Hacia mediados de la década pasada la Asociación Argentina de Historia Económica organizó un seminario cuyo propósito central fue "establecer un balance de lo realizado en los últimos veinte años en el país desde la vuelta de la democracia y discutir una agenda de investigaciones que permita relanzar los estudios en historia económica" (Gelman, 2006: 9). En el marco de esa reunión, cuyas conclusiones se volcaron en un muy interesante libro, Hernán Otero (2007: 41-58) fue el encargado de poner a punto las pesquisas que se habían centrado en explorar el vínculo entre la población y la economía. Luego de enumerar los múltiples avances registrados en áreas tan diversas como el crecimiento demográfico, la reproducción de la población y el nivel de vida, Otero se refirió a un virtual vacío de conocimientos sobre el estudio de las ciudades. Conforme a su perspectiva los historiadores habían centrado su atención en aspectos culturales (por caso: las ideas sobre la ciudad, los imaginarios urbanos y el urbanismo) que resultaban de indudable interés, pero que no aludían suficientemente a la población. Este giro culturalista, en palabras de Otero, había convertido a los estudios urbanos en una "suerte de pariente pobre dentro de la historia demoeconómica" (Otero, 2007: 51-52).
Con este trabajo pretendemos colaborar en la reconstrucción del lesionado vínculo entre la ciudad y la población a partir del estudio de la relación entre la pobreza y las migraciones en Neuquén hacia comienzos de la década de 1980. La elección de una localidad de mediano porte para abordar esta problemática nace de la necesidad de buscar escalas intermedias entre los estudios nacionales y los que se basan en unidades microespaciales. En términos metodológicos, esta apuesta por una mezzohistoria se volverá operativa a partir del análisis de la información por radio censal que brinda el Censo Nacional de Población y Vivienda de 1980. Gracias a esos datos analizaremos en primera instancia la estrategia de crecimiento que ha llevado adelante el Estado provincial y los cambios que la misma imprimió en la población y en la sociedad de la capital neuquina. En segundo término nos aproximaremos en forma teórica al concepto de pobreza y estudiaremos la distribución de la población de acuerdo con su estrato socioeconómico. En tercer lugar exploraremos, con el auxilio de algunas medidas clásicas de segregación, la localización de los habitantes de la ciudad en función de su condición migratoria, prestando especial atención en quienes llegaron de otras provincias argentinas y de los países limítrofes. Por último, con el propósito de dotar al estudio de una mirada multidimensional, veremos cómo se correlacionaron las condiciones socioeconómica y migratoria en el proceso de diferenciación espacial. En todo este recorrido los resultados que se obtengan estarán acompañados por cartografías temáticas que se han elaborado a partir de la utilización de sistemas de información geográfica, y en particular el programa ArcView GIS 3.3.
El escenario: una ciudad intermedia de crecimiento explosivo1
Antes de aproximarnos a las posibles vinculaciones entre la pobreza y las migraciones conviene referirnos brevemente al contexto que sirvió de escenario al proceso que pretendemos explicar. Para ello puede que sea un buen punto de partida para nuestro recorrido lo que ocurre en el presente. Neuquén es actualmente la capital de la provincia homónima ubicada en la franja más septentrional de la Patagonia argentina (Mapa 1). Se trata de una localidad que de acuerdo con el Censo Nacional de 2010 cuenta con alrededor de 220 mil habitantes y hace las veces de aglomeración primada dentro de una conurbación que reúne cerca de 340 mil habitantes. Esta última, conformada por las ciudades de Neuquén, Cipolletti y Plottier, es además el centro neurálgico de un área mucho mayor, conocida como el Alto Valle, que comprende el centro-oeste de la provincia de Río Negro y el vértice oriental de la provincia de Neuquén.
Está claro que esta realidad no siempre fue así. Durante la primera mitad del siglo XX la ciudad que nos ocupa funcionó como cabecera de un espacio rural inmediato dedicado a la fruticultura y fue el asiento de un aparato burocrático cuyos brazos apenas se extendían sobre el territorio neuquino (Mases et al., 2004). A semejanza de otras ciudades de la región, como Cipolletti o General Roca -ambas ubicadas en la vecina provincia de Río Negro-, una considerable población europea y sus descendientes conformaban el grueso de los propietarios de las pequeñas parcelas dedicadas a la producción de fruta, que eran el principal resorte del comercio local. Al mismo tiempo una muy importante corriente de trabajadores originada en los valles de la novena región de Chile cumplía tareas de apoyo a la producción rural, pero también desempeñaba una variada gama de labores urbanas que requerían escasa calificación.
Pese a su considerable avance durante la primera mitad del siglo XX, la población neuquina presentaba tasas de crecimiento inferiores a las del cinturón industrial bonaerense. Apartada de los proyectos industrialistas que habían remodelado la arquitectura demográfica argentina, la ciudad de Neuquén se desarrolló gracias a un crecimiento vegetativo apenas positivo y a que se consolidó como destino de un creciente contingente de migrantes del interior del territorio. Lejos habían quedado los años en los que la población neuquina se distribuía de forma equilibrada entre cada uno de sus espacios productivos. Con el deterioro de la ganadería que alimentaba a los mercados trasandinos, sujeta desde los años cuarenta a rigurosos controles fronterizos, el sector oriental de la población comenzó a ganar espacio frente a los departamentos recostados sobre los Andes (Bandieri, 2002). De todos modos este crecimiento, que llevó a la joven capital de los dos mil habitantes en 1914 a los siete mil en 1950, fue insignificante respecto al que experimentó en las décadas siguientes (Vapñarsky y Pantelides, 1983).
Poco de ese escenario quedaba en pie hacia comienzos de los ochenta. Si observáramos en perspectiva las cifras que ofrecía el Censo Nacional de 1980, advertiríamos una serie de transformaciones demográficas de enorme importancia. La más evidente de ellas fue el impresionante crecimiento de la población, que prácticamente se sextuplicó: los 15 mil habitantes registrados en 1960 se transformaron en cerca de 90 mil veinte años después. Al igual que en el ámbito provincial, dos fenómenos ayudan a entender un crecimiento de esta envergadura. Por un lado debemos mencionar un incremento vegetativo que se mantuvo entre los más altos de Argentina: una mortalidad en caída libre fue acompañada por una natalidad que, aunque a la baja, siempre estuvo por encima de la media nacional (Taranda et al., 2009). Por el otro lado, el crecimiento migratorio llevó a la ciudad de Neuquén a posicionarse como una de las áreas receptoras de mayor progreso durante la segunda mitad del siglo XX. Sobre este punto basta con mencionar un dato: gracias a la llegada de una enorme cantidad de migrantes Neuquén logró multiplicar su población por 13 entre 1950 y 1991, en un desempeño que la llevó a liderar el ranking de ciudades argentinas de mayor crecimiento relativo (Lattes, 2007: 40-43).
