Consideraciones iniciales
El presente artículo proviene de una investigación anterior, en la cual se estudió la manera en que se construye la salud y a los propios individuos mayores (corte hecho a partir de la edad de jubilación), desde aproximaciones biomédicas (o de medicina científica, alopática, convencional u ortodoxa),1 hasta prácticas terapéuticas no biomédicas.2 Entramos a la problemática a partir de la investigación localizada en un Centro de Salud Familiar (Cesfam) de una comuna periurbana de la región metropolitana de Santiago de Chile, ubicada a unos sesenta kilómetros del centro de la capital, a la cual, por razones de anonimato, denominamos O.
Se aplicaron entrevistas en profundidad, que se estructuraron por “oposición”, recogiendo la reconstrucción histórica del lugar de observación empírica y siguiendo las reflexiones de Bourdieu (1999a, 2001, 2007) en al menos dos sentidos: primero, al no obviar que aquello que se concibe fenomenológicamente como la realidad actual, “el orden de las cosas”, es fruto de luchas anteriores y que, por tanto, ninguna observación ni investigación empírica puede pretender que una “fotografía” del momento agote la descripción de lo que se observa. Es decir, que es necesario inscribir lo observado en campos y dispositivos (Bourdieu, 2001, 2007). Segundo, el propio autor advierte de la necesidad de confrontar los puntos de vista, “tal como se dan en la realidad, no con el afán de relativizarlos, dejando actuar al infinito el juego de imágenes cruzadas, sino por el contrario, para permitir que aparezca, por el simple efecto de yuxtaposición, lo que resulta de la confrontación de visiones de mundos diferentes o antagónicas” (Bourdieu, 1999a: 9).
Se realizaron un total de once entrevistas en profundidad,3 a varones mayores de 65 años, mujeres mayores de 60, encargados de la práctica médica (EPM) convencional (específicamente médicos/as) y encargados/as de la práctica médica no biomédica. Lo cual corresponde a más de 17 horas de conversaciones, terminando según el criterio de saturación de información. A esto se suma un cuaderno de campo con observaciones recogidas en las distintas visitas y entrevistas, que suman aproximadamente sesenta horas. El cuaderno fue transcrito desde una versión in situ, redactada lo más cerca posible de la fecha de la visita, a una versión definitiva. Las notas fueron incorporadas al análisis, principalmente mediante memos enlazados a la codificación de las entrevistas. La técnica en que mayoritariamente se basa el procedimiento es el análisis de contenido cualitativo y el análisis sociológico del discurso (Navarro y Díaz, 1999; Valles, 1999; Ruiz, 2009). Ésta se ajusta a nuestros propósitos pues se entiende que “el ‘contenido’ de un texto no es algo que estaría localizado dentro del texto en cuanto tal, sino fuera de él, en un plano distinto en relación con el cual ese texto define y revela su sentido” (Navarro y Díaz, 1999: 179).4
Anima a esta técnica la posibilidad de capturar el sentido latente y que, de forma congruente con nuestros propósitos, exige poner al texto elementos extratextuales, como condiciones de producción de los textos, sean de índole social (clase, raza, sexo, género, etc.), histórica (por ejemplo, determinados procesos y periodos) o teórica (elementos que permiten poner en relación los códigos o categorías extraídos, e interpretarlos), entre otros. Éste exige la producción de un metatexto que difiere del corpus de textos seleccionados, es decir, “consiste, pues, en una determinada transformación del corpus, operada por reglas definidas, y que debe ser teóricamente justificada por el investigador a través de una interpretación adecuada” (Navarro y Díaz, 1999: 182). Lo anterior se apoya en la creación de un listado de códigos, con los que se interviene en los textos que conforman nuestras unidades de análisis. Entre aquellos códigos se establecen relaciones posibles que se complementan, especifican o redefinen a partir de los memos provenientes de las observaciones realizadas, o de una inicial integración teórica. Los códigos se agregan en categorías que nos permitieron ir vinculando con mayor fluidez la información producida de manera empírica con nuestro trabajo documental y teórico. Los discursos en general, entonces, son comprendidos como productos sociales (Ruiz, 2009), por lo que están imbricados con sus condiciones sociales e históricas de producción, obligando a interrogarnos respecto de “¿por qué se han producido unos discursos concretos (y no otros)?; [y de a] ¿qué condiciones sociales han posibilitado que surjan unos discursos concretos (y no otros)?” (Ruiz, 2009: 20).
En razón de lo anterior, la manera en que se utilizan las entrevistas en esta entrega en particular, que es una parcela de la investigación anterior, no pretende demostrar la validez de lo dicho a partir de un conjunto de citas -información que, sin embargo, está disponible para toda investigadora o investigador interesado en solicitarla-. Específicamente se trata de un alejamiento de la epistemología pospositivista. Por ello, no se presenta una colección de elementos que deberían probar, en su forma y contenido, aquello que sostenemos. Por el contrario, nos adherimos a una epistemología relacional y crítica, que busca no sustancializar nada, especialmente los discursos, los que se reconstruyen a partir de sus condiciones de producción. De modo que, advertimos a la lectora o lector que lo señalado en las entrevistas es punto de partida de la comprensión y, por ende, por motivos de espacio, las citas directas se han reducido al mínimo. Especialmente, debido a que en esta ocasión, para esta arista de las problemáticas abordadas en la investigación,5 se hace urgente la exposición de las condiciones de elaboración del discurso (Bourdieu, 2007). Sin embargo, las conversaciones inundan toda la reflexión, e insistimos en que el material puede ser debidamente solicitado a la dirección electrónica de quien figura como autor.
