Introducción
Las mujeres transgénero1 son un grupo expuesto a diversas expresiones de violencia por infringir el orden heteronormativo mediante expresiones y prácticas de género que no corresponden con su sexo biológico, pero que son fundamentales en el reconocimiento de su identidad (Estrada y García, 2010; Castillo, Rangel y Rosas, 2000; Rhodes et al., 2008; Córdova, 2010; Arriaga, 2008). El proceso de construcción y reivindicación de la identidad trans es transgresiva, y para quienes la ejercen presenta retos y violencias cotidianas mientras luchan por acomodarse en un mundo social hostil y excluyente (Winton, en prensa).
Generalmente, y debido a que son excluidas del ámbito laboral formal, muchas mujeres trans ejercen el trabajo sexual, pero dentro de este sector, de por sí estigmatizado, se encuentran en desventaja relativa frente a sus compañeras y compañeros cisgénero.2 En este artículo se pretende indagar cómo la expresión de una identidad trans, en el contexto del trabajo sexual, las orilla a ejercer esta actividad económica de manera clandestina, condición que aunque les permite salvaguardarse de algunas expresiones de violencia, las expone a otras. En específico, el trabajo tiene el objetivo de identificar y analizar los diferentes tipos de violencia estructural, interpersonal e institucional que se asocian a una identidad trans de trabajadora sexual. Además, se destaca cómo en la lucha por el reconocimiento de su identidad trans femenina pueden verse obligadas a retomar el ejercicio de la masculinidad mediante el uso de la violencia (Vázquez y Castro, 2009).
Construcción de la identidad trans
Partiendo de un paradigma para interpretar la identidad como una construcción social (Coll-Planas y Missé, 2015), se ha argumentado que esta última ocurre a partir de la interacción con los otros y las pautas culturales de la sociedad (Giménez, 2010). La identidad transgénero, entonces, es un proceso de construcción que supone el cuestionamiento de normas de género establecidas. Burgos (2007) señala que la sociedad exige un control sobre sexo y género, la construcción de una identidad coherente según un constructo binario de ambos. Existe, además, interacción entre género y sexualidad en la reproducción de la desigualdad de género. Se trata de la conexión entre el patriarcado y la heterosexualidad obligatoria, expectativas relacionadas que están arraigadas en las instituciones sociales, de tal modo que el sistema de género jerárquico que privilegia la masculinidad también lo hace con la heterosexualidad (Schilt y Westbrook, 2009).
Este pensamiento dualista y la idea de la existencia de un sexo verdadero forma parte del imaginario social occidental, lo cual por un lado está basado en una lógica binaria que produce exclusiones y jerarquías, y por otro, indica relaciones de poder que van más allá de la relación entre oprimido y opresor, incorporando conocimientos, saberes, informaciones, el ámbito económico y la subjetividad (Pfaeffle, 2003). Identidades que se construyen de manera difusa o entrecruzada respecto de este binario, como las trans, socialmente son consideradas perturbaciones (Burgos, 2007), porque desconciertan las normas heteropatriarcales.
Aquí visualizamos a la identidad de género como un proceso que se reafirma por medio de la interacción con el otro y el cuestionamiento; en este sentido, concordamos con Lamas (2005), quien señala que los individuos vivimos un proceso de asignación de género, que inicia desde el momento en que aprendemos las normatividades sexuales y concluye cuando las aceptamos o las rechazamos. Desde nuestra perspectiva, la identidad de mujeres transgénero comienza a construirse en el momento en que ellas cuestionan las características masculinas atribuidas a su sexo/género y se configura constantemente a partir de que reafirman su identidad femenina y trans ante los demás.
En este sentido, a decir de Butler (1998), la identidad de género se consolida mediante actos performativos o subversivos, en donde los primeros reproducen las normas de género y los otros rompen con dichas normatividades. Bajo esta perspectiva, las mujeres transgénero ejecutan un acto subversivo al transgredir las normatividades de género con severas consecuencias en contextos de intolerancia, entre ellas la discriminación, la exclusión, y en el último de los casos, la violencia directa (Molina, Cervantes y Martínez, 2015; Hernández, 2015).
Molina, Guzmán y Martínez (2015) reconocen que las mujeres transgénero son un grupo social que suele vivir violencia en la familia y en la escuela desde el momento en que manifiestan su identidad, situación que puede llevarlas a la deserción escolar. Lo grave de esta problemática es que se convierte en un obstáculo más para que en el futuro ellas puedan acceder al campo laboral, reduciendo sus opciones de empleo a oficios estereotipados como el estilismo, la moda y, en el último de los casos, al trabajo sexual (Vidal, 2014). Como reporta Sandoval Rebollo:
[…] las circunstancias familiares, laborales y económicas de las personas transexuales y transgénero […] nos muestran un escenario complejo en donde se juega la existencia social de estos individuos -en ocasiones de manera drástica-, en una sociedad caracterizada por un sistema rígido de género, binario y excluyente (Sandoval Rebollo, 2006: 124-125).
Mujeres transgénero, el trabajo sexual y la violencia
Ante estos escenarios excluyentes, las mujeres transgénero se encuentran mayormente expuestas a las violencias asociadas a los estigmas de la actividad que desempeñan. Según Garaizabal (2008), además de la división de la sexualidad femenina entre mujeres “putas” y “decentes” que propone Lamas (1996), existen dos estigmas más que recaen sobre el trabajo sexual; el primero, las caracteriza como “enfermas o viciosas”, en tanto que les gusta disfrutar de los placeres sexuales, e incitan a los hombres a ser infieles o tener prácticas sexuales prohibidas. El segundo, las representa como delincuentes y es reforzado por la criminalización del trabajo sexual por parte del Estado, colocándolas, en términos de la autora:
[…] como si fueran unas “delincuentes”, causantes de la inseguridad ciudadana en las zonas donde ejercen en la calle. Esta identidad es reforzada muchas veces por los gobiernos, estatales o locales, que criminalizan la prostitución de calle a través de leyes o normativas en las que las prostitutas aparecen como las causantes de la degradación de determinados barrios en las grandes ciudades (Garaizabal, 2008: 2).
