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Sociológica (México)
versión On-line ISSN 2007-8358versión impresa ISSN 0187-0173
Sociológica (Méx.) vol.23 no.66 Ciudad de México ene./abr. 2008
Artículos
La masculinidad desde una perspectiva sociológica. Una dimensión del orden de género
Elsa S. Guevara Ruiseñor1
1 Coordinación de Psicología Social, Facultad de Estudios Superiores Zaragoza, de la Universidad Nacional Autónoma de México. Correo electrónico: ruisenor@servidor.unam.mx
Fecha de recepción 02/05/08
fecha de aceptación 09/06/08
Resumen
Ante la diversidad de usos del concepto de masculinidad y la tendencia a considerarlo como un conjunto de características de los individuos, el presente trabajo propone utilizar las herramientas de la sociología contemporánea para interpretar la masculinidad como una categoría analítica que remite a una posición de poder, siempre disputable, en una estructura social determinada. Se trata, con ello, de contribuir al debate conceptual sobre el tema mediante una concepción de masculinidad que integre las aportaciones de los estudios de género con los fundamentos teóricos que proporciona la sociología.
Palabras clave: masculinidad, género, sociología, posición social, identidades masculinas.
Abstract
Given the diversity of uses of the concept of masculinity and the tendency to consider it as a set of characteristics of individuals, this article proposes a focus that uses the tools of contemporary sociology to interpret masculinity as an analytical category referring to a position of power which can always be disputed in a given social structure. It is an attempt to contribute to the conceptual debate on the issue using a conception of masculinity that integrates the contribution of gender studies with the theoretical bases of sociology.
Key words: masculinity, gender, sociology, social position, masculine identities.
Introducción
El avance de los estudios de género, que desnaturalizaron y desencializaron la diferencia sexual, dio lugar al surgimiento de preguntas y problemas sobre los hombres que hace apenas dos décadas no se habían contemplado: la paternidad, su vida emocional como varones, sus relaciones afectivas, su participación en la esfera doméstica y los significados de su vida sexual se volvieron motivo de reflexión en diferentes ámbitos. Así, el análisis en torno a la masculinidad ha permitido impulsar el debate en ciencias sociales en terrenos que antes sólo habían estado asociados a la condición de las mujeres. Por una parte, ello es el resultado de una preocupación teórica y política de algunos sectores académicos y de las organizaciones civiles por identificar la forma en que los hombres viven no sólo el mundo de lo público sino también en sus relaciones personales y su existencia cotidiana, mientras que, por otra parte, es asimismo consecuencia de la preocupación de las agencias internacionales, los gobiernos y los organismos multilaterales por identificar el papel de los varones ante los grandes retos sociales: los cambios demográficos, la salud, la educación, la justicia y los derechos humanos. Lo anterior da lugar a toda una gama de estudios de muy diversa índole, en los cuales prolifera con frecuencia un discurso sobre la masculinidad que coloca en los atributos individuales de los hombres la explicación del orden de género. Se argumenta, por ejemplo, que las nuevas formas de participación social y de autonomía de las mujeres han puesto a la masculinidad en crisis, y se ha abierto un debate sobre diversas tesis acerca de los hombres, entre ellas: si han cambiado o no; si ya participan en el trabajo doméstico; si su identidad está todavía en ser proveedores; si ejercen una paternidad menos autoritaria; si ahora se encaminan por la ruta de "nuevas masculinidades", preguntas que inevitablemente nos conducen de nuevo a los individuos y que al enfocarse sólo en los atributos personales pierden de vista el carácter estructurado y estructurante del orden de género y olvidan que las posibilidades de poder de los hombres derivan de la posición social que ocupan y que les otorga oportunidades que no tendrían si ocuparan una distinta. Una posición que les permite desarrollar intereses compartidos como varones y les impone límites que van más allá de su voluntad, es decir, un orden social que les ofrece un abanico más o menos limitado de posibles modos de comportamiento que dependen, en gran medida, del lugar que guarda cada uno dentro del tejido humano del que forma parte y desde donde establece sus marcos de referencia y define su lugar en el mundo.
Norbert Elías (1990) sostiene que aun cuando las personas se vean a sí mismas aparentemente ajenas e independientes cada una está ligada a otras por un cúmulo de cadenas invisibles impuestas por el trabajo, por las propiedades o por los afectos, cadenas que si bien no son visibles ni palpables, no por ello son menos reales ni firmes. El orden invisible de esta convivencia ofrece a las personas posibilidades y límites que dependen en gran medida del lugar que guarda cada una dentro de ese tejido humano en el que ha nacido y se ha criado; de la posición y situación de sus padres; y de su propia trayectoria de vida. Este contexto funcional posee una estructura muy específica en cada grupo humano, donde cada persona, incluso la más poderosa, es sólo una parte de ese armazón, representante de una función que se forma y se mantiene únicamente en relación con otras funciones y que sólo puede entenderse a partir de la estructura específica y del contexto global. Ello significa que el ser humano vive desde pequeño en una red de interdependencias que no se puede modificar o romper a voluntad, salvo que así lo permita la misma estructura de la red, aunque también es verdad que esta estructura de relaciones se reproduce en las prácticas de cada día y, por lo tanto, no existe fuera de los individuos ni de sus acciones cotidianas.
