Introducción
Tanto la Orden Cisterciense de la Estricta Observancia (cistercienses o trapenses) como la Orden de Frailes Menores (franciscanos) pertenecen a la vida consagrada católica y nacieron en la Europa medieval bajo el impulso de Bernardo de Claraval y Francisco de Asís, respectivamente. Esta particular forma de consagración se gestó en los desiertos de Egipto en el siglo III como un movimiento de renovación al interior del cristianismo, promoviendo mayor vigilancia de los preceptos cristianos en respuesta al cambio sociopolítico de los creyentes dentro del Imperio Romano (Stark, 2009; Nieto Ibáñez, 2019). Este “monacato primitivo”, llamado así por la literatura sobre religiosos (Castillo, 2004; Roca, 2017), es la base de lo que después se convirtió en la vida consagrada católica: una facción especial de la institución que se distingue del resto de los cristianos por la profesión de tres votos o promesas: pobreza, castidad y obediencia. Actualmente, esta forma de vida se encuentra en todos los continentes y su difusión mundial comenzó con los programas expansionistas coloniales e imperiales europeos de los siglos XVI al XIX (Corsi, 2008). Este hecho ha ocasionado una diversificación de la vida conventual en sus expresiones sociales, políticas y culturales; no sólo por la eventual “adaptación” a los ámbitos locales en donde han arraigado, sino por la actual dinámica global de secularización que ha exigido a los religiosos cambios y adecuaciones en su organización institucional y práctica de la doctrina. Sin embargo, y a pesar de la notable disminución en cuanto al número de consagrados en el mundo, la vida religiosa en Europa y América Latina ha sobrevivido al fin de la “era de la fe” (Taylor, 2014: 153).
Ahora bien, las investigaciones recientes sobre este modo de vida en el continente europeo y Latinoamérica difieren en cuanto a sus preocupaciones y formas de abordarlo. Por ejemplo, en cuanto a los religiosos asentados en Europa y Estados Unidos, los estudiosos han demostrado el desdoblamiento de esta manera de vivir en dos aspectos importantes. En primer lugar, señalan la reinterpretación de los puntos centrales de la consagración religiosa como la meditación personal en términos “humanísticos” sin exclusividad católica o cristiana (Dorobantu, 2018); el estilo ascético entendido ya no como una serie de prácticas para “controlar” el cuerpo, sino como un modo alternativo “intelectual y corporal” de “realización personal” (Jonveaux, 2011; 2012); la oferta de hospitalidad con tintes turísticos en monasterios y conventos (Jewdokimow, 2018); y el comercio de productos orgánicos y artesanales (Jonveaux, 2014). En segundo lugar, también han apuntado el papel renovado que comienza a jugar este actor en el mercado religioso mediante el uso de elementos ajenos a su tradición para proyectar las reinvenciones arriba mencionadas, como la creación de sitios web (Jewdokimow, 2014; Jonveaux, 2019). Y por otro lado, los trabajos en América Latina han concentrado sus esfuerzos para explicar el papel de los consagrados como agentes en los procesos políticos -entre otras, las investigaciones de Gabriela Robledo (2016), María Luisa Crispín (2010) , Malik Tahar (2007)) y Michael Löwy (1999)-, que si bien tienen a la vida consagrada como parte importante de sus análisis, sólo se encuentra en función de su proyección histórica en las organizaciones sociopolíticas, pero no abordan las condiciones internas de los institutos que permitan explicar el porqué de estas posturas políticas y las modificaciones ideológicas y subjetivas de los religiosos con respecto a otros momentos históricos. Con esto en mente, nos interesa explorar cómo construir un abordaje sociológico de la vida conventual y qué tipo de cambios han estado sucediendo en este género de vida a partir de las condiciones generales de la sociedad contemporánea.
Por supuesto, este no es el lugar para reconstruir la larga y compleja historia de la vida religiosa, ya que para nuestros propósitos basta con señalar que, a pesar de la actual pluralidad en su ser y quehacer, todas las órdenes y congregaciones católicas comparten aspectos transversales que le dan sentido a su consagración y estructuran tanto sus formas de organización como el modo en el que se vinculan con el resto de la sociedad. En este aspecto conviene recordar los señalamientos weberianos sobre el “monacato”, en tanto un tipo particular de “actitud religiosa” que se puede observar en diversas expresiones cristianas, más que una orden religiosa propiamente dicha (Weber, 2011; Jewdokimow, 2018). Justamente, esta base sociológica es lo que permite plantear un ejercicio reflexivo de dos órdenes religiosas masculinas que, en principio, parecen tener muy poco en común, más allá de la evidente unidad teológica. Por un lado, los cistercienses pertenecen a una orden monástica de tipo contemplativo con un estilo de vida que privilegia el alejamiento de la sociedad, para habitar de manera conjunta dentro de sus claustros. El trabajo manual, la meditación personal y comunitaria, y una vida inclinada al ascetismo son aspectos importantes que los caracterizan (Sundberg, 2019). Por tal razón, tienen pocas experiencias históricas en cuanto a la predicación del cristianismo en culturas no occidentales y el compromiso pastoral se define según el grado de acercamiento que tenga el mundo exterior hacia ellos, y no al revés.1 Por otro lado, los franciscanos asentados en México son resultado del proceso de la colonización en América iniciado en los siglos XVI-XVII e impulsado por la monarquía española (Morales, 1993). Debido a las características misioneras de sus frailes, esta orden es, junto con las demás órdenes mendicantes (dominicos, agustinos, carmelitas descalzos, jesuitas), parte de lo que se ha denominado “vida activa”; es decir, mayormente ocupadas para la evangelización y atención de los fieles.
