Introducción
El activismo performativo es un término que comenzó a ganar gran popularidad a mediados de 2020 en medio de las protestas antirracistas provocadas por el asesinato del afroamericano George Floyd a manos de policías estadounidenses, y que en vías de definirse académicamente describe a aquellos individuos que se adhieren a causas sociopolíticas no por una auténtica identificación con éstas, sino como una forma de obtener valor y reconocimiento social. Con dicha adhesión buscan beneficiarse a sí mismos más que verdaderamente ayudar, ya sea creando una imagen de sí como personas “conscientes”, “solidarias” o “despiertas” con el fin de generar admiración y reconocimiento, por apaciguar la propia conciencia moral (TEDx Talks, 2021) o por mantener las apariencias. Las acciones que generalmente realizan rozan lo superficial y no ayudan a resolver la problemática por la cual luchan (Anderson, 2020). Aunque existen diversas formas en las que el activismo performativo puede realizarse, desde que se popularizó el término ha estado fuertemente relacionado con las redes sociales.
Específicamente, comenzó a adquirir relevancia a principios de junio de 2020, una semana después del fallecimiento de Floyd, tras una iniciativa llamada #TheShowMustBePaused ideada por Jamila Thomas y Brianna Agyemang, dos ejecutivas afrodescendientes de Atlantic Records, por medio de la cual apelaban a las celebridades y ejecutivos de la industria cultural a parar sus actividades el martes 2 de junio de ese año (Dixon, 2020). La propuesta que pronto cobró popularidad comenzó a ser conocida como #BlackOutTuesday, pidiendo no sólo a la industria cultural que detuviera sus actividades, sino también convocando a todos aquellos que estuviesen en contra del racismo a que tomaran ese día para reflexionar sobre esta problemática, se abstuvieran de participar en actividades económicas y que solamente utilizaran las redes sociales para informarse, compartiendo contenido de relevancia en favor de las protestas como peticiones en línea, páginas donde se pudiera donar para la causa o encontrar datos útiles sobre cómo ayudar (Perry, 2020).
Ese día algunos canales de televisión interrumpieron su programación por ocho minutos y cuarenta y seis segundos, el tiempo que Floyd estuvo sometido en el piso, mientras se proyectaba en la pantalla la frase “no puedo respirar” (TN8, 2020). Aplicaciones de streaming participaron por medio de silencios y playlist con temáticas especiales (Redacción RPP, 2020). Las redes sociales, contrario a lo que sugería la iniciativa, se inundaron con millones de cuadros negros, dejando de lado el motivo principal de la iniciativa, al causar que la información para apoyar las movilizaciones fuera relegada por este cúmulo de imágenes. Esto se ve ejemplificado cuando se compara entre los aproximadamente veintiocho millones de usuarios que compartieron dichos cuadros con los trece millones de personas que firmaron la petición para que se arrestara a los policías responsables. Es decir, fueron un poco menos de la mitad de personas las que participaron con acciones concretas en contraste con las que sólo publicaron contenido en las redes sociales (Abdi, 2020).
Sin embargo, el asunto no paró ahí, ya que días después cobró notoriedad el hecho de que muchos usuarios empezaron a borrar estos cuadros negros porque no combinaban con la estética de su perfil en Instagram (Abdi, 2020). Posteriormente, comenzaron a circular videos de individuos tomándose fotos enfrente de tanquetas policiales, levantando carteles en medio de movilizaciones, o fingiendo que participaban en el saqueo de algún negocio (Joeybtoonz, 2020). De esta manera en el #BlackOutTuesday y a lo largo de las manifestaciones del Black Lives Matter se hizo explícita, por medio de las redes sociales, una forma de actuar que más adelante sería catalogada como “activismo performativo”, pues consideraban que esta actitud en lugar de favorecer al movimiento lo entorpecía y desacreditaba (Aswad, 2020; Nahmad, 2022; Perry, 2020 y TEDx Talks, 2021).
Una hipótesis de este trabajo es que este comportamiento es reflejo de los rasgos que el ser humano tiende a desarrollar bajo el capitalismo. Específicamente obedece a la lógica de lo que Erich Fromm conceptualiza como carácter mercantil, modo de tener y conformidad gregaria, que a su vez no son más que un modo por el que el ser humano intenta superar las insoportables sensaciones de soledad e insignificancia a las que lo arroja el capitalismo (Fromm, 2001; 2014; 2017). Por lo que al cosificarse como objetos de consumo bajo la etiqueta de “consciente” o “rebelde” no sólo buscan relacionarse con los demás, sino también ser admirados y reconocidos, superando la sensación de insignificancia e incluso llegar a sentirse superiores frente a otros.
No obstante, esta aparente rebeldía con la que se revisten los individuos no es más que una pantalla, ya que los objetivos egocentristas por los que se adhieren a una causa sociopolítica se contraponen al concepto de rebeldía, que según Albert Camus (2016) nace del descubrimiento de un ideal superior a todos los seres humanos imprescindible para una vida digna. La rebeldía exige bajo la fuerza de un “todo o nada” el reconocimiento y respeto de este ideal. La carencia de esta fuerza es la que hace al activismo performativo incapaz de realizar un acto que llegue a interrumpir la manera en la que el sistema hegemónico funciona, modificando por completo el contexto en el que éste puede emerger, transformándolo de manera radical; es consecuentemente inhábil para generar un acto político (Zizek, 2010).
Igualmente, se tiene la hipótesis de que los “enjambres” (Han, 2019), una concentración de personas juntas pero aisladas, intrínsicamente superflua y efímera, inhábil para desarrollar un “nosotros” capaz de expresarse en una sola voz y fuerza, son la forma colectiva que toma el activismo performativo.
Al ser un concepto recientemente acuñado, el fenómeno al que se hace referencia no ha sido ampliamente estudiado por la academia, por lo que tenemos como objetivo realizar una aproximación teórica que pueda explicar el origen y la estructura del activismo performativo, que consideramos tiene su origen en los rasgos de carácter que el capitalismo imprime sobre el ser humano. Debido a esto, gran parte de las hipótesis presentadas en este trabajo parten del análisis de documentos hemerográficos y contenidos informales de la web, donde el concepto ha sido abordado y analizado. Cabe destacar que esta es una primera aproximación teórica del activismo performativo, la cual se planea profundizar en futuros trabajos. Es importante señalar que también tenemos como objetivo incentivar la investigación académica alrededor de este fenómeno.