Esto es lo que se parece obviar en muchas de las aproximaciones a los temas de la masculinidad y de los hombres como la que, a manera de ejemplo, expresa una nota difundida por CIMAC (2002): en ella se señala que al concluir en Brasil la Conferencia Internacional de Hombres Jóvenes, los ahí reunidos se comprometieron a trabajar para acabar con el machismo. Esta declaración, políticamente importante en cuanto representa un compromiso activo por modificar un orden social injusto, tiene dos significados adicionales: por un lado, es evidente que se ha desgastado la legitimidad de un modelo de varón impositivo y violento (eje de la representación social del machismo) del que los participantes buscan distanciarse y, por el otro, muestra el equívoco de confundir la causa con el resultado al pensar en el machismo como única forma de ejercicio del poder cuando sólo es una de sus manifestaciones, además de que presupone que se trata de una característica individual de la que pueden desprenderse los hombres a voluntad sin tomar en cuenta las condiciones sociales que estructuran estas formas de relación. Tal vez el asunto más polémico y complejo cuando se trata de identificar el papel de los hombres en los procesos de transformación social de nuestros tiempos consiste en hacer depender su poder de sus atributos y no de la posición social que ocupan. Tanto se ha hablado de cuánto han cambiado los varones como individuos que cuesta trabajo volver los ojos hacia las configuraciones sociales que hacen posible ciertas formas de acción y relación. De ahí que sea necesario reflexionar respecto de los referentes teóricos sobre los que descansa el concepto de masculinidad en el marco del análisis de género.
La masculinidad, una dimensión del orden de género
La masculinidad se ha abordado desde diferentes disciplinas y a partir de distintas perspectivas teóricas, cada una con sus consecuentes implicaciones conceptuales y políticas. Por un lado, se encuentran todas aquellas concepciones donde la masculinidad se aborda fuera del orden genérico. Entre ellas podemos citar las tesis psicométricas, con sus escalas de masculinidad-feminidad; las propuestas naturalistas, como la mitopoética de Bly; y las distintas versiones que giran en torno a los roles sexuales, que encuentran en la tesis de Parsons su referente más sólido. Las críticas a estas aproximaciones, tanto por su debilidad teórica como por su carácter sexista, ya han sido expuestas por diferentes científicos sociales, como Ibáñez (2001), Giddens (1987), Minello (2002) y Connell (2003), de manera que no se abundará más sobre ello. Del otro lado se encuentran todas aquellas que consideran a la masculinidad como una dimensión del orden de género y, por tanto, en las cuales las relaciones de poder ocupan un lugar central en la explicación de la sociedad, de las identidades y de las formas de relación de los hombres con los otros hombres y con las mujeres. Entre ellas encontramos las propuestas de Seidler (1989); Kimmel (1992); Cazés (1994); Kaufman (1995); Connell (1987); y Minello (2001), entre otras. El género se refiere a una categoría del análisis social que permite identificar la forma en que se organizan las relaciones sociales con base en la diferencia sexual. Es un eje de desigualdad social basado en la oposición binaria y jerárquica de lo masculino-femenino, con implicaciones directas en los planos material y simbólico de la vida social. Minello (2002) destaca las ventajas de abordar la masculinidad como parte de las relaciones de género: 1) permite comprender tanto los planos individuales como el social; la historia y las estructuras; las normas y las prácticas sociales; así como sus significados culturales; 2) supone la articulación del género con otros ejes de desigualdad social como la clase, la etnia, la raza o la generación; 3) establece la autonomía relativa de cada uno de estos ejes en tanto formas de organización específica con sus consecuentes marcadores de distancia, prestigio y poder; 4) enfatiza la importancia de las estructuras económicas, políticas, religiosas y sociales en la construcción de la masculinidad, así como el papel de los aparatos ideológicos; y 5) permite explicar las acciones sociales en términos de las relaciones individuales y colectivas, y en el marco de un contexto social determinado.
