Introducción
Tal cual una perspectiva de análisis de la realidad social, la historia del interaccionismo simbólico no se agota, ciertamente, en aquello que fue considerado y definido por Herbert Blumer en la década de los sesenta del siglo pasado. La herencia de la denominada Escuela Sociológica de Chicago de 1900 hasta 1950 (Picó y Serra, 2010),1 y la influencia diversa de autores como William Thomas, Robert Park, Louis Wirth o Everett Hughes lo caracterizaron como profundamente heterogéneo y de complejas raíces en el escenario de la teoría social. Para aquellos que se aproximaron a sus principales lineamientos teóricos y analíticos, el interaccionismo simbólico fue utilizado para designar una perspectiva sobre el estudio de la vida de grupos humanos y del comportamiento individual bajo la premisa de que aquello que llamamos “realidad” no existe fuera del “mundo real”, creándose activamente en la medida en que actuamos dentro-y-para-el mundo. Si la intención es comprender a los individuos, la tarea sería que esa comprensión tuviera como base aquello que “hacen” realmente en el mundo. Por ello, el interaccionismo simbólico parte de tres consideraciones centrales sobre interacción y sociedad: primeramente, le atribuye al individuo capacidad de acción para interpretar el mundo (el mundo no estaría “dado”); en segundo lugar, sostiene que actor y mundo son procesos dinámicos y de constitución recíproca (interpretando “situaciones”), para finalmente considerar, de manera fundamental, que el mecanismo de la acción humana y de la interacción tiene que ser, necesariamente, definido simbólicamente. En definitiva, los individuos actuarían con referencia al “otro” en términos de los símbolos desarrollados mediante la interacción, haciéndolo a través de la comunicación de éstos.
Nacido de la disconformidad con el funcionalismo y el estructuralismo predominantes en la sociología de mediados del siglo XX, el interaccionismo simbólico fue protagonista de un recorrido semántico verdaderamente rico y que, en la actualidad, todavía parece materializarse en nuevas inquietudes analíticas y teóricas. Metáforas sociológicas de los últimos veinte años, como “fragmentación social” (Gergen, 1997), heterogeneidad, “pluralidad del yo” (Hall, 1997), múltiples realidades” (Wolf, 2000), entre otras, se presentan como nociones que parecen recordar estudios ya clásicos, como los del “pragmatismo filosófico” de William James (1961) ; de la sicología social de George H. Mead (1982) ; de los aportes de Alfred Schütz (1932; 1962; 1974) e, incluso, del brillante “impresionismo sociológico” de Georg Simmel (1977) . A pesar de haber sido acuñado por el propio Blumer (1969) , el interaccionismo simbólico se comprende como una perspectiva sobre teoría y método, que tiene en su origen las primeras interrogantes formuladas en la génesis de la propia disciplina sociológica en cuanto forma de entender la realidad social.
Es así que podemos comprender como una tarea importante la de analizar la eventual vinculación que existe entre los recientes estudios sobre cultura y poder con las perspectivas interaccionistas en la sociología. De hecho, aquí se considera que existe una relación conceptual entre el interaccionismo simbólico y los estudios sobre cultura y poder, el denominado postestructuralismo y la llamada crítica posmoderna. También, que esta suerte de reutilización del interaccionismo simbólico por parte de estas recientes perspectivas se encuentra en sintonía con un “redimensionamiento de la crítica”, en tanto faceta poco explorada al interior de aquél, y también se piensa que esto último es objeto de detracción por parte de algunos desavisados nostálgicos del estructuralismo. Así, uno puede preguntarse: ¿es posible considerar los estudios sobre cultura y poder, el postestructuralismo y la crítica posmoderna, a pesar de sus diferencias, como eventuales desarrollos del interaccionismo simbólico?; ¿será factible comprender estas recientes perspectivas como una especie de “politización de lo teórico”, que tanto consideran las prácticas sociales articuladas en torno de lo “cultural en lo político” como de lo “político en lo cultural”?; ¿sería a partir de esta actitud que el interaccionismo simbólico reintroduce la crítica al interior de las interacciones y “símbolos” que constituyen “universos cerrados de realidad”?2
El objetivo del presente texto es ofrecer algunas respuestas a estas interrogantes. Sugiere, como hemos visto, la existencia de una estrecha vinculación de los denominados “estudios culturales” (principalmente los más recientes) con el postestructuralismo francés (principalmente a través de Michel Foucault y Jacques Derrida) y con las perspectivas analíticas de la llamada crítica posmoderna, pudiéndose denominar a esta conjunción como “estudios sobre cultura y poder”. Dichas perspectivas comparten bases teóricas y preocupaciones comunes, así como un diseño metodológico que, en definitiva, parece tener su origen y fundamento en el interaccionismo simbólico y en una noción ampliada de la cultura, entendida como un proceso social que reflejaría una “experiencia vivida”. No obstante, se entiende que esta última no se desarrolla sin contradicciones y conflictos. Por ello, la noción de poder hace su aparición bajo la herencia teórica del postestructuralismo, lo cual posibilita darle una secuencia a los análisis sobre el interaccionismo simbólico desde los contextos teóricos y analíticos que asumen la complejidad de las interacciones sociales.
