Introducción
Tras quince años en los que el país ha registrado tasas de homicidio in crescendo, la narrativa gubernamental ha insistido en simplificar la explicación sobre la violencia, al reducirla a un conflicto entre organizaciones delictivas. La fórmula proclamada una y otra vez por los gobiernos en turno: “hay guerra criminal, luego hay violencia”, si bien es parsimoniosa, en realidad empobrece el discurso público y legitima su estrategia para hacer frente a la violencia. Dado que si ésta se reduce a un problema de control monopólico de las armas, entonces se sientan las bases para justificar una política de gobierno y un programa encaminados al fortalecimiento de los cuerpos de seguridad y, por supuesto, al empleo de la fuerza letal. Como muy bien se ha señalado, la militarización de la seguridad pública descansa de forma tersa sobre el discurso de la guerra entre las organizaciones criminales (Zedillo et al., 2019).
Además, la narrativa oficial sobre la violencia en México ha generado un pernicioso impacto político, como lo ha demostrado la literatura especializada, el discurso de la “guerra contra las drogas” no sólo politiza el lenguaje jurídico al connotar a los presuntos delincuentes como enemigos (Madrazo, 2016), sino que también traza una línea moral entre los criminales y el pueblo, la cual, no está de más recordar, es ilusoria. Más aún, la carga moral que subyace a lo dicho por el gobierno ha contaminado el imaginario colectivo, sobre todo mediante sus herramientas lingüísticas (Gaussens, 2018). La ciudadanía no solamente piensa, da sentido y teme a la delincuencia organizada a partir del discurso oficial y oficioso, sino que incluso observa, clasifica y construye la criminalidad al emplear ese lenguaje cargado de una moral y de una semántica política que apuesta por la estigmatización.
De ahí, el llamado que los especialistas hacen a despojarnos de las interpretaciones políticas sobre la violencia en México y a buscar o construir herramientas heurísticas y analíticas que permitan observar las violencias desde el lugar donde ocurren. Esa es la agenda en puerta que se presenta como la mirada en torno al tema (Kloppe-Santamaría y Abello, 2019).
Ahora bien, la investigación a ras de tierra, en sí misma, no es suficiente para la construcción de una línea de trabajo que posibilite una comprensión más profunda y una explicación más compleja de las dinámicas de las violencias, son necesarios algunos instrumentos teóricos que guíen la observación en campo y permitan interpretar los datos.
Con este propósito, en el presente trabajo comparto algunos instrumentos heurísticos que se encuentran organizados en niveles, dimensiones y mecanismos de análisis. Los discuto a partir de mi experiencia en campo en la región de Tierra Caliente de Michoacán, en especial en las localidades de Apatzingán y Tepalcatepec.
Niveles de análisis
Toda observación encaminada a comprender y explicar las dinámicas de las violencias debe partir de un análisis multinivel: micro, meso y macro. En otras palabras, tiene que observar tanto las que ocurren en la vida cotidiana como las dinámicas de las economías ilegales y de las organizaciones delictivas.
En el nivel micro, por ejemplo, es necesario considerar la violencia social cotidiana como las peleas en bares y cantinas, los pleitos callejeros, las lesiones resultado de deudas, los resentimientos entre familias y viejas amistades, las disputas entre vecinos y los conflictos que derivan de faltas al “honor” o que agravian la dignidad de las personas (Guerra Manzo, 2018). En contextos como los que se presentan en la región de Tierra Caliente, la tensión y la conflictividad social son, podría decirse, palpables. Estas violencias, propias del día a día, son de suyo complejas, de singular permanencia y de enorme impacto en la vida social, hasta ahora sepultada en las profundidades de la vida cotidiana -por usar una frase de Alberto Melucci (1996)-.
