Introducción
El objetivo de este artículo es presentar las principales tendencias de la nupcialidad uruguaya durante las últimas dos décadas. Si bien el trabajo se apoya en las grandes líneas de la segunda transición demográfica (STD) para interpretar la evolución de los distintos indicadores de la vida familiar, su carácter es básicamente descriptivo. De esta manera, no se pretende realizar aportes a una discusión teórica sobre este esquema interpretativo, sino contribuir al conocimiento de los procesos de cambio familiar en Uruguay y en especial de la nupcialidad, situando tales procesos en el marco más amplio de la STD.
Poco más de un siglo después de que se inició la primera transición demográfica, la población uruguaya está embarcada en otro gran proceso de cambio. En veinte años todos los indicadores demográficos de la vida familiar experimentaron transformaciones que condujeron a una imagen muy diferente de la de las familias que se formaban durante los años setenta. Si las generaciones que alcanzaron su adultez en esos años fueron las protagonistas de la revolución sexual y contraceptiva, la siguiente generación protagonizó lo que Carlos Filgueira (1996) llamó “la revolución de los divorcios”.
Esta revolución vino acompañada de otros grandes cambios en las formas de organizar la vida conyugal y reproductiva: también proliferaron las uniones libres y hubo un fuerte aumento de la natalidad extramatrimonial (Cabella, 2007; Paredes, 2003a; Kaztman y Filgueira, 2001). Más recientemente, el descenso de la fecundidad determinó que en 2004 la tasa global de fecundidad cayera, por primera vez en la historia demográfica del país, por debajo del nivel de reemplazo (Cabella, 2008; Varela et al., 2008).
Todavía es prematuro afirmar si esta última tendencia se va a mantener, agudizar o incluso revertir, pero la evidencia respecto al resto de los indicadores del cambio familiar sugiere que las transformaciones que han ocurrido en la vida conyugal están consolidadas. Ellas son el resultado acumulado de un proceso de cambio que si bien fue repentino y muy rápido, se caracterizó por su persistencia. Visto en el largo plazo, no es posible identificar otro periodo en la historia de la familia uruguaya del siglo XX en que se registren cambios simultáneos y sostenidos como los que tuvieron lugar en el periodo reciente. En este sentido, la población uruguaya parece converger hacia el proceso que se ha dado en llamar segunda transición demográfica.
Este término fue originalmente concebido a mediados de la década de 1980 por Lesthaeghe y Van de Kaa para dar cuenta del conjunto de cambios que experimentó la familia occidental desde mediados de la década de 1960 (Van de Kaa, 2002). Luego del periodo de recuperación de los nacimientos y matrimonios que siguió a la conclusión de la Segunda Guerra Mundial, caracterizado como una etapa de auge de la familia, los países europeos, seguidos por Estados Unidos, comenzaron a mostrar significativas modificaciones en diversas variables demográficas concernientes a las relaciones familiares. El divorcio aumentó, la nupcialidad comenzó a descender, las uniones consensuales y los nacimientos no matrimoniales se extendieron y se registró una nueva reducción de la fecundidad, cuyo valor tendió a situarse por debajo del nivel de reemplazo.1 Asimismo se registraron modificaciones en la edad promedio de inicio de la vida conyugal y de la reproducción, cuya tendencia fue el retraso de estas transiciones hacia edades progresivamente más tardías. En términos generales, las transiciones familiares se volvieron más frecuentes, más complejas y menos previsibles (Lesthaeghe, 1995), al tiempo que los deseos de realización individual y una valoración cada vez más acentuada de la autonomía personal se transformaron en elementos centrales de las relaciones familiares (Lesthaeghe y Surkyn, 2004; Van de Kaa, 2002; Lesthaeghe, 1995; Cliquet, 1991).
Los crecientes indicios de cambio en los comportamientos familiares de la región han comenzado a despertar interés sobre el eventual inicio de la segunda transición demográfica en la comunidad del continente latinoamericano (Quilodrán, 2001a, 2001b y 2008; Arriagada, 2004; Cabella et al., 2005; Filgueira y Peri, 2004; García y Rojas, 2004; Paredes, 2003b; Rodríguez, 2004).
La cuestión de si los países de América latina están experimentando procesos similares a los registrados en los países occidentales del mundo desarrollado se ha instalado muy recientemente en la discusión sobre el cambio familiar en la región. Aún son escasos los trabajos orientados a analizar este tema, y la variedad de situaciones locales ha contribuido a crear un incipiente clima de controversia respecto al significado y las causas del cambio familiar en estos países. Sin embargo, ya sea para afirmar la particularidad del cambio familiar en Amé-rica latina, o para establecer conexiones con los cambios globales, el eje de discusión comienza a ser dominado por el concepto de la segunda transición demográfica. A este respecto García y Rojas (2004) llaman la atención sobre la reedición (refiriéndose a la adopción a la primera transición) de la lectura del cambio poblacional en América latina en clave comparativa con los procesos ocurridos en los países desarrollados. De acuerdo a la opinión de estas autoras, la adopción prematura de la idea de la STD en nuestros países podría acarrear el riesgo de interpretar resultados cuantitativos semejantes pero de con-tenido diferente.2
A diferencia de los países europeos, fenómenos como la unión libre o la monoparentalidad han sido rasgos históricamente reconocidos en la tradición familiar latinoamericana (Quilodrán, 2001a y 2001b; Charbit, 1987). Mientras que en algunos países, particularmente los del Caribe, estas formas familiares han sido características dominantes del sistema familiar, en el resto fueron una prerrogativa propia de los sectores más pobres de la población. Este hecho impone desafíos particulares a la discusión sobre si hay o no segunda transición demográfica en América latina. ¿El aumento de las uniones consensuales, por ejemplo, es el resultado de la adopción de actitudes más liberales frente a la vida conyugal, o la continuación del modelo histórico latinoamericano? (Rodríguez, 2004).
Hasta el momento la mayoría de los autores que han incursionado en esta discusión ha coincidido en que el cambio familiar latinoamericano, y particularmente el aumento de la consensualidad, está asociado con los procesos de exclusión y de desigualdad de género, adjudicando a una porción muy minoritaria de las nuevas generaciones la adopción de comportamientos modernos al estilo de los que suelen encontrarse en los países industrializados (Castro et al., 2008; García y Rojas, 2004; Kaztman, 2002; Kaztman y Filgueira, 2001; Klicksberg, 2000; Filgueira, 1996). Sin embargo hay cierto acuerdo en que el cambio familiar en los países del Cono Sur podría estar convergiendo hacia la STD. En este conjunto de países se han registrado incrementos notables de la consensualidad, de los nacimientos extramatrimoniales, de los divorcios y separaciones, y considerables aumentos en la edad de inicio del matrimonio (Quilodrán, 2008; Filgueira y Peri, 2004; García y Rojas, 2004). El cambio ha tenido un patrón relativamente similar al registrado en los países europeos: se trató de un cambio rápido, simultáneo, y la regularidad de las tendencias parece mostrar que vino para quedarse.
