“Any local urban solution becomes potentially a universal principle” (Tenorio, 2015, p. 286)
Introducción
¿Qué tienen en común los edificios que aparecen en la foto de abajo? Era una de las preguntas que formulé a diez personas dedicadas a la planeación urbana en México, en entrevistas que me concedieron entre 2021 y 2022. La única respuesta unánime fue que se trataba de edificios construidos en la Ciudad de México entre los años treinta y los cincuenta del siglo pasado. Seis notaron que todos ellos se adelgazaban conforme avanzaba su altura y tres dijeron que ese rasgo obedecía a la necesidad de dejar pasar la luz. Sólo dos dijeron que eso tenía su origen en la zonificación adoptada por la ciudad de Nueva York a principios del siglo pasado. Pero nadie observó la paradoja que revela el ejercicio: la Ciudad de México había adoptado, para los edificios más emblemáticos de toda una época, una estética que, en su lugar de origen, fue el resultado (forzado) de una norma urbanística (el setback principle) (Revell, 2016), sin que en México haya existido dicha norma.
Sería exagerado decir que esta pequeña historia revela cómo Nueva York “nos rige sin que nos demos cuenta”, pero es una manera de introducir el tema de este trabajo, que es la práctica de trasplantar ideas y modelos urbanísticos (con sus respectivos marcos institucionales) sin una reflexión sobre lo que eso significa. Se trata de una pregunta que deberíamos hacernos acerca de las ideas urbanísticas que importamos y que se puede expresar de manera muy simple: ¿de dónde salió esto? Con la misma extrañeza que miramos esos edificios que se hacen angostos en la parte de arriba, una vez que tomamos conciencia de que podrían ser de otra manera, podríamos preguntarnos sobre el origen de iniciativas que adoptamos para la gestión de la ciudad como si no existieran alternativas.
La cuestión ha sido abordada desde diferentes perspectivas. La historia urbana nos ha mostrado que las ideas sobre las ciudades son objeto de una circulación internacional que las transforma constantemente. Casi todos los instrumentos que caracterizan la gestión urbana de hoy fueron producto de múltiples comunicaciones (“cruces atlánticos”) entre Europa occidental y Estados Unidos en las décadas anteriores a la Primera Guerra Mundial. Como ha mostrado Daniel Rodgers, en ese proceso coexistieron la imitación y la rivalidad como rasgos característicos del intercambio (Rodgers, 2000). Los nacionalismos cedían ante la fuerza seductora de las ideas y el resultado no era un mosaico de regímenes producto de cada comunidad nacional, sino un continuo movimiento de adopción y adaptación de las ideas a las condiciones locales. Desde una perspectiva similar, Adrián Gorelik ha explorado la relación entre la cultura urbana de Estados Unidos y los estudios urbanos latinoamericanos (Gorelik, 2017). No sólo nos previene contra el maniqueísmo con el que esa relación suele ser vista, sino que nos inspira para reconocer la fascinación y la vergüenza que supone traer cosas de Nueva York como objetos de estudio de los que vale la pena ocuparse.
Al mismo tiempo, ha surgido un interés en la llamada “movilidad de las políticas” (policy mobilities) que, desde diferentes aproximaciones, pero muy notablemente desde la geografía crítica, ofrece una mirada alternativa a la adopción de ideas y propuestas que, en los medios gubernamentales, suele calificarse sin mayor problema como “mejores prácticas” (Peck y Theodore, 2010; Benson y Jordan, 2011; Tememos y McCaan, 2013; Healy, 2013). Lo expuesto en este trabajo se ubica tanto desde esta perspectiva como desde la más amplia mirada de la historia urbana arriba mencionada.
En la sociología del derecho el concepto de trasplantes jurídicos ha ocupado un lugar central en la reflexión sobre la transformación de los sistemas jurídicos por medio de la introducción de elementos ajenos (Nelken, 2002; Nelken y Feest, 2001; Teubner, 1998, Cairns, 2012).1 El tema no será discutido en este trabajo, que utiliza la palabra trasplante en sentido metafórico, pero aun así es oportuna una aclaración. En principio, el texto va dirigido a urbanistas, ya que han sido ello(a)s quienes han pasado por alto, o han relegado a la conversación informal, las influencias neoyorquinas en la Ciudad de México. Se trata de hacer evidentes los costos de esa omisión. Pero es preciso hacer notar que la dimensión jurídica de algunas de las ideas trasplantadas es de una importancia que no sólo atañe a los juristas. Si se acepta que el urbanismo es un campo interdisciplinario, se tendrá que reconocer la relevancia de sus aspectos jurídicos, igual que se reconoce el peso de la economía y de la política.
