punto de partida para indagar en los modos en que el federalismo argentino fue pensado desde dicha fuerza política parece encerrar una paradoja, puesto que se trataba de gobernaciones desprovistas de autonomía y de participación en las instituciones representativas de la república. Empero, los Territorios constituyen una materia en todo sentido relevante para examinar las miradas socialistas acerca del régimen federal y para echar luz sobre los modos en que esos juicios se traducían en prácticas concretas. En efecto, pensar la cuestión de los Territorios suponía, primero, interrogarse sobre el estado general del sistema federal y luego establecer si era o no deseable su admisión como provincias, aun cuando las leyes relativas a dichos espacios prescribían tal transformación.6 Es importante advertir que si bien existen estudios que se interrogan sobre la presencia del socialismo en los Territorios, se trata de pesquisas en las que estos no pasan de ser escenarios sobre los cuales aquel desplegó las prácticas políticas y culturales que constituyen el verdadero objeto de interés de esas investigaciones (Martocci, 2014, 2015, 2020; Prislei, 2001; Valencia, 2008), en buen grado motivadas por cuestionar cierta imagen del Partido Socialista como una fuerza circunscripta a la Capital Federal (Martocci y Ferreyra, 2019). En otros términos, esos trabajos se han ocupado de reconstruir las experiencias socialistas en los Territorios, pero sin abordar a estos como un problema en sí mismo, desestimando así una indagación más detenida de las respuestas que el Partido Socialista elaboró acerca del estatus institucional de aquellos espacios. De manera que, en lugar de situar el foco en las prácticas del socialismo en los escenarios territoriales, la atención está aquí puesta en explorar las miradas del socialismo sobre los Territorios, a su vez parte importante de las que tenía acerca del régimen federal en el que debió desenvolver su acción política. El propósito de este artículo consiste entonces en reconstruir al menos parte de ese universo de ideas, procurando identificar al interior del socialismo la presencia de visiones diversas cuando no enfrentadas respecto de aquellas cuestiones. Se trata además de advertir los cambios producidos en las actitudes socialistas hacia el sistema federal en general y hacia los Territorios en particular, desde las épocas iniciales del partido hasta 1932, cuando en su XXI Congreso Ordinario fue aceptada la propuesta de los miembros de su grupo parlamentario de pasar a apoyar la admisión de aquellos como nuevas provincias.
En lo que sigue, una primera parte está destinada a identificar los rasgos principales de la reticencia socialista al sistema federal, sobre todo en lo que concierne a las primeras décadas de vida del partido. El siguiente apartado se centra en examinar en forma más precisa las apreciaciones de los socialistas acerca de los Territorios, con especial atención a los aspectos institucionales del régimen vigente en ellos, mientras que la tercera sección da cuenta del cambio de posición del partido tanto respecto del federalismo argentino como de la transformación de las gobernaciones en nuevas provincias. El análisis de estas dimensiones pone acento en el caso de La Pampa, no sólo por ser el primero en el que surgieron movimientos en reclamo del estatus provincial, sino además por ser el Territorio que registraba mayor actividad socialista, lo que se reflejaba en que era el único donde los centros socialistas, más numerosos que en cualquier otra gobernación, formaron su propia federación en 1925.7 Por último, se ofrecen algunas reflexiones en torno al modo en que el cambio de posición de los socialistas sobre la provincialización daría cuenta de transformaciones en el federalismo argentino.
EL FEDERALISMO ARGENTINO SEGÚN EL PARTIDO SOCIALISTA
Para la época en que el socialismo argentino emergió como fuerza política, entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, el régimen federal enfrentaba juicios críticos que lo retrataban como una forma legal desmentida por la realidad. Por una parte, el creciente número de competencias asumidas por el Estado nacional denotaba una tendencia centralizadora que, según denunciaban algunos actores, reducía a las provincias a un estado de subordinación que las privaba de su autonomía (Botana y Gallo, 1997). Esta condición se volvía más patente en el caso de las del interior del país, menos pobladas y dinámicas que las de la región pampeana. Las insuficiencias de las primeras las llevaban a depender cada vez más de los auxilios financieros de la nación, lo que inclinaba a sus respectivas dirigencias a hacer de la representación en el Congreso -igualitaria en el Senado- una de las vías para obtener tales recursos. Mientras algunos defendían esa asistencia como una justa compensación por las facultades que las provincias habían cedido a la nación, otros concluían en la necesidad de adoptar un régimen unitario que pusiese fin a la ficción de federalismo a la que el país permanecía sujeto (Roldán, 2015). A todo esto, se añadían las frecuentes crisis políticas desatadas en las provincias, que derivaban en intervenciones federales que se harían más habituales con el ascenso del radicalismo al gobierno nacional en 1916, al hacer de ese instrumento constitucional un medio para volcar en su favor las escenas políticas provinciales (Mustapic, 1984). En resumen, más allá de las divergencias en cuanto a los remedios necesarios para aquellos males, la opinión general coincidía en que el régimen federal estaba sumido en una profunda crisis.
El tema del federalismo no estuvo entre los que mayor atención despertó en las filas socialistas, lo que en parte explica la ausencia de tratamiento historiográfico advertida más atrás. Al menos durante el periodo aquí tratado, y con la salvedad de sus sucesivos desprendimientos, el horizonte del Partido Socialista estuvo centrado en la articulación de una fuerza social que, por vía de reformas legislativas y la democratización de sus instituciones, pudiese hacer de Argentina una sociedad socialista (Aricó, 1999). En efecto, alejado de cualquier estrategia de asalto del Estado, el socialismo reunido en torno a Justo concebía al campo parlamentario como uno de los escenarios privilegiados de acción política, lo que llevó al partido a incluir en su programa la sustitución del régimen presidencialista por un parlamentarismo unicameral en el que se eliminase la representación de las provincias en el Senado. No menos importante era, por otra parte, el lugar que la institución municipal ocupaba en la estrategia socialista para el desarrollo de aquel movimiento social. El gobierno local autónomo era imaginado como el ámbito primario para la participación directa de los trabajadores en los asuntos públicos y era, por tanto, contemplado como el fundamento de una genuina democracia, que se veía sin embargo coartado por la permanente injerencia de los gobiernos provinciales en los municipios. En definitiva, en la mirada socialista, las provincias obstruían una verdadera representación democrática del pueblo trabajador, al mismo tiempo que impedían su participación directa en el gobierno local.
Pero aun cuando el tratamiento que los socialistas dispensaron al régimen federal resultó subsidiario de otras problemáticas, se trató de un aspecto de la realidad argentina con el que debieron confrontar al trazar sus perspectivas programáticas y estratégicas. Es posible, entonces, reconstruir la mirada socialista acerca de la cuestión a partir de algunos indicios presentes; por ejemplo en el pensamiento de aquellas figuras que tuvieron especial gravitación en el partido durante sus primeras décadas. En particular, parece justificado reparar en las consideraciones formuladas acerca del régimen federal por una figura protagónica en el socialismo argentino como lo fue Justo,8 las cuales no tomaron la forma de un tratamiento sistemático, pero pueden de todos modos ser recuperadas a partir del examen de sus intervenciones públicas.
En 1898, en una conferencia dictada en el Ateneo bajo el título “La teoría científica de la historia y de la política argentina”, Justo esbozaba una interpretación de las causas que explicaban la insuficiencia de los progresos sociales, pero sobre todo políticos de la república. Uno de esos factores radicaba en el desenlace que tuvieron las guerras civiles que siguieron a las de independencia. “Los gauchos eran el número y la fuerza, y triunfaron” -señalaba Justo aludiendo a las capas subalternas de la campaña-, “pero su incapacidad económica y política era completa, y su triunfo fue efímero, más aparente que real” (Justo, 1898, p. 34). En efecto, “poco a poco la población campesina fue domada por los mismos que ella había exaltado como jefes”, lo que determinó que “los campesinos insurreccionados y triunfantes no supieron siquiera establecer en el país la pequeña propiedad” (pp. 34-35). La ausencia de esta última significó la del “único medio de liberarse efectivamente de la servidumbre y el avasallamiento a los señores”, puesto que “establecer la pequeña propiedad hubiera sido el modo más eficaz de oponerse a las montoneras, y de cimentar sólidamente la democracia en el país” (p. 35). Insinuado ya en las primeras décadas de vida independiente, el problema se habría profundizado durante la hegemonía de Juan Manuel de Rosas, volviendo patente “la ineficacia de toda la legislación para impedir el acaparamiento de la tierra”, y conduciendo “a la consolidación y al desarrollo de la clase de los grandes terratenientes, que constituye todavía el elemento dominante en el país” (p. 37).