En otro orden de cosas, cabe destacar que una de las principales fuerzas desencadenantes del cambio familiar, si no suficiente al menos necesaria, reside en la incorporación de las mujeres al mercado de trabajo, no ya como mero apoyo a la economía del hogar en los periodos recesivos, sino como un rol incorporado a la identidad social femenina (Jelin y Díaz Muñoz, 2003). La influencia de este factor en la erosión del modelo de familia tradicional ha sido invariablemente invocada como una de las grandes transformaciones de la segunda mitad del siglo XX que propició el cambio de modelo de relaciona-miento entre los sexos (Giddens, 1993; Beck y Beck, 1998).
América latina ha entrado en este gran cambio social en las últimas décadas. las tasas de participación laboral femenina crecieron a todas las edades en los países de América del Sur, y quizás más relevante ha sido el hecho de que las mujeres ya no abandonan con tanta frecuencia el mercado de trabajo para dedicarse exclusivamente a la crianza de los hijos (Arriagada, 2004; Jelin y Díaz Muñoz, 2003).3 En este sentido se sostiene que la plena incorporación femenina a la fuerza laboral, en coincidencia con el descenso de la nupcialidad y el aumento del divorcio, constituyen síntomas evidentes de que las mujeres cuestionan el modelo de funcionamiento doméstico patriarcal y tienden a abandonar sus roles exclusivos de madres, esposas y amas de casa (Jelin y Díaz Muñoz, 2003).
En resumen, existe evidencia reciente sobre la transformación de los indicadores de la vida familiar en América latina que van en el sentido que predice la STD. Sin embargo son aún escasas la discusión teórica y la producción empírica que permitan dirimir las causas de las transformaciones recientes en este terreno, a lo que se suma la escasez de información adecuada para dar cuenta de la flexibilización de las trayectorias familiares. Por otro lado, es esperable que no haya una interpretación única del cambio familiar si se considera la amplia variedad cultural, social y económica que caracteriza al continente.
Con este trabajo pretendemos, entonces, aportar luz sobre el proceso de cambio familiar en Uruguay y sus particularidades en relación con la STD. Pretendemos también, aunque lateralmente, contribuir con evidencia empírica a la creciente discusión sobre el inicio de este gran proceso de cambio demográfico en los países de América latina.
Los cambios en la formación y disolución de las uniones
La formación de las uniones
En la gráfica 1 se sintetizan las dos grandes tendencias que se han pre-sentado durante los últimos años en materia de formación de uniones: el descenso sostenido del número de parejas que optan por el matrimonio y el aumento de la proporción de parejas en unión consensual. Si se observa el eje izquierdo, en el que se representan los valores que adopta la tasa de nupcialidad, se constata que durante el periodo considerado, ésta experimentó una reducción drástica: en 2007 el valor de la tasa alcanza 5.1, la mitad de su valor inicial (10.2).4 Ya desde la segunda mitad de los años setenta se advierte una tendencia descendente de la nupcialidad uruguaya (Paredes, 2003b; Filgueira y Peri, 1993), sin embargo el ritmo de descenso fue notoriamente inferior al ocurrido desde el principio de los años noventa. A modo de ejemplo, entre 1975 y 1987 la tasa de nupcialidad pasó de 11.9 a 10.2 matrimonios por cada 1 000 personas de 15 y más años (Cabella, 2007). Cualquiera que sea el indicador utilizado (el número absoluto de matrimonios, el indicador sintético de nupcialidad o la tasa de nupcialidad), los datos confirman la importancia del fenómeno y el patrón temporal de des-censo: entre el final de la década de 1980 y el comienzo de la de 1990 principia un proceso de descenso abrupto de las uniones legalizadas, que sólo se estabiliza en el primer quinquenio de 2000.5
FUENTE: Elaboración propia con base en Estadísticas Vitales, Proyecciones de Población y microdatos de la Encuesta Continua de Hogares (ECH ) del Instituto Nacional de Estadística (INE). NOTA: La Encuesta Continua de Hogares (ECH ) es el principal instrumento de recopilación oficial de información socioeconómica del país. La recoge de forma continua el Instituto Nacional de Estadística y se trata de una encuesta de grandes dimensiones, especialmente para una población pequeña como la uruguaya (3.2 millones de habitantes). Durante las décadas de 1980 y 1990, la ECH entrevistó alrededor de 25 000 hogares, y a partir de 1998 restringió la cobertura geográfica a localidades de 5 000 y más habitantes. A partir de 2006 hubo una ampliación de gran magnitud en el tamaño muestral y en el alcance geográfico, que volvió a cubrir localidades menores e incluyó áreas rurales. A partir de 2007 el tamaño muestral es de 42 000 hogares. En este trabajo solamente se procesó información de las personas que residían en localidades de 5 000 y más con la intención de compatibilizar las series de los indicadores analizados. De modo que los datos de la ECH que utilizamos en este trabajo son representativos de la población urbana residente en localidades con más de 5 000 habitantes. En 2007 residía en esas áreas 87% de la población.
Otro aspecto del comportamiento reciente de la nupcialidad que merece destacarse es su falta de reacción a los factores externos. Durante la mayor parte del siglo XX la tasa de nupcialidad presentó oscilaciones cíclicas como respuesta a las coyunturas económicas, con aumentos en los periodos de prosperidad y caídas en los ciclos recesivos, pero en general retornando a un valor promedio de 11 o 12 por mil (Cabella et al., 1998). Durante la crisis financiera de 1982, por ejemplo, la nupcialidad presentó uno de los valores más bajos de la segunda mitad del siglo XX (Filgueira, 1996), y el periodo de descenso que inauguró la década de los noventa abrió también una fase de insensibilidad de los matrimonios a las condiciones económicas. Durante los últimos quince años hubo ciclos económicos favorables, particularmente en el primer quinquenio de los noventa, seguidos por una profunda crisis que alcanzó su peor momento en 2002 (PNUD, 2005). La falta de respuesta de la tasa de nupcialidad a la sucesión de coyunturas de este periodo lleva a pensar que las decisiones matrimoniales de las parejas en la actualidad ya no están tan estrechamente vinculadas al entorno económico como en el pasado. La monotonía de la curva puede ser vista entonces como la expresión de un cambio estructural en cuya base se encuentra la pérdida de primacía del vínculo legal como marco socialmente legítimo de inicio de la vida conyugal.
El aumento de las uniones consensuales constituye la contracara del fenómeno descrito.6 Su evolución atestigua que el descenso de los matrimonios no resulta de una falta de estímulos de las nuevas generaciones para formar uniones; es la consolidación de la desinstitucionalización de los vínculos conyugales. Es claro que el matrimonio dejó de ser la forma predominante de entrada en unión.
Las uniones libres experimentaron aumentos moderados desde la década de 1970, y su ritmo de crecimiento se aceleró durante los últimos años de la década de los ochenta (Paredes, 2003a; Filgueira, 1996), pero fue en los primeros años de la década de 1990 cuando esta forma conyugal registró un crecimiento vertiginoso. La evolución de la proporción de personas en unión libre respecto al total de las unidas entre 15 y 49 años (gráfica 1, eje derecho) revela la notable expansión de las uniones consensuales en los primeros años de la década de 1990. Si se considera todo el periodo, en las dos décadas que transcurrieron entre 1987 y 2007 la proporción de parejas que optó por la unión libre se cuadruplicó, pues partió de 10% del total de unidos en esas edades, para situarse en 40% en el último año de la serie.