Los tipos de violencia que viven las transgénero en el trabajo sexual coinciden, en muchos sentidos, con lo que padecen las mujeres trabajadoras sexuales (Tinoco et al., 2015; Garaizabal, 2008; Lamas, 1996, 2013; Madrid, Montejo y Madrid, 2014; Weitzer, 2014; Zarco, 2009), pero existen elementos que particularizan e incluso maximizan las violencias hacia las primeras debido a que su transgresión se trata también de deshacer las categorías sexo-genéricas binarias; sus cuerpos transgresores son doblemente desvalorizados, y por ende sujetos a múltiples vulneraciones.
Es importante señalar que conceptualizamos a las violencias interpersonales, institucionales y estructurales articuladas entre sí en un continuum (Scheper-Hughes y Bourgois, 2004; Amézcua, 2010; Castro, 2012). En este sentido, la violencia interpersonal o directa es aquella que se da en las relaciones cara a cara (Torres, 2004), en cualquier espacio físico, desde el hogar hasta en sitios públicos, y puede ser violencia física -daños que les provoquen lesiones-; psicológica -daños a su salud mental-; y sexual -acoso, hostigamiento sexual, violaciones, etcétera-.
La violencia institucional alude a aquellas violencias que se presentan dentro de las instituciones públicas, desde la falta de acceso a los servicios hasta los malos tratos por parte de los trabajadores; según Fleury, Bicudo y Rangel: “[...] desde abusos cometidos en virtud de las relaciones desiguales de poder entre usuarios y profesionales dentro de las instituciones, hasta una noción más restringida de daño físico intencional, fruto del racismo, sexismo, moralismo y otros estigmas” (Fleury, Bicudo y Rangel, 2013: 13).
Entendemos que violencia estructural es aquella que provoca daños en la satisfacción de las necesidades básicas (salud, educación, trabajo, legislación) resultado de los procesos de estratificación social (La Parra y Tortosa, 2003), y que “[…] como su nombre indica emana de las estructuras sociales” (Torres, 2004: 6). En este sentido, Cisternas y Niño (2014) la definen como el conjunto de condiciones y situaciones que dañan la dignidad humana y que niegan los derechos a las personas, resultado de la estructura social. Es importante reconocer que también es una noción compleja, que difícilmente puede utilizarse para analizar los contextos específicos, ya que existen dificultades para observarla. En palabras de Castro:
[…] la noción de violencia estructural hace referencia a un principio fundante, a una lógica que produce y reproduce la violencia, y que es constitutivo de la propia estructura social. Sin embargo, es claro que bajo el enfoque de la violencia estructural estamos ante un concepto muy general de violencia, que puede tener un enorme valor heurístico, pero que resulta de poca utilidad para estudiar específicamente los determinantes sociales más próximos (Castro, 2012: 19 ).
Por esta razón concebimos a la violencia estructural como una noción que no debe de separarse de las otras dos -directa e institucional-, ya que estas últimas son expresiones que pueden identificarse en contextos específicos a partir de los discursos y las prácticas concretas.
En este contexto de violencias hablamos de su estrecha relación con la precariedad, como lo explica Butler:
[…] la idea de “precariedad” determina aquello que políticamente induce una condición en la que cierta parte de las poblaciones sufren de la carencia de redes de soporte social y económico, quedando marginalmente expuestas al daño, la violencia y la muerte. Dichas poblaciones se encuentran en un alto grado de riesgo de enfermedades, pobrezas, hambre, marginación y exposición a la violencia sin protección alguna. La precariedad también caracteriza una condición política inducida de vulnerabilidad maximizada, es una exposición que sufren las poblaciones que están arbitrariamente sujetas a la violencia de Estado, así como a otras formas de agresión no provocadas por los Estados, pero contra las cuales éstos no ofrecen una protección adecuada. Por eso, al mencionar la precariedad podemos estar hablando de poblaciones hambrientas o cercanas a una situación de hambruna, pero también podemos estar hablando de personas dedicadas al trabajo sexual y que tienen que defenderse tanto de la violencia callejera como del acoso policial (Butler, 2009: 323 ).
Entonces, en la precariedad se encuentra la conexión entre los distintos tipos de violencia aquí mencionados. En el contexto de la discusión previa, nos preguntamos: ¿cómo la lucha por el reconocimiento de su identidad de género expone a las mujeres transgénero, en el trabajo sexual, a las violencias de tipo interpersonal, institucional y estructural?
Metodología
En términos metodológicos recurrimos al método biográfico a partir de los relatos de vida desde una perspectiva etnosociológica. Para Bertaux (1989) esta modalidad de relatos busca demostrar las condiciones socioestructurales que influyen en la vida del individuo; para nuestro caso, en la vida de las mujeres transgénero. Los relatos de vida nos permitieron producir narrativas en torno al momento en que las mujeres transgénero se iniciaron en el trabajo sexual, a manera de punto de viraje (Kornblit, 2007) que generó cambios en su vida, para en esta narrativa identificar la relación del reconocimiento de su identidad de género con las circunstancias de su ingreso al trabajo sexual y sus experiencias de diferentes tipos de violencia en el marco de la actividad económica que realizan y en su interacción con los servicios de salud y seguridad públicos.3
Así entonces, en 2016 se produjeron quince relatos de vida con mujeres transgénero que ejercen el trabajo sexual en las cabeceras municipales de Tuxtla Gutiérrez, Suchiapa, Chiapa de Corzo y San Cristóbal de las Casas en Chiapas, México; para los fines de este artículo sólo consideramos nueve relatos de vida.4 Las entrevistadas tienen entre 21 y 39 años, pero se iniciaron en el trabajo sexual entre los 10 y 18, orilladas por condiciones económicas precarias, además del estigma y discriminación perpetrado por familiares a causa de su identidad de género. Dos son originarias de Honduras y las otras siete son mexicanas de distintos municipios de Chiapas.