Estos pasajes de la conferencia de Justo dan cuenta de la temprana imbricación que tres elementos presentaban en su mirada sobre la historia argentina: la cuestión de la pequeña propiedad -o más bien la de su ausencia en la sociedad argentina-, la de la democracia -es decir, la de las condiciones sociales necesarias para su realización- y, por último, aunque de modo menos explícito, la del federalismo, entendida como la organización institucional que había permitido la consolidación de una clase terrateniente que se había servido de las autonomías provinciales para enajenar en su favor grandes extensiones de tierra pública, impidiendo así la conformación de un paisaje social más acorde con la democracia como horizonte del bien político. Pero a diferencia de lo planteado con anterioridad por diversas voces, entre las que destacaba la de Domingo F. Sarmiento, según las cuales pequeña propiedad, democracia y federalismo se articulaban de manera armónica como fundamentos y como medios de división del poder (Botana, 1993), en la interpretación que Justo ofrecía al concluir el siglo XIX, las autonomías provinciales consagradas por el régimen federal parecían mostrarse más bien como instrumentos que servían a la gran propiedad y que, al conspirar contra la pequeña propiedad, lo hacían en definitiva contra la democracia.9 Si concebía al impuesto progresivo sobre la tierra como instrumento para desalentar su acaparamiento y para propiciar la disolución del latifundio, la jurisdicción que el régimen federal daba a las provincias en materia tributaria inmueble aparecía como el escudo con el que las oligarquías locales se protegían de tal amenaza. Como algunos años más tarde advertiría Mario Bravo (1912) , destacado dirigente socialista oriundo del interior del país, era de lamentar que “la nación no puede gravar con impuesto la tierra nacional porque las autonomías [provinciales] son obstáculo constitucional a ello”, lo que reforzaba la convicción en la necesidad de derogar el régimen federal en favor de uno de tipo unitario, pero de amplia autonomía municipal (p. 293).
Este juicio acerca de los efectos perniciosos del régimen federal se sostenía a la vez en una cierta interpretación de la historia nacional y en un diagnóstico sobre la realidad vigente hacia el cambio de siglo. En cuanto a lo primero, como ya fue señalado, Justo entendía que la adopción del régimen federal de gobierno y la propia emergencia de las provincias como entidades políticas había sido una fatalidad impuesta por el resultado de las guerras civiles. La premisa fundamental de esa lectura del pasado era la que afirmaba la preexistencia de la nación, lo que suponía entender que esta no debía su existencia a ningún tipo de pacto entre las provincias, en cambio concebidas como desgarramientos de aquella unidad primordial. La mirada de Esta mirada de Justo acerca de la cuestión agraria y sus implicaciones políticas se mantendría firme en las décadas siguientes. Hacia 1917, seguía convencido de que “la formación de una numerosa clase de productores rurales autónomos” constituía un elemento decisivo para el progreso político de la república (Justo, 1932, pp. 109-110).
Justo sobre el tema seguía las líneas trazadas décadas atrás por autorizadas voces como, entre otras, las de Juan B. Alberdi y José M. Estrada (Chiaramonte y Buchbinder, 1992), para quienes era la nación la que se había dado un sistema federativo y no las provincias las que la habían hecho nacer mediante un pacto federal. Sin embargo, mientras que para esos autores las circunstancias históricas que explicaban la adopción del régimen federal eran las mismas que los llevaban a admitir, con más resignación que entusiasmo, la imposibilidad de otra forma de gobierno que la federal, Justo partía de las mismas observaciones para concluir, en cambio, que era ese sistema el que se demostraba impracticable en el caso argentino.
Para el referente socialista, todos los signos de transformación observables hacia el cambio de siglo indicaban el rumbo de una creciente e inexorable unificación de la sociedad argentina, que por medio de los progresos técnicos de las comunicaciones y de los transportes ponía término al aislamiento regional provocado por las grandes distancias.10 Encontraba también evidente una creciente centralización administrativa reflejada en un constante aumento de competencias del Estado nacional, tendencia que derivaba de aquella impersonal dinámica centrípeta imposible de atribuir tan sólo a algún malsano apetito centralista. De manera que mientras las fuerzas del progreso conducían a la nación a una unidad cada vez más apretada, el atuendo federal con el que permanecía vestida se volvía un obstáculo para su desenvolvimiento y para el desarrollo del Estado como medio para la emancipación de la clase obrera. Como sostenía en una conferencia de 1902 en la que se proponía explicar qué era el socialismo, Justo (1920) precisaba que el movimiento aspiraba a que la clase trabajadora ganara, a través del sufragio, una progresiva influencia sobre el Estado, que terminaría por hacerle perder “su función de policía y de gobierno para desarrollar al máximum, en bien de la comunidad, su función de administración” (p. 69). Es así que la centralización que los defensores del federalismo denunciaban como una amenaza a la libertad, era para Justo consecuencia de un proceso de modernización que era la posibilidad de una auténtica emancipación de la clase obrera. Esta perspectiva evolucionista, que llevaba a relegar la revolución como una idea cada vez menos ajustada a la realidad, tuvo su formulación más acabada en el más importante de los escritos de Justo, Teoría y práctica de la historia (1915 [1909]), obra en la que la “democracia obrera” aparecía como la expresión máxima de los progresos técnico y político.
Estas apreciaciones acerca del federalismo no tenían en los dirigentes socialistas sus únicos exponentes. Tanto la idea de que ese sistema era un artificio que la nación se había visto obligada a adoptar para apaciguar a las belicosas provincias, como también el diagnóstico según el cual el proceso de modernización socioeconómica conducía a la unidad y hacía vetusto al federalismo, estaban presentes en el pensamiento de otros analistas de la realidad argentina. Ese era el caso, en particular, de Rodolfo Rivarola, una de las figuras fundacionales de la ciencia política argentina y uno de los más decididos promotores de la sustitución del sistema federal por uno de tipo unitario, al que encontraba en consonancia con la evolución de las sociedades modernas (Roldán, 2006, 2015). En dos conocidos ensayos publicados en la primera década del siglo XX, Rivarola aceptaba que el régimen federal había sido útil en tiempos en que fue necesario reconducir a las provincias a la unidad originaria, pero que, cumplido ese servicio transitorio y llegado el nuevo siglo, era imperioso dar a la nación una forma unitaria que brotaba de la propia evolución social y económica del país (Rivarola, 1904, 1908).