Esta distinción obliga a favorecer la observación conventual, en tanto registro común de organización institucional (aunque con grados diversos de clausura y misión para cada caso), y así explorar las posibilidades metodológicas que ofrece el comparar estas dos formas de vida religiosa. Las dos inserciones etnográficas fueron realizadas con tiempos e intensidades diferentes, aunque con motivaciones analíticas semejantes: partir de la descripción detallada de la vida cotidiana conventual para realizar un análisis de las condiciones generales de la vida religiosa contemporánea. Al monasterio trapense de Santa María de Huerta (Soria, España), llegamos en mayo de 2017 con la aprobación del abad para residir en la hospedería monástica (un espacio en el que se puede permanecer varios días siguiendo la jornada monástica). Dicha incorporación contó además con la oportunidad de compartir momentos más allá de los espacios comunes de oración entre monjes y personas residiendo en la hospedería: durante quince días pude acceder a la vida comunitaria conventual mediante el trabajo manual en la fábrica de mermeladas, posibilitando el diálogo tanto con los monjes como con los hospedados en el monasterio. En cuanto al convento franciscano de Nuestra Señora de los Ángeles (Chiapas, México); éste corresponde a la provincia de San Felipe de Jesús y en él se lleva a cabo la etapa de noviciado.2 Es decir, a los frailes que habitan ahí, que si bien todavía no han emitido votos como religiosos, corresponde el momento formativo con mayor cercanía a un régimen monástico de enclaustramiento. Nuestra inserción etnográfica en este convento sucedió en diversas etapas entre los años 2015 y 2016, con tiempos distintos de permanencia, de un fin de semana a un mes completo.
Hacia una sociología de la vida conventual
Salvo los apuntes clásicos del ascetismo monástico e intramundano hechos por Max Weber y Ernt Troeltsche, y por la preocupación sostenida de los historiadores sobre este tipo de consagración católica;3 la sociología de la vida religiosa ha sido poco atendida.4 Las consideraciones clásicas de una secularización unilineal y progresiva que ponía a las religiones y sus instituciones en el cesto de los desechos históricos, no hicieron más que suscitar el desinterés de la teoría social sobre las creencias. Aunque si bien esta forma de concebir el lugar de la religión en las sociedades modernas ha sido ampliamente cuestionada (Casanova, 2000, 2012), correspondida con una renovada y siempre creciente preocupación sociológica por estudiar lo religioso (Hervieu-Léger, 2005; De la Torre, 2014), llama la atención el poco interés que se le sigue prestando a la vida consagrada. No obstante, en las últimas décadas se han sumado trabajos que abonan insumos para construir la vida religiosa o monástica contemporánea en un objeto legítimo de indagación sociológica (Jonveaux, Pace y Palmisano, 2014; Langewiesche, 2015; Jewdokimow, 2015; 2018).
Ahora bien, y como condición básica de un tratamiento sociológico de los religiosos consagrados es necesario apuntar dos cosas. En primer lugar, no nos interesa desentrañar el misterio de la fe, ni el nudo subjetivo de la conciencia de aquellos sujetos que optaron por este género de vida, sino comprender las prácticas y las relaciones sociales que se entablan a propósito de la religión (Turner, 2005; Cipriani, 2011). Como segundo aspecto, tampoco nos esforzaremos en atender las particularidades teológicas que caracterizan a las dos órdenes religiosas aquí analizadas, más bien pretendemos apuntar la condición sociológica que actualmente subyace a esta singular “actitud religiosa”, llamada vida conventual. De este modo, una sociología de su cotidianidad advierte que ninguna orden religiosa, claustro o forma de vida consagrada está exenta de la sociedad. Pese a los esfuerzos por separarse física y simbólicamente, el “mundo” siempre franquea los muros de los claustros. No obstante, y siguiendo a Marcin Jewdokimow (2018), resulta necesario complementar la problematización clásica de los claustros que privilegia la búsqueda del orden, la norma y el encierro, aspectos comúnmente resaltados por diversos autores que trabajan no sólo la vida religiosa en particular (Lester, 2003; Ludueña, 2008; Falcó, 2017; Khonineva, 2019), sino también aquellos que han usado la metáfora de la clausura para estudiar los mecanismos modernos de control, gobierno y “corrección” social (Goffman, 1972; Foucault, 2010; Manchado, 2015). Y a la par de estos nudos analíticos sobre la vida dentro del claustro, resulta importante incorporar una perspectiva relacional entre el interior y el exterior del convento. Así, se estaría perfilando un tránsito de una sociología de las órdenes religiosas a una sociología de la vida religiosa-conventual:
Without rejecting any of the above perspectives, I propose a certain shift in studies of religious life, which would consist in expanding the field of this research by breaking away from order-centrism -which treats the religious order as the unit of analysis, and sees the evaluation of its condition as the main goal- in favour of analyses focusing on the relations in which these institutions function, at the same time expanding the field of research from religious life to various forms of consecrated life, i.e. moving from order-centric sociology to a sociology of religious life. A relational approach shall not replace but supplement the previous approaches (Jewdokimow, 2018: 185; resaltado nuestro).5