Las entrevistas se realizaron en los lugares que ellas determinaron, casi siempre en sus viviendas, fueron audiograbadas con su consentimiento, y se les asignó un seudónimo para garantizar la confidencialidad. El contacto inicial se tuvo con una mujer transgénero trabajadora sexual y activista en la capital del estado, para continuar el acercamiento con otras mediante la estrategia de bola de nieve.
El contexto: trabajo sexual en Chiapas
En Chiapas, el trabajo sexual se reglamentó en 2004 cuando se anexó a la Ley de Salud del estado el Capítulo XII, “De las zonas de tolerancia”, Artículo 201, donde se establece “que el sexoservicio sólo se podrá prestar en los establecimientos ubicados en la zona de tolerancia previstas por los ayuntamientos, en áreas definidas fuera de la zona urbana” (Ley de Salud del Estado de Chiapas, 1998: 95).
Estas zonas son espacios delimitados ubicados fuera de los centros urbanos donde se permite ejercer el trabajo sexual, pero vigilado por las autoridades de salud y seguridad municipal en coordinación con las jurisdicciones sanitarias (JS). Ambas instancias son responsables de la vigilancia epidemiológica de las trabajadoras sexuales mediante una tarjeta de control sanitario, donde se registran las atenciones médicas que reciben y las pruebas de laboratorio que se realizan: embarazo, VIH, exudado vaginal y VDRL (prueba serológica para detectar sífilis).
Sin embargo, como no en todos los municipios del estado existen las zonas de tolerancia, el trabajo sexual en esta región es heterogéneo y se oferta por medio de diversas dinámicas: 1) trabajar en un bar ubicado en una zona de tolerancia, que cuenta con habitaciones para dar los servicios sexuales; 2) esperar a los clientes en la calle y prestar el servicio en algún hotel, o en una casa propia o rentada; 3) ofertar los servicios a través de teléfono, facebook, twitter o páginas de internet como mileroticos.com; y 4) trabajar como meseras en bares donde se practica el fichaje5 y se ofrece el trabajo sexual de manera clandestina, mismo que se lleva a cabo en hoteles, en casa propia o rentada, o incluso en la calle misma.
Debido a que en el caso de las mujeres transgénero esta actividad no se encuentra regularizada, la mayoría de ellas recurren a las tres últimas modalidades. Por ejemplo, en Tuxtla Gutiérrez esperan a los clientes en la calle, cerca del centro de la ciudad y dan los servicios sexuales en la casa que tres a cinco mujeres rentan para vivir y trabajar. Las de San Cristóbal de las Casas, Chiapa de Corzo y Suchiapa utilizan el fichaje y brindan sus servicios en hoteles cercanos a los lugares donde trabajan cuando las condiciones económicas les son favorables y pueden pagarlo. En Suchiapa, cuando las condiciones económicas son malas, se ven obligadas a dar el servicio sexual a la orilla de un río cercano al lugar donde trabajan.
En ese contexto, su constante lucha por “reivindicar su integridad corporal y su derecho de autodeterminación” (Butler, 2006: 51) en términos de la identidad de género, la viven de manera cotidiana inmersas en diversas violencias resultado de la exclusión social y el abandono por parte del Estado.
Violencia interpersonal
Dada la importancia que el cuerpo tiene en la autodeterminación de las y los sujetos trans, analizamos en primer lugar el papel que éste juega en la configuración de la violencia. Al respecto, Butler (2006) señala que varios movimientos sociales, entre ellos el de mujeres transgénero, luchan por el reconocimiento de su cuerpo, por la libertad para decidir sobre él. También afirma que esta lucha no puede ser vista de una manera desarticulada con la estructura, en tanto que desde la infancia el cuerpo no es nuestro, sino que siempre está sujeto a expectativas de comportamiento y características corporales socialmente aceptables, y cuando no se sigue con dicha normatividad se queda expuesto a ser juzgado en el ámbito público, ante los ojos críticos de la sociedad. Así, lo anterior incrementa la vulnerabilidad del cuerpo subversivo. En términos de la autora:
El cuerpo supone mortalidad, vulnerabilidad, praxis: la piel y la carne nos exponen a la mirada de los otros, pero también al contacto y a la violencia, y también son cuerpos los que nos ponen en peligro de convertirnos en agentes e instrumento de todo esto. Aunque luchemos por los derechos sobre nuestros propios cuerpos, los cuerpos por los que luchamos nunca son lo suficientemente nuestros. El cuerpo tiene una dimensión invariablemente pública (Butler, 2006: 52 ).
A partir de la propuesta de Butler, es importante reconocer que el cuerpo masculino con características o expresiones femeninas está expuesto a las violencias, en tanto que es subversivo, ya que transgrede las características físicas atribuidas a su género. En este sentido, aquellos que no han logrado feminizarse completamente estarán más susceptibles al rechazo del otro, como se evidencia en el siguiente relato: “Nosotras las trans siempre sufrimos agresiones por nuestra apariencia, desde el pinche puto, coyolón6 […], hombres que como a veces subo mi anuncio a la página, hay una página donde nos anunciamos: “mil eróticos”, ahí no tiene mucho que me dijeron puto, narizón, feo; te agreden, no te tratan como mujer” (Gloria, 39 años, Tuxtla Gutiérrez).
No obstante, parecer más femenina también puede ser riesgoso. Por ejemplo, en los relatos de las entrevistadas identificamos que cuando los clientes asumían que eran mujeres biológicas y solicitaban así sus servicios sexuales, al momento de percatarse de que eran transgénero las violentaban en represalia por no haber revelado expresamente su identidad:
[…] llegué a la frontera en Comalapa, fui a fichar a un bar, se ficha la cerveza, cada media te cuesta setenta pesos, yo le ganaba cincuenta y pagaba veinte de caja. Me tomaba hasta veinte o treinta cervezas, salía borrachísima. Hubo una vez que un hombre me invitó a fichar, a fichar y a fichar, como tres cartones me tomé fichando, y el hombre pensaba que yo era mujer y me sacó. Cuando me sacó, que supuestamente íbamos a ir al hotel y todo eso, pensé que él ya sabía que yo no era mujer […]; no se dio cuenta que yo era gay, me empezó a agarrar a machetazos. Tengo un machetazo en el hombro, tengo uno en mi mano, perdí la movilidad de mi mano, no puedo enderezar mi mano (Thalía, 28 años, Tuxtla Gutiérrez).
