Introducción
En su reporte anual de 2017, Reporteros sin Fronteras (RSF) documentó que en México se había registrado el asesinato de once periodistas. Con esa cifra, la organización internacional lo colocaba, junto con Siria, una nación que se encuentra en guerra civil desde 2012, como uno de Estados más peligrosos del mundo para ejercer la profesión del periodismo. De acuerdo con el reporte, en México, país “donde imperan los cárteles del narcotráfico, los periodistas que abordan temas como el crimen organizado o la corrupción de los políticos sufren casi de manera sistemática amenazas, agresiones y pueden ser ejecutados a sangre fría” (CPJ, 2015).
A pesar del aumento de las cifras de agresiones a periodistas durante los últimos años, la violencia hacia la prensa no es un fenómeno reciente en México. Históricamente, los representantes de los medios de comunicación han sido víctimas de múltiples atentados como consecuencia del ejercicio de su actividad profesional. Sin embargo, lo que sí es nuevo en la violencia hacia la prensa es el crecimiento acelerado que, en los últimos años, han experimentado las cifras de homicidios y agresiones. Más aún: las amenazas, las lesiones o los atentados directos contra la vida de periodistas o contra las instalaciones del medio de comunicación en el que laboran no sólo han experimentado este salto cuantitativo, sino también un cambio cualitativo. Ahora, los asesinatos y agresiones contra miembros de la prensa se ejecutan con mayor intensidad y crueldad. Los crímenes son más sanguinarios, perpetrados con mayor capacidad de fuego y armamento más sofisticado y, a veces, llevados a cabo con crueldad.
Con el objetivo de contribuir a la comprensión del fenómeno de la violencia hacia la prensa, en este artículo se presentan los resultados de un estudio sobre las muertes de periodistas en México durante el periodo 2006-2011. Dado que diversos trabajos abordan el crecimiento de la tasa de homicidios de informadores en el país, y debido a que la mayor parte de esas investigaciones buscan conocer las causas de este fenómeno, aquí nos centraremos en el análisis de la pregunta: ¿cómo ocurren los asesinatos de comunicadores en los contextos de crimen organizado en México? Es decir, cómo se producen, en términos cualitativos, los atentados a la los miembros de los medios de comunicación.
Para responder la pregunta, el artículo se divide en cuatro apartados. En la primera parte, se muestra cómo el clima general de violencia en México y la crisis de seguridad en que la prensa desempeña sus actividades justifican el estudio de la intimidación hacia los profesionales del periodismo. En el segundo capítulo nos enfrascamos en una discusión con la literatura existente y señalamos los vacíos de información que es necesario cubrir. Enseguida, presentamos los datos utilizados y se lleva a cabo su análisis. Para ello, se procedió a la construcción de una matriz de datos específica para esta investigación. Finalmente, en la última sección se propone un modelo analítico que permite observar y describir la manera en que ocurren las muertes de periodistas. En las conclusiones se incluye una breve discusión sobre las líneas generales de una agenda de investigación en la que sostenemos la hipótesis de que los homicidios de informadores no sólo presentan un aumento cuantitativo en el periodo de estudio, sino que también experimentan un cambio cualitativo, que se caracteriza por una mayor crueldad en la manera en que se ejerce la violencia hacia la prensa. Más aún, los ambientes o contextos en los que ocurren los asesinatos comparten lógicas similares que nos indican la forma en que desde los propios medios de comunicación, desde la sociedad civil y desde las instituciones de gobierno se enfrenta esta situación.
La violencia en México y cómo se ejerce contra la prensa
A pesar de que en México el tráfico de sustancias ilícitas inició desde principios del siglo XX (Astorga, 2005), la violencia que se asocia a este fenómeno social sólo comenzó a ser preocupante a partir de 2006. No es que durante el “siglo de las drogas”, como llama Astorga al siglo XX, no existiese violencia vinculada a las organizaciones criminales de drogas, lo que está ampliamente documentado (Valdés, 2013; Grillo, 2012; Astorga, 2005,), sino que se encontraba focalizada en regiones específicas del país. Además, se trataba de un fenómeno de baja intensidad, que no formaba parte de las preocupaciones de la vida cotidiana de la ciudadanía, ni era tema de los debates políticos.
Sin embargo, los hechos violentos comenzaron a crecer en términos cuantitativos a partir de 2006 como consecuencia del cambio de estrategia en el combate al crimen organizado dedicado al trasiego de drogas (Velasco, 2005; Flores, 2009; Cadena Montenegro, 2010; Ríos, 2010, 2012; Montero, 2012). En específico, a partir de la administración presidencial de Felipe Calderón Hinojosa (Bailey y Taylor, 2009; Guerrero Gutiérrez, 2010, 2011; Ríos y Shirk, 2011; Pereyra, 2012) no sólo se produjo un aumento acelerado de la violencia entre las organizaciones criminales (que se tradujo en enfrentamientos y ejecuciones, principalmente), sino que ésta permeó hacia el interior de los grupos y cárteles, lo que ocasionó la fragmentación de las otrora grandes organizaciones de narcotraficantes (Guerrero Gutiérrez, 2011). Además, como han demostrado diversos estudios (Atuesta, 2017), la utilización de las Fuerzas Armadas mexicanas en el combate a la delincuencia organizada tuvo un efecto contundente en el incremento de los homicidios. Finalmente, con más grupos criminales en las calles que, por un lado, diversificaban sus actividades ilícitas como una forma de competir en el mercado y, por otro, utilizaban de manera más sistemática las armas como medio para resolver las disputas, evidentemente el clima de violencia e inseguridad pronto tomó por asalto la vida cotidiana de las personas (Díaz-Cayeros et al., 2011). Esta grave crisis se expandiría e intensificaría durante el siguiente periodo presidencial, de Enrique Peña Nieto (2006-2012) (Felbab-Brown, 2014).
Es en este contexto de expansión acelerada de los asesinatos y de la violencia del narcotráfico en el que los periodistas han desempeñado su trabajo. Ha sido en este clima -a diferencia de lo que ocurría en la década de los ochenta- que los homicidios de comunicadores y la hostilidad permanente hacia la prensa se ha convertido en acontecer cotidiano.