El artículo está divido en tres apartados. En el primero se explicará, partiendo de la teoría crítica de Fromm, la manera en la que el capitalismo influye en la condición humana, dando nacimiento a ciertas formas de comportamiento íntimamente vinculadas entre sí: la conformidad gregaria, el modo de tener y el carácter mercantil. En el segundo se señalará cómo estos tres elementos permiten, junto con el desarrollo tecnológico, el nacimiento de lo que Byung-Chul Han (2013) llama la sociedad de la exposición. Con este marco conceptual como base, en el último apartado expondremos cómo la rebeldía y la adherencia a causas sociopolíticas se han convertido en medios para generar valor y reconocimiento social, combinándose, a su vez, con la dinámica de la exposición, y trayendo múltiples consecuencias, entre ellas, la pérdida de su potencia transformadora.
La condición humana en el capitalismo desde la perspectiva de Erich Fromm
Para lograr entender completamente al activismo performativo, primero es necesario comprender cómo el capitalismo influye en la condición humana, ya que este fenómeno es consecuencia directa de este modo de producción. Para ello retomaremos tres conceptos que, según el pensamiento frommiano, describen a la sociedad y al individuo bajo este sistema: el modo de tener, el carácter mercantil y la conformidad gregaria, que están íntimamente relacionados entre sí, por lo que describir a uno implica hacer referencia a los otros.
Según Fromm (2001), la llegada del capitalismo implicó la ruptura con las formas tradicionales en las que la humanidad se había venido gestando, terminando por aislar al ser humano. Las organizaciones comunales devinieron en sujetos atomizados, los pequeños comercios fueron reemplazados por grandes monopolios, la capacidad para generar vínculos quedó envenenada por la competencia entre los mismos sujetos. Aislado, el hombre comenzó a sentirse amenazado por la hostilidad del propio sistema económico que principalmente se basa en la competencia, por la posibilidad del despido, la falta de una base que le garantizara una existencia digna, por la quiebra de su negocio o la eventual absorción de éste por parte de un monopolio reduciéndolo a un obrero explotado más, entre otras cosas.
A la par de que fue desplegándose, y con ello la posibilidad material de la liberación del ser humano, plasmada aparentemente en el reconocimiento de los derechos humanos, el surgimiento de nuevas estructuras políticas basadas en la libertad, la justicia y la igualdad, o en el cada vez mayor dominio sobre la naturaleza, irónicamente su libertad fue mermando, acompañada por un creciente sentimiento de aislamiento, insignificancia y miedo a ejercer estas supuestas libertades. La situación que se ha venido desarrollando hasta llegar a la época actual, representa el posicionamiento del capitalismo como sistema hegemónico, dando nacimiento a una sociedad caracterizada por un comportamiento conformista centrado en la acumulación, en la percepción mercantilista del mundo y de la propia persona.
Entonces el individuo contemporáneo es un ser solitario, oprimido por la hostilidad y la grandeza del mundo. La soledad emanada de esta circunstancia es moral, pues es la sensación de no estar vinculado a nada ni a nadie (Fromm, 2001). Abrumado por estos padecimientos, el sujeto contemporáneo busca revincularse con el mundo, desatomizarse a la par de tratar de trascender su sensación de insignificancia frente a la existencia. Sin embargo, por la misma estructura del sistema capitalista esta posibilidad se ve amputada, obligándolo a trazar vías alternativas con las cuales intentará volver a generar nexos con los demás, ser parte de un “nosotros”, de una comunidad, sentirse grande ante el mundo y el cosmos. Estas vías alternativas Fromm (2001) las llamará mecanismos de evasión, que son una serie de actitudes compulsivas que buscan de cualquier forma librarse de esa terrible angustia, sin importar que las consecuencias de ello sean la pérdida de su individualidad, de su integridad y del pequeño fragmento de libertad que posee. Existen diversos tipos de mecanismos de evasión, sin embargo, el más adoptado de todos ellos en la sociedad occidental es la conformidad gregaria (Fromm, 2001), bajo la cual el individuo adopta el tipo de personalidad promovido por las pautas culturales, transformándose en un ser igual a los demás, volviéndose exactamente como la sociedad quiere que sea.
El conformismo gregario implica el pensamiento de rebaño, la renuncia al pensamiento crítico, producto de un proceso mental que involucra el uso entero de todas sus facultades (Fromm, 2001). Al ser igual a los demás, la persona logra fundirse con la gran masa, responder a la duda sobre su ser, superando su sentimiento de aislamiento e insignificancia frente a la vida. No obstante, esto trae como resultado la represión de su libertad y la imposibilidad de desarrollar su propia identidad. Esta última depende de ser una mímesis de los demás, de ser reconocido como su igual, lo que completamente lleva a la frustración, a una sequía de las potencias vitales.
El individuo se vuelve un ser insatisfecho e infeliz por no ser él mismo, por no tener libertad y, sin embargo, no se atreve a buscarla porque nuevamente conllevaría arrojarse a la soledad, a un sistema social que lo aplasta y para el cual es insignificante. Ante esta situación no le queda otra opción más que la de aparentar que es diferente. El sujeto contemporáneo se caracteriza por una gran “hambre de diferencia”, último vestigio de su individualidad agonizante (Fromm, 2001), y que se ve reflejada en cada uno de los rincones de la vida societal en la que reina un culto a lo diferente y donde cada ámbito busca ofrecerle la ilusión de la individualidad.
El otro elemento que distingue a la condición humana bajo el sistema capitalista es la acumulación como fin último de la existencia. En una sociedad donde el objetivo final es la acumulación de riquezas, lleva a que sus miembros suelan subjetivar los valores sociales, así la búsqueda por acumular se da tanto a nivel estructural como individual; las actitudes cosmovisiones y formas de comportarse ante la vida de los sujetos tienden a ser influidos por esta orientación, dando nacimiento al modo de tener (Fromm, 2017). Esta lógica pone como valores máximos la aprehensión y conservación de propiedades, los individuos que acumulen más posesiones serán los más valorados y reconocidos dentro de la sociedad. Así, la acumulación funge, a su vez, como un elemento diferenciador, como una forma de placebo para esta hambre de diferencia que caracteriza al hombre contemporáneo.
Todo en el modo de tener puede convertirse en una posesión, desde los objetos, las relaciones sociales, hasta las vivencias, saberes y sentires. Incluso la propia persona se percibe a sí misma como un objeto al que posee (Fromm, 2017). Las propiedades también fungen como respuesta a las interrogantes por el ser. El individuo funda su identidad en lo que posee. Empero, que el individuo se defina y valorice a partir de sus posesiones conlleva que en todo momento su valor e identidad corran el riesgo de desaparecer, pues toda posesión es perecedera, lo que hace del sujeto un ente constantemente angustiado y estresado por sus propiedades, porque si las pierde no es nada, dejaría de ser (Fromm, 2017). Esto se traduce en una fuerte compulsión neurótica por buscar siempre poseer más, y así estar mejor protegido contra un posible nihilismo del ser.