En lo que respecta al mesonivel, éste es, sin duda, el que más atención ha recibido por parte de la investigación académica. En concreto, este nivel intermedio estudia las dinámicas que se entablan entre los grupos delictivos, los incentivos económicos que guían las actividades de las organizaciones criminales, y cómo éstas se arman y entran en conflicto para monopolizar mercados y controlar territorios (Atuesta y Pérez-Dávila, 2018; Atuesta y Ponce, 2017; Ríos, 2013). En efecto, la búsqueda de control de uno o varios segmentos del mercado, así como de las regiones, coloca a este tipo de grupos en dinámicas de violencia poderosas, como la fragmentación, los ataques y los enfrentamientos con las fuerzas federales.
Sin embargo, existe un fenómeno del mesonivel que aún no recibe la atención que demanda, pero que debe analizarse en el marco del conflicto por el control de los mercados y los territorios: la constitución de las identidades políticas -en un sentido schmittiano-. A partir de los primeros choques entre grupos armados que se disputan una plaza, los integrantes de las organizaciones criminales se constituyen como enemigos que, desde la perspectiva de cada uno, precisan exterminarse (véase, por ejemplo, el conflicto que en su momento sostuvieron el Cártel Jalisco Nueva Generación y el Cártel Santa Rosa de Lima). Esta dinámica ocurre porque ambos bandos no sólo buscan controlar un segmento del mercado (lo que habla de una racionalidad económica), sino que también quieren el dominio de un territorio (lo que refiere una racionalidad política), por lo que -y esto es lo relevante- se erigen en grupos con identidades colectivas totales.
De esta forma, por medio de la amenaza del uso de la violencia, e incluso mediante estrategias que rebasan la lógica en torno al control de los mercados y los territorios, los grupos delictivos entablan una lógica de guerra sobre la base de su antagonismo identitario. Además, cabe señalar que los procesos de constitución de identidades en conflicto se entrelazan con las identidades regionales, que para nada son banales en el contexto de Tierra Caliente, donde los regionalismos tienen raíces fuertes entre sus habitantes (Maldonado, 2010). Para comprender lo anterior basta con echar una mirada a las tensiones que existen entre las ciudades de Tepalcatepec y Apatzingán, en el marco del levantamiento de los grupos de autodefensa (Guerra, 2018a). En definitiva, no se puede negar que muchos aspectos del conflicto entre las organizaciones criminales rebasan las lógicas de una lucha por el mercado para configurarse en una batalla política entre enemigos que buscan exterminarse mediante procesos de organización de la crueldad y de retaliación colectiva.
Finalmente, el análisis multinivel debe vincular los niveles micro y meso con el macro. Como es sabido, las economías ilegales no son un fenómeno regional o nacional sino global. Sin embargo, los requerimientos del mercado internacional adquieren su realidad a nivel local, y la singularidad de las economías ilegales es que, justamente, carecen de un marco jurídico que regule las transacciones entre particulares. Y es aquí donde el macro y el micronivel se eslabonan. Ante la falta de regularización los mercados ilegales recurren a dos mecanismos: la confianza o la violencia. Muchas de la operaciones de mercado entre dealers y usuarios de sustancias ilícitas se basa en la confianza. De hecho, en el México de los años ochenta se realizaban de forma relativamente pacífica, ya fuera por la confianza entre los integrantes de las organizaciones o porque el Estado tenía una mayor capacidad de incidencia. No obstante, la intervención estatal, a través de las fuerzas armadas, rompió ese delgado equilibrio (Valdés, 2013), por lo que la violencia se entronizó como la vía para forzar el cumplimiento de los acuerdos. Por lo tanto, profundizar en el estudio de la confianza y la violencia como mecanismos para vincular lo micro y lo macro, pasando por el mesonivel, debe ser una prioridad para el entendimiento de la violencia a nivel local.
Dimensiones de análisis
Toda investigación encaminada a comprender y explicar las dinámicas de las violencias también debe partir de una observación multidimensional que integre en el análisis las dimensiones temporal, espacial y social.