En este sentido, la experiencia negativa de México en el tema de protección a informadores -que se debe, principalmente, al elevado número de homicidios-, no deja lugar a dudas acerca de la crisis en que está envuelta la profesión. Por ejemplo, para el periodo 2006-2012 la organización Reporteros sin Fronteras (RSF) registró la muerte de 36 periodistas, las cuales ocurrieron como consecuencia del ejercicio de su actividad profesional (Reporteros sin Fronteras, 2015). Por su parte, la asociación independiente de derechos humanos Artículo 19 reportó 54 comunicadores asesinados durante la presidencia de Felipe Calderón Hinojosa (Artículo 19, 2015). Una última cifra la aporta el citado Comité para la Protección de Periodistas (CPJ), que entre 1992 y 2015 documentó 32 trabajadores de la comunicación ultimados, veinte de ellos entre 2006 y 2015.
Más allá de las diferencias en las cifras -que derivan de problemas metodológicos y de definición de términos-, lo cierto es que México es uno de los países en los que más violencia se ejerce contra la práctica periodística. No por casualidad, entre 2010 y 2011 hubo más profesionales asesinados que en ninguna otra nación del mundo, excepto Paquistán (CPJ, 2015).
De ahí la importancia de realizar investigaciones acerca de la violencia contra la prensa en México. El hecho de que un periodista sea agredido cada 26.7 horas, según Artículo 19 (2015), no sólo genera miedo y daño psicológico entre estos trabajadores (Flores, Reyes y Reidl, 2014), sino que también produce un impacto profundo en los medios de comunicación, ya que se autocensuran, renuncian a cubrir la fuente policial y desisten de publicar notas sobre el crimen organizado. Lo anterior genera consecuencias sumamente negativas para el Estado de derecho y para la convivencia democrática: no sólo se atenta contra el derecho de la colectividad a la información, sino que esto se traduce en una sociedad menos informada sobre los problemas públicos.
Finalmente, cabe afirmar que este estudio se circunscribe al periodo 2006-2012, porque a partir de la administración presidencial de Felipe Calderón Hinojosa la violencia criminal se disparó en México como consecuencia de la puesta en operación de una estrategia basada en las fuerzas armadas para combatir a las organizaciones criminales, lo que asimismo implicó una mayor militarización de las tareas de la seguridad pública (Atuesta, 2015). Más aún, fue en este periodo en el que los actos violentos contra la prensa también se incrementaron y, sobre todo, comenzó un ciclo de mayor crueldad en la manera en la que se realizaban las ejecuciones de los representantes de los medios de comunicación.
Discusión de la literatura
Dada la relevancia social y política de la prensa, desde la academia se han investigado las muchas aristas y problemas en torno a este sector y su importante función en las sociedades modernas. Dos son las grandes líneas de investigación que resulta fundamental conocer para el contexto de este trabajo. En primer término, está la literatura que profundiza en los efectos y consecuencias de la violencia en las actividades cotidianas de los medios de comunicación y, en concreto, las dinámicas que se generan cuando sus miembros se encuentran bajo el acoso de actores armados no estatales, como las organizaciones criminales. En esta línea de trabajo, el libro seminal de Moisés Naím (2006) estudia el incremento de la intimidación violenta de los grupos delictivos contra los periodistas y los factores que la producen. De igual forma, encontramos análisis que observan los efectos que la violencia produce en la elaboración de los contenidos noticiosos (Rodelo, 2009 y 2016), cómo impacta en la reestructuración de las prácticas periodísticas y como, eventualmente, genera autocensura (Gutiérrez et al., 2014; Hughes, 2009). Por otro lado, Feinstein (2012) y su equipo han investigado acerca del daño psicológico que produce en los periodistas el hecho de reportar la violencia que trajo consigo la “guerra contra las drogas”. Finalmente, encontramos trabajos que constituyen profundas reflexiones sobre la importancia de la prensa y el ejercicio de libertades y derechos, así como sobre su responsabilidad social en el actual contexto de inseguridad pública (Ramírez, 2008; Solís y Balderas, 2009; Solís y Prieto, 2010; Klahr y López Portillo, 2004).
En esta línea de trabajo destaca el estudio de Holland y Ríos (2015), quienes abordan el tema de los asesinatos de periodistas en el contexto de la guerra contra las drogas. Una de las principales hipótesis de los autores consiste en que, para las organizaciones criminales, los informadores generan pérdidas, dado que son quienes denuncian, ante la opinión pública, las actividades de criminales -mediante las notas y reportajes periodísticos-.Desde el punto de vista de la delincuencia organizada, el trabajo informativo sería interpretado como “denuncias” a sus actividades, y los reporteros aparecerían, a ojos de los criminales, como “soplones” y como “amenazas”. De esta forma, en un espacio social capturado por las organizaciones criminales que, además, se encuentran en medio de un proceso de fragmentación debido a la estrategia de militarización de la seguridad pública, como es el caso mexicano, la labor periodística representaría un costo muy elevado para ellas. De tal suerte, para estos autores no resulta sorpresivo observar que la violencia hacia la prensa (desde agresiones hasta homicidios), ha sido la respuesta de la delincuencia hacia su trabajo informativo. Es decir, si bien agredir o asesinar periodistas representa un costo, este es menor a permitir el libre ejercicio de su actividad.
Ahora bien, esta lógica (aquí la llamaré racionalidad costo-beneficio), que subyace a la violencia hacia el periodismo y explica parte de las ejecuciones, deja algunas interrogantes que es necesario responder y clarificar, para así lograr una explicación más integral del fenómeno. En primer lugar, cabe preguntar por la racionalidad de tal comportamiento, pues eventualmente el asesinato de un periodista sería mucho más costoso para una organización criminal que buscar sobornarlo (por ejemplo), ya que un homicidio encendería las alarmas policiales. Evidentemente, tal comportamiento tendría una racionalidad si, y sólo si, la violencia contra la prensa gozara de una enorme impunidad, como en efecto ocurre en México.1 Esta circunstancia, desde el punto de vista de los grupos delincuenciales, nulifica el peligro de atraer la atención de las fuerzas de seguridad y del sistema de procuración de justicia.