También los “otros” se presentan como antagonistas, pues la propiedad es inherente a la exclusión. El sujeto angustiado por su ser y su valor tratará de aprehender lo más que pueda, excluyendo e incluso acaparando lo que otros tienen, al mismo tiempo que busca proteger sus posesiones de la inferencia de aquellos que deseen quitárselas. Si la acumulación es un objeto diferenciador entrará de igual forma en un estado de competencia con los otros buscando no ser eclipsado y relegado a la nada. La modalidad de tener, inherente al capitalismo, es un modo de vida basado en la codicia, la competencia, la envidia y la búsqueda de poder, debido a que este es el medio por el que se logra tanto aprehender algo como mantenerlo bajo tu dominio (Fromm, 2017).
Finalmente, el último concepto que describe la condición humana bajo el sistema capitalista es el carácter mercantil. En esta actitud se conjugan los elementos descritos anteriormente; es la expresión de la contaminación por parte de las significaciones y procesos comerciales en el autoconcepto de las personas, como en sus maneras de relacionarse y percibir el mundo. El individuo se considera a sí mismo como mercancía-vendedor, su valor y percepción depende de las ganancias que genere la venta de su persona, de qué tan “consumida” sea (Fromm, 2003). Entre más ganancias acumule, más aumenta su valor y más es reconocido socialmente; el individuo bajo una lógica de la acumulación nuevamente se ofrece como mercancía acumulando más ganancias, y así sucesivamente, en un ciclo infinito.
Para garantizar su éxito mercantil el individuo debe acoger las características más codiciadas en el “mercado” social. Para hacerse más vendible incluso adopta aquellas cualidades deseables socialmente, transformándolas en un medio para ser consumido, en otra forma de propiedad (Fromm, 2003). Al no ser resultado de un proceso orgánico del ser, las cualidades adoptadas dejan de serlo convirtiéndose en un papel que el sujeto debe de interpretar. Estas cualidades que abraza son fácilmente sustituidas tan pronto como otras sean más deseadas.
La persona con carácter mercantil se autoexplota, busca perfeccionarse para cada vez venderse mejor, pero esto también sucede de manera inversa: el individuo ve a sus congéneres como mercancías consumibles, las cuales está dispuesto a comprar siempre que traigan consigo ciertas ventajas. Las relaciones sociales no son más que relaciones de consumo. No obstante, detrás del deseo por ser consumido se esconde la necesidad innata que tiene el ser humano por relacionarse. La venta y el consumo son los procedimientos a partir de los cuales los miembros de la sociedad contemporánea buscan generar vínculos entre ellos.
El hecho de que se busque afirmar lo que se es a través de la posesión no significa que verdaderamente haya una simetría entre el tener y el ser. La afirmación de “soy lo que tengo” implica el auge del parecer. El tener se vuelve dictador de lo real causando que haya “un deslizamiento generalizado del tener en parecer” (Debord, 2018: Tesis 17). La posesión se vuelve la forma por la que las personas crean imágenes falsas de sí mismas a partir de las cuales buscan afirmar algo que no son. El engaño, la inautenticidad y la pose se vuelven reinantes. Ya no existen más relaciones directas entre persona y persona, sino relaciones entre imágenes (Debord, 2018).
Como hemos visto, según Fromm, la conformidad gregaria, el modo de tener y el carácter mercantil, son elementos que caracterizan al ser y a la sociedad humana actual. Elementos que, con la emergencia del mundo digital y sobre todo de las redes sociales, no sólo se evidenciarán sino que encontrarán los medios para potencializarse y expandirse a otras áreas de la dimensión social.
La lógica de la exposición, consecuencia del carácter social capitalista
Actualmente, las redes sociales tienen cada vez mayor influencia dentro de la sociedad, todas las actividades sociales dependen en gran medida de ellas, a tal punto que las redes parecen estar naturalizadas dentro de la vida. Sin embargo, este fenómeno no se puede explicar solamente desde esta arista. Consideramos que su uso excesivo se debe a que son percibidas como el medio principal donde se gana y se evidencia el valor y el reconocimiento social que tienen los individuos.
Lo anterior es resultado de la forma que la condición humana toma bajo el capitalismo. Como afirmó Ensenzsberger (2000), el mundo digital “refleja simple y llanamente el estado mental de sus miembros”, y consecuentemente, de la sociedad en su conjunto. Pero, como se verá más adelante, las redes sociales parecen contribuir, por la manera en la que están estructuradas, a potencializar los rasgos de carácter que el hombre desarrolla dentro del capitalismo, dando así una explicación mucho más amplia a la adicción y al deseo compulsivo de los individuos a usarlas, manifestándose esto en la amplia exposición que hacen de su vida a través de ellas, emergiendo así lo que se cataloga como una sociedad de la exposición (Han, 2013).
En ella rige una moralidad de la visibilidad (Sibilia, citada en Fernández, 2014), que no es más que la lógica espectacular que domina desde el advenimiento de la sociedad de masas, la cual afirma que “lo que aparece es bueno, y lo que es bueno aparece” (Debord, 2018: Tesis 12). Aquello que es visible, que se muestra ante una gran cantidad de personas, es lo superior, lo que vale, lo que es, y viceversa, lo que pasa inadvertido, invisible ante las miradas, es lo inferior, lo de escaso valor, lo que no es.1 Anteriormente, el poder de visibilizar estaba en manos de los medios de comunicación tradicionales, pero ahora se encuentra compartido, e incluso comienza a ser monopolizado por el internet, especialmente por las redes sociales. En ellas lo que aparece es lo que se viraliza, lo trending topic. Cuestión reflejada cuantitativamente en el número de likes, shares, followers u otro tipo de reacciones. Estos recursos cuantitativos, que llamaremos bienes o propiedades digitales, se convierten en métricas de la visibilidad y, consecuentemente, del valor personal y grado de reconocimiento que posee una persona a nivel social.
En la actualidad, la compulsión por exponerse puede explicarse desde el momento en el que un individuo comienza a verter en su perfil o página de usuario de alguna red social sus gustos, ideas o pensamientos, en suma, la totalidad de su persona, transformando su cuenta en su identidad digital (Fernández, 2014). No obstante, este contenido no queda inerte, ya que es expuesto al escrutinio del ojo público, donde es valorado y retroalimentado por otros usuarios, pero lo que termina por juzgarse no es dicho contenido en sí mismo, sino la propia vida de los individuos. Así, las redes sociales trasmutan en un medio donde las vidas son valorizadas y juzgadas, el sujeto interpreta el valor que tiene su persona a partir del total de bienes digitales que acumule: entre más posea, más vale, pero para ello primero necesita “exponerse para ser” (Han, 2013: 25). Emergiendo de esta forma la sociedad de la exposición.