Tomemos como punto de partida una mirada rápida al contexto cultural del México de los años treinta, cuando comenzó la importación de los modelos neoyorkinos. La tensión entre nacionalismo y cosmopolitismo, que existía de manera genérica en muchas partes del mundo, adquiría en el México de entonces rasgos específicos. Una “filosofía de lo mexicano” expresaba en un lenguaje culto la ansiedad frente a las ideas provenientes de fuera. Todavía en 1950, en El laberinto de la soledad, Octavio Paz destacaría el uso que había hecho Antonio Caso del concepto de “imitación extralógica” acuñado por el sociólogo francés Gabriel Tarde (Paz, 1959, p. 119). Nunca se supo por qué imitar a Tarde era más lógico que imitar a cualquier otro intelectual europeo, pero lo crucial era, y sigue siendo, el problema de la identidad: ¿qué podemos importar sin comprometer la supuesta esencia de “lo mexicano”? No es extraño que también los juristas, casi todos nacionalistas, orgullosos de las muy mexicanas instituciones del amparo y el ejido, hayan expresado sus temores con la misma frase.2 El afán de trasplantar ideas de Nueva York pudo vencer esa ansiedad aunque, como se verá, ella emerge y vuelve una y otra vez a la conversación urbanística mexicana.
Con esos antecedentes, este trabajo tiene por objeto ofrecer un recuento de los trasplantes de origen neoyorquino en la Ciudad de México en el último siglo, poniendo énfasis en la diversidad de formas en que aparecen en nuestro espacio público. Con ello me propongo enriquecer la agenda de la investigación sobre los orígenes de nuestras ideas y nuestras instituciones urbanísticas.
Nueva York hasta en la sopa
Dicen que, así como París fue la capital del siglo diecinueve, Nueva York fue la del siglo veinte. Por eso no debe extrañar que esa ciudad haya sido una fuente de inspiración para iniciativas adoptadas en ciudades alrededor del mundo. Lo que no es tan obvio es la diversidad de formas en que cada sociedad se hace cargo de esos trasplantes. En lo que sigue me propongo ilustrar esa diversidad para el caso de la Ciudad de México.
En agosto de 2002, el gobierno de la ciudad contrató los servicios de la empresa Giuliani Partners para que le diera ideas sobre cómo reducir la violencia y la corrupción policiaca. Se trataba de aplicar en México la teoría de las “ventanas rotas” con la que, supuestamente, Rudolf Giuliani había logrado abatir la delincuencia como jefe de policía de Nueva York en años anteriores. El episodio ha sido analizado desde perspectivas que destacan, entre otras cosas, el carácter punitivo de ese tipo de estrategia dirigidas a ciertos sectores sociales (Swanson, 2013; Meneses Reyes, 2013; Davis, 2013), que, por cierto, no garantiza la reducción de los índices de delincuencia. Para los fines de nuestro argumento, lo que importa destacar es que la fórmula Giuliani se importó de manera abierta y con gran publicidad, a pesar de que, en los medios académicos estadounidenses, existían argumentos suficientes para saber que la teoría de las ventanas rotas no era más que una ilusión (Harcourt, 2001; Wacquant, 2006).
Años después, el intento de trasplante había caído en el olvido y los índices delictivos no habían decaído tanto como la reputación de Giuliani. Lo significativo es que, en su momento, una importación de Nueva York se proclamaba a los cuatro vientos como la idea más importante en materia de seguridad pública.
Otros trasplantes son menos evidentes. Ahí está la forma arquitectónica que evocamos al principio de este artículo, que constituye una especie de “importación de rebote”. Un elemento muy propio de la ordenanza de 1916 que institucionalizó la zonificación en Nueva York y se convirtió en un referente mundial de esa forma de regular el aprovechamiento del espacio urbano, era la regla conocida como setback principle,3 que indicaba que los edificios debían echarse para atrás conforme aumentaba su altura, con el fin de permitir que la luz solar llegara hasta el nivel de la calle.
Aunque no tenía una finalidad estética, el principio del setback terminó produciendo un estilo muy característico de los rascacielos de Manhattan, que se suelen describir con metáforas como “zigurat” o “pastel de bodas”, que se prolongó hasta 1961 cuando una nueva ordenanza de zonificación legitimó otro tipo de soluciones. Para entonces el estilo ya se había vuelto un referente internacional (Weiss, 1992; Willis, 1995).
Cuando se ve la forma arquitectónica de un grupo de edificios de la Ciudad de México como resultado de un trasplante, lo que aparece es una paradoja digna de mencionarse: la regla que dio lugar a esa estética nunca existió en el orden jurídico mexicano, de modo que adoptamos una estética sin que existiese la regulación que le había dado lugar. Es en ese sentido que hablamos de trasplantes “irreflexivos”. En ese caso Nueva York está presente de una manera a la vez silenciosa y estridente.