Este viraje analítico no es menor si se toma en cuenta la ruta trazada por la sociología de la religión contemporánea que avanza de un estudio centrado en las Iglesias a un abordaje que privilegia a los creyentes (Suárez, 2015). Sin embargo, aún consideramos importante hacer de la institución religiosa y sus formas “tradicionales” un objeto sociológico. Según Joaquín Algranti, Mariela Mosqueira y Damián Setton (2018) en América Latina se ha instalado un nuevo “consenso ortodoxo” en los estudios de religión. Este “acuerdo” se inspira en los diagnósticos que apuntan la disolución de la vida e instituciones modernas, y plantea como tesis central el colapso “natural” de la institución religiosa y la consecuente desregulación de la espiritualidad. Para estos autores, son puntos fundamentales como hipótesis de trabajos, pero corren el riesgo de convertirse en un encuadre del cual se saquen conclusiones apresuradas. En este sentido, y como sostiene Jewdokimow (2018), las posibilidades de investigación sobre la vida conventual se complementan con el modelo sociológico clásico de encierro, al no preguntarse únicamente por cuestiones de orden y disciplina, sino también por las reinvenciones de los estilos de vida religiosos y por las múltiples relaciones que mantienen los consagrados con el resto de la Iglesia católica y con la sociedad en general: “In the relational approach it is no longer the religious order or the monastery that acts as the unit of analysis but its relations with the social environment” (Jewdokimow, 2018: 186).6
Con todo, el problema sociológico “congnitivo”, como le llama Jewdokimow, sigue estando en el monasterio o convento, pero no es visto más como una comunidad alejada del mundo y cerrada en sí misma, sino más bien como un espacio atravesado por lógicas relacionales. Permitiendo entonces estudiar tanto el mundo interior del claustro en sus prácticas y creencias, como el significado social de éstos en la historia y política local de donde se encuentran, resaltando los modos en que los no religiosos se acercan a ellos: “Therefore, it needs to be asked not only what orders and monasteries do for social actors […] but also what social actors do with orders, monasteries or other forms of consecrated life” (Jewdokimow, 2018: 186).7 En términos metodológicos, estas consideraciones teóricas se expresan en diseños cruzados de investigación, por decirlo de algún modo. Es decir, tanto los espacios como los sujetos de análisis tienen que reflejar o pertenecer al interior y exterior del convento. Para los casos que aquí se analizan, se optó por emplear un modelo etnográfico de observación participante, poniendo énfasis en el detalle de la cotidianidad dentro del claustro, para que desde ahí se analicen los cambios y las adecuaciones que han empleado los conventos en cuestión. Así, atendemos las dos implicaciones de la sociología de la vida conventual esbozada arriba: estudiar las formas instituidas de la vida religiosa y sus relaciones con el mundo social. Ahora bien, antes de presentar las condiciones metodológicas etnográficas de este trabajo, conviene revisar brevemente el panorama contemporáneo de la vida religiosa en Europa y Latinoamérica.
Los religiosos en el mundo contemporáneo
El aspecto demográfico y generacional de la vida religiosa es un indicador sumamente revelador del lugar que tiene en las sociedades modernas y la tendencia numérica que ha mantenido en los últimos siglos. Como sostienen Stefania Palmisano y Marcin Jewdokimow (2019), en los últimos 300 años la vida consagrada ha sufrido dos periodos de cambios importantes. El primero ocurrió a finales del siglo XVIII y principios del XIX por la emergencia de los Estados-nación y el colapso de las sociedades del Antiguo Régimen. Los cálculos estimados en la reducción de religiosos masculinos entre 1770 y 1850 son de cientos de miles (Palmisano y Jewdokimow, 2019). En este contexto, no sólo las congregaciones religiosas resintieron las pautas ilustradas que comenzaban a imponerse en la naciente forma de gobierno, sino el catolicismo en general: la firma de concordatos con las nuevas naciones que restringían considerablemente el accionar de la burocracia clerical, la separación de lo religioso con las emergentes esferas sociales seculares (economía, gobierno, ciencia), la pérdida de los estados pontificios. Las consecuencias que trajo este contexto para la vida consagrada fue el desfase cultural que significó el estilo de vida centrado en el claustro. Por ejemplo, para el caso de los franciscanos en México, la venida a menos de los frailes menores responde no sólo a los embates jurídicos del naciente Estado mexicano, sino también al agotamiento del carisma misionero franciscano, a la crisis de identidad religiosa, y a la falta de proyectos congregacionales en el contexto del cambio del régimen político (Morales, 1993).