Así, la importancia que adquieren las redes sociales para el individuo actual gira en torno a que en ellas se pone en juego el valor de su ser. Entonces no es de extrañar la invasión por parte de la esfera privada hacia la esfera pública, transformándola en un lugar de exposición (Han, 2013).
Las posesiones tanto materiales como inmateriales se convierten en elementos decorativos que hacen más atrayente la exposición. Empero, si el individuo realmente quiere ser visible tiene que mostrar aquellas cualidades, posesiones y valores que sean merecedores de admirar dentro de la sociedad. La exposición implica la conformidad gregaria ya señalada por Fromm (2001), la pérdida de la individualidad en pos de una mayor visibilidad. Ser visible es ser igual, y en la exposición la peculiaridad de las cosas “no desaparecen en la oscuridad, sino en el exceso de iluminación” (Han, 2013: 29).
Atendiendo a esto, y siguiendo lo que Fromm (2017) señalaba, si la acumulación de los bienes digitales se transforma en una métrica del valor e importancia social, conllevando a que entre más bienes digitales se posean más valor se tiene, consecuentemente los otros individuos comenzarán a presentarse como competencia y por lo tanto amenaza para el ser, por lo que el sujeto debe de cuidar el hecho de no ser invisibilizado por sus prójimos, pues si sus vidas causan mayor interés y retienen más la atención de los demás, surge una sensación de inferioridad propia, porque no se posee el mismo valor que el de sus congéneres. En la exposición emerge la envidia, la competencia entre los usuarios, la idea de la propia insignificancia, o viceversa, la sensación de superioridad, como también un deseo de poder que a su vez garantiza el acceso a más posesiones que embellezcan la propia exposición.
Igualmente, el hecho de que los bienes digitales pertenezcan a un ámbito inmaterial no los salva de la caducidad, ya que son sumamente efímeros, incluso más que los otros tipos de propiedad. El tiempo que un contenido en las redes sociales acapara la atención para después pasar a ser desplazado por otros es relativamente corto. En las redes más utilizadas como Facebook, Twitter e Instagram “la esperanza de vida” de los contenidos es respectivamente entre cinco y seis horas, de quince a veinte minutos, y en Instagram dependiendo del tipo de publicación, de veinticuatro a cuarenta y ocho horas (Wilson, 2019). La atención ganada por un momento en las redes sociales, al poco tiempo se pierde volviéndose irrelevante, los contenidos son consumidos y olvidados sumamente rápido. Esto causa que, compulsivamente, los individuos estén buscando acaparar bienes digitales para luchar contra esa fugacidad, pues si no lo hacen corren el riesgo de dejar de ser.
La competencia, el temor a caer en un nihilismo del ser, la constante adaptación a lo socialmente deseado, el deseo de sentir que se tiene valor, provocan que constantemente el individuo esté autoexplotándose, optimizando su imagen tratando de volverse más visible, de generar mayor atención. Lo que revela a la exposición como explotación (Han, 2013). Así, las redes sociales se presentan como un mercado de personalidades, donde “cada sujeto es su propio objeto de publicidad” (Han, 2013: 29), arrojándose a sí mismo al escrutinio digital esperando venderse al mayor precio posible.
Volverse visible implica transformarse en ícono, la exposición coacciona la conversión de todo a imagen (Han, 2013). Bajo ella, el individuo con carácter mercantil se transforma en una mercancía visual, lista para el consumo. La identidad y el valor de la persona ya no están solamente supeditados a lo que posee, sino también a la manera en la que construye su imagen en las redes sociales, y estos factores se vuelven interdependientes.
La imagen no permite un lugar para lo invisible, éste no existe, pues sólo lo que se puede observar es lo verdadero, lo que es (Han, 2013). La degradación del tener en parecer sufre un traspié. Si antes bastaba la posesión de algo para afirmar que se era algo, ahora al tener la imagen, el poder de declarar lo real, lo verdadero pasa a ser afirmado por la imagen, basta exhibirse para ser. Ya no es forzoso el axioma de que “todo real ‘tener’ debe extraer su prestigio inmediato y su función última” (Debord, 2018: Tesis 17), como definidor del ser. Ahora es la imagen a la que se le debe extraer su prestigio y su función última como determinante del ser. No es que la posesión dé paso completamente a la imagen, porque la forma en que ésta es adornada, presentada y por lo tanto juzgada y valorizada, depende de lo que en ella se muestre poseyendo. La posesión se mantiene y se busca expresar, pero el tener real se vuelve prescindible, puede ser verdadero o falso. La imagen agranda esta distancia que no permite comprobar lo legítimo de lo ficticio, el parecer se vuelve mucho más profundo, más distanciado del ser real. Lo auténtico se convierte en sinónimo de lo falso, y el parecer la declaración de lo real.
Todo este fenómeno queda demostrado en las pruebas que Instagram ha realizado desde 2019 en su plataforma, que consisten en ocultar el contador de likes, permitiendo sólo al dueño de la cuenta ver el número de reacciones que sus publicaciones han logrado acumular. La justificación que dio su director, Adam Mosseri, fue que Instagram busca el bienestar y la salud de las personas, dos aspectos que se ven afectados en ella, pues muchos usuarios comparan su vida con la de los demás a partir del número de likes que reciben. Con esta medida se buscaría: “crear un ambiente con menos presión donde la gente se sintiera libre de expresarse a sí misma” (Meisenzahl, 2021). Esta declaración de Instagram coincide con los resultados de diversos estudios sobre la relación entre salud mental y redes sociales, como el estudio de Jan, Soomro y Ahmad (2017) donde se muestra que las redes sociales tienden a provocar un impacto negativo en las personas, pues unas suelen compararse con otras, lo que las lleva a generar envidia o sentirse insignificantes frente a otros individuos. Algunos estudios (Campos et al., 2021; Vera, Gil y Quintero, 2021) también señalan una relación proporcional entre el uso de las redes sociales con la ansiedad y la depresión. En 2019 se calculaba que, en tan sólo diez años, su uso y el del Internet habían incrementado en un 18 por ciento la depresión y en un 15 por ciento los trastornos de ansiedad a nivel global (Notimex: 2019).