Con todo, el concepto de masculinidad presenta aún serias dificultades, pues se ha utilizado de tan diversas formas que con frecuencia el análisis se vuelve confuso. Para Hearn (1996) las dificultades son muchas y se pueden resumir en los siguientes rubros: la variedad de usos del concepto; la imprecisión en su uso; versiones taquigráficas de un amplio rango de fenómenos sociales; circunscribir la masculinidad a características o rasgos de los individuos, y atribuirle un poder causal cuando es el resultado de otros procesos sociales. A todo ello se agrega que al enfocarse en los hombres con frecuencia se desvía la atención de las mujeres, las vuelve invisibles y las excluye como participantes. Por ello señala cualquier análisis de la masculinidad debe entenderse en el marco de la relación hombre-mujer y se debe colocar el poder en el centro de la reflexión. Si bien representa un avance hablar de las masculinidades (en plural), es importante destacar que no se trata de posesiones individuales sino de prácticas institucionalizadas localizadas en estructuras de poder. Ante ello, Hearn propone omitir el concepto de masculinidad y simplemente abocarnos al estudio de lo que hacen los hombres. Sin embargo esta idea, lejos de resolver el problema impone mayor confusión conceptual al recurrir a un criterio descriptivo cuando se requiere de una categoría analítica que dé cuenta de la forma en que se estructura socialmente la desigualdad. Esta es precisamente la debilidad al utilizar el concepto de masculinidades (en plural), pues si bien es cierto que no existe una masculinidad en singular, sino que existen diferentes representaciones sociales y modelos de masculinidad construidos en forma diferente por las distintas clases sociales, culturas y grupos etáreos, cada uno con diferente jerarquía social, también lo es que la idea de masculinidades múltiples se entiende en muchos casos como los distintos significados de ser hombre o como las diversas prácticas sociales consideradas masculinas. Con ello se cae fácilmente en el ámbito descriptivo y con frecuencia se borra a las mujeres de la agenda. Además, en algunos casos se recurre a la idea de construcción social como una forma de eludir la responsabilidad individual en la acción social e, incluso, para victimizar a los hombres al señalar el carácter coercitivo de una sociedad que, se dice, también los oprime. Algunas de estas corrientes se adhieren políticamente a la postura feminista, pero teóricamente dejan de lado las aportaciones más importantes del feminismo.
Pese a estas dificultades, los estudios en torno al tema de la masculinidad han logrado avanzar y encontramos aportes significativos en diferentes campos de conocimiento que utilizan la perspectiva de género para fundamentar sus propuestas, aportes que además son valiosos en la medida en que han hecho evidente el contenido político de esta perspectiva orientada a modificar un orden social marcado por la injusticia. Muchos varones que se han dedicado a esta tarea comparten con las mujeres el interés en una sociedad más segura y más justa. Están interesados también en eliminar la discriminación en todas sus formas e, incluso, en promover una economía menos jerárquica y más incluyente. Algunos destacan los costos tan altos que se ven obligados a pagar los hombres por detentar un poder que les genera también dolor y sufrimiento (Kaufman, 1995). Otros empiezan a reivindicar su vida emocional y plantean la necesidad de romper con la lógica racional que ha causado mucho daño tanto a hombres como a mujeres, además de que se ha convertido en un recurso de sometimiento para aquellos grupos sociales que son discriminados y excluidos (Seidler, 1995); y otros más simplemente plantean su rechazo a aceptar el modelo de hombre que se propone bajo los parámetros de injusticia que ello representa (Stoltemberg, 1990). En el plano teórico estas preocupaciones han llevado a crear un corpus de conocimiento orientado a comprender los mecanismos que reproducen las relaciones asimétricas de poder y a analizar a la masculinidad como una jerarquía socialmente definida que se encuentra objetivada en los cuerpos y las mentes de hombres y mujeres, así como en las estructuras e instituciones sociales. Dos de los autores más interesados en teorizar sobre este carácter estructurado y estructurante de la masculinidad son Connell (1987 y 2002) y Bourdieu (2000). Ambos otorgan un papel central al análisis de las relaciones de poder y ambos desarrollan sus propuestas desde la perspectiva sociológica.
El planteamiento de Connell es interesante, pues pese a que defiende el uso del término masculinidades (en plural), su propuesta es realmente analítica. Para él la masculinidad es una dimensión del orden de género que remite a una estructura de relaciones sociales, la cual involucra relaciones específicas con los cuerpos y define posibilidades y consecuencias diferenciales para las personas. Específicamente se refiere a las posiciones de poder; a las prácticas por las cuales los hombres y las mujeres se comprometen con esa posición de género; y a los efectos de esas prácticas en la experiencia corporal, la personalidad y la cultura. El género es una forma de ordenamiento de la práctica social que responde a situaciones particulares y se genera dentro de estructuras definidas de relaciones sociales; así, cuando hablamos de masculinidad y feminidad estamos nombrando configuraciones de prácticas de género donde confluyen múltiples discursos que se intersectan en la vida individual. Finalmente, es necesario anotar que la masculinidad, al igual que la feminidad, siempre está asociada a contradicciones internas y rupturas históricas. De acuerdo con Connell (2002), la estructura de género tiene cuatro dimensiones en las cuales se inserta la masculinidad: relaciones de poder, de producción, emocionales y simbólicas. Repasemos una por una:
a) Relaciones de poder. El poder como una dimensión del género es central en la explicación del orden social porque permite entender no sólo las dinámicas de control que ejercen los hombres sobre las mujeres, sino las distintas formas de poder que ejercen los hombres sobre otros hombres o las mujeres sobre otras mujeres, así como las que se ejercen desde el Estado, las corporaciones o las leyes. El análisis del poder también permite identificar las distintas formas de resistencia que desarrollan los grupos y las personas para debilitarlo.