Otra aparición fantasmagórica de una idea proveniente de Nueva York se puede encontrar en los debates del Congreso Constituyente de Querétaro. En la sesión del 29 de enero de 1917 se discutió el artículo 27, y el diputado sonorense Juan de Dios Bojórquez tomó la palabra para defender la propiedad privada contra quienes trataban de esgrimir las ideas progresistas de la época. Y dijo que
[...] nosotros debemos ser partidarios de la pequeña propiedad; pero hay algunos ciudadanos diputados y también algunos particulares que 3 Como explica Carol Willis (1995), ese principio no se adoptó en Chicago y por ello la configuración urbana resultante es muy diferente. Sobre la influencia de ese principio en el mundo, véase Nash, 1999.están obsesionados en estos momentos con las ideas georgistas, y pretenden que, en lugar de dar el dominio pleno sobre la propiedad, el dominio privado, se dé el dominio útil [Marván, 2005, p. 1025 ].
La intervención expresa una evidente ansiedad frente a las ideas de Henry George, acaso el pensador más influyente en el mundo occidental a fines del siglo diecinueve sobre la cuestión de la renta urbana (Schiffrin y Sohn, 1959). Si la especulación urbana fue un tema en el pensamiento progresista de fines del siglo diecinueve, el libro de George, Progreso y miseria, fue sin duda su referente más importante.
En el Congreso Constituyente terminó imponiéndose la concepción de origen medieval introducida por Andrés Molina Enríquez. Es decir, la idea de una propiedad “originaria” de la nación sobre el territorio y sus recursos, inspirada en las bulas papales de fines del siglo XV (Rouaix, 1984; Kourí, 2009). Pero la referencia al georgismo en el Congreso es reveladora. Sobre cómo llegó ahí el fantasma de Henry George, no es difícil pensar que se trata de un intento de trasplante cuyo principal operador era Modesto Rolland. Como ha mostrado Mauricio Tenorio,4 fueron muchos los intelectuales y políticos que, a la vuelta del siglo, se sintieron atraídos por las ideas de Henry George, pero fue Rolland quien de manera más resuelta trató de implantarlas en México.
Hasta muy recientemente, la figura de Rolland ha sido opacada por otras en la historia del estado posrevolucionario mexicano. Fue cercano a Venustiano Carranza, quien lo envió a Nueva York para tratar de influir sobre la opinión pública a favor de su causa. No sólo tuvo un enorme éxito en esa labor (Castro, 2019; Rolland, 2017), sino que en su estancia allá se familiarizó con la obra de Henry George. Fue tan grande el impacto que tuvieron en él las ideas sobre la tributación del suelo urbano, que trató de implementarlas en Yucatán cuando colaboró con el gobierno de Salvador Alvarado entre 1915 y 1918. En los años veinte creó el Círculo Georgista de la Ciudad de México, y durante el resto de su carrera fue uno de los más destacados promotores de proyectos de desarrollo regional, sobre todo en el istmo de Tehuantepec. Es probable que la creación del impuesto sobre incremento de valor de la propiedad en la Ciudad de México, en los años treinta, haya sido producto de su influencia.
En todo caso, interesa destacar la referencia al georgismo en el Congreso Constituyente. Y no es que George haya sido un producto típicamente neoyorquino, sino que era en esa ciudad donde alguien como Rolland podía entrar en contacto con esa línea de pensamiento. Aprovecho para aclarar que Nueva York no interesa aquí como lugar de donde surgen ideas, sino como lugar desde donde ellas irradian, o sea, como uno de los nodos más importantes en la circulación global de las ideas. Así, lo que puede decirse a partir de la pequeña anécdota de Querétaro es que, si algún georgismo hubo en México, se debió al modo usual en que las ideas progresistas circulaban por el mundo en esos tiempos; en este caso, como parte de una “estancia” neoyorquina que parece haber sido muy productiva.
No todo ha sido presencias fantasmagóricas. Las referencias neoyorkinas aparecen también en algunas de las transformaciones de la Ciudad de México en las últimas décadas. Un ejemplo de ello es el incremento en los índices de edificabilidad que ha hecho posible el surgimiento de rascacielos en el Paseo de la Reforma. Inició tímidamente a fines de los años ochenta con la “transferencia de potencialidades de desarrollo”,5 bajo la ficción de que unos predios localizados en el centro histórico “transferían” sus derechos a favor de unos predios ubicados fuera de dicho perímetro.6 La administración de esos derechos se extendió, en un contexto de amplia discrecionalidad, a través de otros instrumentos.7 En principio, eso parece un trasplante de la transferencia de derechos de desarrollo (TDR, por sus siglas en inglés) que se originó en Nueva York en los años sesenta, a partir del célebre caso de la Penn Station (Lehavi, 2018). En ese caso, el advenimiento de una legislación que prohibía la destrucción de edificios con un valor patrimonial trajo consigo un nuevo problema jurídico: ¿la imposibilidad de construir en altura era equiparable a una expropiación y por lo tanto el propietario tendría derecho a una indemnización? El temor a una respuesta afirmativa a esa pregunta condujo al reconocimiento de los TRD bajo el supuesto de que existían “derechos de aire”.