Lo anterior evidencia cómo la salud mental se ve dañada por el uso de las redes sociales, afectaciones que si bien pueden deberse a diversas causas, consideramos haber demostrado cómo gran parte de ellas se originan en los rasgos de carácter social, descritos por Fromm y Han, que adquieren los individuos bajo el capitalismo. Éstas parecen jugar un papel que va más allá de los simples medios de comunicación o los espacios virtuales. Sostenemos que representan espacios donde constantemente está en juego el ser de los individuos, su identidad y su autoestima; en resumen, su estructura existencial. Por esa razón, la solución de Instagram es infructuosa, quitar el medidor de likes no resuelve el problema, lo oculta, lo reduce a un aspecto estructural de la red social, invisibilizando las posibles causas enraizadas en las condiciones sociales y sus consecuencias en el carácter de los individuos, que no sólo se ve reflejado en las redes sociales sino también potenciado a tal grado que incluso las formas de resistirlo se han convertido en medios para generar valor y reconocimiento social, lo que no sólo entorpece las luchas de los movimientos sociales, sino que siembra en la propia acción de resistencia la semilla que le permitirá al capitalismo seguir existiendo. Así, esta instrumentalización de la rebeldía se le puede definir como activismo performativo.
El activismo performativo y su rebeldía espectacular: lo político y la polarización
El activismo performativo a pesar de ser un fenómeno que recientemente se ha hecho conocido y popularizado su práctica, aproximadamente tiene sus orígenes desde la segunda mitad del siglo XX. Para comprenderlo es necesario entender las afectaciones que el concepto de “contracultura” ha tenido en las formas de criticar y oponerse al capitalismo.
Según Joseph Heath y Andrew Potter (2009), los pensamientos y los movimientos políticos surgidos durante los siglos XVIII y XIX dirigían sus críticas y acciones contra las clases gobernantes, posicionándolas como las principales antagonistas. Éstos en la lucha contra el poder percibían al pueblo como un aliado natural, entonces sublevarlo en contra de la clase opresora era su objetivo principal. No obstante, durante la segunda mitad del siglo XX el pueblo pasará de ser considerado un aliado en contra del sistema político a formar parte de éste, así ya no existirá una clase dirigente opresora, sino también un pueblo alienado y conformista con la hegemonía (Heath y Potter, 2009).
Aunque las causas son diversas, se pueden rastrear sus orígenes en el concepto de ideología de Karl Marx y en la idea gramsciana de la hegemonía cultural. Sin embargo, no fue hasta el atestiguamiento del poder de la propaganda durante la Segunda Guerra Mundial, y posteriormente la emergencia de la sociedad de masas caracterizada por la influencia de los grandes medios de comunicación y la publicidad sobre el comportamiento humano, que se estableció la idea de que el sistema hegemónico se mantenía a través de todo un sistema de manipulación, la dominación ya no se reflejaba en un colectivo social específico, sino que pasaba a ser deseable, defendida y reproducida por los individuos, llevando a la población popular de ser un aliado en la lucha contra el poder a un ente del cual se debe sospechar (Heath y Potter, 2009).
Es en este contexto que en 1969 surge el concepto de contracultura acuñado por Theodore Roszak en su obra El nacimiento de la contracultura, en la que afirma que la sociedad completa se ha vuelto una tecnocracia, un sistema complejo de manipulación, toda la cultura se vuelve parte de un sistema manipulador y represor de los deseos humanos más vitales (citado en Heath y Potter, 2009). Aspectos contra los que tradicionalmente la izquierda había luchado, como la desigualdad o la explotación, son vistos como superfluos, siendo relegados a segundo plano y priorizando sobre ellos la liberación psíquica de la sociedad. Consecuentemente, si la cultura es todo un mecanismo de dominación, cualquier comportamiento, vestimenta, forma de consumo, que salga de sus dictados se vuelve un acto crítico y liberador que ataca los fundamentos del sistema. La lucha en contra de éste pasa a centrarse en la praxis de una contracultura.
Durante este periodo, según Heath y Potter (2009), la rebeldía se convierte en una cuestión de estética y actitudes. Es en esta transmutación donde comienza a transformarse en un instrumento para generar valor y reconocimiento social. Partiendo de Pierre Bourdieu, el criterio estético conlleva la separación entre lo inferior y lo superior, el gusto se define a partir de lo que no es por una “intolerancia visceral de los gustos de los demás” (Bourdieu, citado en Heath y Potter, 2009: 143), pues éstos se consideran inferiores. Implica la distinción, la exclusividad, una forma de jerarquía social: aquellos que poseen el “buen gusto” son considerados superiores sobre quienes no lo tienen. De esta forma oponerse al sistema se vuelve una manera de afirmar la superioridad personal, pasa a ser un elemento jerarquizador, dotador de valor. Basándonos en las características de los individuos inmersos en un contexto social capitalista, conceptualizadas por Han (2013) y Fromm (2001; 2003; 2017), no es extraño pensar que los sujetos contemporáneos, intentando saciar su hambre de diferencia, se adhieran a los estándares rebeldes queriendo tanto distinguirse como venderse a los demás bajo está figura. Ante esta lógica, la rebeldía contracultural se vuelve un elemento más de acumulación, un generador de atención y valor social.
Aunque si la rebeldía se opone a las pautas culturales, ¿cómo es que los individuos, conformistas gregarios la adoptan si ésta no es promovida, en apariencia, por la cultura hegemónica? La forma contracultural de la rebeldía en el fondo no se opone a la lógica del capitalismo, a tal grado que hoy en día forma parte de la cultura hegemónica (Heath y Potter, 2009). La rebeldía al volverse un medio para generar valor y reconocimiento social pasa a ser una forma más de posesión y consumo. Por otro lado, se basa en la exclusividad, en la distinción de superioridad que otorga al que la ejerce, esto conlleva a que conforme aumente el número de individuos que la acoplen a su estilo de vida, vaya perdiendo este signo de distinción, lo que hace que cada determinado tiempo la contracultura se tenga que reinventar, buscando mantener este aire de exclusividad y, por lo tanto, de superioridad, llevándola a acelerar los procesos de obsolescencia económica (Heath y Potter, 2009).
Además, el estilo de vida que promueve es más armonioso con los ritmos del capitalismo. Esta forma de rebeldía es lo que Heath y Potter (2009) abordan como lo cool, es un elemento diferenciador que juega un papel importante dentro de la jerarquía social urbana contemporánea. Una persona cool es la que se ha apartado de las grandes masas, un prototípico héroe rebelde, ejerce un estilo de vida alternativo, catalogando a su propia conducta como un acto sumamente político por medio del cual busca liberar a los individuos de la sociedad de masas.
Lo cool o contracultural defiende una serie de valores catalogados como bohemios que se contraponen a los valores burgueses tradicionales que hasta mediados del siglo XX habían caracterizado al sistema capitalista. Los primeros defienden la individualidad, la creatividad, la inconformidad, el hedonismo, lo experimental y lo novedoso; frente a la tradición, la sensatez, la autodisciplina, lo regular y el orden burgués. Los valores bohemios para principios de la década de los noventa se impusieron frente a los burgueses (Heath y Potter, 2009). Dicho cambio se da cuando los jóvenes que formaron parte de la revolución cultural de la década de los setenta acceden a los puestos de poder y logran armonizar el hedonismo, la búsqueda de la novedad o la creatividad, sin dejar de lado el afán de lucro burgués, emergiendo la clase de los BoBos, apócope de Bourgeois Bohemians (Brooks citado en Heath y Potter, 2009).