El segundo momento de vicisitudes, y el más importante para nosotros, comenzó a mediados del siglo XX, después de la celebración del Concilio Vaticano II. La influencia de éste para los institutos religiosos de vida consagrada consistió en que fue el primer concilio en toda la historia de la Iglesia católica en el que se trabajó de manera particular los postulados doctrinales y las manifestaciones institucionales que las congregaciones religiosas tendrían que adoptar (Martínez, 2003). Esta reflexión conciliar quedó expresada en el decreto Perfectae caritatis. Sobre la adecuada renovación de la vida religiosa (Concilio Vaticano II, 2013: 369-387). Y hasta cierto punto, esta novedosa atención a los religiosos se corresponde con las condiciones nacionalistas en las que navegaba el catolicismo desde inicios del siglo XIX, pues una vez terminada la dominación en las colonias americanas en donde el poder monárquico estaba aliado al catolicismo, y al extinguirse las formas sociales que ellos ayudaron a establecer, hubo un vacío en el papel histórico de la vida consagrada, necesitando una nueva razón de ser que ya no estuviera anclada a “territorios católicos” o “Iglesias nacionales”,8 sino que se atuviera a un dinamismo de organización y expansión propios. Este “nuevo modo”, tanto para la Iglesia católica en general como para los religiosos en particular, no comenzó a esbozarse sino hasta el Vaticano II. José Casanova (2012), por ejemplo, llama la atención sobre este punto cuando señala que la Compañía de Jesús
desde su fundación hasta el presente, ofrece una ilustración perfecta del flujo y del reflujo de la dinámica católica trasnacional. Ellos [los jesuitas] se establecieron en la Universidad de París a mediados del siglo XVI por un grupo de estudiantes españoles [entiéndase esto último en términos de la monarquía y no del Estado] en un momento en que tanto la facultad como el cuerpo de estudiantes de toda universidad europea eran transnacionales […]. Ellos lideraron la fase moderna temprana de la globalización católica colonial del Este de Asia hasta Brasil […]. A mediados del siglo XVIII, los monarcas católicos, uno tras otro, expulsaron a los jesuitas de sus dominios católicos y conspiraron a través de sus “cardenales coronados” para elegir a Lorenzo Ganganelli, quien como papa Clemente XIV, decretó la supresión de la Compañía de Jesús en 1773 […]. Con la nacionalización y democratización de la soberanía en el siglo XIX, nos encontramos otra vez con la expulsión frecuente de los jesuitas de los territorios católicos después de las revoluciones […]. Todavía, durante la Primera Guerra Mundial, cuando Benedicto XIV se manifestó como una de las pocas voces sanas en Europa, condenando las matanzas sin sentido de la juventud europea, la orden puso más atención a las llamadas nacionalistas a las armas y tanto los jesuitas alemanes como los franceses regresaron para servir a sus naciones y morir por sus patrias. Hoy sería impensable para los jesuitas o para cualquier orden transnacional adherirse a una guerra nacionalista (Casanova, 2012: 214-215).
Es decir, antes de la firma de diversos concordatos entre los nacientes Estados-nación y la Iglesia, los religiosos ya habitaban y recorrían amplios territorios transcontinentales con relativa libertad. De este modo, las formas religiosas transnacionales contemporáneas tienen en las órdenes religiosas sus más importantes antecedentes (Langewiesche, 2015). No obstante, la verdadera etapa de cambios sustanciales en la vida religiosa (entre ellos la actual transnacionalización, en tanto corporativos no anclados a territorios católicos), sucedió después de que la teología posconciliar de la vida religiosa abriera nuevos cauces en la organización institucional y la expresión de la forma de vida de los religiosos. En primer lugar, el posconcilio representó una nueva disminución en el número de religiosos en el mundo (Palmasiano y Jewdokimow, 2019). En segundo, ocasionó dos tipos de “renovaciones” en las órdenes religiosas. La primera ocurrió dentro de las órdenes “tradicionales” existentes hasta ese momento (como las dos aquí trabajadas). Baste el testimonio de una de las últimas abadesas del monasterio benedictino de Montserrat en Barcelona para demostrar los repentinos cambios en los aspectos de “tradición milenaria” de la vida monástica que se ensayaron después del Vaticano II: “Empezamos con el tema de la clausura: nadie quería rejas; cuando salió el documento del Concilio Vaticano II [Perfectae caritatis, indicando] -que si se daban las condiciones necesarias, se podían sacar, aquella misma noche las sacamos-” (De Ahumada, 2011:165). El segundo tipo de transformaciones consistió en el nacimiento de “New Monastic Communities” (Palmasiano y Jewdokimow, 2019: 3): grupos de personas que viven en comunidad, aunque no necesariamente tomen los votos religiosos, y que adaptan libremente las reglas de las órdenes tradicionales.
En América Latina, sin embargo, los vientos de renovación se movieron con matices más políticos. La llamada a la renovación fue retomada de manera inmediata para buscar proyección política y social de la vida religiosa latinoamericana, como lo demuestra la publicación de Renovación y adaptación de la vida religiosa en América Latina y su proyección apostólica, en 1967, por parte de la Confederación Latinoamericana de Religiosos (CLAR). En este sentido, Luis Fernando Falcó (2004) señala que en México los primeros quince años después del Vaticano II fueron de gran confrontación al interior de las congregaciones religiosas, en las que se disputaban posturas teóricas polarizadas, favoreciendo la salida de los religiosos de los conventos y las grandes casas de formación, la inserción en pequeñas comunidades de zonas rurales o urbanas marginales, la supresión de la jerarquía al interior de los institutos religiosos, el fin de la clausura para gran parte de conventos femeninos y un acercamiento a los discursos académicos marxistas. Por lo tanto, conviene señalar que, si bien existe una tendencia global tanto en el descenso de religiosos como en las adecuaciones implementadas después del Vaticano II, ésta se encuentra matizada por regiones geográficas.