Es posible que la inspiración original no haya sido Nueva York, sino el plafón legal de densidad instituido en Francia años antes. El asunto está por definirse, aunque todo parece indicar que, en el urbanismo mexicano, la cuestión se piensa más bien en clave neoyorquina.8 El tema debería dar lugar a un debate sobre lo absurdo de la idea de que el propietario de la tierra tiene, por ese sólo hecho, el derecho a construir hasta el infinito y que cualquier restricción por parte del Estado tendría que ser indemnizada. Hace años que el plafón legal de densidad se abandonó en Francia, mientras que en Estados Unidos la idea de los derechos de aire sigue siendo una doctrina que no ha sido sometida a escrutinio en los tribunales, a pesar de que se ha cuestionado desde la academia (Steinberg, 1995).
Las discusiones jurídicas pueden ser interminables, pero no hay duda de que el incremento de densidades, y sobre todo sus resultados, pueden ser presentados en el debate público de varias maneras. Ahí está la celebración que ha hecho Jorge Gamboa de Buen sobre los rascacielos construidos en el tramo del Paseo de la Reforma vecino al Bosque de Chapultepec en los primeros años de este siglo. Con una notable franqueza, Gamboa ha expresado con orgullo que esos edificios “conforman nuestro pequeño Manhattan” (Gamboa, 2021), y no sólo eso:
La altura, la densidad y la calidad arquitectónica de los cinco edificios que, en conjunto llegarán a albergar a más de veinte mil personas en oficinas, hoteles y departamentos, dan por primera vez en la historia de la Ciudad una impresión de modernidad y cosmopolitanismo [Gamboa, 2021].
En los medios académicos mexicanos ésa es la versión del lado oscuro de la fuerza, por no decir que es además una visión simplista de la modernidad arquitectónica. Pero lo interesante es que, si alguien hizo posible el auge de esos rascacielos, fue el jefe de Gobierno de la Ciudad, que en ese entonces centralizaba todas las decisiones relevantes en materia de desarrollo urbano, sobre todo si se trataba del Paseo de la Reforma. Es el mismo que años después diría que
México se fundó hace más de diez mil años. Con todo respeto, todavía pastaban los búfalos en lo que hoy es Nueva York, y ya en México había universidades y había imprentas. Es un país con una gran cultura [...].9
Pareciera que la afirmación de la grandeza mexicana adquiere más fuerza con una alusión a Nueva York. Y no se trata de algo exclusivo de México ya que, si miramos juntas las dos alusiones, vemos que en ellas se combinan la imitación y la rivalidad, dos elementos que, como ha quedado dicho, estuvieron presentes en los procesos de circulación de las ideas cuando se conformó el espíritu reformista de fines del siglo diecinueve y principios del veinte. Es decir, el contexto en el que surgieron las ideas modernas sobre el urbanismo y la planificación.
Ya que andamos en las inmediaciones del Bosque Chapultepec, donde ha surgido nuestro pequeño Manhattan, revisemos brevemente algunas apariciones neoyorquinas. La historia urbana de los últimos años no se ha cansado de insistir en que Chapultepec es una oportunidad para definir lo que somos como mexicanos (Tenorio Trillo, 1996; Moerer, 2013; Wakild, 2012). Y esa identidad siempre tiene sus otros. Una vez más, Nueva York figura entre ellos, como queda claro en las primeras palabras de un folleto editado en 1956 por el gobierno de la ciudad:
Lo que significa para los parisienses el Bois de Boulogne y desde luego mucho más de lo que representan el Central Park para los neoyorquinos o el Hyde Park para los londinenses, es Chapultepec para los mexi9 Andrés Manuel López Obrador, conferencia de prensa, 26 de mayo de 2019. canos capitalinos: una cita feliz de la ciudad con la naturaleza, una suerte de tregua en el duro batallar cotidiano de los metropolitanos [...] [DDF, 1956, p. 1, cursivas nuestras].
Ésa es solamente una muestra de la propensión a utilizar a Nueva York para reafirmar nuestra superioridad cultural. Pero la rivalidad sucumbe ante la imitación. En 2003, al mismo tiempo que el gobierno de la ciudad creaba su “pequeño Manhattan” en el Paseo de la Reforma, daba su bendición a un trasplante más: la creación del Fideicomiso Pro-Bosque de Chapultepec, a imagen y semejanza del Central Park Conservancy, creado en 1980 para canalizar aportaciones privadas en el contexto de una severa crisis fiscal (Dyja, 2021; Barlow, 2018).10
Un trasplante que no puede quedar fuera de este recuento fue el intento de construir, sobre la avenida Chapultepec, un supuesto “Corredor cultural”, que fue abandonado en 2015 por una exitosa movilización vecinal. En su presentación se afirmaba el haber sido inspirado por High Line, ese parque lineal que se construyó en el suroeste de Manhattan sobre unas vías férreas elevadas que habían sido abandonadas por la decadencia del puerto. Lo curioso del asunto es que en Nueva York ese parque era la forma de resolver un problema, o sea la necesidad de reciclar una estructura heredada (una verdadera ruina) que desfiguraba todo un sector de la ciudad. En México no faltó quien quiso emular el gesto, sin que existiera ruina alguna de la que hacerse cargo.
