Introducción
Hablar de ciudadanía es situarnos en un terreno de interpretaciones diversas, sobre un concepto de larga data en las ciencias jurídicas y políticas, tan antiguo como la misma polis griega y presente en la esencia de las revoluciones burguesas del siglo XVIII. De estas últimas alcanza hasta mediados del siglo XX la concepción de una ciudadanía como estatus, otorgado por el Estado, que confiere ciertos derechos a los individuos. Esta perspectiva se mantiene incluso después de la posguerra, cuando sus ecos resonaron en la sociología, en cuyo caso se la consideró como un elemento capaz de aminorar las consecuencias del capitalismo. Sin embargo, no fue sino hasta las últimas décadas del siglo en cuestión que la ciudadanía tomó relevancia como categoría relacional y procesal, y empieza a operar como herramienta de empoderamiento y dominación, dictada por el contexto social, político y económico.
En esta tesitura, el tema de la ciudadanía comienza, paulatinamente, a tener voz propia y a tomar centralidad como pieza clave en el desarrollo de las naciones, configurándose así como un campo de estudio con agenda propia, de tal modo que el ejercicio y construcción de la misma se vuelve eje central en los debates académicos y políticos sobre una de las grades problemáticas sociales de finales del siglo XX: la generación de estrategias que permitan a los individuos, como a los ciudadanos del nuevo siglo, afrontar sus responsabilidades, en un modelo económico-político que exige participación, autogestión y auto-organización, particularmente en países emergentes, con una arraigada tradición de gobiernos autoritarios e intervencionistas (Isin y Turner, 2002; Isin, 2009; y Ortiz, 2014).
Cabe recordar que la implementación de la política económica neoliberal desencadenó una redefinición global de los roles y las relaciones entre el Estado, la sociedad y los agentes económicos en el mercado (Ortiz, 2009 y Tamayo, 2010). En palabras de Harvey (2007: 8), el neoliberalismo es una “teoría de prácticas político-económicas que afirma que la mejor manera de promover el bienestar del ser humano consiste en no restringir el libre desarrollo de las capacidades y de las libertades empresariales del individuo, dentro de un marco institucional caracterizado por derechos de propiedad privada, mercados fuertes y libertad de comercio”.
En la práctica, el modelo se concretó en una serie de ajustes estructurales, que en el terreno de la relación Estado-sociedad consistieron en la descentralización de los servicios públicos básicos de salud y de educación; la desregulación y flexibilización del empleo; y la focalización de los programas sociales (Barba, 2004; Valencia, 2008). En esta fórmula, el Estado, que desde la década de los cuarenta y hasta principios de los ochenta había estado presente en cada espacio de la vida social, económica y política, y como referente incuestionable de la provisión y vigilancia de los derechos en los países de Occidente, ahora tiene como función principal crear y preservar el marco institucional apropiado para el desarrollo estructural de la economía y su propia eficiencia (Harvey, 2007).
En cuanto a la sociedad, se busca debilitar en el ciudadano la lógica del asistido, sujeto de derechos sociales garantizados por el Estado, mediante la promoción de la participación ciudadana, la gobernanza y la autogestión (Ortiz, 2014). En todo caso, el fin último de la implementación de las políticas neoliberales fue “transferir a la sociedad en general, y a los beneficiarios de los programas en particular, responsabilidades, control y, eventualmente, poder efectivo” (BID/PNUD, 1993: 35).
Este discurso sobre la responsabilidad en la gestión de sí mismo y la reconfiguración de roles (Ortiz, 2014) colocó a la sociedad civil como actor estratégico en la promoción del desarrollo. La diversidad de formas organizativas, que dicho concepto alberga, involucró la defensa de derechos de grupos vulnerables, la provisión de servicios sociales y, en general, la atención a aquellos huecos dejados por la acción gubernamental (Alcántara, 2011).
En este mismo sentido, la pérdida de legitimidad de las políticas neoliberales, a raíz de sus limitados resultados en el bienestar social, incentivó un renovado interés por el estudio de la ciudadanía, para explicar la inequitativa redistribución de los bienes y de los males del régimen neoliberal, así como por el reconocimiento social de identidades particulares (Beck, 2002; e Isin y Turner, 2002). Temas que hasta entonces habían sido relegados al ámbito privado, sin cabida en las formas tradicionales de organización como los sindicatos y los partidos políticos, encontraron lugar en muchas de las nuevas organizaciones aludidas, que fueron politizándose de manera gradual.
Este proceso remite a la creciente complejidad de la matriz de relaciones sociopolíticas (Garretón, 2001, 2002 y 2006) y económicas, que da cuenta de la coexistencia de distintos patrones de vínculos entre actores, lo que incide también en una diversidad de prácticas sociales que contribuyen a la construcción y ejercicio de diferentes tipos de ciudadanía. Es decir, la ciudadanía como categoría relacional de empoderamiento o dominación es un proceso que se desarrolla en torno a vínculos. Éstos refieren a la relación entre dos o más actores que buscan influirse entre sí. A su vez, esta interacción genera un proceso de producción y reproducción de prácticas relacionadas con la democracia y la autonomía que determinan la manera como los individuos involucrados ejercen y construyen ciudadanía (Rodríguez, 2005; Zaremberg, De Federico, Ruíz et al., 2014).
Es en este esquema que se identifican al menos tres patrones de relaciones: uno clientelar-corporativo, derivado de la relación de los individuos con el Estado de bienestar, que ha propiciado la formación de una ciudadanía pasiva; otro de gobernanza, que tiene como referente principal la autogestión neoliberal y una ciudadanía activa; y uno al que Barkin y Lemus (2014) evocan como un sistema alternativo y que podemos identificar con lo que Beck (2002) denomina subpolítica y que refiere a una ciudadanía activista.
Comúnmente se relaciona a la ciudadanía pasiva con la membresía a organizaciones de base en condiciones económicas precarias, en un contexto de relaciones clientelares corporativas; y a la ciudadanía activa con organizaciones de la sociedad civil que mantienen una estrecha colaboración con los distintos órdenes de gobierno a través de mecanismos institucionalizados de participación ciudadana, en un contexto de gobernanza. A la ciudadanía activista se la vincula con la persecución de derechos no institucionalizados, a través de organizaciones alternativas que cuestionan los cimientos mismos del régimen neoliberal, en un contexto político de subsistemas que trascienden los canales institucionales (Beck, 2002: 144).
Más allá de caracterizar a las organizaciones sociales, podemos afirmar que en mayor o menor medida todos los patrones antes enunciados se encuentran inmersos en la vida organizativa. Por lo tanto, analizar a la ciudadanía implica trascender el estudio de los objetivos evidentes como las conquistas ciudadanas o la expansión de derechos como fin último, para profundizar en los procesos que se dan al interior de la organización, en la cotidianidad de los actores, donde se forjan esos vínculos de empoderamiento y dominación y donde potencialmente pueden concretarse prácticas relacionadas con la democracia y la autonomía de los participantes.
Con base en estas consideraciones, proponemos desarrollar un modelo analítico basado en la noción de ciudadanía como procesos relacionales, construidos por los sujetos a través sus vínculos, que derivan en una tipología de ciudadanos. Para tal efecto, la exposición se divide en cuatro apartados. El primero presenta los cambios a los que se expone la ciudadanía en la transición del Estado de bienestar al neoliberal; en el segundo se caracteriza a la ciudadanía y al ciudadano en el contexto actual; en el tercero se exponen los elementos conceptuales del modelo al analizar a los actores y vínculos fundamentales en la construcción de ciudadanía. Por último, se conjuntan los elementos para armar nuestra propuesta de modelo analítico, en tres niveles de análisis sugeridos por Montes de Oca (2014: 290) para sistematizar el estudio de una organización social: genealogía, morfología y dinámica.
