INTRODUCCIÓN. EL GÉNERO COMO PROBLEMA HISTORIOGRÁFICO
Lo que aquí presento es una aproximación historiográfica sobre el problema de género en la historia del Movimiento Armado Socialista en México (MASM), y debido a la amplia producción me limitaré a incluir sólo algunos estudios que considero representativos para comprender el problema del androcentrismo y de la invisibilización o exclusión de las mujeres en la historia del MASM.
Como hombre, considero pertinente enfocar la mirada, pues esta investigación pretende recuperar los aportes de las historiadoras que han trabajado con un enfoque de género. Sin embargo, las discusiones aquí desarrolladas estarán atravesadas no sólo por un interés historiográfico, sino también por una preocupación personal, con una fuerte resonancia social, pues tal como se pregunta Luis Fernando Gutiérrez (2016, p. 147): “¿podemos, los varones, producir conocimiento científico desde una condición corporal diferente a la hegemonizada en clave generizadamente masculina?”.
En este punto, es importante que repensemos y pongamos a debate la forma en que los hombres asumimos nuestro quehacer historiográfico, que pensemos desde dónde colocamos los discursos y las narrativas históricas con el fin de visibilizar la subordinación y dominación de las mujeres como un problema histórico central, y evaluar si nuestro trabajo está legitimando al arquetipo viril1 o, por el contrario, es posible coadyuvar a construir un conocimiento del pasado reciente que contribuya a generar una sociedad más justa e igualitaria.
Cuando hablo de la historiografía del MASM y del problema de género no me refiero solamente a los enfoques conocidos como la historia de las mujeres o la historia de género, sino que al situar al género como un problema historiográfico, incorporo el análisis de algunas investigaciones que intentaron dar una visión global del fenómeno de la insurgencia armada, pues el propósito es evidenciar que esas versiones tienen un “sesgo masculino”, que radica en proponer una historia donde los hombres tienen el protagonismo y las mujeres son borradas, menospreciadas, invisibilizadas o puestas como un elemento accesorio (Scott, 1996, p. 77).
En América Latina, desde la década de 1980, surgieron como subcampos la historia de la familia, la historia de la vida privada, la historia de las mentalidades, la historia social, la microhistoria europea y la historia cultural, así como la historia de la sexualidad y otras corrientes historiográficas apoyadas en el posestructuralismo o el posmodernismo. En ese contexto, los estudios de la mujer se consolidaron como campo interdisciplinario y el género se volvió un concepto clave para desarrollar una historia sexuada. Desde entonces cobró fuerza el estudio de lo femenino y lo masculino como ámbitos sociales, culturales, políticos y económicos (Lux y Pérez, 2020, p. 8; Ramos, 1992, p. 8; Vaughan, 2009, p. 39).
La historia de las mujeres aparece como una resonancia de las luchas feministas, al tiempo que se nutrió de un contexto donde se valoraba estudiar a los “grupos sin historia”, a los grupos minoritarios, los subalternos, los olvidados que estaban ausentes de la historia tradicional. Ello favoreció la publicación de trabajos históricos que visibilizaban a las mujeres. En un principio se escribía de las mujeres “excepcionales” y se tendía a mostrar su opresión y sometimiento, cuestión que posteriormente fue criticada por proponer un discurso que las victimizaba (Ramos, 2005, p. 2; 1996, p. 165). Como lo propone Michelle Perrot (2009), “la historia no es la de la infelicidad de las mujeres más que la de su felicidad. Las mujeres son actrices de sus historias…” (p. 145).
Visibilizar a las mujeres fue, sin duda, un buen comienzo, pero un esfuerzo insuficiente, pues el discurso historiográfico se inclina por encajonar a las mujeres como un apéndice de la historia. Se cuestionó a las historiadoras feministas por supuestamente “ideologizar la historia” (Smith, 2022, p. 16; Tuñón, 2002, p. 382), pero lo cierto es que ellas cuestionaron las bases que sostenían a la historia androcéntrica, evidenciando que el hombre, como supuesto sujeto universal, estaba construido con base en los hombres viriles y hegemónicos, los cuales no pueden presentarse como representativos de toda la sociedad. Este enfoque desmintió la supuesta neutralidad y objetividad de la historia tradicional (García, 2002, p. 202; Moreno, 1986, p. 26; Scott, 1996, p. 75).
Es pertinente atender la advertencia hecha por Georges Dubby y Michelle Perrot (1993, p. 5), sobre cuidarse de pensar que las mujeres son objeto de la historia en tanto tales, pues ellos sugieren una “historia de las relaciones, que pone sobre el tapete la sociedad entera, que es historia de las relaciones entre los sexos y, en consecuencia, también historia de los hombres”. Esto significa romper con las idealizaciones y construcciones monolíticas de los “héroes históricos” de los “monumentos de bronce”, de esos arquetipos históricos que son naturalizados como seres hipersexualizados (exaltación de su virilidad) o asexuados.2
Ya en la década de 1990, en Europa, Estados Unidos y también en México, se debatió sobre un tránsito de la historia de las mujeres a la historia de género (Fernández et al., 2006, p. 15). Hubo claridad sobre la necesidad de hacer una reescritura de los relatos canónicos, la deconstrucción de categorías y conceptos históricos, por lo que, desde entonces, se plantearon líneas de investigación en torno a la identidad, la subjetividad; además, se consideró pertinente repensar las jerarquías y al poder desde el género (Blasco, 2020, p. 149). En América Latina el planteamiento de Joan Scott respecto a trabajar el problema de género de manera transversal, condujo a un abordaje transdisciplinar y a una reconstrucción histórica que cuestionó las concepciones binarias como “naturaleza/cultura, público/privado, producción/reproducción e incluso masculino/femenino” (Lux y Pérez, 2020, p. 11) y, desde otras disciplinas, se buscó “la desnaturalización de todo lo que atañe a mujeres y hombres en tanto que sujetos de género” (Castañeda, 2006, p. 41).
Por su parte, en México, las historiadoras, buscando las voces de las mujeres, arrojaron luz sobre el problema de ¿hasta dónde es posible acceder a las memorias y experiencias de ellas? Frida Gorbach (2008) explica que hubo entonces un choque violento de discursos y pregunta: “¿es que documentar las experiencias de las mujeres en el pasado es suficiente para cambiar la forma de pensar y escribir la historia?” La autora advierte que limitarse a añadir mujeres a la historia no resuelve el problema del androcentrismo histórico, es decir, que “aun con mujeres, la historia oficial permanece inconmovible” (p. 153).
Así pues, no basta con hacer una recuperación testimonial o empírica de la existencia de las mujeres, sino extrañarnos de los métodos, las categorías y conceptos que usamos. Por ello, en primer término, en vez de acumular una abrumadora masa de documentos y datos empíricos sobre las mujeres, es fundamental reflexionar en el terreno teórico, específicamente, en “los significados dados por sentado” (Gorbach, 2008, p. 149).
Las historiadoras feministas han formulado importantes preguntas sobre el problema de la invisibilización de las mujeres, sugiriendo hacer una recolocación epistémica. Al respecto, Ana Lidia García (2002) cuestiona: ¿por qué y cómo las mujeres se vuelven invisibles para la historia cuando de hecho fueron actores sociales y políticos en el pasado? (p. 200). Sobre esto, la autora advierte que no se debe a “una conspiración malvada de ciertos historiadores masculinos”, sino que alerta sobre un problema de construcción del conocimiento y de método: el enfoque público-céntrico que sitúa el escenario público como el de mayor peso en los procesos políticos, así como en el fenómeno del poder, erigiéndose como un rasgo principal de la historia tradicional que deriva en una narrativa androcéntrica.3
Otro aspecto es la periodización centrada en las coyunturas y acontecimientos públicos, que muchas veces no funciona cuando se toma en consideración a las mujeres (Scott, 1996, p. 79), pues se relegan los ritmos y puntos de ruptura de la agencia de las mujeres, las estructuras que muchas veces nos remiten a procesos de mediana o de larga duración. Así, Ana Lau Javen (2015, p. 33) propone considerar el tiempo de las mujeres fuera de los ciclos políticos tradicionales, y reestructurar los ordenamientos cronológicos a partir de la inclusión de nuevas temáticas como la maternidad, el maternaje, el trabajo doméstico y la sexualidad. En este sentido, Ana Lidia García (2002) reconoce dos tendencias de las historiadoras: una que retoma los cortes temporales tradicionales, pero manteniendo como centro la historia de las mujeres.