La coincidencia de esta mirada acerca del federalismo argentino con la sostenida desde las filas socialistas no pasaba inadvertida ni para Rivarola ni para los miembros del partido de Justo. En su XI Congreso, celebrado en la Capital Federal en noviembre de 1912, el partido resolvió incorporar a su programa mínimo la abolición del Senado y la de los gobiernos y legislaturas provinciales.11 Se buscaba, según Antonio de Tomaso, propiciar “la supresión de las pseudoautonomías provinciales”, que permitían a las “oligarquías locales” retener en sus manos el gobierno, cuando debía ser en cambio otorgado al pueblo.12 En abril de 1913, en un artículo escrito por pedido de la dirección de La Vanguardia, el periódico oficial del Partido Socialista, Rivarola ofrecía su comentario sobre aquellas modificaciones programáticas. Para un decidido promotor de la forma unitaria de gobierno como el estudioso rosarino, la resolución del partido constituía una suerte de reivindicación personal: “la idea unitaria, por la cual, y con la cual creería yo haber molestado a tanta gente, con tanta y tan fastidiosa insistencia, tiene hoy en el congreso un senador y cuatro diputados” (Rivarola, 1913, p. 197). La propuesta socialista significaba para Rivarola un paso en favor de la democracia, en tanto la abolición de los gobiernos provinciales implicaba la desaparición de los gobernadores y su nociva influencia sobre las legislaturas, los cuerpos encargados de elegir a los miembros de un Senado que ejercía así una representación adulterada, con la única excepción de la Capital Federal, cuyos senadores eran electos por la población, si bien mediante un sistema indirecto. Según el director de la Revista Argentina de Ciencias Políticas, “suprimir los gobiernos provinciales, como propone el Partido Socialista, es quitar de en medio el obstáculo mayor para que el pueblo elija un jefe de estado que tenga por función dirigir la administración interior del país”, algo que no sucedía porque, “en lugar de administrar tiene que hacer política para sostenerse, y llevar la administración según las conveniencias de la política” (Rivarola, 1913, p. 195). Una buena administración sólo era posible cuando se llevaba adelante en forma centralizada, libre de los obstáculos que representaban las autonomías provinciales. De allí que Rivarola (1913) observase que, al decidir ir contra el régimen federal, el Partido Socialista había actuado conforme a la “necesidad lógica de pronunciarse por el régimen unitario si sus aspiraciones no debían limitarse a la ciudad de Buenos Aires”, ya que en las condiciones vigentes, “para obtener los beneficios de una de sus reformas, extendidas a toda la república, el partido socialista tiene que bregar por ellas ante el Congreso y quince legislaturas más” (pp. 196-197). En otros términos, aumentar la eficacia de la legislación con la que los socialistas buscaban mejorar la condición de la clase trabajadora requería extender la jurisdicción del gobierno nacional más allá de la que ejercía en la Capital Federal y los Territorios Nacionales. De cualquier manera, la coincidencia de miras no era suficiente para llevar a Rivarola a sumarse a un partido que parecía haberse convertido en un imprevisto agente de su prédica unitaria. Los partidarios del sistema unitario, advertía, “votaremos por los socialistas y aceptaremos la reforma unitaria, siempre que no nos asusten con otras reformas explosivas, y nos convenzan de que no son revolucionarios de violencia, sino pacíficos revolucionarios de ideas” (Rivarola, 1913, p. 197).
Cuando el artículo de Rivarola apareció en las páginas de La Vanguardia, el Partido Socialista acababa de obtener un sorprendente triunfo en las elecciones a senador por la Capital Federal, que llevó a Enrique del Valle Iberlucea a convertirse en 1913 en el primer socialista de América en ocupar un escaño en una Cámara Alta. En junio de 1914, presentó en ella un proyecto de ley para modificar, a través de una reforma constitucional, la forma de elección, el número y la duración del mandato de los senadores.13 Aunque nunca resultó aprobada, con lo que el Senado mantuvo inalterada su organización durante todo el periodo aquí comprendido, la iniciativa ofrece una pieza relevante para entender el modo en que los socialistas pensaban la institución y su lugar dentro del sistema federal. Según el senador socialista, la reforma se imponía, por un lado, porque las transformaciones económicas y sociales experimentadas por el país, tales como el desarrollo del ferrocarril y del telégrafo, sin olvidar la masiva inmigración transatlántica, habían cimentado la unidad nacional poniendo fin al aislamiento de las provincias y a las discordias regionales. Las formas constitucionales debían ser adecuadas a las nuevas condiciones de la nación, bajo las cuales “el federalismo ha hecho crisis en la República. Es ahora una ficción o un recuerdo histórico. La tendencia hacia la centralización política es clara y manifiesta.”14 Por otro lado, la reforma era presentada como necesaria para poner término a la influencia de los gobernadores sobre las legislaturas, encargadas de designar a los senadores nacionales, y a las disputas abiertas con ese motivo entre ambos poderes provinciales, con frecuencia zanjadas mediante la intervención federal. Aunque Del Valle Iberlucea confesaba, en línea con su partido, que su preferencia consistía en suprimir el Senado, su vigencia obligaba a definir una posición más concreta. Luego de repasar las consideraciones que autores como Hamilton, Guizot y Alberdi hicieron acerca de la institución senatorial, el legislador socialista advertía que “es un hecho general el carácter reaccionario de la Cámara Alta”,15 rasgo que en el caso argentino se veía acentuado por el hecho de que las provincias de menor población y riqueza sumaban el mayor número de votos dentro del Senado, situación en la que “cesa entonces de ser una verdad el gobierno representativo, privándose a la mayoría de los habitantes de prevalecer con el voto de sus representantes en la formación de los poderes y en la sanción de las leyes”.16 Se trataba así de convertir al Senado en “una fuerza eficiente de la democracia, en un eficaz colaborador del mejoramiento económico y social del pueblo”,17 lo que exigía establecer la elección directa de los senadores y reducir a seis años la duración del cargo. Como puede apreciarse, para el senador socialista el régimen federal resultaba por su propia naturaleza contrario a una verdadera democracia, que sólo podía ser alcanzada rebajando la entidad política de las provincias y liberando a la nación del pesado ropaje federal que obstruía su desenvolvimiento.18
LOS SOCIALISTAS CONTRA LA FORMACIÓN DE NUEVAS PROVINCIAS
En vista de las apreciaciones que los miembros del Partido Socialista tenían acerca del federalismo y de las provincias, no puede causar sorpresa que fuesen declarados y activos opositores a la transformación de los Territorios en nuevas provincias. En abril de 1913, pocos días luego del sorpresivo triunfo socialista en las elecciones celebradas en la Capital Federal, los diputados Justo y Nicolás Repetto -este apenas electo- visitaron La Pampa en el marco de una gira más amplia por la región que tenía, entre otros, el propósito de auspiciar la organización de los agricultores en respuesta a los conflictos que habían estallado el año anterior en el sur santafecino.19 En su paso por Santa Rosa, capital de aquella gobernación, los diputados socialistas dictaron una conferencia sobre la cuestión agraria en la que se refirieron además a la transformación de La Pampa en una nueva provincia. Para entonces ya era reconocible la campaña que con ese objetivo impulsaban algunos sectores de la población territorial, junto a ciertas figuras influyentes radicadas en la Capital Federal, pero con intereses en el Territorio, como el terrateniente y exdiputado nacional Pedro O. Luro. Según recogía la crónica de un periódico local, Justo reconocía la existencia de tales aspiraciones, pero “creía que debía irse más allá, dado el ideal de gobierno unitario que él sustenta”; por ejemplo, promoviendo la formación de municipalidades en los pueblos pampeanos y mediante la incorporación de representantes del Territorio al Congreso de la nación.20
Dos años más tarde, cuando la campaña de los partidarios de la provincialización de La Pampa había cobrado mayor impulso, elevando petitorios al Congreso y obteniendo entrevistas con altas autoridades del poder ejecutivo, los socialistas se involucraron más activamente en el rechazo a esa posible transformación. En mayo de 1915, el Centro Socialista de Santa Rosa resolvió autorizar a uno de sus fundadores, el abogado y autor teatral Pedro E. Pico, a que gestionase ante el Comité Ejecutivo nacional “la venida de algún parlamentario a fin de encarar públicamente el movimiento autonomista de La Pampa”.21 Pocas semanas después, los integrantes del mismo centro decidieron “celebrar un acto público para dejar claramente sentado el pensamiento del partido al respecto”, y volvieron a dirigirse a las autoridades del partido para solicitar la visita de alguno de los legisladores socialistas.22 Este tipo de iniciativas no sólo provenía de aquel Territorio. En el mismo mes, una de las secciones socialistas de la Capital Federal daba a conocer una resolución en la que expresaba la “oposición del partido socialista a la provincialización de los territorios”, apoyando, en cambio, el “otorgamiento a los mismos de representación parlamentaria en el Congreso de la nación”.23 Como se puede advertir, la posición socialista ante la formación de nuevas provincias era por igual negativa en los distritos donde el partido tenía mayor presencia, como la Capital Federal, y en las gobernaciones que eran pasibles de aquel cambio de estatus, como la de La Pampa, cuya cantidad de población y volumen productivo, aún mayores que los de varias provincias, eran señalados con insistencia por los partidarios de la autonomía como títulos para aquella elevación de categoría.