Ciudadanía en la transición del estado de bienestar al neoliberalismo
La ciudadanía es una de las concepciones en ciencias políticas y sociales que más ha penetrado el discurso cotidiano de individuos e instituciones. Aplicada por el sentido común, se utiliza para explicar el comportamiento de los individuos en sociedad, y para designar a los miembros de un Estado democrático (Tamayo, 2010). De manera mínima puede definirse como el “conjunto de derechos y deberes que hacen del individuo [un] miembro de una comunidad política, y que orientan su actuación en el mundo público” (Bobes, 2000: 50).
La ciudadanía implica una relación de derechos y responsabilidades recíprocas entre Estado e individuos, y entre los individuos mismos, que lejos de ser estática se construye de manera histórica a partir de la extensión o restricción de los derechos de primera generación (civiles y políticos) y los de segunda generación (sociales, económicos y culturales). Tal como afirma Giroux (1993), la ciudadanía no se dirime en el vacío político y en la amnesia histórica; por el contrario, hace referencia a una categoría polisémica, que ha sido delineada por el pensamiento político desde sus primeras nociones republicanas en la Grecia antigua, atravesando por las grandes revoluciones liberales del siglo XVIII (Bobes, 2000), hasta nuestros días como un concepto momentum, es decir, en continua elaboración (Lister, 2007).
En este devenir histórico la ciudadanía se ha construido a través de conflictos sociales y luchas por el poder, en contextos históricos concretos, donde las dinámicas cultural, social y política entre individuos con identidades particulares tienen lugar en condiciones de distribución desigual de los recursos culturales, económicos y simbólicos (Bolos, 2008). En palabras de Tamayo (2010: 56), la ciudadanía es “una construcción social, es dinámica, conflictiva y contradictoria; cambia históricamente; es resultado de tensiones y luchas sociales, hacia adentro y hacia afuera, donde se confrontan, negocian, interpretan proyectos distintivos de grupos, intereses e ideologías”.
Desde esta perspectiva se destaca que el debate sobre la ciudadanía aparece en la literatura y en la discusión política y social de manera cíclica, sobre todo ante aquellas crisis en las que se requiere replantear a las instituciones políticas (Escalante, 1995) y económicas. Basta posicionarnos en el segundo tercio del siglo pasado, momento en que se ubica la instauración del Estado de bienestar y su posterior crisis en la década de los ochenta.
En esta línea de argumentación, nuestro recorrido comienza a finales de los cuarenta, cuando al concluir la Segunda Guerra Mundial y tras un largo periodo de inestabilidad económica, política y social, la nueva década se presentó con un nuevo aliento al mundo, al incentivarse la interrupción de las políticas de laissez faire, y en su lugar establecerse el Estado de bienestar, transición que en un primer momento se desarrolló en Europa, y llegó a Estados Unidos como Welfare State. En América Latina se expresó a través del modelo de industrialización por sustitución de importaciones (ISI) y la implementación de políticas sociales universales (Colom, 1993; Bustelo, 1998; y Ramírez, 2003).
Si bien en la literatura se discute si el Estado de bienestar se presentó de manera focalizada en los países desarrollados, y no así en aquellos en desarrollo, esta polémica escapa los alcances del presente artículo. En este sentido, usaremos de manera generalizada el término para referirnos al programa político de intervención estatal que tuvo lugar entre 1930 y 1980, encaminado a conciliar las desigualdades emergidas del capitalismo, a través de la institucionalización del principio de protección social y justicia distributiva. Preceptos que fueron impulsados por la acción de partidos socialistas, el crecimiento de la riqueza, las reformas sociales de Fabians y Beveridge en Inglaterra; por Gustav Moller en Suecia, y desde la academia por los aportes de Keynes a la teoría económica (Colom, 1993, y Bustelo, 1998).
En este contexto, también se dio un renovado interés por analizar a la ciudadanía como un elemento capaz de modificar el impacto negativo del mercado capitalista, perspectiva que T. H. Marshall trajo a colación en su célebre ensayo Ciudadanía y clase social, donde la definió como un “estatus que se concede a los miembros de pleno derecho de una comunidad. Los beneficiarios son iguales en cuanto a los derechos y obligaciones que implica” (Marshall, 1998: 37). Desde la perspectiva del autor, el Estado es fuente y concesionario de los derechos.
De tal modo que a través de un análisis histórico que tomó como referencia a Inglaterra, Marshall argumentó que la formación de la ciudadanía se dio de manera progresiva por la incorporación de los derechos civiles, políticos y sociales en los siglos XVIII, XIX y XX, respectivamente. Según la línea de tiempo así trazada, se arguyó que si bien en los siglos XVIII y XIX la noción de ciudadanía presentó una expansión de los derechos civiles, relacionados con la libertad individual y el acceso a la justicia, y de los políticos, tales como el derecho al sufragio y la participación en la vida política, en la práctica éstos tuvieron una baja repercusión social (Marshall, 1998).
Por ejemplo, en el caso de los derechos civiles el poder legal otorgado estaba limitado por los prejuicios de clase y la falta de oportunidades económicas, mientras que el ejercicio de los derechos políticos exigía experiencia y organización. La ciudadanía social, el tercer elemento que devino en el siglo XX, concedía un mínimo de bienestar económico y seguridad con el derecho de participar del patrimonio social, a través de los sistemas de educación y servicios sociales (Marshall, 1998). De tal modo que la adquisición de los derechos sociales representaría la fase cúspide en la construcción política del Estado-nación, materializado en el Estado de bienestar (Colom, 1993).
En este periodo ciudadanía significaba tener derecho a que algunas necesidades básicas fueran satisfechas; así, si los mecanismos privados fracasaban, el Estado estaba obligado a instituir políticas dirigidas a satisfacer dichas necesidades (Young, 1999). De tal modo que, como actor omnipresente en las esferas de la vida política, económica y social, el Estado tomó en sus manos la capacidad de decidir de manera arbitraria cómo y cuándo aplicar o restringir los derechos civiles y políticos (Olvera, 2001).
Dichas prácticas situaron a la política como el territorio de los expertos y redujeron la problemática social a la negociación sobre la distribución de los beneficios entre grupos de interés. Al restringir el conflicto y la discusión a cuestiones distributivas, posicionaron al ciudadano como cliente-consumidor, restando incentivos a su participación activa en la vida pública (Young, 1999). No obstante, las conquistas sociales del Estado de bienestar sentaron las bases para que en la década de los setenta se intensificaran las demandas por la apertura democrática (Rodríguez, 2005). En este panorama se puso sobre la mesa la concentración de poder en manos de la burocracia como la principal amenaza a la libertad, lo que significó más que una crisis económica del Estado, la pérdida de legitimidad de los gobiernos.
Para los detractores del Estado de bienestar, como Nozick (Estado mínimo) y Friedman (libre mercado), la solución obvia se centró en limitar las funciones del Estado a defender la ley y el orden, y a eliminar por completo su función distributiva. Friedman propuso la liberalización económica como la estrategia que eventualmente conduciría a las naciones a la democracia. Por su parte, Nozick argumentó que la justicia social, si por ello se entiende justicia distributiva, no existe, y que una sociedad es justa en la medida en que sus miembros posean lo que tienen derecho a poseer, con independencia de las formas de distribución de la riqueza (Mouffe y Turner, 1981: 1829 y 1833; Mouffe, 1999: 49).