Posteriormente influirían en otro grupo, que se volvería de vital importancia, pues éste terminaría por tener un gran peso dentro del capitalismo: la clase creativa (Heath y Potter, 2009), que trasciende completamente el conflicto entre los valores burgueses y bohemios. Antepone, frente a la figura clásica y homogénea del “hombre-empresa”, el individualismo, la expresión y la distinción, características que la harán ampliamente deseada por las empresas gracias al auge de la “nueva economía”, cuya naturaleza cambiante y con constantes flujos de innovación, necesita de mentes creativas capaces de generar nuevas formas de producción, mercancías, organización, etcétera. De esta manera los valores bohemios, al ser más armoniosos con un proceso económico que constantemente se acelera, se renueva y necesita de consumidores siempre abiertos a nuevos productos, se vuelven los dominantes, “lo cool expresa sin ambages el espíritu capitalista” (Heath y Potter, 2009: 233). Así, irónicamente, la rebeldía contracultural termina por volverse parte de la cultura hegemónica. Y gracias a que es una pauta cultural, que los individuos en su conformismo gregario no sienten que verdaderamente estén desafiando los estamentos de la sociedad, por lo que fácilmente pueden acoplarla a su estilo de vida.
En vista de toda esta revisión histórica, conjeturamos que a partir de que la rebeldía se identifica con la contracultura que se instrumentaliza, transformándose en un medio para acumular valor y reconocimiento social, se convierte en un elemento diferenciador que hace más atractivos a los individuos como objetos de consumo, posibilitando con ello la emergencia del activismo performativo. Podemos definir esta práctica como el uso utilitarista e individualista de los símbolos, actitudes e ideas rebeldes como forma de aumentar el valor social y reconocimiento ante la sociedad, es adherirse a una causa sociopolítica con el fin de obtener beneficios propios que se contraponen a los ideales colectivos rebeldes. Es una rebeldía espectacular, falso rechazo del sistema que busca ocultar su abdicación ante éste, reproduciéndolo y fortaleciéndolo a su paso.
Como lo señalamos, esta actitud encuentra sus raíces desde la segunda parte del siglo XX, pero con la emergencia de la sociedad de la exposición, pasa a ser una forma más con la que los individuos se exponen. El uso masivo de las redes sociales como herramienta de protesta puede rastrearse en el surgimiento de dos movimientos sociales: la “Revolución de las Cacerolas”, de 2008 en Islandia, y la revolución tunecina de 2010, esta última de gran importancia, pues influyó en lo que más adelante sería la conocida “Primavera Árabe”, una serie de protestas acaecidas en distintos países árabes en pro de la democracia y los derechos humanos y caracterizadas por un uso intenso de los espacios virtuales como Twitter o Facebook, por parte de los manifestantes para organizarse (Castells, 2020).
Además del papel organizativo, las redes sociales, según Castells (2020), al permitir la transferencia de información casi instantánea no sólo mostraron una perspectiva distinta a lo declarado por los medios de comunicación hegemónicos de lo que pasaba durante las manifestaciones, también influyeron en personas de distintas locaciones geográficas para pronunciarse en sus determinados contextos, dando paso a toda una serie de movilizaciones originadas durante la década de 2010. Sin embargo, no fue sino hasta la emergencia del movimiento Ocuppy que el uso de las redes sociales como instrumento de protesta se intensifica, siendo constantemente utilizadas por sus miembros para compartir fotografías y videos como una herramienta narrativa para contar el día a día del movimiento (Castells, 2020).
Hoy en día, a raíz de estas manifestaciones es que en la gran mayoría de los movimientos podemos hallar a las redes sociales como piedras angulares en su estructura, a tal punto que Castells (2020) afirma que la esencia de las movilizaciones actuales se encuentra en la vinculación entre los espacios virtuales posibilitados por las redes sociales y los espacios políticos urbanos. Sin embargo, no puede reducirse su papel a una dimensión promocional o de influencia de los movimientos sociales, ya que hipotetizamos que tiende a promocionar actitudes superfluas, a volver la rebeldía y la afiliación con alguna causa sociopolítica una forma para generar reconocimiento social. Como lo mencionamos anteriormente, a partir del siglo XX la rebeldía pasa de ser un llano enfrentamiento contra una clase dominante a una cuestión de avivamiento de la consciencia (Heath y Potter, 2009). Este contexto nos lleva a conjeturar que detrás del hecho de compartir contenidos en las redes sociales relativos al activismo, la rebeldía y las causas sociopolíticas, también se halla un deseo por agrandar la propia imagen a través del aura de superioridad que otorga el identificarse y afiliarse con alguna causa sociopolítica. Sostenemos, por lo tanto, que las redes sociales influyeron y promovieron el esparcimiento del activismo performativo.
Lo anterior puede observarse de mejor manera a partir de un artículo de la periodista británica Yomi Adegoke (2020), publicado en la revista Vogue, en el cual, sin referirse de esta manera al fenómeno, habla de los efectos de la lógica de la exposición, señalando que parece como si todo aquello que no se publica como contenido en las redes sociales, es como si no existiera o no hubiese sucedido. Esta tendencia fue tan preponderante que, durante las movilizaciones sociales en contra del asesinato de George Floyd, ella logró atestiguar la presión que la sociedad ejerció hacia los individuos para exponer en las redes sociales sus pensamientos, preocupaciones o acciones en torno al racismo, ya que no hacerlo significaba que se estaba a favor de éste o que la problemática les era indiferente. Al respecto se destaca el caso del artista afrodescendiente Ashley Walters, que fue juzgado duramente en redes sociales por no hacer referencia al caso Floyd en sus cuentas, así como su reacción ante estas acusaciones afirmando que el hecho de no publicar nada en su perfil no significaba que fuera indiferente a una problemática que le había afectado toda la vida.
Por otro lado, nos encontramos con individuos que parecen usar los movimientos sociales para acumular e incrementar su número de likes y seguidores, como sería el caso de la influencer Kris Schatzel (Holdier, 2020), quien subió fotos de ella aparentemente protestando durante el Black Lives Matter, para luego ser arduamente criticada al viralizarse un video donde se le observaba llegar a la manifestación sólo para ser fotografiada e irse inmediatamente. En esta lógica, en Instagram también se inscribió la tendencia a tomarse fotos frente a barricadas, vallas y automóviles incendiados, restos del encuentro represivo entre manifestantes y policías en Barcelona, durante 2019 (Mohorte), acción que dos años después volvió a entrar en tendencia (Metropoli, 2021) tras las protestas por la encarcelación del rapero Pablo Hasél.