Este masivo desplazamiento poblacional, que explica el ingreso de Neuquén al grupo de las veinte urbes más pobladas del país (Silvestri y Gorelik, 2005: 452-453), no podía dejar de afectar la estructura de edad. Gracias al aporte migratorio, integrado mayoritariamente por una población en edades fértiles, la proporción de jóvenes se mantuvo en rangos muy altos: a comienzos de la década de los ochenta cerca de 40% de los habitantes de la capital provincial tenía menos de 14 años (Toutoundjian y Holubica, 1990: 32). Por la misma razón la participación de los ancianos, aunque al alza, se encontraba entre las más bajas que se registraron en la nación. Un simple ejercicio comparativo nos puede dar luz al respecto: el peso de la población con más de 60 años en la ciudad de Neuquén fue a lo largo de la década de 1980 un tercio de la que presentaron los 19 partidos del conurbano bonaerense; es decir, en comparación con una de las áreas que mayor cantidad de migrantes recibieron durante el siglo XX (Ceballos y Jarma, 2005: 5). Como afirmamos en otro trabajo (Perren, 2009), la transición demográfica, que en los distritos de la Pampa Húmeda había concluido hacia 1950, estaba dando sus primeros pasos en la capital de una de las nuevas provincias patagónicas.
Con afán explicativo podemos mencionar que este conjunto de transformaciones demográficas remite a distintos cambios que sacudieron la estructura económica de la provincia de Neuquén. Si bien desde los tiempos del Territorio Nacional (1885-1955) era evidente la explotación de las riquezas del subsuelo,2 se destacaba su escasa participación en el total nacional (Favaro y Vacarissi, 2005: 124-125). Al mismo tiempo el carácter público de la empresa a cargo de los recursos explicaba la fuga de la renta petrolera hacia otros escenarios de mayor relevancia demográfica y política. Sin esa importante fuente de ingresos, las autoridades locales contaban con lo que percibían por impuestos menores para financiar sus esqueléticos presupuestos. La tenue presencia oficial dejaba a una industria insignificante, a una próspera agricultura de oasis y a una ganadería en crisis como únicas actividades dinamizadoras de un espacio mayormente incomunicado. Todo esto contribuyó para que Neuquén mostrara síntomas de atraso respecto del conjunto del país en términos económicos y sociales.
La década de 1960, sin embargo, actuó como línea divisoria en el tratamiento de algunos de los problemas estructurales que afectaban a la provincia de Neuquén. Recordemos que su provincialización, en 1958, puso en marcha un proceso de construcción estatal que fortaleció la presencia oficial en diferentes áreas hasta entonces descuidadas, entre las que destacaban la salud y la educación. Los fondos que comenzaban a ingresar como regalías por la explotación de hidrocarburos incitaron a la "mano visible" del Estado a extenderse sobre la superficie neuquina. Precisamente en un discurso que se sostuvo en la oposición entre el centralismo y el federalismo se apoyó el Movimiento Popular Neuquino (MPN), un partido provincial basado en antiguas redes locales de lealtad, que pretendía hacerse cargo del gobierno en 1963. Primero como fuerza neoperonista en el marco de una reñida competencia electoral y luego convertido en partido hegemónico, el MPN basó su legitimidad en un accionar público que aunque con dispar éxito venía a remediar las deudas internas que afectaban a la nueva provincia. Se podría afirmar que se trataba de un Estado que, al decir de Arias Bucciarelli, "planificó la distribución de ingresos, expandiendo e incorporando una sociedad en permanente cambio [...] que tenía al partido provincial como forma de articular sus intereses" (Arias Bucciarelli, 1997: 51-52).
Más allá de los avances y retrocesos que Argentina experimentó en materia de explotación de hidrocarburos, lo cierto es que en el caso neuquino divisamos un lento tránsito hacia la producción de petróleo, cuya génesis partió de la década de los sesenta. Algunos acontecimientos particulares, entre ellos el descubrimiento de nuevos yacimientos y el incremento de las regalías durante el segundo peronismo, acentuaron un perfil que alcanzó su forma más acabada hacia mediados de los ochenta (Favaro y Vacarissi, 2005: 126). Por su parte, la instalación de varios complejos hidroeléctricos desde fines de los sesenta ayudó a fortalecer esa imagen de Neuquén como proveedora de energía. Pero en este caso, aunque la construcción de las represas insufló al mercado laboral un gran dinamismo, su influencia en las cuentas provinciales fue más bien reducida. A grandes rasgos podríamos decir que con el nacimiento de la provincia se consolidó una modalidad de crecimiento basada en los beneficios derivados de la explotación de sus recursos naturales. Al mismo tiempo, y de algún modo como consecuencia de esta orientación, se expandió una amplia gama de actividades en el sector oriental de la provincia, entre las que destacaban la construcción y la prestación de servicios.
Como es de imaginar, la estrategia de crecimiento que acabamos de retratar afectó la estructura ocupacional de la ciudad de Neuquén. El mayor radio de acción del Estado provincial, en compañía del despliegue del comercio, la industria y las finanzas, hizo de los asalariados la mayor categoría ocupacional a principios de la década de los ochenta: en 1983 cerca de 80% de la población económicamente activa se ubicaba en ese casillero (Toutoundjian y Holubica, 1990: 61). La población no asalariada completaba el panorama ocupacional neuquino; incluía mayoritariamente a trabajadores por cuenta propia, a trabajadores familiares sin remuneración y a patrones de empresas de reducidas dimensiones (con uno o dos trabajadores). La nota distintiva de esta categoría, especialmente de la segunda de las opciones mencionadas, era que encubría a buena parte de los asalariados empleados en el mundo de la construcción. Con esta modalidad de contratación los empleadores evadían sus responsabilidades impositivas y sumían a los trabajadores en una situación de extrema precariedad laboral. Como en otros escenarios urbanos, la "desobrerización" de los sectores populares y el aumento sostenido del cuentapropismo, procesos que no dejan de ser las dos caras de una misma moneda, constituyen la prueba más palpable de la expansión de la llamada "economía negra" que comenzó a privar a los trabajadores de la protección de la amplia legislación social de Argentina (Nun, 1987).