Vistas en su conjunto, la contratación de Rudolf Giuliani, los edificios en forma de escalerita, la ansiedad sobre las subversivas ideas de Henry George en el Constituyente de 1917, la venta de derechos de aire, un fideicomiso privado para sostener el parque más importante de la ciudad y el fallido intento de hacer el High Line chilango, todas estas influencias provenientes de Nueva York y de naturaleza muy diversa, fueron asumidas también de manera muy diferente por nuestras élites. Es verdad, y es importante recordarlo, que en México también se adoptaron ideas urbanísticas de otras partes, pero lo dicho hasta aquí debería ser suficiente para abrir la discusión sobre la presencia de Nueva York en nuestro urbanismo. Lo que sigue trata de aportar más sustancia a esa discusión al explorar el trasplante del dispositivo regulatorio que ha tenido efectos más importantes en la conformación espacial de la Ciudad de México en los últimos ochenta años: la zonificación.
El zoning
En la conversación informal entre urbanistas, es frecuente que se use la palabra inglesa para referirse a la zonificación, como tratando de enfatizar que es algo traído de un mundo distinto al nuestro. Por desgracia, no se suele ir más allá en la discusión de lo que significa ese traslado. Lo que sigue es un breve recuento del modo en que se dio este proceso en el caso de México, y de los riesgos que trae consigo el no reconocerlo como parte de la comprensión de los orígenes de nuestra regulación del aprovechamiento del espacio urbano.
La adopción de una zonificación “comprensiva” por la Ciudad de Nueva York en 191611 marcó un hito en la historia del urbanismo moderno. Es bien sabido que esa técnica de ordenación urbana había sido inventada en Alemania décadas atrás (Hirt, 2018; Rodgers, 2000) y que su adopción en otros países fue uno de los trasplantes más importantes en el complejo movimiento de ideas que tradujo la “cuestión social” en instituciones para la gestión de lo urbano en Europa y el continente americano. Pero fue bajo la influencia de Nueva York que, en menos de diez años, más de cuatrocientas ciudades de Estados Unidos habían adoptado esquemas similares, y esa influencia pronto se hizo sentir en otros países.
La zonificación desembarcó en México proveniente de Nueva York en la segunda década del siglo veinte, o sea en los años de la expansión global del estilo de planeación de Estados Unidos al resto del mundo y, en particular, a América Latina (Gorelik, 2017).12 Una vez más insisto en que el urbanismo neoyorquino no fue la única influencia en el México posrevolucionario, ya que nuestras élites fueron atraídas también por ideas provenientes de Francia y de Reino Unido. Sin embargo, nada de eso resta peso al modo en que se adoptó la zonificación como técnica de regulación del uso del suelo.
El personaje más visible del trasplante fue Carlos Contreras, quien estudió ingeniería y arquitectura en la Universidad de Columbia entre 1909 y 1921 (Escudero, 2018, p. 30), justo en los años de la ordenanza de 1916. Fue el primer presidente de la Asociación Nacional para la Planificación de la República Mexicana, creada en 1927 (Escudero, 2018; Valenzuela Aguilera, 2014; Sánchez-Ruiz, 2003),13 y participó directamente en la redacción de la primera legislación que institucionalizó la planeación urbana en la Ciudad de México, la Ley de Planificación y Zonificación del Distrito y Territorios Federales de 1933.14 Desde el nombre de la ley se advierte la centralidad de la zonificación en las ideas urbanísticas de esa generación.15 En la revista Planificación, que él mismo dirigía, una de sus primeras colaboraciones estaba dedicada a explicar qué cosa era la zonificación. En ella decía que
La zonificación es el esfuerzo consciente de una sociedad para dirigir su futuro desarrollo en forma ordenada, por medio de reglamentaciones adecuadas que fijen las áreas en que debe dividirse su territorio: zonas residenciales, comerciales e industriales; el uso que debe darse a los lotes y edificios; el tipo y la altura máxima de las construcciones para obtener la salud, la seguridad, la comodidad y el bienestar de sus habitantes; que protejan los intereses de todos, estimulando el espíritu cívico de los habitantes y creando una confianza colectiva en la justicia y en la efectividad de su protección [...] en una palabra, da a cada uno la justa protección de sus derechos y la libertad compatible con los derechos más sagrados de las comunidades [Contreras, 1927, p. 7 ].