La cultura como interacción social
Refiriéndose al contexto académico de los años ochenta, Randall Collins afirmaba que el “interaccionismo simbólico, al menos para algunos sociólogos, se ha tornado un aliado del abordaje marxista del conflicto”3 (Collins, 2009: 223). De hecho, ciertas facetas de una determinada sociología del conflicto parecerían conectar dimensiones estructurales de lo social con marcos de referencia surgidos de las propias interacciones sociales para, de esta manera, poder comprender “situaciones de conflicto” emergentes y concretas. Así, una particular sociología del conflicto se materializó en una versión del marxismo, que denunciaba la arbitrariedad del orden social capitalista sin dejar de lado aquellos aspectos emanados de la cultura vivida y de la acción individual, tornando al interaccionismo simbólico como un aliado, sin duda de gran interés; no obstante, sería el propio Collins (2009) quien manifestaría que las lecciones dejadas por las perspectivas interaccionistas en la sociología habrían ocasionado “otro ramo” de seguidores que, en definitiva, procurarían “elaborar una teoría científica general del self y su relación con la estructura social”. En esta perspectiva, “las instituciones sociales [serían] constituidas por papeles en los cuales los individuos se [encuadrarían]” (Collins, 2009), como son los de padre, madre, hijo, estudiante, vecino, entre otros. Resulta interesante percibir que los mismos “no [serían] negociados por los participantes, [pues] ya [existirían] previamente” (Collins, 2009), evidenciándose un incuestionable vínculo con una visión funcionalista sobre la sociedad. De cualquier forma, la existencia previa de los papeles sociales, en tanto repertorio cultural (Schütz, 1962), además de su propia pluralidad, estaría sugiriendo problematizar la relación entre la supuesta espontaneidad e indeterminación de la acción individual con su definitiva formalización en estructuras e instituciones en la sociedad, algo que situaría el debate clásico del interaccionismo simbólico en una renovada vigencia.
Mientras Collins (2009) propone una salida a este clásico impasse con la recuperación del concepto de self de George H. Mead, en una especie de “teoría sociológica del pensamiento”, los estudios sobre cultura y poder, emergentes desde variadas tradiciones disciplinares y ámbitos de la interacción social (antropología, psicología social, teatro, filosofía, performance, etcétera), comenzarían a sugerir una solución encontrada desde “el exterior” de la tradición cientificista. Los intereses concretos de dichos estudios recaerían en una nueva comprensión de lo que significaría la cultura, identificándola más allá de los límites de lo considerado, por ejemplo, como arte, literatura o música. Así, la cultura pasa a ser entendida como inherente en las prácticas e instituciones de la vida cotidiana relacionadas con las cuestiones de la política y del poder, como implícita en las relaciones de poder que, de hecho, establecen ciertos límites a los procesos simbólicos emanados de los significados de la interacción social. La cultura, bajo esta perspectiva, es “experiencia vivida”, algo que denota un “estilo de vida”, históricamente contextualizado. Así, no sería algo que se posee o no se posee, en el sentido de afirmar que Pedro “tiene” cultura y Juan “no tiene”. Esta supuesta jerarquización que supondría establecer límites entre lo que sería “alta cultura” y la “cultura popular”, por ejemplo, se deslegitima cuando se admite que por cultura debe entenderse “sentidos comunes”, una especie de “sistema central de prácticas”, sentidos y valores que en absoluto son algo abstracto, sino organizado y vivido, interpretado y representado. En tal sentido, se puede considerar de importancia toda “producción de sentido”, extendiendo de esta forma la noción de cultura a la producción de la propia realidad social y sus contradicciones, conflictos y relaciones de poder.
En cierto sentido, y tal como lo menciona Johnson (2004: 41-42), una tendencia en los nuevos estudios sobre cultura y poder insistirá en entender la noción de cultura como algo a ser analizado como un todo e, in situ, localizado, en su contexto material. Se pone énfasis en la importancia de desarrollar observaciones sobre la realidad que sean capaces de aprehender la “unidad o la homología de las formas culturales y de la vida material”, que sean capaces de recrear experiencias socialmente localizadas. Cultura es, en definitiva, aquello que entreteje la vida subjetiva con la vida material, y en cuyo entrelazamiento se evidenciaría un sistema central de prácticas bajo la forma de relaciones de poder implícitas. No obstante, existen aquellos que subrayan una independencia relativa o una “autonomía efectiva de las formas y de los medios subjetivos de significación” (Johnson, 2004: 42). Se hace referencia a ciertos estudios sobre cultura y poder que privilegian el análisis de la “construcción discursiva de situaciones y de sujetos”, para poder dejar en evidencia “los mecanismos por los cuales el significado es producido en el lenguaje, en la narrativa o en otros tipos de sistemas de significación” (Johnson, 2004). De esta forma, mientras que la primera tendencia pareció incorporar a la noción de “vida material” los aspectos simbólicos de la interacción, la segunda intentó huir lo más posible de una observación de las actividades simbólicas como originadas a partir de una mera “estructura objetiva” de la realidad.
