LAS OBVENCIONES PARROQUIALES Y LOS REGISTROS DE ENTIERROS
Para la Nueva España son todavía escasos los estudios sobre aranceles parroquiales como una de las estrategias utilizadas para evitar los abusos de los curas y doctrineros sobre la población y, al mismo tiempo, asegurar los ingresos necesarios para el sostenimiento de los ministros eclesiásticos sin que la real Hacienda tuviera que contribuir para ello, si bien en los últimos años han aparecido algunos trabajos al respecto (Aguirre, 2014, 2015, 2018; Taylor, 1999). Para analizar si los aranceles elaborados y aprobados por las autoridades de cada obispado fueron aplicados en las parroquias, una opción es recurrir a los registros de entierros en aquellos lugares donde el cura o su escribano tenían el cuidado de anotar en cada partida, además de la fecha del suceso y los datos del fallecido, el lugar y el tipo de exequias utilizados. De esta manera es posible establecer si los costos de los funerales celebrados coincidían con los previstos por el arancel, cuáles eran los más frecuentes y cuáles eran las diferencias entre los distintos grupos de población al momento de despedir a sus muertos.
La celebración e importancia de los ritos funerarios en los territorios de la monarquía hispana estuvo sujeta a normas y procedimientos comunes a todo el orbe católico. Desde el Concilio de Trento (1545-1563), la tradición y las autoridades eclesiásticas habían declarado que, entre los cristianos, los fieles difuntos debían ser objeto de caridad y piedad para socorrerlos con oraciones y buenas obras, cumpliendo, en primer lugar, aquellas disposiciones que hubieran dejado para sus exequias y celebraciones en sus testamentos y legados píos. En Nueva España, desde el siglo XVI, los obispos y teólogos reunidos en 1585 en el Tercer Concilio Provincial Mexicano tuvieron cuidado en subrayar que cuando hubiera bienes suficientes, debía honrarse a los fallecidos con “los oficios de misa y vigilia de cuerpo presente y más un novenario de misas rezadas en su parroquia”, y que aun aquellos que morían en la pobreza, debían recibir los sufragios para su eterno descanso, por lo que mandaban a los curas que les sepultaran gratis y “si se llevare alguna limosna no sea para derechos de enterramiento, sino para sufragios por el difunto” (Decretos, 2009, libro tercero, título 10, p. 470).
Para asegurar las honras de los que ya habían partido se decretó que, aunque se tratara de feligreses pobres, a los entierros debía asistir “por lo menos uno de los curas”, tan pronto como fuera llamado, bajo pena de cuatro pesos aplicados para limosna de misas por las almas de purgatorio. Para estos funerales de pobres se mandaba a los curas que tuvieran siempre dos cirios para la ceremonia y que cuidaran de que siempre hubiera alguien que acompañara el cuerpo e hiciera la sepultura (Decretos, 2009, libro tercero, título 10, p. 470). En consonancia con las disposiciones tridentinas, en los decretos del Tercer Concilio Provincial Mexicano, fue declarada como obligación fundamental de los párrocos la asistencia a enfermos graves y moribundos, sin importar el lugar donde se hallaran, ni la hora del día o la noche en que fueran llamados para prestarles auxilio espiritual (Decretos, 2009, libro tercero, título 2, p. 402).
Los ritos relacionados con los últimos momentos de la vida de un cristiano se iniciaban con la extremaunción e incluían también la confesión y comunión. El Concilio de Trento había ratificado el carácter sacramental de la extremaunción, por lo que todo aquel cristiano que la rechazara incurría en pecado (El sacrosanto, 1855, p. 165). Este sacramento se administraba, según la doctrina tridentina, a los enfermos, principalmente a los que parecieran hallarse ya en el fin de su vida, y en el caso que el enfermo convaleciera habiéndolo recibido ya, podría ser socorrido con ese mismo auxilio cuando volviera a encontrarse en peligro de muerte (Venegas, 1731, p. 205). Para comprobar que los pastores acudían puntualmente con la extremaunción a sus feligreses, se ordenó anotar en las partidas de entierros si el difunto la había recibido. Sin embargo, en las parroquias de las Indias, llevar los santos óleos y confesar a los moribundos resultaba a menudo una tarea complicada, por la gran extensión que tenía cada una y porque los feligreses no residían sólo en la cabecera y unos pocos pueblos, sino dispersos en gran número de ranchos y caseríos a veces alejados o en parajes de difícil acceso. De aquí que se volviera común que los eclesiásticos aprovecharan esa misma ocasión para administrar la comunión o santo viático y los santos óleos a los enfermos, dejando consignado en el acta respectiva si el difunto había recibido ambos sacramentos y, en caso de no haber sucedido así, la razón que lo había impedido.
La sepultura eclesiástica estaba considerada como el enterramiento de un cadáver en el espacio especialmente señalado y bendecido por la Iglesia, acompañado de ciertos ritos, ceremonias y preces para consuelo de los vivos y utilidad de los muertos (Venegas, 1731, pp. 319-320). De esta manera, la Iglesia integraba en un todo a sus fieles aun después de su muerte, al extender hasta la tumba el cuidado de sus restos y conjuntarlos en una trinidad compuesta por la Iglesia militante, la Iglesia purgante y la Iglesia triunfante. Más todavía, no sólo cuidaba de los restos mortales del cristiano, sino que también elevaba al cielo oraciones por el descanso del alma. “Apenas muere el cristiano, cuando la Iglesia le dedica sus preces: tanto debe el sacerdote atender al humilde ataúd del indigente, como al soberbio túmulo del potentado. Además de orar en cada defunción por el alma del finado, la Iglesia ha dedicado una conmemoración general al descanso de los incontables habitantes del sepulcro” (Diaz, 1868, p. 119).
Tal postura se justificaba al declarar que la Iglesia rodeaba los sepulcros de respeto y honor para hacer comprender al hombre que era santo hasta en sus mismas cenizas y recordarle que no todo estaba muerto en la tumba. Este era el significado de la bendición de los cementerios y uno de los compromisos de los ministros eclesiásticos era acompañar a todos los fieles con sus oraciones.
Quienes habían vivido cristianamente tenían derecho a que sus restos mortales descansaran dentro de los límites de sus capillas, templos, atrios y demás lugares dedicados a cementerios, generalmente en las inmediaciones de conventos, hospitales y colegios. Las iglesias de los pueblos de indios, los cementerios parroquiales y algunos otros recintos sagrados estaban considerados “exentos” y, por tanto, los párrocos no podían exigir cantidad alguna por abrir allí una sepultura. Por mandato canónico el entierro debía tener lugar en la parroquia del difunto, a excepción de los casos en que se localizara en otra parte el sepulcro familiar, que existiera disposición testamentaria del difunto para ser llevado fuera de la parroquia o que el fallecimiento hubiera ocurrido en un lugar tan distante que volviera difícil el traslado del cuerpo (Donoso, 1864, t. III, p. 472).
Puesto que la sepultura eclesiástica suponía la calidad de miembro de la Iglesia, esta no podía concederse a los infieles, a los herejes, a los cismáticos, a los excomulgados, ni a los que, omitiendo el cumplimiento de las obligaciones religiosas, hubieran dado prueba de su indiferencia respecto a la comunidad eclesiástica. Además, por vía de pena, el derecho cristiano negaba la posibilidad de ser enterrados en sus camposantos a los suicidas, a los muertos en torneos y desafíos, a los usureros públicos y a los ladrones y saqueadores de iglesias, declarando que no sería buen ejemplo, ni decoroso para la Iglesia el honrar la muerte de quien en vida había desdeñado su comunión.