Discusiones, medición y distribución espacial de la pobreza3
Para empezar esta sección podríamos afirmar que el concepto de pobreza se encuentra inexorablemente ligado a la idea de privación. Como bien afirma Cabrera Castellano, "la mayoría de las aproximaciones vigentes coinciden en que la pobreza es la falta o carencia de algún recurso, ya sea monetario, material o social [...] que limita las condiciones de vida de las personas" (Cabrera Castellano, 2003). Pese a este consenso básico, que parece entender poco de límites disciplinarios, son muchos los problemas que debemos enfrentar al tratar de obtener una definición operativa de pobreza. El primero de ellos se refiere al hecho de que la noción de privación es, ante todo, una construcción social y como tal alberga tantas acepciones como sociedades existen. Pero, aun si pudiéramos eliminar las diferencias culturales sería muy complicado deshacernos de la inevitable carga ideológica que el concepto de pobreza trae consigo.4 Después de todo, la definición del umbral a partir del cual se ingresa a la misma depende de la idea del mundo que detenta quien pretende trazar ese límite. En este sentido no estaría mal que dijéramos, junto a González, que la delimitación de la pobreza no deja de ser un "yacimiento de subjetividades muy diversas" (González, 1995: 285).
La pobreza es, entonces, un concepto maleable, y por ello la objetividad constituye una meta inalcanzable. De ahí la importancia de alcanzar una serie de acuerdos alrededor de lo que puede considerarse una carencia básica. Sobre este punto existen dos líneas de análisis que, si bien no son mutuamente excluyentes, se han disputado por largo tiempo la centralidad dentro del campo académico. La primera postura, a la que podríamos denominar relativa, se sostiene en una idea muy sencilla: las necesidades que se consideran esenciales y cuya satisfacción marca el umbral de la pobreza varían en el tiempo y en el espacio de acuerdo con los valores de diferentes sociedades (Bolsi y Paolasso, 2009: 18). La forma de llevar a la práctica esta definición es por medio de un análisis de los ingresos o, lo que es igual, utilizando al gasto en consumo como medida de bienestar, tal como propone el método de línea de pobreza (Marcos y Mera, 2010: 141). La segunda posición centra su atención en las manifestaciones materiales de la pobreza. Dejando de lado las diferencias espaciales y temporales, esta postura se detiene en aquellos aspectos "duros" que expresan la falta de acceso a determinados servicios considerados imprescindibles para el desarrollo de la vida en sociedad. Conforme a esta óptica, y tomando prestadas las palabras de Minujin (1997: 40), son pobres aquellos hogares o personas que tienen alguna necesidad básica insatisfecha.
Como es de imaginar, las diferencias de criterio se trasladan al tipo de pobreza detectado por cada uno de estos métodos. En cuanto a la pobreza asociada a las necesidades básicas insatisfechas se advierten enormes dificultades para reflejar los procesos económicos y sociales de mediana y corta duración. Con todo, debido a que su estimación se vincula con las carencias de las viviendas, es mayor su capacidad para detectar a quienes, a falta de un mejor nombre, podríamos denominar "pobres estructurales". Los cálculos realizados con base en la línea de pobreza, por su parte, logran atrapar situaciones de pobreza coyuntural gracias a su mayor sensibilidad; en contrapartida presentan serios inconvenientes en cuanto a la calidad y la universalidad de los datos, aspectos derivados de los problemas que acompañan el proceso de generación de dicha información. En este sentido, diversos estudios han observado la habitual subdeclaración de los ingresos familiares, que oscila entre 15 y 40%, así como la falta de respuesta a una pregunta que muchos encuestados prefieren no contestar (Fidel, Di Tomaso y Farías, 2008: 30).
Para el caso que nos ocupa el problema fundamental no reside tanto en seleccionar una forma de medir la pobreza como en obtener información básica que nos aproxime a dicho fenómeno. En principio, el Censo de Población de 1980, a diferencia del levantado en 1991, no permite identificar a los hogares que no satisfacen un conjunto mínimo de necesidades básicas a partir de variables referidas a la calidad de la vivienda, la disponibilidad de servicios sanitarios, la accesibilidad a la educación y la ocupación del jefe de hogar (Formiga, 2007: 11). Los inconvenientes se vuelven más agudos si optamos por un enfoque basado en la línea de la pobreza: sólo disponemos de este tipo de información a partir de 1988 para el caso de Buenos Aires y a partir de 2001 para otras áreas urbanas de Argentina (Equipo técnico 3-GT, 2010: 14). Pero, aunque centráramos nuestra atención en la primera década del siglo XXI, encontraríamos un escollo muy difícil de sortear: la Encuesta Permanente de Hogares (EPH), el relevamiento oficial que ofrece datos sobre el nivel de ingreso de la población, brinda información por aglomeración, pero no por escalas intraurbanas (Formiga, 2007: 11). En pocas palabras, con su auxilio podemos saber cuán extendida es la pobreza, pero no resulta posible conocer la disposición de los pobres en el espacio urbano.