En el mismo orden de ideas, identificamos que la noche les permite trabajar de manera clandestina y ocultar sus cuerpos subversivos para evitar choques o siquiera revelarse ante la sociedad. Por lo tanto, prefieren prestar sus servicios después de las once o doce de la noche:
[…] nos ven mal […] voy a esto, a que si me dice una persona: “quiero ocuparme contigo a las horas de la noche”, sí en mi casa, pero que me diga te espero afuera, no, porque afuera está la familia, hay niños, gente en carro que trae sus hijos, y yo digo que es una falta de respeto salir a las nueve o diez de la noche porque todavía anda gente rondando con su familia. También creo que […] la ciudadanía necesita respeto, un poquito de que nosotras debemos de dar respeto para que nos respeten […] (Rocío, 25 años, Tuxtla Gutiérrez).
De acuerdo con el relato anterior identificamos cómo las mujeres transgénero interiorizan, o en términos de Bourdieu (2007) , hacen habitus las estructuras sociales, en tanto que la entrevistada se niega el derecho a ocupar el espacio público.
La clandestinidad a la que se ven obligadas las ha protegido del estigma y la discriminación por parte de sus familiares, amigos, conocidos y la sociedad en general. En este sentido, varias de las entrevistadas dijeron dedicarse al trabajo sexual a escondidas de su familia:
[…] a mis catorce años, cuando empecé a vender mi cuerpo, me sentía muy feliz y muy triste porque comencé muy joven a vender mi cuerpo, y mi familia me preguntaba que [de] dónde agarraba dinero: “le ayudo a la vecina a vender taco”, claro era mentira […]. No creas que es tan fácil vender el cuerpo, porque hubo momentos en que me daba temor, me sentía sucia, pues que te estén tocando, ¡no quería! Fue por necesidad, por el dinero […] (Amanda, 36 años, Chiapa de Corzo).
Lo que nos cuenta Amanda nos permite comprender cómo el estigma del trabajo sexual se interioriza. Además, cuando se ha ejercido por necesidad económica se observa, de manera brutal, la relación que existe entre la violencia estructural -el no poder conseguir trabajo- y el cuerpo vulnerado y violentado.
Sin embargo, la clandestinidad no sólo es el resultado de las condiciones sociales hostiles y las estrategias de supervivencia de estas mujeres, sino que también intervienen los factores institucionales. La no regularización del trabajo sexual para ellas, en la práctica, hace que ejercerlo de manera clandestina no sea sinónimo de invisibilidad, sino por el contrario, significa que las mujeres trans no pueden acceder a la relativa protección que ofrecen los espacios semiprivados del trabajo sexual regulado, y más bien se ven obligadas a ejercer esta actividad oculta a simple vista, es decir, en espacios públicos pero solitarios, al abrigo de la oscuridad. Y es ahí donde se encuentran expuestas a las violencias verbales y físicas transfóbicas, por parte de desconocidos:
[…] hace como dos semanas o una semana estábamos paradas y pasó un grupo de personas en un coche, y pues pasaron, y nos empezaron a insultar, nos dijeron de cosas feas: que éramos putos, que no deberíamos existir, que éramos una amenaza para la sociedad (Susana, 23 años, San Cristóbal de las Casas).
[…] han pasado y tiran […] hay veces que pasan, tiran huevos, la otra vez estaba parada y tiraron un chingo de huevo, o pasa gente gritándote: “huevón, coyolón”, y todo lo demás; o personas en alcohol que te tiran botella y todo lo demás, no pasa tan frecuente pero sí suele suceder, no es que pase diario pero sí una vez al mes, o dos veces, o tres veces al mes que pasan personas tirando botellas o cosas así, o que levantan a una chica y la golpean (Dulce, 23 años, Tuxtla Gutiérrez).
Los relatos anteriores nos permiten comprender cómo las identidades de género subversivas son percibidas como amenazantes para el orden social establecido, de tal modo que el acto de violentar estos cuerpos (ya de por sí desvalorados) forma parte del mismo pacto social. Agresiones verbales -gritos como “puto”, “coyolón”, “vergudo” “mampo”, referidos por todas las entrevistadas- y físicas tienen la función de reforzar la construcción del otro, a decir de Mattio (2010), sujeto a las normatividades desde donde se excluye e incluso se violenta a quienes transgreden el orden sexo-género. En términos de Butler:
De algún modo, todos vivimos con esta particular vulnerabilidad, una vulnerabilidad ante el otro que es parte de la vida corporal, una vulnerabilidad ante esos súbitos accesos venidos de otra parte que no podemos prevenir. Sin embargo, esta vulnerabilidad se exacerba bajo ciertas condiciones sociales y políticas, especialmente cuando la violencia es una forma de vida y los medios de autodefensa son limitados (Butler, 2006: 55 ).
Otro actor social que violenta a las mujeres transgénero son las mujeres cisgénero que también son trabajadoras sexuales. Al preguntarles a las mujeres trans su opinión con respecto a la regularización del trabajo sexual afirman que a pesar de que les brindaría mayor seguridad, reconocen que se sentirían en desventaja frente a las agresiones transfóbicas de las mujeres cisgénero, e incluso de otras mujeres transgénero con cuerpo completamente feminizado y estilizado:
[…] si se llegara a regularizar el trabajo sexual en mujeres trans […] creo que nos perjudicaría, obviamente, o sea si hacemos una comparación entre una travesti a una transexual obviamente [los clientes] se van a ir con la transexual, ya no se ocuparían con nosotras, porque nosotras no tenemos el cuerpo que ellas tienen […] (Eugenia, 22 años, San Cristóbal de las Casas).
