Mike Davis es profesor de teoría urbana en el Instituto de Arquitectura del Sur de California, Estados Unidos, donde ha desarrollado investigaciones acerca del impacto social de la transformación del espacio urbano, conforme a los diversos intereses económicos y políticos que tienden a excluir a los barrios de las minorías étnicas en los planes y programas de desarrollo urbano y apartarlas de las políticas de bienestar social, criminalizando la miseria.1 Asimismo ha estudiado la fragmentación del espacio urbano residencial, habitado principalmente por los anglosajones, que lo han edificado para aislarse de la miseria urbana, es decir, del inmenso ejército de pobres que vive en los espacios públicos, como los parques y las calles de los centros urbanos.2
Este libro, que apareció en inglés en el año de 1990, se ha convertido en un clásico para comprender los procesos socioeconómicos y culturales que han creado el paisaje urbano en la ciudad de Los Ángeles (la), caracterizado por la exclusión que, desde un punto de vista sociológico, ha significado la derrota de los proyectos comunitarios y alternativos a favor de una política social de integración racial con beneficios materiales que se gestaron en los sesenta y setenta del siglo XX.
Como consecuencia de la desindustrialización de la se han incrementado las tasas de desempleo, se ha expandido el negocio del narcomenudeo, y como secuela se han reforzado los programas de combate y prevención del delito orientados a reprimir a los habitantes de los barrios deteriorados, poblados por latinos y negros a quienes se estigmatiza como criminales legitimando la violencia policial en su contra. Así, la arquitectura ha sufrido cambios para, por ejemplo, “expulsar” de los parques a los “sin techo” mediante un mecanismo que funciona en las noches para impedir que usen las bancas como camas, pues las empapan de agua.
A pesar de su pasado, la se reproduce con la ayuda de la mano de obra inmigrante y barata, con la presencia del capital asiático y de los promotores inmobiliarios que prometen, teniendo enmedio la autopista, casas de ensueño localizadas lejos de la contaminación ambiental y de los que sufren la miseria (p. xxiv).
El libro se divide en siete capítulos que proporcionan una visión general y completa del pasado y futuro de la, ciudad que es un objeto de consumo que se anuncia y se vende. En el primer capítulo Davis refiere su pasado, cuando se edificaron asentamientos que permitieran mantener la salud y la fortuna aprovechando la luz solar. Así por ejemplo en 1884 el periodista Charles Fletcher Lummis, aquejado de malaria, se trasladó al sur de California desde Ohio con la finalidad de mejorar su salud porque le confería poderes curativos al sol.
Era por entonces una ciudad pequeña de campo, con poca agua y escaso capital, sin carbón ni puerto, pero en 1915 ya contaba con un millón de habitantes, un río artificial traído de las sierras, un puerto financiado por la federación, una floreciente industria del petróleo, y en sus calles y avenidas se construían varios rascacielos. Los Ángeles fue una creación del capital inmobiliario y un producto de la especulación (p. 8).
Otra de sus atracciones y parte de sus principales activos fue que ahí no cabían los sindicatos de trabajadores, y cuando se realizó una huelga de ferrocarrileros se declaró ilegal, sellando en esa forma una alianza entre los banqueros y los magnates del transporte, encabezados por el coronel Otis.
Se convirtió en refugio de un grupo de artistas independientes, supuestamente vanguardistas, que en los años veinte del siglo xx recibieron la influencia de los muralistas mexicanos, cuyo impulso creador sufrió las consecuencias de la represión, antes de la cual, en 1930, el muralista mexicano David Alfaro Siqueiros decoró la Olvera Street con Tropical America donde representó a un peón crucificado bajo un águila airada, evocando la barbarie imperial de la colonización anglosajona. Más tarde fue borrado por sus mecenas. La ciudad les parecía molesta a los emigrados intelectuales europeos de la década de los treinta, por su ausencia de cultura urbana (pp. 16-17).