El claustro como escenario etnográfico
La vida cotidiana dentro de un claustro católico puede ser pensada a partir de las consideraciones sobre las instituciones totales y la microfísica del poder: tanto la regularización de la vida cotidiana como el encauzamiento del sujeto por medio múltiples técnicas disciplinarias dejan poco espacio para la espontaneidad (Goffman, 1972; Foucault, 2010). A lo largo de la jornada conventual tanto monjes trapenses como novicios franciscanos tienen una serie de actividades que tensionan el cuerpo y la subjetividad. Todo un complejo sistema de autobservación se pone en marcha en cada lectura, plegaria y trabajo manual. Sin embargo, contrario a los nosocomios mentales y a las prisiones analizados por Erving Goffman y Michel Foucault, estos claustros monásticos y conventuales están habitados por sujetos que, en principio, han entrado voluntaria y conscientemente. Por lo tanto, y como ha señalado Gustavo Ludueña (2003), 2008) es necesario esforzarse por comprender la “racionalidad nativa” conventual, consistente en las prácticas y las narrativas construidas por los sujetos consagrados, desde sus propios referentes de acción y enunciación. De no tomar en cuenta este aspecto, la experiencia de quienes ingresan a este tipo de regímenes religiosos y los elementos que lo componen, estaría reducida al sinsentido y la más sombría ininteligibilidad.
Ahora bien, el registro etnográfico en el contexto conventual tiene una suerte de imposibilidad metodológica (Sbardella, 2013, 2014). Contrario a las condiciones habituales del trabajo etnográfico en las que el investigador posibilita los encuentros con los colaboradores de la investigación: en la vida conventual, los sujetos y los momentos de interacción están normados de antemano. En este sentido, el uso de la palabra o la presencia misma del etnógrafo se entorpece o queda completamente anulada. No obstante, la premisa etnográfica básica se mantiene: el encuentro directo con personas en contextos que a ellos le son cotidianos (Hammersley y Atkinson, 2003; Ferrándiz, 2011; Guber, 2015). Para nuestro caso, este “encuentro cuasi mudo” redimensionó la importancia de la copresencia y la observación (en silencio, pero analítica), antes que la conversación o la entrevista (aunque, por su puesto, también se llevaron a cabo). No obstante, este “estar ahí” etnográfico nos permitió el registro de qué cosas están siendo modificadas en términos generales de la vida religiosa, y cómo los religiosos las adecuan en los contextos locales. Así, y antes de pasar a la reconstrucción de las relaciones sociales que ellos entablan con el resto de la sociedad (esto en consonancia con los apuntes teóricos señalados arriba, en donde el énfasis no está tanto en el seguimiento de la vida conventual intramuros en sí misma, sino en lo que ella muestra como resultado de sus relaciones),9 conviene establecer algunos trazos con respecto a la cotidianidad conventual experimentada en el trabajo etnográfico, justamente para comenzar a establecer las concreciones empíricas de los procesos globales atravesados por la vida religiosa desde mediados del siglo pasado. Para esto reflexionaremos en uno de los momentos clave del proceder etnográfico: la entrada a campo y el establecimiento de las primeras relaciones con el entorno y los sujetos.
En primera instancia, el punto más inmediato para ser mencionado en el proceso de hacer del convento un escenario etnográfico, es la propia presencia como investigador dentro de los muros conventuales, participando de la vida cotidiana sin mediar adherencia institucional o ideológica. La “entrada al campo” no es un aspecto menor en la experiencia etnográfica, pues evidencia el tipo de relaciones que estructuran al “campo” y, para nuestros intereses, nos ofrece un punto metodológico a tomar en cuenta en los estudios sobre la vida conventual contemporánea: la diversidad de posturas eclesiales, estilos religiosos y actores institucionales que surgen a partir de los procesos históricos regionales de la relación Iglesia-sociedad. Así las cosas, y tomando en cuenta que actualmente lo habitual para entrar a los espacios conventuales está guiado por las búsquedas vocacionales y no como parte de una indagación sociológica o antropológica in situ, el hecho de que ambas comunidades de religiosos nos permitieran el ingreso, muestra la flexibilidad en la estructuración interna de los claustros contemporáneos. En los dos casos, y a pesar de expresar cierta incomprensión del interés que puede resultar su estilo de vida para las ciencias sociales, no hubo enredos burocráticos, ni indagaciones hacia nuestras creencias religiosas, ni algún tipo de esfuerzo por cooptarnos.
Las autorizaciones fueron hechas por los superiores inmediatos de la comunidad en cuestión, sin necesidad de mayores gestiones más que cartas de presentación, llamadas telefónicas y correos electrónicos puntualizando los objetivos de nuestro interés. Para el caso del monasterio español esto resultó más “natural” por su propia organización institucional, puesto que cada comunidad monástica es autónoma y, a pesar de que en Francia existe un órgano central para la orden cisterciense en el mundo, es el abad de cada monasterio quien responde por las decisiones inmediatas y cotidianas. En cambio, los franciscanos del sureste de México dependen del superior provincial asentado en el convento de Izamal (Yucatán), quien tiene bajo su cargo todas las casas franciscanas de la provincia. No obstante, en las conversaciones previas al ingreso al noviciado de Tapilula (Chiapas), hubo un actuar institucional lábil y sin remitirnos a las autoridades provinciales, quedando resuelta la entrada únicamente con el visto bueno del formador del convento. La clave para comprender esta actitud en ambos casos reside en los procesos históricos propios y su incidencia tanto en la vida intramuros como en las relaciones externas con la sociedad secular: mientras los monasterios españoles han elaborado una orientación turística y mercantilizada de los inmuebles religiosos, los franciscanos del sur de México se han acercado a formas liberacionistas características de un sector del catolicismo latinoamericano. Estas condiciones, aún con sus diferencias y sumado a los quiebres generacionales y doctrinales experimentados después del Concilio Vaticano II, han generado modificaciones en la vida conventual.