Es importante anotar que coincido más con la segunda tendencia que propone la utilización de “tiempos en femenino”, “que en muchos sentidos son distintos a los masculinos porque se centran no solamente en el tiempo y en el espacio, sino en el lugar que las mujeres ocupan en el contexto geográfico e institucional” (García, 2002, p. 210). Por otra parte, el tiempo de las mujeres “no transcurre según los mismos ritmos, ni es percibido de la misma manera que el de los hombres” (Maïté Albistur citada en Bock, 1991, p. 2). La periodización no es monolítica ni arbitraria, sino que debe responder a la heterogeneidad de los agentes sociales, a la diversidad y heterogeneidad en las cronologías de los mismos sexos, dependiendo de la clase social y la pertenencia étnica.
Las teóricas e historiadoras feministas discutieron largamente sobre la categoría de mujer, y “en su sentido de sujeto unitario, el término “mujer” resultaba socavado por la propia insistencia feminista en el cuestionamiento a la naturaleza de dicho sujeto” (Ergas, 1993, p. 535), de ahí que surgiera una crítica al interior del movimiento y pensamiento feministas, pues las teóricas de las periferias del mundo cuestionaron la hegemonía y prácticas colonialistas de quienes entendían a las mujeres desde “occidente”. Se despertó un fuerte cuestionamiento al discurso colonialista inherente a los países anglosajones y potencias imperialistas, fracturando la idea de las mujeres como un grupo homogéneo. Fue por ello que cobró fuerza la idea de entender a las mujeres en función de un momento histórico dado (Lau, 2015, p. 30; Ramos, 2005, p. 4).
Existen tres vertientes historiográficas que usan el concepto de género como poder, como representación o como opción (Fernández et al., 2006, p. 12). En este sentido, es importante señalar que la historia de género emergió con una gran riqueza de perspectivas teóricas, alimentada por un conjunto de categorías articuladas entre sí. Como contribución metodológica feminista se propuso la interseccionalidad con el fin de situar a las mujeres en su contexto histórico, social y político específicos, en concordancia con la articulación del género con la clase, la etnia y la raza (Davis, 2005; Nash, 1988, p. 18). El uso de otros conceptos como el de patriarcado, el de masculinidades, el de agencia, hegemonía, identidad de género e ideología de género, dispositivos de poder o de colonialidad, son algunos de los más representativos en la historia feminista latinoamericana, estadunidense y europea (Lux y Pérez, 2020; Blasco, 2020).
EL MASM Y EL SESGO ANDROCÉNTRICO
Frente a la rica producción historiográfica de la historia de las mujeres y de la historia de género, me interesa apuntar que la historiografía del MASM parece estar suspendida en el tiempo, ralentizada, pues los ecos del movimiento feminista, su vigoroso y legítimo reclamo presente con fuerza en México desde los años ochenta, que pugnaron por espacios en los que las mujeres aparecieran en la historia, no lograron repercutir ni dejar logros importantes, pues no cambió la manera en que la mayoría de historiadores, y también algunas historiadoras, pensaron la insurgencia armada y la contrainsurgencia.
De hecho, la historia tradicional con su “sesgo masculino”, “grandes héroes” o “tiranos”; con la exaltación de los atributos y valores viriles, énfasis en los espacios públicos y victimización de las mujeres, sigue vigente. Y, como si aún flotáramos sobre discusiones pasadas, las mujeres siguen percibiéndose como una “esfera aparte”, como una temática o enfoque que principalmente es trabajado por historiadoras. En este sentido, la historiografía del MASM no es un fenómeno atípico, sino más bien un reflejo de la norma, pues la historia como disciplina histórica y como oficio profesional nació como un espacio predominantemente masculino donde, por mucho tiempo, el racismo, el etnocentrismo, el clasismo, la discriminación y la subordinación de las mujeres (primero como “ayudantes”, luego como “amateurs” y, a partir de los años sesenta, como historiadoras profesionales), acataron y reprodujeron una serie de reglas, métodos y enfoques androcéntricos (Smith, 2022, p. 18).
Me interesa sintetizar el anterior panorama en el siguiente cuestionamiento: ¿por qué las mujeres debieran estudiarse como “una especialidad” o como “un compartimiento” dentro de los estudios del MASM y no como un elemento constitutivo de la insurgencia armada que cruza transversalmente todas las áreas del conocimiento histórico? Asimismo, es necesario preguntar: ¿Las mujeres han sido borradas, menospreciadas o minimizadas por la historiografía del MASM? Finalmente, se hace necesario indagar ¿por qué ocurrió esa invisibilización y cuáles podrían ser las rutas, preguntas, problemas y metodologías para reescribir la historia del MASM?
En este apartado dividiré mi análisis historiográfico en lo que denomino historia androcéntrica del MASM, caracterizada por una clara diferenciación entre los sexos, en la que los hombres cobran una supremacía histórica frente a las mujeres, y la conformación de una visión distorsionada de la mujer al concebirla como accesoria o secundaria (Moreno, 1986, pp. 26 y 30).
Un hecho a destacar es que los primeros trabajos publicados sobre las guerrillas durante los años setenta en México fueron escritos sólo por hombres. Por lo tanto, su visión del MASM logró permear la taxonomía, conceptos, temas, actores y agentes sociales planteados como los principales. En todos estos trabajos el fenómeno armado fue ponderado como un asunto de fuerza, de táctica y estrategia de lucha; como una guerrilla o autodefensa integrada por grupos armados en busca de derrocar al poder establecido y lograr el triunfo de la revolución socialista y/o comunista. En esta narrativa, lo fundamental son las acciones armadas, por ello el énfasis está puesto, casi de lleno, en las emboscadas, en las expropiaciones o asaltos, en los secuestros políticos. Prácticamente, los autores asumen que la guerrilla es una creación bajo la dirección de hombres, de “personalidades excepcionales” que retratan como ejemplo de arquetipos a Rubén Jaramillo, Arturo Gámiz, Genaro Vázquez o Lucio Cabañas.