La transición hacia un Estado mínimo y la liberalización del mercado en la década de los ochenta exigió de los ciudadanos la capacidad de ser responsables de obtener por sí mismos muchos de los servicios sociales antes provistos por el Estado (Kymlicka y Norman, 1997). En la práctica, las políticas neoliberales condujeron a los sectores incapaces de acceder a los servicios y al empleo a generar una identidad de asistido permanente, despojándolos de su ciudadanía, dependientes del favor de gobiernos y organismos no gubernamentales (Coraggio, 2008: 83). Para Quintana (2009: 42), este proceso representó el paso de un estatus “de beneficios sin ciudadanía del periodo corporativista, a un período, el actual, de ciudadanía sin beneficios”, que subordinó las demandas éticas de las personas a la lógica del mercado (Araya, 2011).
Garretón (2001: 41) explica estos cambios como una reconfiguración de relaciones, que analiza a partir de la transición en la matriz sociopolítica, concepto que refiere a la delimitación histórica en la configuración de las relaciones entre Estado, régimen y partidos políticos, y la base social. De tal modo que los cambios acontecidos en las últimas dos décadas del siglo XX representaron la creciente complejidad de una matriz sociopolítica nacional, popular, también llamada “clientelar corporativa”, basada en actores más ligados a los proyectos histórico-estructurales y a la política, que a otra configuración de actores centrados en “los niveles de los mundos de la vida”, o intersubjetividades, y a las instrumentalidades de tipo organizacional e institucional, más sociales y culturales, que condensan aquellos reclamos relacionados con género, sexualidad y etnicidad.
Ciudadanía en el siglo XXI
En la era de la globalización y la sociedad del riesgo, el debate social, económico y político sobre la ciudadanía rebasa el tema de la distribución de la riqueza y añade el de las inequidades en los impactos de los daños ambientales y sociales (Beck, 2002) entre la población, en particular de aquéllos derivados de los cambios estructurales y en general del modelo europeo de modernización (Touraine, 2007). De tal modo que en las sociedades contemporáneas la desigualdad, vista en un sentido más amplio, es redefinida desde las ciencias sociales y humanidades para incorporar temas de inclusión-exclusión en relación con la diversidad cultural, sexual y étnica. Esta problemática en su conjunto, configuró desde la década de los noventa a la ciudadanía como un campo de estudio con agenda propia (Young, 1989; Kimlicka y Norman 1997; Bustelo, 1998; Habermas, 1999; e Isin y Turner 2002).
Young (1989) fue una de las autoras que se inscribe en este movimiento y expone uno de los planteamientos más radicales y debatidos de la época. A través del concepto de ciudadanía diferenciada, la autora argumentó que entre los grupos de la sociedad existen diferencias de capacidad, cultura, valores y estilos de comportamiento, que tendrían que ser consideradas por las instituciones para brindar un trato diferenciado. La autora advierte que, en la igualdad de trato, estas diferencias tienden a perpetuar la opresión y las desventajas, dado que existen sujetos que cuentan con los recursos necesarios para acceder de manera inmediata a ciertos derechos, mientras que otros, por el contrario, quedan rezagados sin acceso a su ejercicio, incluso sin conocimiento de sus derechos formales.
Kymlicka y Norman (1997) cuestionan el planteamiento y argumentan que los derechos de las minorías han servido a nacionalistas y fundamentalistas para justificar la dominación de pueblos que no son parte de su grupo, o bien se han utilizado para reprimir a disidentes en su interior. Así, desde una ciudadanía multicultural, la libertad individual, la igualdad y la democracia son los ejes rectores que deben conducir el ejercicio de dichos derechos. Es decir, que ningún derecho de las minorías debe permitir a un grupo oprimir a otros; ni tampoco que un grupo reprima a sus propios miembros.
En este sentido Touraine afirma que una sociedad “multicultural es tan absurda como una monocultural” (González, 2010). Si bien enfatiza la necesidad de oponerse a la colonización e imposición global de la cultura dominante, también apunta la importancia del aislamiento de las culturas (Touraine, 2001). En esto último advierte el peligro de la conformación de sociedades multicomunitarias, fundamentadas en una relación de culturas dominante-dominada, en donde la pretensión de defensa de la dominada llega a restringir su presencia en las instituciones democráticas y la posibilidad de defender directamente sus intereses culturales y económicos.
De tal modo que todo lo que incrementa la distancia entre la sociedad y las comunidades, entre economía globalizada y culturas aisladas, tiene efectos negativos, conduce a la destrucción de las culturas, a la violencia social y a las aventuras autoritarias (Touraine, 2001). Ante este panorama, este autor se cuestiona si al estar inmersos en el neoliberalismo, “en el cual intentamos pensar, en el cual intentamos sobrevivir, ¿es posible actuar?” (Touraine, 2012).
El mismo responde que sí, si pensamos que no sólo somos víctimas, sino también actores con capacidad de cambio. Esto implica la configuración de sujetos-actores, que Touraine (2012) describe como el individuo que se reconoce como sujeto con el derecho a tener derechos, capaz de modificar el ambiente material y social. Un individuo que antes tenía que subordinarse a las pautas de lo colectivo, organizado en estructuras corporativas o en partidos políticos, paulatinamente tiende hacia nuevas orientaciones, hacia el “nosotros”, que podría entenderse como un individualismo cooperativo (Beck, 2002). Desde el pluralismo esto sería, como apunta Bobbio (1986), la creación de varios centros de poder, organizados y funcionales, al margen del Estado.
En este sentido Mouffe (1999) plantea la necesidad de articular las exigencias de los múltiples grupos presentes en una sociedad, no sólo como una alianza entre intereses particulares, “sino de la identidad misma de estas fuerzas”. De tal forma que los intereses de los trabajadores de algún segmento social no se persigan a expensas de los derechos de las mujeres, de los migrantes o de los trabajadores de otro segmento social y viceversa. Esto último significa alejarse del pluralismo de élites que, como apunta Young (1999), desincentiva la participación de los ciudadanos a involucrarse en la toma de decisiones, y se aleja de la idea de un espacio de disenso.
El conflicto en esta fórmula es indispensable, transciende de la percepción del otro como enemigo, como un extraño al que hay que combatir, y se sitúa en el terreno del agonismo. Es decir, el otro se identifica como un “adversario de legítima existencia al que se debe de tolerar; se combatirán con vigor sus ideas, pero jamás se cuestionará su derecho a defenderlas” (Mouffe, 1999: 16). De tal manera que la ciudadanía representa esa identidad, una específica de tipo político: algo a construir a partir de la participación y que articula nuestra pertenencia a distintas comunidades, a través del consenso y del disenso, como miembros de una comunidad democrática (Mouffe, 1999).
La democracia representa entonces el ámbito para la expansión de la ciudadanía (Bustelo, 1998), y es en los ciudadanos donde deben de fundarse la libertad y la igualdad como valores democráticos que contribuyen a la formación de sujetos-actores de ciudadanía, en una doble dimensión individual-societaria. Es decir, como ciudadanos reflexivos, interesados por la vida de la comunidad a la vez que por la de sí mismos (Wieviorka, 2011), y no únicamente como individuos dependientes de la intervención pública.
La ciudadanía es, entonces, la conciencia de pertenencia a una colectividad política, que descansa sobre la responsabilidad de sus ciudadanos. Es decir, si los ciudadanos no se sienten responsables de su gobierno porque éste ejerce un poder que les es ajeno, no puede haber representatividad de los dirigentes, ni libre elección de éstos por los ciudadanos (Touraine, 2000: 99). En esta línea Oraison (2011), con base en Habermas (1999), señala que los procesos de construcción de ciudadanos críticos, autónomos y activos mantienen una relación con sus propias oportunidades de participación. Por lo tanto, la ciudadanía es el resultado de un proceso de participación dentro de la comunidad, pues “cuando las masas deliberan, se convierten en ciudadanas. Cuando los ciudadanos participan crean comunidad” (Alejandro, 1993, citado por Tamayo, 2010: 43).