En función de los problemas antes detallados sólo podremos acceder a la pobreza en la capital neuquina de una manera indirecta y por demás fragmentaria. En ausencia de mediciones absolutas o relativas sobre la pobreza, recurriremos al estudio pormenorizado de tres indicadores que construimos a partir de la información suministrada por el Censo Nacional de Población y Vivienda de 1980. El primero de ellos se refiere al porcentaje de la población que residía en viviendas que no cumplían un nivel mínimo de habitabilidad, es decir, que no ofrecían a sus residentes protección contra diversos factores ambientales, así como privacidad y comodidad para llevar a cabo ciertas actividades biológicas y sociales (Feres y Mancero, 2001: 14). Los dos indicadores restantes aluden a situaciones de hacinamiento o problemas de acceso a la vivienda, a saber: la proporción de hogares extendidos que albergaban a dos o más generaciones y el porcentaje de viviendas en que residían más de seis personas.5
Veamos la distribución espacial de la primera variable seleccionada. Al respecto, sólo hace falta una lectura superficial del Mapa 1 para advertir la fuerte concentración de unidades espaciales que mostraban una elevada proporción de pobladores que residían en viviendas inconvenientes. La mayoría de ellas conformaba un agrupamiento de radios censales que se localizaba en el cuadrante noroccidental de la ciudad. En todo este espacio, al que podríamos imaginar como un área social en el sentido que le dan Shevsky y Bell (1955), el peso de la población expuesta a problemas habitacionales oscilaba entre 28 y 40%. La evidencia ofrecida por la prensa apunta exactamente en la misma dirección, pues refuerza un cuadro nada halagüeño en términos habitacionales. Hacia comienzos de la década de 1980 un medio periodístico local destacaba que en este sector de la ciudad, donde eran abundantes las "villas inestables", se podían "encontrar desde las ya tradicionales casas de lata y cartón, hasta algunas cuyas paredes (si puede llamárseles así) son de restos de plástico de baja densidad" (La Revista de Calf, 1983: 16).
La disposición espacial del segundo de los indicadores escogidos -la proporción de hogares que albergaban dos o más generaciones- presenta algunas singularidades dignas de ser destacadas. Los puntajes más elevados no los observamos en los asentamientos que se abrieron paso en la periferia, donde las condiciones habitacionales eran deficientes, sino en otros sectores de la ciudad en los que la precariedad extrema de las viviendas no parecía ser la norma. Entre estos últimos no podemos dejar de mencionar un puñado de barrios que, hacia mediados del siglo XX, constituían espacios de relegación urbana, pero que gracias al funcionamiento de redes de resolución de problemas, luego se formalizaron en comisiones vecinales, mejoraron su equipamiento urbano y abandonaron ese aspecto de "campamento provisorio" que presentaban unas pocas décadas atrás. En un listado de estos barrios tradicionales de la ciudad no se podría prescindir de las áreas conocidas como "La Sirena", "Villa Florencia", "Mariano Moreno", "Sapere" o "Bouquet Roldan", las cuales conformaban un archipiélago de unidades espaciales que rodeaba por el sur, el este y el oeste al centro comercial y administrativo de la ciudad (Mapa 2).
En el caso del tercer indicador seleccionado distinguimos una distribución espacial que combina ambos patrones: la proporción de la población que residía en viviendas en donde habitaban por lo menos seis personas (Mapa 3). Los puntajes más elevados que obtuvimos conforme a este atributo, que constituye una aproximación a la cantidad de personas por cuarto, se localizan en los asentamientos periféricos que hicieron su irrupción hacia fines de los setenta, entre los cuales se destacaba la franja de "villas de emergencia" situadas al norte del tradicional barrio "Progreso" (en el noroeste de la ciudad). Al mismo tiempo, y como es lógico imaginar, la problemática de la cohabitación abarcaba algunos de los radios censales en donde dos o más generaciones residían en una misma vivienda (por caso: el barrio "Bouquet Roldan" en el oeste de la trama urbana). Por último aparecen áreas que durante buena muchos años del siglo XX formaron parte de las colonias agrícolas que impulsaron la fruticultura neuquina, pero cuyo perfil hacia comienzos de la década de los ochenta estuvo cada vez menos asociado al sector primario de la economía. En ese casillero debemos ubicar algunos radios censales que corresponden a la "Colonia Confluencia" en el este de la ciudad, donde, en palabras de un geógrafo, "las altas densidades de población concentradas en viviendas exiguas se suman a los problemas sociales ahí presentes" (Albers, 1995: 93).
Ahora bien, para lograr una acabada aproximación a la pobreza en la ciudad de Neuquén hacia comienzos de los ochenta resulta necesario sintetizar la multiplicidad de indicadores que hasta aquí hemos utilizado. Un desafío de esta naturaleza nos obliga a dejar de lado los estudios que se basan en una sola variable y a abrazar la opción de un análisis multivariado. En función de las características de la documentación con que contamos se nos ocurre que una estrategia válida para obtener un indicador único es a partir de lo que algunos autores han denominado "valor índice medio" (VIM) (García de León, 1989: 69-87; Buzai y Baxendale, 2006: 271-274). En términos de García de León, se trata de una técnica que apunta a "clasificar un conjunto de unidades territoriales con base en un índice a partir de la información que aportan diferentes variables" (García de León, 1989: 69). Para obtener un VIM que nos brinde pistas sobre la pobreza resulta esencial en primer lugar estandarizar las tres variables seleccionadas para obtener como resultado un conjunto de puntuaciones de media 0 y desviación estándar 1.6 Cuando las variables resultan comparables entre sí es preciso ubicar a cada uno de los puntajes obtenidos en cinco intervalos: 1) muy inferior a la media (valores inferiores a -1); 2) inferior a la media (valores entre -1 y - 0.5); 3) cercano a la media (valores entre -0.5 y 0.5); 4) superior a la media (valores entre 0.5 y 1); y 5) muy superior a la media (valores superiores a 1). Por último, luego de promediar cada uno de los nuevos puntajes para cada radio censal analizado alcanzamos el VIM de la pobreza. El índice que se obtenga puede oscilar entre 0 (realidad de nula pobreza) y 5 (realidad de considerable pobreza).
Cuando volcamos los datos a la cartografía queda definido un mapa de la pobreza con tres áreas claramente delimitadas (Mapa 4). Encontramos los puntajes más bajos en el centro histórico de la ciudad, que además de albergar el grueso de la actividad comercial y administrativa servía de residencia a los miembros más encumbrados de la sociedad (Imagen 1). En idénticas coordenadas debemos ubicar a los radios censales que se abrían en forma de abanico hacia el norte de la ciudad, los cuales podríamos considerar, como hicimos en otro trabajo (Perren, 2010: 53), en términos de un "centro extendido". Se trataba de una franja de territorio conformada por complejos habitacionales desarrollados a partir de una "ciudad satélite", muy en boga en los años setenta, que replicaban en buena medida el perfil socioocupacional del centro de la capital neuquina. Alrededor del centro encontramos una zona de "acrecentamiento in situ", usando las palabras de Griffin y Ford (1980: 397-422), que funcionaba como un espacio de transición entre las áreas que mostraban mejores y peores registros de pobreza; contaba con una amplia variedad de tipos de viviendas, desde barrios antiguos de la ciudad hasta áreas que, hacia comienzos de los ochenta, comenzaban a ser loteadas y ocupadas de forma permanente. Por último, en una ubicación claramente periférica, encontramos las unidades espaciales que obtuvieron un mayor puntaje, lo cual significa que reunían de forma simultánea las peores condiciones habitacionales y un severo problema de hacinamiento (Imagen 1).