ARANCELES PARROQUIALES
El sostenimiento del clero en las Indias planteó diversos problemas a la corona desde época temprana. Inicialmente los monarcas se comprometieron a evangelizar a sus nuevos súbditos y los primeros misioneros recibieron su apoyo para viajar a las Indias para comenzar esa tarea, pero tan pronto los conquistadores empezaron a recibir uno o varios pueblos en calidad de encomiendas, la manutención de los frailes pasó a manos de los encomenderos, en tanto que los indios tuvieron que asumir las tareas de construcción de conventos e iglesias, contribuían con maíz y otros productos de sus tierras y les prestaban servicios que iban desde el cuidado de las iglesias hasta la preparación de la comida, de tal forma que, a mediados del siglo XVI, la aportación de la corona se limitaba a la ayuda para aceite y vino (Morales, 2010, p. 50)
Si bien las primeras órdenes religiosas que llegaron a Nueva España lograron cercanía y cierta libertad, con los pueblos de indios que atendían para alcanzar acuerdos que les permitían obtener lo necesario para su sobrevivencia y la realización de sus labores de evangelización, resolver las cuestiones relativas al sostenimiento de la Iglesia en Indias planteó mayor complejidad a medida que los obispados se fortalecieron como pilares de la misma y aumentó el número de parroquias a cargo del clero secular. Felipe II tuvo una política más favorable para la Iglesia diocesana y para limitar las contribuciones de la real Hacienda a gastos eclesiásticos, tanto de los regulares como de los seculares. A ello estuvieron dirigidas medidas como la real cédula de 1574, que ordenó que todos los curatos se convirtieran en beneficios eclesiásticos que sólo podrían ser ocupados por designación real y sometió las doctrinas, hasta entonces en manos de los superiores de cada orden, a la autoridad de los obispos. Se imponía así el proyecto de una Iglesia diocesana secular al que debían sujetarse las órdenes religiosas.
A la disminución de las aportaciones de la real Hacienda se sumaban el declive de la población india y una recaudación de diezmos todavía tan escasa, que las catedrales se resistieron a compartir con los curas la porción de la renta decimal, conocida como los cuatro novenos que las Leyes de Indias habían establecido correspondía a los párrocos (Recopilación, 1774, libro I, título XVI, Ley 23), razones que urgían a buscar otras opciones para asegurar el sostenimiento de los párrocos nombrados por los obispos. El problema era menor en las doctrinas a cargo de las órdenes religiosas, pues cada una había establecido acuerdos con los pueblos a su cargo para que les proporcionaran limosnas, bienes y servicios que les permitieron mantener sus conventos y actividades, según las circunstancias de cada región. De esta manera las doctrinas no dependían económicamente del obispo ni de las catedrales y mantuvieron una postura contraria a imponer a los indios el pago del diezmo sobre todos sus productos, lo que necesariamente afectaría el sistema que ya estaba establecido.
La diversidad de circunstancias que revistió el avance hispano tanto hacia el norte como rumbo al sur y las diferencias demográficas y económicas entre unos obispados y otros, dificultaron mucho el establecimiento de disposiciones generales en el contexto de un orden jurídico caracterizado por la diversidad de cuerpos y la pluralidad de derechos, así como por el reconocimiento del uso y la costumbre como principios de derecho. A través de las disposiciones de la corona y de los concilios provinciales de 1555 y 1565 se delinearon distintas vías por las cuales la población debía contribuir a ese fin, entre las que destacaba la contribución que los pastores podían pedir a los feligreses por la administración de algunos sacramentos (bautismo, matrimonio) y por la celebración de entierros y misas, contribuciones que recibieron el nombre de obvenciones parroquiales. Si bien se reconocía la necesidad de que los clérigos tuvieran ingresos suficientes para mantenerse, las autoridades reunidas en esas ocasiones se preocuparon también por detener las exigencias desmedidas tanto de clérigos como de frailes hacia los indios, cuyas quejas se presentaban con frecuencia. En 1585, el Tercer Concilio Provincial Mexicano reconoció la necesidad de formalizar la tasación que los españoles debían pagar por la administración de los sacramentos y con ello se avanzó hacia la elaboración de los primeros aranceles, pero no pudo dejar de lado la complejidad y diversidad de circunstancias que presentaba cada una de las diócesis y determinó permitir que cada obispo aprobara las adaptaciones necesarias dentro de un modelo que se apoyaba más en las aportaciones de los fieles, sin descartar otras fuentes (Aguirre, 2014, p. 41). En este marco, cada diócesis buscaría diferentes fórmulas para el sostenimiento de un número creciente de parroquias seculares (Aguirre, 2015, pp. 200-201). Aunque los indios estaban exentos de contribuciones por la administración de sacramentos según la ordenanza del patronato, en la práctica siguieron sujetos a limosnas y pagos en especie y servicios (Rubial, 2013, p. 261).
En la década de 1630, tanto en el arzobispado de México como en el obispado de Guadalajara se elaboraron aranceles de derechos parroquiales con el fin de que sirvieran de guía en los lugares donde el uso y la costumbre no hubieran resuelto el tema de las recaudaciones para el sustento del párroco y sus vicarios o tenientes (Taylor, 1999, p. 193). Tales tasaciones no podrían sustituir la multiplicidad de arreglos, acuerdos y complementos que los feligreses de cada lugar habían establecido por consenso y por costumbre entregar a sus párrocos, pero se convertirían en la norma a seguir en caso de no llegar a un acuerdo entre las partes, situaciones que se presentaban en forma de quejas de los indios o de feligreses de otras calidades acerca de las exigencias de algunos pastores. En la diócesis de Durango se elaboraron por lo menos cinco aranceles durante el siglo XVIII, pero las denuncias de la población por abusos de los curas para la celebración de entierros fueron frecuentes, lo mismo que los reclamos de los clérigos por la falta de ingresos suficientes para su manutención en parroquias lejanas y de escasa población, según lo ha documentado Dimas Arenas Hernández (2022, pp. 10-15) .
Para el siglo XVIII los ingresos de los curas y de sus asistentes incluían un abanico muy amplio de fuentes que iban desde las primicias,1 el pie de altar, el manípulo, la domínica y las obvenciones o derechos por la administración de sacramentos, además de otros pagos en servicios y especie (Aguirre, 2015, pp. 221-225). Así, el manípulo, común en el arzobispado de México, consistía en una colecta periódica de una suma de dinero entre hombres adultos y viudos que había llegado a sustituir otros pagos por dinero, bienes y servicios (Taylor, 1999, p. 188). En cambio, en muchos pueblos era más común la domínica, cantidad moderada que los indios estaban obligados a entregar después de la misa de cada domingo. Una parte se entregaba al celebrante y el resto podía dedicarse a la fábrica material de la iglesia. Junto a estas prácticas, muchos pueblos seguían proporcionando trabajo y alimentos a sus ministros al acarrear agua, moler maíz, cocinar y hacer reparaciones en las casas curales, así como al proporcionarles caballos o mulas para transportarse dentro y fuera de la feligresía (Taylor, 1999, p. 192). El crecimiento demográfico y económico que caracterizó a algunas regiones del territorio novohispano durante al último siglo virreinal debió influir para que, en medio de tal diversidad, la recaudación directa por concepto de los bautismos, matrimonios y entierros que celebraban los curas, así como por las misas dominicales y de días de fiestas en las cabeceras y otras localidades, se convirtieran en la fuente de ingresos más importante, tanto en la arquidiócesis de México como en la diócesis de Guadalajara (Taylor, 1999, p. 193).