Más allá de estos eventuales distanciamientos sobre el análisis de la cultura, los estudios sobre cultura y poder protagonizarían una visible alianza con el interaccionismo simbólico al encontrar su especificidad en un asunto de método, ya que parecerían presentarse como antirreduccionistas y antideterministas, operando desde un enfoque contextual en la relación entre cultura y poder. El enfoque contextual aludido sugiere que no es posible la independencia o autonomía de una práctica social de las fuerzas del contexto que la constituyen como tal. Si consideramos que dicho contexto es un enmarañado entrelazamiento de relaciones específicas en las que emerge una práctica social, este enfoque contextual convierte en objeto de sus inquietudes desvelar tales relaciones, oponiéndose, de esta manera, a los reduccionismos epistemológicos que de antemano imponen una dimensión concreta (economía, sociedad, discurso, cultura) como aquello que se instituye en principio explicativo de la realidad. En tal sentido, en los estudios sobre cultura y poder se vislumbra una estrategia de observación: la cultura, comprendida como práctica social, se encuentra en una secuencialidad de interacciones y símbolos que forman parte de una realidad social definida y clasificada, donde las acciones de las personas y las clasificaciones tienen algún significado. Mediante la interacción se experimenta la manera de clasificar al mundo4 y la forma en que se espera que el individuo se comporte en él; la capacidad de pensamiento, por ejemplo, parece estar moldeada por la interacción social, siendo por medio de ella que las personas aprenden los significados y los símbolos que les permiten actuar e interactuar. Palabras más, palabras menos, Herbert Blumer (1969), al proponer una metodología para el estudio de la vida en grupo, diría que el medio de toda interacción es, necesariamente, un medio definido simbólicamente, en la medida en que las personas interpretan y definen las acciones ajenas, dándoles respuestas basadas en los significados que le otorgan a las mismas. Fue situando a la “cultura” en el centro de las atenciones que, en definitiva, el interaccionismo simbólico adquirió dimensiones renovadas en las preocupaciones de los recientes estudios sobre cultura y poder.
“Con la extensión del significado de cultura -de textos y representaciones para prácticas vividas-, se considera en foco toda producción de sentido”5 (Escosteguy, 2004: 143), sin que esto denote exiliar la dimensión textual y lo representacional en la producción del propio sentido. De hecho, ¿cómo hacerlo, si el sentido atribuido a las “prácticas vividas” está inserto en los mecanismos de interpretación que emergen del lenguaje y del orden del discurso? Por el contrario, debe admitirse que la comprensión de una situación vivida es textual,6 en la medida en que ese conocimiento no está integrado únicamente de conceptos y sí de palabras, y que éstas pueden sugerir múltiples significados.7 Esto conduce a considerar que el lenguaje y las coyunturales reglas de la cultura no se derivan, necesariamente, de “estructuras sociales subyacentes” o de “sistemas de significados estables”, sino de interacciones sociales en las que las personas definen situaciones vividas, atribuyéndoles nombres y significados. Ahora bien, ¿esto no nos llevaría a suponer que las “variables estructurales”, tales como clase, estatus y poder, no están siendo consideradas por esta perspectiva textual de la lectura de la realidad social? En absoluto se trata de dejar a un lado los aspectos considerados importantes para el análisis de la realidad. Se hace imprescindible recordar que dichas variables no significan nada en sí mismas, ya que como categorías explicativas de lo social no poseen significados universalmente válidos. Por su carácter abstracto, no son más que representaciones derivadas de un tipo de ordenamiento del mundo. Un modelo sociológico que torna esas categorías como un dato objetivo de la realidad, y cuyas actividades y producciones culturales serían leídas como expresiones de posiciones de clase, estatus o poder (o de género, raza, etcétera), se revela, fundamentalmente, determinista y teóricamente ingenuo. Las variables clase, estatus y poder se materializan, cabalmente, en una teoría del poder y de la realidad social que interactúa en campos de experiencias sociales y culturales, lingüísticas e históricas que se presentan sólo vinculadas a una “idea de estructura”,8 y no a una supuesta estructura social objetiva determinada. Es la forma de la relación social la que les atribuye el carácter interpretativo a las propias categorías surgidas de un supuesto “sistema de significados estable”.9 Así, considerar la forma de la “relación de importancia” en el contexto del análisis sobre la cultura y el poder es percibirla, en última instancia, no necesariamente emanada de una teoría del poder construida sobre bases estructuralistas. No se puede perder de vista que, aparentemente, en toda acción individual “se sabe” que un “sí mismo” (Mead, 1982) está presente en la interpretación de una situación vivida tal cual un texto a ser desvelado.