Respecto de la dimensión temporal, es posible afirmar que las violencias en la región de Tierra Caliente no son un fenómeno que se haya presentado a partir del inicio de la llamada “guerra contra las drogas”. Por el contrario, han sido un complejo fenoménico que se ha articulado desde el siglo XIX. Los especialistas en la zona ofrecen un puntual registro de los procesos políticos (Guerra Manzo, 2015; Meyer, 1993) que han generado la histórica conflictividad entre los sectores sociales. Asimismo, procesos económicos como la reforma agraria, el impulso al modelo de desarrollo agroexportador, a través de las comisiones de Tepalcatepec (1947) y del Balsas (1960), o el proceso de retraimiento del Estado, en el contexto de las reformas estructurales de los noventa, redundaron en dinámicas de precarización de la ruralidad, del aumento del conflicto social y de la violencia. Ahora bien, los horizontes temporales son singulares. Por ello, la investigación histórica ayudaría a entender las violencias en sus raíces estructurales y a comprender sus transformaciones en el devenir social. No obstante, tal investigación no sólo tendría que seguir una línea de tiempo amplia, que contemple la constitución del Estado en la región, además, debería seguir otra línea temporal corta que sondee los procesos dentro del periodo más contemporáneo conocido como “la guerra contra las drogas”.
La dimensión espacial o territorial (Fuerte, Pérez y Córdova, 2019) también manifiesta una importancia toral en el análisis de las violencias en Tierra Caliente. Como los estudios historiográficos lo muestran, ésta ha sido una zona aislada, inaccesible y remota, no sólo por lo precario de sus rutas de acceso sino sobre todo por su orografía (Maldonado, 2012). Ahora bien, tampoco debe investigarse solamente por los recursos que ofrece para las operaciones de la delincuencia, para los refugios o los escenarios de las manifestaciones violentas -tanto para ocultar cuerpos como para publicitar ejecuciones- sino también como un espacio de constitución de lo simbólico. El espacio, antes que natural, es social y únicamente adquiere sentido a través de la atribución de significado. Así, para ciertos grupos criminales los lugares importan, como sitios de memoria, territorios de ocupación o zonas de producción. Por ejemplo, en el periodo de dominio de Los Caballeros Templarios (2011-2014) en Tepalcatepec, sobre las principales avenidas, a cada cierta distancia, se encontraban baldosas con el símbolo de esta organización criminal, a manera de una especie de recordatorio del dominio que ejercían en la región.
Por último, la dimensión social merece tres comentarios. Primero, recuerdo una conversación con un integrante de la sociedad civil, cuyo colectivo impartía talleres para enseñar a las niñas y los niños a jugar. El argumento que justificaba su actividad era que las formas de ejercer la paternidad y el modelo hegemónico de masculinidad en Tierra Caliente se traducían en una dinámica de socialización infantil que impedía el adecuado dominio de las emociones, la construcción de estrategias para resolver los conflictos y el entendimiento de la importancia del respeto hacia la dignidad del otro. La activista argumentaba que esta situación abonaba a la conflictividad social y, en última instancia, a la densa violencia presente en la región.
Cabe decir que la descripción de esta persona no se aleja de lo que ha mostrado la literatura historiográfica: la singularidad del genio del pueblo terracalenteño ha sido materia de varios estudios. Tierra Caliente se ha descrito como una zona indomable, indolente, violenta (Pérez, 2001). Y el ethos de los terracalenteños se ha caracterizado por cinco vicios: alcoholismo, lujuria, bilis, ociosidad y gusto por el juego (González, 2001: 37-38).
Hoy en día esas descripciones resultan insuficientes. Sin embargo, su valía estriba en que se ha señalado un fenómeno fundamental, que ya Enrique Guerra Manzo (2018) ha abordado en su estudio sobre las violencias cotidianas, las cuales si bien son invisibilizadas por la narrativa de la “guerra contra las drogas”, tienen un impacto no menor en la crisis de seguridad de la región, y constituyen, desde una perspectiva de la sociología de Pierre Bourdieau, un habitus violento que se ha construido en el espacio social de Tierra Caliente. Por ello, el análisis local de las violencias debe reparar en el estudio de las formas de socialización de la población. Estudiar los mecanismos cotidianos de resolución de conflictos y las narrativas hegemónicas sobre la masculinidad (Álvarez Rodríguez, 2021).