Al revisar los aranceles novohispanos se observa que, desde los más antiguos, el bautismo era el sacramento por el que se pedía una contribución más baja, mientras que matrimonios y entierros aparecían tasados con cantidades más altas y en todos los casos se establecían diferencias según el grupo o calidad de que se tratara: español, indio, mestizo y, según el tipo de ceremonia que se solicitara, teniendo siempre en cuenta que era obligación del cura beneficiado y de sus asistentes -denominados tenientes-, proporcionar el pasto espiritual a los fieles sin llevar ninguna cantidad a cambio en los casos de indios y pobres que así lo ameritaran. En consecuencia, el sacerdote no podía exigir ningún tipo de recompensa material por acudir a ungir a un enfermo, pues ello formaba parte de las obligaciones inherentes a su ministerio,
Primeramente, los dichos curas beneficiados, sus doctrineros y sus vicarios, visiten como son obligados, a sus feligreses enfermos todas las veces que por ellos fueren llamados y les administren los Santos Sacramentos, sin llevarles por dichas visitas y administración derechos alguno; y a los que murieren pobres de solemnidad los entierren de limosna (Colección de los aranceles, 1857, p. 25).
Dentro de estas disposiciones generales coexistió una diversidad de prácticas en relación con el oficio de difuntos y la sepultura de un cadáver, cuando estaban sujetos a una obvención que debía cobrar la parroquia, con la excepción ya mencionada de los casos de feligreses muy pobres, a quienes no debía pedirse nada a cambio de esos servicios.
LOS FUNERALES EN EL SIGLO XVIII
Durante el periodo virreinal las exequias revestían gran importancia para deudos y familiares, quienes se esforzaban por celebrarlas con la solemnidad y el decoro que les permitían sus posibilidades, aunque a menudo buscaban opciones para eludir parte de los gastos, depositando los restos en lugares sagrados no controlados por las parroquias, en los que no se tenían que cubrir todos los derechos. Devoción y economía debieron conjugarse en las ciudades y villas donde existían iglesias de conventos, hospitales y colegios, para que estos lugares se volvieran espacios muy solicitados para funerales, al grado que, en 1665, el arzobispo de México publicó un edicto para prohibir a rectores y capellanes celebrarlos por su cuenta, lo mismo que cantar misas, vigilias, novenarios, honras, “cavos de año”, ni otros actos funerales, si no fuera con intervención de los curas o sus tenientes.2 Es probable que estas prácticas fueran comunes en otros obispados novohispanos y en todos debieron causar preocupación a la autoridad eclesiástica porque, de generalizarse, eran varias las posibles consecuencias. Por una parte, las actas en el libro parroquial, en las que los curas estaban obligados a registrar los datos de cada uno de los fieles enterrados, no reflejarían la realidad, ni en cuanto a número de difuntos, ni en cuanto al cumplimiento de los eclesiásticos para auxiliar al enfermo, y tampoco en lo respectivo a los ingresos que correspondían a cada uno de los ministros de la parroquia por la celebración de los entierros. Fallaría así uno de los instrumentos esenciales para evaluar el celo y desempeño de los párrocos. Por otra parte, no menos importante, estaba la cuestión de los derechos parroquiales que los deudos evadían al utilizar una iglesia distinta donde no existían las mismas contribuciones, lo que dejaba al curato sin la percepción de unos ingresos importantes para completar su renta anual.
Aparentemente, la práctica de celebrar exequias fuera de las parroquias no cesó, pues, en 1732, los curas de El Sagrario de la ciudad de México presentaron de nuevo sus quejas al respecto y pidieron al arzobispo Vizarrón y Eguiarreta se volviera a imprimir el edicto de 1665, petición que fue concedida renovando las penas de excomunión mayor, más 20 pesos de oro común, al capellán de la iglesia conventual, hospitalaria o colegial que incurriera en esa falta, y con orden de colocar el edicto en todas las sacristías de esas instituciones igual que en la catedral. Sin embargo, diez años más tarde, los funerales en conventos y hospitales no sólo seguían celebrándose, sino que se habían vuelto práctica común, al grado que los párrocos de El Sagrario acudieron de nueva cuenta al arzobispo y señalaron como prueba el hecho de que, en los últimos tiempos, no pasaban de diez o doce los registros de párvulos en el libro de entierros, situación inverosímil en una feligresía tan numerosa, todo esto debido a que los familiares preferían enterrarlos en esos lugares sin dar cuenta al cura y sin pagar los derechos establecidos. El provisor de la diócesis, Francisco Gómez de Cervantes, expidió entonces un edicto declarando que todos los entierros de párvulos o adultos debían tener lugar con intervención y noticia de la respectiva parroquia y que, en ningún caso, debían los titulares de monasterios, hospitales o colegios, dar sepultura a un difunto sin licencia y consentimiento de su legítimo párroco, so pena de excomunión y, al mismo tiempo, insistía en la caridad que debía guiar a los pastores “confiando como confiamos del piadoso celo de dichos curas, el que en fuerza de su misma obligación usarán (como siempre lo han ejecutado) con los que constaren ser pobres de su acostumbrada caridad, sobre que a mayor abundamiento le reencargamos la conciencia”.3
En la diócesis de Guadalajara, el obispo Francisco de Rivera y Pareja (1618-1630) había elaborado y publicado un arancel de españoles, mulatos y lobos al que los prelados del siglo XVIII seguían haciendo referencia cuando se presentaban quejas sobre cobro de derechos, y algunas fuentes muestran que los pueblos de indios del obispado mantenían también la práctica de contribuir en especie a cambio de algunos servicios religiosos. En dichas parroquias no regía el arancel, sino la costumbre, lo que podía generar controversias de las que hasta hoy se tienen pocas evidencias, excepto por los mandatos concretos de los obispos para corregirlos, estableciendo los montos precisos a los que ambas partes debían apegarse. Sabemos, por ejemplo, que en 1741, mientras practicaba la visita pastoral, el obispo Juan Gómez de Parada (1735-1751) se preocupó por dotar de arancel a los feligreses del norteño Real de San Gregorio del Mazapil.4 Las visitas pastorales eran también ocasiones para que el prelado revisara la correcta anotación de las partidas de entierro en el libro correspondiente y castigara cualquier omisión de parte del cura, que era el responsable de llevar el registro de todos los bautismos, matrimonios y entierros celebrados. Así ocurrió en el pueblo de Zapotlán, donde Gómez de Parada encontró partidas en blanco y ausencia de notas marginales en esas tres series, lo que sancionó con multa de 150 pesos para el párroco, mientras en la feligresía de Tepatitlán fijó 50 pesos de multa al titular, por no haber asentado los registros en el libro de entierros desde 1738 hasta 1740.
Hay evidencias de que, en la primera mitad del siglo XVIII, los conflictos entre los pueblos y sus pastores por pagos en especie se seguían presentando en algunos lugares de la zona sur del obispado de Guadalajara. Este tipo de aportaciones provocaba recelos a los obispos y era también una oportunidad para llamar a que ambas partes se apegaran a lo establecido por el arancel y avanzar así hacia la desaparición de otros sistemas. Al respecto, dan cuenta las quejas que se presentaron en el mismo pueblo de Zapotlán sobre el cobro de derechos, así como el caso de los indios de Tuxcacuesco, en el curato de Autlán donde, décadas después, la situación no había cambiado, pues el cura, de la orden franciscana, mantenía las mismas prácticas por las que “dan servicio cada semana de su turno doce reales en plata, diez pollos y un real de huevos, un real de frijoles y un real de pescado, una [f]anega de maíz y una tequis [sic] para que muela y que [por todo ello] solo dejan de pagar el arancel del entierro”.5
La presencia de estas recaudaciones en el obispado de Guadalajara amerita un análisis más detenido para conocer con precisión la extensión y montos que alcanzaban y el porcentaje que representaron en los ingresos parroquiales.