A continuación se describen las diversas aristas que conforman nuestro problema, el cual podemos resumir en dos preguntas íntimamente relacionadas: ¿ante las condiciones actuales del trabajo y la vejez en Chile, existe algún afuera del trabajo?; si es así, ¿cómo se concibe? En general, en la discusión entre “trabajo y vida”, el primer término siempre se hallaba definido en relación con una exterioridad, un afuera relativo en el sentido que le da Deleuze (2015). Exterioridad constituyente que permite, por ende, delimitar relacionalmente el término del que se habla. Ahora bien, es precisamente la certeza de que esta exterioridad constituyente pueda entenderse como un término susceptible de ser diferenciado de la noción de trabajo lo que ha estado en duda, dada la precarización de las condiciones laborales y vitales que han implicado las transformaciones en el mundo del trabajo desde los años setenta.
La longevidad problematica
El aumento general en las expectativas de vida es ampliamente aceptado como un logro de la sociedad chilena y está asociado también al desarrollo de los aspectos científico-técnicos de las ciencias médicas (Sánchez, 2011; Senama, 2011 y 2012). Este incremento no sólo ha influido en un crecimiento de la población, sino que ha modificado radicalmente su estructura. En efecto, aproximadamente desde el año 2025, los mayores de sesenta años superarán en número a los menores de quince, y simultáneamente el grupo etario de más de ochenta años registrará un crecimiento acelerado. Así, para el 2050 la población de adultos mayores llegará a un 24% de la población total en el contexto de Latinoamérica (Giraldo, 2011). Para el caso chileno, el número ascenderá a un 21.6%. El grueso de este crecimiento se registra actualmente, es decir, en el periodo 2000-2025, con una tasa de 3.3%, la que descenderá en adelante a un 1.5%, lo cual indica que el “tema del envejecimiento poblacional y su impacto es un desafío no de futuro, sino uno al cual debemos como sociedad hacernos cargo en este momento” (Solimano y Mazzei, 2007). Así lo atestigua la denominada “Política integral de envejecimiento positivo para Chile. 2012-2025” (Senama, 2012), en donde además se señala que “Chile es un país envejecido que seguirá envejeciendo a un ritmo acelerado” (Senama, 2012). En efecto, se registra un envejecimiento mucho más acelerado que en el continente europeo, ya que un cambio en la esperanza de vida que en el viejo continente se despliega durante aproximadamente un siglo, en el área latinoamericana tarda apenas dos décadas (Chackiel, 2000), pero además en condiciones de menor desarrollo económico e institucional y con mayor desigualdad (Solimano y Mazzei, 2007; Senama, 2012).
De este modo, se configura un resultado a primera vista paradójico. El logro manifiesto del progreso, como se lee a la posibilidad de la mayor longevidad,6 aparece como un problema para el sistema de salud y para las políticas públicas en general. De hecho, la política para el envejecimiento positivo, publicada por el Servicio Nacional del Adulto Mayor (Senama), señala:
La combinación de enfermedades crónicas con factores de riesgo y el “envejecimiento de la vejez” […] plantean un gran desafío a las políticas de envejecimiento, ya que traerán un aumento del riesgo de que las personas mayores presenten deterioros de su salud funcional y requieran de ayuda para realizar actividades básicas de la vida cotidiana como caminar, sentarse, o meterse en la cama (Senama, 2012: 24).
Nuestra intención no es simplemente presentar cifras a modo de datos sobre un grupo etario determinado, sino adentrarnos en las transformaciones sociodemográficas que permitan comprender su relevancia, al menos para la sociedad chilena en su conjunto. Gutiérrez y Ríos (2006) conceptualizan a la “edad” como un campo, en la senda de Bourdieu, el cual estaría constituido a su vez por los subcampos de: i) longevidad; ii) las clases de edad, y iii) las generaciones. Para ir más allá de los datos, resulta interesante ponerlos en relación con estos ejes.
i) La longevidad se relaciona con la medición cronológica de la edad como un continuum que, sin embargo, está fuertemente ligado a las formas culturales y sociales que se utilizan para medir el paso del tiempo. En este subcampo, los agentes se distribuyen, y sus habitus internalizan las oposiciones entre mayores/menores y entre éstos y los que no son ni mayores ni menores, es decir, son pares, según su ordenamiento en el continuum construido a partir del nacimiento. En este subcampo se realizan también los esfuerzos concertados por el control del envejecimiento, ligándose iniciativas estatales y políticas, con agentes de “las industrias farmacológicas, de las biotecnologías y de la ciencia médica” (Gutiérrez y Ríos, 2006: 21). El procesamiento que se hace de la experiencia de la “durabilidad”, las expectativas respecto del tiempo y de la forma en que se habita ese tiempo, distribuyen las posiciones de los agentes y condicionan las formaciones de habitus de edad en relación con esta dimensión.
Este subcampo se modifica de manera relevante con el aumento de las expectativas de vida y el cambio del patrón sociodemográfico. No sólo se trata de una experiencia de la durabilidad que nuestros antepasados recientes ni siquiera imaginaron y que conlleva, por lo tanto, a un aumento en los deseos de una vida cada vez más larga y que prolongue, a su vez, lo más posible las condiciones de la primera adultez, sino que también se construye una nueva experiencia y una relación diferente con los mencionados agentes de las farmacéuticas, las biotecnologías y las ciencias médicas. En tanto se logra desplazar la mortalidad de las enfermedades infecciosas y las enfermedades crónicas no transmisibles se vuelven la principal explicación de las tasas de mortalidad, la relación con los dispositivos de alivio7 se hace crecientemente duradera y acompaña gran parte de la vida. La medicalización de la sociedad (Davis, 2001; Belmartino, 2005; Márquez y Meneau, 2007; Fuster, 2013) tendrá en el grupo etario definido como “adultez mayor” no sólo una imagen de su triunfo, sino todo un campo nuevo de aplicaciones y de justificación. Un mercado nuevo, creciente y, a pesar de las apariencias, inagotable sobre el cual disponer y disponerse, como veremos más adelante en detalle.