En esta tesitura, la construcción de ciudadanía conduce a la búsqueda de la inclusión de demandas y reconocimiento, lo que no significa la incorporación de lo propio y la exclusión de lo ajeno, sino la apertura de los límites de la comunidad para todos, para los “otros” (Habermas, 1999). En definitiva, esto conlleva la “adquisición progresiva de poder” por la sociedad, como un proceso que mantiene una íntima relación con las luchas y movimientos sociales (Smith y Durand, 1995; Bobes, 2000) y, por lo tanto, con los derechos de asociación. De acuerdo con Bobbio (1986), es a través de estos derechos que se conforman los grupos que hacen pluralista a una sociedad. Ello se expresa en el surgimiento de nuevos actores que luchan por derechos ya institucionalizados, mediante la integración o la asimilación; o bien que demandan nuevos y desafían las formas y los modos establecidos por medio del reconocimiento, la diferenciación y la identificación.
En este sentido se puede diferenciar entre dos tipos de ciudadanía, una clásica e institucionalizada, cuyo referente es el reconocimiento frente al Estado, y otra imaginada o deseada. Esta última refiere a aquellas demandas sobre algo que los ciudadanos perciben como un derecho, no obstante que para las instituciones o el poder ante el cual se reclama tal reconocimiento éste no resulta claro, pudiendo tener un referente público o privado, nacional o internacional, pero la constante es que su ejercicio aún no se encuentra institucionalizado (Garretón, 2006). Lo anterior implica, a su vez, la generación de nuevos campos de contestación, nuevos sitios donde se condensan intereses, conceptos y actos que no se restringen a un momento en la urna, ni a las figuras organizativas de representación tradicionales, como los sindicatos y partidos políticos.
Aquí es importante enfatizar que los derechos son las condiciones que posibilitan el surgimiento de nuevas asociaciones, asambleas y movimientos (Arato y Cohen, 2009), ya que al “realizarse derechos fundamentales, se crean y consolidan centros de subpolítica; ello ocurre precisamente en la medida en que esos derechos se cumplen en su contenido y se garantiza la independencia frente a ataques del poder político o económico” (Beck, 1998: 248). Desde esta perspectiva, la ciudadanía no es sólo un estatus que nos identifica como portadores de derechos; sino un instrumento que se tiene para hacer algo, que nos va a ayudar a construir los ámbitos de pertenencia y de acción (Rodríguez, 2005).
En síntesis, la ciudadanía es una institución dinámica de dominación y empoderamiento jurídico, social, que se construye mediante un proceso dinámico de interacción y participación de diversos actores sociales, tanto individuales como colectivos, que luchan por sus intereses en distintos espacios sociales y políticos (Smith y Durand, 1995; y Zaremberg, De Federico, Ruiz et al., 2014).
Construcción de ciudadanía, sus actores y vínculos
La lógica neoliberal configura la noción de un ciudadano individualizado y consumista que tiene como base al individuo autosuficiente y responsable de su propio bienestar, cuyos logros se encuentran en función de sus propias capacidades y libertades empresariales. Es decir, el éxito o fracaso en la obtención de bienestar se atribuye directamente a sus decisiones personales, y no a algún tipo de cualidad sistémica (Beck, 2002; y Harvey, 2007). Aunado a lo anterior, la precarización en las condiciones de vida y el incremento en la desigualdad marcaron una tendencia hacia la individualización a-social, que Castel definió como un “individualismo negativo”, que repliega a lo privado a quienes carecen de eficiencia personal y lazos sociales en los que puedan apoyarse (Balibar, 2012: 78).
En este contexto, los ciudadanos terminaron por identificarse principal o exclusivamente como electores (Aguilar, 2007) y consumidores, dentro de un sistema de partidos, que pasó de las campañas fincadas en persuasiones ideológicas, a la de encuestas de marketing (García, 1995: 13). Beck (2002) da cuenta de otra senda de la individualización en la que, lejos de poner en riesgo la integración y de aislar al individuo, se suscita la creatividad para la renovación de la sociedad en condiciones de cambio radical. Lechner (2004) abona a esta discusión al argumentar que aquélla permite incrementar las capacidades del individuo para participar en la vida social, como sujetos personales aptos para configurar una multiplicidad de actores, individuales y colectivos, imbricados en una variedad de sistemas de creencias y valores (Wieviorka, 2011; y Touraine, 2006).
Así, al separarse el sujeto de las clases y fuerzas sociales presentes en la sociedad industrial, el movimiento social central, regido por la lucha de clases y el Estado como locus de poder, pierde centralidad en el espacio público y emerge la acción colectiva en forma de nuevos movimientos sociales (Calderón, 2011; y Wieviorka, 2011) y culturales (Touraine, 2006), entre los que destacan el de mujeres, el estudiantil y el indígena, así como los movimientos globales dentro de los que se enlistan el anticapitalista, el antiimperialista y el de los globalifóbicos (Wieviorka, 2011).
En virtud de estos antecedentes, el Estado ha dejado de ser un referente inequívoco de la construcción y preservación de la ciudadanía; y las formas tradicionales de organización, como los sindicatos y los partidos, también han resultado insuficientes para representar a todos los clivajes de una sociedad (Garretón, 2001). En medio de esta transición, la reconfiguración de los actores sociales, políticos y económicos colocó a la sociedad civil como una nueva fuente de certeza en un tiempo de incertidumbre, en el que se erige como “una señora que entiende muy bien las cosas, sabe lo que quiere y lo que tiene que hacer, es buena y, desde luego, la única adversaria posible de la perversidad estatal -y podríamos añadir, del mercado-. Es tan virtuosa y tiene tanta seguridad en sí misma, que da miedo” (Loaeza, 1994).
Ahora bien, más que considerarla un actor colectivo que habla al unísono, la sociedad civil puede abordarse como “un espacio de conflicto, dentro del cual se procesan intereses y principios” (Olvera, 2000: 11). Engloba distintos grupos, redes, comunidades y lazos que dan apoyo y sirven como mediadores entre el individuo y el Estado moderno. En ella se involucra a individuos que se organizan y actúan colectivamente en una esfera pública para expresar sus intereses, pasiones e ideas; intercambiar información; alcanzar objetivos comunes; realizar demandas al Estado y aceptar responsabilidades (Diamond, 1997).
En esta línea de argumentación se entiende a la sociedad civil como una entidad político-cultural infinitamente compleja, desigual y heterogénea, que recubre poderes, intereses, identidades y, en consecuencia, exigencias plurales y hasta contradictorias (Rabotnikof, 1999; y Olvera, 2001). Diversidad que, en palabras de Enzensberger (1991), “constituye diez mil diferentes agencias de poder en nuestra sociedad” (citado por Beck, 1997: 57), mismas que en la práctica pueden relacionarse con el Estado, el mercado y/o entre sí, como aliadas o adversarias. Algunas lo harán por la distribución de bienes, otras de los males, o bien las moverá la lucha por el reconocimiento social de un sector específico de la población, entre otras reivindicaciones (Olvera, 2000; Beck, 1997; Isin, 2009).