LOS ARANCELES DE MÉXICO (1767) Y GUADALAJARA (1802)
Para la segunda mitad del siglo XVIII, y en el espíritu reformista de la época terminar con los cobros indebidos de los curas párrocos a sus feligreses fue una de las preocupaciones centrales del arzobispo Francisco Antonio de Lorenzana y Buitrón, lo que le llevó a la elaboración, en 1767, del “Arancel para todos los curas de este Arzobispado fuera de la ciudad de México”, como una de sus primeras tareas al frente de la mitra. En el documento, el prelado señala que el arancel hasta entonces vigente, con antigüedad mayor a un siglo, resultaba tan confuso “que, en lugar de servir de regla fija, antes es ocasión de controversia entre los párrocos y sus feligreses”, por lo que proponía:
cortar las raíces de los pleitos, en cumplimiento de nuestra pastoral obligación, y proveer juntamente del más claro e invariable método con el que los ministros que no gozan más rentas, ni diezmos que los derechos parroquiales tengan lo decente para su congrua sustentación y sea también útil a los pueblos, después de haber visto con madurez el citado arancel, sus declaraciones y demás papeles concernientes.6
Lorenzana (1767) | Guadalajara (1802) | |||||||
Población | Tipo entierro | Cura y ministros | Cantores | Cura y ministros | ||||
Españoles | Cruz alta | Doce pesos cuatro reales | Cuatro reales | Ocho pesos cuatro reales, más cuatro pesos por vigilia, más cinco pesos por misa cantada | ||||
Cinco pesos más en otra iglesia del lugar | Cinco pesos más en iglesia distinta a la cabecera parroquial | |||||||
Párvulo español seis pesos | ||||||||
Cruz baja | Seis pesos cuatro reales por adulto | |||||||
Párvulo español cuatro pesos | ||||||||
Con pompa | Diez pesos | Seis pesos, además de la cruz alta | ||||||
Un peso más a cada clérigo acompañante | Si hubiere posas, reducir derechos a cuatro pesos por cada una | |||||||
Siete pesos más ofrenda por misa de difuntos | Un peso | Tres pesos cada doble solemne [de campanas] | ||||||
Cuatro pesos por cruz y ciriales | Cuatro pesos por responso en casa del difunto tras el entierro | |||||||
Cinco pesos por vigilia más dos pesos si hay ministro | Un peso | Párvulo español igual que adulto | ||||||
Procesión | Cuatro pesos por párroco o ministros, cruz y ciriales | |||||||
Haciendas | Cuatro pesos si el párroco va por el cadáver y un peso por cada legua si son más de cuatro leguas. | |||||||
Misa novenario | Cinco pesos y seis pesos si es con ministro | Un peso | ||||||
Mestizos y mulatos | Cruz alta | Ocho pesos | Seis reales | Siete pesos cuatro reales | ||||
(e indios | Párvulo cinco pesos cuatro reales | |||||||
laboríos | Pompa | Igual que los españoles | Igual que los españoles | |||||
en Guad.) | Párvulo igual que los españoles | |||||||
Esclavo | Seis pesos | Cuatro reales | No aparece | |||||
Cruz baja | Cuatro pesos | Cuatro reales | Cinco pesos cuatro reales y una vela con obligación de aplicar una misa por el difunto | |||||
Párvulo tres pesos cuatro reales | ||||||||
Misa cuerpo presente | Cinco pesos más cuatro pesos si es con vigilia | Seis reales | ||||||
Vigilia | Un peso más un peso a cada ministro | |||||||
Misa novenario | Cinco pesos | |||||||
Indios de pueblo | Tres pesos si es adulto en su parroquia y dos pesos si es párvulo | Cuatro reales | ||||||
Dos pesos más si va el cura al pueblo donde murieron | Un peso | Un peso más al párroco o su ministro, desayuno y comida | ||||||
Cruz baja | Dos pesos cuatro reales con obligación de aplicar una misa por el difunto | |||||||
Párvulo dos pesos | ||||||||
Cruz alta | Cuatro pesos cuatro reales | |||||||
Párvulo cuatro pesos | ||||||||
Pompa | Mitad de derechos de españoles | Ocho pesos más que cruz alta, misa y vigilia, más tres pesos a ministros | ||||||
Párvulo nueve pesos | ||||||||
Misa cuerpo presente | Tres pesos más un peso si es con vigilia | Cuatro reales más tres reales si es con vigilia | Si piden posas dos reales cada una | |||||
Misa de año | Cuatro pesos | Cuatro reales | ||||||
Mozos de hacienda | Tres pesos por adulto, trayendo el cadáver a la iglesia y dos pesos por párvulo | 4 reales adulto y párvulo | ||||||
Tres pesos más dos pesos por entierro en la iglesia del pueblo o hacienda inmediato al lugar de la muerte | ||||||||
Misa requiem | Tres pesos más un peso si es con vigilia | Cuatro reales más tres reales si es con vigilia | ||||||
Pobres de solemnidad | Sin derechos y que sean enterrados con cruz baja |
Fuente: Arancel para todos los curas de este Arzobispado fuera de la ciudad de México, 1767. AHAM, México; Arancel común de este obispado de Guadalajara, comprensivo de Reales de Minas, castas y de indios matriculados, 1802 (Colección de los aranceles, 1857).
El arancel fue aprobado por las autoridades del reino que expidieron la real provisión para su publicación el 24 de julio de 1767, en la que se señalaba el propósito uniformador que se perseguía
con el fin de evitar disputas, que cualesquiera costumbre que haya en los pueblos en orden a la paga de derechos, sólo podrá subsistir de aquí en adelante con el mutuo consentimiento de los párrocos y feligreses, pero que faltando el de alguna de las dos partes se han de arreglar precisa y puntualmente al arancel, sin que pueda darles derecho alguno la costumbre, para que así queden desterrados los muchos pleitos que el pretexto de ella ha causado hasta aquí.7
Así, al mismo tiempo que se ratificaba la primacía de la costumbre y el consenso local, se proponía una línea como principio uniformador, carácter que ha sido resaltado por varios autores (Taylor, 1999, p. 33). Si bien la intención del arzobispo era avanzar hacia la uniformidad mediante el arancel, la extensión de algunas de las prácticas más comunes, como la entrega de sínodos, que era importante en Oaxaca, los múltiples arreglos entre feligreses y pastores, así como la capacidad negociadora de clérigos y frailes con la población, serían algunos de los principales obstáculos para que se lograra tal propósito. El propio Lorenzana tendría oportunidad de constatar esta realidad cuando, en el Cuarto Concilio Provincial Mexicano, convocado por él mismo, los obispos defendieron la existencia de un régimen de contribuciones y derechos parroquiales para cada diócesis. En el arzobispado de México el nuevo arancel fue cuestionado por un gran número de parroquias, cuyos feligreses no estaban dispuestos a abandonar fórmulas y costumbres que llevaban casi dos siglos utilizando para mantener a sus pastores (Aguirre, 2018, pp. 54-55). A pesar de numerosas impugnaciones y de que muchos pueblos utilizaron las nuevas disposiciones en contra de sus curas, el arancel de 1767 se extendió a otras diócesis donde fue utilizado como punto de partida para tasar las obvenciones parroquiales. Aunque Guadalajara no fue la excepción en el uso del Arancel de Lorenzana a finales del siglo XVIII, el derecho de cada obispado para definir las vías de sustento para los curas, de acuerdo con las condiciones de su población y el tamaño de sus feligresías, llevaron a que, en diciembre del año de 1802, se reuniera una comisión nombrada especialmente para formular un nuevo arancel. En general, este siguió como modelos los de México y Valladolid, aunque fijando tasas más bajas en casi todos los rubros, y fue aprobado para su aplicación en 1809 (Colección de los aranceles, 1857, pp. 45-57). Una de las ediciones que encontramos y dan cuenta de la vigencia del último arancel del periodo virreinal corresponde a 1836, cuya portada señala que se trata de la reimpresión del autorizado en 1809 (Arancel para el cobro, 1836), misma que volvería a publicarse en la Colección de los aranceles de 1857. La estructura del documento se apega a la que se presentaba en las versiones del siglo XVII y que se mantuvo también en el de Lorenzana, señalando el monto que correspondía a cada grupo de la población según su calidad: españoles, mestizos, mulatos, indios de pueblo e indios laboríos.