No obstante, las agresiones contra la prensa no sólo obedecen a una racionalidad costo-beneficio. Existe otra literatura que las aborda desde otra lógica explicativa. Son varios los estudios que muestran cómo la ruptura de los acuerdos informales entre las organizaciones criminales y las autoridades políticas y policiales en el nivel municipal ha tenido como consecuencia el asesinato de periodistas. En efecto, varios autores (Valdés, 2013; Serrano, 2007) han argumentado que parte de esta violencia, que se desencadenó como resultado de la guerra contra las drogas, tuvo su origen en la desestructuración de los compromisos que privaban con distintos niveles del Estado mexicano. Es decir, entre funcionarios de gobierno e integrantes de los grupos criminales. En general, apunta esta tesis, en México se pasó de un mercado de drogas ilícito, en gran medida regulado mediante acción u omisión por las autoridades gubernamentales, hacia un mercado en el que los particulares, es decir, los líderes de la delincuencia, ya no necesariamente tejían acuerdos con los representantes del Estado. Peor aún, este ambiente de incertidumbre entraría en una fase crítica a partir del 2000, con la llegada de Vicente Fox a la Presidencia, pues el país se adentraría en un proceso de alternancia de los partidos políticos en los gobiernos municipales y estatales, lo que hizo más inestables los acuerdos y pactos implícitos entre ambas partes. De tal suerte, el espacio criminal y las complicidades entre delincuencia organizada y autoridades políticas y de gobierno comenzaron a construirse en una lógica estratégica, de alianzas contingentes e instrumentales entre los criminales y los gobernantes. Es en este entorno de juegos estratégicos entre el campo criminal y el campo político, que algunos periodistas llegaron a entenderse como recursos propagandísticos, tanto de las organizaciones criminales como de las autoridades del gobierno. Por lo tanto, muchos de los comunicadores y, sobre todo, de las publicaciones de la prensa, fueron utilizados estratégicamente, es decir, como medios al servicio de los intereses y objetivos de uno y otro bandos. Bajo esta lógica, la crueldad -concebida como una táctica de comunicación de la violencia- tendría pleno sentido, ya que la agresión violenta es el mecanismo que permite asegurar los intercambios (pactos y alianzas) entre los organismos delincuenciales y las autoridades para asegurar la impunidad. A esta racionalidad explicativa de la violencia le subyace un razonamiento de tipo estratégico-instrumental.
De esta manera, de acuerdo con las dos principales líneas de investigación existentes sobre la violencia hacia la prensa, en México los periodistas se encontrarían ejerciendo su actividad profesional en un ambiente sumamente riesgoso. Por un lado, en medio de un proceso de fragmentación de las organizaciones criminales, debido a la estrategia de combate frontal en su contra. Por otro, en un contexto de incertidumbre en los reacomodos entre autoridades y criminales debido a las alternancias partidistas en los niveles estatal y municipal. De esta manera, si atendemos a estos elementos estructurales y a las lógicas de violencia que detonan, se asesina a los comunicadores porque: 1) informan sobre las actividades ilegales de los grupos delincuenciales; 2) denuncian los acuerdos inconfesables entre los políticos y policías con los criminales; y 3) los periodistas representan recursos propagandísticos (de comunicación de la violencia) que funcionan o dejan de funcionar en una estrategia de reestructuración de alianzas.
Por ello, al echar mano de estas razones argumentativas es posible construir un modelo teórico que incorpore dos tipos de racionalidad (una de costo-beneficio y otra estratégica e instrumental), que aporten argumentos a la explicación de los asesinatos de periodistas. Ambas racionalidades se despliegan dentro de un campo criminal que se encuentra en un proceso de fragmentación de sus organizaciones y dentro de un campo político inmerso en uno de alternancia partidista. Más todavía, sostenemos que ambas lógicas se traducen, empíricamente, en un tipo de ejecución específico. La racionalidad costo-beneficio desembocaría en una muerte impersonal-funcional. La dimensión estratégico-instrumental propiciaría más bien una muerte personal-funcional. El primer caso significa que el crimen es menos violento. Es decir: en el asesinato no se muestran elementos de crueldad, dado que la víctima sólo representa un costo para el victimario. Aquí estamos frente a una muerte impersonal-funcional. En el segundo, es posible que la víctima haya mantenido vínculos estratégicos con el victimario, o que sea un instrumento de venganza o de comunicación de la violencia, por lo que al homicidio subyace la represalia y, por tanto, muestra signos de crueldad. Aquí estamos frente a una muerte personal-funcional.
Sin embargo, si bien ambos tipos de racionalidad aportan elementos para explicar las lógicas detrás de la aniquilación de un número importante de víctimas, estos factores no permiten entender, de forma satisfactoria, la mayor crueldad y brutalidad con que ocurren las muertes. En efecto, incluso si se hace una observación apresurada pronto salta a la vista la forma tan sanguinaria con que se ejecuta a los informadores en nuestro país. Al revisar con mayor detenimiento las armas con que se les agrede, el calvario que padecen, la forma en que se encuentran sus cuerpos, así como los ultrajes post mortem a los que se les somete, es posible constatar que, más allá del costo o de la utilidad estratégica que para las organizaciones criminales conllevan los asesinatos, también se distingue un ánimo de lastimar, aparentemente más allá de toda capacidad de entendimiento, el cuerpo de la víctima. Todavía más: en muchos casos ese proceso de laceración corporal se acompaña de una intención de marcar (física y simbólicamente) a la víctima, ya sea con un mensaje (narcomensaje), con una particular y distintiva forma de ejecutar la muerte, o con la publicación y difusión de las imágenes del cuerpo, del proceso del asesinato o de alguna supuesta confesión en vídeo, que después se distribuye en las redes sociales. De esta forma, si bien se evidencia una racionalidad detrás de cada homicidio (ya sea en la lógica de costo-beneficio o en la estratégica-instrumental), en algunos casos también es posible percibir las huellas del éxtasis (o ¿enajenamiento?) furibundo del asesino y su gusto por la exaltación de la imagen del acto violento. Es decir, en varios casos existe una razón oculta que va más allá del cálculo utilitario y estratégico, y cuyo significado es necesario buscar no en el campo político, ni en el criminal, sino en el simbólico.