La constante es que en tales interacciones se lleva a cabo un intercambio material y simbólico, a través del cual los participantes buscan influir los unos sobre los otros. La finalidad en este proceso es la reproducción de prácticas que permitan la creación o replica de modelos de interacción. A esta relación de doble vía se la reconoce como vínculos, que pueden ser de dominación o de empoderamiento (Isin, 2009; Zaremberg, De Federico, Ruiz et al., 2014) y pueden o no favorecer la institucionalización democrática (Olvera, 2001). De tal modo que se extienden como la “unidad básica de configuración de la sociedad” al imbricarse en la economía y la política a través de un conjunto de reglas y pautas de comportamiento. Constituyen así una forma de regulación social, por medio de la cual se imponen reglas desde arriba y se negocia desde abajo (Sánchez Salcedo, 2008: 209).
Esta concepción de los vínculos y su relevancia para el estudio de la construcción de ciudadanía tiene como base empírica los análisis que desde la sociología y la ciencia política se han realizado sobre la sociedad civil latinoamericana, tanto en lo que se refiere a su propia configuración y dinámicas como entidad protagónica del régimen neoliberal, como en su interacción con un Estado que pasó de “benefactor” a “administrador minimalista” (Sánchez Salcedo, 2008; Dagnino et al., 2006; Garretón, 2001, 2002, 2006; Jenkins, 2011). Una transición inacabada en virtud de las grandes asimetrías sociales que prevalecen en estas sociedades.
Estos autores refieren que una sociedad civil tan heterogénea como la latinoamericana y un Estado en el que se combinan prácticas con racionalidades tan disímbolas como las arriba señaladas interactúan en un contexto de alta complejidad. Ello explica la coexistencia de vínculos que deberían estar superados, como las prácticas clientelares y corporativas, con formas de interacción propias de una lógica neoliberal (Sánchez de Puerta, 2006). En la práctica ello incide directamente en las posibilidades de colaboración y confrontación, al interior de la sociedad civil y en su relación con el Estado (Dagnino et al., 2006).
Para sistematizar la complejidad aludida y facilitar su análisis, Dagnino et al. (2006: 23, 35 y 40) proponen tres categorías para clasificar los vínculos, a partir de su identificación con tres grandes proyectos políticos: autoritario, neoliberal y democrático-participativo. La primera refiere a prácticas clientelares y corporativas desarrolladas durante el Estado de bienestar; la segunda, a prácticas de autogestión promovidas durante la implementación de las políticas neoliberales; la tercera describe a aquellas acciones surgidas desde estos nuevos movimientos sociales como reacción en contra de los procedimientos clientelares y corporativos, así como de las políticas neoliberales.
Con esa misma intención Garretón (2002; 2006) utiliza el concepto de matriz sociopolítica, para caracterizar la relación entre Estado, sistemas de representación o estructuras políticas de sujetos y actores sociales; y la base socioeconómica y cultural de éstos. De acuerdo con el autor, los cambios relacionados con los procesos de globalización e implementación del modelo neoliberal debilitaron la matriz nacional-popular vinculada al Estado de bienestar. En este proceso de disolución, la inestabilidad en los vínculos entre los actores políticos, económicos y sociales pretende ser recompuesta por tres tendencias que en ocasiones se sobreponen, en otras se complementan, o bien se tensan al interactuar.
La primera de ellas es la neoliberal, que comparte características con el proyecto homónimo de Dagnino, Olvera y Panfichi (2006); la segunda es una reacción a la anterior, que emerge desde la sociedad civil vinculada a principios comunitarios e identitarios al estilo democrático participativo; y la tercera refleja una visión más institucionalista a través del reforzamiento del papel del Estado y de la democracia representativa, con el fin de evitar la destrucción de la sociedad por el mercado, los poderes fácticos o el particularismo de las reivindicaciones identitarias y corporativas (Garretón, 2002).
Ante la incapacidad de estas tres tendencias para configurar una nueva matriz sociopolítica diferente a la nacional-popular emergen vacíos de los que pueden resurgir relaciones clientelares, corporativistas o partidistas, que si bien carecen de la convocatoria de los grandes bloques ideológicos, sí poseen un gran potencial fragmentario muchas veces vinculado “a elementos anómicos, apáticos o atomizadores, en ciertos casos delincuenciales, como el narcotráfico y la corrupción” (Garretón, 2002: 14).
Para dar cuenta de esta complejidad sobre la cual se construye la ciudadanía, el estudio de Jenkins (2011: 303) sobre el liderazgo en una organización de mujeres en Perú, “Integra”, reporta una tendencia a la despolitización y al crecimiento de conductas individualistas en las participantes, en principio por la penetración de las políticas neoliberales, pero también por las acciones represivas y violentas de Sendero Luminoso en contra de estas mujeres. La autora explica que la implementación de políticas neoliberales significó la transición del activismo del cambio social a la procuración de nuevas exigencias gerenciales, como la rendición de cuentas, la eficiencia, la buena gestión financiera y los resultados de política pública cuantificables.
En un sentido, estas medidas abonan a la democracia al transparentar el uso de los recursos, pero en otro promueven el surgimiento de una élite de administradoras que controla la información y el uso de los recursos en aras de garantizar la eficiencia financiera a los patrocinadores públicos y/o privados. Estas prácticas promovieron relaciones jerárquicas y autocráticas entre la base de la organización y sus dirigentes, quienes, de acuerdo con Jenkins (2011), usaron su poder e influencia sobre las mujeres miembros, concediendo favores y supervisando la distribución de los bienes a quienes consideraban sus aliadas.
En un estudio realizado en el noroeste de México, también en una organización social de base femenina, se documentó una situación muy similar a la reportada por Jenkins (2011) para el caso peruano. Se trata del estudio realizado por Alcántara y Hernández (2018) sobre la Federación Estatal de Sociedades de Solidaridad Social (Cobanaras), organización donde se observó cómo las grandes pasiones políticas e ideológicas de la lucha de clases que marcaron sus inicios a finales de la década de los setenta como una organización mixta transitaron gradualmente hacia demandas universales, como los derechos de las mujeres. Esta metamorfosis las llevó a centrar sus esfuerzos en la actividad financiera y productiva, lo que les demandó una constante profesionalización para estar al tanto de la diversificación y competencia por los recursos, así como de los esquemas de racionalización financiera que han moldeado su estructura, dinámica y procesos internos como organización. Esta situación, sumada a la heterogeneidad en los perfiles de las socias, en cuanto a edad, educación e incluso nivel socioeconómico, entre otros aspectos, más la complejidad del contexto político en el que se ha sostenido por más de treinta años, han provocado que la asociación se reproduzca en medio de un complejo y tenso coctel de prácticas que incluye racionalidades clientelares, eficientistas y democrático participativas.
María Fernanda Somuano (2011) también realizó un estudio en organizaciones sociales de base femenina en el centro de México. Su objetivo fue identificar las prácticas democráticas al interior de Flor de Mazahua, cooperativa creada en 1972. Encontró que su proceso de toma de decisiones estaba subsumido a factores de edad y de parentesco. Las mujeres mayores tenían una más amplia influencia con respecto a las más jóvenes. En 2011 Flor de Mazahua había reducido drásticamente su membresía y su supervivencia se encontraba seriamente comprometida por la falta de apoyos.
Los tres ejemplos reseñados permiten vislumbrar cómo las organizaciones que no se han adaptado a las exigencias del patrón neoliberal, como es el caso de Flor de Mazahua, son más proclives a sucumbir, a diferencia de aquéllas, como la peruana Integra y la mexicana Cobanaras, que han sido capaces de adaptarse a las demandas de las instituciones patrocinadoras, no obstante las contradicciones y tensiones internas que ello conlleva.