b) Relaciones de producción. El orden de género se basa también en la división sexual del trabajo, es decir, en el sistema social que asigna determinadas actividades a los hombres y a las mujeres y que, además, otorga significados y valores jerárquicos diferenciados al trabajo masculino y al femenino. Ello crea asimetrías estructurales y coloca a las mujeres en desventaja en términos de ingreso, beneficios laborales, oportunidades de promoción y de acceso al consumo. Además, la división entre las esferas pública y privada que separa el espacio productivo del reproductivo asigna a las mujeres al ámbito del trabajo invisible, devaluado y no pagado, mientras que a los hombres los coloca material y simbólicamente en el espacio del trabajo remunerado, la acción colectiva y el poder.
c) Relaciones emocionales. Las relaciones emocionales constituyen una dimensión central del orden de género, pues en ellas convergen el deseo, el erotismo y la vida emocional. La carga emocional atribuida a lo masculino y a lo femenino se dirige no sólo hacia las personas sino también hacia las instituciones y las entidades públicas. El terreno de la sexualidad está marcado por la doble moral y por la exclusión de las mujeres incluso de la apropiación de su propio cuerpo y del derecho al placer, mientras que concede a los varones dividendos en términos de honor y prestigio para el ejercicio de la actividad sexual.
d) Relaciones simbólicas. Toda relación de género se construye en función de los significados compartidos asociados a lo masculino y a lo femenino, pues la sociedad es indudablemente un mundo de significados. Si bien cada cultura ha desarrollado sus propios esquemas de interpretación, en todas ellas el lugar simbólico de la autoridad es siempre masculino. Además, las relaciones simbólicas involucran la totalidad del sistema de comunicación de una sociedad en tanto que incluye el leguaje hablado y el escrito; el lenguaje corporal; la forma de vestir; los rituales de iniciación y los religiosos; las actividades como el deporte o el trabajo; y los productos culturales como el cine, la fotografía o la danza. Así, hablar de hombre o mujer va mucho más allá de una enunciación descriptiva; nos remite a un sistema de interpretación acumulado a lo largo de la historia que define un lugar físico y un lugar simbólico para cada persona en el entramado social.
Desde esta perspectiva, Connell plantea que comprender la elaboración de las masculinidades contemporáneas requiere identificar la crisis en el orden genérico en las cuatro dimensiones descritas, pues estas relaciones han sufrido transformaciones importantes. Por una parte, el histórico colapso sufrido por la legitimidad del poder patriarcal aunado al movimiento global de emancipación de las mujeres ha modificado las relaciones de poder en todos los espacios sociales y ha creado nuevas identidades genéricas en hombres y mujeres. A su vez, las profundas desigualdades genéricas vinculadas a las lógicas de uniformidad tanto del Estado como del mercado han modificado las relaciones de hombres y mujeres en los espacios público y privado, al mismo tiempo que han significado un reacomodo en el acceso a y en el control de los recursos y poderes. Finalmente, se han empezado a producir rupturas en las formas autorizadas de relación amorosa y en las nuevas formas de relación conyugal. Las tensiones sociales surgidas alrededor de la desigualdad sexual y de los derechos de los hombres en el matrimonio, en torno a la prohibición del afecto homosexual, y en relación con el orden simbólico de las relaciones emocionales han puesto en crisis los modelos tradicionales de masculinidad. La incapacidad de las instituciones de la sociedad para resolver dicha tensión ha abierto un abanico más amplio para diversas expresiones de la masculinidad que entran en conflicto debido a sus estrategias de legitimación. Mientras que algunos movimientos de hombres recurren a un retorno a los modelos tradicionales, otros optan por apoyar propuestas feministas y otros más modifican algunas de las expresiones de la masculinidad pero mantienen intactas las relaciones de poder.
Si bien la propuesta de Connell ofrece mucho en términos de la complejidad que representa el concepto de masculinidad, acercarse a la comprensión de aquello que permite mantener intactas las relaciones de poder y además identificar el hilo que sostiene a las diferentes identidades masculinas más allá de la pertenencia étnica, de clase o generacional, hace necesario pensar la masculinidad como una categoría analítica y, en ese sentido, hablar de la masculinidad en singular que permita profundizar justamente en las relaciones de poder. Esta última es precisamente la mayor aportación de Bourdieu (2000), quien utiliza el concepto de violencia simbólica para explicar lo que él llama la dominación masculina. Bourdieu empieza preguntándose cuáles son los mecanismos históricos que permiten una eternización relativa de las estructuras de dominación; por qué el orden establecido con sus relaciones de dominación, sus derechos y sus atropellos, sus privilegios y sus injusticias se perpetúa con tanta facilidad; y por qué las condiciones de existencia más intolerables pueden aparecer tan a menudo como aceptables e, incluso, como naturales. Habría que recordar, asegura, que lo que aparece como eterno sólo es el producto de un trabajo de eternización realizado por instituciones como la Iglesia, la familia, la escuela o el Estado mediante sus procesos de discriminación simbólica. El efecto de la dominación simbólica se produce a través de los esquemas de percepción, de apreciación y de acción por medio de los cuales los dominados/as adoptan para sí mismos/as un punto de vista idéntico al del dominador y contribuyen, de esa manera, a su propia dominación, a veces sin saberlo y otras a pesar suyo. Todas estas disposiciones se viven desde el cuerpo, en la lógica del sentimiento o del deber, donde encuentran la fuerza simbólica que lleva a las personas a aceptar como naturales las relaciones de dominación.