[…] Si nos reubicaran en la zona de tolerancia, esos hombres no nos llegarían a buscar porque lo que menos quieren es que alguna mujer, algún conocido, los mire allá. Imagínate, aquí las mujeres biológicas y allá las mujeres trans, qué es lo primero que van a decir las mujeres biológicas: “míralo va a coger puto, va a coger mampo, va a batir mierda”. Yo te digo porque allá en las zonas de tolerancia de Tonalá eso pasa, que cuando los hombres entran con las chicas trans, las mujeres biológicas se sienten celosas y agreden a los hombres (Gloria, 39 años, Tuxtla Gutiérrez).
Las agresiones perpetradas por mujeres cisgénero pueden ser entendidas como mecanismos que reproducen la heteronormatividad, castigando los deseos sexuales hacia las mujeres transgénero y vigilando la masculinidad de los clientes. Por esta razón, ellas y los hombres que las buscan prefieren la salvaguarda que les brinda la clandestinidad.
Las violencias que viven las mujeres transgénero por parte de sus compañeras de trabajo no tienen que ver exclusivamente con su identidad de género y la transformación de su cuerpo. Observamos situaciones en las que la intersección de otros sistemas de opresión da lugar a las prácticas violentas; ese es el caso de Yuri, quien vive discriminación por su identidad étnica: “A veces las compañeras de prostitución te rechazan mucho así como eres, que no sabes hablar español, no sabes […], no sabes explicar, o expresión, no sé cómo dicen hablar español, y te dicen, te hacen burla por ser chamula.7 Como yo siempre he dicho, sí acepto que soy chamula, acepto que soy indígena” (Yuri, 25 años, Tuxtla Gutiérrez).
También está el caso de Gloria, quien ejemplifica cómo en la intersección de su identidad de género con la edad maximizó su vulnerabilidad a la violencia sexual:
[…] cuando muy inicié me obligaron a tener relaciones. Ya ves que a los 17 años fui con la clásica amiguita, me invitó y la gran hombrada, como decimos nosotras: ¡me cogieron ocho hombres! Yo digo que ahí lo agarré el perro,8 que ahí me infectaron de VIH, todos venían del DF [Ciudad de México], uno dice que hasta dos se echó, como aquella estaba […] yo andaba con el hermano de la otra, los dos hermanos andaban de mayates, ella agarró al Juan y yo agarré al Efraín. Pero la chingada, me dormí con dos cervecitas, 17 años y ni tomaba, me dormí, ahí dicen que me bajaron el calzón y me violaron ocho hombres, me violaron manito, ¡imagínate! […] ¡Me sentí sucia! No le tomé importancia, pero ya cuando vi con el tiempo, el recuento de los daños, es cuando dije: “¿no será que uno de esos estaba infectado y ahí fue donde lo adquirí?” (Gloria, 39 años, Tuxtla Gutiérrez).
Lo grave de la violencia sexual no sólo es lo traumático del acto y los problemas psicológicos que se derivan del mismo; también está el peligro de contraer VIH, sida e infecciones de transmisión sexual (ITS). En este sentido, la exposición que tienen a estos riesgos no puede ser atribuida únicamente a la situación individual y personal de no haber utilizado el condón; más bien hay que considerar las circunstancias de poder en las que se tienen relaciones sexuales no protegidas y por qué razones. Esta vulnerabilidad de contagiarse de VIH, sida e ITS se maximiza en un contexto de violencia institucional que no garantiza mejores condiciones de seguridad y servicios de salud para las mujeres transgénero trabajadoras sexuales.
La violencia sexual articulada con la institucional configura condiciones precarias de salud para las mujeres transgénero en el trabajo sexual. Debido al carácter informal de esta actividad económica, el acceso a seguros médicos (léase IMSS, ISSSTE, ISSTECH) es escaso para ellas. Aunque algunas cuentan con seguro popular, estos son servicios médicos básicos y de cuestionable calidad.
No contar con seguridad médica, o tener una atención inadecuada, es el primero de los muchos problemas que enfrentan las mujeres transgénero para el cuidado de su salud. A pesar de que institucionalmente se reconoce que este grupo poblacional tiene prácticas sexuales de riesgo, debido a la actividad a la que se dedican, existen pocas acciones efectivas en materia de prevención de VIH, sida e ITS, y mucho menos, como más adelante mencionaremos, asesorías y tratamientos que les permitan modificar su cuerpo por medio de hormonas, inyecciones o cirugías. Resulta importante destacar que a nivel institucional no se les reconoce como un grupo expuesto al riesgo de contraer enfermedades de transmisión sexual -o al menos su vulnerabilidad ante éstas no se considera una prioridad-, ya que en las entrevistas que realizamos al personal de salud, éste sólo identifica a los jóvenes y las amas de casa como grupos vulnerables.
Violencia institucional
Por lo tanto, mediante el trabajo de campo también identificamos que la principal lucha que protagonizan las mujeres transgénero en trabajo sexual es por el reconocimiento de su identidad de género. Así, en diversos contextos y momentos reafirman su cuerpo femenino, transformado por medio de diversos procesos de estilización que van desde el uso de indumentaria femenina, maquillaje y peinados, hasta tratamientos hormonales e incluso quirúrgicos de reasignación sexual.
Sin embargo, en México no existe ninguna acción institucional que les ofrezca servicios de orientación y atención médica a las que deseen someterse a esta reasignación sexual. Aunque existen evidencias de los riesgos a la salud generados por el uso de sustancias inyectables para la transformación del cuerpo -incluyendo la muerte- (Coiffman, 2008), no hay estrategias institucionales que les posibiliten feminizar su cuerpo de forma segura. Este tipo de transformación no está considerada en los servicios de salud; por lo tanto, realizarlo de manera segura resulta un lujo que sólo pueden solventar quienes tienen recursos económicos suficientes.
