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Sociológica (México)
versión On-line ISSN 2007-8358versión impresa ISSN 0187-0173
Sociológica (Méx.) vol.24 no.69 Ciudad de México ene./abr. 2009
Artículos
La conformación reflexiva de las identidades trans
Estela Serret1
1 Profesora-investigadora del departamento de Sociología de la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Azcapotzalco. Correo electrónico: easb@correo.azc.uam.mx
Fecha de recepción 09/03/09,
Fecha de aceptación 21/06/09
RESUMEN
Las identidades trans se constituyen en la confluencia de al menos dos prácticas discursivas: la del discurso experto y la de la militancia política. Ambas proporcionan a un abigarrado conjunto de personas los elementos para designar(se) y ubicar(se) en el complejo entramado de las identidades de género. Transexuales, intersexuales, trasvestis y transgénero han podido nombrarse y, desde ahí, dibujar los contornos de sus perfiles identitarios, gracias al juego reflexivo entre el discurso médico-científico que propicia, a partir del siglo XIX, la invención del sexo, y el discurso sociológico político de la alteridad LGBTT.
Palabras clave: transexualidad, modernidad reflexiva, construcción del sexo, feminismos, discurso médico, militancia LGBTT.
ABSTRACT
Trans identities are constituted in the confluence of at least two discursive practices: the discourse of experts and that of political activism. Both offer a variegated group of people the elements they need to name and situate themselves in the complex web of gender identities. Transexuals, intersexuals, transvestites and transgendered people have been able to name themselves, and from there, sketch the contours of their identity profiles thanks to the reflexive play between the medical-scientific discourse, which since the nineteenth century has propitiated the invention of sex, and the political sociological discourse of LGBTT otherness.
Key words: transexuality, reflexive modernity, construction of sex, feminisms, medical discourse, LGBTT activism.
INTRODUCCIÓN
En 1949 Algunos reportes de investigación científica estadounidenses dan a conocer por primera vez el término transsexual (transexual) para describir la condición de las personas que deseaban profundamente realizar un cambio de sexo, es decir, que anhelaban someterse a tratamientos médicos y quirúrgicos para atemperar los rasgos de su anatomía que los identificaban como miembros de un sexo y acercar su apariencia fisiológica a la del sexo opuesto. Con este apelativo, los doctores David Cauldwell y Harry Benjamin pretendían destacar la singularidad de una afección propia de pacientes que hasta entonces habían sido diagnosticados como invertidos, homosexuales, eonistas, trasvestidos o trasvestis. El empleo de un término específico para describir este tipo de trastorno es un signo de que ya para entonces el mundo científico hacía décadas que había generado y difundido la noción de cambio de sexo como una posibilidad real para los seres humanos.
De hecho, esa peregrina idea, que habría de ser bautizada posteriormente como transexualidad, no encuentra sus orígenes en la sociedad estadounidense, sino que se hace posible en el muy específico contexto cultural germano de finales del siglo XIX y principios del xx. Ese entorno proporcionaría, como se verá más adelante, las bases discursivas para el surgimiento de las que, con el tiempo, se revelarían como identidades sociales transgresoras que encarnan, cada una a su modo, el cuestionamiento al binarismo simbólico e imaginario que norma las actuaciones de género y reduce sus posibilidades adecuadas a la existencia de hombres masculinos y mujeres femeninas heterosexuales.
Progresivamente, a partir de la acuñación del término homosexual en el siglo XIX, veríamos multiplicarse las etiquetas que la comunidad científica emplearía para distinguir las cada vez más diversas y numerosas clases de personas cuya identidad de género se desvía de la norma aceptada. En cada caso, el término gana consensos entre médicos, psiquiatras, endocrinólogos, biólogos, genetistas, cirujanos, psico-terapeutas y psicoanalistas, quienes patologizan, en un sentido médico, a través de estas categorías, expresiones identitarias que previamente habían sido criminalizadas. Con ello contribuyen a que los sujetos de prácticas sexuales desviadas sean destinados al hospital (donde se les trata en busca de una posible cura) en lugar de a la cárcel. de ese modo, las nuevas clasificaciones se abren paso a su uso social cuando son recogidas por la divulgación científica, la prensa y los pacientes, sin descontar las leyes y sus aplicadores. Con el tiempo, la movilización organizada brinda a los miembros de estos colectivos un rostro sociopolítico desde el cual se resignifican los discursos de adscripción identitaria. A finales del siglo xx y comienzos del XXI el movimiento se torna una fuente privilegiada en la percepción social de las identidades que se multiplican. Es precisamente de este ámbito de donde proviene la noción de lo trans como apelativo que se refiere, entre otras cosas, a las identidades que atraviesan y son transversales al género, cuestionando así su normatividad binaria. Desde homosexuales hasta transexuales, pasando por bisexuales, personas trasvestidas, travestis, transgénero y un número creciente de combinaciones de las mismas, las identidades sociales que cuestionan los géneros tradicionales (hombre y mujer) se multiplican. Al hacerlo, revelan lo conflictivo de la asociación canónica entre sexo, género y orientación erótica, pero no lo hacen de manera unívoca ni carente de contradicciones.