Esta atención para una dimensión extendida del significado de cultura permite dar un “giro hermenéutico”, únicamente posible dentro de los límites de la mala reputación que tiene el análisis de la realidad social. Se trata de un giro fenomenológico subversivo, en el que lo importante de una situación vivida es la “sensación de su ser real” (James, 1961) y, fundamentalmente, sus implicaciones acerca de una estructura del conocimiento que sugiere un marco binario de ordenamiento del mundo (masculino-femenino, blanco-negro, norte-sur, inclusión-exclusión, etcétera). Sucede que el la actitud por conocer a partir de ese marco binario no puede impulsar, como cuestión central, un instrumental conceptual que apriorísticamente no asuma su carácter contingente. No se trata de otra cosa que de hacer visible cómo las formas diversas del “determinismo sociológico” pueden, incluso, convertirse en trampas difíciles de delimitar en momentos de confrontar la interacción social con las tensiones propias de los sub-universos de la cultura y el poder. Puede resultar curioso que fue el propio Herbert Blumer (1969), heredero del pragmatismo a la William James (1961) y de los enfoques interaccionistas de George H. Mead (1982), quien intentó, en extensas líneas, alejarse de ese determinismo sociológico que no admitía que las sociedades humanas estén compuestas de individuos dotados de “sí mismo”. Por el contrario, sus seguidores verían a las personas como simples organismos con cierto tipo de organización que responden a las fuerzas que actúan sobre ellas. Dichas fuerzas estarían incluidas en la “estructura de la sociedad”, como lo son el estatus, el rol social, las costumbres, las instituciones, la representación colectiva, los valores y las normas. La suposición consiste en admitir que la conducta de las personas, en tanto miembros de una sociedad, es la simple expresión de la influencia que sobre ellas ejercen dichas fuerzas (Blumer, 1969).
La inevitable crítica a estas perspectivas desarrolladas por Blumer se encuentra en sintonía con la posibilidad de pretender explicar el entorno social y cultural a partir de conceptos “relacionales”, sin ignorarse una mirada arquetípica de toda una tradición sociológica que adquiere forma en Georg Simmel (1977). Lo que está prácticamente explícito en el interaccionismo simbólico es una concepción de la realidad que presupone que “todos somos fragmentos” y, así, que el conocimiento que adquirimos es necesariamente fragmentado en el seno de situaciones vividas. Tanto Simmel como las perspectivas interaccionistas parecen partir de un principio cuasi-regulador de la realidad social, en el que todo interactúa con todo, en el que lo que existe son relaciones de movimiento permanentes. Así, conceptos como “estructura social” e “institución social” desempeñan papeles secundarios, ya que la sociedad no parece ser una entidad completamente cerrada en sí misma, absoluta, una simple totalidad. Comparada con la interacción entre las partes que la componen, es sólo su resultado. De esta forma, la sociología no tendría nada que ver con una noción reificada de la sociedad, y sí con la interacción social y con las formas de sociabilidades consecuentes.
Se trata, por tanto, de una perspectiva analítica, y sobre la propia realidad social, que se preocupa por aquello que puede ser vital para un individuo en un momento determinado, implicando la presencia del “otro”. Ya sea en la preocupación simmeliana en los modernos procesos de individualización y diferenciación social, como en el énfasis metodológico de Blumer sobre los significados de los “símbolos” derivados de la relación social, se trata de una perspectiva en la que la “lógica situacional” (Thomas, 2005) de cualquier relación o interacción adquiere dimensión precisa. Esta perspectiva situacional puede aproximarse a lo que Goffman (2006) se refiere con los “marcos de referencia” que se encuentran disponibles para los individuos en la sociedad, mismos que son básicos para la comprensión y explicación del sentido de los acontecimientos. No obstante, y tal cual el propio Goffman advierte, en la mayoría de las situaciones sociales sucede una multiplicidad de cosas diferentes de manera simultánea. La caracterización del mismo acontecimiento puede ser diferente entre las personas envueltas, al depender del papel desempeñado en una tarea que le puede proporcionar un juicio de valores específico y distinto al de otra persona. Una situación, entendida también como una manera de organización de la experiencia, se relaciona no únicamente con un individuo que aisladamente otorga significados a un acontecimiento, sino también con un repertorio cultural (Schütz, 1962) que, a pesar de posibilitar un consenso aparente sobre lo que estaría sucediendo en ese momento, trae consigo el cuestionamiento que establece la base analítica del interaccionismo simbólico: que los “símbolos” derivados de toda interacción social no son universales ni objetivos; que los significados son individuales y subjetivos, en el sentido de que es el propio receptor quien los otorga a los símbolos de acuerdo con la manera en la que los interpreta. Algo así como considerar que, cuando los roles que participan en una determinada situación son diferentes, muy probablemente la visión que tiene una persona de lo que está sucediendo es bastante diferente a la de otro individuo.