ii) En la dimensión de las clases de edad, los autores sostienen que “la instalación de [éstas] en un universo social dado es resultado de un proceso histórico particular” (Gutiérrez et al., 2006: 25). La definición de una categoría como la infancia es relativamente reciente; sólo existe una diferenciación particular de este grupo a partir de finales del siglo XVII. Al igual que con otras como la adolescencia, la preadolescencia o la adultez mayor. Dentro de esta dimensión se juega, se compite, por lo que define los atributos legítimos de cada clase de edad, dando paso a la edad como capital simbólico: “el capital simbólico de la edad reconoce en la lucha por definir los contenidos y estatutos de las clases de edad uno de los enclaves centrales desde el cual, la edad, en cuanto capital simbólico, es definido y administrado” (Gutiérrez et al., 2006: 29).
Dado lo anterior, resulta relevante pensar las modificaciones demográficas desde la producción de las edades y las relaciones simbólicas que éstas conllevan. En particular -lo veremos en detalle en el siguiente apartado- el espacio desde donde se enuncia y se instituye el grupo (alejamiento del mundo del trabajo y término de la crianza primaria). Una cierta ausencia de un lugar propio para la clase de edad definida como adultez mayor, dentro de las relaciones sociales, ubica a sus miembros en una situación de devaluación simbólica, que hasta cierto punto se contrarresta con un juicio positivo otorgado por los dispositivos de alivio (“estar sano”), dada la posibilidad que les entrega el capital simbólico que conlleva la neutralidad científica.8 Sobre la producción de la tercera edad, Patricia Osorio (2006: 49), señala: “Las primeras aproximaciones a la tercera edad […] han sido aquellas que la perciben y conceptualizan desde la vulnerabilidad, filantropía y protección. La protección o el estado de protección de las personas muchas veces conlleva discriminación”. Y es justamente aquí donde el tema adquiere toda su complejidad y las relaciones entre clases de edad adquieren su relevancia. Si por un lado es problemática la producción de la tercera edad, que se hace a partir de imágenes inversas a las que se asumen de los individuos adultos trabajadores y activos, es decir, desde la asistencia, por otro lado también es problemática la reapropiación de este espacio desde los mismos valores asociados a la actividad, al trabajo y al éxito. Esto es lo que trataremos cuando hablemos de la medicalización de la vejez por exceso y por defecto.
iii) Las generaciones remiten “a las variaciones estructurales en el tiempo, dentro de un campo, de los modos de generación de sujetos” (Gutiérrez y Ríos, 2006: 32). En ese sentido, los individuos que componen los diferentes grupos etarios son producto de prácticas de subjetivación, de principios de constitución individual distintos y, por tanto, conforman relaciones diferentes con el mismo grupo como en el pasado, y con las otras clases de edad. Dado el carácter sincrónico de nuestra investigación, lo fundamental de esta dimensión es el refuerzo que se hace de la idea de la producción de las edades, que provoca la introducción de la consideración longitudinal, resituando “la variable edad -la contemporaneidad- al interior de un haz complejo de variables -posición, clase, sexo- que son precisamente las que constituyen el campo de la edad” (Gutiérrez y Ríos, 2006: 33). Aquello, por tanto, indica las diferencias que existen entre los distintos individuos, a pesar de un momento cronológico similar, introduciendo así las variables sociológicas que influirán de forma decisiva en las posibilidades que tienen las personas para gestionar su envejecimiento y a ellos mismos, en el contexto nacional de un denso despliegue del neoliberalismo económico. Este último conduce a una forma de ejercer los gobiernos crecientemente centrada en la estimulación de ciertas formas de vida por sobre otras, de maneras descentralizadas y no inmediatamente coercitivas en este tipo de casos (Foucault, 2006b, 2007; Castro-Gómez, 2010; Rose, 2012; Gárate, 2012; Han, 2014).9
La vejez como prueba de desobligatoriedad crianza primaria y trabajo
Desde mediados del siglo XIX, hasta al menos la mitad del XX, se registra el despliegue de la medicina profesional, por sobre otros modos o dispositivos de alivio arraigados en otras formas de verificación distintas a la ciencia occidental (Le Breton, 2002; Armus, 2005; Kingman, 2006). Ello implica una estrecha relación entre la conformación y asentamiento de un campo de la salud moderno y las necesidades del mundo del trabajo (Foucault, 2000; Fuster, 2013). Efectivamente, durante el siglo XX, especialmente entre las décadas de los veinte a los setenta, en Chile el mundo del trabajo adquiere un papel central en la organización de la sociedad. Tal como lo reconocen Dubet y Martuccelli (2000: 129), para vastas regiones del planeta: “El trabajo [en aquella época] detenta un lugar hegemónico en el corazón de la jerarquía y de la organización social. Los individuos se definen principalmente por su posición en el cuadro del trabajo, ya que el verdadero criterio de definición de las identidades sociales pasa a ser el de las categorías socioprofesionales”.
El mundo del trabajo definía en gran parte las jerarquías de las etapas de vida, y de hecho de la propia organización social. El nivel de injerencia alcanzado por los grupos de trabajadores en las relaciones capital-trabajo dio lugar a una reacción expresada en una serie de reformas y transformaciones, o bien, golpes de Estado, invasiones, de distintas características y dosis de violencia a nivel mundial: una disputa por la hegemonía en las relaciones laborales (Boltanski y Chiapello, 2002). Estas son parte de las condiciones de posibilidad de la vejez como tercera edad, como una clase de edad diferenciada. No se trata en un principio solo ni fundamentalmente de una producción simbólica, sino de la producción específica de una existencia. Es suficientemente reconocido el hecho de que la prolongación de la vida no es resultado del azar, sino que se vincula con las mejoras sanitarias, a los cambios reproductivos y a la entrada decisiva de la “vida biológica” en la consideración política, como factor de gobierno y productora de institucionalidad, dando lugar al ascenso del campo médico, a la medicalización de la sociedad y a la socialización de la medicina. Una biopolítica que tiene como uno de sus resultados la producción de una mayor longevidad (Ociel, 2013; Gutiérrez et al., 2006; Osorio, 2006).