El objetivo central del presente artículo es mostrar que las llamadas identidades trans emergen como efecto reflexivo2 de la confluencia entre diversas prácticas discursivas, entre las que destacan: a) el discurso experto; y b) la militancia política. Por ser transversales al género, estas identidades quebrantan el binarismo normativo a pesar de que los tres tipos de discurso que las nutren siguen naturalizando (cada uno a su manera) la oposición masculino-femenino. Esta consecuencia paradójica puede leerse como un síntoma del efecto deconstructivo3 característico de la modernidad reflexiva.
La tesis anterior, planteada desde la perspectiva de género, se opone a la idea de que los perfiles identitarios de las personas transexuales han existido siempre, como parece deducirse de los propios discursos que los instituyen. Por el contrario, quienes se interpelan con el apelativo trans (hombres y mujeres transexuales; travestis; transgénero; o simplemente trans) integran su autopercepción gracias a los significantes elaborados en las prácticas discursivas antes señaladas (científicas, mediáticas y políticas).
Para dar cuenta de este objetivo se procederá inicialmente a plantear qué se entiende por identidades de género y cómo se relacionan con las dimensiones subjetivas del cuerpo sexuado y del deseo. Ello con la intención de mostrar cómo el binarismo masculino-femenino, referente primario de las identidades tradicionales, se reconstruye en las sociedades modernas. No hay mejor manera de observar la fragmentación del binomio de género que estudiar la compleja relación entre la autoconcepción de hombres y mujeres, la representación subjetiva que distintas personas tienen sobre su propio cuerpo sexuado, con independencia del género al que se sientan pertenecer, y las muchas posibles variaciones en el ejercicio de su sexualidad.
Con ese marco general, daremos cuenta de los discursos y prácticas que juzgamos centrales en la definición de las identidades trans para mostrar cuáles son los contrasentidos y tensiones que caracterizan sus diversos perfiles, indicios reveladores de la diversificación identitaria en el mundo contemporáneo.
IDENTIDAD DE GÉNERO
A comienzos de los cincuenta David Cauldwell, a partir de sus estudios sobre transexuales en Estados Unidos, distingue entre el "sexo biológico" de las personas y la mentalidad que desarrollan hombres y mujeres de manera diferenciada a causa de su formación sociocultural. Al tiempo que considera que el sexo puede observarse en los genitales, las barbas y los senos, determinados por las gónadas, y escucharse en los timbres graves o agudos manifiestos en las voces de hombres y mujeres adultos, encuentra que estos últimos piensan distinto como resultado de la evolución social y el individualismo: "No existe ningún modo distintivo masculino de pensar y no existe ningún modo femenino distintivo de pensar"4 (citado en Meyerowitz, 2002: 43). El trato con cada vez más numerosos pacientes que presentaban trastornos de identidad referidos a la percepción de su sexo, su relación con la femineidad o la masculinidad y su deseo, llevó a varios médicos contemporáneos de Cauldwell a tematizar la distinción entre biología sexual y mentalidades. Entre ellos John Money, sexólogo y psicólogo, fue quien comenzó un estudio con personas hermafroditas para indagar qué ocurría con la personalidad de quienes, al presentar genitales ambiguos al nacer, por decisión médica se les asignaba de modo arbitrario un determinado sexo. Money notó que, independientemente del sexo biológico de una persona, la forma en que los pacientes se concebían a sí mismos, en tanto que hombres o mujeres, variaba mucho. Es decir, la autoconcepción de las personas como pertenecientes a lo femenino o lo masculino no estaba ligada con su sexo biológico (genitales, perfil endocrino, perfil cromosomático, etcétera). Lo anterior lleva a Money a tomar una decisión sobre el uso de la nomenclatura, que se popularizó de inmediato, que empleaba el término sex para hablar de la composición biológica del cuerpo de una persona, y reservaba gender para referirse al componente que denominó "psicocultural". Es decir, mientras que sexo expresaba el dualismo macho-hembra, género indicaba la autoconcepción configurada psíquica y culturalmente sobre la pertenencia a un sexo, distinguiendo entre hombres y mujeres.
Como se podrá apreciar, el efecto paradójico de esta distinción analítica es que, si bien permite desbiologizar la percepción del género sigue anclando la noción de tal identidad a la idea que la persona despliega a través de su desarrollo psíquico y social de pertenecer a un sexo.