Todavía en los años setenta, periodo en el que surge esta narrativa masculina, estaban desdibujadas las guerrillas urbanas, incluso la Liga Comunista 23 de Septiembre fue estigmatizada como un grupo de “provocadores” o “policías” (Cedillo y Calderón, 2014, 269; Huacuja y Woldemberg, 1976, p. 151). Como se ve, las aproximaciones sobre la guerrilla, con algunas excepciones, compartieron la concepción de ser un invento masculino, de ahí que no falten las alusiones a los ideólogos y estrategas vietnamitas, chinos, cubanos, uruguayos, colombianos y de otros países, como los autores intelectuales o modelos de rebeldía, como los hacedores de las revoluciones socialistas en América Latina y el mundo.4
Al llegar los años ochenta y noventa del siglo XX, apareció una serie de trabajos testimoniales, crónicas y análisis sintéticos que, principalmente, abordaron el estado de Guerrero, pero en todos ellos se mantuvo el predominio masculino. A propósito, es importante anotar que estas versiones omitieron las luchas y organización de las mujeres durante el agrarismo, en el que Benita Galeana o María de la O fueron referentes indiscutibles en la lucha, pero con todo y su contribución fueron “borradas” de la historia política (Bartra, 2000; Mayo, 2001). Por otra parte, en estas obras fueron recurrentes categorías o conceptos que, aunque supuestamente se planteaban como “universales”, se refirieron a la acción de los hombres, pues en ellos predomina un sesgo público-céntrico en la construcción de actores como el “proletariado”, “los campesinos”, “el pueblo”, “los caciques”, “los líderes”, “la humanidad”, “las masas populares”, “las clases populares”, “la masa estudiantil”, “los militantes comunistas”, “el partido proletario”, etcétera.5
Quizá el quiebre historiográfico más importante ocurrió en 2002, a partir de la creación de la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (FEMOSPP), la cual estuvo acompañada por un proceso de apertura de los archivos de las policías políticas, la Dirección Federal de Seguridad (DFS), la Dirección General de Investigaciones Políticas y Sociales y la Secretaría de la Defensa Nacional (SDN) (Ávila, 2015). La resistencia del gobierno de Vicente Fox (2000-2006) para esclarecer la contrainsurgencia y las violaciones graves a los derechos humanos trajo consigo la publicación de dos informes. Uno, el oficial, es una versión censurada; el segundo, es un informe filtrado, que aborda la llamada “guerra sucia”, presentando un panorama general de lo que fue el proceso de contrainsurgencia, pero también explicando la historia de los movimientos armados y las causas que los generaron, poniendo el acento en los “principales líderes” masculinos.
En la narración del tomo siete, Grupos armados, se describen las principales acciones militares de los diferentes organizaciones político-militares, mencionando al principio de cada apartado al ideólogo y fundador (hombres). Pero llama la atención que en el apartado sobre el Frente Urbano Zapatista (FUZ), donde Lourdes Uranga, Margarita Muñoz, Lourdes Quiñones y Francisca Calvo Zapata tuvieron protagonismo, no sean mencionadas como artífices importantes o fundadoras, pues sus nombres únicamente son citados al referirse a las detenciones de la policía (FEMOSPP, 2006, p. 19).
Los excombatientes, principalmente hombres, se organizaron desde los años noventa en el Centro de Investigaciones Históricas sobre los Movimientos Armados (CIHMA), pero pese a que hicieron un arduo trabajo en la recuperación de testimonios y en la elaboración de análisis políticos sobre los movimientos sociales y armados, no recuperaron la voz de las mujeres (Cedillo y Calderón, 2014, p. 271). Un ejemplo interesante de los frutos que rindió el CIHMA, es el libro de Juan Fernando Reyes Peláez (2019), quien explica que su investigación fue escrita con los recuerdos que a su paso iban dejando los hombres y las mujeres que participaron. No obstante, la narrativa de la obra se centró en las acciones de los principales dirigentes, como Rubén Jaramillo.
En la crónica de Reyes Peláez se cita a Jaramillo, quien en algún momento asegura: “estas mujeres son mis mejores soldados, no porque las vea vestidas de mujer, pero son mis mejores soldados”. Sin embargo, en la narración del autor, las mujeres son suprimidas, tanto en las acciones armadas, como en la lucha democrática (Reyes, 2019, pp. 12, 26 y 29). A continuación, otro ejemplo de la narrativa en masculino (énfasis mío):
El día 24 de marzo de 1943, Jaramillo ya al frente de 200 hombres prepararon el asalto simultáneo a tres ciudades importantes de Morelos: Zacatepec, Jojutla y Tlaquiltenango. Con sus 200 hombres Jaramillo debía tomar su pueblo natal Tlaquiltenango: Mientras que supuestos (lo de supuesto porque no está corroborada la cantidad) 6 000 hombres dispuestos a unírseles se encontraban a las afueras de Jojutla, con las órdenes de dividirse en dos grupos y atacar las ciudades de Zacatepec y la propia Jojutla. […] una vez otorgada la amnistía a Jaramillo y sus hombres, se ponen a trabajar dentro de las reglas y procedimientos legales.
Cabe mencionar que en el resto de las guerrillas urbanas y rurales no aparecen los nombres propios de las mujeres, ni de quienes fueron guerrilleras de base, tampoco los de aquellas con cargos de dirección en las guerrillas urbanas. Por ejemplo, en el Partido de los Pobres se mencionan algunos seudónimos de mujeres, pero no se abunda sobre su contribución en el movimiento armado, sino que son “mencionadas” como comparsa de una historia en la que el papel protagónico lo tiene Lucio Cabañas. Por otra parte, se olvida a mujeres como Hilda Flores Solís y otras, que tuvieron un papel preponderante en la organización de la lucha comunista, sindical y agraria de Atoyac, Guerrero.
En el caso del Frente Urbano Zapatista, los Comandos Armados del Pueblo, Lacandones, el Movimiento de Acción Revolucionaria y la Liga Comunista 23 de Septiembre existe una mayor recuperación femenina; sin embargo, con la excepción de Francisca Calvo Zapata, sus historias no son contadas por ellas mismas, sino por los recuerdos de otros compañeros que atestiguan cuál fue su papel en la guerrilla. Por otra parte, se asigna un papel secundario a quienes no tenían puestos de dirección, y en el sótano, están las integrantes de la base social por considerar que desempeñaron un papel secundario o, incluso, insignificante (Reyes, 2019). Precisamente, la mayoría de las mujeres que participaron en la guerrilla fueron base social y, por esta razón, su intervención fue poco valorada, al grado de pasar desapercibidas en las narraciones supuestamente generales del MASM.
LAS EXCOMBATIENTES RECLAMAN SU PAPEL EN LA HISTORIA
Karen Kampwirth (2007, p. 16) señala que los estudios sobre las revoluciones en América Latina han ignorado el impacto de las relaciones entre los géneros en las organizaciones revolucionarias. Lucía Rayas encontró que las memorias guerrilleras tienen un carácter de género, por lo cual se cuestiona: “¿qué se rememora de las mujeres? y ¿qué memoran éstas?”.
Entre 2002 y 2010 se llevaron a cabo cuatro relevantes reuniones de sobrevivientes del MASM con el propósito específico de recuperar las memorias de las mujeres.6 En ellas participaron hombres que tomaron la palabra para recordarlas, en especial, a las guerrilleras desaparecidas o muertas por la represión. Al respecto, Rayas identificó que las narrativas masculinas de estos encuentros “ponen de relieve como constante las características propias de la feminidad”, rasgo que la llevó a concluir que hay una narrativa similar a la literatura socialista clásica en la que se enfatiza el problema de clase, mientras que la subordinación o discriminación de la mujer se propone como una “contradicción secundaria”. Además, la autora reconoció que las intervenciones de los varones tienen un sesgo de género, pues “consideran la lucha por los derechos de la mujer una preocupación burguesa y no socialista”.
Por otra parte, en su análisis, Rayas (2011) advierte una narrativa de los testimonios de las mujeres en la que no se reconoce la existencia de una discriminación de las mujeres, sino que, por el contrario, consideran que en la guerrilla había igualdad de género debido a que las tareas se distribuían por igual. La autora, poniendo distancia de estas memorias, afirma que “se conoce que estas ocuparon cargos de alta responsabilidad sólo cuando fueron cayendo los compañeros hombres” (pp. 272-275).
La mayoría de las ponencias e intervenciones de esas reuniones de sobrevivientes del MASM fueron compiladas por María de la Luz Aguilar Terrés en el libro Guerrilleras. Los testimonios y conferencias incluidas en dicho volumen constituyen un aporte fundamental, pues reflejan un ejercicio de reflexión que rompió con la mirada androcéntrica en varios aspectos que trataremos a continuación.