Contra lo sostenido por esos grupos, que presentaban al estatus territorial como una privación de derechos políticos, los socialistas entendían que estos se inscribían en un orden por completo distinto al de la autonomía de las provincias. Al celebrarse en la Capital Federal, en julio de 1915, el II Congreso Extraordinario del Partido Socialista -que ratificaría la expulsión de Alfredo Palacios (Herrera, 2018b)-, algunos delegados intervinieron en reclamo de posiciones más firmes de rechazo al régimen federal, sobre todo en lo relativo a la supresión del Senado, un punto que entendían traicionado, primero, por la decisión de participar en las elecciones de 1913, que llevaron a Del Valle Iberlucea a ocupar un escaño en la Cámara, y luego porque el grupo parlamentario no formulaba proyectos de ley que apuntasen de manera más clara en aquella dirección, fijada en el programa mínimo del partido.24 En esa ocasión, al discutirse un artículo relativo a los mecanismos para decidir sobre la participación en elecciones y definir las candidaturas, el delegado por el Centro Socialista de Santa Rosa, Pedro E. Pico, intervino para preguntar a la comisión que estudiaba el asunto “si entiende que los afiliados de los territorios nacionales, que no tenemos derechos políticos, estamos, o no, comprendidos en el artículo que se está estudiando” (Partido Socialista-República Argentina, 1915, p. 254). El diputado Enrique Dickmann respondió que la comisión entendía que los habitantes de los Territorios sí tenían derechos políticos, añadiendo el propio Justo que aquello de lo que en realidad carecían era de elecciones. Como repasaba Dickmann: “los habitantes de los territorios nacionales, argentinos o extranjeros, tienen para nosotros derechos políticos; lo que les falta son elecciones y no derechos políticos” (Partido Socialista-República Argentina, 1915, p. 255). La posición expresada por Dickmann y por Justo muestra que para los dirigentes socialistas el problema de los Territorios no consistía en una denegación de derechos políticos a sus pobladores, sino en el carácter institucional de esos espacios, cuya participación en las elecciones nacionales no estaba contemplada dentro del orden constitucional vigente, que reservaba esa facultad a las provincias y a la Capital Federal.
En esa línea, en mayo de 1916, el Centro Socialista de Santa Rosa resolvió proponer la incorporación al programa mínimo del partido de un inciso para lograr la “representación parlamentaria de los territorios nacionales con más de 50 000 habitantes en la Cámara de Diputados, y derecho a elegir presidente y vice de la república, siguiendo la regla proporcional establecida para las provincias”.25 Se trataba de una demanda que involucraba cambios constitucionales de fuste, ya que la doctrina ampliamente establecida para la época entendía que la representación en el Congreso de la nación era exclusiva de las provincias como personas políticas -algo que los Territorios no eran-, razón por la cual sólo aquellas contaban como distritos en las elecciones presidenciales (Gallucci, 2020). Esto significaba que la concreción de las demandas de los socialistas pampeanos dependía o de la transformación del Territorio en una nueva provincia -entonces propuesta por legisladores de la Unión Cívica Radical, pero siempre rechazada desde el socialismo-, o bien de una reforma constitucional que incorporase la participación de los Territorios en las elecciones nacionales y su representación en el Congreso de la nación. Los socialistas no eran los únicos que apuntaban en esta última dirección. También lo hacían los miembros del Partido Progresista encabezado por Joaquín S. Anchorena, entonces presidente de la Sociedad Rural Argentina, con quienes coincidían además en el rechazo a hacer de La Pampa una nueva provincia. Sin embargo, mientras que los progresistas de Anchorena se oponían a una provincialización súbita, abogando en cambio por la instalación de una legislatura que allanase el tránsito hacia el estatus provincial, los socialistas expresaban un rechazo terminante hacia la admisión de nuevas provincias, fuese de forma inmediata, como reclamaban los provincialistas, o paulatina, según querían los progresistas.
Los periódicos partidarios constituyeron una de las principales armas de los socialistas al combatir los reclamos provincialistas. Las páginas de La Vanguardia, el órgano de prensa del Partido Socialista, constituyeron una tribuna desde la cual divulgó su juicio negativo acerca del federalismo y de las autonomías provinciales. En este sentido, la posición del periódico iba mucho más allá de irradiar “un mensaje de desconfianza hacia la perspectiva de La Pampa provincia” (Etchenique, 2001, p. 54), sino que mostraba, en cambio, la forma de un rechazo firme y abierto. Como se sostenía hacia mediados de 1917, afirmando el juicio sostenido desde los orígenes del partido, según el cual el federalismo era contrario a la democracia y al progreso, “la vieja armazón federal no ha servido hasta ahora sino para amparar el beneficio de las oligarquías rutinarias e incapaces, y para mantener en el más vergonzoso atraso a las provincias del interior”.26 El periódico ofició también como una plataforma de opinión para los socialistas radicados en las gobernaciones, que apelaron a él para exponer las razones de su negativa a la formación de nuevas provincias. Así lo hizo, en marzo de 1916, Amelio Spongia Friedrich, miembro del Centro Socialista de Santa Rosa, para describir a los provincialistas liderados por Luro como “huérfanos [...] de todo arraigo en el pueblo” y para rechazar la idea de “recargarnos con el mastodóntico presupuesto de un gobierno de provincia”, concluyendo que los socialistas eran los únicos que sostenían “la verdadera política que cuadra hoy por hoy a un territorio nacional: política comunal en los pueblos y política agraria en la campaña”.27
Por su parte, los periódicos editados por los centros socialistas territoriales se mantenían sobre las líneas trazadas por los órganos centrales del partido. Hacia 1918, cuando la campaña de los provincialistas pampeanos había perdido empuje y mientras los proyectos de provincialización formulados ante el Congreso no eran siquiera debatidos por las Cámaras, los editores de Germinal, el órgano del Centro Socialista de Santa Rosa, se mantenían firmes en su posición sobre el tema, señalando que “los socialistas hemos pedido siempre la representación parlamentaria de los territorios. No queremos federalizarlos o provincializarlos”.28 Además de recordar que el objetivo principal del partido en el Territorio era propiciar el fortalecimiento de la autonomía municipal, enfatizaban, a propósito de la vida administrativa de la gobernación, que “el problema se reduce a hacer todo lo posible para librarlos de las ‘legislaturas’ y de los ‘ejecutivos’ a modo de provincia que son la ruina financiera del país en gran parte y el factor principal de su atraso político y legislativo [...] el Chaco y La Pampa estarán más cerca de la Capital Federal cuanto menos sean como La Rioja, Catamarca, Jujuy, etc., etc.”29
Similares consideraciones aparecieron al día siguiente de que el presidente Hipólito Yrigoyen enviara al Congreso en 1919 un proyecto de ley para declarar provincia a La Pampa.30 Desde Germinal, la propuesta era rechazada, por un lado, porque se entendía demostrado que “el sistema federal, para regir los destinos de un país, no es el mejor medio para el máximum de progreso que puede adquirir” y, por el otro, porque los gobiernos de las provincias se mostraban “corroídos por todos los vicios morales y sociales, haciendo de ellas un feudo para saciar sus apetitos personales”.31 Pero el rechazo a la iniciativa se fundaba además en que, de ser aprobada, la instauración de la provincia no implicaría mejora alguna en la situación de “nosotros los más, los inmensamente más, los hacedores de la riqueza pampeana”, sino que sólo
se beneficiarán los latifundistas, terratenientes y propietarios de menor escala, porque aumentaría considerablemente el valor de la tierra [...]; los comerciantes e industriales, porque aumentaría el monto de las ventas y por consiguiente aumentarían considerablemente sus ya fabulosas ganancias; los empleados porque se crearían numerosas plazas para pasar la vida placentera de la oficina, no hacer nada y figurar en la titulada “sociedad”.32
Esta perspectiva era concorde con la sostenida desde La Vanguardia, que insistía en la imagen de las provincias como nacidas del poder patrimonial de los caudillos del siglo XIX, al mismo tiempo que atribuía el entusiasmo provincialista a lo que traería aparejado la creación de una nueva provincia: “un gobernador, dos cámaras, dos senadores y diputados nacionales, una capital y un gobierno propio, policías e innúmero ejército de empleados administrativos”.33 Si a esto además se añadía, se afirmaba desde el periódico, “que toda esta balumba de cosas sería del dominio privado y exclusivo de los interesados estancieros, propietarios de grandes extensiones en los territorios, fácilmente se comprenderá cuál es el móvil que impulsa esos entusiasmos”.34