Para comprender este patrón de segregación debemos centrar nuestra mirada en la dinámica que asumió el mercado inmobiliario en los años previos al desarrollo del censo analizado. En este sentido, no estaríamos equivocados si dijéramos que el crecimiento de la población -que adquirió un explosivo impulso hacia fines de los sesenta con la construcción del complejo hidroeléctrico Chocón-Cerros Colorados- produjo un severo desajuste entre la oferta y la demanda de vivienda. A pesar de que durante los setenta hubo gobiernos llevaron adelante algunas iniciativas habitacionales de envergadura, el problema de la vivienda estuvo lejos de desaparecer. Por el contrario, un medio periodístico local afirmaba que "no sería disparatado mencionar que Neuquén necesita [...] un mínimo que oscila entre las 4 000 y las 5 000 unidades" (Noticias de Calf, 1980: 16). Este abultado déficit ocasionó que ante la imposibilidad de acceder a la vivienda fuera habitual que "padres vivan junto a sus hijos ya casados y pequeños", lo cual acarreó un "peligroso hacinamiento familiar" (Noticias de Calf, 1980: 16). Este fenómeno de cohabitación nos ayuda a entender por qué algunos barrios tradicionales de la ciudad, que no mostraban grandes faltantes de infraestructura, aparecían con puntajes elevados en el mapa de la pobreza que elaboramos.
Para comprender este patrón de segregación debemos centrar nuestra mirada en la dinámica que asumió el mercado inmobiliario en los años previos al desarrollo del censo analizado. En este sentido, no estaríamos equivocados si dijéramos que el crecimiento de la población -que adquirió un explosivo impulso hacia fines de los sesenta con la construcción del complejo hidroeléctrico Chocón-Cerros Colorados- produjo un severo desajuste entre la oferta y la demanda de vivienda. A pesar de que durante los setenta hubo gobiernos que llevaron adelante algunas iniciativas habitacionales de envergadura, el problema de la vivienda estuvo lejos de desaparecer. Por el contrario, un medio periodístico local afirmaba que "no sería disparatado mencionar que Neuquén necesita [...] un mínimo que oscila entre las 4 000 y las 5 000 unidades" (Noticias de Calf, 1980: 16). Este abultado déficit ocasionó que, ante la imposibilidad de acceder a la vivienda, fuera habitual que "padres vivan junto a sus hijos ya casados y pequeños", lo cual acarreó un "peligroso hacinamiento familiar" (Noticias de Calf, 1980: 16). Este fenómeno de cohabitación nos ayuda a entender por qué algunos barrios tradicionales de la ciudad, que no mostraban grandes faltantes de infraestructura, aparecían con puntajes elevados en el mapa de la pobreza que elaboramos.
Está claro que el problema ocupacional no sólo afectaba a las familias que ya tenían una trayectoria en la ciudad. También influía en la cotidianidad de quienes llegaban a Neuquén en busca de mejores alternativas laborales, y en particular en la de aquellos que se emplearon en la base de la pirámide ocupacional. Para muchos de ellos el alquiler de una vivienda constituía una opción poco menos que imposible. De acuerdo con las estimaciones que realizó la prensa regional, el valor del alquiler de una casa o de un departamento en el área céntrica de la ciudad duplicaba el de una vivienda de similares características en cualquier otra urbe del país, y por esta razón sólo era una opción viable para las familias de mediano ingreso (Noticias de Calf, 1980: 16). El abanico de posibilidades de aquellos hogares cuyo poder adquisitivo estaba por debajo de ese nivel se reducía a "alquilar una pieza y una cocina en lugares marginales" o bien ocupar un terreno (Noticias de Calf, 1980: 16). No es extraño que en estas circunstancias el mapa de la pobreza muestre valores elevados en las áreas periféricas que exhibían las aristas más dramáticas del proceso de "hiperurbanización", que por entonces comenzaba a experimentar Neuquén.
Distribución espacial de los migrantes limítrofes y de los que llegaron de otras provincias argentinas
Una mirada superficial a la estructura demográfica neuquina nos alerta sobre la importancia de los migrantes en su conformación. Prueba de ello es que quienes habían nacido en la ciudad representaban, hacia principios de los ochenta, poco más de 40% de la población. Dentro del 60% restante se debe destacar la relevancia que adquirieron los que llegaron de otras provincias argentinas y, en menor medida, los que arribaron del interior provincial y del otro lado de los Andes (Toutoundjian y Holubica, 1990: 31). Por razones heurísticas abordaremos en el presente trabajo la disposición espacial del primero y del último de los grupos mencionados. Lamentablemente el Censo de 1980 no distingue entre los nacidos en la ciudad de Neuquén y quienes se trasladaron a la capital desde distintos puntos de la provincia, lo cual impide que podamos analizar en detalle las características que asumió el flujo intraprovincial. Pese a ello, los datos censales nos permiten aproximarnos a tres cuartas partes del segmento de la población, al que a falta de un menor rótulo podríamos denominar "no nativo" (Toutoundjian y Holubica, 1990: 4).
Comencemos este recorrido refiriendo los principales rasgos de los migrantes interprovinciales, entre quienes se destacaron los que llegaron de Buenos Aires, Córdoba y Mendoza. Ante todo es importante decir que este flujo fue en buena medida resultado de la emergencia de un nuevo patrón de asentamiento en Argentina que modificó la dirección principal de los flujos migratorios, que pasó de rural-urbano a urbano-urbano. Así, sin perder la apariencia de un sistema de altísima primacía (el área metropolitana bonaerense conservó durante la segunda mitad del siglo XX una participación cercana a 30%), se edificó un modelo menos macrocefálico (Vapñarsky, 1995: 237). Este proceso, que a primera vista puede parecer contradictorio, se explica a partir del acelerado crecimiento de las "nuevas ciudades intermedias".7 Las provincias patagónicas fueron las abanderadas de este nuevo fenómeno, y dentro de ellas Neuquén (Vapñarsky, 1995: 236-237). Para medir el efecto de las migraciones interprovinciales basta con decir que en 1980 más de un tercio de la población capitalina había nacido fuera de los límites de la provincia, pero dentro de los de Argentina.