Para el caso de lo monjes españoles, lo más representativo se traduce en la constante presencia de “público lego” en las oraciones comunitarias, rompiendo la estricta clausura de antaño y apareciendo nuevos sujetos y sonidos dentro de la capilla monástica: murmullos de los asistentes, algún flash fotográfico o tonos de notificaciones de celulares. Una “intromisión” a la intimidad monacal que en algunos casos se percibe como consecuencia “de lo que [actualmente] ofrece la comunidad monástica a los visitantes y huéspedes”, como nos comentó uno de los monjes durante el trabajo en la fábrica de mermeladas. Debido a esto, y por la pluralidad de los visitantes que pueden contar o no con conocimientos previos de la vida monástica, los religiosos han diseñado manuales que hacen más fácil seguir el ritmo de las plegarias comunitarias, además de que ahora la mayoría de los rezos se hacen en español (salvo algunos salmos y admoniciones que continúan cantándose en latín). Por lo tanto, las condiciones cotidianas de la oración monástica (bastión central del estilo de vida contemplativo de los monjes en Huerta) es ahora resultado de las relaciones del monasterio con sus visitantes. A diferencia de los monjes, los novicios franciscanos viven una estructura conventual que pretende incluir aún más las relaciones con “legos externos” al interior del convento. Gracias a la cercanía de estos frailes con la perspectiva liberacionista, buscan crear vínculos con las poblaciones donde se asientan y, por lo tanto, las puertas del noviciado están abriéndose constantemente para recibir tanto a las personas que llegan a laborar ahí como a los que realizan visitas de ocasión. En este sentido, la cotidianidad conventual de Tapilula es “interrumpida” con mayor insistencia que la de los monjes españoles, pues los que llegan al convento franciscano muchas veces son invitados a compartir espacios más allá de los estrictamente religiosos: la comida, los momentos de ocio o incluso celebraciones puntuales como la Navidad o el Año Nuevo. Así, el aspecto cotidiano del noviciado franciscano es una combinación entre momentos de silencio y liturgia, con ambientes de espontánea conversación gracias a la constante presencia de sujetos no consagrados. Estos breves apuntes indican cómo la constitución “interna” del convento (aún en sus elementos clave como la oración monástica) necesita pensarse en función de las relaciones que establecen con ciertos sectores de la sociedad.
Huerta: meditación y turismo
El monasterio de Santa María de Huerta es una fundación que data del siglo XII y ha sido, desde sus inicios, un brazo del movimiento monacal reformista originado por Bernardo de Claraval en el monasterio del Císter (de ahí el apelativo cisterciense). Como todos los grandes monasterios europeos, Huerta fue construido durante varias etapas y con estilos diversos (aunque predomina el gótico), y su trazado reproduce fielmente la pretensión cisterciense de sobriedad y rígida reglamentación comunitaria. Asentado en la actual Comunidad Autónoma de Castilla y León (Provincia de Soria, España), el inmueble es un mudo testigo de los avatares sufridos por los monjes trapenses y toda la vida religiosa católica en los últimos siglos en España: fundaciones, expansiones, esplendores, reformas, exclaustraciones y resurgimientos (De Pazzis et al., 1994). Por ejemplo, después de gozar una gran prosperidad durante los siglos XVI y XVII, Santa María de Huerta fue lentamente decayendo hasta sufrir, en 1835 por la emergencia de los Estados-nación apuntada arriba, la desamortización de sus bienes y la exclaustración de sus monjes, poniendo fin a siete siglos de presencia cisterciense en el valle de Soria. El regreso de la vida monástica a Huerta sucedió casi un siglo después, en 1930. En aquel momento, los monjes que llegaron pertenecían a otra reforma francesa de espíritu cisterciense sucedida en el siglo XVII en La Trapa, Francia (de ahí el nombre de trapenses). Desde este resurgimiento, la comunidad monástica en Huerta ha sido constante pero discreta; es decir, que ya no cuenta con el lugar social, político y económico que tuvieron en los siglos pasados.
Actualmente, la comunidad monástica de Huerta es multicultural, pues se encuentra habitado por dieciséis monjes que tienen orígenes tanto europeos como africanos. En las últimas décadas, los claustros europeos están experimentado una suerte de “globalización religiosa a la inversa” (Capone y Mary, 2012: 28): una diáspora y movilidad de “Sur a Norte”, en una lógica “al revés” de lo que históricamente ha sido el flujo de las creencias cristianas. En un apartado anterior, llamamos la atención sobre el papel de los religiosos en la expansión del catolicismo, y cómo a partir del Concilio Vaticano II se han organizado como corporativos trasnacionales. Justamente este marco sociológico de organización de la vida religiosa contemporánea, es lo que explica la llegada de vocaciones fuera de Europa para intentar paliar la escasez del personal en las órdenes tradicionales. Otro aspecto relevante en el perfil de los monjes trapenses de Huerta es la edad promedio de ingreso al monasterio. A diferencia de épocas pasadas, las nuevas generaciones de monjes están tocando la puerta del monasterio hacia los treinta o cuarenta años, y con trayectorias sociorreligiosas diversas, las cuales no siempre descansan en el ámbito católico o siquiera cristiano (durante nuestra estancia en el monasterio nos relacionamos con aspirantes a monjes que rebasaban los treinta años).