A mediados de 1921, Yrigoyen envió un mensaje al Congreso para reiterar sus proyectos de provincialización de 1919 y para recomendar su aprobación a los legisladores.35 Para entonces, sectores ligados al radicalismo yrigoyenista se habían convertido en los protagonistas más activos de un provincialismo en el que la influencia de Luro ya se había apagado (Zink, 2014). Mientras que esos nuevos grupos anhelaban la aprobación del proyecto, los socialistas sostenían los mismos reparos que los expresados siempre. Desde Germinal se afirmaba, a poco de concluir un gobierno nacional particularmente activo en la intervención de provincias,36 que el panorama federal mostraba “el desbarajuste e incapacidad de los catorce gobiernos de las catorce provincias argentinas, [que] revelan el más elocuente y palpable fracaso del régimen provincialista tan cacareado por los politiqueros de ‘por acá’”.37 Pasado el peligro representado por el movimiento nucleado en torno a Luro, el que ahora se insinuaba provenía del “‘idealismo’ de unos cuantos jovencitos que con su inexperiencia e ingenuidad quieren llevar a La Pampa a la misma situación de miseria, esclavitud e incapacidad que predomina en las provincias de tierra adentro”.38 En el caso de Misiones, la visita de Justo a la ciudad de Posadas sirvió también para expresar la inconveniencia de hacer de la gobernación una nueva provincia.39
Pero el gobierno de Yrigoyen finalizó sin que la iniciativa fuese aprobada, como tampoco las que envió al Congreso con el mismo fin en sus últimos dos meses de gobierno.40 El ascenso de Marcelo T. de Alvear a la presidencia fue visto por los socialistas como una alentadora señal de que -como efectivamente ocurriría en su mandato- “los pomposos proyectos del Sr. Yrigoyen sobre la provincialización del Territorio [...] dormirán el sueño eterno destinado a todos los inútiles y estrafalarios proyectos del ex presidente”.41 En la medida que el nuevo gobierno mostró interés en afianzar el régimen municipal de los Territorios, lo que constituía el eje central de la política socialista hacia estos, el rumbo trazado por Alvear era juzgado más razonable que el de una provincialización repentina que llevaría a La Pampa a convertirse “en una de las tantas provincias de tierra adentro donde los gobiernos provinciales son fuentes de desgobierno, retroceso y estancamiento para el país”.42
Nada de esto impedía a los socialistas señalar que los pobladores de los Territorios se hallaban en una situación que les impedía intervenir en las elecciones presidenciales y en las parlamentarias. En la mirada de Rolando Riviére, la “mutilación” política sufrida por los ciudadanos que se radicaban en las gobernaciones se revelaba como arbitraria, en tanto los privaba de derechos electorales mientras que les mantenía la carga cívica del servicio militar.43 El cuadro resultaba más intolerable en cuanto advertía -reproduciendo argumentos de los provincialistas- que algunas gobernaciones tenían más población que ciertas provincias, o que sus porcentajes de analfabetismo eran menores a los de muchas de estas. Empero, ninguno de estos aspectos lo conducía a postular que el remedio a la situación estuviese en transformar a las gobernaciones en provincias. Antes bien, la respuesta consistía ante todo en dar a los pobladores de los Territorios representación en el Congreso nacional, aunque eventualmente reducido a una única Cámara, la de Diputados, en razón de la supresión del Senado contemplada en el programa mínimo del partido. Como en el mismo sentido se planteaba desde La Vanguardia, de lo que se trataba ante todo era de “librar a esos pueblos del peso absurdo de un mecanismo legislativo, gubernamental y judicial que no necesitan, pues basta para sus fines una amplia autonomía municipal”.44 En otras palabras, evitar que se hiciese de ellos nuevas provincias.
EL ABANDONO DE REFORMAS “UTÓPICAS E IRREALIZABLES”
En los primeros días de 1925 tuvo lugar, en Córdoba, el V Congreso Extraordinario del Partido Socialista. El propósito del evento consistía en debatir la introducción de algunas modificaciones en el programa mínimo del partido. La propuesta de reforma fue elaborada por una comisión especial designada por el Comité Ejecutivo del partido e integrada por los senadores Juan B. Justo y Mario Bravo, los diputados nacionales Antonio de Tomaso y Enrique Dickmann, y el diputado provincial Agustín de Arrieta (Partido Socialista, 1925, p. 7). Enterada ya del contenido de las reformas, La Vanguardia adelantaba a sus lectores, poco antes del inicio del evento, que en el proyecto del nuevo programa mínimo “han desaparecido las cláusulas eliminatorias del senado nacional y de los gobiernos y legislaturas de provincias que figuran en el programa actual”.45 Si bien se advertía que tales cambios “han motivado en el Partido una oposición que ha de manifestarse en los debates del próximo congreso”, los editores del periódico se mostraban optimistas acerca de la aprobación de esas modificaciones, explicando que “el Partido no excluye de su posible acción aquello que no repudia tácita o explícitamente en su programa”.46 Después de todo, sostenía La Vanguardia, “no caben en el Partido controversias sobre unitarismo y federalismo [ya que] ambos principios son igualmente nuestros”.47 Si por un lado el unitarismo venía impuesto por la evolución capitalista, que conducía a las sociedades a una “centralización más firme que haya soñado en otros tiempos el más absorbente déspota”, por el otro “los sentimientos de igualdad, la mayor aptitud local de asociarse, el anhelo de autonomía y libertad, son factores psicológicos que han dado siempre al socialismo un carácter federalista”.48 Unitarismo y federalismo eran así presentados como tendencias no antagónicas, sino complementarias. Por otra parte, en lugar de continuar propugnando la abolición del Senado, la reforma proyectada por la comisión especial proponía que los senadores fuesen electos en forma directa y que se redujese su mandato.
Pero el resultado del congreso celebrado en Córdoba no fue el esperado por la dirección del partido, al menos en lo relativo a las cláusulas comentadas. En efecto, los delegados votaron en contra de la propuesta de eliminar del programa mínimo las aboliciones del Senado y de los gobiernos provinciales. Los motivos de este rechazo fueron planteados poco antes del inicio del congreso por el socialista José Virginio Canullo, quien probablemente expresara la posición de otros militantes cuando señalaba que, mientras el programa del partido propugnaba la adopción del sistema unitario de gobierno, “algunos están dispuestos a que se inviertan los dos artículos antes citados, con la misma facilidad con que se cambia de camisa, con la misma esperanza del jugador o del aventurero que exponen todo en busca de suerte”.49 A su entender, el régimen unitario era el único capaz de asegurar, por ejemplo, que la legislación del trabajo o la creación de escuelas fuesen efectivas en toda la nación al no verse obstruidas por las autonomías provinciales. Como concluía su alegato en favor del régimen unitario, bajo este “nadie goza de una vida independiente, pero todos gozan de la misma vida”.50 En el mismo sentido, un artículo sin firma publicado en el periódico oficial del partido defendía la resolución del congreso socialista de no renunciar a la supresión del Senado, presentado como “un anacronismo y un resabio del régimen monárquico”, que en el caso argentino llevaba a comprobar que las regiones “más desiertas e incultas, reunidas, se imponen a las más pobladas, laboriosas y capaces”.51
Distinta era la posición de Enrique Dickmann, quien dos meses después de cerrado el congreso de Córdoba insistía en considerar “un error” la resolución adoptada por la mayoría de los delegados y la atribuía a la “falta de información”.52 En una serie de intercambios polémicos que publicó en las páginas de La Vanguardia y en los cuales defendía la posición de la comisión reformadora de la que había formado parte, Dickmann descubría, de seguro para sorpresa de muchos de los afiliados al partido, que “el socialismo es, en su esencia, federal”, pero que “muchos socialistas hay que prefieren la forma unitaria de gobierno [...] de esencia monárquica y aristocrática”.53 Luego de repasar los casos de varias repúblicas que contaban con un parlamento bicameral -en lo que veía un elemento a favor de la idea de reformar el Senado en lugar de abolirlo-, Dickmann sostenía que la reforma propuesta por la comisión no sólo era “útil y conducente”, sino además “que tarde o temprano el Partido Socialista de la Argentina tendrá que aceptarla si quiere colocarse en la realidad política y no se propone perseguir reformas utópicas e irrealizables”.54 La confesión de estar fuera de la realidad política fue probablemente recibida como un perjurio por no pocos miembros del partido, pero en sí misma da cuenta de que las filas dirigentes buscaban conducirlo hacia dentro de las formas políticas vigentes. Para entonces, el partido que propugnaba la abolición del Senado había pasado a ocupar dos de sus bancas -asignadas a Bravo y a Justo como senadores por la Capital Federal, en 1923 y 1924, respectivamente-, lo que planteaba una contradicción flagrante con el programa mínimo del partido, tanto más notoria en cuanto el socialismo se presentaba como la única fuerza dotada de un verdadero programa. Poco puede dudarse de que los éxitos electorales del socialismo en aquella ciudad animaron a la dirección del partido a revisar los terminantes juicios que con anterioridad había lanzado contra el Senado, para pasar a entender que no era necesario eliminarlo, sino que podía ser transformado estableciendo la elección de sus integrantes a través del sufragio popular.