Por lo tanto, resulta indispensable comprender la racionalidad detrás de la crueldad de los asesinatos de periodistas. Una racionalidad que, cabe decir, va más allá de las lógicas de costo-beneficio y estratégica-instrumental. Para ello, proponemos el concepto de ritual de mortificación de los cuerpos. Con la finalidad de comenzar a explicar este último rasgo, presente en varios casos, definimos crueldad como el daño infringido a la víctima más allá de lo necesario para provocarle la muerte (Collins, 1974; 2008). Es decir, se trata de una acción dirigida no sólo a terminar con la vida, sino que busca penetrar y lastimar el espacio subjetivo de la víctima, en su identidad y por lo que representa.
La crueldad se ha abordado desde distintas tradiciones teóricas (Wieviorka, 2001). La explicación sistémica, por ejemplo, encuentra su origen en la anomia que se genera como consecuencia de las tensiones o contradicciones entre las estructuras sociales y las culturales. La aproximación racionalista y economicista advierte en la crueldad un mecanismo instrumental para generar ganancia. Finalmente, el modelo culturalista analiza la violencia desde el punto de vista de la socialización de los individuos en entornos con fuertes idiosincrasias autoritarias y con una arraigada legitimidad social de las prácticas crueles y violentas.
En el contexto que nos interesa -la crueldad con la que muchos periodistas son asesinados- no obedece a un proceso de descomposición social, al menos no en el sentido de detonar un estado de delirio y locura en los perpetradores. Tampoco expresa una estrategia de aniquilamiento que obedezca exclusivamente a un cálculo racional. Y si bien los individuos que cometen tales asesinatos se encuentran imbuidos en una cultura sumamente autoritaria y violenta -la de sus propias organizaciones criminales- esto no es insuficiente para explicar las oleadas de tortura, decapitaciones, carbonizaciones y martirios.
Mi hipótesis es que la crueldad responde a una lógica ritualista de construcción de subjetividad. De esta forma, emerge durante la interacción social entre víctima y victimario. Por supuesto, esto no es un fenómeno que ocurra de forma aislada, sino que surge en un ambiente determinado. La crueldad es parte de procesos ritualistas, es decir, proviene de estructuras que reproducen y sintetizan un campo específico de conflicto en el que se recrea una voluntad de dominio y una cultura particular y en el que resulta fundamental la negación de la subjetividad de la víctima como una forma de reafirmación del poder e identidad del perpetrador. En este sentido, se produce una carga emocional y de significado. La muerte cruel materializa un discurso y legitima una forma de actuar socialmente, la cual es muy valorada entre los victimarios (Collins, 2008; Wieviorka, 2001).
Como se observa, en México la muerte de comunicadores en contextos violentos es un fenómeno complejo que requiere de una explicación compleja, en la que cabe considerar diferentes dimensiones de la realidad: a) la violencia resultante de la fragmentación de las organizaciones criminales; b) los episodios de alternancia política que desestructuraron los acuerdos informales entre autoridades y organizaciones criminales. En esta narrativa, no se puede dejar de lado el uso de la intimidación contra la prensa como, c) la expresión simbólica de formas del ejercicio de la violencia que van más allá del cálculo costo-beneficio y de la lógica estratégico-instrumental.
Para saber cómo ocurren las ejecuciones de los comunicadores en el país planteamos la hipótesis de que, si bien durante el periodo de estudio la forma en que fueron asesinados cambió cualitativamente -más violenta y más cruel-, esto no obedece exclusivamente a motivos de cálculo costo-beneficio o a una racionalidad estratégico-instrumental de los actores estatales y los criminales, como ya se ha advertido, sino que también responde a un ritual de mortificación de los cuerpos, es decir, a procesos de construcción subjetiva de sentido del victimario sobre la víctima.
Datos y análisis
Uno de los obstáculos para el análisis de la violencia en México ha sido la falta de estadísticas confiables sobre los asesinatos vinculados con el crimen organizado, y cuyas cifras han sido objeto de una acre disputa. Esta imprecisión se debe, principalmente, a que no se cuenta con un sistema confiable para recolectar la información correspondiente y porque es difícil definir criterios incontrovertibles al respecto.
En el caso específico de las investigaciones sobre agresiones a periodistas surge un segundo problema, que es de carácter conceptual. La principal dificultad consiste en saber cómo conceptualizar los homicidios intencionales de informadores, cuya causa deriva del ejercicio de la profesión.2 En realidad, sin una investigación ministerial de por medio, que compruebe que se trató de un homicidio motivado por el ejercicio del periodismo y vinculado, además, con el tema de las drogas, no es posible catalogarlo como tal. El inconveniente es que las investigaciones judiciales toman mucho tiempo, por lo que es muy difícil contar con información oportuna.
Frente a este vacío, y con el objetivo de responder a la pregunta sobre cómo ocurren las muertes de los periodistas en contextos de violencia del crimen organizado, hemos recurrido a dos estrategias: por un lado, utilizamos una base de datos publicada por el Programa de Política de Drogas (PPD) del Centro de Investigación y Docencias Económicas (CIDE) (Atuesta, Siordia y Madrazo, 2016). Las descripciones de la base de datos PPD-CIDE informan acerca de las muertes violentas de comunicadores en el periodo de diciembre de 2006 a noviembre de 2011, lo que no necesariamente implica que la ejecución haya tenido como causa su actividad profesional.3 Sin embargo, sí permite corroborar que, en efecto, el individuo se desenvolvía dentro del periodismo y que su deceso ocurrió bajo un tipo de violencia muy similar a la utilizada por el crimen organizado de drogas.