Un análisis del aumento de las uniones consensuales en Uruguay
Si bien no se trata de un fenómeno nuevo en el país, la extraordinaria propagación de esta modalidad conyugal en las últimas dos décadas es una de las expresiones centrales del cambio familiar uruguayo de fines del siglo XX. A diferencia de la mayoría de los países europeos, en donde la emergencia de la cohabitación es uno de los rasgos más novedosos del cambio familiar reciente (Kiernan, 2001; Smock, 2000), el concubinato, como solía ser denominado, era una práctica conyugal frecuente entre los sectores pobres urbanos y en el medio rural uruguayo (Pellegrino, 1997; Barrán y Nahúm, 1979). Aun así, en el contexto de América latina, Uruguay forma parte del grupo de países con niveles bajos de consensualidad (Rodríguez, 2004).7
En la actualidad las uniones consensuales siguen siendo más frecuentes entre los sectores más desfavorecidos: las personas con menos educación y las que viven bajo la línea de pobreza (Cabella, 2007; Kaztman, 2002). Tradicionalmente se le encuentra mayormente en los estratos más jóvenes de la población. Resulta novedoso que recientemente los jóvenes con mayor nivel educativo hayan comenzado a optar por esta modalidad conyugal. Si bien la consensualidad creció en todos los sectores y a todas las edades, su aumento en los años recientes tuvo dos consecuencias: en primer lugar se incrementó notablemente la probabilidad de cohabitación entre las parejas jóvenes y en segundo lugar se redujo significativamente la brecha entre los más y los menos educados (gráficas 2 y 3).
* El grupo educativo de 0 a 8 años incluye a las personas sin instrucción a la fecha de la encuesta, a las que tienen primaria completa o incompleta, y a las que iniciaron pero no concluyeron el ciclo básico secundario. El grupo 9-12 incluye a quienes terminaron el primer ciclo de educación secundaria y a las que iniciaron el segundo ciclo de educación secundaria, lo hayan concluido o no. El grupo de 13 y más años de educación incluye a las personas que aprobaron al menos un año en el sistema de educación terciaria. En el anexo se presenta la distribución de las personas con entre 20 y 49 años de edad según años estudio cursados para 2007.
En pocos años este tipo de unión pasó de ser un arreglo conyugal minoritario a constituir el tipo de vínculo más frecuente al inicio de la vida conyugal. En 1987, de los jóvenes de 20 a 24 años que vivían en pareja, 14% de las mujeres y 19% de los varones se encontraba en unión consensual; en 2007 esta proporción alcanzó a 77% de las mujeres y 82% de los varones. Todavía en el grupo quinquenal siguiente (25 a 29 años) tanto entre los hombres como entre las mujeres la proporción de quienes viven en unión libre respecto al total de los unidos supera 60%. Sólo a partir del grupo de edad de 30 a 34 años el matrimonio legal es numéricamente mayor que el de las uniones consensuales.
La incidencia de la unión libre sigue el mismo patrón en los dos años considerados: es más alta en las edades en que se inicia la vida conyugal y decrece a medida que avanza la edad (gráfica 2). Sin embargo, mientras que en 1987 el descenso era gradual, en 2007 la caída es vertiginosa hasta los 30 a 34 años de edad. El brusco descenso en las edades centrales a la formación de uniones sugiere que buena parte de las uniones consensuales se legaliza posteriormente. La información de las Encuestas Continuas de Hogares no es adecuada para estimar en qué medida se ha expandido la cohabitación prenupcial, pero otras fuentes permiten vislumbrar su evolución. De acuerdo con los datos de la Encuesta de Situaciones Familiares y Desempeños Sociales (ESF) 40% de las mujeres que iniciaron su vida conyugal de forma consensual legalizó el vínculo antes de los cuatro años de convivencia.8 Esta encuesta revela también que la unión consensual como preludio al matrimonio ha crecido en la sucesión de las cohortes matrimoniales, y que el aumento ha sido particularmente importante en las generaciones formadas a partir de la segunda mitad de la década de 1980. En Montevideo y Área Metropolitana 22% de las mujeres casadas entre 1975 y 1984 pasó por una fase previa de cohabitación antes de legalizar el vínculo. Entre las cohortes matrimoniales formadas entre 1985 y 2000 esta proporción ascendía a 46% (Cabella et al., 2005; Bucheli et al., 2002).
Cabe preguntarse cuáles han sido las subpoblaciones que contribuyeron al aumento de esta modalidad conyugal y en qué medida su crecimiento refleja comportamientos diferenciales de los distintos es-tratos sociales. En la gráfica 3 se presenta información sobre la incidencia de las personas en unión libre en el total de las que están en algún tipo de unión en 1987 y en 2007, tomando en cuenta los años de estudio acumulados. La gráfica revela el gran crecimiento de la cohabitación en todos los grupos educativos en el periodo considerado.
La transformación en la modalidad de inicio de la vida conyugal ha sido particularmente notable entre los sectores con mayor nivel educativo. La diferencia en la magnitud del crecimiento de las uniones consensuales entre los diversos estratos educativos trajo como resultado el acortamiento de las distancias entre sectores, particularmente entre las generaciones más recientes. En 1987 las uniones libres entre los estratos más educados eran estadísticamente imperceptibles, sólo 5% de las mujeres unidas entre 20 y 24 años y 1% entre las de 25 a 29 estaba en unión libre. Dos décadas más tarde 62% de las mujeres que están en unión con 20 a 24 años de edad y tienen al menos 13 años de estudio acumulados, convive en unión libre. A los 25-29 la proporción de mujeres que iniciaron el nivel educativo terciario (13 o más años de educación concluidos) y vive en unión consensual es 43%. Dado el bajo nivel del que partieron los grupos más educados, la variación porcentual en las dos décadas transcurridas ha sido enorme (1230 por ciento).
Entre las mujeres que alcanzaron como máximo ocho años de educación, la variación porcentual para ese mismo grupo de edad fue de 294%. Por otro lado se destaca que el descenso de la unión libre es más temprano cuanto mayor es el nivel educativo. Ello sugiere que entre los sectores con más educación se asocia con mayor frecuencia la unión libre a una fase transitoria que entre aquellos que presentan un bajo nivel educativo.
En resumen, en los últimos años ha habido dos cambios importantes en la tendencia de la evolución de las uniones libres: a) su carácter de modalidad de inicio de la vida conyugal experimentó crecimientos notables; b) se han incorporado subpoblaciones que sólo muy marginalmente optaban por este tipo de unión.
Cabe destacar que si bien su magnitud queda opacada por el comportamiento de los grupos más jóvenes, ha crecido en todos los tramos etarios. El significativo aumento de las uniones consensuales pasados los 35 años parece responder al efecto conjunto del aumento de las rupturas conyugales y a la preferencia de las personas que vuelven a formar pareja (Cabella, 2008; Filgueira, 1996).