No obstante, se presenta en toda situación vivida una actitud por aceptar ciertas limitaciones epistemológicas de aquello concerniente al orden del lenguaje y del discurso, de lo dicho, así como del “marco de referencias” del cual surge y, fundamentalmente, de los condicionantes sociales e institucionales que permiten aquella situación vivida en contextos concretos. Un “orden simbólico” derivado de la propia interacción con los otros emerge en la forma de un sistema de significaciones sociales preexistentes. En ese sentido, el individuo comprende que también él está inserto en formas institucionales históricas (la familia, el patriarcado, etcétera), tornándose en un sujeto en absoluto ingenuo en aquel ordenamiento del mundo. Así, todo individuo aparecería conducido a partir de “un exterior”, perdiéndose la eventual autonomía de cada pensamiento sobre aquella situación vivida. ¿Estaría, consecuentemente, en cuestionamiento aquel sí mismo que cada individuo experimenta tal cual un texto a ser desvelado? Frente a este impasse analítico, se llega a establecer un “giro hermenéutico” de vital importancia para la perspectiva del interaccionismo simbólico, para su teoría subjetivista del significado y para su prioridad de entender el medio de toda interacción como, necesariamente, un medio definido simbólicamente: se trata de un “giro” derivado de la eventual aproximación epistémica y analítica con los denominados estudios culturales y las preocupaciones de la mencionada crítica posmoderna sobre la cultura y el poder.
La aproximación epistémica en torno a la cultura y sus críticas
Posiblemente no se trate, de hecho, de una aproximación del interaccionismo simbólico a los estudios culturales y a las perspectivas más recientes sobre la crítica posmoderna. Por el contrario, puede ser un gesto que intenta dar forma a los estudios sobre la cultura y la episteme posmoderna a partir de una reutilización de las perspectivas teóricas y analíticas provenientes del interaccionismo simbólico y, de cierta manera, de la propia pragmática de la realidad social que la nutre. De aquel sí mismo eventualmente herido o inviabilizado para el posible desvelamiento de la situación vivida, surge un giro analítico en el que los aspectos que entrelazan cultura y poder se tornan inevitables. Independientemente de las posibilidades que el interaccionismo simbólico sugiere, en tanto espacio para el análisis, de ese mundo vivenciado por un individuo cuando se percibe condicionado por un a priori de la realidad social, por un mundo que precede a “su estar en él”, se presenta fundamental una mirada que permita comprender en qué consiste ese espacio analítico que considera el mundo relacional inserto en complejas redes de relaciones de poder, instituciones de saber y formas de articulación política.
Al respecto, prominentes críticas surgieron en el contexto de las más recientes reflexiones que el interaccionismo simbólico protagonizó. A pesar de considerar que sus premisas puedan ser relativamente útiles como guía para el trabajo de campo, se destaca su insuficiencia a la hora de la elaboración teórica (González de la Fe, 2003). Por eso, se afirma que
favorecidos por la moda de la integración conceptual de los años ochenta, se realizaron intentos de síntesis del interaccionismo simbólico blumeriano con prácticamente todas las microsociologías y enfoques teóricos y metateóricos: la teoría del intercambio, la fenomenología y la etnometodología, los estudios culturales y literarios de los semióticos postestructuralistas y posmodernos, la teoría feminista o las aportaciones de Goffman (González de la Fe, 2003: 210).
Esta síntesis habría ocasionado cierta pérdida de identidad para el interaccionismo de Blumer, al desdoblarse, aparentemente, en enfoques que lo reducirían a las cuestiones básicas de las ciencias sociales. La señalada fragmentación resultante de su fragilidad en los ochenta, así como los intercambios epistemológicos y conceptuales con el denominado “giro posmoderno” habrían generado, en la opinión de algunos, que el interaccionismo simbólico se disolviese en el mosaico policromático y caótico de la sociología del fin de siglo (González de la Fe, 2003: 211). Esta sentencia, integrando un compendio de diversas conjeturas, formó parte de un inconfundible gesto, por parte de muchos intelectuales, para materializar una actitud militante contra los enfoques que reintrodujeron la “cuestión pos”10 en el debate académico de los años noventa, inmediatamente después del evidente desgaste y dispersión de las temáticas vinculadas a la globalización (Gadea, 2007).
Un ejemplo sintomático de ese gesto puede estar en las apreciaciones formuladas por Reynoso (2000), al destacar las tímidas tentativas que algunos intelectuales emprendieron para fusionar los elementos analíticos propios del interaccionismo simbólico con los llamados estudios culturales. Compilaciones como las realizadas por Becker y McCall en los noventa, bajo el sugestivo título de Symbolic Interaction and Cultural Studies, permitieron el ejercicio de una crítica áspera y férrea por parte de Reynoso. En su perspectiva, la compilación no era otra cosa que
una cantidad de ensayos sin casi ningún tipo de marca política o pragmática, [mencionando] a los estudios [culturales] solamente en el prólogo en el cual aparece esa definición tortuosa y equivocada […]. Ninguno de los diez autores que luego hacen uso de la palabra se detuvo a averiguar en qué consisten los estudios culturales, ni mencionan una sola idea característica de los mismos […] (Reynoso 2000: 200).