En lo que respecta a la supresión de las autonomías provinciales, las razones que condujeron a la dirección del partido a renunciar a ese punto del programa mínimo respondían a la aceptación de que el objetivo excedía por mucho la capacidad efectiva del partido para concretarlo. Pero esa admisión no implicaba que la calidad provincial pasase a ser concebida como el horizonte en el que los derechos políticos de los ciudadanos se veían realizados. No sólo se trataba de que los socialistas concebían al ámbito municipal como el verdadero espacio de la vida democrática, empero obstruido cuando no cercenado por los gobiernos provinciales. También se debía a la existencia de espacios sobre los cuales se imaginaba posible promover el desarrollo de nuevas formas de organización política y administrativa superadoras de las deficiencias propias de las provincias. “Para ese trabajo práctico y experimental -se señalaba desde las páginas de La Vanguardia- se nos ofrecen los territorios nacionales”, que se encontraban “sujetos a la autoridad central” y, por tanto, eran legislados desde el Congreso nacional, donde los socialistas tenían una presencia relevante: “grandes como provincias, y animados de un vasto progreso mayor que el de varias de estas, los territorios nacionales son vasto y variado campo para la organización de los servicios locales sobre nuevos principios”.55 Si las provincias ya existentes no podían ser suprimidas, los Territorios no debían ser convertidos en otras y agravar las falencias del federalismo argentino.
El rechazo socialista a la conversión de las gobernaciones en provincias fue reafirmado en una visita que Repetto, por entonces encargado de la propaganda en el interior, realizó a Santa Rosa a finales de 1926. En un mitin de la Federación Socialista de La Pampa, celebrado en la plaza principal de la ciudad, el diputado volvía sobre los motivos desde siempre alegados por su partido en contra de esa transformación. Entre los asistentes se contaban también algunos simpatizantes provincialistas que invitaron al diputado a revisar su posición sobre el tema, sosteniendo que el cambio de estatus era la única verdadera solución a todos los problemas de la gobernación. Si bien Repetto dijo comprender “el desaliento que provoca el desequilibrio actual entre las provincias a menudo pobres y raquíticas y los Territorios ricos y pletóricos”, expresó que no había que llegar “hasta el extremo de desear la reedición de las provincias, con todo el engranaje atrasado del mecanismo federal”.56 Antes bien, en lugar de adecuarse a los “moldes arcaicos” adoptados por el país en el siglo pasado, los Territorios debían ser “el tipo de una nueva organización político-administrativa [...] sin autonomías ficticias y anacrónicas”, y mejor ajustada a las tendencias internacionales que mostraban que “la centralización administrativa constituía un fenómeno universal”.57 Para Repetto, los Territorios no necesitaban “ficciones de autonomía provincial que son el azote de los estados argentinos”, sino un régimen municipal vigoroso, la elección popular de los funcionarios territoriales y la representación en el Congreso nacional.58 Contando con tales medios, una gobernación como la de La Pampa realizaría “en pocas décadas la transformación político-administrativa de que serán incapaces con el viejo engranaje federal en una centuria las catorce provincias”.59 Ese optimismo encontraba respaldo, según Repetto, en la mayor capacidad cívica de los pobladores de los Territorios, comprobada en la conquista de gobiernos municipales por parte de los socialistas, como también por la representación por la minoría obtenida en otras localidades.60
Los socialistas radicados en La Pampa también rechazaban la transformación de la gobernación en una nueva provincia, aunque esto no implicaba conformidad con el sistema de gobierno vigente sobre los Territorios. En marzo de 1927, el periódico del centro-socialista de Santa Rosa no perdía oportunidad para señalar que “en forma inequívoca la enorme mayoría de los habitantes de las gobernaciones ha hecho saber su opinión adversa a que se le convierta en provincia”, pero al mismo tiempo sostenía la necesidad de introducir reformas a la vieja normativa de 1884 que todavía regía sobre ellos.61 En particular, se trataba de incorporar la elección popular de los gobernadores de los Territorios, aunque de inmediato se aclaraba que “no queremos gobernadores ni legislaturas por el estilo de las que existen en las provincias, refugio de parásitos y teatro continuo de escándalos de toda índole”,62 como el frustrado asesinato del gobernador de San Juan, Federico Cantoni, ocurrido pocos meses antes. Además de esa reforma, los centros socialistas pampeanos propugnaban otras como la representación parlamentaria de los Territorios, la participación de sus pobladores en las elecciones presidenciales y la ampliación de las facultades fiscales de los municipios.
Estas aspiraciones recibieron el respaldo de los delegados de los centros socialistas de los Territorios que participaron en el XIX Congreso Ordinario del partido -desarrollado en la Capital Federal en octubre de 1927, ya consumada la escisión de los independientes-,63durante el cual celebraron una reunión especial para discutir aspectos específicos de las gobernaciones. Entre las resoluciones adoptadas en tal ocasión, se incluyó una declaración relativa a los Territorios -cuya redacción había sido encomendada a los delegados Eduardo Miranda Gallino, de Resistencia, y Salomón Wapnir, de Ingeniero Luiggi-, en la que se invitaba a los organismos del partido a estudiar la situación de las gobernaciones, “cuya contribución de orden étnico, económico y social constituye un valioso y sólido aporte a la organización nacional, sin que, sin embargo, les sean reconocidos a sus pobladores los derechos de que gozan todos los ciudadanos argentinos del resto del país”.64 Los derechos a los que se aludía eran el de participar en la elección de quienes los gobernaban y el de contar con representación parlamentaria, mas no el de hacer de los Territorios nuevas provincias.