En definitiva, y sin desconocer que existen diferencias tanto en las causas como en la valoración de este tipo de unión, la evidencia muestra que se trata de un cambio que permea todos los sectores sociales. Ésta es una de las pocas dimensiones del cambio familiar uruguayo en que no parece manifestarse algún grado de polarización social. Si bien la unión libre aumentó en todos los niveles educativos, la brecha entre los sectores más y menos educados se redujo, pues ha sido notable el incremento de los jóvenes con alto nivel educativo.
Los cambios en la edad a la primera unión
La evolución de la edad a la que las personas entran en unión sigue las tendencias de las sociedades que se encuentran en la segunda transición demográfica. La edad media al matrimonio de las solteras, tomada como indicador del calendario de la primo-nupcialidad, aumentó dos años entre 1990 y 2002, para situarse en 27 años en 2002. Entre los varones el aumento fue similar y prácticamente alcanzó los 29 años en 2002 (no se presentan los datos).
La amplitud de los cambios en el calendario de la nupcialidad de las nuevas generaciones se aprecia en las diferencias en la distribución por edad de los contrayentes solteros. En el correr de la última década disminuyó sensiblemente la proporción de mujeres y varones que se casó a edades tempranas y aumentó la participación de los contrayentes en los grupos superiores de edad (Cabella, 2007).
Dada la importancia del aumento de las uniones consensuales, cabe preguntar en qué medida el rezago en la edad de inicio de la vida conyugal se restringe sólo a quienes optan por la vía legal. A efectos de dar cuenta de los cambios en el calendario de las uniones, independiente-mente de la naturaleza del vínculo (legal o de hecho), se presenta en el cuadro 2 la evolución de la proporción de solteros en el grupo 25 a 29 años. La información surge de la Encuesta Continua de Hogares.
Mujeres | Varones | |||
Grupos de edad | 1993 | 2002 | 1993 | 2002 |
<20 | 27.3 | 15.1 | 8.7 | 3.3 |
20-24 | 37.6 | 31.0 | 38.9 | 31.0 |
25-29 | 20.8 | 31.6 | 31.4 | 34.6 |
30-34 | 7.0 | 13.0 | 11.3 | 17.3 |
>34 | 7.3 | 9.3 | 9.7 | 13.8 |
Total | 100.0 | 100.0 | 100.0 | 100.0 |
Fuente: Elaboración propia con base en datos de Estadísticas Vitales del INE.
Mujeres | Varones | ||||||
Años de educación | 1991 | 2004 | Diferencia | 1991 | 2004 | Diferencia | |
0-8 | 21.1 | 25.3 | 4.2 | 35.0 | 47.9 | 12.9 | |
9-12 | 28.3 | 35.9 | 7.6 | 41.5 | 49.7 | 8.2 | |
13 y + | 44.0 | 57.5 | 13.5 | 55.4 | 69.4 | 14.0 | |
Total | 29.1 | 40.0 | 10.9 | 42.8 | 54.1 | 11.3 |
Fuente : Elaboración propia con base en datos de ECH (INE ).
En el conjunto de la población de 25 a 29 años se observa que tanto entre los varones como entre las mujeres la soltería aumentó once puntos porcentuales entre 1991 y 2004. Este indicador registra aumentos en todos los estratos educativos, pero revela diferencias significativas en función del número de años de estudio: el incremento de la proporción de solteras a esas edades fue muy escaso entre las que no superaron el primer ciclo de secundaria, un poco mayor en el estrato educativo siguiente, y mucho más importante entre las que accedieron a la educación superior. En los varones no se encuentra una relación lineal entre la evolución de la proporción de solteros y la educación. En particular llama la atención el aumento registrado entre los varones del estrato inferior. Dado que el trabajo continúa siendo uno de los imperativos masculinos para formar uniones, una posible explicación podría residir en la acentuación de las dificultades de los jóvenes con escaso capital educativo para insertarse en el mercado laboral durante la década de los noventa (Amarante y Arim, 2003).
La evolución del divorcio y de las separaciones conyugales
El aumento de las separaciones conyugales y los divorcios constituye uno de los fenómenos más notables de la evolución reciente de las relaciones familiares. Hasta mediados de la década de 1980 la incidencia de divorcios presentaba valores relativamente moderados, sin embargo, a instancias de su evolución reciente Uruguay ha ingresado al conjunto de países con tasas altas de divorcio (Cabella, 1998). En la gráfica 4 se muestra el comportamiento del Indicador Coyuntural de Divorcialidad (ICD) entre 1975 y 2002.
* El indicador coyuntural de divorcialidad se calcula sumando las tasas de divorcio registradas anualmente según duración del matrimonio. Para su estimación es necesario contar con la información de los divorcios que se registran cada año según su duración, a efectos de relacionar esos valores con el tamaño de la cohorte de matrimonios de la que provienen. Para una descripción detallada de la forma de cálculo, véase Cabella, 1998. En Uruguay se publicaron datos de divorcios según duración del matrimonio hasta 2002 inclusive, fecha a partir de la cual no se procesan estadísticas de matrimonios y divorcios, con la excepción del número total ocurrido en el año. Fuente : Elaboración propia con base en información de Estadísticas Vitales de INE.
En el transcurso del periodo considerado, el ICD se duplicó: mientras que en 1975 se auguraba que poco más de 16 de cada 100 matrimonios concluirían en divorcio, en 2002 este indicador revelaba que si las tasas de divorcio por duración del matrimonio se mantuvieran constantes, 34 de cada 100 matrimonios serían disueltos por divorcio.
Es posible distinguir tres fases en la evolución del ICD: la primera se extiende hasta 1984, se caracteriza por su relativa estabilidad, y oscila en torno a un valor inicial de 17%. A partir de 1985 comienza la segunda fase, que inaugura un periodo de crecimiento vertiginoso del divorcio, cuyo resultado es prácticamente la duplicación de los valores promedio de la fase anterior: entre 1990 y 1994 oscilan en torno a 30%.9 A partir del segundo quinquenio de la década de los noventa comienza una nueva fase de estabilidad; durante esta tercera fase el ICD se consolida e incluso experimenta crecimientos moderados. Para los tres últimos años de la serie el indicador coyuntural augura que cerca de 34 de cada 100 matrimonios celebrados entonces concluirán en divorcio. A modo de comparación, en Francia el ICD en el año 2002 era 38.3, en el Reino Unido, 42.6 y en Suecia 54.9 (Sardon, 2002).
Cabe asimismo consignar que se ha registrado un fuerte aumento de las rupturas legales con duraciones cortas y muy cortas. No sólo el divorcio se ha vuelto una práctica cada vez más frecuente, sino que la duración del vínculo matrimonial tiende a ser menor cuanto más reciente es la cohorte de matrimonio. De los casados en 1995 ya había disuelto su unión 13% antes de cumplir 7 años de vida en común, en tanto que a la cohorte conformada en 1975 le llevó más del doble de tiempo (16 años) acumular la misma proporción de disoluciones (Cabella, 1998).