El tema de la brecha generacional también parece ser un factor relevante en el desenlace de Flor de Mazahua. Al respecto, Jenkins (2011) señala que los y las jóvenes son menos propensos a involucrarse en organizaciones colectivas, y a menudo prefieren un empleo remunerado. Aunque por otro lado cabe la consideración de Beck (2002) sobre la incursión de la juventud de manera más activa en la ruptura con las convenciones pasadas, de tal modo que los jóvenes, y en particular quienes tienen acceso a estudios superiores, se están formando espacios de participación distintos a los convencionales, más apegados a los parámetros democrático-participativos que se contraponen tanto a los requerimientos institucionales de los apoyos gubernamentales de corte neoliberal como a las tendencias clientelares corporativas.
Reuben (1992) (tomado de Somuano, 2011: 242-243) aporta a la discusión otro caso de organizaciones similares a las comunitarias, que operan de manera focalizada en una comunidad, a partir de recursos canalizados desde el exterior, mismos que son aplicados a sus necesidades inmediatas. El citado autor advierte que en éstas se conforman modelos ficticios de producción y organización popular, con pocas probabilidades de contribuir a la ruptura de los lazos y relaciones de dependencia, e incapaces de consolidar, en el largo plazo, el poder de los grupos subordinados.
Este conjunto de condiciones representan una “camisa de fuerza” para la lucha democrática y la construcción de ciudadanía (Paz, 2008), porque profundizan las desventajas y la exclusión, dado que la distribución de bienes es condicionada a la lealtad hacia un líder o una élite que buscan legitimarse; y la distribución de males, en particular el impacto de los daños ecológicos, la discriminación y la segregación en la calidad de vida de la población marginada económica, política y socialmente no se discute o se supedita a la inmediatez. En estas dinámicas se da el caso de que quienes ponen en juego estos recursos y participan de manera activa no necesariamente representan los intereses colectivos, de manera que quienes tienen menor capacidad de intervención se van rezagando, y la participación se convierte en el “privilegio de una minoría” (Somuano, 2011: 247).
No obstante estas dinámicas, que parecen reforzar los procesos de exclusión y autoritarismo en las organizaciones sociales, Barkin y Lemus (2014) dan cuenta de la emergencia de acciones colectivas desde las comunidades que, basadas en la cooperación y en sistemas alternativos de toma de decisiones, se encaminan a romper con los esquemas históricos del corporativismo y del clientelismo, a la vez que a resistir los impactos de las políticas neoliberales en el bienestar y en la organización social. Esto es, frente a un discurso hegemónico que sostenía que “no hay alternativa”, algunos grupos sociales se están alzando con un “hay miles de alternativas” (Esteva, 2014: 150). Estos procesos sociales, aunque incipientes y no generalizables, abren espacios para impulsar nuevos modelos de hacer política distintos a los hegemónicos, y por lo mismo promueven -y a su vez son promovidos por- modelos alternativos de organización social, por lo que es de esperarse que en sus prácticas y movimientos se gesten nuevos perfiles de ciudadanos.
Para finalizar este apartado y a manera de síntesis podemos agregar, basándonos en Garretón (2001, 2002, 2006); Dagnino, Olvera y Panfichi (2006) y Esteva (2014), que en la realidad sociopolítica latinoamericana es posible identificar proyectos políticos de tipo autoritario, neoliberal y democrático-participativo. Éstos coexisten en una constante tensión al incidir de manera simultánea en las prácticas sociales, tanto en las instituciones públicas y privadas como en las organizaciones sociales. Cada uno de estos proyectos políticos está fincado sobre concepciones particulares respecto del papel que debe desempeñar la sociedad; así como sobre la producción y reproducción de prácticas específicas de democracia y autonomía que permean al interior de las organizaciones, dando lugar a determinados patrones de vínculos. Los proyectos políticos y los patrones de vínculos promueven contextos que a su vez generan tipos de organizaciones sociales, mismas que también engendran ambientes proclives a la configuración de perfiles específicos de ciudadanos y ciudadanas.
A continuación se presentará y explicará el modelo de análisis propuesto para estudiar, en la complejidad descrita, los procesos de construcción de ciudadanía que se gestan en el seno de las organizaciones sociales de los albores del siglo XXI.
Marco analítico de la construcción de ciudadanía desde las organizaciones sociales
A manera de advertencia metodológica es preciso reiterar que dada la complejidad del contexto en el que tiene lugar la construcción de ciudadanía en las sociedades latinoamericanas, por las razones ya esgrimidas, las categorías de análisis que configuran el modelo que a continuación presentaremos constituyen tipos ideales utilizados para caracterizar los proyectos políticos, tipos de Estado, patrones de vínculos, tipos de organización social (os) y perfiles de ciudadanos que se definen en estos procesos.
Sin intentar profundizar en el tratamiento de esta herramienta, para nuestros fines es suficiente con señalar que los “tipos ideales […] son formas de acción social que pueden ser discernidas de forma recurrente en el modo de comportamiento de los individuos humanos” (Weber, 1977: 30). Fueron concebidos por Max Weber (1977: 85), como abstracciones conceptuales construidas por el observador de una realidad histórica particular, en aras de integrar la diversidad de sus elementos dispersos, en una unidad de análisis coherente. Es un patrón que en un solo concepto agrupa el conjunto de rasgos que caracterizan una clase de fenómenos tomados en consideración (Uña y Hernández, 2004: 1526). Los criterios para la selección de los elementos de la realidad histórica, y su particular combinación en la caracterización del tipo ideal, obedecen a los objetivos del estudio en cuestión (Sánchez de Puerta, 2006).
Con base en esta aclaración, añadiremos que los conceptos que conforman el modelo de análisis fueron definidos y caracterizados con base en la revisión de literatura especializada en el tema, tanto teórica como empírica, así como en nuestra propia experiencia de trabajo con organizaciones de la sociedad civil y organizaciones sociales de base femenina.
El modelo de análisis (Figura 1) es una matriz que condensa dos planos explicativos: en el primero se presentan las categorías de análisis y sus expresiones particulares (tipos ideales) para cada caso; en el segundo, los procesos inherentes a la formación, institucionalización y operación de una os. Los alcances de este artículo se limitan a explicar las relaciones entre las categorías de análisis con los procesos de las os y la manera cómo éstas interacciones inciden en tipos específicos de os y de perfiles de ciudadanos.
Fuente: elaboración propia con base en Alcántara y Hernández (2018); Barkin y Lemus (2014); Beck (2002); Garretón (2001); Isin (2009).
Teóricamente, el modelo se lee a través de sus compartimientos horizontales. De izquierda a derecha de la matriz de análisis se transita de escenarios macro, estructurales e históricos, como los proyectos políticos y el desempeño del Estado, como referente obligado ante la sociedad civil y el mercado, al menos en el siglo XX y en la actualidad, a los componentes micro, que analizan la cotidianeidad de las os, haciendo referencia a sus prácticas de reproducción como colectivos y a los intercambios simbólicos y materiales que perfilan a un tipo particular de ciudadano, que se ubican en el extremo derecho. Allí mismo es donde hipotéticamente deberían hacerse efectivos los ejercicios de la democracia y la autonomía en la vida interna de la organización. Metodológicamente estos ejercicios fungen como indicadores para analizar la calidad de los procesos internos que inciden en la formación de ciudadanos pasivos, activos o activistas, como se verá más adelante.
En medio del modelo destaca el entramado de vínculos que reproducen las prácticas sociales de empoderamiento o dominación en la interacción entre el Estado y los diversos actores de la sociedad civil, entre ellos las os. El patrón de vínculos es la categoría central de esta matriz, la que confiere unicidad y coherencia a todos sus componentes y puentea los procesos macro con los procesos micro de esta trama, al traducir los lineamientos que emanan de un proyecto político en particular en regulaciones y prácticas cotidianas que promueven diversos tipos de os e inciden en el perfil de ciudadanos que se construye en esta plataforma sociopolítica.