Sin embargo, no se trata de una producción intencional de la “vejez”, sino más bien de una resultante de este vínculo entre medicina -entendida en forma amplia- y trabajo. Una sociedad basada en lo laboral requiere de trabajadores sanos y del aseguramiento del recambio poblacional positivo. Es así que, desde finales del siglo XIX se atacaron sobre todo los problemas asociados con el nacimiento, para reducir las tasas de mortalidad infantil, en una época en donde la tasa de natalidad era alta, pero se veía mermada por las precarias condiciones del alumbramiento; y a su vez, la transmisión de enfermedades infecto-contagiosas, que reducía la vida de hombres y mujeres jóvenes, plenamente activos en materias laborales y reproductivas (Ociel, 2013). Con base en esto se logra un aumento exponencial de la población, lo que comienza a convertirse en un nuevo tipo de problema.
Hacia la década de los sesenta del siglo XX, el problema se materializa como sobrepoblación, y requerirá de un nuevo tipo de gestión, como lo señala Ociel (2013: 5):
[En Chile] entre los años 1940 y 1960, la tasa bruta de mortalidad bajó de 21 a 13 defunciones promedio por cada mil habitantes. De manera paralela, la tasa bruta de natalidad aumentó de 36 a 38 nacimientos promedio por mil habitantes. Como consecuencia, el crecimiento natural de la población aumentó de 15 a 25 personas promedio por cada mil habitantes en ese período […]. De esta forma, dicha preocupación, según los expertos nacionales y agencias extranjeras, se fundamentaba en dos cuestiones centrales: por un lado, en lo socioeconómico, por el alto costo asociado a la manutención de la población y, por otro, en lo sanitario, ya que el sistema no daba abasto a las nuevas necesidades de una población con alto nivel de crecimiento.
El nuevo tipo de gestión tiende a estimular el control de la natalidad, en conjunto con las exigencias del mercado laboral. Así, la tasa de nacimientos disminuirá sostenidamente desde mediados de la década de los sesenta, llegando a las cifras expuestas en el apartado anterior. En definitiva, la mayor presencia y visibilidad de los individuos mayores está asociada al mejoramiento de las condiciones de sanidad e higiene fundamentalmente requeridas para el mundo laboral, que prolongan las expectativas de vida, pero también a las políticas y los cambios de forma de vida, que disminuyen la presencia de los menores de catorce años.
Producto secundario de un mundo organizado en torno al trabajo, la edad de los mayores se va convirtiendo progresivamente en espacio de reflexión y acción. En el ámbito internacional, desde 1948 la ONU comienza con estudios al respecto (Ociel, 2013), hasta concretar en 1982 en Viena, la primera Asamblea Mundial sobre el Envejecimiento y la Vejez, que tuvo su segunda versión en 2002 en España (Gutiérrez et al., 2006). Particularmente, la primera de estas asambleas tuvo un fuerte impacto sobre todos los desarrollos gerontológicos, de políticas y, por cierto, de imágenes que conforman este grupo etario. En términos generales, las investigaciones sostienen que la manera en que la Asamblea plantea el fenómeno desliga los desarrollos sociales y económicos de la existencia y problematizaciones de esta clase de edad.
En este sentido, la vejez se produce simbólicamente, y mayoritariamente se reproduce hasta nuestros días, desde su devaluación simbólica, que la asocia fundamentalmente con el ocaso de la vida, de las actividades, y constituye uno de los temas típicamente negados por la visión del mundo dominante en los países occidentales y capitalistas, junto a otros miedos modernos, como lo son la muerte y la enfermedad, que se articulan en su forma neoliberal como imperativo de optimización (Olivera y Sabido, 2007; Rose, 2012; Han, 2014).
Ahora bien, en este marco señalamos que aquello no es el resultado difuso de una determinación cultural, sino que se produce por la carga simbólica que tiene la condición de desobligatoriedad en que la forma en que se produce la vejez, material y simbólicamente, sitúa a los individuos. En particular, son dos los aspectos centrales que proponemos para entender la idea de la desobligatoriedad. Por un lado, la jubilación formal, y por otro, el fin de la crianza primaria y los cambios de la organización familiar que, en muchas ocasiones, alejan el cuidado de los nietos, suspendiendo el nacimiento de los hijos, recurriendo a cuidadores especializados o iniciando cada vez más tempranamente la actividad escolar de las y los pequeños.
Respecto de la jubilación, señalan desde el Observatorio del Envejecimiento y la Vejez de la Universidad de Chile, ésta aparece como un rito de paso fundamental en las sociedades contemporáneas, especialmente dado el envejecimiento poblacional acelerado en el cono sur latinoamericano. Rito de paso susceptible de ser comparado con otros, como graduaciones, matrimonios, etc.; sin embargo, a diferencia de éstos, el periodo posjubilatorio no se encontraría completamente estructurado ni social ni simbólicamente. En efecto, aunque “la jubilación sucede al interior de una estructuración de valores y de orientaciones culturales en que los diferentes agentes sociales -no obstante el progresivo envejecimiento demográfico del país- ignoran su importancia y desconocen sus implicancias sociales e individuales” (Gutiérrez et al., 2006: 9).