A nivel masivo podemos observar el escaso tiempo que muchos movimientos impactan en la población a través del tráfico discursivo que generan en las redes sociales. Por ejemplo, después del asesinato de ocho mujeres estadounidenses de origen asiático, en Twitter se viralizó el hashtag #StopAsianHate, frase que fue trending topic hasta poco más de una semana cuando finalmente su uso cayó abruptamente (Fu, 2021). En México puede observarse en relación con las marchas del ocho de marzo, según Google Trends (2023a; 2023b y 2023c) palabras como feminismo, feminicidios o movimiento feminista, tienden a volverse tendencia justo en los días cercanos al Día de la Mujer para después caer dramáticamente, siendo notorio cómo cada año, desde 2020, estos términos cada vez generan menos tendencia.2 Tampoco hay que dejar de lado el caso aludido anteriormente de los recuadros negros que invadieron Instagram durante el #BlackOutTuesday, siendo uno de los mayores ejemplos del activismo performativo y gracias al cual este concepto comenzó a popularizarse.
Todos estos factores parecen indicar una creciente tendencia del activismo performativo, práctica que como puede suponerse no tiene nada de rebelde, y no sólo porque tiende a reproducir al sistema capitalista, sino porque es un acto completamente egoísta, centrado en la persona que lo ejerce y no en los demás como intenta aparentar. Dicha cuestión se contrapone con la esencia misma de lo que es la rebeldía. Para Camus (2016) esta es un acto existencial y ontológico mediante el cual el ser humano, ante una situación de opresión, descubre un valor que lo hace ser y que exige que sea reconocido, situándolo por arriba de sí mismo, convirtiéndolo en un bien supremo que abarca no sólo a su persona sino a la totalidad humana. La exigencia por el reconocimiento de este bien se efectúa bajo una lógica del “todo o nada”. Así, el rebelde es capaz de sacrificarse antes de renunciar a esta exigencia, lo que demuestra que la rebeldía, aunque nazca de la dimensión más individualista del ser humano, pone en duda la noción misma de individuo. El rebelde, consecuentemente “no preserva nada, puesto que lo pone todo en juego” (Camus, 2016: 31).
Es en esta fuerza del “todo o nada” donde radica la potencia transgresora del rebelde, la que lo lleva a desafiar y romper los límites y preceptos establecidos con tal de que se reconozca ese valor por el que se levanta, incluso a costa de su propia existencia, y es precisamente esta fuerza de la que carece el activismo performativo. Su egoísmo intrínseco lleva a los sujetos que lo practican a no actuar más allá del límite de su comodidad, ya que si llegasen a rebasarlo ven en esto una transacción comercial por la cual reciben un beneficio a cambio. Así, “de forma paradójica, en este bello ‘compartir’ nadie da nada voluntariamente” (Han, 2014), lo que hace que sus acciones en torno a alguna causa carezcan o posean muy poca utilidad. La rebeldía que abandera el activismo performativo no es más que espectacular.
Esto no siempre es posible observarlo, ya que las imágenes expuestas en las redes sociales al dictar lo que es, hacen mucho más difícil encontrar esta irrealidad en lo real. Basta con adoptar ciertos elementos y actitudes inconformes para generar la impresión de ser auténticamente un rebelde. Incluso ni siquiera es necesario participar físicamente en la causa para afirmar esto, es suficiente con una intensa actividad en la red, por medio de publicar contenidos a favor de la causa, firmar peticiones en línea o adornar la foto de perfil con símbolos alusivos. Cuando el activismo performativo se ejerce físicamente sirve para que los individuos decoren su propia imagen: las marchas, las ceremonias simbólicas, las vestimentas o el lenguaje propio de determinados movimientos son usados como elementos embellecedores de la exposición. Este parecer que se disfraza como real y que se profundiza gracias a la dictadura de la imagen en la exposición favorece que, de facto, no se haga nada o muy poco en favor de los movimientos por los cuales supuestamente se aboga; sin embargo, paradójicamente, en ese no hacer nada el activismo performativo afirma que se hace todo.
Cuando esta práctica se da de manera multitudinaria surgen los enjambres que se caracterizan por no tener congregación sino sujetos agregados. Se contrapone a la masa donde “los individuos particulares se funden en una nueva unidad, en la que ya no tienen un perfil propio” (Han, 2019: 27). Unión dada gracias a la compartición de una ideología en común, que permite que emerja un alma, un espíritu unificador, que da nacimiento a un nosotros firme y duradero, capaz de hablar en una sola voz, de generar una acción común que pueda transformar la estructura misma del sistema.
En cambio, el enjambre es una concentración de individuos aislados, incapaz de generar un nosotros. Cada uno de sus miembros, preocupado por generar valor y reconocimiento social, vela por sí mismo, lo que la hace una concentración sin alma ni interioridad. La división de sus miembros hace que no se catalice en una sola fuerza, difractándose en muchas acciones y voces dando la impresión de ser ruido. Así, el enjambre es fugaz e inestable. La indignación, el escándalo histérico carente de firmeza lo caracterizan, la cual se vierte rápidamente sobre personalidades en concreto sin llegar a cuestionar las relaciones de poder, para luego desaparecer con la misma velocidad con la que surgió, “no es capaz de acción ni de narración. Mas bien, es un estado afectivo que no desarrolla ninguna fuerza poderosa de acción” (Han, 2019: 22).
El actuar, para Arendt (citada en Han, 2019), significa tener la capacidad de poner un principio, de hacer que algo completamente nuevo ocurra, que un mundo diferente emerja. El enjambre es incapaz de actuar, no es un poder, como la masa, que pueda trastocar la lógica del sistema capitalista. Está imposibilitado para realizar un acto político. Este último se entiende como “el arte de lo imposible, es cambiar los parámetros de lo que se considera ‘posible’ en la constelación existente en el momento” (Zizek, 2010: 33). Lo político es aquel acto capaz de modificar radicalmente la manera en la que una sociedad funciona y se estructura, llegando a cambiar incluso el contexto mismo que determina su funcionamiento (Zizek, 2010). En el activismo performativo lo político encuentra su fin.
Esta falta de poder de acción se ve oculta por un comportamiento lúdico, carnavalesco y sobre todo no vinculante de sus miembros (Han, 2019). Hacen de sus manifestaciones públicas todo un espectáculo, donde en vez de una actitud seria y disciplinada, permean los comportamientos desorganizados, individualistas, infantilizados y recreativos, lo que da la impresión de ser más un festival artístico o cultural que un acto político. Esta actitud lúdica y espectacular no es más que el reflejo de la carencia de fuerza política, lo que desvela que a falta de fondo florece la forma.