En la parte superior de la figura se exponen los niveles de análisis de los procesos que configuran una os y su relación con las categorías conceptuales. Con base en Montes de Oca (2014) y Alcántara (2011), se identificaron tres procesos: genealogía, morfología y dinámica. La primera da cuenta del proceso de gestación de la os: sus antecedentes organizativos, el contexto político, social y económico que enmarcó la acción colectiva, y el objetivo o problemática a resolver. La morfología refiere a la constitución de la estructura organizativa de la os. Por último, la dinámica describe los procesos de participación y las herramientas que facilitan la instalación de prácticas sociales, productivas, culturales y políticas que permiten el desarrollo y crecimiento de la os y de sus grupos internos, para afianzar capacidades y competencias personales y socio-comunitarias (Oraison, 2011: 77). En estas prácticas, los ejercicios democráticos y de autonomía resultan definitivos en la construcción de ciudadanía en el seno de las os.
Para describir cómo se relacionan los procesos que configuran una os con las categorías de análisis incluidas en el modelo, mencionaremos que su genealogía está delineada por el contexto del proyecto político en el que se inscribe su fundación y por el carácter de los vínculos que establece con actores externos clave, sean éstos del sistema político (Estado, partidos políticos, movimientos sociales, otras os); del mercado y/o de la sociedad civil. Como se explica más adelante, tales vínculos también inciden de manera decisiva en la morfología, porque por lo general la estructura interna de la os está regulada por instancias externas -sean legislaciones, reglas de operación de sus patrocinadores, u otras formas de control-.
En el caso de la dinámica, que alude a los procesos de participación interna, a la democracia y a la autonomía, la complejidad en el análisis se potencializa, pues en este nivel se interrelacionan los factores estructurales con las intersubjetividades derivadas de cómo las y los socios de una os interpretan la participación democrática, el empoderamiento y la autonomía, teniendo como referencia su perfil cultural, socioeconómico, e incluso etario. Por último, son también los vínculos los que en la práctica permiten lecturas oblicuas entre los componentes de la matriz. En otras palabras, son los que explican las tensiones hacia adentro y hacia afuera de las os y promueven la coexistencia de prácticas aparentemente contradictorias como las reseñadas en los casos de las organizaciones de base femenina de México y Perú, expuestos en el apartado previo.
Es pertinente aclarar aquí que este esquema no está limitado por un determinismo estructural, sino que también considera la capacidad de “agenciamiento” de las y los miembros de una os para, a través de su acción colectiva, pasar de una condición de dominación a una de empoderamiento. De hecho, lo que se espera de una os es que la gestión colectiva permita a la población en desventaja remontar su situación de exclusión social.
Ahora bien, partir de los planteamientos de Garretón (2001, 2002, 2006) y Dagnino, Olvera y Panfichi (2006), se definieron los proyectos políticos como aquellos arreglos institucionales de gran calado que inciden en las prácticas sociales y en las interacciones sociedad-Estado-mercado, así como en la configuración y alcances de la ciudadanía. Con base en los mismos autores, además de Esteva (2014), se establecieron tres tipos: autoritario, neoliberal y democrático-participativo.
Históricamente se puede identificar al primero como respuesta a la gran depresión del capitalismo en 1929. Para salir de la debacle, el Estado se erigió en el principal regulador de la sociedad, con todas las implicaciones para el mercado y la configuración de la ciudadanía ya documentadas en el primer apartado. En América Latina, este patrón de vínculos, en su versión clásica, responde a las dictaduras militares, políticas y autoritarias, que aún se mantienen latentes, debido a la persistencia del autoritarismo social como correlato cultural que legitima diferencias (Dagnino, Olvera y Panfichi, 2006: 48). Entre sus principales características se encuentran la verticalidad de las relaciones entre la sociedad y el Estado; el clientelismo; la represión y cooptación; y el corporativismo. De tal manera que las únicas organizaciones sociales autorizadas a participar en política son las que están integradas al partido oficial (Dagnino, Olvera y Panfichi, 2006: 50).
En el interior de estas os se replican la estructura rígida y vertical del sistema político, basada en la representación de intereses agregados y en la toma de decisiones a través de las negociaciones del grupo dirigente. La movilidad en la estructura, la transmisión de conocimientos, los flujos de información se logran por medio del acatamiento de las decisiones establecidas, relacionadas con la lealtad al líder, o a una élite, que son quienes ejercen el poder al interior y distribuyen recompensas (Luna y Tirado, 2005).
El perfil de ciudadano que se forma en este contexto es uno pasivo, receptor de derechos; alguien que los ignora y que, en última instancia, los aprecia como una recompensa del líder o de los actores externos; como un privilegio que excluye a quienes no son leales; o como una dadiva por su calidad de víctima. En este caso, la autonomía y la democracia se encuentran ausentes por completo, al centralizar los procesos de participación en un grupo reducido de la membresía, que recurre tanto a canales institucionales como no institucionales para gestionar las demandas, en tanto que los beneficios están condicionados a la lealtad. En suma, los vínculos clientelar-corporativos buscan restringir y condicionar el acceso a los derechos y limitar las obligaciones a lealtades personales.
Los vínculos de la gobernanza neoliberal forman parte de los esquemas neoliberales como una forma de gobierno multilateral, que supone la colaboración entre Estado, sociedad civil y mercado bajo la premisa básica de que las problemáticas de la sociedad contemporánea responden a causas multifactoriales y, por tanto, las posibles soluciones se encuentran dispersas entre diversos actores económicos y sociales tanto locales como nacionales y/o internacionales (Aguilar, 2010).
Las os bajo un régimen de gobernanza neoliberal se caracterizan por una estructura flexible en red, lo que implica horizontalidad en las relaciones basadas en la cooperación y los consensos. Sus lineamientos no se establecen con base en intereses agregados de una élite, sino por normas claramente establecidas cuyos beneficios y sanciones aplican por igual para todos los miembros. No obstante, se reconoce cierta jerarquía. La toma de decisiones responde a una serie de procedimientos previstos, donde finalmente la elección de los cursos de acción se fundamenta legalmente. Asimismo, el liderazgo se basa en el cumplimiento y la capacidad de hacer cumplir las normas establecidas (Prats, 2005; Luna y Tirado, 2005).
Según este esquema, teóricamente el ciudadano se convierte en un sujeto activo, despojado de las estructuras monolíticas del corporativismo, bajo el ideal de una participación activa en la toma de decisiones públicas (Aguilar, 2010). Isin (2009) describe como un ciudadano activo a aquel sujeto que sigue las reglas y las normas; por lo tanto, el ejercicio de ciudadanía está ligado a prácticas gubernamentales. La autonomía y la democracia actuarían en función de las normas establecidas con anterioridad, con la posibilidad de que cualquier desacuerdo pueda ser canalizado por las vías debidamente institucionalizadas.
Sin embargo, en la práctica los espacios de participación se definen primordialmente en torno a programas delineados por organismos de prestación de servicios asistenciales, que tienden a ignorar las asimetrías de poder entre los actores involucrados. En consecuencia, estos procesos de participación se reducen a la colaboración y/o congregación de personas alrededor de intereses institucionales encaminados a su legitimación. Desde esta perspectiva, se distingue un orden jerárquico, desde arriba, donde aquellos ubicados en la posición más baja de la escala social se incorporan al proceso únicamente cuando el diseño institucional se ha completado totalmente, para validarlo, o simplemente no se incorporan (De Sousa y Rodríguez, 2007; Oraison, 2011). Es decir, la ciudadanía construida en un contexto de gobernanza neoliberal sólo puede aspirar a un empoderamiento delimitado institucionalmente.