Bajo el título de Arancel común de este obispado de Guadalajara, comprensivo de Reales de Minas, castas y de indios matriculados que para la debida uniformidad han formado por especial comisión del Illmo. Sr. Obispo de esta Diócesis, los curas diputados para ello, congregados en el pueblo de Jalostotitlán, se establecieron los derechos a cubrir por los entierros, iniciando con el de cruz baja, una categoría que no aparece en el Arancel de Lorenzana, excepto para los “mulatos y gente de color quebrado”. Si bien este era el tipo de ceremonia que estaban obligados a celebrar los curas para todos los feligreses que no tuvieran recursos, ignoramos si se registraron entierros de cruz baja entre los españoles e indios en la arquidiócesis de México. Otra diferencia entre las dos disposiciones es la ausencia de los cantores en la tasación de 1802. Nos preguntamos si en los funerales neogallegos había perdido importancia la música y el canto como parte de la liturgia, pues no hay una sola mención a indios cantores, siempre presentes en Lorenzana. Además, mientras este separaba a mestizos y mulatos de los indios laboríos, el arancel de Guadalajara reunió a estos tres grupos en una sola categoría y los sujetó a los mismos montos.
Así pues, los entierros de cruz baja no están presentes en la tasación de 1767, excepto para los mulatos, y por lo que se refiere a las repúblicas de indios en el centro novohispano, sólo tenían la opción de pagar tres pesos por el entierro de un adulto, que se reducían a dos cuando se trataba de párvulos o bien al solicitar una ceremonia con pompa, que implicaba seis pesos, y dos reales a los que se tendrían que sumar tres pesos más si se celebraba misa de cuerpo presente, y en tal caso habría que añadir el pago para los cantores. En el obispado de Guadalajara, en cambio, había dos posibilidades: el entierro con cruz alta por el que la parroquia recibía cuatro pesos y medio, reduciendo sólo medio peso cuando se trataba de párvulos, y el entierro con cruz baja por el que se debían entregar dos pesos y medio, e incluía la obligación de que el ministro celebrante aplicara una misa por el descanso eterno del difunto.
El entierro mayor se celebraba con la participación del párroco y otros ministros que debían ir revestidos con los ornamentos que se utilizaban en liturgias solemnes, como capas o dalmáticas, para acompañar el cuerpo del difunto en procesión hasta el lugar del entierro, precedidos por insignias como la cruz alta, que se colocaba sobre una pértiga, y dos ciriales que eran llevados por otros eclesiásticos o por sacristanes y monaguillos. La formalidad de esas ocasiones era subrayada por la presencia de cantos y música sacra, lo que requería la presencia de cantores y organista o músicos cuyos servicios debían ser retribuidos por los deudos. En cambio, para un entierro menor, el párroco o el eclesiástico participante no estaba revestido con capa, se utilizaba una cruz sin pértiga o cruz baja y el oficio era rezado.
En los dos aranceles quedó establecido que cuando los deudos solicitaran un ceremonial más elaborado, debía incluirse también una misa y la celebración de una vigilia para rogar por el alma del difunto. Así, el entierro que los neogallegos denominaron “con pompa y extraordinaria solemnidad”, que implicaba la presencia de ministros revestidos, ciriales y acompañamiento de varios eclesiásticos, cuyos derechos ascendían a seis pesos, implicaba además otros quince pesos con cuatro reales que importaba la celebración con cruz alta, misa y vigilia, así como una vela de mano a cada ministro y pago por separado a cada uno de los eclesiásticos con sobrepelliz8 que asistiera. Aunque el monto para cada uno de ellos no queda determinado, es probable que fuera un peso a cada uno, tal como se establecía en la arquidiócesis de México.
En los últimos apartados del Arancel de Guadalajara aparecen algunas cantidades no mencionadas antes, que incidían directamente en el costo que podían alcanzar los funerales, por ejemplo los derechos de sepultura en el tramo del presbiterio de las iglesias, fijado en veinte pesos; “la pira o mesas que los interesados piden, a más de la tumba regular”, en tres pesos; los ciriales en dos pesos, de los cuales cuatro reales serían para los monacillos (monaguillos); un peso por el acetre9 y otro si se pedían capas dalmáticas.10 Igualmente, si se solicitaba procesión, la fábrica parroquial debía recibir un peso por cada insignia que se solicitara (cruz parroquial, ciriales, incensario, etc.) en el caso de españoles, mestizos, mulatos, negros e indios laboríos o cuatro reales si se trataba de indios (Colección de los aranceles, 1857, p. 57).
La comparación entre los dos aranceles debe partir de reconocer la distancia temporal que media de 1767 a 1802, así como el hecho de que las últimas décadas del siglo XVIII se caracterizaron por una elevación general de los precios (Van Young, 1989, pp. 115-116). Teniendo esto en cuenta, se aprecia que los costos en la diócesis de Guadalajara siempre fueron menores que los establecidos en el Arancel de Lorenzana. Es así que los derechos para los indios de Guadalajara por un entierro sin solemnidad alguna, tasados en dos pesos y medio, resultaban más bajos que en la arquidiócesis, donde estaban tasados en tres pesos, aunque podían llegar a igualarse si se pedía pompa, dependiendo siempre del monto final del número de ministros acompañantes, ciriales, procesión, etc. El texto del arancel deja ver una intención de reducir las obvenciones para los feligreses neogallegos, como sería el caso del párrafo inicial, referente a los españoles que solicitaban un entierro con cruz baja, a quienes se debía cobrar seis pesos y medio, que concluye con la indicación: “Ciñéndose a esta cantidad y no a la que hasta aquí se ha cobrado de siete y medio pesos” (Colección de los aranceles, 1857, p. 46).
En ambos obispados se mantiene alguna presencia de ofrendas como parte del intercambio entre feligreses y clérigos. Así se observa que, en los entierros con pompa, Lorenzana establecía que los ministros que acompañaran al celebrante debían recibir un peso, o bien “cuatro reales y una vela de cera buena de a tres en libra”, mientras que los neogallegos debían entregar, además de la cantidad señalada, “una vela de mano” en todos los entierros de cruz baja y los de cruz alta, misma que en la ceremonia con pompa debía recibir cada uno de los ministros (Colección de los aranceles, 1857, pp. 46-49). Las ofrendas siguen presentes en las dos jurisdicciones en aquellos casos que solicitaban misa de cuerpo presente, a cuyos derechos se debía agregar una donación en proporción al caudal que hubiera dejado el difunto, pero que no podía bajar de dos pesos ni exceder los diez.11 En las observaciones finales el arzobispo Lorenzana insistía en
Que la ofrenda de los entierros se haya de arreglar y ajustar con las partes a proporción de los bienes y caudal del difunto, con tal que no exceda la del más rico y acaudalado de la cantidad de 100 pesos, de suerte que nunca se pueda subir de ella y se irá bajando y arreglando la ofrenda con la moderación que pareciere justa, y que las mismas partes pudieran conseguir en su ajuste y especialmente en el caso de que se les quiera figurar o atribuir más caudal que el que realmente tuvieren. Pero si no teniendo caudal se enterraren con pompa deberán contribuir precisamente con 10 pesos para la ofrenda.12
A los derechos hasta aquí mencionados había que agregar el costo de la sepultura, así como la porción de suelo donde se depositaban los restos. El que un difunto pudiera descansar en tierra bendecida, es decir en un “camposanto”, implicaba un aumento en los gastos de sus deudos. En la tradición cristiana occidental los cementerios se localizaban en el mismo terreno de las iglesias, y los muertos seguían compartiendo así el espacio sagrado con aquellos a quienes todavía no llegaba su hora. La localización de las tumbas variaba: las iglesias se consideraban divididas en cuatro tramos para efectos de los pagos por sepulturas: en el primero, el más inmediato a las gradas del presbiterio, 20 pesos por la fábrica, el siguiente, siguiendo rectamente el cuerpo de la iglesia, diez pesos, el tercero cuatro y el último un peso, quedando reservado el presbiterio para los sacerdotes y ordenados in sacris, quienes debían pagar los mismos veinte pesos establecidos para el primer tramo.