Este conjunto de autores estadounidenses, a los que habría de sumarse más tarde el brillante psicoanalista Robert Stoller, percibe progresivamente la necesidad de otra distinción terminológica para explorar adecuadamente la problemática de este variado conjunto de pacientes, transgresores no intencionales de la normatividad del género. Eligen la categoría de sexualidad para señalar la dimensión erótica de la personalidad, de modo que pueda analizarse con relativa independencia del sexo y el género.
Lo curioso es que, si bien esa triple distinción se popularizó en los setenta (particularmente entre las comunidades científicas y las identidades sociales europeas y estadounidenses), dando lugar a la negación del determinismo biologicista en la definición de la personalidad y el erotismo, a partir de los ochenta del siglo pasado hemos visto ganar terreno a la corriente contraria. En efecto, respondiendo a una fluctuación que la sociología ha documentado suficientemente los discursos sociales, incluyendo los producidos en el ámbito científico, sufren una retracción conservadora después de un cierto rompimiento progresista. En este caso, hemos asistido al creciente auge del biologicismo, apoyado sobre todo en investigaciones recientes sobre el cerebro humano. La hoy popular convicción de que tanto la identidad de género como la sexualidad están determinadas por la biología en los seres humanos (particularmente por la conformación del cerebro en el vientre materno) ha calado hondo no sólo al interior del discurso experto, sino incluso en los relatos de auto-rreconocimiento que retratan el perfil de las identidades trans.
Si partiésemos de una visión estrecha del conocimiento científico sería absurdo hablar de una tesis sobre el funcionamiento del organismo humano como conservadora. Sin embargo, hace mucho que la epistemología crítica, caracterizada por su antipositivismo, ha demostrado que el discurso científico con frecuencia se construye desde parámetros (en el diseño de conceptos, metodologías y técnicas) que no revelan sólo el contexto sociocultural de los participantes, sino también sus prejuicios.5 En el apartado siguiente desarrollaremos este tema. Por lo pronto, es importante reaccionar frente a la definición de los tres rasgos de la identidad aportada por los citados autores.
A partir de las clasificaciones que estos científicos realizan comienza a socializarse en Estados Unidos y en algunos países europeos (particularmente en Alemania, Austria, dinamarca y Holanda) la idea de que etiquetar a alguien como hombre o mujer es una decisión social que parte del cuerpo sexuado para construir significados, pero que de ninguna manera puede limitarse a él. de hecho, se hace patente entre círculos cada vez más amplios la convicción de que sólo nuestras creencias sobre el género -y no la ciencia- pueden definir nuestro sexo. Todavía más, como lo recuerda Anne FaustoSterling (2006), nuestras creencias sobre el género afectan el tipo de conocimiento que producen los científicos.
No obstante, si abordamos el tema desde otro ángulo debemos admitir que los discursos científicos, como los jurídicos, sociológicos o aquellos construidos por los medios masivos de comunicación, desempeñan un papel fundamental en la conformación de las identidades de género y, en consecuencia, en la propia definición de sexo y sexualidad, que juega como componente sustantivo de las mismas. En particular, las comunidades científicas crean verdades sobre la sexualidad que los cuerpos incorporan y confirman remodelando, en su momento, el ambiente cultural. Algo similar ocurre con la transmisión de la verdad sobre el sexo que emprenden la prensa, la literatura, la televisión o el cine; los discursos son recogidos por sujetos que reinterpretan a partir de ellos sus vivencias sobre la propia sexualidad y el propio género.
Por lo que respecta a las identidades trans, no hay duda de que el movimiento organizado de colectivos interpelados por la idea de conformar la diversidad sexual ha ido construyendo un ejercicio cada vez más complejo de autodefinición en un constante diálogo con las prácticas discursivas ya señaladas. La forma en que este discurso político se traduce en identidades de género cada vez más diversificadas, y cómo ello afecta su participación pública, nos ocupa a continuación.
Si bien, como ya vimos, la propia noción de "identidad de género" se debe a John Money, el término gender y los estudios sobre la conformación cultural de hombres y mujeres adoptan un giro decisivo a partir de su reelaboración en un sentido feminista, impulsada por la antropóloga estadounidense Gayle Rubin. En un conocido texto de 1974 esta autora recupera la distinción entre sexo y género trazada por Money para elaborar una herramienta conceptual que habría de revelarse como clave para la crítica feminista: la noción de sistema sexo/género. Una de las principales virtudes del texto de Rubin fue mostrar que, si bien la distinción entre el nivel biológico y el psicocultural representa una gran contribución a la comprensión de las identidades personales, carecía de un ingrediente fundamental. El género no puede considerarse sólo como un conjunto de disposiciones socioculturales que se instauran en la subjetividad, de manera diferenciada para hombres y mujeres, haciendo referencia al sexo; resulta necesario, además, señalar que tal distinción siempre jerarquiza en el sentido unívoco de subordinar lo femenino, apuntalando un sistema transhistórico de poder y dominación. Es decir, para Rubin y la reflexión feminista que le sucede la diferencia entre la subjetividad y los imaginarios sociales de hombres y mujeres no sólo no está determinada por la distinción entre los sexos, sino que además responde a disposiciones culturales que organizan un sistema opresivo.