Ahora bien, los datos cualitativos que nos proporciona la base son escasos para hacer descripciones más robustas acerca del tipo de muerte y responder a la pregunta acerca del cómo. Para solucionar lo anterior, se buscó información adicional para cada uno de los casos de periodistas asesinados que aparecen en la base. De esta forma, a cada homicidio se le dio seguimiento en la prensa y se buscó complementar los datos disponibles. Para ello se recolectaron tres registros periodísticos por cada caso, lo que da un total de 174 registros de asesinatos. Las recopilaciones de noticias tienen el valor de proporcionar información mucho más amplia y detallada de las circunstancias que rodearon la ejecución del comunicador. Además, no sólo se acumula información cualitativa en el texto, sino que también en muchas ocasiones se obtiene un registro fotográfico del cuerpo de la víctima o de la escena del crimen.
Con la información reunida se construyó una matriz de datos con las siguientes variables: 1) nombre del periodista; 2) edad y género; 3) medio de comunicación en que laboraba; 4) lugar de desaparición; 5) fecha de desaparición; 6) forma de desaparición; 7) las circunstancias en que el hecho se reportó ante las autoridades; 8) fecha probable del asesinato; 9) modo de muerte; 10) lugar de hallazgo del cuerpo; 11) estado en que se encontraba el cuerpo en el lugar de los hechos (posición); 12) relación de la víctima con las personas que identificaron el cadáver; 13) la forma en que la sociedad civil intervino en el caso (denuncia, seguimiento, etc.); 14) posicionamiento público de la prensa ante el homicidio; 15) número de indagatoria; 16) estado en que se encuentra la investigación; 17) probables responsables; y finalmente, 18) tres casillas en las que se proporcionan los vínculos con las direcciones electrónicas de los sitios en que se publicó la nota.
Por otro lado, si bien se recopiló o se buscó la información de todos los acontecimientos que se incluyen en la Base PPD-CIDE, como estrategia de análisis el estudio se circunscribió a tres casos particulares: Chihuahua (doce), Coahuila (ocho) y Sinaloa (siete), dado que son los estados que presentan más homicidios de periodistas. Además, se elaboró un catálogo de las organizaciones criminales que operaban en esos estados durante los años de los asesinatos, de tal suerte que pudiésemos poner en contexto al hecho criminal. Lo anterior fue necesario ya que conocer la lógica de la delincuencia organizada es fundamental para entender el fenómeno de la violencia hacia la prensa.
A continuación presentamos los resultados del análisis de la matriz de datos construida ex profeso. Mostramos los distintos elementos que son comunes en las muertes de los periodistas, así como el contexto criminal en que aparecen.
Resultados
La edad de las víctimas registradas en la matriz de datos se encuentra en el rango de treinta a cuarenta años, lo cual no debe sorprender ya que se trata de una edad idónea para el ejercicio del periodismo de alto riesgo, como lo es cubrir la fuente policial y de nota roja. Esto es así porque la mayor parte del día las y los periodistas deben desplazarse de las oficinas de prensa hacia los lugares en que se ha reportado el hecho. Más aún, una gran parte de los homicidios ocurre en municipios y no necesariamente en la capital, lo que nos hace suponer que los traslados interestatales son desgastantes, sin mencionar las condiciones climáticas, entre otros factores.
Por otro lado, resulta interesante observar que no se puede hablar, desde el punto de vista de los criminales, de un sesgo de género en los asesinatos. Es decir, los crímenes de periodistas golpean a hombres y mujeres por igual y no existe ningún elemento para aventurar que el género femenino está exento de sufrir el martirio de su cuerpo. En todo caso, el sesgo de género lo encontramos en la prensa, que en su mayoría recluta a hombres para cubrir la fuente policial. Esto se debe, sin duda, a dos factores: primero, se sabe que una gran proporción de los acontecimientos de violencia que registra la fuente ocurre en fines de semana o en la madrugada; segundo, es común que el reportero se enfrente al hecho de la muerte, tenga que entrevistar testigos o filtrar información de criminales hacia policías. De ahí que, desde el punto de vista de la cultura laboral de las empresas de medios de comunicación, se cree que es más funcional un reportero del sexo masculino para desempeñar el trabajo.
Por otro lado, los periodistas trabajan, en casi todos los casos, en medios de comunicación locales, ya sea en periódicos, revistas o semanarios, televisoras o cadenas de radio. Se dan también los casos en que los individuos ejecutados laboran en alguna dependencia de gobierno en el área de comunicación social. Es interesante observar que son pocos los que se desempeñan en filiales de medios de comunicación nacionales. Las empresas locales tienen una importancia política enorme en los niveles regional y municipal. Sin embargo, también carecen de cobertura periodística a nivel nacional cuando sufren los embates del crimen organizado. Son pocos los casos de informadores locales que tengan un fuerte impacto en las redes sociales o en la prensa nacional. Y cuando esto sucede se debe, casi siempre, a que el comunicador había logrado atraer la atención nacional dada la relevancia de su desempeño profesional, o bien porque laboraba en la sección regional de algún medio de comunicación nacional, como sucede con los grandes consorcios televisivos; de diarios impresos, como Milenio o La Jornada, o revistas como Proceso.
Ahora bien, no todos los casos corresponden a reporteros en activo. A través del análisis de los datos encontramos también asesinatos de directivos, desde las jerarquías más altas, como un director o altos ejecutivos de los departamentos administrativos, contables o de publicidad, hasta personal que se encuentra en el último eslabón de la cadena informativa: los voceadores.4 Otra de las fases del proceso de criminalización de los periodistas se da en la construcción de las hipótesis sobre los asesinatos, que corren a cargo de las autoridades y también de los medios de comunicación, y que buscan dar sentido a la muerte de los distintos personajes ejecutados. Es decir, a un directivo se le puede acusar de romper pactos con los delincuentes; a un reportero de trabajar directamente para los criminales e incluso de fungir a veces como soplón, mientras que a un voceador se le suele vincular con la actividad de vendedor de drogas.