La división del suelo de las iglesias por tramos y la asignación de costos por rotura de sepulcro en cada uno de ellos fue también objeto de atención para las autoridades diocesanas de la segunda mitad del siglo XVIII. Quizá el mejor ejemplo de ello resulta el “Arancel de los entierros que se hacen en el Sagrario”, elaborado en la capital virreinal en 1770, que incluye un plano para delimitar cada tramo del recinto de acuerdo con el costo de los sepulcros.13
Como en otros aspectos, tanto la separación de los espacios de las iglesias, como los costos de cada uno, presentaban variaciones entre las diócesis. Mientras en Guadalajara y en México parece haber cierta similitud, el obispado de Durango aplicó una escala diferente en la que los deudos debían cubrir 50 pesos para depositar los restos mortales junto a las gradas del altar y en la última categoría situaba el cementerio, generalmente en las afueras del edificio eclesiástico, donde los costos no rebasaban los doce reales (Arenas, 2022, p. 12)
Lugar | Derechos | |
En iglesia exempta, en pueblos de indios y cementerios comunes | Sin derechos | |
Españoles | Cuatro pesos de las gradas del presbiterio a medio cuerpo de la iglesia | |
Veinte reales de medio cuerpo a la puerta de la iglesia | ||
Mulatos y gente de color quebrado | Doce reales de medio cuerpo de la iglesia para abajo |
Fuente: Arancel de los entierros que se hacen en El Sagrario, 1770. AHAM, México.
EL IV CONCILIO PROVINCIAL MEXICANO
La discusión sobre la separación que debía hacerse entre los sacramentos de eucaristía y extremaunción, cuando ambos se administraban conjuntamente a un enfermo, fue debatida por el IV Concilio Provincial Mexicano celebrado en 1771, declarando los obispos que la necesidad se imponía para hacerlo así en los pueblos, haciendas y ranchos distantes de las cabeceras parroquiales y en las ciudades grandes, donde el criterio que debía prevalecer era el del mayor bien espiritual de los enfermos.14 Quedaba aceptada así una práctica que desde los siglos anteriores se puede observar en los libros de la mayoría de las parroquias ubicadas fuera de las capitales diocesanas, donde las actas señalaban casi siempre: “se administraron los santos óleos, confesión y eucaristía”.
En el libro III, título XIII, los padres conciliares determinaron que era propio del oficio de los párrocos y de la caridad cristiana el dar sepultura y hacer el oficio de difuntos sin llevar derechos cuando se tratara de un pobre y que lo contrario causaría escándalo por no justificarse, ni ser lícito que los curas o sus vicarios dilataran los funerales por causa de la miseria o porque no les hubieran pagado por anticipado lo establecido por el arancel. “Que unos podrán pagar enteramente, otros querrán pompa, otros no tendrán para todos los derechos y otros nada, sino deudas, y los ejemplares de retardar por este motivo dar sepultura pasadas veinticuatro horas, es una mancha y borrón en la fama y crédito del párroco.”
La obligación de que los feligreses fueran sepultados en la parroquia de su adscripción no quedó establecida en las disposiciones conciliares. En cambio, se ratificó con toda claridad que el párroco o su vicario debían celebrar los entierros, revestidos de capa, con la cruz y acompañamiento, y llevando dos luces, así se tratara “del más pobre indio”, ya que, insistían, también ellos eran cristianos y prójimos a los que debía darse ejemplo de que la religión católica es suave a todos. En el parágrafo segundo se trasluce algo de lo que era práctica común, cuando se les pide
y no permitan en caso alguno que los cantores de ellos hagan solos el entierro por huir de que se les estreche a la paga de derechos de entierro, y la experiencia enseña que cuanto más exaspere un párroco a los indios tanto más rehúsan estos pagarles sus emolumentos, aun cuando pueden, y así tenga siempre el primer lugar la caridad que no les faltará lo temporal” (El cardenal Lorenzana, 1999, Concilio IV Mexicano, libro III, título XIII).
Asistir a los indios en casos de enfermedad o amenaza de muerte fue considerado por el Concilio como una de las tareas esenciales de los párrocos. Por ello señalaba que era “abuso intolerable no llevarles el viático cuando estaban enfermos, aun cuando habitaran en pueblos distantes”, pues a los indios debía asistirse con tanto o mayor cuidado que a las demás personas, “y así los curas irán a confesar y llevar el viático a los indios enfermos como si fuera a los españoles más ricos” (Zahino, 1991, p. 16) En consecuencia estableció penas o multas de 25 pesos, que se dividirían por partes iguales a la fábrica de la iglesia, al denunciador y a los pobres, además de suspensión en el oficio por dos meses, por cada vez que un párroco faltara a esta obligación, mientras que, si fuera otro sacerdote el que se negara a acudir en caso de necesidad, el castigo sería establecido al arbitrio del obispo (El Cardenal Lorenzana, 1999, Concilio IV Mexicano, libro III, título III).
El IV Concilio Provincial Mexicano confirmó también la prohibición de levantar sepulcros de piedra o madera por encima del pavimento o suelo de las iglesias y estableció multas para aquellos curas que permitieran tales construcciones. En el mismo espíritu de la época pidió a los párrocos que cuidaran que sus feligreses no celebraran convites, ni realizaran gastos superfluos, recordándoles que el verdadero modo de honrar a los difuntos era rogar a Dios por ellos.
REGISTROS DE ENTIERRO EN UNA PARROQUIA DEL OBISPADO DE GUADALAJARA
Uno de los propósitos de los aranceles era asegurar ingresos suficientes para la manutención de los curas. El otro, eliminar conflictos entre estos y sus feligreses, especialmente en los casos de párrocos de indios, para que no pudieran exigirles cantidades y bienes o servicios injustificados por la administración del pasto espiritual. Contar con nuevos aranceles en la segunda mitad del siglo XVIII también debería contribuir a facilitar los objetivos fiscalizadores de la corona de conocer mejor los ingresos de cada parroquia. Las autoridades de cada diócesis disponían de diversos medios para saber el monto que obtenían los curas, el principal eran los libros de bautismos, matrimonios y entierros, así como los libros de fábrica y cofradías donde se registraban las cantidades que, de manera particular y corporativa, entregaban los fieles por las celebraciones eucarísticas y la administración de sacramentos. De aquí que el interés por la correcta inscripción de los datos en las partidas de entierros fuera compartido por autoridades civiles y eclesiásticas, como lo demuestran las llamadas de atención continuas de los obispos para que no hubiera omisiones al respecto (Becerra, 2020, pp. 40-42). Una reglamentación tan extensa y cuidadosa debió producir una gran cantidad de información que hoy podría constituye una fuente de interés para distintos propósitos en aquellos lugares donde se conserva y que ha sido poco utilizada con fines de investigación. La frecuencia con la que los feligreses solicitaban un tipo de entierro para sus familiares puede ser observada a través de las fuentes parroquiales en la medida que las anotaciones se volvieron más completas a consecuencia del interés de las autoridades y por la necesidad de llevar cuentas claras, especialmente en aquellos lugares donde eran varios los eclesiásticos que atendían a los fieles.