No obstante, el problema más evidente de esa compilación no recaería en esa ausencia de los temas representativos de los denominados estudios culturales, sino en aquello que Mattelart y Neveu (2004) diagnostican cuando caracterizan las consecuencias de la “internacionalización y de la crisis de los estudios culturales”: su despolitización. La compilación referida, como ejemplo de las tentativas por una fusión del interaccionismo simbólico con los estudios culturales, evidencia lo que arquetípicamente representó, para muchos, el encuentro de estos últimos con el postestructuralismo y la crítica posmoderna. En dicha preocupación, y en la actualización del interaccionismo simbólico, “hay algo de política, elaborada como si se estuviera conteniendo el asco, y como si lo político estuviera restringido apenas al ejercicio de una crítica contra no se sabe qué, con la que siempre se amaga, pero que nunca se materializa” (Reynoso, 2000: 200).
“La evolución de los estudios culturales desde los años ochenta no puede ser disociada de un proceso de despolitización”, admiten Mattelart y Neveu (2004: 152-153), algo muy similar al diagnóstico que Reynoso (2000) realiza cuando analiza la supuesta aproximación del interaccionismo simbólico a las preocupaciones analíticas de los estudios culturales. El distanciamiento de muchas de las investigaciones recientes de la “voluntad de unir cuestiones existenciales y desafíos científicos” (actitud propia de aquella “nueva izquierda” que había dado origen a los estudios culturales en Gran Bretaña) refleja el argumento central de la crítica al desinterés con la política y a la falta de compromiso con las cuestiones relacionadas con un trabajo académico crítico. Con la desaparición de los “padres fundadores”, los estudios culturales se presentarían huérfanos de la militancia (Mattelart y Neveu, 2004: 153). No obstante, sería su proceso de legitimación e institucionalización lo que, al reducir la marginalidad de sus investigadores, y abrir la posibilidad de ocupar espacios académicos importantes, tendría condenado a los estudios culturales a ser un simple “giro lúdico”, “exceso de estilo”, “celebración de lo artificial”, “evasión de la responsabilidad social” y a una “separación de la realidad” (Reynoso, 2000: 146).11
Es muy posible que hayan sido poco condescendientes los argumentos de Reynoso y de Mattelart y Neveu con el espacio académico e intelectual ocupado por los estudios culturales más recientes y las consecuencias analíticas acaecidas al interior del interaccionismo simbólico. Por un lado, se considera “el movimiento intaraccionista [como] una de las prácticas más inclinadas al idealismo y más prolijamente consonantes con el pensamiento de la derecha neoliberal norteamericana” (Reynoso, 2000: 201). Al mismo tiempo, la “penetración” del posmodernismo en los estudios culturales provocó la pérdida de los referentes clásicos de los estudios que asociaron cultura con política y poder, suponiendo que la episteme posmoderna se reduce a un “giro literario” y a “metáforas textualistas” (Reynoso, 2000: 145). En otro sentido, se admite que los estudios culturales actuales tendrían “pactado” su desarrollo con el liberalismo económico y el conservadurismo político triunfante de los ochenta y los noventa, seducidos por las
lógicas económicas de rentabilidad en el corto plazo [que] adquieren un peso creciente hasta en el funcionamiento de las instituciones y editoriales universitarias, en el acceso al espacio mediático. En tales condiciones, el suceso del teoricismo, la solicitud de conceptos y de autores dotados del impresionante poder de “relativizar” y de “desconstruir” todo, la fascinación por los simulacros […], la reducción del mundo social a un caleidoscopio de textos y de discursos, sugieren un humor intelectual cuyo sentido es profundamente político (Mattelart y Neveu, 2004: 157-158).
Sin embargo, ¿sería posible admitir, sin cuestionamientos, esa asociación del movimiento interaccionista con un determinado pensamiento político de derecha?, ¿y reducir la influencia de la crítica posmoderna y del postestructuralismo sobre los estudios culturales a un simple “giro literario”? Inicialmente, y en el campo de las posibilidades de interpretación, se puede percibir, al menos, la manifestación de ciertas disconformidades de una generación de intelectuales un tanto rehén de una sociología crítica que lee a la cultura y al poder bajo el aura de las enseñanzas de la clásica “crítica negativa” de la Escuela de Frankfurt y de una puntual teoría crítica de la sociedad.12
Tanto en el trabajo de Reynoso como en el de Mattelart y Neveu existe poca discusión al interior de los propios estudios culturales y del interaccionismo simbólico. Lo hecho por los dos últimos se presenta como un interesante relato del nacimiento y de las posteriores vicisitudes de los estudios culturales, desde sus orígenes en Gran Bretaña hasta su migración al contexto académico estadounidense y a los denominados Latin American Studies. A pesar de existir reflexiones acerca de sus influencias teóricas y de sus preocupaciones, se evidencia como un proyecto disciplinar y político que habría sucumbido a su propio peso en la academia. Por su parte, Reynoso optó por realizar una reflexión de los estudios culturales desde la producción académica de diversos intelectuales, criticando sus postulados, advirtiendo los matices poco estimulantes al alimentarse del posmodernismo y del postestructuralismo, e incluso lamentándose del escaso éxito de la supuesta alianza con el interaccionismo simbólico. No obstante, aún permanece abierta la posibilidad de encontrar espacios analíticos que consideren al mundo relacional inserto en relaciones de poder, instituciones de saber y formas de articulación política. Además, por ejemplo, Reynoso parece apelar a una especie de posmarxismo aliado a una clara desconfianza con toda una tradición sociológica crítica del estructuralismo. Presenta observaciones muy próximas a un “desahogo” consciente de una estrategia para desmitificar, a partir de algunas obras seleccionadas, las contribuciones tanto de los estudios culturales como del interaccionismo simbólico. Sin entrar en el mérito de la calidad de aquello que fue producido en la tentativa por fusionar el interaccionismo simbólico con los estudios culturales, y a éstos con la crítica posmoderna y el postestructuralismo, existe una forma que lo social asume en tanto espacio a ser pensado que, sin duda, se refiere a un interesante “giro hermenéutico”, sin que ello signifique una mera pose intelectual. Quienes advierten sobre la “despolitización” de los estudios culturales no parecen percibir ciertas aproximaciones a movimientos sociales y culturales de los noventa, como el propio neozapatismo mexicano o los diferentes movimientos de mujeres alrededor del mundo, los cuales posibilitaron el ejercicio de una reflexión política importante en su cruce con las perspectivas posmodernas. Mucho menos parecen notar que su eventual “profesionalización” también derivó en producción de conocimiento que reeditó la crítica social más allá de la tradición de la teoría crítica de la sociedad. De esta manera, ¿es posible considerar al interaccionismo simbólico y a los estudios sobre cultura y poder como perspectivas de análisis que dejan de lado los asuntos relacionados con poder y con política?