La jubilación, en ese sentido, constituye un hito que es una verdadera “institución”. Establece la exclusión de la obligación social de trabajar y, en ese sentido, modifica de manera duradera las expectativas existentes sobre los individuos y, por tanto, las valoraciones que le son asignables. Por cierto, es una experiencia que en lo individual la más de las veces se resiente. Así dan cuenta tanto estudios realizados por el Servicio Nacional del Adulto Mayor (Senama, 2009; Abusleme et al., 2014), como también el que sostiene a este artículo:
Yo me alejé así abruptamente del sistema, porque tú sabes que, en este sistema público, tú no te jubilas en realidad, te jubilan, te dicen “bueno usted ya cumplió su edad”, no es cierto, y en ese minuto está, no sé si está ahora, pero estaba el año pasado ese incentivo al retiro voluntario; entonces te dicen si usted no firma el, qué se yo, el documento de retiro, no la vamos a jubilar después con el incentivo de los veinte millones, sino que le vamos a dar lo que le corresponde. Ese era el, si yo estaba activa, estaba activa, estaba en [el] colegio… (entrevista personal, mujer mayor de 65 años).
El retiro formal del mundo laboral,10 mantiene aún, a pesar de la declinación del trabajo como productor de identidades (Dubet y Martuccelli, 2000), el poder de desacreditar a los individuos y asociar el continuum cronológico a unas características y capacidades personales, abriendo espacio para una discriminación tanto más arraigada como más naturalizada, ya sea por el hecho de que el imperativo de la optimización individual caracteriza nuestra época (Rose, 2012; Han, 2014), como porque los:
criterios de productividad industrial, propios del funcionalismo, nutren tanto la actitud del medio social hacia el viejo, la vejez y el envejecimiento como las políticas de Estado. Nos encontramos, entonces, ante la realidad de una vejez visualizada como disfunción social, del anciano como un ser con “funciones sociales desgastadas” (De Lima y Sivoli, 2005).
Siguiendo con la estructura clásica del ordenamiento simbólico del mundo, en que se produce la vejez como clase de edad diferenciada, si el espacio público estaba fundamentalmente asociado con el trabajo productivo, el espacio privado guardaba relación con el trabajo reproductivo y de crianza, como ámbito de reconocimiento. En ese sentido, la participación de los mayores, una vez librados de la crianza primaria, es decir, de la obligación jurídicamente establecida de cuidar de los y las hijas, se vinculaba a las tareas de formación de los nietos (Martínez, 2008; De Lima y Sivoli, 2005). Esta situación cambia en tanto se modifican las relaciones familiares e intergeneracionales (Gomila, 2005), haciendo que, si bien no desaparezca totalmente, sí se vea más acotada en el tiempo y, por lo demás, casi exclusivamente asociada a mujeres mayores (Senama, 2009; Miralles, 2010). De este modo, se produce un tiempo libre que anteriormente no existía. No obstante, esta liberación de tiempo se transforma en una prueba, en el sentido que le dan Araujo y Martuccelli (2012), a la que los individuos se enfrentan desigualmente y con resultados que reproducen diferencias arrastradas durante toda una vida, en términos de los diversos capitales que se manejan, dada la importancia progresiva de la gestión de sí como forma de gobierno (Miller y Rose, 2008; Deleuze, 2014; Han, 2014).
En la presentación de su admirable investigación, Desafíos comunes. Retrato de la sociedad chilena y sus individuos, Araujo y Martuccelli (2012) rechazan explícitamente que la vejez constituya una prueba en el sentido teórico-analítico que ellos le dan, y sostienen que “no todo reto que deba enfrentarse (una separación, la vejez, la muerte de un ser querido o la relación entre generaciones) puede ser considerado una prueba estructural” (Araujo y Martuccelli, 2012: 17). Agregan el peligro de que la noción de prueba pierda su valor heurístico si se hace de ella un uso indiscriminado. Identifican, entonces, para la realidad chilena contemporánea un conjunto de nueve pruebas, entre las cuales la etapa específica de la vejez no está incluida. No obstante, planteamos que es posible considerarla efectivamente como una prueba estructural, cuando menos para los propósitos de este trabajo, que no es describir una sociedad desde las pruebas que enfrentan y constituyen a los individuos, sino situar una experiencia particular.11
Entonces, en qué consiste el concepto de prueba y por qué el interés en utilizarlo. En primer lugar, es un concepto de gran utilidad en la medida en que pretende insistir en la interacción entre procesos estructurales e individuales. No se trata sólo de describir la manera en que se produce y fomenta de manera estructural una homogenización de individuos y subjetividades, sino de dar espacio para analizar las multiplicidades y los efectos, los condicionamientos y las habilitaciones, que se ciernen sobre los individuos.
En esta línea, la definición que los autores dan de prueba, es la siguiente: “Las pruebas son desafíos históricos y estructurales, socialmente producidos, culturalmente representados, desigualmente distribuidos, que los individuos -todos y cada uno de ellos- están obligados a enfrentar en el seno de una sociedad” (Araujo y Martuccelli, 2012: 16). Lo que revelan tanto nuestras conversaciones, como el estudio cualitativo de la última encuesta de inclusión/exclusión de Senama (Abusleme et al., 2014), es que “la vejez” se vive a partir de las posibilidades individuales de sortearla con mayor o menor éxito. A su vez, muestra que el nivel socioeconómico no es absolutamente determinante, sino que está influida por la trayectoria social (Bourdieu, 2007), en tanto no define sólo lo que se tiene sino cómo se sabe disponer de lo que se tiene.