La dominación masculina es el mejor ejemplo de esta violencia simbólica, es decir, tiene sus condiciones de realización en un tipo de ejercicio del poder que se realiza a través de los caminos puramente simbólicos de la comunicación, del conocimiento, del reconocimiento y del sentimiento; violencia invisible para las propias víctimas, pero ejecutada con su connivencia y complicidad. Las conminaciones constantes, silenciosas e invisibles del mundo socialmente jerarquizado preparan a las mujeres a aceptar como evidentes, naturales y obvias unas prescripciones y proscripciones arbitrarias que, inscritas en el orden de las cosas, se imprimen insensiblemente en el orden de los cuerpos. Esta relación ejercida en nombre de un principio simbólico conocido y admitido tanto por el dominador como por el dominado es posible porque comparten un idioma (en tanto conjunto de signos y significados), un estilo de vida y una característica o emblema corporal que permite y perpetúa la diferenciación. Así, las relaciones de dominación quedan inscritas tanto objetivamente, bajo la forma de condiciones materiales de vida y relación, como subjetivamente, bajo la forma de esquemas cognitivos que en su sistema de oposición arriba-abajo, activo-pasivo, recto-curvo, seco-húmedo, duro-blando, fuera-dentro construyen lo masculino y lo femenino como dos esencias sociales jerarquizadas. Estas categorías de entendimiento son formas de clasificación con las cuales construimos el mundo y que quedan incorporadas al cuerpo mediante esquemas de percepción y acción, esto es, el trabajo de construcción simbólica impone una definición de los usos legítimos del cuerpo, de manera que todas las prácticas diferenciadas y diferenciadoras de la existencia cotidiana (trabajo, deportes, juegos, actividades rutinarias) estimulan disposiciones en unos y otras que los/las llevan a aceptar de manera tácita este orden social que contiene, implícitamente, una ética, una política y una cosmología, en tanto que define las virtudes, los derechos y los privilegios de unos y otras. La fuerza del orden masculino radica en que se presenta como neutro e invisible, prescinde de cualquier justificación, y encuentra en el conjunto del orden social sus mecanismos de reproducción y mantenimiento. Se trata de un orden que funciona como una máquina simbólica, donde la división sexual del trabajo, y las estructuras tanto del espacio como del tiempo, constituyen los ejes sobre los que descansa su organización. La dominación masculina no se ha inspirado en alguna malquerencia explícita en contra de las mujeres, sino que los hombres, poseedores del monopolio de la producción y reproducción del capital simbólico, tienden a asegurar la conservación o el aumento de dicho capital y, para ello, utilizan todas las estrategias a su alcance: de fecundidad, matrimoniales, económicas y sucesorias, que se encuentran orientadas hacia la transmisión de los poderes y los privilegios.
De esta manera, Bourdieu desarrolla en su tesis acerca de la dominación masculina su concepción de masculinidad; no obstante, la explicación resulta inacabada en tanto que al acentuar el sentido del poder sólo como dominación y destacar el importante papel de la violencia simbólica se pierden de vista las distintas formas de articulación entre agentes e instituciones que permiten mantener, debilitar o transformar el carácter estructural de la dominación masculina. Esto es, si entendemos el poder en su sentido más amplio como la capacidad de alterar el curso de los acontecimientos2 tendríamos que pensar en todo el conjunto de relaciones que hacen posible la reproducción del sistema en términos de las redes de interdependencia que les dan vida, pues los poderes dependen también del lugar que ocupan los individuos en el entramado social, así como del tipo y la intensidad de las dependencias (económicas, políticas, emocionales) que existen entre ellos. El concepto de posición social aporta mucho para este tipo de análisis. El trabajo de Norbert Elias (1996) acerca de las configuraciones sociales y estructuras de poder en las sociedades cortesanas; la tesis "posicional" de Alcoff (1989) en la teoría feminista; y las nociones de habitus, campo social y posición social de Bourdieu (1999 y 2002) permiten enriquecer la categoría de masculinidad con otros ejes de reflexión teórica.
La masculinidad como posición social
Para Elias (1996), las sociedades se constituyen en virtud de un conjunto de lazos de interdependencia que define configuraciones sociales específicas para cada momento y contexto históricos. Las sociedades no son más que configuraciones de hombres interdependientes que no existen fuera de los individuos, de la misma manera que los individuos no existen fuera de las sociedades que integran. Estas relaciones de interdependencia explican la distribución social del poder, tanto al interior de los grupos dominantes como en su relación con los grupos dominados. Es decir, Elias no sólo se pregunta por qué cientos de miles de hombres pueden obedecer a un solo hombre, sino también cómo es que los grupos privilegiados pueden conservar una posición de poder durante largos periodos de tiempo sin menoscabo de sus privilegios. Para ello, sostiene, no debemos preguntarnos tanto por los atributos personales como por el tipo de configuración social que hace posible ciertas posiciones de poder. Es decir, ¿qué configuración humana proporciona la oportunidad de integrarse en una posición central dentro de una estructura social determinada?