La evolución del divorcio legal ofrece una visión parcial de los niveles de ruptura que experimentó la sociedad uruguaya en los últimos años, pues las separaciones de uniones consensuales no son objeto de registro administrativo. A continuación presentaremos información que da cuenta de la evolución cuantitativa de las personas que se separaron o divorciaron en 1991 y en 2004.
Primeramente se observa que la proporción de personas que estaban fuera de unión a causa de una ruptura aumentó respecto al total de la población comprendida en las edades consideradas, tanto entre los varones como entre las mujeres. Sin embargo tal incremento es el resultado de la evolución ocurrida particularmente en las edades superiores a 35 años. Mientras que en los grupos más jóvenes se advierte la reducción del número de personas separadas o bien aumentos exiguos, entre las personas maduras se registran aumentos considerablemente más importantes. En principio cabe suponer que en la medida en que aumentó la edad a la primera unión, la reducción de los individuos separados o divorciados entre la población más joven es consecuencia de la transición más tardía hacia el inicio de la vida conyugal de las generaciones recientes. Por otro lado hay que considerar que cuanto más jóvenes se separan los individuos, más alta es la probabilidad de que vuelvan a conformar rápidamente otra unión y por lo tanto es más improbable que se les capture en la categoría “separado o divorciado” (Cabella, 2008). Considerando que hubo un aumento de las rupturas con duraciones breves, la información de corte transversal no es la más adecuada para captar la evolución de las rupturas conyugales entre las generaciones más jóvenes. Pasados los 35 años la probabilidad de reconstitución disminuye sensiblemente (Cabella, 2008), por lo que la instantánea que se obtiene a partir de la ECH refleja con menores distorsiones el aumento en el nivel de las disoluciones conyugales.
Como se desprende del cuadro 3, a partir de los 35 años la proporción de personas fuera de unión a causa de una ruptura experimenta aumentos de mayor orden, al punto que en el último grupo quinquenal se registra su virtual duplicación. En lo que atañe a las diferencias de nivel entre hombres y mujeres, la variación porcentual más pronunciada entre los varones a partir de los 35 años ha dado lugar a una reducción de la brecha de género en la proporción de personas separadas o divorciadas en la última década. Aun así, es significativamente mayor la representación femenina en esta categoría. De los 50 a los 54 años uno de cada diez varones vive fuera de una unión conyugal a consecuencia de una ruptura, en tanto que casi la quinta parte de las mujeres de ese grupo etario declara estar en tal situación.
Las tendencias de la fecundidad y de la edad a la maternidad
La evolución de la fecundidad
A diferencia de lo ocurrido en la mayoría de los países de América latina, en Uruguay los cambios propios de la primera transición demográfica tuvieron lugar a fines del siglo XIX y principios del XX. La precocidad de este proceso determinó que a mediados de la década de los sesenta la fecundidad y la mortalidad alcanzaran niveles bajos, continuando posteriormente su proceso de descenso de forma paulatina, aunque a un ritmo muy menor al registrado durante la primera mitad del siglo (Pellegrino, 2003). A mediados del siglo XX la fecundidad había alcanzado tres hijos por mujer. Entre 1975 y 1985 la tasa descendió a 2.5 y se mantuvo inalterada durante la década siguiente, de acuerdo con una estimación sobre la base poblacional del censo de 1996 (2.51 hijos por mujer según Varela et al., 2008).
El valor de la tasa global de fecundidad estimada por el Instituto Nacional de Estadística en 2004, cuando se realizó un recuento de población, fue de 2.08. Si se toma en cuenta la moderada disminución que experimentó este indicador durante la segunda mitad del siglo XX, se puede sostener que en la última década ocurrió una reducción significativa de la fecundidad. De hecho, en 2004 la tasa cayó por debajo del nivel de reemplazo por primera vez en la historia de la fecundidad uruguaya. Dado que la TGF es un indicador coyuntural, habrá que observar su comportamiento en los próximos años para determinar si se trata de una tendencia sostenida, pero considerando que la reducción anual ha sido constante en los ocho años de la serie estudiada, es factible que la TGF se estabilice en un nivel levemente inferior al reemplazo poblacional e incluso que continúe su camino de descenso.
Cabe advertir que en el comportamiento reproductivo uruguayo son profundas las diferencias sociales y territoriales. Varios autores han interpretado que la escasa reducción de la fecundidad durante la década comprendida entre 1985 y 1996 es el resultado de los comportamientos reproductivos diferenciales de las subpoblaciones (Varela et al., 2008; Paredes y Varela, 2005; Pellegrino, 2003; Varela, 2004; Calvo, 2002). Con distintos enfoques, estos trabajos muestran que las tendencias de la fecundidad por edad, por nivel educativo, según necesidades básicas o inserción laboral de las madres, presentaron grandes diferencias dependiendo de los sectores considerados. Así, concluyen que las mujeres con bajo nivel educativo, las que no trabajan y las más pobres tienen una fecundidad más alta y más temprana que las que presentan mejores desempeños sociales.
Año | TGF |
1996 | 2.51 |
1997 | 2.47 |
1998 | 2.30 |
1999 | 2.28 |
2000 | 2.23 |
2001 | 2.20 |
2002 | 2.22 |
2003 | 2.18 |
2004 | 2.08 |
2005 | 2.02 |
2006 | 2.04 |
Fuente : 1996-2005, Instituto Nacional de Estadística; 2006, Varela et al., 2008.
La evolución de la natalidad extramatrimonial
También el contexto conyugal de la reproducción presentó cambios de considerable magnitud en esta última década. Durante la mayor parte del siglo XX la proporción de nacimientos ocurridos fuera del matrimonio legal fluctuó entre 20 y 30% respecto al total de alumbramientos anuales. Las décadas de 1950 y 1960 constituyen un periodo de gran estabilidad y baja frecuencia de la natalidad extramatrimonial, cuyo valor permanece casi estático en torno a 20%; durante los años setenta alcanza 23% y aumenta a 28% en los años ochenta. Su crecimiento, que comienza a notarse a partir del segundo quinquenio de la década de 1980, hace eclosión en la década siguiente, cuando el promedio decenal muestra que 45% de los nacimientos ocurrió al margen del matrimonio legal. En 1990 los nacimientos extramatrimoniales representaban 31.5% del total de los nacidos vivos y en el año 2000 eran ya 48% (Pellegrino et al., 2008; Cabella, 2003 y 2008). Si se recuerda el patrón temporal de aumento de las uniones consensuales, resulta evidente que el crecimiento de los nacimientos extramatrimoniales es el correlato en la esfera de la reproducción de los cambios en las relaciones conyugales.
El aumento de la natalidad extramatrimonial no parece resultar de un aumento de los nacimientos fuera del ámbito de la pareja. Como puede observarse en el cuadro 5, la proporción de partos de madres que están fuera de unión se mantiene estable en los tres años considerados; se produce entonces un fuerte descenso de la proporción de nacimientos de madres casadas, compensado por el aumento de los que resultan de uniones de hecho.