En este sentido, el concepto de género, fuera y dentro del feminismo (en que ha llegado a definirse como la construcción [político] -cultural de la diferencia sexual6) comenzó definiendo la identidad subjetiva, pero ha ido ampliando sus acepciones progresivamente. Sin embargo, dejando de lado por ahora la serie de dificultades que esta circunstancia ha entrañado, nos referiremos sucintamente a la propuesta de distinción terminológica que hemos hecho en otras partes (Serret, 2004 y 2006) en tanto que nos parece vital para dar cuenta adecuadamente del complejo fenómeno de la identidad de género.
La propuesta aludida consiste fundamentalmente en diferenciar el nivel simbólico del género (conformado por la pareja simbólica masculino-femenino) del nivel imaginario (hombres-mujeres) a él referido, que a su vez distingue entre la expresión social y la subjetiva. El imaginario del género, lejos de ser un dato esencial inamovible, se lleva a efecto solamente de modo performativo, histriónico, de manera que entendemos a un varón como alguien que encarna, y por tanto ritualiza, preferentemente significados de masculinidad (impulso deseante, creatividad, subjetividad, humanidad, cultura); y a una mujer como alguien que actúa preferentemente (aunque no únicamente) los valores de la femineidad (que en el nivel simbólico implican ser, a la vez, objeto de deseo, objeto de temor y objeto de desprecio).
En este sentido, la normatividad canónica del sistema sexo/género sólo admite la posibilidad de que las personas se definan como hombres y mujeres.
Sin embargo, en las sociedades modernas, particularmente a partir del siglo XIX, los referentes sociales del género se han complejizado y diversificado como efecto de la racionalización cultural. En particular, la obsesión social por develar las verdades del sexo, manifestada en espacios tan diversos como la investigación científica, el razonamiento filosófico, el saber popular o los movimientos sociales, se expresa en la generación creciente de etiquetas médicas y, más tarde, políticas, para designar identidades que se posicionan frente al binomio de género en un sentido que transgrede el binarismo canónico.
Por poner un ejemplo, la composición del término homosexual no se limita a asignar un nombre a una realidad previamente existente, sino que al popularizarse es incorporado reflexivamente por las personas a las que designa, produciéndose cambios sustantivos en la identidad. En palabras de Michel Foucault:
El homosexual del siglo XIX ha llegado a ser un personaje: un pasado, una historia y una infancia; un carácter y una forma de vida; asimismo, una morfología con una anatomía indiscreta y quizás una misteriosa fisiología. Nada de lo que él es in toto escapa a su sexualidad. Está presente en todo su ser: subyacente en todas sus conductas. [...] La homosexualidad apareció como una de las figuras de la sexualidad cuando fue rebajada de la práctica de la sodomía a una suerte de androginia interior, de hermafroditismo del alma. El sodomita era un relapso, el homosexual es ahora una especie (Foucault, 1983: 56-57).
Y esto porque, a bote pronto, la homosexualidad es concebida por los discursos expertos, tanto como por los populares, como un tercer sexo, lo que equivale a decir un tercer género. Lo mismo fue ocurriendo progresivamente con otras conductas transgresoras: al ser deshiladas por los discursos expertos y designadas con un nombre propio iniciaron el proceso de transformarse en esencias vivientes, encarnadas en identidades específicas que ocuparían paulatinamente su lugar en el continuum que tiene por extremos la femineidad y la masculinidad.