En segundo lugar, el análisis sobre la violencia en el México contemporáneo debe tomar cierta distancia de la violencia criminal, para después regresar a ella. Es imperativo examinar otras dinámicas de violencia -de género, intrafamiliar, política, escolar y religiosa- para entender cómo se condicionan mutuamente. Por un lado, es necesario distinguirlas analíticamente para comprender sus interrelaciones empíricas. Por ejemplo, el éxito relativo que tuvieron La Familia Michoacana y Los Caballeros Templarios en constituir un orden criminal en la región no se entiende sin revisar la crisis del modelo patriarcal (Lomnitz, 2019). Por consiguiente, este fenómeno debe analizarse desde la perspectiva de la violencia intrafamiliar. Y, por otro lado, la comprensión de las violencias en sus raíces y manifestaciones es una tarea en ciernes. Sin embargo, modelos como los que apuntan a distinguir entre violencia estructural, simbólica y física, podrían resultar útiles. En este tenor, Alan Knight (2014) delineó, con mucha intuición, la distinción entre violencia política, mercenaria e interpersonal. Las dos primeras, de tipo instrumental, porque buscan un fin o un bien; la tercera, de tipo expresiva, porque se ancla en códigos y normas. Ambos tipos resultan de suyo relevantes para los estudios de lo local.
Tercero, la agenda local tiene que reparar en los mecanismos de anclaje que estas organizaciones criminales generan en la vida cotidiana. Dado que dichos anclajes han sido posibles porque éstas han contribuido y contribuyen, algunas veces, a solucionar los problemas colectivos.
En México, los grupos delictivos han sido y siguen siendo actores con capacidad de acción colectiva en los contextos locales, ya que no sólo se insertan en los distintos mercados ilegales, como el de las drogas, los secuestros y la extorsión, sino que también desarrollan actividades colectivas, cooperan en la vida cotidiana y ayudan en los problemas de la localidad. De hecho, una gran cantidad de estas organizaciones deben su fortaleza a las localidades. Las historias sobre el “narco” en Sinaloa, Guerrero y Michoacán dan cuenta de ello (Astorga, 2015, 2016; Enciso, 2015), pues en estos estados contribuían a la economía local con préstamos y financiamiento, dirimían disputas políticas, e incluso impartían justicia.
No obstante, en este siglo el anclaje local no ha sido tan idílico. Las organizaciones criminales han adquirido una lógica más predatoria, en la que la relación con las localidades es más instrumental y extractivista. El cobro de impuestos, el uso de los recursos sociales o la leva de jóvenes y niños como recursos para el sicariato son las formas menos violentas en las que han rearticulado su anclaje con lo local. Las más violentas son las extorsiones, los secuestros y las violaciones.
Estos hallazgos permiten advertir que dentro del fuerte acoplamiento entre el campo criminal y el social existen zonas grises (Auyero, 2007). No se trata de un grupo armado que captura a una localidad o de una población que provee a un grupo armado, tampoco de un asunto moral, entre buenos y malos, sino de lógicas de articulación entre las organizaciones y las poblaciones locales: las organizaciones han desarrollado anclajes en la localidad a través de distintos métodos, como la construcción de una base social.
Asimismo, los anclajes entre los criminales y los ciudadanos han rebasado, desde su surgimiento, la dimensión estatal, la económica y la de seguridad; se han infiltrado en otros engranes sociales, como la producción de cultura y el sentido de vida. Mediante la música y los estilos de vestir se han construido estéticas y horizontes sociales del gusto que dan forma a la cotidianidad. Y mediante la figura del líder, de la narración de sus actividades y ayudas benéficas, se han diseñado expectativas para los jóvenes sobre qué hacer, cómo vivir e, incluso, cómo morir. Así, queda claro que la dimensión social es una perspectiva obligada en el análisis de lo local.
Mecanismos de análisis
Toda observación encaminada a comprender y explicar las dinámicas de las violencias debe buscar mecanismos de análisis.
Los rituales
Los Caballeros Templarios, como organización criminal compleja, constituyeron una gama interesante de rituales: consagración, presentación y ejecución (Guerra, 2020).