Todo eso esperaba Contreras de la zonificación, sin reparar en las tensiones que la caracterizaron en el lugar de origen. Importa destacar que los promotores de la zonificación en Estados Unidos no formaban un bloque homogéneo desde un punto de vista ideológico. Mientras para algunos, como Benjamin Marsh, el propósito era mejorar las condiciones de vida de los pobres urbanos (Marsh, 1908), para otros, como Edward Bassett y Frederick L. Olmsted (el prócer que diseñó Central Park), de lo que se trataba era de proteger la calidad del espacio residencial de las clases más afluentes (Rodgers, 2000; Power, 1989; Levine-Schnur, 2018).16
Así, motivaciones auténticamente progresistas convivieron con otras abiertamente excluyentes, y lo mismo sucedió con los efectos de la regulación.17 La importación irreflexiva de la zonificación a México tendría consecuencias décadas después. Por lo pronto, conviene llamar la atención sobre la facilidad con la que este nuevo dispositivo fue incorporado al orden jurídico mexicano, tanto a través de la puesta en vigor de lo que hoy llamamos instrumentos de planeación, como de su aceptación por los jueces.
Si bien el célebre Plano Regulador de Contreras nunca fue oficialmente aprobado en su totalidad, lo que sí se aprobó fue una serie de reglamentos y decretos que contenían las reglas básicas de la zonificación de la Ciudad de México. Después de la expedición de una nueva Ley de Planificación y Zonificación en 1936, se aprobaron dos reglamentos.18 El primero de ellos, el Reglamento de Zonificación de las Arterias Principales de la Ciudad de México,19 no tuvo grandes consecuencias: otorgaba a la Comisión de Planificación la facultad de designar una avenida como arteria principal y creaba un Consejo de Arquitectura. En rigor, su referencia a la zonificación era mínima.20 En cambio, el segundo es mucho más interesante. Con un título tan poco atractivo,21 pocos se imaginarían que lo que hay dentro es nada menos que “las disposiciones generales de la zonificación de la unidad urbana del Distrito Federal, las que fueron aprobadas por la H. Comisión de Planificación del Distrito Federal, en sesión del 13 de noviembre” de 1940 (Considerando único del decreto).
El reglamento comienza por definir a la unidad urbana como la “...constituida por la parte de la cuenca del Valle de México que está ya servida o que puede económicamente llegar a serlo por los sistemas de saneamiento y de agua potable”. A continuación detalla su delimitación. Por otra parte, distingue siete tipos de zonas dentro de dicha unidad, de acuerdo con su uso. No contiene un plano y se limita a indicar que “todas estas zonas se encuentran señaladas en el plano de la zonificación de la ciudad” (artículo 3). Las únicas zonas que delimita son las once dedicadas a usos industriales (artículo 4). Hasta donde sabemos, ahí quedó plasmada la primera zonificación comprensiva de la Ciudad de México.22 Entre 1943 y 1950 sus reglas fueron ampliadas mediante 16 decretos que señalaron nuevas zonas industriales, además de las once que establecía originalmente.
Sería erróneo pensar que toda esa producción normativa (leyes, reglamentos y decretos) equivale a institucionalizar la planeación, sobre todo porque zonificar no es lo mismo que planificar.23 Pero sería todavía más erróneo desconocer la importancia de esas iniciativas, que dejaron una huella clarísima en la estructura urbana de la capital mexicana, como puede ver en la imagen cualquiera que esté familiarizado con su estructura actual.24 Y se trata, justamente, del instrumento que la generación de Carlos Contreras trasplantó directamente de Nueva York.
El tema desbordó los estrechos círculos de los planificadores para llegar rápidamente al Poder Judicial, donde se aceptó a la zonificación como una forma legítima de organizar el espacio. No había pasado un año de la expedición del citado reglamento cuando el pleno de la Suprema Corte aprobó, por unanimidad, una tesis de jurisprudencia según la cual
[...] las disposiciones relativas están destinadas no solamente a reglamentar la belleza y ornamento de la ciudad, sino el tránsito, la salubridad de sus habitantes, y todas aquellas cuestiones que afectan a la urbanización de un centro de población como lo es la capital de la República, y como por otra parte, esa ley indica, de una manera precisa, en qué zonas deben establecerse los talleres o fábricas, si el taller de que se trata está en la zona residencial, es cosa fuera de duda que esto trae molestias y perjuicios para los habitantes circunvecinos porque puede afectar su salud; y por este otro motivo hay interés general en el cumplimiento del acuerdo reclamado, y funda la negativa de la suspensión25 [cursivas nuestras].
En la Ciudad de México, los años cincuenta y sesenta estuvieron marcados por el pragmatismo del regente Ernesto P. Uruchurtu, quien no se interesaba gran cosa en la planeación urbana.26 Pero en el resto del país se elaboraron numerosos planos reguladores desde la Secretaría de Bienes Nacionales (posteriormente Secretaría del Patrimonio Nacional) del Gobierno Federal, para ciudades que se consideraban prioritarias, y en todos ellos la zonificación era la pieza central. Una figura destacada de ese movimiento fue Enrique Cervantes, que también estudió en Nueva York. Recientemente se ha dicho que fue él quien “introdujo la zonificación a la planificación urbana y la reglamentación de uso de suelo”27 (cursivas mías). Habrá quien quiera aclarar que el verdadero introductor fue Contreras y no Cervantes, e incluso habrá quien quiera hacer la hermenéutica de la selección del verbo introducir en este contexto (¿cuál es el adentro y el afuera de ese movimiento?, ¿es una estrategia discursiva para no decir de dónde la trajeron?). Por ahora, lo que importa es dejar sentado que, para los años sesenta, la zonificación se había convertido en el dispositivo jurídico más importante del urbanismo mexicano.28
Curiosamente, también a Cervantes le preocupó la imitación extralógica:
Las copias de proyectos, metas y reglamentos importados de otros países, para ser aplicados en nuestro medio, han fracasado porque no han sido producto del medio, sino de una importación e imposición en un medio que no les es propicio [Cervantes, 1969, p. 81 ].