Hoy día la cultura en la es producto de una promoción financiera privada que ha creado un mercado del arte y hace donaciones a los museos. Se conceden premios de arquitectura, dominando a los trabajadores del arte y del diseño urbano, controlando el dinero público para el arte, y negando las expresiones culturales del Tercer Mundo que allí se manifiestan (p. 53-67).
El segundo capítulo tiene como objetivo discernir quién gobierna la, pues ya no son, como en un primer momento, los “wasp” (los blancos protestantes), sino los inversionistas asiáticos, sobre todo los japoneses, que han consolidado su poder económico a partir de la década de los ochenta del siglo xx. Además, su poder económico se ha traducido en un control de los gobiernos locales, que los han beneficiado con la exención de impuestos, y evitando otorgar grandes concesiones a los obreros y sindicatos, lo cual ha impedido una reforma social y ha llevado a la derrota de la participación ciudadana (pp. 79-81). Para concluir este capítulo Davis afirma que en el siglo xxi Los Ángeles será una ciudad depósito para grandes bancos y monopolios tecnológicos con sede en otros sitios, con una élite anglosajona reducida al consumismo de lujo o a la función de semental (p. 120).
En el capítulo 3, “Una revolución silenciosa”, Davis analiza el significado de las protestas vecinales. Considera que en la los propietarios de viviendas aprecian más el valor de sus bienes inmuebles que a sus hijos; por lo tanto el significado de comunidad es homogeneidad de raza, de clase y del valor de los inmuebles. Así, en el movimiento social más fuerte del sur de California participan los vecinos de la clase acomodada que se han organizado para defender el valor de sus inmuebles y la exclusividad del vecindario (pp. 126-127).
Las llamadas asociaciones de propietarios son en realidad sindicatos de un segmento de la clase media que tiene intereses comunes como resultado de la copropiedad y de la urbanización planificada. Esta situación se ha convertido, al menos en las afueras de la, en una batalla por el separatismo, es decir, por la creación de un archipiélago de soberanías locales, fragmentadas, resultado de la colaboración entre los promotores y los agentes inmobiliarios para planificar la segregación racial y de clase en las áreas residenciales surgidas durante la posguerra (pp. 137-138).
Durante la etapa próxima a la guerra de Vietnam, la construcción de apartamentos dio paso a una rebelión contra la densidad, ya que destruía el paraíso de las viviendas unifamiliares en calles tranquilas. Así, en el condado de Orange a principios de los sesenta, más de dos tercios de las nuevas viviendas construidas eran unifamiliares; al final de la década, 60% de éstas eran apartamentos, como consecuencia de la entrada en el mercado inmobiliario de parejas más jóvenes y con un poder adquisitivo menor. Esto obligó a los promotores a presionar a las agencias de planeación urbana para que permitieran construir en las montañas y en el desierto. Así, se construyeron viviendas unifamiliares en las colinas de Agoura y La Puente y en los valles de Conjeo, Santa Clarita, Simi y Saddleback, en las llanuras de San Bernardino y San Jacinto y en el desierto de Mojave, alrededor de Palmdale (pp. 147-148).
Fueron los ricos y no los desposeídos quienes protestaron contra la “densidad”, y los que ganaron fueron los propietarios de inmuebles ubicados en las zonas residenciales más viejas de la costa sur de California: en 1973 su vivienda costaba 1 000 dólares por debajo de la media, y seis años más tarde 42 400 dólares por encima de ésta (p. 154).
En los años ochenta, durante la era conservadora del presidente Ronald Reagan, los propietarios defendieron una regulación del mercado urbano para favorecer un crecimiento lento; en otras palabras, en 1986 las asociaciones de propietarios apoyaron la llamada proposición U, que fue realmente una defensa política de la gestión del crecimiento de sus vecindarios, habitados solamente por blancos (p. 161).