Año | |||
Estado civil | 1993 | 1999 | 2002 |
Casadas | 64.4 | 47.0 | 44.4 |
Unión libre | 14.7 | 31.2 | 33.3 |
Solteras | 17.8 | 19.4 | 19.9 |
Otro | 3.1 | 2.5 | 2.3 |
Total en unión | 79.1 | 78.1 | 77.8 |
Fuente : Elaboración propia con base en microdatos de estadísticas vitales del Ministerio de Salud Pública (MSP ).
Con sólo esta información no es posible saber en qué medida las parejas legalizan su unión una vez ocurrido el nacimiento, pero parece claro que en sectores cada vez mayores de la población el matrimonio ya no es un requisito necesario para dar inicio a la vida reproductiva.
La edad a la maternidad
El aumento de la edad a la maternidad es uno de los indicadores más reveladores del cambio en las actitudes frente a la vida familiar que caracteriza a la STD, en tanto se interpreta como un reflejo de la renuencia de las nuevas generaciones a asumir tempranamente compromisos familiares que puedan interferir con su desarrollo personal. En este sentido, el retraso de la vida reproductiva ha sido visto como el aplazamiento de la etapa de inversión en el cuidado de la próxima generación. En los países desarrollados son excepcionales los casos en que la edad promedio al primer hijo está por debajo de 24 años, y en la mayor parte de esas sociedades dicho indicador sobrepasa los 28 años (Van de Kaa, 2002).
La información provista por las encuestas de hogares y los censos uruguayos no permite evaluar la tendencia que ha seguido Uruguay en la transición a la maternidad. El valor de este indicador puede estudiarse, sin embargo, a partir de fuentes alternativas, aunque no es posible evaluar su tendencia en la sucesión de generaciones. la Encuesta de Situaciones Familiares (ESF), que recogió información de carácter retrospectivo, reveló por ejemplo que la edad media a la maternidad de las mujeres montevideanas que en 2001 tenían entre 45 y 54 años se situaba en 25.1 años.
El análisis de las estadísticas continuas de nacimientos permite evaluar las características de las mujeres que tuvieron su primer hijo en distintos años calendario.10 Debe tenerse en cuenta que esta información no revela el comportamiento de la población femenina en general, sino de la edad promedio a la maternidad de las mujeres que pasaron a la condición de madres en cada año seleccionado. Es decir, refleja la edad a la maternidad de las que efectivamente fueron madres en ese año, pero permanecen inobservadas las que no tuvieron entonces su primer hijo, por lo cual el valor que se obtiene va a ser diferente al observado por las cohortes al final de la etapa reproductiva. De todos modos, si la edad a la maternidad se incrementa entre las gene-raciones, es esperable que aumente la edad media de las mujeres que tienen su primer hijo a medida que avanza el tiempo.
En el cuadro 6 se compara la edad media de las mujeres que tuvieron su primer hijo en 1993 y en 2004. Se observa que los cambios han sido muy escasos en el transcurso de la última década, si se considera el total de las madres en cada año. La edad media en ambos está muy próxima a 23 años. Se presenta además en este cuadro la edad media de las madres según el nivel educativo que habían alcanzado al momento del parto. El tipo de información que se utiliza no permite hacer inferencias acerca de las diferencias de nivel observadas entre estratos en un mismo año calendario, ya que por definición quienes tienen su primer hijo antes de alcanzar, por ejemplo, los veinte años, no pueden haber completado el nivel terciario. Inversamente, las que al momento de tener su primer hijo habían completado la universidad, deben haber sobrepasado por lo menos los 22 o 23 años. De modo que la comparación sólo es válida si se contrasta el valor de la edad a la maternidad a igual nivel educativo durante los dos años considerados. El objetivo es entonces determinar si se registran cambios en el inicio a la maternidad en igual nivel educativo y analizar si estos cambios influyen en el acortamiento o ensanchamiento de las diferencias entre sectores educativos con el paso del tiempo.
1993 | ||||||
Nivel educativo |
Media obs. |
Media (N)* |
Sesgo |
Error estándar |
||
Muy bajo |
20.8 |
20.4 |
21.1 |
0.006 |
0.19 |
|
Bajo |
21.6 |
21.5 |
21.7 |
0.257 |
0.47 |
|
Medio |
25.4 |
25.3 |
25.6 |
-0.015 |
0.77 |
|
Alto |
28.4 |
28.2 |
28.6 |
0.000 |
0.11 |
|
Total |
22.9 |
22.8 |
23.0 |
0.001 |
0.038 |
|
2004 | ||||||
Media obs. |
Media (N)* |
Sesgo |
Error estándar |
|||
Muy bajo |
20.0 |
19.6 |
20.4 |
-0.003 |
0.193 |
|
Bajo |
21.7 |
21.6 |
21.8 |
0.002 |
0.051 |
|
Medio |
26.6 |
26.4 |
26.8 |
-0.001 |
0.087 |
|
Alto |
30.1 |
29.9 |
30.3 |
-0.001 |
0.102 |
|
Total |
23.6 |
23.5 |
23.7 |
0.001 |
0.046 |
* En 1993 se produjeron 55 953 nacimientos; la muestra corresponde a 20 635 nacimientos de madres primíparas en las edades seleccionadas. En 2004 el total de nacimientos alcanzó 50 052 y de ellos 17 760 fueron de primer orden. En el anexo se presenta la distribución de los nacimientos de primer orden según la educación de la madre. ** Con 95% de confianza, 1 000 replicaciones de tamaño igual al n muestral, utilizando bootstraps. NOTA: Muy bajo: sin instrucción o primaria incompleta; bajo: primaria completa o secundaria o UTU incompleta; medio: secundaria o UTU completa o superior incompleta; alto: universidad completa. En el anexo se presenta la distribución de las madres según nivel educativo en cada año seleccionado. Fuente : Elaboración propia con base en los microdatos de las Estadísticas Vitales del Ministerio de Salud Pública.
La comparación de medias a igual nivel educativo revela que entre las mujeres que al momento del nacimiento de su primer hijo nacido vivo no alcanzaron a completar la primaria, la edad promedio de la maternidad ha descendido, aunque esta reducción no alcanza a un año. En el estrato bajo, donde están las madres primerizas que no habían concluido la secundaria, la edad media se mantuvo sin cambio, en 21.6 años. Entre las madres de los estratos educativos superiores se observa una tendencia a retrasar el inicio de la etapa reproductiva: un año entre las del nivel medio y más de un año entre las que concluyeron la universidad. En resumidas cuentas, el estanca-miento de la edad a la maternidad durante este periodo puede interpretarse entonces como la “suma cero” de los comportamientos de distintos grupos sociales.
En consecuencia, y quizás éste sea el resultado más destacable en lo que se refiere al calendario de la reproducción, se ha producido un ensanchamiento de la brecha en la edad a la maternidad entre los diversos sectores educativos: si en 1993 la distancia entre el estrato más bajo y el superior era de 7.6 años a favor de las más educadas, en 2004 alcanza 10.1 años. Entre las universitarias y las que no completaron la secundaria se ha producido un similar aumento de la distancia. En la gráfica 5 se presenta la distribución por edad y nivel educativo de las madres en los dos años considerados.