Ahora bien, debido al reducido número de monjes que habitan en Huerta, y en función de la cantidad y tamaño de las dependencias monásticas, el monasterio realmente habitado por los cistercienses se reduce a la planta alta de uno de los dos claustros que componen la parte central del inmueble, una pequeña capilla, una biblioteca y un par de estancias que sirven de bodegas y área de trabajo para la fábrica de mermeladas (la actividad productiva más importante). El resto de las estancias (la iglesia monástica, el claustro gótico, la parte baja del segundo claustro que habitan los monjes, el refectorio, la cocina y la antigua bodega) se divide en dos usos que vale la pena resaltar. El primero consiste en la adecuación del inmueble para ofrecerlo como monumento histórico para el turismo. Cada día, mientras los monjes leen, oran o trabajan, los pasillos conventuales son recorridos por los visitantes provenientes de muy diversas partes. Aquí se ubica la importancia de la fábrica de mermeladas. Esta conserva es la mercancía más comercializada no sólo en la tienda del monasterio, sino en los hoteles y restaurantes a donde es enviada gracias a las gestiones de un sitio web.10 En este sentido, y como lo ha venido señalando Isabelle Jonveaux (2014), la “oportunidad” económica que ha encontrado la vida religiosa (incluidos los cistercienses de Huerta), es la manufactura de productos artesanales. Así, a los visitantes que pasan por el lugar se les oferta tanto un recorrido por la historia religiosa, como una experiencia mercantilizada de lo monástico en “un pequeño recipiente que ha sido elaborado por manos orantes”, en palabras de uno de los monjes.
El segundo uso importante del monasterio está destinado a lo que se conoce como hospedería, una sección especial en la que se alojan personas que quieran pasar algunos días en Huerta, emulando los ritmos de la jornada habitual de los monjes. Esta parte se encuentra acondicionada con habitaciones, salas de lectura, un comedor y no hay restricciones para circular por las demás estancias que forman parte del recorrido turístico. La relación que los huéspedes entablan con los monjes se reduce a las oraciones comunitarias de la Liturgia de las Horas, si es que se quiere asistir.11 La recepción de huéspedes es una tarea histórica en los monasterios, pero las intenciones de quienes buscan estos espacios han ido modificándose. Durante la inserción etnográfica que realizamos, ocupamos una de las habitaciones de la hospedería y los únicos momentos en los que socializamos con el resto de los que ahí se encontraban era durante las horas de comida. El resto del día, cada huésped procuraba atender sus objetivos (en nuestro caso, ingresar a la fábrica monástica). El perfil de aquellos con quienes compartimos la hospedería, responde a un variado prisma de pertenencias religiosas y sociales. Por ejemplo, coincidimos con religiosas de “vida activa” que buscaban un momento de retiro y descanso, y con un numeroso grupo de personas que desde hace varios años han tomado al monasterio de Huerta como un lugar para descansar sin ninguna intención religiosa. No obstante, el huésped que llamó más nuestra atención fue un joven andaluz de 28 años, que llegó para un fin de semana de budismo, quien con un lustro de experiencia dentro de la meditación zen, tocó las puertas del monasterio por sugerencia de los integrantes de la red budista a la que pertenece, quienes recorren las hospederías monásticas españolas como parte de una práctica híbrida de meditación. Para este practicante del zen, su estancia en Huerta le significó sumar referentes monásticos sin necesariamente adherirse al catolicismo: “Yo no sabía nada de monjes ni de catolicismo. Mis amigos me dijeron que aquí podría afinar mi meditación, y qué ‘guay’ encontrarme un monje que sabe de zen”. No fue difícil verlo platicar en varios momentos con este “cisterciense zen”. Así, el turismo religioso, las mercancías artesanales y la meditación cristiana y budista se unen como parte de la vida cotidiana de este monasterio cisterciense.
Chiapas: sociedad civil y política12
El convento franciscano de Nuestra Señora de los Ángeles se ubica en las montañas del norte de Chiapas, en el municipio de Tapilula, cuya fundación, a finales de la década de 1990, se dio en el contexto de la erección de la provincia franciscana del sureste de México (San Felipe de Jesús), una entidad administrativa que expresa el contexto institucional y teológico al interior de la vida consagrada latinoamericana posconciliar (Rodríguez, 2017). Como hemos señalado, los aires reformadores del Concilio Vaticano II en América Latina habían mantenido una tónica de compromiso político, llegando en algunos casos a involucrarse con movimientos guerrilleros y procesos de liberación armada.13 El caso de esta provincia franciscana también se suma a este giro de la vida religiosa hacia posturas que se han llamado “liberacionistas” (Löwy, 1999; Tahar, 2007). En este sentido, la segunda mitad del siglo XX fue el marco que atestiguó las divisiones y tensiones posconciliares dentro el franciscanismo mexicano. Después de que a inicios del mismo la orden franciscana en México experimentara la etapa más crítica de su permanencia en el país,14 vivió un considerable repunte en el número de frailes y fomentaron una nueva dispersión geográfica con aires reformados por la Teología de la Liberación.