Es pertinente señalar que la contribución de Alejandra Cárdenas tiene un doble valor historiográfico, pues logró articular su historia personal como integrante del Partido de los Pobres, con una reflexión académica en la que se sitúa el problema de la subordinación y dominación de las mujeres. Su conferencia magistral, titulada “Las mujeres y la lucha social”, estuvo construida desde un enfoque feminista y planteó el problema de las mujeres en tanto que son confinadas a los espacios privados, mientras que los varones tienen el privilegio de participar en las actividades socialmente valoradas. La propuesta presentada en este sentido por Cárdenas es sustancial, pues sugiere acercarnos a la historia de las guerras desde la historia de las mujeres (Aguilar, 2014, p. 32).
Por su parte, Olivia Domínguez Prieto planteó la transgresión de roles de género en la guerrilla y Florencia Ruiz Mendoza presentó una investigación novedosa sobre el trasfondo de género implícito en la expulsión de Carmelo Cortés y Aurora de la Paz Navarro del Partido de los Pobres, mostrando la agencia de esta última en la organización que fundaron las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR). Adela Cedillo recuperó las biografías y las historias de lucha de Deni Prieto Stock y Elisa Irina Sáenz, de las Fuerzas de Liberación Nacional, y explora el significado de sus atroces asesinatos en el contexto de “guerra sucia” (Aguilar, 2014, pp. 370, 387 y 37).
Nora Crespo, en el encuentro “de niñas a guerrilleras”, valoró la importancia de hablar de lo “privado” y lo “cotidiano”, ámbitos que aún no forman parte de los grandes discursos históricos, dejando abierta una veta de investigación para que se reescriba la historia del MASM. María de la Paz Quintanilla tituló su testimonio “Revolucionarias por amor”, el cual, a diferencia de otras ponencias, situó la dimensión afectiva como un componente importante. De esta manera, su trabajo subrayó la herencia cristiana de quienes fundaron la Liga Comunista 23 de Septiembre, abriendo la memoria para romper con eso que Verónica Oikión identificó como los discursos ideologizados en masculino (Aguilar, 2014, p. 44). Bertha Lilia Gutiérrez también trató el problema de las emociones como una clave importante para estudiar al movimiento armado: “durante los años de militancia hubo momentos en que sentí que parecía que estuviera prohibido llorar, los duelos no se podían vivir completos, llorar a nuestros muertos era un lujo que no podíamos darnos, sin correr el riesgo de ser etiquetadas como ‘pequeñoburguesas’, parecía que el ámbito sentimental hubiera quedado cancelado”. (Aguilar, 2014, p. 73). Precisamente, ese es un ejemplo de los grandes aportes de los testimonios de las excombatientes, pues, por primera vez, se atrevieron a decir públicamente lo que hasta ese momento se consideraba un aspecto privado, “apolítico” e “irrelevante”.
El sesgo masculino de la historiografía del MASM quizá obedezca a la forma en que se organizaron los testimonios, pues la generalidad de las memorias tienden a exaltar los atributos masculinos como el pensamiento teórico e ideológico, la “astucia política”, la valentía y la fortaleza, mientras que los miedos, las dudas, las inseguridades, las antipatías, la amistad, los amores duraderos o efímeros quedaron en el silencio. Por esta razón, la apertura de algunas de estas exguerrilleras significa una clave fundamental en la reescritura de la historia del MASM, porque permite romper con el modelo viril.7
Quizá el testimonio-análisis que más transgredió los estándares de la historia tradicional es el de Citlali Esparza González, exguerrillera de la Liga Comunista 23 de Septiembre, pues desde el título fijó una clara postura feminista: “La revolución social también es personal.” Su texto es brillante porque distingue con contundencia el meollo del problema de la invisibilización de las mujeres en la historia del MASM, pues sitúa a las familias como un elemento valioso para entender el proceso de contrainsurgencia, hallando, a su vez, una veta problemática hasta entonces inexplorada: “Yo creo que también hubo una estrategia de terror y represión dirigida específicamente a las mujeres.”
Si bien afirma que hubo una cierta igualdad en las relaciones entre hombres y mujeres en un plano estratégico, logístico y organizativo, sostiene que hubo una diferencia fundamental que le sirvió como ancla para repensar y reescribir la historia del MASM y de la contrainsurgencia, en clave de género.8
El texto de Citlali Esparza abrió “la caja de pandora”, pues señaló aquello que podría denominarse uno de los puntos de articulación interseccionales, como lo es la familia en la guerrilla, que nos remite al problema de las relaciones de parentesco, al problema etario, al problema de clase, las herencias generacionales, la cultura y las tradiciones, las memorias que muchas veces vienen desde los abuelos zapatistas o villistas o los padres sindicalistas. También abre un panorama rico para reescribir la historia, una nueva narración que ponga atención en las familias porque fueron una base social fundamental, pues las guerrillas no estuvieron compuestas sólo de quienes se conocen tradicionalmente como “militantes”, “guerrilleros” o “guerrilleras” (Aguilar, 2014, pp. 70 y 327). Quienes formaron parte de las guerrillas no fueron sólo personas armadas, sino lo que estos testimonios y conferencias nos muestran es que la guerrilla también incluye una gama heterogénea de participantes, muchas de ellas mujeres, que de manera anónima apoyaron cuidando a los hijos, prestaron sus casas para dar refugio en momentos críticos, apoyaron económicamente o prepararon alimentos, curaron heridos, llevaron información, consiguieron insumos o realizaron propaganda política. Por esta razón, el acento de la estrategia contrainsurgente fue acabar con los clanes guerrilleros, no sólo porque a los insurgentes les imponía un castigo emocional y extendían la tortura psicológica, sino porque las familias fueron una base social que garantizaba la preservación de los linajes, que generaba canales para preservar las memorias y que garantizaba la continuidad intergeneracional de las luchas, sobre todo porque tendía puentes con otras organizaciones, con los barrios o las comunidades. Pero también eran la base social más confiable, porque apoyaron la lucha, incluso sin estar de acuerdo, como sucedió con muchas hermanas, madres o esposas que no querían que sus familiares entraran a la guerrilla, pero, a la hora de la represión, no dudaron en arriesgar sus vidas para defender a los combatientes y para exigir su presentación, liberación y el respeto de los derechos humanos.
Aurelia Gómez Unamuno (2020) hizo un interesante análisis de la mayoría de los testimonios de mujeres que formaron parte del MASM, incluyendo la compilación de María de la Luz Aguilar (2014) y Eleazar Campos (1987), los cuales también aportan algunos elementos de género sobre la guerrilla. Gómez encontró que un componente importante en la configuración de los testimonios femeninos eran los afectos, las emociones, los espacios íntimos (privados), cuestión que rompe con la narrativa masculina.
APORTES PARA LA HISTORIA DE LAS MUJERES Y DE GÉNERO DEL MASM
La historiografía del MASM ha experimentado un auge en los últimos quince años, sobre todo a raíz de la publicación de los informes oficial (2006) y filtrado (2005) de la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (FEMOSPP).9 Desde entonces, se han escrito cientos de textos11 que dan cuenta de las más de 20 organizaciones armadas en México, principalmente tesis de grado. Aunque también hay una proporción considerable de artículos científicos y de divulgación publicados, así como diferentes obras académicas. De acuerdo con Hugo Esteve, quien hizo un registro detallado de las tesis elaboradas hasta 2020, de un total de 139 trabajos de licenciatura, maestría y doctorado, 45% son autoría de mujeres.11
En el marco de este panorama puede deducirse que la historia de las mujeres y la historia de género del MASM aún es incipiente, pues de los más de 500 textos (libros, novelas, artículos académicos y testimonios), sólo ocho tesis de grado tienen un enfoque de género,12 mientras que se han publicado seis libros académicos que hablan del MASM y que incluyen el género como categoría de análisis (Aguilar, 2014; Ávila, 2022c; Castorena, 2019; García, 2015; Méndez, 2019; Padilla, 2015).13 Además, hay catorce artículos o capítulos de libros que trabajan la historia de las mujeres del MASM.14 Finalmente, han sido publicados doce libros de testimonios de mujeres que fueron base social o que tuvieron alguna participación en el MASM.15 Aproximadamente, sólo 5% de los textos hablan de las mujeres del MASM, lo que establece una clara tendencia historiográfica androcéntrica; sin embargo, hay importantes aportes que recupero a continuación.