Queda por saber si ahí estaba incluida la zonificación o si, como dice el epígrafe de este trabajo, es algo que puede volverse universal y quedar libre de sospecha.
El más importante proceso de institucionalización de la planea ción urbana se dio a mediados de los años setenta. A pesar de que la zonificación no aparecía en el pesado aparato conceptual de los asentamientos humanos, se impuso como la técnica de regulación más importante del sistema. Ello no se debió a que los miembros de la profesión hayan olvidado otras dimensiones de la planeación (el contexto regional, la programación de la inversión pública, la vivienda y un largo etcétera), sino porque ya era una parte fundamental de su oficio. Al final, la regulación de los usos del suelo resultó ser el único aspecto del régimen urbanístico que ha sido objeto de una apropiación social. Han sido sobre todo las organizaciones vecinales quienes la han convertido en un asunto de interés público, por razones y con consecuencias que sería largo explicar aquí (Azuela, 1995).
Lo más interesante de la historia de la zonificación en México es que el cuestionamiento más severo de sus postulados, y sobre todo de sus efectos, proviene de la misma profesión que la administra. Al menos desde principios de los años ochenta, los planificadores urbanos han expresado un malestar sobre las consecuencias de la zonificación, es decir, con lo que hoy se llama segregación socioespacial.29 Ya en 1983 el arquitecto Roque González lamentaba que hayamos importado instrumentos como la zonificación “...de países industrializados que tienen otro contexto social, económico y administrativo”.30
El malestar no ha dejado de crecer. En el proyecto del Programa General de Ordenamiento Territorial, que el flamante Instituto de Planeación Democrática y Prospectiva puso a discusión del público en 2021, el diagnóstico era fulminante:
[...] la zonificación como instrumento de control del suelo ha dejado de tener sentido [...] en la Ciudad de México, al igual que en otras ciudades de América Latina, tiende a definir áreas monofuncionales y establecer criterios de exclusividad, lo que da como resultado una profunda segregación socioespacial [...] [IPDP, 2021, p. 7, cursivas nuestras].31
Llama la atención que esa conclusión no se haya apoyado en alguna referencia empírica del problema que señala, o que al menos haya dado una idea del tamaño del mismo. En un documento de más de quinientas páginas rebosantes de información, no se informa sobre esto que es el tema central del nuevo enfoque. Pero más llamativo todavía resulta que la solución proviniese, una vez más, de Nueva York, pues lo que se propone para superar los problemas de la zonificación era lograr una mezcla no sólo de usos (así como “de rentas”), lo que respondería a “...uno de los principios más vigentes y clarividentes planteados por Jan [sic] Jacobs desde inicios de la década de 1960...” (IPDP, 2021, p. 8).
Como cualquiera podrá imaginarse, seis décadas después de la publicación del texto clásico de (Jane) Jacobs ya ha corrido mucha tinta. No hay duda de que, si alguien merece el calificativo de gurú en el urbanismo neoyorquino, es ella. Sin embargo, son muchas las críticas suscitadas por su planteamiento original.32 En Nueva York, hoy en día, la suya es una postura más, pero entre nosotros aparece como una clarividente.
En este breve recuento de la historia de un trasplante he querido señalar, primero, un hecho que parecía impredecible. Me refiero a la apropiación social (por organizaciones vecinales) de un dispositivo jurídico importado por expertos, que se convierte en el fundamento de algo que ahora ellos mismos lamentan: la dificultad para flexibilizar la regulación del uso del suelo. El dispositivo trasplantado se ha arraigado de tal modo que parece imposible de modificar, ya no se diga de erradicar.
Segundo, en una escala temporal más amplia, he tratado de des tacar una trayectoria que va de la importación irreflexiva de un dispositivo jurídico en los años treinta, a la importación (también irreflexiva) de una de tantas críticas que se produjeron en el lugar de origen. Si en un principio en México se adoptó la zonificación como una solución casi natural, hoy en día lo que llama la atención es la pobreza del debate en torno a ella, lo que nos enfrenta a una paradoja: es la única figura del complejo arsenal jurídico del urbanismo mexicano que tiene un nivel importante de observancia real. Y al mismo tiempo, es la que según los líderes de la planeación en la Ciudad “ha perdido su sentido”.