Ahora bien, en este convento se desarrolla el noviciado de esta provincia. Es decir, el momento formativo más importante en los comienzos de todo franciscano, y donde el novicio discierne su incorporación oficial a la orden mediante el compromiso público, expresado en la profesión de los tres votos religiosos (pobreza, castidad y obediencia). Al momento de nuestro trabajo de campo, la comunidad constaba de diez frailes, ocho novicios y dos formadores. El tiempo de permanencia en este convento para los novicios es de un año. Todos concluyeron esta etapa formativa, pidieron ser admitidos institucionalmente con los votos religiosos y fueron aceptados. Si bien el tipo de actividades a las que se dedican los frailes después de su consagración están más cercanas a la atención de los fieles que a la reclusión monástica, las jornadas dentro del noviciado son muy semejantes a las de un monasterio.15 Sin embargo, por sus características liberacionistas, el convento no sólo representa un momento de autoobservación subjetiva por medio de la meditación, el estudio bíblico y el trabajo manual; también existe la intención por formar a los nuevos franciscanos en aspectos sociopolíticos de la región sureste de México. Entre las materias que diariamente se toman en este convento (como espiritualidad e historia franciscanas), sobresalen los talleres impartidos tanto por frailes de la misma provincia como por sociólogos o antropólogos. Estos momentos formativos buscan, en palabras de uno de los formadores, “que les otorguen un panorama general de la diversidad cultural y política del sur de México”.
Con todo, la Ratio Formationis (RF, 2012), documento oficial en el cual la provincia expresa sus lineamientos a seguir de las nuevas generaciones franciscanas, propone para los primeros cuatro años de la formación básica, prácticas y espacios pertenecientes más a la sociedad civil que al ámbito religioso, entendido desde las consideraciones clásicas sobre la diferenciación de esferas en el proceso de secularización de las sociedades modernas. Estas “mediaciones formativas”, como se les conoce en el vocabulario franciscano consisten en la “pastoral de migrantes; Justicia, Paz e Integridad de la Creación (JPIC); inserción-itinerancia; eremitorio y agricultura ecológica” (RF, 47). De estas actividades nos interesa resaltar las inserciones que los novicios llevan a cabo en la “La 72” una organización no gubernamental (ONG) orientada a los migrantes y asentado en Tenosique, Tabasco; y en la casa hogar “Oasis San Juan de Dios”, otra ONG dedicada al cuidado de pacientes con VIH en Conkal, Yucatán. A pesar de la gestión franciscana de estos dos organismos, los frailes novicios llegan en calidad de “voluntarios”, una figura ampliamente conocida en el mundo de las organizaciones colaborativas y que para uno de los novicios supuso “una actitud propositiva, sensible de las desigualdades, pero sobre todo mucha disposición para aprender, para escuchar ahí las necesidades de este mundo”. Esta forma de involucrarse, por parte de los franciscanos, en las realidades migratorias y la biopolítica del sur de México, que reflejan crudamente las “políticas del abandono” y la gestación del “desecho global” (Parrini, 2015; 2016),16 responde al tránsito histórico que ha caracterizado a las congregaciones religiosas después del Vaticano II en particular, y al catolicismo en general.
Según Casanova (2012), el catolicismo contemporáneo ha asumido, no sin resistencias, el fracaso de una política católica oficial dentro de las legislaciones seculares nacionalistas. Esto, paradójicamente, ha sido el mejor acierto del último siglo: “la ‘edad’ del organismo reactivo, de guerra política y cultural secular/religioso y clerical/anticlerical, de Acción Católica, de encolumnamiento religioso y de Democracia Cristiana, ha llegado a su fin” (Casanova, 2012: 115-116). Este agudo señalamiento recoloca la atención que ha dominado buena parte de la discusión sociológica acerca de la relación Iglesia-Estado en México, ya que el punto de relación actual de la política con el catolicismo (incluidas las órdenes religiosas) “ya no es el Estado o la sociedad política, sino, en cambio, la sociedad civil” (Casanova, 2012: 117). De aquí que las congregaciones religiosas con pretensiones políticas se sienten más cómodas fundando o colaborando en ONG, que ideando partidos políticos. En resumen, la cotidianidad del convento francisano en Chiapas se compone de la búsqueda subjetiva de la consagración religiosa, con los organismos políticos de la sociedad civil.
Entre España y México, a modo de conclusión
Estos dos casos de vida conventual demuestran el giro hacia la cultura y la política de la sociedad civil que ha hecho la vida consagrada para acomodarse a las lógicas seculares modernas. Aunque las diferencias de estas dos órdenes expresan la tendencia que ha tomado la vida conventual tanto en España como en México, de ningún modo sugerimos que no existan ejemplos de cristianismo liberacionista en Europa, ni de formas turistificadas y mercantilizadas de vida consagrada en América Latina. En este sentido, la vida religiosa es un complejo mosaico de posibilidades, aunque siempre en los límites sociológicos del catolicismo contemporáneo global y regional. De este modo, la sociología de la vida conventual, si bien es un campo de estudio en expansión, necesitado de agendas colectivas, ofrece puntos de vista renovados sobre el lugar de la religión y las instituciones tradicionales en las sociedades de nuestro siglo. A diferencia de lo que establecieron las teorías clásicas en torno a la secularización y la desaparición de la creencia, el abordaje sociológico como el aquí realizado invita a redirigir la atención hacia la recomposición de las instituciones de cuño premoderno, como la vida consagrada católica. Por otro lado, el hecho de comenzar el análisis no desde las especificidades doctrinales o teológicas de cada orden o congregación religiosa, sino de un tratamiento teórico que apunte lo común de la vida conventual, amplió las facultades de observación en dos de sus múltiples formas de expresión. Así, la sociología de la vida conventual procura formular las condiciones para estudiar las relaciones que entablan los sujetos consagrados habitantes de los claustros, observando empíricamente tanto al interior como al exterior, para desde ahí dar cuenta de la forma en la que este género de vida se transforma en contextos locales específicos.