Macrina Cárdenas da claves importantes para la construcción de la historia de las mujeres, al situar el problema de la familia, la maternidad y el matrimonio. Así, plantea que “mientras los hombres no tenían muchos problemas para incorporarse a la vida clandestina, las mujeres tuvieron que enfrentarse a conflictos muy serios con sus familias. Algunas tuvieron que usar la táctica de ‘casarse’, para poder abandonar la casa […], otras optaron por la fuga…”. En su análisis, hay una cierta ambivalencia respecto al concepto de igualdad, pues si bien establece que las mujeres formaban parte de un contexto social sexista que dificultaba que accedieran al movimiento social y armado, por otra parte, enfatiza al decir que “dentro de los grupos armados, la igualdad de la mujer era algo que no estaba a discusión; era parte de las transformaciones que esperábamos…”. Por tanto, Cárdenas niega que dentro del MASM hubiese discriminación de género y sostiene que “el nivel de participación tenía que ver más con el grado de compromiso de los militantes que con la condición de género” (Cárdenas, 2006, pp. 614 y 615). Por lo antes dicho, es evidente que la autora ilustra la complejidad de las memorias de las mujeres exguerrilleras que, por una parte, tienden a negar la desigualdad de género, pero, por otra, reconocen el problema de la subordinación de la mujer.
Laura Castellanos elaboró una de las crónicas más completas sobre el MASM en la que buscó visibilizar a las mujeres, “no únicamente a las guerrilleras, sino también a las que fueron familiares o habitaron regiones arrasadas por el ejército, y a las que, en el periodo de mayor represión, lograron romper el cerco informativo y policiaco para exigir la presentación de las víctimas de desaparición forzada, el cierre de las cárceles clandestinas y una amnistía política…”. Por ello, considero que el aporte de Castellanos consiste en dar voz a las mujeres en la historia guerrillera, además de que aporta datos reveladores sobre la forma en que se relacionaban hombres y mujeres en la guerrilla, así como el carácter de género que tuvo la represión, evidenciando la tortura sexual (Castellanos, 2008, p. 129).
Si bien Laura Castellanos recupera las historias de las mujeres, su narrativa aún tiene elementos androcéntricos, ya que las mujeres no dejan de aparecer como un relato secundario, comparado con el de los grandes liderazgos masculinos que tienen una voz protagónica.
Como lo apunta Carmen Ramos (1992, p. 8), la historia de la familia ha proporcionado información relevante para construir la historia de las mujeres. Ana M. Rosen (2008), con su tesis de maestría titulada Vida familiar y guerrillera: una aproximación desde los relatos de vida, recupera las biografías de varias mujeres que participaron en los movimientos armados en los años setenta y ochenta del siglo XX. Su trabajo visibiliza la esfera privada y la cotidianidad al interior de la guerrilla, en el que las relaciones de parentesco cobran importancia para explicar la paternidad y la maternidad, así como los significados que hay en torno a los cuidados. Por ejemplo, el “cuidado simbólico” (mantener a los hijos lo más alejados posible de sus vidas para que no corran peligro), o el caso de una guerrillera que decidió mantener a sus hijos en la casa de seguridad donde vivía. Esta mirada es sugerente, pues supone que las guerrillas fueron organizaciones estructuradas como “familia” y reprodujeron un esquema jerárquico muy similar al de la familia patriarcal. Otro aporte consiste en visibilizar las redes de solidaridad que se extendían, no solamente hacia los militantes, guerrilleros o guerrilleras, sino a sus propias familias, que se veían involucradas al asumir el cuidado de los nietos o sobrinos. Pese a estos aportes notables, considero que Ana M. Rosen no profundizó sobre el significado que estos apoyos tuvieron, pues asume que estas personas cuidadoras, principalmente mujeres, no pertenecían a la guerrilla, cuando de forma voluntaria o involuntaria, directa o indirectamente, estuvieron involucradas en el proceso de insurgencia como base social, teniendo que sufrir persecución y represión de una forma aún más despiadada que los guerrilleros, pues los familiares no tenían cómo esconderse o defenderse.
Nora Amanda Crespo (2012) ofrece un panorama general e integral del problema de la subordinación y discriminación de las mujeres al interior del MASM gracias a que se internó en la cotidianidad de la vida clandestina, donde pudo encontrar una riqueza de testimonios que demuestran que “la participación de las mujeres en el movimiento armado significó una confrontación en las relaciones de poder entre los géneros”, encontrando diferencias importantes en la narrativa de hombres y mujeres, apuntando como clave la inclusión de las emociones y los afectos en la construcción de la identidad de las guerrilleras. Su investigación es un aporte para la construcción de la historia de las mujeres del MASM, pues da cuenta de las formas de ser mujer, de ser hombre y las relaciones que existieron entre ambos.
La novela de Carlos Montemayor, Mujeres del Alba (2009), buscó saldar una deuda del autor con las mujeres de la guerrilla, pues sus anteriores trabajos habían estado centrados en los hombres (Montemayor, 2005 y 2007). Su narrativa es novedosa, pues hace un retrato de las historias de 16 mujeres que están emparentadas con los guerrilleros que atacaron el cuartel Madera el 23 de septiembre de 1965, desvelando una historia ignorada sobre la función importante de las hijas, las esposas, las nietas, abuelas o madres de los guerrilleros como bases sociales.
Nithia Castorena (2019) señala, en Estaban ahí. Las mujeres en los grupos armados de Chihuahua (1965-1972), que no puede desvincularse la historia de las mujeres guerrilleras como una cuestión accesoria, sino que, al contrario, es necesario reescribir la historia general de la guerrilla que articule a las mujeres como agentes sociales. Castorena -retomando a Judith Butler- explora esa complejidad de relaciones en las que las mujeres sufren del poder que es ejercido sobre ellas, pero al mismo tiempo asumido. Para dar cuenta de las relaciones sociales en juego en la guerrilla, distinguió las diferentes formas de involucramiento de las mujeres y lo dividió en tres momentos que tienen un ordenamiento diacrónico, pero con diferentes combinaciones. Así, reconoce un primer proceso de lucha popular, agraria o estudiantil, reconociendo que algunas mujeres tuvieron una participación como luchadoras sociales o bases de apoyo previo a la guerrilla, pero también hubo experiencias en las que entraron directamente a la guerrilla. Para estudiar los movimientos armados en Chihuahua propone las categorías de voluntad, circunstancia y decisión.
La autora juega con estas tres dimensiones para caracterizar las distintas formas de participación de las mujeres en el movimiento armado, revelando con ello las diferentes normas, valores y prácticas al interior de la guerrilla, así como los contextos sociales. Además, la autora buscó distinguir la participación femenina de acuerdo con la posibilidad de cada una para decidir al interior de la guerrilla. Otra problematización interesante es la de ver cómo las mujeres guerrilleras, en ciertos momentos, reprodujeron estereotipos de género, pero como una forma de adaptación y supervivencia que les permitía obtener beneficios como el reconocimiento. Con todo lo anterior, la autora es cuidadosa de no reproducir una historia que victimice a las mujeres y propone huir del esquema simplista de la dominación/subordinación.
Tanalís Padilla (2015) analiza al movimiento jaramillista de Morelos, y sitúa a las mujeres en una lucha doble: “peleaban contra las fuerzas estructurales que oprimían a los campesinos y retaban -mediante una variedad de mecanismos- las prácticas sexistas que sostenían que las mujeres debían abstenerse de participar en la política”. Asimismo, agrega que las jaramillistas “cumplían con la triple carga de ser militantes, trabajadoras y amas de casa” (p. 227). Dedica un capítulo para resaltar la importancia de las mujeres que tuvieron un papel fundamental en el terreno organizativo, clandestino y militar. Con esta investigación es posible conocer la agencia y resistencia femenina, así como también la forma en que se relacionaban hombres y mujeres, y cómo estas últimas fueron ganando espacios, incluso a contracorriente de sus propios compañeros de lucha.