No obstante, lo que se visualiza como desafío no es solamente la vejez en cuanto a sus posibles deterioros, sino una condición socialmente producida que debe enfrentarse mediante la gestión individual: el tiempo liberado. Esto no significa que los propios individuos no necesitaran o quisieran trabajar, sino que era de su trabajo del que se podía prescindir, en razón del decreto social de la edad de jubilación. Respecto del cuidado de nietos, se aprecia en el estudio cualitativo de inclusión y exclusión, que las cosas se complejizan; no obstante, lo interesante sigue siendo la importancia de cómo ese espacio de tiempo liberado es significado o resignificado a partir de las trayectorias sociales entre los polos de libertad y soledad (Abusleme et al., 2014). Lo que revela el estudio, más que la necesidad de alargar la pertenencia al régimen del trabajo, es la importancia de problematizar un lugar propio para esta clase de edad, que aliviane la carga de la gestión individual con una gestión colectiva, que configure bases para las trayectorias individuales. De modo que la experiencia de la desobligatoriedad celebrada como libertad o resentida como soledad no descanse únicamente en los capitales y capacidades individuales (incluso de gestionar los lazos familiares y amistosos).
Ahora bien, desde otro ángulo, aquello que sustenta la posibilidad de poder considerar la desobligatoriedad como prueba es precisamente este enfrentamiento individual y desigual de un desafío estructural universalmente presente. En este sentido, no sólo la asociamos a la carencia de una gestión colectiva o de una institucionalidad, sino al modo en que actualmente se ejerce el gobierno. En otras palabras, la forma particular de relaciones entre institucionalidad pública, mercado y personas, a partir de la introducción de las reformas de corte neoliberal introducidas en la dictadura.
En cuanto a este último aspecto, resulta interesante mencionar que autores como Phillipson (1999) introducen la relevancia de la globalización, no sólo desde el punto de vista del debilitamiento de los Estados nacionales, sino como factor en la construcción ideológica o simbólica de la vejez como tercera edad. La vejez pasa a ser difundida globalmente como otro riesgo, de mano de compañías transnacionales de seguros, alimenticias, cosméticas y, especialmente, farmacéuticas. Y al igual que sucede para la gestión del riesgo en general, éste tiende a individualizarse, lo que se expresa muy bien en el cambio del sistema de pensiones, de uno de reparto a la capitalización individual, que vivió Chile, y además, tal como lo señala Phillipson (1999: 4):
Los riesgos alguna vez soportados por instituciones sociales han sido ahora desplazados a los hombros de los individuos y/o sus familias […]. Más generalmente, Stiglitz […] plantea que el riesgo se ha convertido en un “modo de vida” a través de la combinación entre los cambios en el mercado del trabajo (con la erosión de las economías occidentales de trabajo de por vida) y la dependencia en convenios de pensión privada, sujetos a la volatilidad de los mercados bursátiles globales.12
La concepción del riesgo como forma, modo o estilo de vida apunta a otra manera de regular y consolidar la gestión individual de problemas (o desafíos) sociales (o estructurales). Pero, además, confluye con los principios de jerarquización de las formas de vida. Como señala Ociel (2013) y también apunta el estudio cualitativo mencionado (Abusleme et al., 2014), la individualización de la gestión de la vejez, como gestión de sí, se acompaña del fomento de un estilo de vida activo, como aquel ideal a aspirar, sin dar cabida a las herramientas desigualmente distribuidas para enfrentar esta prueba (Araujo y Martuccelli, 2012; Abusleme et al., 2014), y con ello se desplaza la responsabilidad al individuo, en circunstancias que “colocan en el estilo de vida del sujeto la responsabilidad de las formas de vida que lleva; es una variante de la culpabilización de la víctima” (Ociel, 2013: 35). Se trata, entonces, de una gestión individual de problemas sociales, que ubica a los individuos en posiciones desiguales, al mismo tiempo de fomentar como legítimos ciertos estilos de vida por sobre otros, en concordancia con preocupaciones gubernamentales, entre ellos el “costo” de la manutención de la prolongación de la vida, sobre lo que volveremos al final de nuestro trabajo.
¿Hay algun afuera del trabajo?
Si al terminar el trabajo obligatorio, y existir la posibilidad común de la jubilación, se relega a los humanos a una condición que, en tanto desobligatoriedad, carece de posición y reconocimiento social, parece legítimo plantearse la pregunta por la existencia de un verdadero “afuera” del trabajo. A esto podemos agregar la reflexión que realizan Araujo y Martuccelli, cuando describen las características de la sociedad chilena contemporánea a través de sus pruebas. Uno de los resultados fundamentales de su investigación es la importancia que tiene el trabajo, en términos de la cantidad de tiempo que ocupa en la vida de las y los chilenos y, a la vez, la inconsistencia entre órdenes normativos que ello genera. Porque si junto con disponer de casi la totalidad de horas del día en actividades asociadas a lo laboral, el tiempo para la familia y para “sí mismos” aparece como algo esencial, deseado, anhelado, y a la vez imposible. Los autores se plantean explícitamente la pregunta: “Pero […], ¿por qué los chilenos trabajan tanto?” (Araujo y Martuccelli, 2012: 202). Descartando una primera respuesta más o menos espontánea que surge de las entrevistas y que hace del ordenamiento económico una necesidad cuasi natural, en donde la realidad económica (sea como se defina), empujaría inexorablemente al “trabajo-sin-fin” (Araujo y Martuccelli, 2012), los autores dan a entender que este argumento actuaría más bien como una suerte de autojustificación y que la explicación podría estar en otro lado, también proveniente de los relatos. Esta lógica, señalan los autores, puede ser interpretada como “un mecanismo de control social” (Araujo y Martuccelli, 2012: 203), pero además no se trata de un control social en sus formas más clásicas, dado que
no parece necesaria la idea de un proyecto consciente y explícito de gobierno de los individuos a través de la coerción temporal […]; si se ostenta trabajar tanto es porque en el país existiría no solamente una interiorización individual de la necesidad del trabajo (la relación adictiva al trabajo), sino también una adhesión colectiva a la idea de que es bien visto trabajar mucho: una adhesión que ejercería en sí misma, bajo la lógica de la presencia, una presión informal sobre todos y cada uno. Un mecanismo de control informal que tiende a desdibujarse detrás de la interpretación de la presión económica (Araujo y Martuccelli, 2012: 205).