Con la ayuda de una investigación sistemática acerca de las configuraciones, asegura, se pueden analizar las relaciones de poder en el marco de una sociedad específica. Por ejemplo, se puede demostrar que un hombre en la posición del rey en las monarquías absolutistas no reinaba de manera absoluta, que el campo de acción incluso del rey más poderoso tiene límites, pues está implicado en una red de interdependencias cuya estructura le permite ciertos márgenes de acción y decisión dentro de los cuales se puede mover. La estructura de una posición le fija al campo de acción límites estrictos que guían la actividad individual y ponen a prueba su elasticidad como posición social. El desarrollo de las posiciones sociales que un individuo recorre desde su infancia no es único ni irrepetible, sino que está definido por la estructura, de tal forma que una posición sigue existiendo incluso al retirarse su detentador particular y puede transmitirse a otro. Por otra parte, ciertas posiciones sociales ofrecen un campo de acción más amplio que otras.
Por ello, al analizar las estructuras de poder es necesario preguntarse: ¿bajo qué condiciones sociales se forman determinadas posiciones sociales de poder y cuál es el ámbito de decisiones que les permiten?, puesto que todas las posiciones sociales exigen de quienes las ocupan una estrategia ponderada en la orientación de la conducta a fin de que su poder no disminuya. La estrategia de acción está, entonces, encaminada a conservar y convertir en óptimas las oportunidades de poder que su posición le ofrece. Así, cada hombre individual utiliza el campo de decisiones que le otorga la posición que ocupa dentro de una configuración social específica, y en función de ello dirige su conducta personal con una estrategia definida, pero lo hace no en función de opciones libres sino en virtud de las coacciones a las que se encuentra sometido y de los márgenes de acción que le ofrece esa posición particular. Las teorías filosóficas y psicológicas encargadas de estudiar las actitudes y valores dan por supuesto, por lo general, que los seres humanos deciden con plena libertad cuáles valores quieren hacer suyos, pero pasan inadvertidas las limitaciones y coacciones a los que se ve sometida una persona en virtud de los valores a los que se adhiere. El análisis de la relación entre las estructuras sociales y de dominio y las estructuras valorativas muestra el fuerte carácter de coacción de las normas como recurso para mantener las posiciones de poder en que se encuentran los grupos privilegiados. Por ello, los individuos que pertenecen a estos sectores tienden a dirigir sus esfuerzos y objetivos personales con base en estas valoraciones y normas sociales que refuerzan esa posición social, puesto que tales actitudes forman parte de sí mismos, en la medida en que de ellas depende su posibilidad de prestigio, reconocimientos, amor y admiración. Así, la amenaza a los privilegios se vive como un peligro global hacia todo aquello que da sentido y valor a la vida y, en consecuencia, quien no puede comportarse de acuerdo con su posición pierde la oportunidad de mantenerse en ese lugar (Elias, 1996).
La riqueza de la concepción teórica de Elias para comprender a las posiciones de poder como parte de una configuración social específica hace especialmente útil su propuesta para el análisis de las relaciones de género en tanto que posiciones sociales, así como para comprender la masculinidad como una posición de poder, siempre disputable, en una estructura social determinada. Es decir, la condición de género es una expresión de la posición social que, como hombres, ocupan en la sociedad, pues tal posición es, de acuerdo con Bourdieu (2002), el lugar que ocupa el agente en una relación de desigualdad y, por lo tanto, constituye el efecto acumulado de todos los atributos y atribuciones que lo conforman. La eficacia de ese efecto se juega en el marco de las relaciones de fuerza que rigen cada espacio social (familia, trabajo, política), pues esa posición le permite la acumulación de distintos tipos de capital (cultural, económico, social y simbólico) y distintas posibilidades de negociación con otros agentes.
Linda Alcoff (1989) aporta, a su vez, elementos adicionales en ese sentido, pues ella considera que las posiciones de género son estructurales, pero también coyunturales. La mujer, argumenta, se define no sólo por un conjunto particular de atributos que la conforman sino por el contexto externo en que se la sitúa, puesto que ser mujer no es un dato biológico sino una posición en un contexto histórico. La situación externa determina la posición relativa de la persona en un momento específico en virtud de las distintas relaciones que configuran su red de interdependencias. Así como la posición de un peón en un tablero de ajedrez se considera segura o peligrosa, poderosa o débil, según sea su relación con las otras piezas, también las posiciones de los hombres o las mujeres pueden ampliar o reducir sus márgenes de acción de acuerdo con la posición que ocupan. La "definición posicional", sostiene Alcoff, provoca que la condición de género sea siempre relativa, pues depende de un contexto cambiante. Si es posible definir a las mujeres por su posición dentro de esta red de relaciones, entonces son también posibles las reivindicaciones políticas, no sobre la idea de que existen capacidades innatas que han sido obstruidas en razón del sexo, sino porque es la posición dentro de la red social en que se mueven lo que les permite o no tener poder y movilidad.