La exguerrillera María de Jesús Méndez Alvarado (2019) publicó su tesis de doctorado con el título México. Mujeres insurgentes de los años setenta. Género y lucha armada, en cuyas páginas pregunta: ¿por qué una historia de las mujeres? La autora responde que ha existido un menosprecio por las memorias femeninas, pues “la sociedad está estructurada para encajonarlas, aislarlas del poder formal, de lo público. Se les educa en el contexto de la educación patriarcal y el androcentrismo, con moldes de sumisión, conformismo y sometimiento pusilánime” (p. 49). Cabe mencionar que Méndez estudió las historias de vida de 20 mujeres exguerrilleras, poniendo acento en las historias familiares que las marcaron durante su niñez y adolescencia, considerando que la influencia de los padres fue un aspecto importante, pues fueron quienes les marcaron el ejemplo como luchadores agrarios, sindicalistas o del magisterio. Es interesante ver que “las madres de los años cuarenta y cincuenta no resultaban atractivas como modelos para sus hijas en términos de una pasión pública o una carrera profesional” (p. 43). La presencia de una figura paterna predominante es un elemento que la autora deja abierto y disponible a la exploración de las relaciones de parentesco y la familia patriarcal, pues son estructuras que se reprodujeron en la guerrilla. Indagando en las historias familiares, María de Jesús Méndez también encontró que algunas mujeres del MASM tuvieron madres o abuelas feministas y/o empoderadas que fueron ejemplos de lucha y resistencia, cuestión que abona en la construcción de una nueva narrativa histórica que rompa con la invisibilización de las mujeres.
Siguiendo esta línea de investigación, María de Jesús Méndez sitúa como una de las causas de las mujeres para integrarse a la guerrilla “las situaciones de injusticia, discriminación, sometimiento, machismo e inequidad de género que vivían las mujeres en general” (p. 90), y señala que “dentro de sus organizaciones, encontramos prácticas de carácter general e individual que se traducen en situaciones de mayor equidad para las mujeres, desde luego, en comparación con la realidad que se vivía fuera de la clandestinidad” (p. 119). La autora destaca que la mayoría de las exguerrilleras niegan que en sus organizaciones existiera discriminación de género; sin embargo, explica que la desigualdad estaba naturalizada, por lo que no se le consideró como un elemento de análisis al interior de la guerrilla, cuestión que explica el rechazo categórico del problema de género y por qué las exguerrilleras niegan las evidencias objetivas de que, efectivamente, hubo sexismo y machismo (Méndez, 2019, pp. 90, 119 y 121).
Lucía Rayas (2012, p. 174) señala que durante los años sesenta y setenta en México, la nación suele representarse como una figura femenina, mientras que al Estado se le concibe como un ente masculino, revelando el carácter de género en la constitución del poder político, pues los derechos de los hombres, en tanto “fraternidad masculina”, quedaron constituidos como privilegios frente a la subordinación y desvalorización de las mujeres y su exclusión de la sociedad civil. Así, la autora plantea que los hombres fueron partícipes de la política y representantes de sus familias, mientras que las mujeres fueron incluidas en la idea de nación vinculada a la reproducción y continuidad biológica, cultural y simbólica, vigilada y supeditada al control estatal.
Con base en esta reflexión, cabe situar si los guerrilleros varones fueron esa figura masculina que “en representación de su familia”, de acuerdo con ese pacto social, se reclutaron en la lucha armada, contando con el respaldo de buena parte de su propio clan. Respecto a ello, cabría preguntarse si las mujeres, en tanto sostén y reproductoras, como cuidadoras de la familia, no han sido menospreciadas, invisibilizadas y su participación en la guerrilla negada por no cumplir con los mandatos de la guerra, según la cual un soldado es el que porta un arma y mata al enemigo, y nunca el de encargarse de los quehaceres del hogar y cuidar a los menores.16
La biografía de mujeres de izquierda es un enfoque que ha sido poco explorado en la historiografía del MASM,17 pues, como lo advierte Mónica Bolufer (2014), escoger mujeres como objeto de investigación significa para los historiadores tradicionales optar por estudiar “lo particular”, mientras que se piensa que las historias masculinas, la de los hombres públicos, son las vidas idóneas para dar cuenta de la “historia general”, por lo que las biografías de mujeres “habían contado con pocas credenciales académicas” (p. 93). Sin embargo, la llamada nueva biografía es un medio eficaz para poner a prueba y en perspectiva “las grandes narrativas de estructuras, instituciones y abstracciones”, así como para lograr una intersección entre la vida pública y la privada (Chassen-López, 2018, p. 156).
La biografía de mujeres bien puede describirse como “un microscopio y también como un proyector” (Bazant, 2018, p. 55) que permite articular el contexto social, como lo dado, con la agencia, lo indeterminado y lo posible. En este sentido, Verónica Oikión (2020, p. 37) propone indagar sobre el ethos revolucionario18 de las mujeres comunistas con el fin de reconstruir las atmósferas biográficas individuales como parte de los afluentes y las identidades colectivas femeninas.
Abundando en la riqueza de la nueva biografía, me permito retomar tres artículos de mi autoría en los que me propuse estudiar el proceso de empoderamiento de las mujeres guerrilleras a partir de las biografías de Lourdes Quiñones y Yolanda Casas. Sin embargo, hablar del poder al interior de la guerrilla también implica preguntarse si los varones cedieron sus privilegios para una mayor igualdad de género en el movimiento armado. Esta cuestión me llevó a analizar al Frente Urbano Zapatista y a “Los Lacandones” desde la perspectiva de las masculinidades (Ávila Coronel, 2022a, 2022b). En estos trabajos traté de analizar las tensiones de género entre hombres y mujeres y echar luz sobre la utopía de igualdad al interior del movimiento armado. De esta manera, se expresan las violencias, los mandatos de género y los significados en torno a “ser guerrillera” o “ser guerrillero”, los cuales se enfrentaron a un Estado autoritario que usó la violencia con evidentes contenidos de género, que hacen de la masacre del 2 de octubre de 1968 un castigo disciplinador y patriarcal (Ávila Coronel, 2021).
En mi libro llamado La guerrilla del Partido de los Pobres. Historia social, género y violencia política en Atoyac de Álvarez, Guerrero (1920-1974) (Ávila Coronel, 2022c), señalé que hubo un avance en articular el problema de las violencias social y de género con la violencia política, revelando las complejidades de los procesos insurreccionales en los que era fundamental estudiar el carácter sexuado de la lucha revolucionaria y también de la contrainsurgencia. Respecto a esta arista, me propuse estudiar la guerrilla desde la cotidianidad, entrando a espacios privados, encontrando cómo las grandes disputas y rupturas políticas internas se vinculaban al problema de género.
Quizá el reto historiográfico más importante que aún queda pendiente es revelar la magnitud e importancia de la presencia femenina en el MASM. Ello entraña un problema metodológico, pues no sólo se trata de dimensionar cuantitativamente el número de mujeres armadas en la guerrilla, sino que queda pendiente pensar en el problema de cómo redimensionar conceptualmente la participación de las mujeres guerrilleras. Por lo que cabe preguntar ¿qué conceptos las han invisibilizado y cuáles podrían ser las nuevas formulaciones conceptuales para reescribir la historia? Este aspecto será tratado a continuación.
LAS MUJERES DEL MASM, ¿TODAVÍA ESTÁN INVISIBILIZADAS?