Así como el Estado no financia el proceso de reasignación sexual a este grupo, tampoco les brinda la asesoría necesaria sobre las técnicas diferentes a las quirúrgicas -hormonas, inyecciones de aceite vegetal o animal, petróleo, biopolímero y silicona-. Y ante esta ausencia de estrategias institucionales -que expresa violencia estructural e institucional-, las mujeres transgénero recurren a prácticas rudimentarias que ponen en peligro sus vidas, y más aún aquellas que no cuentan con los recursos económicos para adquirir los productos menos dañinos para su cuerpo. Al utilizar las sustancias que se encuentran a su alcance, entre otras el aceite vegetal, sufren graves daños en su salud:
[…] A los 16 años empiezo con las hormonas, después de las hormonas me inyecté aceite, y así me fui brincando y brincando, hasta que vivo una situación grave a mis 18 años. Tuve como una crisis que me llevó a la operación, justamente esa ocasión que me peleé con el cliente; de los mismos golpes me dio un caso severo, se coaguló la sangre con el líquido [el aceite]. Me tuvieron que internar de urgencia y quitarme ese líquido que estaba coagulando; éste está bien, normal [señala su seno derecho], de ésta [señala su seno izquierdo] nomas me quitaron un poquito, no mucho, como una jeringa de tres mililitros. Ahorita me voy a inyectar el biozic, biopolímero, ya lo pagué estoy esperando nada más que vengan para inyectármelo […] (Diana, 21 años, Chiapa de Corzo).
Estrada y García (2010) señalan que este tipo de procesos demuestran la exclusión institucional a la que se enfrentan las mujeres transgénero dentro del sistema de salud:
[…] Se trata de cuerpos intervenidos sin ningún tipo de seguimiento médico, mediante tratamientos hormonales “salvajes” que se salen de los protocolos endocrinológicos, evidenciando cómo unas identidades son marginadas de los sistemas de salud y cuidado. Estamos hablando de riesgosas prácticas de automedicación e intervenciones estéticas en el cuerpo sin ningún tipo de intervención médica, en las cuales se usan materiales no quirúrgicos como siliconas industriales y aceites de cocina. Muchas, desprotegidas por el sistema de salud y condenadas por el sistema patriarcal a la marginalidad, ponen en riesgo su vida para lograr un cuerpo y una identidad anhelada, insertándose peligrosamente en los esquemas imperantes de las voluptuosidades femeninas (Estrada y García, 2010: 98).
En otro orden de ideas, pero dentro del marco del abandono, aparte del sistema legal-administrativo, la propuesta de Butler (2006) también nos permite comprender por qué la regularización del trabajo sexual de las mujeres cisgénero no incluye a las transgénero. Podemos asumir que por tratarse de personas que sufren el desamparo del Estado, éste no genera acciones para reducir sus condiciones de vulnerabilidad. No obstante, aun cuando se regularizara, se requeriría algo más que lo que hasta ahora se hace mediante las zonas de tolerancia, sólo para las mujeres cisgénero, cuyo principal propósito es concentrar “toda la prostitución de la ciudad, cantinas, bares, travestis […] haz de cuenta una microciudad” (encargado del Departamento de ITS en Tuxtla Gutiérrez).
Así como las personas transfóbicas, incluyendo a las mujeres cisgénero, de manera constante les recuerdan a las transgénero su sexo biológico, las instituciones también lo hacen. En el mismo sentido, el personal de los servicios de salud no respeta su identidad de género al referirse a ellas con sus nombres masculinos, siendo ésta la violencia institucional a la que más se enfrentan cuando acuden a los servicios de salud, y así lo ejemplifica el siguiente testimonio:
[…] en el Hospital Regional sí, porque muchas de las enfermeras que trabajan ahí, o enfermeros, la verdad no se les ha dado un grado suficiente de capacitación, o no se les ha enseñado, cómo te podría decir […], sensibilizado en cuestiones de lo que es la comunidad LGBTI y todo eso. Hay personas que son muy incoherentes, te tratan con tu nombre […], te quieren sacar a gritos tu nombre de varón, cosa que no se puede hacer, porque tú te puedes ir a quejar. Y sí, es un lugar que la verdad no me gusta visitar; me molesta mucho la verdad, porque si te ven que llegas como una mujer, con pechos y todo lo demás, y te ves una mujer, y te sientes una mujer; y que te quieran decir por tu nombre de varón a fuerza, como que eso te molesta. Si tú le estás diciendo un nombre es porque así te llamas, y lo tienen que respetar, no es porque ella quiera, no lo va [a] agarrar de chiste para que te diga el nombre delante de todo el pueblo, sólo porque [a] ella se le ocurrió, o por reírse de tu persona (Dulce, 26 años, Tuxtla Gutiérrez).
Por su parte, también los agentes de seguridad pública les niegan protección a causa de su identidad transgénero cuando, paradójicamente, interpelan a su autodefensa a partir de su identidad masculina:
Yo cumplo con el protocolo, pero es muy difícil, porque para empezar, si ahorita me roban la bolsa y salen corriendo, lo primero que te dicen los policías: “por qué no los alcanzaste si eres hombre, lo hubieras alcanzado y le hubieras pegado” (Gloria, 39 años, Tuxtla Gutiérrez).
Hace poco un hombre le quiso quitar la bolsa a una de mis amigas, y yo lo seguí, la dejó bien golpeada a mi amiga, su brazo se lo fracturó y todo; y yo salí detrás de él, le eché la policía y la policía dijo dale en su madre […], porque vieron lo que él estaba haciendo, y le di en su madre y yo lo navajié (Thalía, 28 años, Tuxtla Gutiérrez).
Las experiencias de Gloria y Thalía ilustran cómo opera la interiorización de los estereotipos de género que relacionan a los hombres con la fuerza y a las mujeres con la debilidad (Lamas, 2005). Además, revelan cómo, en el encuentro de las mujeres transgénero con el otro, la ofensa máxima es la negación de su identidad sexo-genérica transgénero, al recordarles constantemente que biológicamente son hombres, y que a pesar de que utilicen diversas estrategias para feminizar su cuerpo nunca lograrán ser una mujer, sino solamente un cuerpo masculino feminizado que está expuesto al rechazo de la otredad heteronormada.