Los datos incluidos en la matriz permiten apreciar que la actividad violenta contra la prensa en México no inició con la misma furia enajenante que adquirió con el paso del tiempo. Por ejemplo, en Chihuahua los asesinatos de periodistas comienzan con un carácter impersonal y funcional. Se trata de ejecuciones funcionales porque tienen como fin eliminar elementos que producen costos a las organizaciones criminales y porque en las descripciones sobre el cuerpo de la víctima no se percibe un ánimo de lastimar o de infligir dolor más allá de lo estrictamente necesario para privarla de la vida. En uno de los casos, incluso, a pesar de que el sujeto fue golpeado, cubrieron su cuerpo con una sábana y lo lanzaron hasta el fondo de un barranco, con la intención de ocultar el crimen a la opinión pública. Es decir, tampoco se evidencia un ánimo de utilizar el cuerpo dentro de una estrategia de comunicación de la violencia.
Otra característica importante durante estos primeros sucesos es que eran recurrentes las denuncias de que la víctima murió a manos del crimen organizado y por motivos vinculados con el ejercicio de su profesión. Las notas periodísticas aluden a la labor de los informadores, a su actividad profesional y al riesgo que implica cubrir la fuente policial o desvelar las actividades de las organizaciones de trasiego de drogas. Curiosamente, en muchos de los casos son los familiares quienes se mencionan como las personas que identifican el cadáver o quienes llaman la atención acerca de la relación entre el crimen y las actividades periodísticas del difunto. Sin embargo, con el paso de los años disminuyen los registros del rol de las familias en la denuncia de los hechos o en la presentación de pruebas, quizás por miedo a represalias.
A partir de 2009-2010 comienzan a notarse los rasgos de una violencia cualitativamente distinta. En Chihuahua, por ejemplo, las descripciones sobre los casos de asesinatos de periodistas nos muestran que los asesinos no dudan en evidenciar su furia sobre el cuerpo de la víctima, al tiempo que se despojan del pudor de exponer al público sus asesinatos. Comienzan las ejecuciones de periodistas por acribillamiento (en una escena del crimen, por ejemplo, se encontraron cuarenta casquillos percutidos de ak-47) y los homicidios suceden a plena luz del día, incluso dentro o frente a las oficinas del medio: “Las ráfagas se escucharon en más de dos ocasiones y el sujeto quedó sin vida en el asiento, no pudo hacer nada ante la violencia con que lo atacaron”, narra uno de los testigos (LibexMéxico, 2010).
En Coahuila la situación es un poco distinta, ya que a partir de 2010 la violencia se muestra de una manera mucho más pública. En efecto, en los asesinatos de periodistas de la entidad destaca cierta tendencia hacia las balaceras o ejecuciones multitudinarias. Los ataques se registran en espacios públicos como bares y conllevan múltiples ráfagas sobre los cuerpos y cabezas de las víctimas. Sin embargo, en 2010 se registra un salto cualitativo y un cambio en los actores involucrados. Surgen los casos de ejecuciones por represalia; en concreto, se asesina a quienes han ultimado a miembros de la prensa. Evidentemente, en estos casos ocurre una mayor crueldad, pues el homicidio implica traición, tal como consta en los “narcomensajes” que se exhiben junto a los cuerpos. Además, se ritualiza la muerte misma, al colocarse animales muertos como gatos y perros encima de los cadáveres semidesnudos y con huellas de tortura de las víctimas. El mensaje afirma que los occisos lanzaron granadas a un periódico local. Finalmente, el caso de Coahuila se cierra con un cuerpo acribillado y un mensaje que reafirma la vocación pública de las ejecuciones en la región: “Esto les va a pasar a los que no entiendan que el mensaje es para todos” (Sociedad Interamericana de Prensa, 2012). Este último asesinato, al parecer, sí fue motivado por el ejercicio de la profesión de la víctima; así lo confirman, al menos, el diario El Zócalo y la Comisión Nacional de Derechos Humanos (Sociedad Interamericana de Prensa, 2012).
Finalmente, sobresale la situación en Sinaloa, pues es la que presenta un carácter más contundente, por su violencia y crueldad, sin dar cabida a los errores de interpretación. Esto, empero, no sólo es consecuencia de la guerra contra las drogas del Calderonato, sino de una tendencia de larga data, pues desde tiempo atrás el estado se encontraba en una guerra entre bandas criminales debido a la desestructuración interna y a los conflictos territoriales con otros cárteles. Lo anterior se evidencia en los casos de periodistas asesinados en la entidad, que son sometidos no nada más a un tipo de muerte funcional personal, sino que también, a través de ellos, se expresa una vocación de crueldad, de infligir dolor, de ensañarse con los cuerpos: acribillados, torturados, decapitados. Además, la intención pública de la violencia es clara: las amenazas de los criminales son directas, ya que ocurren frente a las instalaciones de los diarios. En otras palabras, no sólo existe esa manifiesta comunicación de la violencia, sino que también se presentan procesos de brutalidad y crueldad que van más allá de lo necesario para causar la muerte.
Conclusiones
En este trabajo se presenta un análisis sobre las formas de morir de los periodistas en México durante el periodo de diciembre de 2006 a noviembre de 2011. Para ello, a partir de la construcción de una matriz de datos con descripciones sobre los asesinatos de comunicadores hemos procurado observar las variaciones en la manera en que ocurren sus muertes. Los resultados permiten identificar un cambio, durante ese periodo, en la forma en que fueron ultimados los comunicadores, lo que apunta hacia conjeturar una evolución en las modalidades de la violencia hacia la prensa. En efecto, los datos permiten aventurar la hipótesis de que a partir de 2006, es decir, del inicio de la estrategia militar para enfrentar a las organizaciones criminales vinculadas con los mercados de sustancias ilícitas, la violencia en México no sólo cambió en términos cuantitativos (por ejemplo, con un aumento en la tasa de homicidios) sino también cualitativos, puesto que ahora se lleva a cabo con mayor crueldad: ya no basta con el uso de armas de fuego para ultimar a las víctimas sino que, de pronto, los victimarios comenzaron a utilizar distintos dispositivos y técnicas para martirizar sus cuerpos.