Con este propósito se ha reunido evidencia del curato de Jalostotitlán, en el obispado de Guadalajara, ubicado en la región hoy identificada como Los Altos de Jalisco. Esta fue una de las parroquias creadas desde el siglo XVI para atender la evangelización de varios pueblos tecuexes y cazcanes de la frontera chichimeca como San Gaspar, Mitic, Teocaltitan, San Miguel (actual San Miguel el Alto) y San Juan (actual San Juan de los Lagos), ubicados sobre la cuenca del río Verde y sus afluentes. Desde fecha muy temprana se establecieron vecinos no indios en estancias y labores mercedadas a españoles donde se asentó también un número importante de población de origen africano, mientras que la presencia de laboríos en puestos y ranchos no fue muy común (Becerra, 2015, pp. 58-65). Para el siglo XVII, Jalostotitlán se había convertido en uno de los curatos más poblados y extensos del obispado, cuyos ingresos anuales alcanzaban los 2 000 pesos.15 El crecimiento demográfico que caracterizó a la región en el siglo XVIII llevó a que, en 1768, el obispo Diego Rodríguez de Rivas observara las dificultades para la administración de sacramentos a los 10 842 feligreses distribuidos en seis pueblos y 107 rancherías, y propusiera su división, atendiendo a las indicaciones que la corona había enviado a todos los prelados de Nueva España para mejorar la administración y control de las parroquias. Para ello hubo que considerar factores demográficos, políticos y, no menos importante, económicos. El primer paso sería la revisión de los libros de bautismos, casamientos y entierros, a partir de los cuales las autoridades diocesanas calcularon que se podía proceder a poner un cura en el pueblo Nuestra Señora de San Juan, hasta entonces ayuda de la parroquia de Jalostotitlán. Interesaba, en primer lugar, asegurar que, tras la división, el nuevo curato tuviera ingresos por 2 000 pesos, después de pagar 300 pesos a cada uno de los tres tenientes que se consideraban necesarios para atender a toda la feligresía, asegurando así el sustento del cura párroco y los demás gastos necesarios para el funcionamiento del curato.16
Una vez concluidos los autos y procedimientos que implicaba la modificación de un territorio parroquial, el 2 de diciembre de 1768, la Real Audiencia otorgó su consentimiento para la división. A partir de ese momento quedaron a cargo del cura beneficiado cuatro repúblicas de indios, además de la cabecera que seguía ubicada en el pueblo de Jalostotitlán, y cerca de 200 puestos, ranchos y algunas haciendas, dispersos hacia los cuatro puntos cardinales. En la nueva situación, durante el quinquenio comprendido entre 1771 y 1775, se registraron en la feligresía 1 020 actas de entierro en las que se anotó el lugar y tipo de sepultura, las cuales se han comparado con las 1 633 encontradas para el quinquenio 1821-1825, cuando suponemos que se estaba aplicando el arancel de 1802.
Lo primero que se observa es la existencia de mayor complejidad de la esperada al aparecer en estas partidas categorías no contempladas por los aranceles. En primer lugar, destaca la importancia y permanencia de un tipo de funeral, el entierro menor, que aparece consignado en todos los volúmenes revisados. Es notoria también la desaparición de los entierros denominados de cruz baja, que fueron los más comunes durante el primer periodo observado y que, probablemente, pudieron quedar asimilados a los entierros menores17 del siglo XIX, aun cuando se trata del concepto que no aparece ni en el Arancel de Lorenzana ni en el de Guadalajara. Estos entierros menores, con costo de 20 reales, presentes en ambos periodos, corresponden a los casos en que el cadáver era sepultado en el interior de la iglesia y no en el cementerio, por tanto, los deudos debían cubrir dicha cantidad por la “rotura de tierra”, suma que no se entregaba al eclesiástico celebrante, sino que se destinaba a la fábrica de la parroquia.18
Mientras que la proporción de entierros de limosna aumentó notablemente en el siglo XIX, la de aquellos que implicaban ceremonial más elaborado y mayor costo disminuyó. El contraste entre los dos periodos es notorio y podría ser un indicador de que los ingresos de los eclesiásticos no aumentaban en la segunda década decimonónica al mismo ritmo que lo habían hecho a finales del siglo XVIII, sobre todo si se considera que para esa época eran cuatro personas las que compartían las obvenciones que los fieles pagaban por las honras fúnebres, el párroco y tres tenientes de cura. Un trabajo con base en la información registrada en las actas de entierros respecto al tipo de funeral realizado y el nombre del celebrante permitiría comprobar si para los presbíteros que atendían la feligresía de Jalostotitlán alcanzaban los 300 pesos anuales de ingresos como se ha encontrado en otras feligresías (Arenas, 2022, p. 5).
Menor | 20 reales | Cruz baja | Mayor | Humilde | Limosna | s. d. | Total | |||||||||||
Españoles | 1771 | 23 | 35 | 37 | 4 | 1 | 100 | |||||||||||
1772 | 10 | 52 | 26 | 4 | 8 | 100 | ||||||||||||
1773 | 8 | 18 | 28 | 40 | 1 | 4 | 100 | |||||||||||
1774 | 19 | 38 | 39 | 4 | 100 | |||||||||||||
1775 | 11 | 15 | 24 | 46 | 4 | 100 | ||||||||||||
1821 | 2 | 51 | 9 | 4 | 35 | 100 | ||||||||||||
1822 | 60 | 10 | 29 | 2 | 100 | |||||||||||||
Total | 3 | 27 | 26 | 3 | 11 | 2 | 100 | |||||||||||
Indios | 1771 | 15 | 3 | 20 | 1 | 4 | 56 | 100 | ||||||||||
1772 | 16 | 5 | 32 | 7 | 1 | 39 | 100 | |||||||||||
1773 | 22 | 2 | 15 | 1 | 4 | 56 | 100 | |||||||||||
1774 | 16 | 4 | 10 | 3 | 3 | 64 | 100 | |||||||||||
1775 | 15 | 1 | 15 | 8 | 6 | 54 | 100 | |||||||||||
1821 | 70 | 0 | 0 | 1 | 11 | 17 | 100 | |||||||||||
1822 | 63 | 1 | 1 | 21 | 15 | 100 | ||||||||||||
Total | 36 | 2 | 11 | 3 | 9 | 39 | 100 | |||||||||||
Mulatos | 1771 | 6 | 38 | 44 | 3 | 9 | 100 | |||||||||||
1772 | 6 | 36 | 36 | 3 | 12 | 6 | 100 | |||||||||||
1773 | 4 | 45 | 29 | 2 | 14 | 6 | 100 | |||||||||||
1774 | 7 | 29 | 50 | 0 | 14 | 100 | ||||||||||||
1775 | 6 | 34 | 34 | 3 | 17 | 6 | 100 | |||||||||||
1821 | 10 | 90 | 100 | |||||||||||||||
1822 | 38 | 62 | 100 | |||||||||||||||
Total | 5 | 36 | 33 | 1 | 19 | 5 | 100 |
s. d.: sin datos.
Fuente: Libros de entierros, vols. 3, 9-10. Libros de entierros de San Miguel, vols. 1-3. Archivo de la Parroquia de la Asunción, Jalostotitlán, Jalisco, México.