Ahora bien, si pensamos en que socialmente se espera que reafirmemos nuestra femineidad o masculinidad, según sea el caso, podemos interpretar que los policías como figuras masculinas esperan que el cuerpo subversivo reafirme su masculinidad a través de la violencia, principal recurso para configurar la identidad masculina hegemónica (Vázquez y Castro, 2009); sin embargo, al utilizar la violencia la mujer transgénero podría ser consignada ante las autoridades, sin tomar en cuenta que el funcionario público no cumplió con sus obligaciones.
A este respecto, las entrevistadas comentaron que no acuden a las instituciones de seguridad pública debido a la dificultad en los trámites, la discriminación a causa de su identidad de género y la negación de los servicios por el hecho de ser trabajadora sexual:
[…] si acudiéramos a la comandancia a hacer una declaración […] yo digo que no nos tomarían en serio, nos dirían que la culpa sería nuestra por pararnos ahí, porque la prostitución está prohibida. Y pues, por el momento, cuando pasa algo así tomamos cartas en el asunto y pues ya corre de nuestra cuenta. No acudimos a ninguna institución […], igual cuando pasaba la patrulla le decimos: “sabes qué, esto y esto está pasando”, pero como que no nos toman en serio, y nos dicen “culpa mía no es, es culpa de ustedes”. Pues la verdad a mí me gustaría que se tomaran cartas en ese asunto, que se supone que la autoridad está aquí para ayudar a la comunidad […] (Susana, 23 años, San Cristóbal de las Casas).
Así, las mujeres transgénero se reconocen como personas socialmente excluidas; por lo tanto, como actoras sociales llevan a cabo estrategias que dan respuesta al contexto violento al que han sido orilladas a vivir mediante prácticas también violentas que les permiten protegerse, pero al mismo tiempo están recurriendo a su masculinidad (Vázquez y Castro, 2009). El siguiente relato nos permite conocer la complejidad del proceso:
[…] cuando se ve en peligro nuestra persona tenemos que defendernos; dijera aquél, sacar lo biológico, o sea sacamos lo biológico transgenéricamente, porque hay mujeres fuertes, muy masculinas, rudas, yo soy una de esas mujeres, que me puedo defender como yo pueda […]. Por ejemplo acá, cuando un hombre quiere agredirnos les quebramos sus cristales y cuidado los agarramos, lo masacramos, ¡pues, si él nos está atentando! […], yo miro que están golpeando a mi amiga, voy y le ayudo, o si el hombre se pasó de abusivo, lo perseguimos; si le robó, nos defendemos. Nosotras hacemos nuestra propia ley (Gloria, 39 años, Tuxtla Gutiérrez).
El relato de Gloria nos revela un elemento interesante. Dado que el reconocimiento como mujer transgénero es un proceso de interacción constante con el otro y con el contexto sociocultural en el que estamos inmersos (Giménez, 2013), es imposible pensar en la cultura y la identidad como dos elementos desarticulados; en este sentido, tenemos que visualizar la identidad situada en el marco de referencia de que, aunque las mujeres transgénero luchen por el reconocimiento de su identidad femenina, ante un acto violento recurren a la masculinidad.
Violencia estructural
En esta investigación aportamos elementos para identificar las intersecciones de los sistemas de opresión sexo-género y etario expresadas en la inexperiencia asociada a la juventud (Gloria), y sexo-género y étnico determinado por ser hablante de una lengua indígena (Yuri), como escenarios que subyacen a las violencias que viven estas mujeres transgénero. Por consiguiente, aunque el acto de discriminación se manifiesta por medio de la violencia directa e interpersonal tiene un sustento estructural en tanto que le subyace la existencia de jerarquías entre edades y entre grupos étnicos, donde la adultez predomina sobre la juventud y lo mestizo sobre lo indígena. A partir de este supuesto se excluye y se discrimina a quienes se ubican en las categorías subordinadas -a manera de rasgos de la identidad asignados más que asumidos- y que definen al otro como distinto.
Lo anterior revela la estrecha relación entre identidad y otredad a la que alude Falcón (2008); así como la articulación de las violencias en un continuum (Scheper-Hughes y Bourgois, 2004; Amézcua, 2010; Castro, 2012). Es decir, en un extremo se encuentra la violencia física y a nivel interpersonal; en el otro, está la discriminación y la exclusión a nivel estructural; y en medio, en el nivel institucional, podemos señalar, por ejemplo, en el caso de Yuri, la ausencia de un ambiente escolar libre de estigma y discriminación, afectando su permanencia en la escuela para alcanzar un mayor nivel de escolaridad y también el dominio del castellano como lengua hegemónica.
Hasta este punto hemos visto cómo la constitución de las identidades subversivas como la de las mujeres transgénero las expone al estigma, a la discriminación y a otras violencias en diversos contextos y momentos. Se trata de un proceso en constante reconstrucción y en oposición al otro. En el caso de este grupo de la sociedad, la visibilidad de su identidad de género es una de las razones por las cuales están expuestas a las violencias en intersección con el estigma que recayó en ellas en el momento en que comenzaron a ejercer el trabajo sexual. Lo anterior nos obliga a reconocer que las condiciones de desventaja que viven no se dan sólo por el reconocimiento de una identidad, sino por estar ésta interseccionada con otras (Valcárcel, 2009).
A lo largo de la investigación se mantuvo la mirada interseccional, en tanto que tratábamos de identificar los diversos sistemas de opresión que afectan a las mujeres transgénero. Sin embargo, aunque sí identificamos la intersección de algunos sistemas de opresión, el que más prevaleció es el de género; es decir, para ellas el constante proceso de reconocimiento de su identidad las expone al continuum de violencias directas, institucionales y estructurales (Scheper-Hughes y Bourgois, 2004; Amézcua, 2010; Castro, 2012).