En cuanto a su disposición espacial, resulta evidente una fuerte coincidencia con aquellas áreas que mostraban bajos niveles de pobreza. La presencia relativa de los migrantes interprovinciales se intensificó en el centro de la ciudad y fue perdiendo fuerza a medida que se internaba en la periferia: en algunos radios del damero original de la ciudad representaban dos terceras partes del total de la población, mientras que en otros, que correspondían a las "villas de emergencia", su presencia era bastante más reducida (Mapa 5). La única excepción a este esquema centralizado era la fuerte presencia de migrantes de otras provincias en una unidad especial ubicada en el suroeste de la ciudad, donde prácticamente la totalidad de los residentes eran argentinos, aunque no habían nacido en la provincia de Neuquén. Este valor excéntrico no resulta casual si tenemos en cuenta que allí funcionaba el Batallón de Ingenieros de Montaña número 6, dependencia del Ejército Argentino que no sólo albergaba personal permanente llegado de diferentes puntos del país, sino también a centenares de conscriptos que desarrollaban allí su servicio militar obligatorio.
Este comportamiento centralizado, excepción hecha del sector dedicado a usos militares, nos conduce inexorablemente a explicar la inserción ocupacional de los migrantes interprovinciales. De acuerdo con los resultados que obtuvinos en un estudio realizado sobre la base de fuentes nominativas (Perren, 2009a: 91-127), el grueso de quienes arribaron desde otros puntos del país se empleaba en trabajos "no manuales bajos", y su comportamiento era muy similar al mostrado por la población local. A diferencia de los migrantes del interior de la provincia y de los transandinos, provenientes mayoritariamente de ámbitos rurales, encontramos entre ellos una elevada proporción de individuos cuya larga experiencia en escenarios urbanos los ponía en mejores condiciones de enfrentarse a un mercado laboral que iba precisamente en esa dirección. Es interesante observar que conforme avanzaron las décadas disminuyó en forma sensible la proporción de trabajadores manuales poco calificados, y en su lugar fue cada vez más relevante el peso de los trabajos manuales de mayor calificación y de los de oficina, y en menor medida el ejercicio de profesiones reputadas. En resumidas cuentas, encontramos una llave para explicar el comportamiento centralizado de este grupo en el cruce de su elevado grado de instrucción y un origen mayormente urbano, ambos traducibles en una mejor posición socioocupacional.
Además del gran caudal de nativos procedentes de otras provincias, Neuquén se destacó por el importante aporte de la población chilena. Lamentablemente el Censo de 1980 no brinda información sobre los orígenes nacionales de quienes integraban el grupo de "nacidos en países limítrofes". Sin embargo el enorme peso de los transandinos entre la población extranjera, que de acuerdo con varias estimaciones alcanzaba 80% del total, nos permite extrapolar a los primeros las conclusiones que obtengamos para el conjunto (Benencia, 2003: 474-475). Para comprender las causas que explican una presencia transandina que hunde sus raíces en la etapa del Territorio Nacional (1885-1955) es preciso mencionar algunos rasgos económicos de las provincias de la Araucania chilena durante buena parte del siglo XX. Al decir de Rodríguez, se trataba de áreas "predominantemente rurales y con zonas de minifundio y estructuras agrarias que han sido incapaces de generar empleos para su creciente población activa" (Rodríguez, 1982: 55). Esta dinámica expulsora, junto con la cercanía espacial y las redes sociales que los chilenos habían hilvanado en la región, ayudan a entender su fuerte presencia en la ciudad: en 1980 cerca de la décima parte de la población había nacido del otro lado de los Andes.
En cuanto a la distribución espacial, los migrantes transandinos mostraban un patrón que invertía la lógica observada en el caso de los migrantes interprovinciales. Su presencia era escasa en las áreas que no exhibían situaciones de pobreza y cobraba mayor magnitud en los espacios donde el grueso de la población sufría problemas de vivienda o de hacinamiento. Como podemos observar en el Mapa 6, la participación de los chilenos en los radios céntricos alcanzaba en el mejor de los casos 5%, mientras que en el cuadrante noroccidental de la ciudad se encontraba por encima de 20% y en algunos radios censales alcanzaba un tercio del total de la población. Si tomamos en consideración estas cifras podemos imaginar el patrón de asentamiento de los migrantes limítrofes como una versión más concentrada y segregada del mapa de la pobreza de la ciudad; delinean una pauta de asentamiento que lejos de ser una novedad constituye una característica que se remonta por lo menos a la década de los sesenta (Perren, 2006: 105-136).
Para comprender este patrón residencial debemos dirigir nuevamente nuestra mirada a la forma en que la población chilena se integró a la estructura productiva local. A diferencia de las tendencias propias de la población migrante "en general", más proclive a los empleos no manuales, este grupo mostró desde muy temprano una fuerte inclinación por los trabajos manuales. En la década de 1960, por ejemplo, dos terceras partes de los contrayentes de origen chileno declararon que estaban desempeñando ese tipo de labores (Perren, 2009: 118). En ese momento eran todavía frecuentes las labores agrícolas en los bordes rurales de la ciudad, y entre los chilenos descollaban las declaraciones en que se asumían como "peón" o "jornalero". En las décadas siguientes, cuando la capital neuquina transitó rumbo a su urbanización y los migrantes temporales del norte argentino comenzaron a desempeñar las labores estacionales de la fruticultura, las ocupaciones ligadas al sector primario perdieron terreno frente a los empleos citadinos, especialmente a los del mundo de la construcción (Muñoz Villagrán, 2005: 101-105). Esta transición, claro está, no disminuyó el peso del empleo manual en el interior de la población transandina, sino que por el contrario, en la década de los ochenta cerca de 40% de quienes habían nacido en Chile declaraba que se desempeñaba en ese casillero ocupacional (Perren, 2009: 119-120).