A modo de conclusión: el lugar del poder y la política en la cultura
En las diversas interacciones sociales, y en la lectura deconstructiva de cualquier situación y contexto que se ve integrado, el individuo parece descubrir que aquello que “existe” y que se autoproclama como “verdadero” no pasa de ser una mera “figura del lenguaje”, pero tiene el poder de introducirlo en una compleja red de relaciones sociales. Ciertas reglas de la cultura se materializan en ese mundo de significaciones realizadas por aquellos que entran en relación, ya que cuando “alguien habla” y, en definitiva, entra “en el mundo”, no es sólo él quien lo hace, y sí el “marco de referencias” disponible para una situación específica. En esta escena, el individuo parece ejercer cierta capacidad de cuestionar y desestabilizar, con su pensamiento y posición, reglas de la cultura coyunturalmente expuestas como siendo “el mundo” a ser-estar siendo vivido y desvelado, permitiendo que la cultura, en este sentido, deje de ser representada con la ingenuidad con la que muchos la suponen. Ésta se presenta en las interacciones sociales tal cual comenzó a entenderse desde la tradición sociológica simmeliana y de la Escuela Sociológica de Chicago. Así, el “giro hermenéutico” aludido toma como valor inestimable dirigir su atención hacia algunos aspectos críticos en la “producción de cultura”, en el sentido de entenderla como propia de una realidad social enunciada y clasificada, en la que las acciones de las personas tienen algún significado.
¿Y qué significados son esos que establecen una presumible forma de articulación política?; ¿cuál interacción, simbólicamente mediada, es aquella entre el individuo y su contexto, traducible en un universo cerrado de realidad? Cuando Blumer (1969) admitía que los enfoques clásicamente considerados sociológicos suponían que las acciones de las personas serían el resultado de fuerzas particulares que las producirían, irónicamente sentenciaba que, entonces, no habría ninguna necesidad de preocuparse por el significado de dichas acciones. Paulatinamente, con las teorizaciones foucaultianas, se percibió que en las situaciones en que son constituidas (y se constituyen) las relaciones sociales se evidencian formas particulares de “opresión” estrictamente relacionadas con las maneras en cómo se atribuyen significados a las acciones emprendidas. Si bien en el interaccionismo simbólico aparece poco clara la importancia que supuestamente tendría el análisis de los “registros” mediante los cuales las personas son representadas, sería con el giro postestructuralista que el análisis de las interacciones sociales asumiría como de gran importancia la temática del poder, de la cultura y de su representación. Diferentes situaciones sociales permitirían que múltiples relaciones de poder entrasen en juego, sin olvidar, incluso, que en esas diferentes situaciones sucede una multiplicidad de cosas diferentes de manera simultánea (Goffman, 2006). Así, la articulación política derivada de los significados atribuidos a cualquier situación vivida se vincula con evidenciar, de manera crítica, una específica “forma de relación” que, antes que nada, pretende colocar entre paréntesis el marco binario de un ordenamiento del mundo (sobre género, raza, sexualidad, etcétera) que establece jerarquías culturales e históricas concretas.