Como se advierte en el apartado anterior, comienza un giro historiográfico del MASM en femenino, que se perfila para constituirse como feminista; sin embargo, los estudios que no tienen un corte de género, ¿hasta dónde han reincorporado las memorias de las mujeres? En este renglón, desde hace varias décadas, las historiadoras feministas han librado la denominada “batalla por la propiedad del pasado” (Ergas, 1993, p. 531; Vilodre, 2007, p. 177). Esta lucha por la memoria ha tenido un cierto impacto en las más recientes investigaciones del MASM, en las que se comienzan a incluir los testimonios de las mujeres. No obstante, las voces femeninas siguen apareciendo como un aspecto accesorio, “ilustrativo”, como si se tratara de simplemente mencionar “que sí había mujeres”, para “cubrir el requisito”, como una “cuota de género”. Actualmente, predomina la visión clásica del marxismo, donde la condición de clase figura como la contradicción principal, mientas que la violencia social, los racismos, la violencia étnica y la de género parecieran estar en un lugar secundario.19
Con frecuencia se argumenta que no existen suficientes fuentes sobre las mujeres para escribir una historia diferente, pero ello obedece a que se piensa que la información aportada por ellas “no tiene nada que ver con los intereses de la historia”. La narrativa masculina pretende imponer la idea de que las mujeres que viven sus vidas en el ámbito privado “no tienen nada relevante que decir”. Como lo señala Ana Lidia García (2002, p. 212), si se leen con nuevos ojos las fuentes tradicionales, es posible encontrar gran cantidad de información.
Por su parte, Roberto Sada y Fernando Huerta (2007, p. 5) anotan que la violencia tiene género; sin embargo, en la historiografía del MASM los estudios de género se asumen como exclusivos de las mujeres, además de ignorar, invisibilizar o negar la violencia de género al interior de las organizaciones armadas. Sin mencionar el tratamiento superficial acerca de la violencia patriarcal ejercida por el Estado y las policías políticas, así como el ejército (Rangel, 2014).
Lucía Rayas (2012, p. 171) plantea que hay niveles de participación y jerarquías en los movimientos armados, pues muchas mujeres transitaron primero por un momento de “colaboración”, para luego convertirse en militantes de “tiempo completo” como “guerrilleras” en una casa de seguridad. De esta manera, se puede reconocer que las mujeres en la guerrilla no sólo transitaron como militantes o como cuadros políticos formados ideológica y políticamente, sino que, como lo muestra Nithia Castorena, existieron diversas formas de involucramiento, de acuerdo con la voluntad, las circunstancias y la decisión de las mujeres (2019, p. 24).
Un aspecto fundamental en la reflexión es el número o porcentaje de mujeres que participaron en la guerrilla. Todas las autoras que han calculado la cifra son cautas en señalar que, por tratarse de organizaciones clandestinas, no se cuenta con datos certeros. Lucía Rayas considera que había alrededor de ocho hombres por cada mujer (Rayas, 2012 p. 169). Adela Cedillo elaboró una base de datos de 174 mujeres guerrilleras y explica que es una muestra parcial, pues no hay registros de quienes estuvieron “prófugas”, ni de aquellas que nunca salieron del anonimato. Con este sesgo, Cedillo (2008) plantea que “en un rango de entre el 5 y el 10% de militantes en las organizaciones armadas, eran mujeres” (p. 18). Tanalís Padilla, para el movimiento jaramillista, señala que las mujeres representaron de 20% a 25% del Partido Agrario Obrero Morelense (PAOM). Macrina Cárdenas (2006, p. 610) considera que más de la cuarta parte eran mujeres. María de Jesús Méndez (2019, p. 142) asienta que, en el caso de algunas organizaciones como el Frente Urbano Zapatista, el número de mujeres llegó a ser de 65%, mientras que en los Comandos Armados del Pueblo significó 45%; en el grupo “Lacandones”, 25%; en las Fuerzas de Liberación Nacional, 40%; en el Movimiento de Acción Revolucionaria, 26% y, en la Liga Comunista 23 de Septiembre, en su periodo inicial, 14 o 15%. Aurelia Gómez (2023, p. 20) calcula que las mujeres representan 20% del MASM.
Por otra parte, Ariel Rodríguez (2024, p. 335), con base en 960 registros, principalmente de la Dirección Federal de Seguridad (DFS), estima que 16.6% del total de militantes del MASM eran mujeres.20 Como se ve, la diversidad en estos porcentajes manifiesta un problema de conceptualización respecto a qué entendemos por “mujeres guerrilleras” o “militantes clandestinas”, por lo que es necesario recolocar la participación de las mujeres y descentrar la mirada de los ámbitos público y militar. Como advierte Svetlana Alexiévich (2020, p. 14), los relatos de las mujeres son diferentes y hablan de otras cosas porque “la guerra femenina tiene sus colores, sus olores, su iluminación y su espacio”. En este sentido, la contribución de Luz Gabriela Ávila Pino (2017, p. 27) es interesante, pues ella aproxima una mirada femenina desde el sabor y el olor del café en la sierra de Atoyac, develando un importante mundo simbólico y afectivo en torno a la resistencia y a la violencia revolucionaria.
Françoise Thébaud (1993) concluye que la guerra tradicionalmente identificada con la virilidad, “parece más una fuerza conservadora, incluso reaccionaria, que un impulso renovador”. La guerra, a pesar de la fraternidad en el combate, no parece haber sembrado la igualdad ni el reconocimiento de las mujeres. Al hacer un balance de la segunda guerra mundial, Thébaud encontró que si bien, durante el conflicto armado las mujeres experimentaron un proceso emancipatorio al incursionar en espacios tradicionalmente masculinos, lo cierto es que, una vez concluida la guerra, la paz “vuelve a poner a cada sexo en su lugar” y, en la historia oficial, las mujeres no son recordadas como las heroínas, sino como “la Victoria, la viuda desconsolada y, en forma excepcional, la madre que maldice la guerra” (p. 25).
Cabe anotar que la historiografía del MASM, en más de un sentido, reproduce lo ocurrido en Europa. Ejemplo de ello es que durante la llamada “guerra sucia” en México, muchas mujeres que fueron bases de apoyo son referidas en la historia como “madres, hermanas o esposas de…”, y no se reconoce su involucramiento (directo o indirecto), participación ni apoyo al movimiento revolucionario. Muchas veces, se les victimiza al concebirlas como personas pasivas y objetos de la represión. Las mujeres que fueron base de apoyo, generalmente no fueron ideólogas, cuadros armados o militantes. Tampoco tuvieron un compromiso formal y algunas carecieron de formación teórica, o bien, en ocasiones no estuvieron de acuerdo con que sus familiares se integraran a la guerrilla; sin embargo, tal como sucedió con el Partido de los Pobres, la guerrilla fue ampliamente apoyada por miles de mujeres, quienes hicieron comida, cuidaron a los animales de crianza o se quedaron a cargo de la huerta de café y la parcela de maíz cuando sus parejas se fueron a la guerrilla o huían al monte para evadir la represión. Asimismo, se dedicaron a la crianza de los hijos y se quedaron en sus comunidades para resistir la ocupación militar, sorteando cotidianamente la represión del gobierno. La mayoría de estas historias de resistencia vividas en la esfera comunitaria y/o privada quedaron en el anonimato (Colectivo de esposas e hijos, 2021).
Tomando en cuenta a las mujeres que fueron familiares, vecinas, amigas, simpatizantes de la guerrilla, es probable que el número de mujeres integrantes del movimiento armado fuera de 50%, o incluso un porcentaje mayor, pues se debe considerar que familias y/o comunidades enteras apoyaron la lucha armada. Por tanto, el concepto de “mujer guerrillera” debe ir más allá de la valorización masculina, según la cual una mujer es reconocida en tanto que pertenecía formalmente como “militante” y “tenía un arma”. Lo anterior también implica concebir que, por cada persona armada, había una base social que realizaba trabajos domésticos y de cuidados, invisibilizadas y sin reconocimiento, pero que representan esa otra mitad de la población: las mujeres.