Pese a estas observaciones, las interacciones germinadas en un contexto de gobernanza neoliberal han resultado un ejercicio útil de comunicación entre los actores involucrados en problemáticas específicas, situadas en el plano institucional, que evocan el desarrollo de una ciudadanía acotada a los límites de un orden social vigente (Beck, 2002: 145). Frente a estas restricciones estructurales, individuos y grupos demandan, cada vez en mayor medida, determinar sus propias vidas en formas que son sorprendentes y subversivas para los políticos convencionales (Hoffman, 2004).
En este sentido, Beck (1997, 2002) refiere a la auto-organización como una reunificación de las fuerzas libres en la actividad económica, comunitaria y política. “El antiguo consenso industrial incorporado al sistema social se está enfrentando a nuevas y diferentes convicciones fundamentales, que vuelven posibles líneas alternativas de acción […]”, otrora impensables (Beck, 2002: 144). En este escenario, la auto-organización significa la subpolitización de la sociedad, es decir, la acción política que se ejerce al margen y más allá de las instituciones representativas del sistema político de los Estados-nación, que tiende a poner en movimiento todas las áreas de la sociedad (Beck, 1997).
Rueda (2013) advierte que en la subpolítica tiene lugar la ruptura de los límites de lo político para explicar y retomar la actuación del poder desde abajo, como una manera en que la sociedad pueda autoconfigurarse y recuperar la capacidad de acción que permita al sujeto constituirse en agencia, esto es, con facultades para ejercer un cambio en el curso de sucesos preexistentes (Giddens, 1995).
La subpolítica, al igual que la gobernanza, se desenvuelve en torno a una estructura flexible y horizontal, una red basada en la capacidad de los participantes para comunicar e intercambiar información, puntos de vista y justificaciones de su posicionamiento respecto de distintas opciones de acción. La toma de decisiones se realiza a través de un debate informado en el que se confrontan distintos argumentos. Por lo tanto, la movilidad en la estructura y el flujo de información se dan en función de la capacidad de cada uno de los miembros para asimilar y transmitir la información (Luna y Tirado, 2005; Barkin y Lemus, 2014; y Esteva, 2014).
A diferencia de las dos anteriores, en este caso la estructura es abierta, y dado que en esta modalidad se confronta al poder, se vuelve esencial la generación de la mayor información posible proveniente de distintos actores, ajenos a la membresía, que pueden actuar como asesores en momentos determinados. En este caso, el tipo de ciudadano al que se hace referencia es el activista, aquel actor que no requiere ser reconocido por la ley y se promulga a sí mismo a través de actos que buscan afectar o influir en una ley que no lo reconoce. La autonomía es aquí el elemento toral de la organización, sobre todo con los actores externos, a quienes se les cuestiona y exige (Isin, 2009).
La categoría de subpolítica hace referencia, entonces, a las acciones políticas que realizan individuos y grupos sociales al margen de las instituciones representativas del sistema político de los Estados-nación; esto es, los vínculos se generan a través de la participación del individuo como sujeto-actor en las decisiones políticas, eludiendo a los partidos políticos, grupos de interés, sindicatos, cámaras, etcétera (Beck, 2002). En otras palabras, la subpolítica libera a la política, al modificar las normas y límites de lo político, de forma que la hace más abierta y susceptible a nuevos vínculos, así como capaz de negociarse y reconfigurarse (Beck, 2002: 61-62). Es en este escenario que emergen las organizaciones aludidas por Barkin y Lemus (2014) y Esteva (2014), que evocan a una “ciudadanía imaginada” o “no institucionalizada”, como la refiere Garretón (2006).
Consideraciones finales
Las organizaciones sociales fungen en la actualidad como espacio de producción y reproducción de prácticas sociales e intercambios materiales y simbólicos, que fluyen a través de vínculos tanto con actores externos como entre la membresía. En las últimas décadas estas interacciones han ganado complejidad, debido al reacomodo de fuerzas en la sociedad y a la pulverización de las identidades colectivas, repercutiendo en la forma en la que se concibe y construye la ciudadanía. En este sentido, se pone énfasis en la importancia que para el abordaje de la construcción de ciudadanía tiene trascender del logro de objetivos específicos al análisis de los vínculos generados por los diversos actores sociales, políticos y económicos, tanto individuales como colectivos.
Sobre esta premisa se propuso aquí un modelo de análisis para examinar el fenómeno tanto en su dimensión histórico-estructural, como en la cotidianidad de los procesos internos de una organización social. El objetivo fue identificar patrones de vinculación (clientelar-corporativo; gobernanza neoliberal, y subpolítica) y su correspondencia con un perfil de ciudadano determinado (pasivo, activo y activista). Ambas categorías fincadas en la perspectiva del cambio de matriz sociopolítica (Garretón, 2002) y en la definición de proyectos políticos (Dagnino, Olvera y Panfichi 2006). Para sistematizar tanto los factores estructurales y coyunturales del contexto, como los procesos internos de una organización, el modelo contempla tres niveles de análisis: genealogía, morfología y dinámica, vertebrados por dos elementos sustantivos en la calificación de los vínculos: democracia y autonomía.
Así, bajo las relaciones clientelar-corporativas se construye una ciudadanía pasiva, cuyos derechos son percibidos en calidad de prebendas o privilegios ligados a la lealtad a un líder o grupo. A través de los vínculos de la gobernanza neoliberal se ejerce una ciudadanía institucionalizada, activa y participativa, para hacerse cargo de muchas de las responsabilidades que antaño asumió el Estado de bienestar, misma que es funcional a la democracia representativa y a la economía de mercado (Oraison, 2011); en tanto que los vínculos que tienen lugar en el ámbito de la subpolítica, es decir, en los subsistemas políticos alternativos (Beck, 2002), no institucionalizados, construyen una ciudadanía activista que ejerce sus derechos en completa autonomía, cuestiona el statu quo y proclama la conquista de derechos inéditos. Una noción muy ad hoc a los tiempos de transición.
Una condición esencial en este modelo de análisis es entender a la ciudadanía como una categoría relacional dinámica de dominación y empoderamiento jurídico y social, inherente a procesos históricos y, sobre todo, decididamente progresiva (Lister, 2007). Tras esta visión evolutiva de la ciudadanía subyace como supuesto el aprendizaje del sujeto-actor, que orienta su acción colectiva y organizativa hacia la conquista creciente de derechos, en ámbitos sociales cada vez más amplios y diversos (Bobbio, 1986), democráticos y autónomos. Esto implica también la tensión constante entre actores, sobre todo en un momento de recursos escasos.
En este sentido es previsible encontrar divergencias entre el patrón de vinculación y el perfil específico de ciudadano, dada la constante tensión que prevalece entre los distintos proyectos políticos que subyacen en la genealogía, morfología y dinámica de las organizaciones sociales. Lo anterior, aunado al pragmatismo al que deben recurrir los tomadores de decisiones dentro de las os, a través de la aplicación, a veces simultánea, de diversos patrones de vinculación, como estrategias de resistencia y adaptación a su cambiante contexto. Por supuesto, pese a que lo que se busca con este modelo es sistematizar el proceso de construcción de ciudadanía, se plantea como herramienta metodológica la configuración de tipos ideales, que busca captar especificidades empíricas y al mismo tiempo se encuentra abierta a los cambios que su aplicación plantee, sobre todo poniendo énfasis en las complejidades contextuales de la realidad latinoamericana contemporánea.