Su antecedente fue la recomendación del alcalde Yorty, que en 1969 autorizó el reconocimiento de los vecindarios como unidades de gobierno con sus consejos electivos y representantes designados para evitar la “invasión” en las áreas blancas. Tal visión la adoptó Calvin Hamilton, director de la planificación de la ciudad de 1968 a 1985 para emprender la revisión del anticuado Plan General de la Ciudad, cediendo a las presiones de los propietarios blancos (p. 162).
De este modo, si los asuntos importantes a finales de los setenta en el Valle de San Fernando eran los impuestos, la escolarización con autobuses y la densidad de población, en los ochenta fueron sustituidos por pequeñas protestas (nimby) contra los atascos, la abundancia de pequeños supermercados, la ampliación del aeropuerto, los pupitres de los colegios, la demolición de un restaurante, la construcción de un centro de tratamiento de drogadictos, etc. Incluso la esposa del presidente Reagan tuvo que aceptar el rechazo de sus planes para edificar el Centro Nancy Reagan de tratamiento de drogadictos en un centro médico desocupado del valle (p. 177).
En este sentido, el crecimiento lento fue un factor de división étnica entre los barrios pobres donde residen los trabajadores, y las áreas residenciales habitadas por los blancos ricos (pp. 185-187).
Mike Davis expone en el capítulo cuatro que de esta manera la se convierte en una fortaleza caracterizada por la violencia armada, ya que en los jardines cortados con esmero se han plantado letreros que advierten sobre una respuesta armada contra los invasores, pues los muros están protegidos por policías privados que usan pistolas y a quienes ayuda una vigilancia electrónica. Hay un diseño que fue impulsado por Frank Gehry, el arquitecto estrella de Hollywood, responsable de diseñar una biblioteca que asemejaba un fuerte de la Legión Extranjera, con la que se inició la aparición de la ciudad carcelaria, acelerando la polarización social durante la administración Reagan (pp. 194-195).
La ciudad fortaleza separa a los ricos de los lugares de “terror”, donde la policía ha emprendido un plan de combate y exterminio contra los pobres, a quienes no solamente se considera como criminales, sino incorregibles. Para Davis ésta es una “segunda guerra civil” que comenzó en los años sesenta y se ha institucionalizado en la misma estructura del espacio urbano. Ya no existe el viejo equilibrio entre la represión y la reforma, pues ha sido sustituido por una guerra en contra de los intereses de los pobres urbanos. Por eso, la posmodernidad de la es una mezcla de diseño urbano donde la arquitectura y la maquinaria policial forman parte de una estrategia de seguridad global.
La actividad pública se encuentra en compartimentos funcionales y la circulación es interna, como los grandes centros comerciales, que están permanentemente vigilados por la policía privada, dejando de lado la mezcla de clases y la búsqueda del pleno empleo, con millones de inmigrantes que viven en guetos y barrios y están ansiosos de alternativas de ocio público porque los parques se encuentran abandonados y las playas son de acceso privado, las bibliotecas se cierran, las asociaciones juveniles se han prohibido y a las calles desoladas se les identifica con el peligro (p. 197).
El muro de Berlín cayó, pero en la continúa la “guerra fría” en las calles del centro, donde los lavabos públicos han sido demolidos. Por ejemplo Skid Row, el único que quedaba, fue destruido con la asesoría de la policía, para ahuyentar a los sin techo. Los pobres y marginados han sido estigmatizados como criminales y la policía privada y pública cumple su función de reprimirlos usando helicópteros, cámaras de rayos infrarrojos para tener una visión nocturna, imponiendo el toque de queda y estableciendo retenes en las entradas de los barrios donde viven las llamadas clases “peligrosas”. Asimismo los espectáculos musicales que solían organizarse en el espacio público para estos infortunados o damnificados del proceso de desindustrialización de la han sido cancelados (pp. 204-224).