Tal cual una simple metáfora, las múltiples interrogantes que un individuo se puede formular, su “inestable” sí mismo y la “figura del lenguaje” constitutiva de la realidad de su mundo, permiten establecer una relación conceptual entre el interaccionismo simbólico y los estudios sobre cultura y poder. Cuando un individuo reflexiona a partir de lo dicho por otro en una interacción social específica introduce cuestiones sobre el saber y su institucionalización, sobre la política y el poder, que parecerían “superar” aquello que fue propio de las ideas de sociedad e individuo de las perspectivas interaccionistas en la sociología. La mediación simbólica de toda interacción social es considerada a la luz de las preocupaciones que desde el postestructuralismo y la crítica posmoderna se vienen colocando hace bastante tiempo. Así, es posible enterrar sentencias como las que consideran al interaccionismo simbólico como una “teoría enfáticamente micro, una ortodoxia ancestral e inelástica, que contemplaba los ‘significados’ como algo que surge de cada negociación ocasional entre iguales” (Reynoso, 2000: 201). El “giro hermenéutico” que los estudios culturales y la crítica posmoderna protagonizan bajo los auspicios del interaccionismo simbólico evidencia que la aproximación analítica que experimentan no denota la “despolitización” ni el desinterés por los asuntos relacionados con el poder y la política. Por el contrario, estos últimos entran en un proceso de rediseño interesante, abandonando una imagen que los ha “colonizado” mediante una particular teoría crítica. Rediseño de la crítica como principal tarea de este “giro hermenéutico”: se trata de cuestionar la defensa del papel del intelectual crítico tradicional, al autoconsiderarse que sólo desde la perspectiva universalizante del intelectual, de los valores que elabora (éticos, estéticos, epistemológicos) y representa, es posible formular una perspectiva crítica sobre las ilusiones de la ideología dominante y el poder subyacente en toda relación social. Por otro lado, ¿es el amplio espacio de los estudios sobre cultura y poder una práctica intelectual que supone una finalidad política que asume el horizonte de la utopía como su materialización?; ¿deben los recientes estudios sobre cultura y poder estar subsumidos en una teleología concreta, en la medida en que se asume un a priori sobre el mundo a ser superado?; ¿no sería, en todo caso, un proyecto académico e intelectual el que cuestionaría tales posicionamientos políticos e intelectuales? No se trata aquí, y es importante dejarlo claro, de una supuesta defensa de un proyecto académico y de su institucionalización, y sí de una especie de reterritorialización de las figuras de la crítica y del intelectual vinculadas, eso sí, a la tradición del interaccionismo simbólico, los estudios culturales, el postestructuralismo y la crítica posmoderna.
Existe un gran interés por “ampliar” el espectro analítico de la interacción simbólica cuando se consideran las relaciones sociales en absoluto vacías de componentes políticos, estéticos o epistemológicos. La tarea “deconstructiva” se torna inseparable de una perspectiva analítica que observa los significados de las interacciones simbólicamente mediadas insertas en inevitables vínculos entre cultura y poder. Al contrario de lo que algunos consideran, el “giro posmoderno” no trajo únicamente la ironía como estrategia expresiva hacia una crítica al universo de la modernidad, sino que estableció la posibilidad de problematizar aquello que no aparecía, tan visiblemente, en las perspectivas interaccionistas. Por eso, a partir del pragmatismo filosófico, la crítica posmoderna parece visualizarse en una especie de reutilización de aquellos elementos analíticos que habían sido olvidados por la hegemonía de perspectivas más arraigadas en el determinismo estructural. En el interaccionismo simbólico, en la fenomenología de Schütz, en los estudios sobre cultura y en toda la tradición sociológica que considera lo social propio de aquello que se constituye “en relación” radica, en gran parte, el soporte teórico que la crítica posmoderna establece al referirse a la desestabilización o descomposición de los “grandes relatos explicativos de la realidad” (Lyotard, 1989). Por ello, el interaccionismo simbólico y los estudios sobre cultura y poder se vinculan cuando mantienen su perspectiva analítica inicial sobre las “estructuras del mundo de la vida” (Schütz y Luckmann, 1973). La centralidad de los aspectos culturales de la vida cotidiana, en una especie de política de lo cotidiano, es destacada desde una perspectiva que reconoce su abandono por una disciplina sociológica interesada, únicamente, en los factores económicos, materiales y estructurales. Existía una necesidad, ya entendida desde el interaccionismo simbólico, de dirigir preguntas de representación y sobre el significado de las relaciones sociales, misma que desde la crítica posmoderna y los estudios culturales se admite fundamental como forma de interpretar las prácticas culturales tomadas sin categorías sociales definidas como centrales. Es así que, una vez que se comprende que categorías como clase, raza o género son respuestas a construcciones discursivas y a articulaciones históricamente cambiantes, un observador y analista de las relaciones sociales no puede olvidar el complejo énfasis en la comprensión del poder y la política a partir de considerar como base un mundo o realidad social elaborado textual o discursivamente.
Por eso, no hay mucha novedad al respecto: cuando la importancia de la “lógica situacional” de las acciones y de sus significados, de los fragmentos y de la fluidez, y de la pluralidad de mundos (o “múltiples realidades”), se materializa en los estudios contemporáneos sobre cultura y poder, es posible considerar que se hace claro el hilo conductor que entrelaza preocupaciones análogas entre las perspectivas interaccionistas, los estudios culturales y la crítica posmoderna. Ese es el “giro hermenéutico” que, al interior de las perspectivas interaccionistas permite comprender que el individuo se presenta como un significante que traduce un “orden simbólico” surgido de toda interacción social y, en consecuencia, forma parte de las relaciones de poder.