Al observar los ritos funerarios según la calidad de los difuntos, sólo se puede incluir el primer quinquenio observado y los años de 1821 y 1822 en el segundo periodo, porque, tras la consumación de la independencia, desaparecieron de los registros las menciones de español, mestizo, indio, y todos los demás grupos. En los siete años en que es posible cruzar calidad y tipo de entierro se observa que eran los españoles los que solicitaban con mayor frecuencia que los funerales se celebraran con presencia de varios ministros, cruz alta, misa, procesión e insignias correspondientes a la mayor solemnidad y costos. En el conjunto de todos los españoles registrados, 31% corresponden a entierros mayores y, dentro de estos, la mayoría aparecen mencionados con el calificativo de “don” o “doña”, y en algunos casos dejaron capellanías o legados píos. Otro tercio de los vecinos hispanos tuvo entierros menores de 20 reales y de cruz baja, mientras que 11% fue sepultado de limosna.
Entre los indios la distribución de los registros resulta menos clara. De 1771 a 1775, 39% de ellos no señala la ceremonia utilizada, podría suponerse que se trata de personas enterradas en las iglesias de sus respectivos pueblos y, por tanto, exentas del cobro de derechos. De aquellos con información completa, poco más de un tercio correspondió a entierros menores y sólo 9% fue enterrado de limosna. Mientras que en el siglo XVIII, la mayoría de los indios eran enterrados al interior de las iglesias de los pueblos y de la cabecera parroquial, al llegar el nuevo siglo se volvió común el uso de los cementerios en todos ellos. Sólo una décima parte de los difuntos indios fue honrada con pompa, como es el caso Diego Placencia, indio principal de Jalostotitlán19 sepultado en 1772, el de Pedro Jerónimo Gallardo, cuya partida registra una ceremonia celebrada “con especial solemnidad” en 1775 en San Miguel (actual San Miguel el Alto)20 o el Andrés Bernachi, indio matriculado21 de la cabecera parroquial, fallecido en 1821. Todos de los integrantes de este grupo que tuvieron funerales con cruz alta, tanto varones como mujeres, eran casados o viudos, con sólo tres excepciones en los que se trató de entierros de párvulos.
Llama la atención el aumento de funerales de cruz baja y de limosna entre los indios en 1821 y 1822. Aun cuando la información incompleta de las actas de los primeros años observados dificulta una comparación certera, podría ser el reflejo de una mayor dificultad de este sector de la población para cubrir los costos correspondientes a exequias solemnes que incluyeran misa, cantores y la presencia de varios clérigos, como eran los entierros mayores o de cruz alta. Es cierto que también entre el resto de la población parroquial disminuyeron los funerales más gravosos, al tiempo que se volvieron más frecuentes los de limosna, que entre los hispanos pasaron del 4% en el quinquenio de 1771 a 1775, a más de una tercera parte en los dos últimos años del virreinato.
En el primer periodo observado, tres de cada cuatro mulatos fueron registrados con entierros menores, mientras que sólo un tercio pagó por una sepultura en la iglesia parroquial y un quinto de sus registros corresponden a entierros de limosna. Sus circunstancias en los momentos finales de la vida muestran una mayor precariedad económica, sin contar con los privilegios que gozaba la población india. Aunque siempre fueron quienes tuvieron mayor porcentaje en entierros de limosna, hacia finales del periodo virreinal la mayor parte de los pobladores de origen africano en la parroquia era despedida de la vida terrenal como María, párvula del pueblo de San Miguel, hija natural de Gertrudis y de José María Flores, con entierro menor, de limosna, en el cementerio ubicado a las afueras de iglesia de la localidad.
Las actas de entierro muestran también un cambio importante en cuanto al lugar de entierro entre los dos periodos observados. Mientras que en el más temprano prácticamente no hay menciones a los cementerios y las autoridades diocesanas se preocupaban más por reglamentar los espacios destinados a la sepultura en el interior de las iglesias, en las dos últimas décadas del siglo XVIII, nuevas teorías sobre las causas de las enfermedades y las frecuentes alzas de la mortalidad que se presentaron en la década de 1780 en todos los obispados novohispanos, influyeron para que desde la monarquía se emprendieran iniciativas para sacar los cementerios de los lugares de reunión y construir espacios dedicados a sepultar los restos mortales fuera de las ciudades y pueblos. A pesar de las dificultades iniciales que esto implicó y de la resistencia de la población, para la década de 1820 en el curato de Jalostotitlán, una tercera parte de los cadáveres eran depositados en esos espacios. Ilustración y nuevas ideas médicas sobre los procesos de salud y enfermedad, combinados con las terribles experiencias de las epidemias que se presentaron, debieron influir también en este cambio.
CONSIDERACIONES FINALES
Los registros de entierro y los aranceles establecidos para cada obispado constituyen herramientas valiosas para la comprensión de la compleja dinámica parroquial en los años finales del periodo virreinal en los obispados americanos, cuyo análisis aún está pendiente. La diversidad característica de las extensísimas diócesis en las Indias, que comprendían tantos curatos pingües, con población numerosa capaz de mantener con sus obvenciones a varios eclesiásticos, lo mismo que feligresías poco pobladas y más pobres, donde se generaban situaciones que rebasaban la capacidad de negociación entre pastores y feligreses por la escasez de ingresos para los párrocos y que a menudo exigieron la intervención del obispo.
De acuerdo con la información proporcionada por los aranceles y los registros parroquiales analizados, cuando no se solicitaba un entierro de limosna, los feligreses de la arquidiócesis de México debían desembolsar mayores cantidades que los de la diócesis de Guadalajara para despedir a sus muertos. A pesar de estar inmersa en un contexto de incremento de precios, en esta última jurisdicción eclesiástica, la tasación de 1802 se mantuvo por debajo de las erogaciones señaladas en 1767 por el arzobispo Lorenzana para la población de todas las calidades, incluidos los indios, lo que abre nuevas interrogantes respecto a los ingresos y el sostenimiento del clero en las distintas regiones novohispanas.
Los registros eclesiásticos de Jalostotitlán confirman que este fue un destino reconocido por los clérigos de la diócesis de Guadalajara por su capacidad de proporcionar ingresos suficientes y donde, hasta ahora, no se han encontrado quejas que refieran falta de pagos por la administración de sacramentos o la celebración de funerales, como ocurría en otras zonas. Jalostotitlán llegó al siglo XIX con un número suficiente de habitantes para mantener un párroco y varios asistentes. Aun así, los registros de entierros sugieren que la población pagaba menos por concepto de honras fúnebres entre 1821 y 1825 que 50 años atrás, y que la antigua costumbre de sepultar los cadáveres en el interior de las iglesias había empezado a modificarse, haciendo cada vez más frecuente el uso de los cementerios parroquiales.
Mayor | Menor | Cruz baja | Menor 20 reales | Humilde | Limosna | Total | ||||||||
1771 | 29 | 16 | 68 | 41 | 8 | 219 | ||||||||
1772 | 20 | 14 | 69 | 25 | 10 | 177 | ||||||||
1773 | 39 | 28 | 57 | 44 | 13 | 234 | ||||||||
1774 | 30 | 19 | 55 | 32 | 13 | 209 | ||||||||
1775 | 30 | 20 | 45 | 25 | 13 | 181 | ||||||||
Total | 148 | 97 | 294 | 167 | 57 | 1 020 | ||||||||
1821 | 6 | 78 | 31 | 2 | 53 | 188 | ||||||||
1822 | 7 | 117 | 50 | 1 | 97 | 301 | ||||||||
1823 | 10 | 56 | 69 | 2 | 106 | 311 | ||||||||
1824 | 12 | 22 | 72 | 8 | 181 | 412 | ||||||||
1825 | 3 | 50 | 53 | 7 | 210 | 421 | ||||||||
Total | 38 | 323 | 275 | 20 | 647 | 1 633 |
Fuente: Libros de entierros, vols. 3, 9-10; Libros de entierros de San Miguel, vols. 1-3. Archivo de la Parroquia de la Asunción, Jalostotitlán, Jalisco, México.