El mismo congreso socialista fue ocasión para que un dirigente de la talla de Justo manifestase su apoyo a la representación parlamentaria de las gobernaciones, pero también para que rememorase que desde los inicios de su actuación en el Congreso nacional había podido comprobar “el aspecto parasitario del federalismo argentino”, en buena parte causado porque “las provincias argentinas son el resultado del aislamiento y no expresan autonomías necesarias”.65 Además de insistir en que “el proceso de unificación y de concentración es la consecuencia directa del progreso técnico”, reiteraba que en los orígenes del federalismo argentino “no se encuentran sino autonomías ficticias y arbitrarias creadas por generales y caudillos -Ramírez, López, Quiroga- que circunscribieron las zonas de sus respectivas influencias, sin atender a las necesidades del país”.66 Todo ello conducía a una terminante conclusión: “ni por su origen, ni por su forma actual el federalismo cuenta con nuestra adhesión”.67 Este juicio, sin embargo, no impedía, según Justo, asumir “un punto de vista práctico” que determinaba que “en tanto exista el senado, será necesario trabajar por la ida de senadores pampeanos, chaqueños, etc., que contrarrestarán sin duda la influencia de los representantes designados por los ingenios”.68 Esto condujo a que el punto relativo a la abolición del Senado, que algunos delegados defendían por considerarlo “el reducto de la politiquería criolla y el lugar donde se estancan todas las buenas iniciativas”,69 fuese finalmente eliminado de la plataforma del partido. Pero de esto no se desprendía un apoyo activo a la transformación de los Territorios en provincias. Si bien, ya en el ámbito del Senado, Justo podía expresar a los demás miembros de la cámara que los legisladores socialistas no se oponían “a que se haga provincia a cualquier territorio que esté en condiciones de hacerlo”, añadiendo que podrían incluso “apoyar esa proposición si se la presenta con visos de éxito”, no dejaba de señalar que “en los territorios nos han dicho: queremos tener representación en el Congreso, pero no queremos legislaturas locales, porque comprendemos muy bien que las leyes del país pueden muy bien ser dictadas por el Congreso”.70
Como resultado del cisma de los independientes en 1927 y de la muerte de Justo a comienzos de 1928, que implicó la pérdida de su principal figura, el Partido Socialista se encontró en una situación adversa que se reflejó en la notoria reducción de su presencia en el Congreso.71 De todas formas, la actitud de los legisladores socialistas hacia la transformación de los Territorios en nuevas provincias continuó siendo de rechazo, lo que se tradujo en que ninguno de ellos formuló proyectos con ese propósito, como asimismo en que tampoco respaldaron otras propuestas planteadas con aquel fin. El concepto negativo que desde el socialismo se tenía acerca de las provincias y su vida política, no pareció más que verse ratificado en el breve segundo mandato presidencial de Yrigoyen, durante el cual tuvieron lugar hechos resonantes como el asesinato del senador mendocino Carlos W. Lencinas en 1929, que sólo podían ser contemplados como una confirmación extrema de los males que los socialistas denunciaban como inherentes a la vida política desarrollada bajo el formato provincial. Por otra parte, las páginas de La Vanguardia se mantenían como una tribuna desde la que se afirmaba que “la consecuencia más segura de la provincialización de las gobernaciones sería la cuadruplicación de los impuestos que pagan actualmente los habitantes de esos territorios”, por lo que el único rumbo positivo imaginado para estos era el de la reforma de la ley que los regía, orientación a la que el socialismo pampeano suscribía sin hesitación.72 Así, mientras los provincialistas insistían en mítines y peticiones con los que buscaban dar impulso a sus pretensiones, desde Germinal se concluía que “todo lo que se diga para abonar el argumento provincialista será vano [porque] descansa sobre falsos fundamentos”.73
La revolución de septiembre de 1930 puso fin al gobierno de Yrigoyen e implicó también la clausura del Congreso nacional, que sólo volvió a funcionar en 1932. La restauración de la vida parlamentaria trajo consigo un escenario muy distinto al que la había marcado hasta el golpe encabezado por Uriburu.74 En efecto, el nuevo parlamento no sólo acusaba la completa ausencia del radicalismo yrigoyenista -producto de la política de abstención decidida por dicha fuerza-, sino que también registraba la mayor presencia jamás alcanzada por el Partido Socialista en dicha institución. En efecto, para entonces contaba con dos senadores -ambos por la Capital Federal- y 43 diputados, en su gran mayoría electos por la Capital Federal y por la provincia de Buenos Aires (Canton, 1968, p. 52). Esto colocaba a los socialistas en el lugar de principal bancada opositora, aunque el partido adoptó entonces una postura moderada que se tradujo en una tregua en algunas de sus demandas, que en ciertos casos condujo a su abandono. Así ocurrió con la negativa socialista a la transformación de los Territorios en provincias, una cuestión en la que el partido había mantenido un permanente rechazo, pero de la que ahora pasaba a convertirse en un declarado impulsor. En los primeros meses de 1932, el grupo parlamentario del Partido Socialista resolvió abandonar la postura en favor de la representación parlamentaria de los Territorios -lo que requería de una reforma constitucional juzgada improbable-, para auspiciar en cambio la declaración de algunos de estos como nuevas provincias. La resolución fue luego aceptada por el XXI Congreso Ordinario del partido, celebrado en la Capital Federal en mayo del mismo año, que autorizó al grupo parlamentario a trabajar en aquel sentido. Al mes siguiente, Demetrio Buira, diputado por la Capital Federal pero oriundo del Territorio pampeano, formuló un proyecto por el que se declaraban cuatro nuevas provincias: La Pampa, Río Negro, Misiones y Chaco-Formosa.75 Al exponer la iniciativa, Buira señalaba “la formidable influencia del federalismo argentino, que no permitirá modificar su régimen de gobierno por los intereses creados en los distintos Estados políticos de la Nación”, y explicaba que ese reconocimiento había conducido al partido a abandonar la idea de proporcionar representación parlamentaria a los Territorios, “para darles en cambio lo que por ley les corresponde, esto es, su autonomía provincial, resolviendo, de paso, el problema de su representación y el de su derecho a participar en la designación de las más altas autoridades del país”.76 Por primera vez en su historia, el Partido Socialista impulsaba en forma activa la creación de nuevas provincias.
CONCLUSIÓN
Este giro federal del Partido Socialista podría ser entendido, con base en lo sostenido por figuras como Buira, como producto de una adecuación de la doctrina socialista a la realidad política del país, que conducía a la dirigencia del partido a reconocer el arraigo que el federalismo tenía en ella. Tal explicación presentaba a los impulsores de ese giro como unos observadores de la sociedad argentina más atentos que muchos de los socialistas de las décadas previas, que quedaban retratados como animados por convicciones tan profundas como alejadas de la realidad. Sin embargo, la renuncia del socialismo a la sustitución del régimen federal por uno de carácter unitario no podría atribuirse simplemente a la repentina adopción de una mirada más realista acerca de la forma de gobierno vigente en la república. Como pudo advertirse, un cambio en la mirada socialista acerca del federalismo argentino ya había comenzado a perfilarse hacia 1925, cuando la cúpula del partido intentó, sin éxito, retirar del programa mínimo los puntos relativos a la supresión del Senado y de los gobiernos provinciales. Aun cuando esos cambios no prosperaron en esa oportunidad -sí lo hicieron dos años más tarde-, su postulación da cuenta de que, al menos en lo relativo a la cuestión federal, las filas dirigentes se orientaban hacia una revisión programática bastante antes de 1932. Resulta poco probable que esos esfuerzos hayan obedecido tan sólo a una modificación más temprana, pero igualmente súbita, de los puntos de vista socialistas acerca del federalismo argentino. Por otro lado, no parece que ese cambio fuese visto como necesario para tomar posición ante las intervenciones federales proyectadas durante la presidencia de Alvear: la posición unitaria del partido nunca había sido obstáculo para que sus representantes en el Congreso declarasen su apoyo a una intervención, cuando se la encontraba dirigida a poner fin a un gobierno provincial vicioso, o bien su rechazo, si se la juzgaba motivada por un mero cálculo electoral o por disputas facciosas atribuidas a la “política criolla”. Tampoco podría decirse que, al aceptar la conversión de los Territorios en nuevas provincias, el socialismo buscase “darle sentido nacional a su proyecto” (Varela, 2020, p. 286), cuando en realidad no dejaba de tener una proyección nacional -presente ya en la etapa inicial del partido (Poy, 2019)- sólo por repudiar el régimen federal vigente. La imagen del socialismo como una fuerza circunscripta a la Capital Federal no sólo ha sido ampliamente cuestionada por la historiografía (Martocci y Ferreyra, 2019), sino que no se corresponde bien, por una parte, con el hecho de que se trataba de uno de los muy pocos partidos con presencia en la mayoría de las provincias y gobernaciones y, por la otra, con que durante los años aquí comprendidos era el único partido en cuyos congresos periódicos tenía lugar la representación de las agrupaciones existentes en los Territorios.