El éxito que desde mediados del siglo xx tiene entre la comunidad médica, pero también entre el público, la etiqueta transexual se debe a que consigue delimitar en un inicio cierta identidad de entre un conjunto que, desde hacía algunas décadas, comprendía con mucha ambigüedad conductas y personalidades que escapaban al binomio de género. No debemos olvidar, en este sentido, que el término heterosexual se acuña con posterioridad al de homosexual, respondiendo a la necesidad de dar nombre a la identidad normativa que, sin embargo, ya no es única, sino apenas hegemónica.7 Lo anterior no implica, sin embargo, que existan consensos claros en la comunidad científica o en el imaginario social acerca de qué caracteriza exactamente la homosexualidad, la transexualidad o el travestismo. Para ejemplificar con el primer caso, ya en 1968 uno de los temas sobre los cuales llama la atención uno de los pioneros en el estudio y la tipificación clínica de la transexualidad, Robert Stoller, en su libro Sex and Gender, es el inadecuado uso que la literatura médica hace del término homosexual. Según puntualiza este autor, tanto en el terreno del psicoanálisis como en el de la psiquiatría la homosexualidad ha dejado de ser, si es que alguna vez lo fue, un campo reconocible para, por saturación, convertirse en uno vacío de sentido. Stoller encuentra un cierto consenso en la literatura especializada en torno a un par de puntos a este respecto. Se entiende al homosexual como una persona de sexo masculino que manifiesta algún grado importante de identificación con la femineidad, expresada en actitudes, gustos, manierismos o prácticas sexuales. Esta ambigua percepción mete en un mismo saco a una gran variedad de perfiles identitarios, equiparando incluso estilos de conducta con perversiones sexuales. Así, distintos expertos califican como homosexuales desde a los varones amanerados que tienen sexo exclusivamente con mujeres hasta a las mujeres transexuales8 que desean sexualmente sólo a varones. Por cierto, que las definiciones médicas sobre la transexualidad se han visto progresivamente desafiadas por las identidades que se interpelan por medio de ellas. Entre muchos otros temas, debe recordarse que la interpretación canónica tiene problemas para aceptar que sea transexual, por ejemplo, una persona que desea cambiar su sexo para ajustarlo a su género, aunque orienta su deseo hacia personas de ese mismo género. Así, una mujer transexual (macho biológico que se percibe como mujer) que ama y desea sexualmente sólo a mujeres se considera a sí misma lesbiana. Configuraciones como esta última desafían abiertamente las tipificaciones del imaginario social de género, para el cual hay una correspondencia lineal entre sexo, género y deseo. Una mujer, según la tipificación, es alguien que tiene caracteres sexuales femeninos, se asume como mujer y desea sexualmente a los hombres. Por ello, la sola idea de una mujer transexual lesbiana resulta ampliamente chocante.
Para quienes encarnan identidades como la descrita parece que las ideas de la transgresión y la marginalidad resultan cada vez más atractivas. Sin embargo, paralelamente a esta tendencia se refuerza en las identidades trans otra que apunta en sentido contrario, ideológicamente hablando. Se trata de aquella que defiende, entre la comunidad LGBTT, la tesis biologicista que, ya dijimos, cobra nuevo auge a partir de los ochenta. Veamos las tensiones que esta circunstancia crea en el nivel sociopolítico de expresión de las identidades trans.
LA CONSTRUCCIÓN REFLEXIVA DE LAS IDENTIDADES DE GÉNERO. EL DISCURSO MÉDICO
De acuerdo con Laqueur (1994) la diferencia sexual, tal como la conocemos, es una construcción de los siglos XVIII y XIX. Hasta entonces en la cultura occidental había prevalecido el modelo unisexo que considera a los organismos femeninos (en particular de las mujeres) una versión imperfecta de los masculinos.
Aunque a primera vista pudiera parecer que son los increíbles avances científicos en materia de fisiología los que desembocan en el descubrimiento del sexo binario, en realidad es una ideología de la diferencia incontrastable entre los géneros la que da paso a la interpretación de la diferencia sexual. De hecho, las tesis sobre el dimorfismo no se obtienen de los datos empíricos sino a pesar de ellos (Laqueur, 1994: 289): "[...] los nuevos conocimientos sobre el sexo no respaldan en modo alguno las tesis sobre la diferencia sexual hechas en su nombre. Ningún descubrimiento singular o grupo de descubrimientos provocó el nacimiento del modelo de los dos sexos [...]; la naturaleza de la diferencia sexual no es susceptible de comprobación empírica" (Laqueur, 1994: 265).
La reacción misógina frente al progresivo avance del feminismo en los siglos XVIII y XIX enfrenta la crítica de la desigualdad social ilegítima entre hombres y mujeres con argumentos sobre la diferencia irreductible que separa a ambos géneros. Así, el androcentrismo hegemónico abandona un discurso milenario (sustentado por los sabios en el terreno médico) que entendía a las mujeres como una versión imperfecta de los hombres, por un modelo binario que los contrasta esencialmente. La diferencia de las almas se lee también en los cuerpos.
Así, aunque algunos datos revelados por los avances en fisiología podían nutrir la tesis de la diferencia, como el descubrimiento de la ovulación que lleva a menospreciar la convicción previa de que el ovario fuese un "testículo no descendido", muchos más indicaban la fusión entre los sexos antes que su diferenciación. Por ejemplo, en el terreno de la embriología, donde se descubre la existencia de elementos sexuales masculinos y femeninos en todo embrión, los científicos hablarán de "bisexualidad originaria" (no de fusión) y desestimarán los efectos de la misma después del nacimiento. En cambio, se sostiene con pasión la inconmensurabilidad de los sexos traducida en cualidades generalizables al conjunto de los hombres o las mujeres en mente y espíritu.
Los casos de hermafroditismo que se estudian desde la lente pulida por los descubrimientos médicos representan un reto para los investigadores que se esfuerzan denodadamente por encontrar la verdad del sexo bajo una confusión (escrita en el cuerpo intersexuado) que quieren considerar aparente. La esencia, una vez revelada en cada cuerpo y en cada espíritu, habrá de ser masculina o femenina, nunca las dos.