Entonces, este mecanismo de control social vendría a especificar, para el caso chileno, la posición de inferioridad simbólica de la vejez, que se reconoce en el ámbito internacional. En cierto sentido, la prueba de desobligatoriedad es aún más compleja para los individuos, en virtud del lugar que ocupa la performance del trabajo (Butler, 2001) -más allá del trabajo mismo- en la jerarquía de estilos de vida de la sociedad chilena.
Esto hace particularmente difícil pensar en actividades desligadas del mundo laboral, incluso para quienes sorteando con más o menos éxito sus trayectorias, son capaces de alcanzar la edad de jubilación formal. Sin embargo, en las entrevistas que realizamos es posible apreciar que, a pesar de la dificultad de nombrarlo, existe un afuera del trabajo, que se llena y significa en esta condición de desobligatoriedad, de desigual forma. Si bien se puede seguir intentando estar presente en actividades laborales o de cuidado familiar también, en otros casos se puede buscar desarrollar habilidades que habían quedado relegadas por las exigencias de la performance laboral, como buscar nuevas formas de asociatividad y modificar las prácticas habituales, a partir del uso de los servicios de salud. Esto haría que la preocupación por la salud y la enfermedad pueda entenderse como una suerte de ortopedia de integración.13 Al reconocerse una suerte de exceso que se plasma en actividades en el periodo de la vejez, las tendencias, desde la medicina y las políticas convencionales, apuntan a una reconducción hacia el mundo del trabajo, eliminando, con ello, la posibilidad de un afuera.
Entonces, si la forma en que adquiere un lugar simbólico la clase de edad que surge por unas condiciones de posibilidad particulares, formadas a lo largo del siglo XX, tiene el sino negativo de la necesidad de intervención médica, de la “carga” para los sistemas de seguridad social, en tanto constituye un deterioro de las condiciones normales, se requiere, por eso, una medicalización, la cual podríamos llamar por defecto. En esta modalidad, se entiende que la vejez está indefectiblemente vinculada a la intervención médica, debido a la propia “evolución” del cuerpo.
Por otro lado, surgiría frente a esta situación una medicalización por exceso, la cual se basa en el reconocimiento de que, a pesar de la forma en que se constituye el mercado del trabajo, los individuos en edad de jubilación, que deberían por tanto gozar de una pensión, no están dispuestos simplemente a esperar su muerte y que, por el contrario, manifiestan una vitalidad que se querrá, por cierto, volver a explotar. De modo que, junto a las industrias de la belleza, que desearían demorar el mayor tiempo posible los signos de la vejez, se diseñan intervenciones médicas que permitirían el reingreso de esta fuerza de trabajo, de esta vitalidad, al mundo del trabajo (con el consiguiente alivio de las cargas a los sistemas de seguridad social, retrasando la edad de jubilación legal). Éstas, al mismo tiempo, negarían nuevamente y de un modo distinto cualquier signo de “declinación”, sin que se problematice socialmente el lugar de toda una clase de edad, exponencialmente más numerosa (Arias, 2007).
Reflexiones finales medicalización de la vejez por defecto y por exceso
El uso dado en esta ocasión al concepto de medicalización se asienta en una de las corrientes que atraviesan los estudios en esta temática. Entendemos que esta noción hace referencia a la “extensión del dominio conceptual [epistemológico] y normativo [moral] de la medicina hacia problemas, estados, o procesos no previamente inmersos en la esfera médica, dando lugar al manejo y tratamiento médico de éstos” (Davis, 2001: 218).14
No nos detenemos en la línea de la medicalización como “imperialismo médico”, como algunas aproximaciones lo hicieron (Illich, 1975; Foucault, 2000; Davis, 2001). El punto no es el privilegio de un grupo profesional, sino que lo fundamental es la capacidad que tienen los discursos médicos para hacer efectivas sus premisas o, dicho de otra forma, “el poder único del conocimiento y las técnicas médicas es que ‘naturalizan’ sus marcos normativos y simbólicos subyacentes” (Davis, 2001: 219) y, para ello, por cierto, requieren de una posición social de privilegio. Asimismo, la dimensión del “alivio” con la que denominamos a los dispositivos (tanto aquellos catalogados dentro de la medicina científica convencional -o biomedicina-, y aquellos que se asocian a las medicinas complementarias y alternativas (MCA), se reconoce desde los estudios de esta corriente, en donde la “medicina es una institución de control social […] y está relacionada con el alivio del sufrimiento” (Foucault, 1990).15 Como una última característica, hablamos de “tecnologías del yo” (Foucault, 1990), para revelar la dimensión activa -en menor o mayor grado- que tienen también los individuos cuando entran en relación con los tratamientos y las y los encargados de las prácticas médicas.
Existiría, entonces, por una parte, una medicalización por defecto.16 Ésta se trataría de la forma más básica, que fundamenta la estrecha relación de la medicina convencional o biomedicina, con la emergencia de la tercera edad. Se trata de la construcción de la vejez desde la necesidad de la asistencia, como lo señala Osorio (2006).