Bertha Lilia Gutiérrez me expresó que, durante los encuentros de mujeres exguerrilleras, comúnmente se preguntaban: “¿y qué tan armada eras?”, como un elemento que resultaba imprescindible para reconocerse como guerrilleras.21 También resulta interesante que Gutiérrez asegure que en la guerrilla reprimió sus sentimientos, no mostró miedo, y ni siquiera podía llorar, pues externar emociones podía ser percibido por sus compañeras y compañeros como una debilidad y ser juzgados negativamente (Gutiérrez en Aguilar, 2014, p. 73).
Es pertinente señalar que el concepto forjado sobre “la guerrillera” se ancló en la fuerza, el valor y la destreza militar. En contraste, los sentimientos, el cuidado, la crianza y los quehaceres domésticos fueron sopesados como insignificantes. Con base en lo anterior, coincido con Sara Beatriz Guardia (2005, p. 23), quien concluye que escribir una nueva historia, hacer la historia de las mujeres “significa cambiar todo un andamiaje de ideas y creencias, y transformar las actividades femeninas en experiencias definidas y trascendentes”.
También entre los hombres hay asimetrías en términos de la memoria, pues aquellos que realizaron actividades de propaganda, o bien, simpatizaron y apoyaron logística o económicamente, no son incluidos como parte de la guerrilla y pasan a la historia como “el amigo, el hermano, el hijo, el padre de…”. Estas memorias pueden tener tintes de una masculinidad hegemónica cuando los varones armados que tuvieron participación en acciones “espectaculares” ganaron prestigio y reconocimiento social, mientras que aquellos que fueron “cautos, miedosos, indecisos”, o no cumplieron con los mandatos de la masculinidad, fueron menospreciados o invisibilizados.
Una historia aún pendiente por escribir y explorar pasa por hacerse preguntas como: ¿hasta qué punto la guerrilla contribuyó al empoderamiento de las mujeres?, ¿los hombres renunciaron a sus privilegios masculinos y aceptaron su desempoderamiento para que existiera una mayor igualdad? (Ávila, 2022a, 2022b). También, es necesario estudiar qué pasó después de la guerrilla. Al respecto, me parece interesante la pregunta formulada por Françoise Thébaud (1993, p. 70): “¿la guerra ha cambiado la relación entre los hombres y las mujeres, su lugar real y simbólico en la sociedad?” En este sentido, en el contexto de contrainsurgencia, la mayoría de las mujeres experimentaron un retroceso, ya que no sólo padecieron la represión, sino que experimentaron una estigmatización social, pues mientras los hombres fueron vistos como “héroes de guerra” después de salir de la cárcel, las mujeres fueron objeto de una desvalorización.22
Paradójicamente, también falta indagar la forma en que las mujeres vivieron la clandestinidad, incluso, años después de haber dejado la guerrilla; la manera en que se empoderaron y reconstruyeron sus vidas, pues algunas exguerrilleras abrazaron al feminismo y recapitularon sus vidas para reivindicar la lucha por la emancipación femenina (Uranga, 2012; Esparza en Aguilar, 2014, pp. 70 y 327).
REFLEXIONES FINALES
La historia de las mujeres y la posterior configuración de la historia de género han aportado una propuesta historiográfica rica y original que ha sacudido la episteme, las metodologías, a las instituciones académicas y la manera en que se entiende la política y la guerra. Todo ello ha puesto en relieve categorías como androcentrismo y patriarcado que, junto con la categoría de género, han construido el problema del poder con ese elemento sexuado en el que las dicotomías son cuestionadas y se da cabida a una nueva variedad de agencias en las que las mujeres son reconocidas como hacedoras de la historia.
La historiografía del MASM, quizá por centrarse en el estudio de organizaciones armadas, ha mantenido una narrativa androcéntrica, ligada estrechamente a lo militar y a los valores masculinos. Es por ello que, hasta el momento, hace falta poner a discusión los conceptos o categorías, así como las metodologías androcéntricas presentadas como “neutras y objetivas”. La mayoría de las historiadoras aquí citadas han sido enfáticas al plantear que esto se debe a la definición misma que se tiene de la historia, la cual toma como válidos sólo ciertos acontecimientos, procesos, actores y movimientos, por considerarlos “dignos” de análisis histórico.
La historiografía del MASM tiende a invisibilizar a las mujeres y de manera incipiente se han empezado a recuperar las memorias de las mujeres sólo en la esfera pública: cuando aparecen en los periódicos, cuando son copartícipes de acciones armadas o líderes en sus organizaciones. Pero se invisibiliza a las mujeres que participaron de “manera más sutil”, dejando fuera a quienes apoyaron a la guerrilla desde el hogar, desde el ámbito privado: haciendo la comida, cuidando a los niños, heridos o enfermos, reemplazando a los hombres en la parcela, y convirtiéndose en las principales proveedoras.
Es preocupante que las investigaciones de las historiadoras que se han propuesto romper con esta brecha androcéntrica no sean retomadas en las más recientes investigaciones sobre el MASM, pues prevalece la idea de que, quienes estudiamos el género, nos dedicamos a un aspecto accesorio o desconectado del problema de la guerra, el poder político y el Estado. Es por eso que, a contracorriente, en estas páginas se ha propuesto estudiar al MASM con preguntas que permitan integrar a las mujeres. En este sentido, se enfatizó la necesidad de comprender cómo se han relacionado hombres y mujeres en la guerrilla y cuáles son las relaciones sociales que median el problema de la autoridad, la distribución del trabajo y la distribución del valor generado colectivamente. En dichas relaciones sociales cabe recuperar una perspectiva interseccional en la que se consideren la clase social, el género y el aspecto étnico como elementos articuladores de las tensiones entre grupos sociales y el ejercicio del poder.
Resulta un reto dar cuenta de la diversidad de significados en torno al ser hombre y mujer, evitar los esencialismos, la naturalización de lo femenino y masculino, el rechazo a las visiones dicotómicas y procurar la contextualización histórica considerando la articulación de los ámbitos público y privado, así como el estudio de las continuidades y rupturas en torno a los procesos de dominación y a su carácter sexuado.
En este sentido, se ha avanzado en comprender qué características tiene la participación política femenina en los movimientos armados, situando las diferentes formas de incorporación, reclutamiento, así como sus agencias, las voluntades y decisiones que las mueven, el proceso de empoderamiento que experimentaron y también los problemas de discriminación de género que enfrentaron. Se ha evaluado hasta dónde esta discriminación fue sutil o evidente, cómo la asumieron desde las ideologías marxistas, socialistas y comunistas y de qué manera se resolvieron los conflictos de tipo sexual o de la esfera privada. Sin embargo, aún falta mucho por investigar en esta ruta, pues aún no se tiene claridad sobre cuántas mujeres participaron en el MASM, ni en cómo poder reconceptualizar su participación para no invisibilizar a aquellas que colaboraron en la esfera privada y clandestina. Es por ello que el presente artículo propone una ruta investigativa que apunta a recuperar la agencia de las bases sociales, en las que las mujeres, desde sus hogares, significaron un apoyo invaluable sin el cual el movimiento armado no habría sido posible.
Cabe señalar que no basta con sólo “mencionar” la presencia de las mujeres, sino que es necesario romper con la narrativa masculina y también explorar una historia en femenino, en la que la presencia de las mujeres tenga un contexto, en la que se explore el sentido de su participación política, los significados que esta conlleva, para poder ofrecer explicaciones históricas ancladas en otras cronologías, en el replanteamiento de las coyunturas que definen a los movimientos sociales y situar la especificidad histórica de las mujeres, para finalmente evaluar su presencia, cualitativa y cuantitativa, así como su agencia.