La edad a la maternidad está en relación con otra serie de transiciones anteriores, como la permanencia en el sistema educativo, el ingreso al mercado de trabajo y la entrada en unión. Así, el aplaza-miento del inicio de la etapa reproductiva está asociado a un mayor nivel educativo de las mujeres, mayores tasas de actividad femenina y una mayor estabilidad de las familias (Hobcraft y Kiernan, 1999; McLanahan, 2004). La dilación en la edad a la maternidad suele tomarse como un indicador de bienestar femenino, pues se interpreta como la renuencia a asumir compromisos familiares con el afán de adquirir un capital educativo y lograr una inserción más sólida en el mercado laboral. Por otro lado se entiende que repercute en un mayor bienestar de la situación económica de los niños, pues los padres están en mejores condiciones para acceder a los recursos económicos que les permitan afrontar los costos de la crianza (McLanahan, 2004.
Los datos revelan que en Uruguay los estímulos para rezagar la maternidad han influido profundamente en la decisión del momento de inicio de la etapa reproductiva entre las mujeres más educadas. Entre las que concluyeron los estudios universitarios se observa que el aplazamiento de la edad a la maternidad ha ocasionado un cambio en la forma de la cúspide: diez años atrás para la mayoría de ellas se con-centraba la transición a la maternidad en el grupo de 25 a 29 años; en 2004 la proporción de madres universitarias que tiene su primer hijo entre 30 y 34 años es la misma que la del grupo de 25 a 29. Un cambio similar, aunque menos pronunciado, se advierte entre las que terminaron la secundaria y eventualmente comenzaron estudios de nivel superior: la edad cúspide a la maternidad se desplaza de los 20 a los 24 años hacia el grupo siguiente. A diferencia de las que lograron acumular mayor capital educativo, no se observan cambios en la edad a la maternidad entre las que no terminaron la enseñanza secundaria.
En resumen, si se relacionan estos resultados con los cambios en la edad al inicio de las uniones, se observa que durante la última década se ha registrado en el total de la población una tendencia a posponer la edad de inicio de la vida conyugal. Si se considera a las mujeres en su conjunto se observa que esta tendencia no ha sido acompañada por el retraso en la edad al primer hijo, con las salvedades inherentes a las limitaciones de los datos utilizados para analizar este indicador. Sin embargo, los escasos cambios en el retraso a la edad de entrada en unión de las que cuentan con menos educación están en línea con su ausencia de retraso a la maternidad. Si bien no resultan llamativas las grandes diferencias de calendario entre los diversos sectores sociales respecto a las transiciones conyugales y reproductivas, es preocupante que estas diferencias se hayan profundizado y con ello acarreado una mayor polarización social en este terreno de la vida familiar.
En un estudio reciente, Varela et al. (2008), utilizando tablas de supervivencia con datos de fecundidad retrospectiva, encuentran que se registra una moderada postergación de la maternidad entre las uruguayas de las generaciones más recientes. Asimismo confirman que la educación es la variable con mayor fuerza explicativa al analizar las diferencias en la edad de inicio de la fecundidad. De acuerdo con este estudio, la edad mediana al inicio de la procreación entre las mujeres que no completaron la educación primaria es de 20 años, mientras que entre las que concluyeron estudios de nivel terciario es de 29 años.
¿Hay una segunda transición demográfica en Uruguay?
Aun cuando no se dispone en Uruguay de información adecuada para sustentar la evolución de las actitudes hacia los lazos familiares, el comportamiento de los indicadores relativos a la vida conyugal sugiere que allí efectivamente se está procesando la STD. En el transcurso de las dos últimas décadas las características de la familia experimentaron profundas transformaciones que obedecieron a la profundización del envejecimiento demográfico -que contribuyó a aumentar la importancia de los hogares unipersonales y de las parejas solas- y también a los vertiginosos cambios en la formación y disolución de las uniones (Cabella, 2007; Paredes, 2003b).
El análisis de los indicadores relativos a la vida familiar no deja lugar a dudas respecto a la magnitud del cambio ocurrido muy recientemente. De la misma manera que ningún demógrafo dudaría en rotular de “transición demográfica” al pasaje de un régimen de altas tasas de natalidad y mortalidad hacia otro caracterizado por niveles bajos de natalidad y mortalidad, la dirección y la magnitud del conjunto de indicadores considerados evidencian la convergencia de Uruguay en la segunda transición demográfica. De modo que si nos atenemos a una definición en que la STD sea la expresión estilizada de la regularidad empírica del cambio familiar de fines del siglo XX, podemos afirmar que Uruguay se ha incorporado a este nuevo proceso de cambio poblacional.
¿Puede decirse que el cambio responde a transformaciones en las “orientaciones de valores” que predice la STD? Es probable que sea consecuencia de las crecientes aspiraciones de autonomía individual y de igualdad de género, pese a la prevalencia de fuertes rasgos patriar-cales en amplios sectores de la sociedad (Aguirre, 2008). Sin lugar a dudas este proceso tiene lugar en el marco de una sociedad desigual, empobrecida y con crecientes síntomas de exclusión social (UNICEF, 2007; PNUD, 2005). Baste considerar que las distancias respecto al inicio de la vida reproductiva dan cuenta de las diferencias en el calendario de las transiciones a la vida adulta y de la bifurcación de los modelos reproductivos en función de las oportunidades encontradas en el sistema educativo y en el mercado laboral.
En Uruguay la cuestión educativa ha sido particularmente importante en las dos últimas décadas y ha desempeñado un rol preponderante en la agudización de las brechas de ingreso; asimismo la tasa de actividad, la precariedad en el trabajo y la informalidad presentan marcadas diferencias en función del nivel educativo (Amarante y Arim, 2003), por lo que parece obvio que las transiciones que implican el abandono precoz del sistema de enseñanza comprometan el bienestar económico de los individuos y de su progenie.11
En consecuencia, si bien en las últimas décadas se han incrementado los años de estudio de la población y han aumentado las tasas de participación laboral femenina (Espino y Leites, 2008), dos tendencias que seguramente favorecieron la expansión de valores igualitarios y fomentaron la autonomía individual, persisten fuertes diferencias sociales y la pobreza ha aumentado en los últimos años (PNUD, 2005). Parece entonces innegable que el cambio familiar en Uruguay tiene lugar en un contexto de polarización social y demográfica (Varela, 2008; Filgueira y Peri, 2004).
Sin embargo, ¿significa esto que algunos sectores permanecen inmunes al proceso de difusión de los valores asociados a la STD? En un trabajo reciente sobre la importancia de los factores ideológicos en la adopción de distintos comportamientos familiares en Uruguay (cohabitación, trayectorias conyugales complejas, división sexual del trabajo), Peri (2003) concluye que aun controlando por edad, educación y nivel de bienestar económico, se encuentran diferencias significativas en la propensión femenina a adoptar comportamientos modernos en función de sus actitudes frente a la igualdad de género, a la regulación institucional de las relaciones conyugales y a la tolerancia de la diversidad sexual. De acuerdo con los resultados obtenidos por este autor, las elecciones relativas a las formas de conyugalidad no constituyen respuestas adaptativas al entorno socioeconómico, sino que están mediadas por procesos de conciencia en todas las posiciones de la estructura social. Si bien es necesario contar con más y mejor información sobre los cambios en las actitudes y valores de la población uruguaya y sobre el significado de las transformaciones familiares en el espectro social, los indicios que aportan las investigaciones recientes sugieren que existe conexión entre la difusión de ideas menos convencionales y la adopción de nuevos estilos de vida familiar.