Según Alice Dreger (2000) esa convicción ha permanecido intacta en el discurso científico dominante a lo largo de los años, y sólo ha variado el código para descifrar la verdad. Se pasó del "modelo gonadal" en el siglo XIX para decidir el "verdadero sexo" de la persona (y, en consecuencia, su verdadera identidad) al "modelo endocrino", y de ahí al "cromosomático". Ninguno de ellos ha podido, sin embargo, superar el hecho de que ciertos cuerpos se rebelan ante la distinción. Y también algunas identidades.
IDENTIDADES TRANS: DE LA CLÍNICA A LA POLÍTICA
En la medida en que han surgido nuevas identidades colectivas, dando cuerpo y voz a personas tradicionalmente marginadas, invisibilizadas y discriminadas por las costumbres y los marcos normativos, las distintas sociedades han reconfigurado reflexivamente los límites binarios del género. En el proceso de pluralización de identidades políticas ha jugado sin duda un importante papel el efecto reflexivo del discurso público. La mutua afectación de la expresión experta y la popular teje el entramado simbólico que va proveyendo de nuevos lenguajes, gestos, territorios y fórmulas a las actuaciones identitarias.
Es en este contexto que debe entenderse la emergencia social de las identidades trans, sus reivindicaciones y el impacto que tienen en el imaginario colectivo en general y en el imaginario político en particular. La presencia pública a nivel mundial de los colectivos denominados con este mote deliberadamente ambiguo se remonta a un par de décadas (Garaizabal, 2003) y, por ello, sus contornos se dibujan y desdibujan cotidianamente en una agonística frenética del imaginario discursivo.
En los años setenta las identidades trans se hallaban más o menos homologadas a las homosexuales, tanto en los planos del discurso especializado y las autopercepciones como en el del movimiento sociopolítico. En efecto, en todos estos niveles el imaginario daba cuenta de la escasa delimitación entonces existente entre los perfiles identitarios que hoy se consideran marcadamente diferentes entre sí, al recurrir a la idea de homosexualidad más como un recurso lingüístico que da cuenta de un territorio desconocido en lo que toca a prácticas, actitudes, autopercepciones y reivindicaciones, que a un término descriptivo o explicativo.
Desde luego, si el discurso experto genera tan esquiva noción se debe, en parte, a las enormes dificultades que enfrenta el imaginario social para lidiar con cualquier alteración al binarismo propio de toda representación relativa al género. La inquietud producida por los comportamientos que no cupiesen con comodidad en la definición cultural de lo masculino y lo femenino, claramente diferenciados, se ve reflejada, como ya advertimos, en el acomodaticio empleo de la etiqueta homosexual(que califica sobre todo a los varones).
Así pues, en su expresión sociopolítica, la identidad homosexual interpela por igual, en un principio, a hombres con distintos grados de afeminamiento, que orientan su deseo, en exclusiva o no, hacia otros hombres; a los hombres travestis y a las mujeres (machos biológicos) transexuales.
Curiosamente, a diferencia de lo que la etimología del término podría hacernos pensar, existe una cierta incomodidad para el imaginario cuando se trata de incorporar en ese mote a las mujeres con distintos grados de personificación masculina, que orientan su deseo, en exclusiva o no, hacia otras mujeres.
En la medida en que estas últimas identidades van ganando presencia pasan de ser consideradas homosexuales femeninos (artificioso apellido que muestra cómo para el imaginario se trata de excepciones entre las excepciones; perversión de la perversión), a ser denominadas genéricamente lesbianas.
Así, en los años setenta se hablaba ya en diversas partes del mundo de movimiento gay para indicar el conjunto de grupos, con mayor o menor grado de organización y permanencia que, integrados por homosexuales y lesbianas, manifestaban su rechazo a la variada discriminación de que eran objeto.
Los cambios que se avecinaban en el perfilamiento de las identidades trans estuvieron marcados por la confluencia entre, por lo menos, dos factores: primero, el ingreso al ágora del movimiento gay proveyó un foro inusitado al discurso trans, impulsando sin duda la modulación y depuración de voces que, en ese ejercicio de publicidad, se reconstruyeron a sí mismas. Segundo, las investigaciones de la época sobre biología sexual que revisamos más arriba, aunadas al efecto duradero del Informe Kinsey,9 tuvieron un impacto decisivo sobre el discurso experto, dejando cada vez más en claro la insuficiencia de las definiciones usuales para caracterizar la compleja variedad de las manifestaciones del sexo, el género y el deseo en los seres humanos.