Los rituales criminales son mecanismos ceremoniales con múltiples funciones. Son prácticas que atribuyen identidad a los miembros de una organización delincuencial -les permiten identificarse o autoadscribirse como parte de la red criminal-; les asignan una posición -como sicarios, encargados de plaza o líderes-; les facultan para realizar alguna tarea específica -cometer homicidios o “blanquear dinero”-, o les reconocen o reprochan su comportamiento dentro del grupo -informan sobre las fronteras de lo permisible-. Un ritual implica, por lo tanto, la observancia regular y predecible de algún acto o procedimiento, el cual contiene un elemento simbólico que afianza ciertos valores, intereses y creencias compartidas (Coyne y Mathers, 2011). En ambientes de incertidumbre extrema, como las organizaciones delincuenciales, los rituales proporcionan cierta “certeza efímera”, aun cuando sea para sellar un acuerdo entre los participantes (Gambetta, 2007).
Los rituales se construyen sobre una lógica que busca generar control y disciplina (Leach, Hugh-Jones y Laidlaw, 2000). Son mecanismos que permiten regular las interacciones entre los individuos, mantener reglas formales e informales de operación y consolidar estrategias de resolución de conflictos. A la par de sus funciones de control y disciplina también contienen una dimensión simbólica que apunta a otro tipo de rendimientos. Ya desde Claude Lévi-Strauss (1968, 1982) sabemos que son parte del entramado simbólico que estructura el mundo social, cuya principal función es la comunicación, con fines de interpretación, de ese mundo que ayudan a construir. Así, los rituales, entendidos como engranajes de la comunicación simbólica, delimitan el comportamiento social y estimulan un horizonte de sentido a través de la construcción de expectativas.
Aunque Los Caballeros Templarios, durante su periodo de poderío buscaron edificar un aparato de adoctrinamiento político e ideológico -con fuertes elementos religiosos-, no lograron consolidarlo, o al menos no como ellos hubieran querido. Sin embargo, lo que sí consiguieron fue desarrollar una serie de prácticas ritualizadas que lo mismo funcionaban para admitir a nuevos miembros que para ostentar su poder ante los habitantes de toda la región.
La crueldad
No hay duda de que el horizonte de violencia desde el que escribimos la historia del presente tiene una particular característica: los homicidios son más sanguinarios, son ejecutados con mayor capacidad de fuego y armamento, son más sofisticados y, a veces, son perpetrados con una enorme brutalidad y crueldad. En efecto, en este largo periodo (2006-2021) la tasa de homicidios no sólo presenta un aumento cuantitativo sino que también muestra un cambio cualitativo, que se caracteriza por más crueldad en la manera en la que se ejerce la violencia. Así que una agenda de investigación sobre las violencias, que considere las particularidades regionales, debe preguntarse por los mecanismos que detonan la mayor brutalidad, que sin duda se ancla en el imaginario de las organizaciones delictivas.
La crueldad es el daño infligido a la víctima más allá de lo necesario para producirle la muerte (Collins, 1974, 2008). Es decir, se trata de una acción dirigida no sólo para terminar con la vida, sino que busca penetrar y lastimar el espacio subjetivo de quien la padece, en su identidad y lo que representa. La crueldad se ha abordado desde distintas tradiciones teóricas (Wieviorka, 2001). La explicación funcionalista, por ejemplo, encuentra su origen en la anomia que se genera como consecuencia de las tensiones o contradicciones entre las estructuras sociales y las culturales. La aproximación racionalista y economicista advierte en ella un mecanismo instrumental para generar ganancia. Finalmente, el modelo culturalista analiza la violencia desde el punto de vista de la socialización de los individuos en entornos con fuertes idiosincrasias autoritarias y con una arraigada legitimidad social de las prácticas crueles y violentas.