En este sentido, las mujeres transgénero no viven un solo tipo de violencia o en un determinado ámbito. No sólo padecen violencia directa o institucional en un cierto momento y contexto; también la violencia estructural subyace a la institucional y a la directa, en tanto que muchas de las expresiones de estas dos últimas se sustentan en las diversas estructuras que hemos interiorizado y que llevan consigo una lógica excluyente hacia determinados grupos. Por ello Castro afirma:
Hablamos entonces de violencia estructural hacia las mujeres porque en todos y cada uno de los ámbitos de la sociedad se ejerce y se reproduce la dominación sobre ellas y porque el origen de las diversas formas concretas de violencia (física, sexual, emocional y patrimonial) contra ellas se pueden rastrear hasta este nivel de realidad. En otras palabras, la noción de violencia estructural hace referencia a un principio fundante, a una lógica que produce y reproduce la violencia, y que es constitutivo de la propia estructura social (Castro, 2012: 19).
Entonces, si entendemos que la violencia estructural es ese principio fundante que produce y reproduce otros tipos de violencia, también tendríamos que pensar en los diversos mecanismos que intervienen en este proceso, y uno de ellos es el habitus (Bourdieu, 2007), en tanto que sustenta prácticas excluyentes hacia determinados grupos sociales a partir de la interiorización de las normatividades estructurales. Evidenciamos que el sistema sexo-género es un mecanismo de poder que se reproduce en instituciones sociales, manifestándose mediante discursos y actos que establecen las características, los comportamientos, los deseos y las prácticas relacionados con la identidad sexual y de género considerados correctos.
Conclusiones
Finalmente, puede notarse que las mujeres transgénero trabajadoras sexuales están sujetas a enfrentar violencias -estructurales, institucionales e interpersonales-, situación que comienza en el momento en que cuestionan y transgreden las normas de género y cuando reafirman su identidad ante los demás, agudizándose aún más cuando deciden ejercer el trabajo sexual. Así entra en juego la reafirmación de la identidad transgénero y la búsqueda del reconocimiento del otro. Sin embargo, en el contexto de la interiorización del sistema binario, se suscita un conflicto en el encuentro de aquellas identidades que refuerzan el orden de género y las que lo alteran. Estos choques se manifiestan en actos de violencia de diferente índole hacia las identidades transgresoras y más directamente hacia los cuerpos que las encarnan (hablamos de identidades transgresoras en plural, ya que también ha quedado claro que no existe una identidad “trans” universalizante).
Vale la pena señalar que el trabajo sexual se vuelve un escenario que les permite reafirmar su identidad trans femenina y salvaguardarse de ciertas violencias interpersonales perpetradas por la sociedad en general, pero al mismo tiempo las expone a otras que ponen en riesgo sus vidas. Esto se debe a que dicha actividad de las mujeres transgénero no se encuentra regulada en Chiapas, lo que las obliga a ejercerla en la clandestinidad.
A partir de los relatos de las entrevistadas, nos percatamos de que son un grupo que vive violencias de manera constante. Sin embargo, no se trata de victimizarlas, sino de exponer cómo su ubicación social las coloca en una situación particular de precariedad, en la que sus opciones de vida son gravemente limitadas por las condiciones de estigmatización y desprotección asociadas a ser “vidas negadas”, como bien menciona Butler:
[…] desde el punto de vista de la violencia no hay ningún daño o negación posible desde el momento en que se trata de vidas ya negadas. Pero dichas vidas tienen una extraña forma de mantenerse animadas, por lo que deben ser negadas una y otra vez. Son vidas para las que no cabe ningún duelo porque ya estaban pérdidas para siempre o porque más bien nunca "fueron", y deben ser eliminadas desde el momento en que parecen vivir obstinadamente en ese estado moribundo (Butler, 2006: 60).
En este sentido, más allá de ser acciones perpetradas por individuos (Butler, 2006), las violencias que viven las mujeres transgénero son actos socialmente legitimados por tratarse de un grupo ilegítimo, siendo parte fundamental de estas violencias la desprotección por parte del Estado.
Dicho lo anterior, podemos afirmar que socialmente se ha excluido a las mujeres transgénero, orillándolas a vivir en la precariedad, ya que institucionalmente no se asegura un ambiente libre de estigma y discriminación que les permita ejercer sus derechos. Por ejemplo, alcanzar un nivel de escolaridad que les posibilite a acceder a empleos formales que no se den en un contexto tan violento como el del trabajo sexual, y más aún, el que se ejerce en espacios callejeros. Cabe señalar que aunque se reconoce que el trabajo sexual es una de las pocas opciones laborales para las mujeres transgénero, no se llevan a cabo acciones efectivas para brindarles seguridad. En este sentido, cabe reflexionar sobre lo que demuestra la falta de regularización del trabajo sexual ejercido por mujeres transgénero. La regularización en este caso se trata de una limitada “tolerancia” jurídica y social de esta actividad -limitada en el sentido de tratarse de zonas específicas delimitadas, pero también en el de excluir a las trabajadoras y los trabajadores sexuales transgénero-. Como portadores de identidades socialmente ilegitimadas, se entiende que este grupo no puede ser tolerado.
Sin embargo, resulta importante destacar que la protección y la seguridad hacia este grupo tiene que ir más allá de la regularización. Aunque esto posiblemente les permitiría salvaguardarse de algunas violencias, en términos prácticos queda claro -según los relatos- que en otros sentidos operar en la zona de “tolerancia” también sería sumamente riesgoso. Las estrategias de protección y supervivencia de las mujeres trans trabajadoras sexuales dependen, en gran parte, de su autonomía y de la misma clandestinidad, y aunque esto a veces resulte peligroso, es un riesgo ante el cual ellas han desarrollado estrategias colectivas de autoprotección.
En conclusión, coincidimos con Butler (2009) cuando afirma que no se trata de integrar a más personas a las normatividades existentes, sino más bien de ver cómo estas normatividades otorgan un reconocimiento de manera diferencial. En este sentido, nuestro trabajo es un esfuerzo para visibilizar una parte de las complejas historias de vida de estas sujetas trans en su constante lucha por el reconocimiento de su condición como personas, y que nos han permitido evidenciar las normatividades que las deslegitiman y las estigmatizan y que producen experiencias de vida sumamente precarias.