En el capítulo cinco Davis expone que el proceso de desindustrialización, causante del desempleo, ha provocado que, ante la falta de opciones laborales, los pobres y los inmigrantes ejerzan el narcomenudeo, una actividad que les permite sobrevivir. Esta situación llevó a la policía a reforzar su estrategia de represión, llamándolos “narcoterroristas”.
Hoy día está prohibido ser parte de cualquier grupo o banda, ya que en el pasado, sobre todo en los años sesenta y setenta, eran una forma de cohesión social y de lucha por reivindicar los derechos de las minorías, pero ahora se han convertido en una pieza de las actividades del tráfico de cocaína y sus derivados.
Mientras tanto la policía con la ayuda de los medios de comunicación electrónicos, ha magnificado la violencia que tiene sus bases en la pobreza y el desempleo juvenil y ha organizado la llamada Operación Martillo, que consiste en la invasión policiaca de los barrios pobres para realizar detenciones arbitrarias, incluso usando sus armas. Por ejemplo en 1988 tirotearon a un albañil jubilado de 82 años sin que tuviera drogas, y justificaron su acción con el pretexto de que las bandas de narcotraficantes alquilan los domicilios de los ancianos.
En el oeste del centro de Los Ángeles, donde se ubicaba una asociación que atendía a los refugiados salvadoreños con la ayuda de la iglesia y de algunos miembros de la Mara Salvatrucha -en inglés fue conocida como Crazy Riders-, en 1988 la policía impidió que la iglesia realizara un baile porque la acusó de aglutinar bandas peligrosas; para debilitar a la Mara se realizaron detenciones y deportaciones con la ayuda del Instituto Nacional de Inmigración (pp. 229-246).
Para la población negra se han esfumado las oportunidades de mejor vida, ya que el empleo fabril se ha reducido a los pequeños talleres que pagan el salario mínimo, que en la década de los ochenta fueron refugio de los latinos inmigrantes que producían muebles y artículos perecederos como juguetes y ropa. Por tanto, a los jóvenes negros no les ha quedado más opción que recurrir a la economía alternativa del delito y del narcotráfico, mientras los ricos siguen con sus privilegios fiscales que acarrean desinversión pública y falta de recursos para atender las necesidades de los pobres, fortaleciendo la segregación urbana (pp. 263-276).
En el capítulo seis el autor denuncia la actuación de la Arquidiócesis de Los Ángeles, que goza de privilegios a pesar de que los rezagos de la población de inmigrantes latinos, en su mayoría católicos, siguen acumulándose; por ejemplo, la arquidiócesis funge como terrateniente pues cuenta con más de 900 parcelas valoradas en varios miles de millones de dólares. Hay excepciones: el padre Luis Olivares y sus compañeros claretianos y jesuitas del Downtown se inclinaron por la opción de preferencia para los pobres basada en la teología de la liberación; en contraposición, en los años veinte la arquidiócesis, marcada desde entonces por su conservadurismo, apoyó a los cristeros en México e incluso justificó una eventual invasión estadunidense. Las opciones a favor de los pobres fueron limitándose paulatinamente y posteriormente extinguiéndose, a pesar de que era mucha la población latina creyente, pobre y vulnerable (pp. 282-323).
Finalmente, en el capítulo siete describe el futuro de la usando la metáfora de la excavadora, una máquina que suelen usar los promotores inmobiliarios, los diseñadores de una ciudad polarizada y desigual para barrer con todo aquello que les puede resultar oposición, y lo peor es que para las generaciones venideras van dejando todo convertido en un vertedero de los sueños (pp. 328-381).
La lectura de este libro resulta indispensable para quien trate de comprender las contradicciones socioeconómicas que se manifiestan en una ciudad transformada conforme a las necesidades de los ricos, que han sido beneficiados con el modelo de desarrollo neoliberal y han olvidado el bienestar de amplias capas de la sociedad estadunidense, algo hasta cierto punto similar a lo que sucede en algunas ciudades capitales de América Latina en este inicio del siglo XXI.