Como lo hemos mostrado en la revisión de la literatura, cuando se estudia el fenómeno de la violencia hacia la prensa en general, pero sobre todo cuando se explica el aumento de los homicidios de periodistas en México en lo particular, fundamentalmente los estudios especializados existentes remiten a dos tesis que a continuación explico y que sintetizo en el cuadro analítico que se encuentra al final de esta sección.
La primera tesis expone que el aumento de asesinatos de comunicadores se debe al proceso de fragmentación de las organizaciones delincuenciales dentro del campo criminal. Este proceso de fragmentación es, de acuerdo con esta literatura, consecuencia de las campañas militares emprendidas por el gobierno federal desde 2006. Con base en esta tesis, diversos estudios muestran que los enfrentamientos entre las fuerzas armadas y las otrora grandes organizaciones criminales de drogas derivaron en el resquebrajamiento de esos llamados cárteles y en el surgimiento de múltiples grupos delincuenciales. Como consecuencia de lo anterior, la guerra que estalló entre estos grupos alcanzó no sólo a la ciudadanía y a sectores sociales importantes, como los sacerdotes, sino también, y sobre todo, a la prensa. Esta tesis la sistematizo en sus distintos componentes en la tabla analítica del final. Sin embargo, esta propuesta, que he llamado la tesis de la fragmentación (1a), si bien interesante de suyo, es operativa si y sólo si se fundamenta teóricamente en un modelo de acción construido a partir de una racionalidad costo/beneficio (1b). Es decir, bajo las reglas de esta tesis las ejecuciones de informadores se deben a que cierto tipo de actores sociales, las organizaciones criminales (1c), deciden cometer el homicidio de periodistas dado que estos denuncian su actividades (1d) y, por lo tanto, se convierten en un alto costo (1e) que es necesario evitar. La evidencia muestra que, durante los primeros años de la guerra contra las drogas, y como consecuencia del inicio de la fragmentación del campo criminal, los homicidios de periodistas se perpetraban “a la vieja usanza”, es decir, como ejecuciones, pero sin rasgos de brutalidad, sin ensañarse con los cuerpos de las víctimas, sin exponerlos a la luz pública, sin propaganda y con el único objetivo de evitar sus denuncias. Al tipo de muerte que bajo estas circunstancias enfrentaron los profesionales de la comunicación durante los primeros años de violencia hacia la prensa la he llamado muerte impersonal-funcional (1f).
La segunda tesis es complementaria de la primera. En términos generales argumenta que, de forma paralela al proceso de fragmentación del campo criminal, un segundo mecanismo incidió en el aumento de las muertes de periodistas: la desestructuración de los acuerdos informales entre políticos, funcionarios de gobierno y miembros de los grupos delincuenciales. Como sabemos, desde principios del 2000, y en concreto, desde el comienzo de la alternancia partidista con el arribo de la oposición (Partido Acción Nacional) al gobierno de la República, se consolidó un proceso de descentralización burocrático-administrativa entre las agencias de gobierno encargadas de la seguridad en sus diversas acepciones (pública y nacional). De tal suerte, las otrora grandes agencias policiales y de espionaje comenzaron a ganar autonomía frente al poder central-presidencial. El proceso no sólo derivó en problemas de coordinación de la seguridad pública y de control de la delincuencia, sino también, en algunos casos de cooptación de las instituciones de gobierno por parte de las organizaciones criminales. No sólo eso: la alternancia partidista en el gobierno federal, así como los cambios de gobierno y partido gobernante en las distintas entidades federativas y municipios, aumentaron la descoordinación en la estrategia de contención de la violencia a nivel de la Federación y colocaron en situación de fragilidad a los gobiernos estatales y municipales. Peor aún, de acuerdo con la literatura que sostiene esta tesis, las rotaciones en las élites de gobierno a nivel municipal y estatal trajeron consigo la desestructuración de acuerdos o pactos tácitos entre las autoridades y la delincuencia organizada. De tal suerte, este proceso de descoordinación y desestructuración del campo político, aunado a las campañas militares emprendidas por el gobierno federal, derivaron en un escenario hobbesiano de violencia generalizada y enfrentamientos entre el Estado mexicano en sus diferentes niveles (funcionarios y políticos de distintos partidos) y los grupos delincuenciales. Sin embargo, esta tesis, que he llamado la tesis de desestructuración por alternancia (2a), si bien interesante de suyo, es operativa si y sólo si se fundamenta teóricamente en una modelo de acción construido sobre una racionalidad estratégico-instrumental (2b). Es decir, bajo las reglas de esta tesis, los asesinatos de periodistas se deben a que cierto tipo de actores sociales, las organizaciones criminales, pero también los políticos y funcionarios de gobierno (2c), deciden cometer el homicidio de periodistas, dado que éstos no sólo denuncian actividades de la organización criminal, sino también acciones ilegales de servidores públicos gubernamentales (2d). Más aún, dada la histórica relación entre periodistas, políticos y funcionarios, el proceso de desestructuración de pactos colocó a los primeros en una situación de enorme vulnerabilidad y, paradójicamente, como un activo de valía, como un recurso (2e) para campañas de venganza entre delincuentes, políticos y funcionarios coludidos. De tal suerte, de acuerdo con esta tesis, este componente de represalia eleva la posibilidad de que la muerte del periodista contenga mayores elementos de crueldad. En efecto, la evidencia muestra que conforme la guerra contra las drogas avanzaba y las conexiones entre el campo criminal y el campo político -sobre todo a nivel municipal- se tensaban y entraban en conflicto, las muertes de periodistas acaecían y presentaban elementos de mayor brutalidad. Es decir, comenzaron las ejecuciones con rasgos de mayor violencia, con ensañamiento sobre los cuerpos, muchas veces expuestos a la luz pública, y haciéndose propaganda del asesinato con el objetivo de enviar mensajes claros y contundentes hacia ciertos grupos. Al tipo de muerte que bajo estas circunstancias enfrentaron los periodistas durante los primeros años de violencia hacia la prensa la he nombrado muerte personal-funcional (2f).