En la medida en que avanzaron los setenta, la sofisticación de los estudios sobre la transexualidad, la intersexualidad y las parafilias, junto con el fortalecimiento de los movimientos sociales contraculturales, encabezados por los movimientos feminista y gay, se constituyeron en campo fértil para el refinamiento de las definiciones identitarias concebidas por el imaginario social. La publicidad que reciben los casos de cambio de sexo, así como los crecientes esfuerzos para legitimar y normalizar algunas parafilias, particularmente las prácticas homosexuales, por parte de grupos con gran influencia en la opinión pública de países como Estados Unidos, Inglaterra y Francia, favorecen también la interpelación de un número creciente de personas en respuesta a los apelativos bisexual, transexualy travesti. No obstante, como todo ello ocurre en el marco de una incipiente salida del clóset social de personas que buscan el reconocimiento de sus derechos desde una identidad pública como homosexuales, el reclamo de ese mismo reconocimiento por parte de otras identidades emergentes, que se caracterizan también por la disidencia sexual, encuentra un serio rechazo al interior del propio movimiento gay.
A esto hay que agregar que el citado movimiento procuró, como parte de su discurso reivindicativo, apelar a los valores más preciados del individualismo liberal, con altos bonos en la época, al presentar a la homosexualidad como un asunto de preferencia,esto es, de elección individual. Reivindicar el derecho a la libre preferencia sexual puso el acento de la homosexualidad durante décadas en las prácticas y lo desplazó parcialmente de las identidades. Ello a pesar de que la amplia difusión de códigos y lenguajes emanados del movimiento contribuyó a crear las pautas de una identidad mucho más cohesiva de lo que se recuerda en otras épocas.
Los esfuerzos de visibilización y posicionamiento dentro del movimiento generaron un efecto de rechazo y discriminación hacia los no homosexuales (bisexuales, trasvestis y transexuales) que contribuyó a modelar discursos independientes de autoafirmación. Estos discursos, formulados en el campo político-social, tuvieron un importante papel en la configuración reflexiva de las identidades trans.
El asunto es que, en el proceso de separación respecto del movimiento gay, y al diseñar sus propias estrategias de autodefinición, los excluidos pusieron un énfasis sorprendente en la diferenciación y la especificidad. Aparentemente la propia definición desde los márgenes mismos de la marginalidad se tornó una vocación en la que el sujeto sólo se siente cómodo en el reconocimiento que le brinda la ausencia de un significante estable que pueda nombrarlo. El discurso trans se solaza en la ilusión de la fragmentación y la irrepetibilidad: ya en el siglo XXI se hace evidente que los miembros del colectivo se niegan a ser encasillados en la definición de su sexo, su género o su sexualidad, identificándose en cambio como quienes transitan fluidamente por las determinaciones.
Si en un principio, acudiendo al lenguaje especializado que sistematiza la experiencia clínica de un número importante de sujetos de estudio, las personas transexuales se describían a sí mismas como habiendo nacido en el cuerpo equivocado, esta caracterización pronto fue cuestionada por quienes afirmaban no querer interferir en la discordancia entre su sexo y su género manifestándose, por ejemplo, como mujeres satisfechas con su pene, que no deseaban esforzarse en disfrazar su cuerpo masculino.
La pulverización de referentes vive otro momento decisivo al sumarse voces que desestiman la vinculación unívoca entre la identidad de género y la orientación del deseo. Se publicitan entonces los casos de personas y hasta de asociaciones integradas por mujeres transexuales que sólo aman a mujeres biológicas;10 hombres transexuales que desean tanto a hombres como a mujeres biológicos o transexuales bisexuales casados con otros transexuales.
Si la bandera cohesiva que tanto éxito tuvo en el movimiento gay fue la preferencia sexual, estas nuevas y cada vez más complejas fórmulas de identidad colectiva cuestionan para algun@s que el propio deseo sea elegido y cambiante a voluntad y que exista una forma fácil de vincular el sexo, el género y la orientación erótica.
El tema de la preferencia pone, además, el dedo en la llaga de uno de los puntos más escabrosos en la construcción del discurso público de las identidades trans: el posicionamiento frente al esencialismo.
Curiosamente, a la par que las identidades trans se han separado de lo gay, también han reivindicado a su manera un discurso conservador que se aparta radicalmente de la demanda libertaria que implicaba la preferencia sexual. Frente a las reacciones provenientes de la derecha, que pretenden evitar la ampliación de derechos de estos colectivos con el argumento de que eligieron el camino del mal al perseguir como estilo de vida uno de aberraciones, de desviaciones de la naturaleza, el discurso trans se ha volcado a buscar en los estudios científicos la pruebas de que su condición no es elegida, sino producto de su biología, es decir: su identidad trans sería natural y no una opción. Recurren, como se ve, a la falacia naturalista tan del agrado de sus adversarios y cometen el error (teórico y político) de concordar con el conservadurismo en el supuesto de que, mientras que lo biológico es un hecho incontestable, lo social o psicológico puede modificarse a voluntad.