En la medida en que se trataba de empleos precarios, en su mayoría ubicados en la parte oscura de la economía, no resulta extraño que el centro de la ciudad fuera para quienes desempeñaban ese tipo de labores una opción que complicaba el andamiaje de una trayectoria social ascendente. Debido al pago periódico de un alquiler y a las obligaciones que implicaba el suministro de los servicios, una considerable masa de recursos debía canalizarse hacia áreas que escapaban de la mera subsistencia. En ese contexto era seductora la posibilidad de ocupar un terreno periférico en espera de una situación propicia para acceder a la propiedad en las áreas más consolidadas o, como finalmente sucedió, forjar allí redes que facilitaran la incorporación de estas barriadas al tejido de la ciudad. En tanto se encontraba sobrerrepresentada en los segmentos más vulnerables del mercado laboral, no es sorprendente toparnos con una fuerte presencia de la población transandina en aquellos asentamientos irregulares que se abrieron paso en la periferia neuquina durante los años ochenta.
Las pautas de asentamiento diferenciadas que mostraron los migrantes interprovinciales y los limítrofes pueden ser complementadas con el cálculo de uno de los indicadores de segregación tradicionales: el índice de disimilitud (ID) (Duncan y Duncan, 1955: 210-217). Esta medida, que determina cuál es el porcentaje de un grupo determinado que debería mudarse para lograr la desagregación total con respecto a otro, oscila en el rango comprendido entre 0 y 100. Un valor cercano a 100 nos indica que el grupo en cuestión no comparte las áreas residenciales con miembros del otro grupo (realidad de segregación), mientras que uno próximo a cero nos muestra que la proporción de ambos grupos para cada una de las subdivisiones estudiadas es idéntica (realidad de integración). Para el caso de la capital neuquina notamos un importante nivel de segregación: cerca de 41% de quienes nacieron en otras provincias debía cambiar de residencia para lograr una distribución igual a la de los migrantes limítrofes. Esta cifra se encuentra por debajo de 60%, límite a partir del cual podemos hablar de una realidad de hipersegregación, pero es bastante superior a 30%, umbral desde el cual distinguimos situaciones de segregación (Moya, 2003: 194-201).
La asociación entre la pobreza y las migraciones: un ejercicio de correlación
El análisis cartográfico y el cálculo del id nos brindaron interesantes pistas sobre la disposición en el espacio y el grado de separación en el tablero urbano de ciertos grupos definidos por su condición socioeconómica y migratoria. Interesa ahora determinar la semejanza del comportamiento de las variables consideradas o, lo que es igual, en qué medida los valores que asumen las variables en las diferentes unidades espaciales fluctúan conjuntamente y en qué sentido lo hacen (Marcos y Mera, 2010: 158). Para obtener un valor cuantitativo que indique la manera en que varían conjuntamente los valores de las diferentes unidades espaciales tanto en la intensidad de la relación como en su sentido, utilizaremos el coeficiente de correlación r de Pearson, que surge de la covarianza o variabilidad conjunta de las variables. La principal ventaja del mismo radica en que es una metodología ampliamente utilizada y sus resultados han probado ser exitosos para análisis espaciales como el que aquí presentamos (Buzai, 2003; Buzai y Baxendale, 2004; Marcos y Mera, 2010; Perren, 2012).
En términos prácticos el valor de r puede variar entre 1 y -1. El límite superior nos habla de una relación de muy alta intensidad en un sentido positivo, mientras que el inferior refiere a dos variables fuertemente vinculadas, pero en un sentido inverso. Cuando el valor de r es cercano a 0 no hay correlación entre ambos conjuntos de datos. Como complemento visual del análisis bivariado usaremos gráficas de dispersión (scatter diagram), cuya aplicación da como resultado un eje ortogonal y una serie de puntos que coinciden con cada una de las unidades espaciales analizadas (las coordenadas de los mismos están dadas por los valores de las variables escogidas en esa área de la ciudad) (Buzai y Baxendale, 2006: 151). Como los datos de cada variable se transforman en puntajes estándar, los ejes toman el lugar central de la gráfica y quedan a la vista cuatro cuadrantes (Figura 1). El cuadrante inferior izquierdo concentra las unidades espaciales con bajos valores en ambas variables; el cuadrante superior izquierdo aquellas que exhiben bajos valores en x y altos en y; el cuadrante superior derecho alberga los valores altos en ambas variables, y el cuadrante inferior derecho presenta valores altos en x y bajos en y (Figura 1). En pocas palabras, esta gráfica nos permite visualizar qué tan alejados están los valores de la media de cada una de las variables representadas en los ejes de las abscisas y las ordenadas (y = 0 y x = 0).
Veamos ahora cómo podemos utilizar estos instrumentos para aproximarnos a las relaciones entre la condición socioeconómica y la condición migratoria en la ciudad de Neuquén hacia principios de los ochenta. Lo primero que queda en evidencia con la lectura de los scatter diagrams es la notable correlación positiva que existe entre la pobreza estructural y los migrantes limítrofes. Un coeficiente r de 0.66 es la muestra más palpable de ello (Gráfica 1). Eso significa que ambas variables se comportaban de un modo similar en el espacio urbano: cuanto mayores eran los puntajes del VIM de la pobreza, mayor era también la representación de los migrantes limítrofes sobre el total. En términos gráficos observamos una recta de regresión de fuerte inclinación y una nube de puntos bastante adherida a ella. Aun cuando se trata de un ejercicio estadístico que no implica una relación de causalidad, el análisis de correlación nos brinda elementos para reforzar la hipótesis que venimos planteando: en parte por su origen rural y en parte por su inserción en la base de la estructura ocupacional, los migrantes limítrofes, mayoritariamente transandinos, se instalaron en aquellas áreas de la ciudad que se abrieron paso en la marea urbanizadora de los ochenta, donde los servicios eran una cuenta pendiente y las condiciones del hábitat eran deficientes.
Fuente: Elaboración propia sobre la base de datos del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC).