Esto, ya se ha dicho, va de la mano con la posición social de la medicina, y con un modelo médico determinado (o un modo particular del dispositivo biomédico de alivio), que naturaliza estas concepciones, pero que además convierte los procesos biológicos en áreas de riesgo, intervención y consumo (Arias, 2007; Cockerham, 2001). Es desde la asistencia que se concibe la preocupación por este grupo etario; sus sujetos se configuran desde la falta, lo que se expresa en la relación que se construye con los derechos ciudadanos. Así,
la política social de y hacia la tercera edad nace portando el germen de la discriminación y la exclusión social, en cuanto se mueve sobre las bases de un paradigma de beneficio y protección […]. La exclusión de la vejez en la complejidad social contemporánea responde, entre otros factores, al hecho de que los viejos y las viejas se han constituido como sujetos de un beneficio que los margina, que no les da un lugar y un rol activo como recurso para el desarrollo y ejercicio de la ciudadanía (Osorio, 2006: 49).
No necesariamente compartimos cada palabra o la intención que se puede adivinar, pero nos parece que explica bien el hecho de que al mismo tiempo que emerge una tercera edad como grupo diferenciado, se abre un campo para la intervención médica (y biomédica en particular). Puesto que, como pilar de su emergencia como clase de edad, se asientan las ideas de carencia, defecto y necesidad de asistencia; es decir, una construcción desde lo que se denomina “viejismo” como reverso de un adultocentrismo (Arias, 2007) que desprestigia lo viejo y todo elemento simbólico que se le pueda asociar.
Es en relación con este espacio de intervención que se abre y, probablemente de manera simultánea, se desarrolla toda una industria médico-farmacéutica, que ante esa misma realidad indeseable con la que se asocia la vejez y para lo que debían estar preparados los equipos de salud y las familias, pretende desarrollar otro modo de obliterarla, mediante su negación activa,
exacerbando el cuerpo sano, vigoroso, ágil y sexualizado. Casi todos pretendiendo alejar la imagen que les devuelve la fealdad, arrugas, canas, “marcas” no queridas, imagen que los acerca a la propia muerte. La generación de imágenes eufóricas de la vejez, ligadas a mostrar vitalidad y belleza sólo desde el lugar del joven, impulsadas por el mercado, devuelve a los viejos una imagen que no es real (Ludi, 2005: 151).
Más allá de adentrarse en los detalles de las industrias, lo que importa es dar cuenta del desplazamiento que se produce, cuando desde una concepción francamente asistencialista se puede dar cabida a una negación activa en la forma de “prevención”, o de modificación (como con las cirugías), de los signos asociados a la vejez como categoría negativa, como nombre de una condición de desobligatoriedad despreciada. El rol activo es fundamental para entender las nuevas relaciones entre prácticas médicas y principios de gobierno, formas las dos de gubernamentalidad.
No se apela a la dominación; la medicalización no es solamente la captura de los cuerpos ancianos en los diversos aparatos biomédicos, sino que involucra decididamente la participación de los individuos en una gestión de sí mismos, que debe luchar contra una categoría de edad construida como indeseable. De modo que, lo que pasa a ser fundamental es el control indirecto de la jerarquización de estilos de vida, con la importancia que el conocimiento médico tiene para neutralizar y naturalizar los veredictos sociales sobre lo legítimo, lo saludable y lo deseable.
En la literatura específica respecto de los estilos de vida en salud,17 estos son definidos del siguiente modo:
Los estilos de vida en salud son una forma de consumo en que la salud que se produce es usada para algo, como la prolongación de la vida, el trabajo, o aumentar el goce del propio ser físico […]. Los estilos de vida tienen en la base una amplia industria de bienes y servicios de productos de salud (zapatillas para trotar, ropa deportiva, comidas saludables, dietas y suplementos vitamínicos, clubes de salud y membresías de spa, etc.), promoviendo el consumo como un componente inherente de la participación (Cockerham, 2001: 166).
Se evidencia que los estilos de vida en salud involucran elementos heterogéneos que van más allá de los medicamentos y los exámenes de la medicina convencional. Sin embargo, no habría que excluirlos rápidamente de la lista. El tipo de medicamento, la frecuencia con que se toma, la facilidad desigual para su acceso, la preocupación que existe sobre la adecuación de una terapia general a un paciente particular, entre otras muchas cosas, definen también los estilos de vida posibles. Un elemento que se asocia a esta idea es el rechazo, más o menos generalizado, que se apreciaba en los entrevistados hacia la ingesta de medicamentos. La relación terapéutica afectada decididamente por el tiempo de consulta impone una interacción instrumental, que termina haciendo de la solución farmacológica la principal vía de tratamiento, al punto que su legitimidad la hace deseable por los propios pacientes, la cual no obstante le produce una serie de malestares asociados.18
Cabría, entonces, comprender los estilos de vida (incluidos los de salud), en el marco general de los principios de jerarquización y, en ese sentido, como parte de prácticas microsociológicas de gobierno, que tienen por resultante, a la vez, la producción de: a) una alineación de las condiciones subjetivas y objetivas (es decir, sujetos con capacidades para adaptarse a la organización económico-política existente; en ese sentido, no se trata de “producir sujetos” como si se tratara de una fábrica, sino de poner elementos a disposición de individuos que se asumen, al menos relativamente, como autónomos y, al mismo tiempo, jerarquizar las posibilidades de devenir sujeto, con lo que se estimula la producción y reproducción de determinados modos de subjetivación); y b) la justificación de esa jerarquización.
Eso quiere decir que en la medicalización de la vejez, o más allá, en la producción de la propia edad, no opera sólo un viejismo, una categorización desde los valores del adulto dominante, sino una propuesta más amplia del valor social que adquieren diferentes formas de vida. Entonces, habría que pensar en que la posición de devaluación simbólica no está principalmente en relación con las características biológicas, sino con las concepciones valóricas que definen la escala de estilos de vida y que sitúan la desobligatoriedad de la vejez en un “no lugar”. Y simultáneamente, habría que resituar la relación de los mayores con los dispositivos de alivio, en la medida en que la producción medicalizada de esta clase de edad hace de la interacción con el campo de la salud uno de los pocos espacios formalizados donde los mayores tienen cabida.