Los fundamentos para ello se han buscado en el moderno modelo médico, que ha venido a sustituir a los modelos gonadal, endocrino y cromosomático para explicar la diferencia entre los sexos-géneros, pretendiendo demostrar que existe un sexo cerebral, determinado desde la matriz, que puede no coincidir con el sexo cromosomático y genital. El modelo cerebral se revela como el nuevo paradigma de la verdad sustancial sobre los cuerpos sexuados, los géneros y los deseos. A pesar de él, de su persistente binarismo, de su defensa por parte de algunos miembros de las identidades plurales y transgresoras, la propia actuación de estos géneros diversos indica la deconstrucción de los dualismos.
Como se ve, el debate sobre los retos que aporta la creciente emergencia de las identidades trans apenas comienza a plantearse.
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2 Efecto reflexivo: consideramos, con Anthony Giddens, a la reflexividad como una lógica característica de la interacción social en las sociedades modernas. En un primer nivel, la reflexividad es entendida por Giddens (entre otros), como autoconfrontación. En ese punto, "[h]ay un sentido fundamental en que la reflexi[vidad] es una característica definitoria de la acción humana". Sin embargo, de manera específica en la modernidad la reflexividad "es introducida en la misma base del sistema de reproducción, de tal manera que pensamiento y acción son constantemente refractados el uno sobre el otro". Así, la reflexividad "de la vida social moderna consiste en el hecho de que las prácticas sociales son examinadas constantemente y reformadas a la luz de nueva información sobre esas mismas prácticas, que de esa manera alteran su carácter constituyente" (Giddens, 1993: 45-46). El mismo autor da cuenta de cómo los discursos expertos juegan un papel decisivo en la constitución de las prácticas y las identidades en la modernidad. Podríamos agregar que en este proceso se pone en juego una interesante paradoja, pues la eficacia de los discursos expertos depende de la ilusión que crean acerca de su infalibilidad, misma que es imposible sostener desde la óptica moderna del saber científico.
3 Entendemos deconstrucción como: "desmontaje de un concepto o de una construcción intelectual por medio de su análisis, mostrando así sus contradicciones y ambigüedades" (Diccionario de la Real Academia Española).
4 Las versiones en español son de Estela Serret.
5 La idea a la que nos referimos con epistemología crítica se sustenta en una larga tradición. Por ejemplo, podemos encontrar sus supuestos en las reflexiones que ofrece Max Weber sobre el carácter de la metodología sociológica (Weber, 1978), mediante las que cuestiona las nociones positivistas de objetividad. Por su parte, el pensamiento feminista ha generado desde hace varias décadas importantes contribuciones a este tema (Harding, 1987; Haraway, 1988; Fausto-Sterling, 2006). En especial, Anne Fausto-Sterling ha demostrado el modo, a veces sorprendentemente burdo, en que los prejuicios de género operan en todas las prácticas científicas, incluyendo la propia construcción de conceptos (Fausto Sterling, 1987).
6 Según reza el título que elige Marta Lamas para uno de sus libros (Lamas, 1996).
7 Nos referimos, desde luego, y vale la pena recordarlo, a las identidades de género, no a las prácticas sexuales.
8 En este texto entendemos como mujer transexual(a diferencia de mujera secas) a una persona que, siendo un macho biológico normal, se percibe a sí misma como mujer, sin por ello engañarse respecto de que su cuerpo no coincide con su percepción de género. El término ha sido definido en el marco de la militancia LGBTT (lésbico, gay, bisexual, transexual y transgénero), de donde lo recuperamos. Elegimos en cambio no hablar de mujer biológica, como lo hace este discurso, por considerar que ese término reintroduce la confusión entre sexo y género.
9 El Informe Kinsey, publicado por Alfred Kinsey en 1948, ha sido la mayor revolución de la percepción de la sexualidad conocida hasta hoy. Mediante entrevistas con un sistema de completa confidencialidad a más de 20 mil hombres y mujeres que respondían un cuestionario anónimo logró crear una base de datos que describía el comportamiento sexual en el ser humano, generando gran sorpresa (para 1948) los porcentajes de masturbación femenina y masculina; de comienzo de la actividad sexual; de homosexualidad, de bisexualidad, etcétera. Lo que más ha resonado hasta hoy son las divisiones y porcentajes de las tendencias sexuales, considerándose válidas hasta el presente por lo extenso y profundo del estudio, encontrándose que la heterosexualidad y homosexualidad "puras" son una minoría en una escala identificada de siete grados que va desde la absoluta heterosexualidad hasta la homosexualidad completa, pasando por varios grados de bisexualidad, donde se definía además que la mayoría de las personas son en algún grado bisexuales (http://es.wikipedia.org/wiki/Informe_Kinsey).
10 Ya dijimos que en el colectivo se habla tanto de mujeres con sexo femenino como de mujeres biológicas. Un término, más que sólo desafortunado, sintomático de la naturalización del género que reintroduce la mayor parte de los discursos trans hoy en día.