Algo diferente es la relación que puede establecerse entre la pobreza estructural y la proporción de migrantes llegados de otras provincias argentinas. En este caso la correlación entre ambas variables es incluso más intensa que la que acabamos de mencionar, pero en un sentido exactamente inverso. Un coeficiente r de -0.80 nos indica que a medida que iba aumentando la población en situación de pobreza, la participación de los migrantes interprovinciales iba perdiendo fuerza. En la inserción ocupacional de estos migrantes, mayoritariamente en empleos no manuales y con una interesante participación en el estrato profesional, encontramos algunos indicios que nos ayudan a entender el comportamiento diferenciado de ambas variables. Después de todo, el comportamiento de los estratos medios y altos de la sociedad neuquina estuvo fuertemente centralizado, lo cual terminó reforzando un cuadro de segregación residencial socioeconómica. A su vez, la forma en que se insertaron en la estructura ocupacional y en el espacio urbano los migrantes que llegaron de otras provincias nos lleva a entender la fuerte correlación en sentido negativo (r = -0.69) que presentaba su proporción en relación con la de los migrantes limítrofes.
Algunas consideraciones finales
Tras esta aproximación, ¿qué conclusiones, al menos parciales, podemos formular en relación con la articulación espacial entre la pobreza y las migraciones en la ciudad de Neuquén hacia comienzos de los ochenta?
En primer lugar, el mapa de la pobreza que presentamos nos brinda, más allá de las obvias limitaciones que nacen del carácter fragmentario de la evidencia, algunos indicios sobre la estructura urbana de una ciudad con un crecimiento explosivo, como Neuquén. Al respecto, y tratando de tender puentes con nuestra producción previa (Perren, 2006, 2007, 2010a y 2012), podemos asegurar que la capital neuquina no se ajustaba al modelo previsto por Burgess (1925) para la ciudad de Chicago de comienzos del siglo XX. Ante todo, el centro de la ciudad, muy alejado de esa inner city que albergaba la "mala vida", servía de residencia a quienes ocupaban la parte alta de la estructura ocupacional. De todas formas, no distinguimos aún un proceso de gentrificación que, a nuestro parecer, terminó revitalizando un espacio decadente de la ciudad sobre la base de la creatividad (Florida, 2009). Lo que apreciamos, en todo caso, es un típico distrito central donde se combinan los usos comerciales y los administrativos, y dentro del cual la élite tenía una fuerte presencia relativa. Alrededor de este espacio observamos que una serie de franjas se sucedían en dirección a la periferia, pero, a diferencia de lo que planteaban los pioneros de la sociología estadounidense, perdían en habitabilidad a medida que se alejaban del área central.
Este patrón residencial nos conduce a una segunda reflexión que, aunque nacida de un estudio de caso, su alcance supera holgadamente lo local. Lejos de lo que cierta literatura parece esforzarse en demostrar (UNESCO, 1999: 44), las ciudades intermedias no estuvieron exentas de las fracturas socioespaciales que caracterizan a las urbes de mayor dimensión.8 Y esta afirmación no es sólo válida para el periodo que se inauguró en la década de 1990, cuando se exacerbaron los problemas de empleo y el retiro del Estado complicó enormemente el acceso a la vivienda, sino que también es aplicable a la etapa previa. Antes de que se iniciara el proceso de neoliberalización en la capital neuquina, a la que muchas veces se presentaba como una "isla de bienestar", los niveles de segregación residencial se encontraban a la altura de las ciudades intermedias de mayor tamaño e incluso eran comparables con los del área metropolitana de Buenos Aires.
En tercer lugar conviene destacar que la fuerte segregación que revelamos en materia socioeconómica se agudiza si se pone atención en ciertos segmentos de la población "no nativa". Es el caso de los migrantes limítrofes, mayoritariamente chilenos, que presentaron una fuerte concentración espacial: el grueso de los radios censales mostraba una baja presencia de población de ese origen, mientras que en unas pocas áreas específicas se concentraba el grueso de quienes llegaron de los países vecinos. Lo interesante es que estas últimas coinciden en buena medida con las áreas de la ciudad que mostraban situaciones de pobreza; esta cuestión queda a la vista al examinar la cartografía, pero también al prestar atención a la fuerte correlación positiva entre los porcentajes de migrantes limítrofes y los puntajes obtenidos en el VIM de la pobreza. Exactamente lo contrario sucedió con las personas que llegaron de otras provincias argentinas, entre quienes observamos un comportamiento claramente centralizado, más allá de que su importancia numérica las haya hecho abundantes en la mayoría de las unidades espaciales estudiadas.
Esta constatación, nacida de una revalorización de los vínculos entre la urbanización, la economía y la población, abre una interesante agenda de trabajo hacia el futuro. De todos los tópicos que la conforman destacan dos por su importancia. El primero de ellos, domiciliado en el terreno de lo cuantitativo, consiste en extender la perspectiva temporal de los estudios que se han dedicado al análisis de la segregación residencial, la mayoría de los cuales sólo tomó en consideración una fecha censal. Los numerosos trabajos que se han elaborado en los últimos años podrían funcionar como una plataforma desde donde se partiría para elaborar estudios de más largo aliento, pero también estudios comparativos con los cuales se construyan modelos que expliquen la diferenciación socioespacial en el interior de las aglomeraciones de mediano porte. El segundo, por su parte, nos traslada a los efectos que genera la segregación. El espacio, como alguna vez afirmó Bourdieu (2003: 120), constituye una dimensión esencial en la comprensión de los procesos sociales y, como tal, exige que se le rescate en tanto producto y productor de las relaciones que lo atraviesan. El hecho de que en determinadas áreas de la ciudad se haya solapado la permanencia de una fuerte concentración de la pobreza y de los migrantes limítrofes podría corresponder a ese cuadrante. Como han concluido numerosos estudios (Trpin, 2004; Vargas, 2005; Sábato y Cibotti, 1986; Frid, 1987; Devoto y Fernández, 1990; Grimson, 2003; Benencia, 2000), la concentración espacial es un insumo fundamental en el armado de las redes de supervivencia de las familias migrantes y en la visibilización de estas minorías en términos políticos. Al profundizar nuestro conocimiento sobre estas cuestiones que resultan fundamentales en la formación de enclaves étnicos se vuelve necesario prestar atención a los aspectos subjetivos o simbólicos del fenómeno de la segregación (Machado Barbosa, 2001: 17).