Sin embargo, ni la tesis de la fragmentación ni la de la alternancia son suficientes para explicar un importante número de muertes en que los comunicadores son ultimados con brutalidad y crueldad. La evidencia muestra que conforme la guerra contra las drogas se ampliaba y profundizaba entre 2006 y 2011; los enfrentamientos entre organizaciones criminales y fuerzas armadas y federales se intensificaban, y la violencia se generalizaba, la brutalidad y la crueldad se ahondaban. Si bien una tesis sumamente sólida mantiene que la mayor brutalidad y crueldad que se muestran en México es parte de las estrategias de comunicación del miedo de las organizaciones delincuenciales, lo cierto es que mucha de esa violencia, con su brutalidad y crueldad, no se puede explicar únicamente a partir de racionalidades de costo/beneficio y medios/fines. La evidencia indica que conforme ocurrían casos de violencia extrema y de sevicia sobre los cuerpos, los dos tipos de racionalidad se muestran insuficientes para explicar la muerte. Más aún, elementos adicionales en el escenario del crimen o en la escena en que se encontraba el cuerpo de la víctima apuntarían a considerar procesos ritualistas y elementos simbólicos y subjetivos para comprender mejor la racionalidad subyacente a este tipo de muertes. En efecto, ni la racionalidad costo-beneficio ni la racionalidad medios-fines son suficientes para explicar la crueldad en el asesinato de periodistas.
Para ello es necesario mirar al campo simbólico, es decir, a ese espacio de valores, normas y símbolos en que los individuos se socializan y culturalmente construyen distinciones para observar el mundo y para edificarse identitariamente. La crueldad (si bien tiene beneficios para las organizaciones y los individuos) es principalmente un insumo interno, parte de un proceso subjetivo de construcción de sentido e identidad. En contextos de violencia crónica y generalizada, los perpetradores deben construir su propia posición en el mundo (espacio-identidad-tiempo) a partir de los imaginarios y distinciones que encuentran a la mano. De tal suerte, se posicionan en un amplio espectro con base en las distinciones dicotómicas disponibles en su entorno sociocultural: hombre/mujer; joven/viejo; heterosexual/homosexual; rico/pobre; creyente/no creyente, etc. De ahí que para el victimario, la víctima contenga una carga semántica que va más allá del significado de enemigo: no sólo es su enemigo criminal, sino también, el otro: mujer, homosexual, rico, etcétera. De ahí que esta brutalidad y crueldad que emergen en el mundo criminal se entreveran con otro tipo de violencias, culturalmente enquistadas, como la violencia homofóbica, la violencia de género, la de clase o la étnica. No es casual observar que conforme la crueldad aparecía en la forma de morir de los periodistas, también lo hacían símbolos que mostraban ese otro trasfondo de la brutalidad: mensajes en que se señalaba la presunta condición de homosexualidad de la víctima; que aludían a su adscripción de género; en los que se la acusa no sólo de ser integrante de una organización delictiva, sino de pertenecer a un sector social (periodista), a una clase social (rico) o a una región del país (“los de Tepequi”). Por lo tanto, es posible conjeturar que los mecanismos que detonan este tipo de muerte se encuentran en el campo simbólico. A esta hipótesis la llamo la tesis de la construcción ritualista de la crueldad (3a). Esta tesis es operativa si y sólo si se fundamenta mediante una racionalidad normativa (3b). Es decir, en la que el victimario no hace cálculos costo-beneficio, ni estrategias medios-fines, sino que, en su acción, pondera lo bueno y lo malo, e incluso lo correcto o lo incorrecto de su actuación. De tal suerte que, bajo las reglas de esta tesis, los asesinatos de periodistas se deben a que cierto tipo de actores sociales, los sicarios, al cometer estos homicidios no sólo lo hacen porque denuncian actividades de la organización criminal, o acciones ilegales de políticos y funcionarios de gobierno, sino porque en su acto está implícito un proceso subjetivo de construcción de sentido (3d) e identidad del yo frente a lo otro (3c), por lo que el periodista contiene un valor simbólico (3e). De esta manera, dicho componente de construcción de subjetividad eleva la posibilidad de que la muerte del comunicador contenga mayores elementos de brutalidad y crueldad, pues no sólo se evita un costo, no nada más se ejecuta a un enemigo que traicionó, sino que también se elimina a lo otro: a la mujer, al homosexual, al rico. La evidencia muestra que conforme la guerra contra las drogas avanzaba y las conexiones entre el campo criminal y el campo político, sobre todo a nivel municipal, se tensaban y entraban en conflicto, las muertes de periodistas acaecían y presentaban elementos de mayor brutalidad y crueldad. Es decir, ejecuciones con rasgos de mayor violencia, con ensañamiento sobre los cuerpos, muchas veces expuestos a la luz pública, haciéndose propaganda del asesinato con el objetivo de enviar mensajes claros y contundentes hacia ciertos grupos. Al tipo de muerte que bajo estas circunstancias enfrentaron los periodistas durante los primeros años de violencia hacia la prensa la he nombrado muerte ritual (3f).
Hipótesis (a) | Tipo de racionalidad (b) | Actores (c) | Motivos (d) | Valor del periodista (e) | Tipo de muerte (f) | |
(1) Campo criminal |
•Fragmentación • Competencia • Violencia • Muerte |
Costo-beneficio | Organizaciones criminales | Denuncia actividades de la organización criminal | Costo | • Impersonal-funcional |
(2) Campo político | Alternancia • Desestructuración de acuerdos informales entre políticos y criminales • Violencia • Muerte |
Estratégico-instrumental | Políticos, funcionarios y organizaciones criminales | Denuncian actividades de la organización criminal y corrupción y abuso de poder | Recurso | • Impersonal-funcional |
(3) Campo simbólico | Construcción ritualista de la crueldad | Normativa | El yo frente al otro | Construcción de sentido | Simbólico | Ritual |
Fuente: Elaboración propia.