En este sentido, podemos decir que la masculinidad es una dimensión del orden de género que remite a esa posición social que hace posible el acceso a diversas formas de capital derivadas del lugar que ocupan ciertos individuos por su condición de hombres y que amplía su campo de acción, su ámbito de decisión individual y sus oportunidades de poder. La masculinidad no se refiere a una posición fija en una estructura social, sino a las posiciones jerárquicas en distintos campos que permiten la acumulación conjunta de distintos tipos de capital: económico, cultural, social y simbólico. El poder, asevera Bourdieu (1999), se distribuye en campos relativamente autónomos (religiosos, políticos, legales, científicos), y quienes ocupan posiciones dominantes en los diferentes campos están unidos por una solidaridad objetiva basada en la homología entre esas posiciones, pero también están enfrentados en el campo del poder por sus relaciones de competencia y conflicto y por el tipo de "intercambio" que es posible establecer entre las diferentes especies de poder.3 La estructura de género hace posible la reproducción y mantenimiento de esta posición mediante las instituciones sociales, los sistemas simbólicos y las estructuras normativas que facilitan estos poderes, pero los agentes también desarrollan grados diversos de compromiso con la posición que ocupan y asumen posturas políticas en las que optan sobre qué hacer desde esa posición. Para Bourdieu (1999), el principio de la acción no es el del sujeto que se enfrenta al mundo ni tampoco lo es la presión del campo sobre el agente, sino que este último comprende el mundo desde el lugar donde se encuentra inmerso, al mismo tiempo que el mundo está a su vez dentro de él en forma de habitus.
Los habitus son esquemas de percepción, apreciación y acción que permiten llevar a cabo actos de conocimiento práctico. Se trata de un sistema de disposiciones y de capacidades moldeadas por las condiciones de existencia que se encuentran incorporadas a los cuerpos a través de las experiencias acumuladas. Es desde el cuerpo que se construyen los significados. Las conminaciones sociales más serias, dice Bourdieu (1999), no van dirigidas al intelecto sino al cuerpo. Lo esencial de la masculinidad-feminidad se inscribe en los cuerpos mediante la acción pedagógica diaria y los ritos institucionales. Quien ha asumido las estructuras del mundo orienta su práctica haciendo exactamente lo que es debido, en tanto que es fruto de la incorporación a un orden social. El habitus engendra prácticas ajustadas a este orden y, por tanto, percibidas y valoradas por quien las lleva a cabo, y también por los demás, como justas, correctas y adecuadas, sin que sean en modo alguno consecuencia de la obediencia. Toda posición social genera disposiciones semejantes en los actores que la ocupan, no solamente por la coerción común a que están sometidos, sino por la armonización de los habitus que, al ser fruto de unas mismas condiciones de existencia, producen comportamientos adaptados a las condiciones objetivas para satisfacer los intereses individuales compartidos. Cada cual encuentra en el comportamiento de sus iguales la ratificación y legitimación de su propio comportamiento que, a cambio, ratifica y legitima el comportamiento de los demás. El acuerdo en las maneras de juzgar y actuar se fundamenta en una misma forma de entender el mundo y de "estar" en él. Son habitus sintonizados entre sí conforme a los intereses de los agentes implicados. Ello no significa que la correspondencia entre posición y disposición sea absoluta. Debido en particular a las transformaciones estructurales que suprimen o modifican determinadas posiciones, así como por la movilidad inter o intrageneracional, la correspondencia entre las posiciones y las disposiciones nunca es perfecta y siempre existen agentes en falso, desplazados, a disgusto en su lugar. De la discordancia puede surgir una disposición a la lucidez y a la crítica, que puede llevar a cambiar el puesto de acuerdo con las exigencias del habitus, en lugar de ajustar el habitus a las exigencias del puesto.
Identidades masculinas. La diversidad de posiciones
El hecho de que la masculinidad corresponda a y se construya como una posición social no significa que todos sus integrantes se encuentren en el mismo nivel de poder y prestigio. Por el contrario, toda posición social supone conflictos, competencias y alianzas entre quienes ocupan una posición semejante, así como disputas, abiertas o soterradas, entre quienes ocupan jerarquías diferentes; es decir, esta homologación de posiciones no supone homogeneidad en las identidades ni en las disposiciones sino la organización de identidades masculinas múltiples que responden a distintas condiciones. Así, por ejemplo, en las clases urbanas de los sectores medios puede darse una versión de masculinidad ordenada alrededor del dominio de determinadas habilidades (verbigracia, con énfasis en el liderazgo); otra organizada en torno al grado de experiencia en una actividad (como en el caso de los profesionales); y otra más en relación con la violencia (como en las prisiones o los barrios suburbanos), pero en todos los casos los hombres comparten esa posición de poder que les permite obtener privilegios y colocarse como grupo por encima de las mujeres. Dentro de estas diferentes identidades de género algunas son más honorables y con mayor prestigio que otras. Así, por ejemplo, las identidades masculinas de los homosexuales están socialmente desprestigiadas en la cultura occidental, mientras que algunas otras, como las de los deportistas o los cantantes y actores, son altamente valoradas. El modelo de masculinidad que es culturalmente dominante ha sido llamado "masculinidad hegemónica", lo que no significa que domine totalmente ni tampoco se refiere a la forma más común de masculinidad, sino a una posición de autoridad y liderazgo cultural que es socialmente visible y apreciada. Es hegemónica no en relación con los otros modelos de masculinidad, sino en relación con el orden de género como un todo. Es una expresión de los privilegios que comparten los hombres y que los colocan por encima de las mujeres (Connell, 2000).