Aunque la crueldad es un mecanismo con cierta racionalidad, va más allá de las lógicas costo-beneficio y estratégica-instrumental. Al respecto, mi hipótesis es que responde a una lógica ritualista de construcción de subjetividad (Guerra, 2019), y para ello he propuesto el concepto de ritual de mortificación de los cuerpos. La crueldad es un mecanismo que emerge durante la interacción social entre la víctima y el victimario cuya función opera a nivel subjetivo. Sin embargo, éste no es un fenómeno que ocurra de forma aislada sino que surge en un ambiente determinado. También es parte de procesos ritualistas, es decir, proviene de estructuras que reproducen y sintetizan un campo específico de conflicto en el que se recrea una voluntad de dominio y una cultura particular, y en el que resulta fundamental la negación de la subjetividad de la víctima como una forma de reafirmación del poder e identidad del perpetrador. En este sentido, se produce una carga emocional y de significado. La muerte cruel materializa un discurso y legitima una forma de actuar socialmente muy valorada entre los victimarios (Collins, 2008; Wieviorka, 2001).
Las organizaciones criminales como sistemas sociales
Para terminar, es importante considerar dos mecanismos más para entender a las organizaciones criminales: sus procesos de diferenciación interna y sus rendimientos societales.
La diferenciación interna significa que estos grupos tienden a crecer y a dividirse bajo sus propias dinámicas. De suerte que, con el paso del tiempo, no sólo devienen más complejas sino que también desarrollan otro tipo de estructuras con su entorno. Una organización criminal no es un monolito con la forma de una pirámide. Por el contrario, es una estructura con cierta capacidad de adaptación y de cambio, con varios centros de poder y decisión. Además, los individuos que la integran desempeñan distintos roles, tienen capacidad de aprender, de agencia y de incidencia. Así, estas agrupaciones son dinámicas y cambian a lo largo del tiempo. Este fue el caso de Los Caballeros Templarios que durante su corta historia experimentaron un proceso de diferenciación interna: el grupo se complejizó (Guerra, 2018b). Nuevos roles y funciones surgieron en su estructura interna, lo que trajo consigo presiones para su posterior evolución hacia un modelo extractivista y depredador.
Los rendimientos sociales refieren a que estas organizaciones se estructuran con el objetivo de resolver ciertos problemas, muchas veces propios del ámbito local, y que de esta forma crean estructuras internas y externas. Para ilustrar ese proceso de estructuración, doy como ejemplo uno de los asuntos que comúnmente los grupos delictivos buscan resolver: la producción y redistribución de la riqueza. A propósito de este problema, en lo interno, tratan de generar mecanismos para la producción de bienes ilegales y su comercialización; mientras que, en lo externo, se articulan con su entorno, en este caso las poblaciones, usando la tierra, la mano de obra, las vías de transporte, etcétera. Cabe decir que tradicionalmente las funciones de generar riqueza y distribuirla se resolvían a través del Estado u otros espacios societales, como el mercado. De ahí que las organizaciones criminales funjan, hasta cierto punto, como equivalentes funcionales de estas dos entidades, sobre todo, en contextos en los que el Estado es intermitente y el mercado no logra producir riqueza social -como en Michoacán- (Guerra, 2018b).
Ambas formas de estudiar la estructura y las dinámicas de las organizaciones sociales proceden de una perspectiva sistémica, y los grupos criminales se han analizado de manera profunda desde la antropología, la ciencia política, la economía, la criminología y cierta sociología. En un artículo de próxima aparición abordo su estudio desde una perspectiva sistémica.
Conclusiones
El análisis de la violencia, en especial de la criminal, es complejo y merece abordajes sofisticados. Sin duda, una parte de la comprensión del fenómeno descansa en entender las dinámicas de la delincuencia organizada, pero no se agota ahí. De igual manera, es necesario repensar las dimensiones y los niveles, así como también las dinámicas que contribuyen a su reproducción, porque en efecto una perspectiva sistémica del estudio sobre la violencia parte del principio de pensarla como un sistema que se produce y reproduce a sí mismo, que inicia, quizá, por cuestiones de control territorial o de mercados o de algún otro detonante, pero en algún momento se convierte en ese tipo de sistema: la violencia por la violencia. Los elementos analíticos que se han dado esperan contribuir a ese entendimiento holístico del fenómeno.