En un trabajo reciente Lesthaeghe y Surkyn (2004) se interesan por la eventual expansión de la STD hacia los países de Europa Meridional y del Este y hacia otros continentes. Estos autores consideran que con los procesos de difusión ocurridos en las dos últimas décadas en el continente europeo la STD traspasó la “barrera inquebrantable” de los Alpes y los Pirineos. En Europa del Este los cambios en la fecundidad y la vida conyugal se interpretaron inicialmente como la respuesta a la crisis económica y social que acarreó la caída del muro de Berlín. La permanencia de las nuevas pautas de nupcialidad y fecundidad (caída de los matrimonios, aumento de las uniones y nacimientos extramaritales, caída y retraso de la fecundidad) tras la recuperación, y la emergencia de valores individualistas confirmaron, según dichos autores, que la STD se había instalado en estos países. Más tardíamente y en el contexto de un sistema familiar de lazos “fuertes”, los países de la Europa mediterránea registraron cambios duraderos en los contextos de procreación, acordes con el sentido del cambio predicho por la STD (Lesthaeghe y Surkyn, 2004).12
En términos más generales concluyen que los cambios en las orientaciones culturales hacia la vida familiar que predijo la segunda transición pueden ocurrir en diferentes grados de desarrollo económico, en distintos niveles educativos y en diversos rangos de ingresos de los hogares, si se tiene en cuenta que la “STD no considera el cambio cultural como algo endógeno a los modelos económicos, sino como una fuerza adicional con sus propios efectos exógenos sobre el cambio demográfico” (Lesthaeghe y Surkyn, 2004).
Por otro lado, el cambio familiar no es un proceso uniforme que responda automáticamente a los procesos de modernización e individualización. Como todas las transformaciones sociales, exige ser interpretado en el contexto en que tiene lugar, y particularmente tomar en cuenta que está mediado por el entorno institucional y por los sistemas locales de políticas públicas. Incluso en países con bajos niveles de pobreza y fragmentación social se ha encontrado una marcada polarización de los comportamientos familiares en función de la pertenencia social y de la capacidad institucional para responder a las necesidades de las familias en el marco de la segunda transición demográfica (Kaufmann y Schulze, 2002; Ravanera y Rajulton, 2004).
Como ya dijimos, esta discusión es aún incipiente en la comunidad demográfica latinoamericana, y parece relevante la objeción de García y Rojas (2004) respecto a la pertinencia de adoptar prematuramente esquemas teóricos importados en detrimento de posturas más flexibles que permitan analizar el cambio familiar en función de la especificidad de los contextos locales. Además, la investigación sobre este tema se enfrenta con la dificultad de que en la región no se cuenta con los instrumentos de análisis adecuados para determinar los cambios que se han operado en torno a las decisiones conyugales. Han sido escasos los estudios específicos; los trabajos realizados se basan exclusivamente en datos de censos, encuestas de hogares y registros administrativos. Esta carencia de información ha acarreado un exiguo conocimiento respecto a un área fundamental de cambio familiar: el cambio de las formas y los calendarios de las transiciones.
Hasta ahora los análisis que han conectado el cambio familiar con el cambio social se han centrado en describir e interpretar los efectos de las transformaciones en las familias sobre los procesos de desintegración social de las últimas décadas; sin embargo han sido escasos los trabajos orientados a interpretar cuáles han sido las fuerzas que desencadenaron tales transformaciones. Recientemente algunos autores han comenzado a preocuparse por las vulnerabilidades que puede acarrear el cambio familiar, particularmente en los hogares de los estratos más pobres de la población (Filgueira y Peri, 2004; Rodríguez, 2002). Esta perspectiva sugiere la necesidad de analizar las consecuencias del cambio, y sus eventuales costos entre quienes cuentan con menos recursos para hacer frente a la nueva inestabilidad de los vínculos familiares.
Una de las ventajas de asumir que la sociedad uruguaya ha entrado en un nuevo régimen demográfico, basado en la precariedad de las relaciones conyugales, es que se revisará la pertinencia de los mecanismos institucionales de protección a los miembros de las familias a la luz de la experiencia de los países que han ajustado sus marcos legales e institucionales en función de los cambios operados en el interior de las familias.
A modo de ejemplo, y para finalizar, baste considerar las consecuencias del aumento de las rupturas conyugales sobre el bienestar de amplias capas de la población. La evidencia es unánime respecto a que el divorcio acarrea consecuencias económicas negativas para la vida de las mujeres y los niños (Bartfeld, 2000; Bartfeld y Meyer, 2003; Casper y Bianchi, 2002). Para el caso de Uruguay, la vulnerabilidad económica de los niños es quizás uno de los aspectos más preocupantes en un contexto de creciente infantilización de la pobreza (De Armas, 2006; PNUD, 2005). Si bien no hay medios para evaluar cómo han in-fluido los cambios de la familia en el aumento de la pobreza infantil, es razonable pensar que la inestabilidad familiar tiende a profundizar las desventajas de los pobres. La pérdida de un aportante (total o parcial) para los hogares pobres, que son además los que concentran mayor cantidad de niños, sumada a la pérdida de economías de escala, es determinante para la supervivencia de esos hogares.
De acuerdo con las cifras que arroja la Encuesta de Situaciones Familiares (ESF, 2001), 58% de los padres separados no brinda aporte alguno al hogar donde vive su ex cónyuge, y cuanto menor es el nivel de ingresos del padre y más precaria su inserción en el mercado de trabajo, menor es la probabilidad de que cumpla con sus obligaciones financieras después de la ruptura (Bucheli y Cabella, 2005; Bucheli, 2003), de donde se desprende que las mujeres que se hallan en peores condiciones económicas son las que se ven más perjudicadas por la pérdida de un aportante cuando ocurre la ruptura. Sin embargo, cuando los padres cooperan económicamente con su ex hogar, el bienestar económico de sus hijos no presenta diferencias relevantes respecto al bienestar de los niños que conviven con sus dos progenitores (Bucheli y Cabella, 2005).
El nivel de incumplimiento en Uruguay no difiere del que se registraba hace veinte años en los países europeos y en el mundo anglosajón, cuando ya era alta la frecuencia de divorcios. En éstos, una proporción de varones que variaba entre 50 y 60% desatendía el bien-estar económico de sus hijos al interrumpirse su convivencia (Kunz et al., 1999; Meyer, 1996). En dichos países se han revisado ya la legislación y la institucionalidad relativas a las pensiones alimenticias y se han puesto en marcha varios programas de política pública orientados a mejorar el cumplimiento de las obligaciones y a evitar los riesgos de exclusión del padre cuando ocurre un divorcio. Los resultados han sido variados, pero en muchos lugares se ha logrado reducir a la mitad el incumplimiento en el pago de pensiones.