Sin desconocer los debates librados al interior del socialismo en torno al régimen federal, en los que se recogían autores y antecedentes argentinos y extranjeros, es necesario atender a los modos en que las coyunturas políticas incidieron en los momentos y en las direcciones en que se desarrollaron aquellas discusiones. Por ejemplo, el duro juicio socialista acerca del Senado como una rémora antidemocrática donde se protegían los privilegios de provincias nacidas del sable de los caudillos, se vio tensionado hacia 1913 con la incorporación a la Cámara de Del Valle Iberlucea. Al año siguiente, la idea de suprimir el Senado fue desplazada por la de reformar la modalidad de elección de los senadores y reducir la duración de sus mandatos. Una década más tarde, cuando Justo y Bravo se convirtieron en senadores, la contradicción entre esa situación y la pretensión de abolir el Senado y las autonomías provinciales, todavía contemplada en el programa mínimo, condujo a las filas dirigentes a buscar reformarlo mediante la eliminación de aquellas cláusulas. Aun si, como ya fue señalado, la propuesta fue rechazada en el congreso socialista celebrado en el verano de 1925, su propia formulación constituía un signo de la revisión que al menos la dirección del partido -y no sólo el sector encabezado por De Tomaso- estaba llevando adelante en su mirada sobre el federalismo argentino, que suponía admitirlo como un rasgo perdurable del escenario en el que debía actuar. De todas formas, no se trataba de una revisión tan profunda como para auspiciar la formación de nuevas provincias. Fue recién en 1932 cuando el Partido Socialista consumó su giro federal. En esa fecha, el grupo parlamentario, el más numeroso jamás logrado por el partido, decidió abandonar la idea de impulsar la representación de las gobernaciones en el Congreso nacional, para abrazar, en cambio, otra frente a la que hasta entonces había mantenido una constante oposición, esto es, promover la creación de nuevas provincias reconociendo como tales a un conjunto de Territorios.
Este cambio de orientación tuvo lugar en un contexto preciso, marcado ante todo por la política de abstención del radicalismo, que favoreció el crecimiento electoral del Partido Socialista, alcanzando su mayor número de escaños en los cuerpos deliberativos nacionales, provinciales y municipales, y llegando en varios casos a asumir el gobierno comunal. Los triunfos obtenidos en los municipios de algunos Territorios acaso animaron a los dirigentes socialistas a pensar en la posibilidad de que esos resultados sirviesen de plataforma para hacerse con el gobierno de las nuevas provincias, perspectiva que parecía tanto más atractiva cuanto más incierto era el retorno del radicalismo a las lides electorales y cuanto más crecía el número de centros socialistas organizados en las gobernaciones.77 Mientras que por décadas se había sostenido que la creación de nuevas provincias sólo agravaría los males del federalismo argentino, en las peculiares circunstancias de comienzos de la década de 1930 se pasaba a sostener que la provincialización constituía la única verdadera solución a los problemas de los Territorios. Por otra parte, no puede descartarse que la llegada al Congreso nacional de legisladores socialistas oriundos de los Territorios -como era el caso de Buira-, haya podido incidir en el cambio de juicio acerca de la condición de los pobladores de aquellos espacios, que pasaron de ser vistos como ciudadanos a quienes sólo les faltaban ámbitos donde ejercer sus derechos cívicos -como Justo y Dickmann explicaban en 1915-, a ser contemplados, según el diputado nacido en La Pampa, como “esclavos políticos de las catorce provincias y de la Capital Federal”.78
El propósito de estas observaciones no consiste en retratar al Partido Socialista como una fuerza política sin escrúpulos para cambiar de principios y de orientaciones según lo marcase la conveniencia de la situación política. En realidad, lo que aquellas coyunturas sugieren es que el unitarismo de los socialistas no resistió bien los éxitos electorales cosechados por el partido durante el periodo aquí estudiado. Así como su inserción en el Senado condujo a los dirigentes a revisar su juicio sobre la cámara, la significativa presencia alcanzada en los municipios de distintos Territorios a comienzos de la década de 1930, combinada con la postura abstencionista del radicalismo, alentó a las filas superiores del partido a reconsiderar su acostumbrado rechazo a la creación de nuevas provincias.
Por otra parte, el giro federal asumido entonces por el Partido Socialista no sólo da cuenta de los cambios operados, no sin polémicas, en su interior. Además, ofrece un valioso indicio del momento en que tendieron a apagarse las críticas que, al menos desde el cambio de siglo, postulaban en forma pública la necesidad de abandonar el régimen federal para adoptar uno de tipo unitario. Aun cuando los sostenedores de tales miradas acerca del federalismo argentino tuvieran muy escasa -o incluso nula- capacidad política para llevar a la práctica cambios tan radicales; se trataba de voces relevantes tanto en la vida parlamentaria como en la académica, que, como en los casos de Rivarola o de Justo, gozaban además de cierta notoriedad en la opinión pública. En este sentido, el hecho de que la opción unitaria desapareciese del horizonte programático de una fuerza política significativa, como lo fue el Partido Socialista durante el primer tercio del siglo XX, puede ser contemplado como un signo de consolidación del federalismo, entendiendo por esto el desvanecimiento de las opiniones que imaginaban deseable y posible -poco importa si con razón o no- reemplazarlo por una forma de gobierno centralizada que no reconociese ningún límite en ninguna autonomía provincial. En otros términos, el giro federal del Partido Socialista podría sugerir un momento en que el régimen federal resultó finalmente aceptado, aun si con resignación por sus críticos más tenaces, como un componente ingénito del modo en que la nación argentina se había constituido. El federalismo pasaba así, al menos desde la perspectiva socialista y por las motivaciones ya apuntadas, a ser admitido como un andamiaje jurídico y político demasiado firme como para ser desmontado por obra de un único partido, más allá de que se tratase de uno que -según creían sus simpatizantes- partía de un diagnóstico científico de los males de la sociedad argentina.
Por último, corresponde advertir que el persistente rechazo que el socialismo mostró hacia la conversión de los Territorios en nuevas provincias obliga a revisar ciertas interpretaciones según las cuales esa transformación se habría visto impedida por ciertos intereses específicos, ya fuese el de sectores terratenientes sólo motivados por el temor a los impuestos que conllevaría ese cambio de estatus, o bien el de las provincias del interior a la reducción de sus cuotas de poder, como consecuencia de la incorporación al ámbito parlamentario de los representantes por las gobernaciones devenidas provincias. Los socialistas argentinos no podían ser más adversos a los grandes propietarios rurales y no podían expresar más repulsa por el parasitismo del que acusaban a aquellas provincias, y, sin embargo, se comprometieron en forma pública, activa y duradera en rechazar la idea de hacer de los Territorios nuevas provincias. No sólo se ocuparon de expresar su negativa a través de las páginas de periódicos socialistas de circulación nacional o local, sino que también lo hicieron en mítines partidarios y en sus intervenciones en las cámaras del Congreso nacional, manifestando su desaprobación ante proyectos de ley que proponían convertir algunos Territorios en nuevas provincias. El rechazo socialista hacia la provincialización de las gobernaciones demuestra que esa posición podía no derivar de un interés económico dado -el de los grandes propietarios, si es que tenían un interés común en la materia-, como tampoco de los cálculos políticos de las provincias existentes, en especial aquellas del interior, donde los socialistas tenían a veces menos presencia que en los Territorios. Por otro lado, cabe también subrayar que la oposición socialista a la formación de nuevas provincias de ningún modo respondía a alguna consideración de los pobladores de los Territorios como incapaces para asumir el gobierno propio. Si durante casi todo el periodo comprendido en este artículo los socialistas mantuvieron un rechazo sistemático hacia la posibilidad de hacer de aquellos espacios nuevas provincias, fue en razón de una visión más amplia acerca del estado del federalismo argentino, que los llevaba a concluir que la multiplicación de gobiernos provinciales sólo podía agravar los males que ese régimen le infligía a la nación. La negativa socialista hacia la provincialización de los Territorios comprueba que el rechazo de ese cambio de estatus no puede ser tomado sin más como testimonio de una supuesta atribución de incapacidad política a sus habitantes, imputación por lo demás inexistente en el caso de los socialistas, quienes contemplaban a aquellos pobladores tan capaces como los de cualquier otro punto del país para asumir el gobierno comunal, que a su entender constituía el verdadero fundamento de la autonomía y de la democracia.