Esta práctica además crea la ilusión de que se actúa en libertad. La fase en la que se encuentra hoy el capitalismo es el neoliberalismo, y una de sus características principales es esta falta de coerción exterior que posibilita la explotación, el sujeto moderno es la representación del “esclavo absoluto”, pues se explota a sí mismo de manera voluntaria sin necesidad de la presencia de un amo, ignorando su propia condición de explotado, así se cree a sí mismo libre. El neoliberalismo explota la libertad, como afirma Han:
Se explota todo aquello que pertenece a prácticas y formas de libertad, como la emoción, el juego y la comunicación. No es eficiente explotar a alguien contra su voluntad. En la explotación ajena, el producto final es nimio. Sólo la explotación de la libertad genera mayor rendimiento (Han, 2021: 7).
El neoliberalismo es entonces esa fase del capitalismo donde la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo se rompe, dando paso a un individuo esclavo-amo a la vez, incapaz de ubicar la mano explotadora más allá de su propia psique (Han, 2021), lo que imposibilita una resistencia contra el sistema, entonces el neoliberalismo es un régimen donde toda resistencia es suprimida. El activista performativo no se aparta de esta lógica, cree ser libre a la hora de protestar contra el sistema, pero ignora que en este acto de resistir realmente cede. El activismo performativo es la rendición hacia el capital bajo la máscara de la resistencia contra éste. Por esa razón, aunque de alguna forma por medio de esta práctica se llegaran a generar actos que transformaran la estructura del poder, esta en apariencia nueva sociedad terminaría deviniendo otra vez en una sociedad capitalista.
Igualmente, la gravedad del fenómeno estriba en que tiende a contribuir a la creciente fragmentación de la sociedad. Asentado sobre la base de que identificarse con cierta causa política otorga un estatus de superioridad, el activismo performativo absolutiza la ignorancia y la inferioridad de aquellos que no se alinean a sus dictados, dando como resultado una serie de actitudes abiertamente intolerantes, agresivas y despectivas hacia ellos, incluso a veces llegando a afirmar su supresión. A estos individuos inferiores se les debe reeducar, enseñar el camino de la verdad; actitud que busca ocultar una tendencia de dominación y conquista contraria al objetivo de toda auténtica rebeldía. Así, se desvela su naturaleza antidialógica al evitar el encuentro de los seres humanos entre sí, para pronunciar el mundo en conjunto, para reflexionar sobre él, para darle un sentido y transformarlo colectivamente, humanizándolo (Freire, 2015). Al hacer menos a los otros y proclamar que se les tenga que dictar el mundo, al impedirles su pronunciación, se les relega de una actividad inherentemente humana, conllevando a su deshumanización. Esta práctica no es liberadora sino conquistadora, ególatra y totalitaria.
Esa forma de proceder genera en los discriminados un rechazo hacia las causas que el activismo performativo se inscribe, y recalca o provoca una afirmación en posturas a su vez intolerantes y despectivas hacia esos movimientos sociopolíticos. En muchos de estos individuos el crecimiento de su rechazo viene acompañado con su ocultamiento, promoviéndolo de manera velada, dando la impresión de que las causas por las que abogan los activistas performativos han hegemonizado el discurso público, cuando en realidad las voces contrarias se esconden y se fortalecen, esperando a desvelarse como una gran fuerza. Así, el activismo performativo no sólo imposibilita aún más el acto político, sino que crea la posibilidad del retroceso en los logros de los movimientos que abandera.
Conclusión
La finalidad de este trabajo era proponer una aproximación teórica que permitiese tener una base de análisis con la que se pudiera abordar el fenómeno del activismo performativo para futuros estudios tanto particulares como ajenos. Apoyados por distintos autores como Fromm y Han, generamos la hipótesis de que el origen y el desarrollo del activismo performativo deviene del mismo carácter que desarrollan los seres humanos dentro del capitalismo.
Lo analizado en los apartados anteriores nos lleva a conjeturar que muchos de los que podrían ser catalogados como activistas performativos se adhieren a ciertas causas sociopolíticas por temor a ser criticados y tachados de indiferentes, inconscientes e incluso antipáticos ante el movimiento, o simplemente por no querer estar fuera de la tendencia. A la par, hipotetizamos que algunos otros realizan esta práctica como una forma de resaltar y generar tanto reconocimiento social o, como en el caso de los influencers, recompensas físicas como dinero. Estas dos actitudes que esbozamos no son rígidas ni excluyentes entre sí, pueden hallarse la una, la otra o ambas en un solo individuo y en distintos grados. Sin embargo, estas afirmaciones tendrán que someterse a un análisis mucho más riguroso en futuras investigaciones.
Como hemos señalado, la creciente generalización del activismo performativo está enraizada en la actitud conformista que caracteriza al individuo actual. ¿Qué pasaría si las tendencias sociales cambiaran promoviendo abiertamente comportamientos antisociales?, si lo que mueve esta actitud es la conformidad, esto nos puede llevar a concluir que los mismos sujetos que hoy se abanderan con ciertas causas aparentemente defendiendo la libertad y la justicia, mañana pueden ser los mismos que abiertamente las destruyan.
No obstante, a pesar de la gravedad del fenómeno, éste no abarca la totalidad de la realidad social. Actualmente se han atestiguado grandes manifestaciones que han cimbrado la estructura de sus contextos políticos, como los estallidos sociales de Chile en 2019 o los de Colombia a mediados de 2021, pero ¿serán éstas las últimas expresiones de rebeldía las que logren tambalear considerablemente las relaciones de poder en el mundo occidental?, ¿la creciente generalización del activismo performativo significa que el capitalismo se ha perfeccionado a tal punto que logra reprimir el acto político cada vez más?, ¿cómo parar la creciente adopción de esta práctica?
Al mismo tiempo, este fenómeno evidencia la necesidad de ir más allá de las críticas tradicionales del sistema capitalista, también hay que ver con ojos juiciosos aquello que se presenta como una resistencia hacia el sistema, ya que no hacerlo y asumir que por presentar una postura contraria a éste ya es en sí mismo algo positivo, es caer en el dogmatismo, en una posición que no sólo va en contra del papel del académico sino de la misma naturaleza humana que es inherentemente crítica.
El activismo performativo, a pesar de su connotación negativa, es una expresión del deseo que tiene el individuo de trascender su soledad y su sensación de insignificancia, de vivir nuevamente en unión con los demás en comunidad, de sentirse reconocido, de hallar un sentido trascendente a su ser. En suma, este comportamiento desvela la incapacidad que tiene el sistema capitalista para garantizar una existencia digna de ser humanamente vivida.