Ideas, lugares y trayectorias
Suficientes ideas y dispositivos jurídicos han sido importados de Nueva York a la Ciudad de México como para tomarse en serio el asunto. El universo es ciertamente heterogéneo: algunas importaciones que resultaron inocuas habían iniciado exhibiendo orgullosamente su origen (Giuliani); otras tuvieron efectos duraderos, pero se hicieron sin reconocer, desde un principio, que el tema era polémico en el lugar de origen (la zonificación); en otras más, el contexto cultural hacía innombrable a ese mismo lugar (la gobernanza de Chapultepec). En el camino, la idea misma del trasplante se vuelve problemática, como todas las metáforas biológicas. No es el mero injerto de un dispositivo en un organismo, que lo rechaza o no. Por ello, hablar de trasplantes es sólo una forma de iniciar la conversación sobre una circulación de ideas cuya complejidad no cabe en un sólo marco teórico.
Un aspecto interesante de las importaciones que se hicieron en los años treinta fue que superaron el fantasma de la imitación extralógica que agitaba entonces -y por muchas décadas más- un sector de las élites culturales mexicanas. Un rasgo notable de todo este asunto es la dificultad que han mostrado las elites para reconocer el origen de las cosas que importamos, como si tuviésemos que disimular la fascinación que nos produce Nueva York, o cualquier otro centro metropolitano, o como si solamente fuese posible hacerlo con desvergüenza. Y acaso esa misma dificultad sea la clave para entender la forma en que hablamos de los dispositivos jurídicos que hemos adoptado, como si hubiesen salido de la nada o fuesen la única respuesta posible a los problemas.33 Así, cuando rendimos homenaje a quien jugó un papel importante en la institucionalización de la zonificación, decimos que fue él quien la “introdujo a la planeación urbana”, una referencia que tiene que quedar incompleta porque aclarar de dónde la trajo podría restar méritos a nuestra historia.
El argumento principal de este trabajo es que, al ignorar el origen y la trayectoria de las ideas urbanísticas y sus dispositivos jurídicos, se ha empobrecido el debate (político y académico) sobre ellos. Los riesgos de no mirar de frente nuestros trasplantes son muchos y uno de ellos es que, a fin de cuentas, esas influencias terminan entrando por la puerta trasera. Así, Jane Jacobs, que sesenta años después de que su obra ha sido objeto de muchos debates, aparece entre nosotros como una autoridad incuestionable, una “clarividente”.
Lo que sigue es preguntarnos si ha cambiado el contexto cultural de los trasplantes. Hoy el nacionalismo domina en el discurso gubernamental, pero es difícil predecir cuáles serán las consecuencias de esto en el largo plazo. Lo que sí podemos constatar es que, en las últimas décadas, se ha producido un cambio cultural de sesgo cosmopolita que hace palidecer a la ansiedad de un siglo atrás por la imitación extralógica. Me refiero al lenguaje de los derechos, que ha llegado a ocupar un lugar central en nuestra cultura política, al grado de que nuestra “marca ciudad” ha sido precisamente la de una “ciudad de derechos”.
El predominio del lenguaje de los derechos puede tener resultados contradictorios en nuestra manera de entender las instituciones. Si prevalece una mirada (ius)naturalista, todo lo jurídico será emanación lógica de una supuesta naturaleza humana. Todo será universal, nada contingente, y no valdrá la pena preguntarse de dónde salió, como hace impertinentemente Samuel Moyn (2012) al reconstruir la historia reciente de los derechos humanos. La tendencia a esencializar a las figuras jurídicas o de creer que salen de la nada podrá verse reforzada.
En cambio, si se toma en serio la historicidad de las instituciones urbanísticas, esa misma actitud cosmopolita permitirá observar a los trasplantes como algo normal; es más, como parte de las trayectorias que siguen las ideas en el mundo de hoy, redefiniéndose y cambiando su sentido en cada punto de llegada. Queda abierta la pregunta sobre la persistencia de la ansiedad frente a la “imitación extralógica”, que aquí formulo como una pregunta empírica, desde luego, y no como un asunto de carácter moral.
¿Por qué la insistencia en Nueva York? Es verdad que no sólo no ha sido la única fuente de inspiración de nuestro urbanismo, sino que a veces lo que de ahí hemos importado venía de otra parte (como la T-shirt que se compra en el Uniqlo de la Quinta Avenida, o las ideas de Henry George). Pero no se trata de atribuir a esa ciudad la capacidad de inventar el mundo, sino sólo de tomarla como un punto de partida para explorar las trayectorias que están detrás de aquello que nos rige. Es algo tan simple como ponerle geografía al estudio del origen de las instituciones y de las ideas urbanísticas (Peck y Theodore, 2010). Esto sería irrelevante sólo si restáramos importancia a la tarea de explicar la génesis de las instituciones, o si pensáramos que en esa génesis no hay trayectorias, sino, tal vez, solamente revelaciones.