Estos "mundos de vida" proporcionan a los hombres, como actores sociales, un marco a la vez cognitivo y normativo capaz de orientar y organizar interactivamente sus actividades ordinarias con base en una identidad que le da coherencia a esta pluralidad. Así, de acuerdo con la concepción de identidad que utiliza Giménez (1997) podemos decir que la identidad masculina no es más que la representación que tienen los agentes (individuales y colectivos) de su posición en el espacio social y de su relación con otros agentes. Las posiciones y las diferencias de posiciones que fundan la identidad en la vida social existen bajo dos formas: una objetiva, que existe más allá de cómo sea percibida por los agentes particulares, y una simbólica, que toma cuerpo en la representación que los agentes se forjan de la realidad. Además, las identidades de género se construyen con base en atributos identificadores y distintivos, algunos de los cuales tienen una significación individual y funcionan como rasgos de personalidad (fuerte, activo, inteligente), mientras que otros poseen una significación relacional (competitivo, violento, impositivo), que derivan de la pertenencia a cierta categoría la cual, a su vez, puede tener prestigio o no, pero supone compartir un núcleo de símbolos y representaciones sociales que genera entre los individuos un sentimiento común de pertenencia y distinción social.
De esta forma, aunque la cultura general o específica de una sociedad define a unos patrones particulares de conducta como masculinos y a otros como femeninos, hombres y mujeres desarrollan sus historias de vida en interacciones y prácticas que delimitan sus identidades individuales en el marco concreto de sus relaciones. De manera que los patrones de conducta masculinos no obedecen a atributos individuales porque éstos sólo existen en el nivel colectivo en la medida en que son definidos y sostenidos por las instituciones. Por otro lado, también se puede afirmar que la masculinidad como eje de la identidad no existe como un patrón de conducta social determinado de una vez por todas, ni como los rasgos de ciertas personalidades fijas. Más bien, la masculinidad adquiere existencia cuando la persona actúa, por lo que involucra un esfuerzo complejo y sostenido en la construcción de las identidades de género y en mantener una posición social que estará siempre en disputa. Al interior mismo de los individuos, las identidades se ven constantemente confrontadas con un complejo conjunto de emociones, deseos o posibilidades que les implican grandes cantidades de conflictos, ambigüedades y contradicciones. Aun cuando algunas de estas contradicciones pueden no ser conscientes, sí representan fuentes de tensión y, en algunos casos, facilitan el cambio en los patrones de género, pues si bien las identidades masculinas se construyen históricamente, también se recomponen con frecuencia en las políticas de género de cada día (Connell, 2000).
En síntesis, podemos afirmar que pensar la masculinidad como una posición social nos permite comprender la articulación entre el género y otros ejes de desigualdad social, como la clase, la etnia o la edad. También nos permite identificar tanto los intereses compartidos de los hombres con base en la posición que ocupan, como las contradicciones existentes entre distintos grupos de hombres. Además, hace posible pensar en las prácticas sociales como producto de las condiciones objetivas, pero también de las coyunturas que se abren a partir de las distintas posibilidades de acción individual. Finalmente, la masculinidad como posición social nos facilita concebir a los hombres con identidades políticas diversas. Así, mientras algunos agentes comprometen su acción en prácticas sociales orientadas a preservar sus posiciones de poder y privilegio, otros pueden utilizar esas posiciones para modificar las relaciones sociales en las que se encuentran insertos y transformar la estructura de la que forman parte. En este sentido, es de vital importancia para quienes trabajan con los temas de la masculinidad y para quienes están interesados/as en el trabajo con hombres, pensar en una perspectiva teórica más amplia para acometer sus esfuerzos de investigación.
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2 "El poder en el sentido de la capacidad transformadora del obrar humano es la virtualidad del actor de intervenir en una serie de sucesos para alterar su curso [...]. El poder es en el sentido más estricto relacional, una propiedad de la interacción y puede ser definido como la capacidad de asegurar resultados donde la realización de éstos depende del obrar de otros [...]; este es el poder como dominación" (Giddens, 1987: 138).
3 Como lo señala Connell (2000), los hombres como grupo social poseen casi la totalidad del poder político y económico en el mundo; ocupan los puestos más altos en las empresas, las entidades profesionales y académicas, y en los gabinetes de gobierno; controlan la mayor parte de la tecnología y dirigen en su totalidad las agencias de fuerza, tales como los sistemas militares, judiciales y policíacos.