Introducción: la cultura escrita como estudio poliédrico
Intentar realizar una retrospectiva sobre el concepto de cultura escrita resulta ser una empresa extraordinariamente arriesgada. La amplitud temática y su profunda transversalidad son elementos que lo dificultan sobremanera. Sin embargo, entendemos que conviene hacer un ejercicio de carácter sistemático para determinar las líneas evolutivas del concepto a examinar. De esta forma, vislumbrar el trayecto recorrido y advertir las nuevas configuraciones serán los ejes en los que basaremos nuestro estudio.
No pretendemos hacer un ejercicio eminentemente histórico, pues toda retrospectiva deviene en análisis del presente. Así, cualquier examen del pasado conceptual de la cultura escrita resulta ser una interpretación de nuestro contexto cultural; y cualquier intento de comprensión de sus renovaciones conceptuales es resultado del análisis retrospectivo previamente confeccionado.
Los procesos de lectura y escritura resultan ser maneras esenciales de transmisión de la información. Naturalmente, de esta situación se deriva la ingente cantidad de estudios al respecto. Posiblemente, en ello intervenga el cambio de prototipo que se viene percibiendo gracias a las nuevas formas de comunicación.
En la actualidad nos es espinoso imaginar la historia de la humanidad sin la cultura escrita; no obstante, ello comenzó solamente hace cinco milenios y su desarrollo posterior, vinculado exclusivamente a las élites, suministrándoles poder (Viñao Frago, 1984). Sin embargo, en las páginas que siguen entenderemos que el concepto de cultura escrita debe sobrepasar diáfanamente el de las élites alfabetizadas.
Quizás debiéramos comenzar por una pregunta: ¿qué entendemos por cultura escrita? Si analizamos su atracción debiéramos retrotraernos al siglo ilustrado, cuando se desenvuelven la Paleografía y la Diplomática como disciplinas autónomas. Naturalmente, estos inicios vinculados a los caracteres formales poco tienen que ver con el proyecto transdisciplinar que se desarrolla hoy con múltiples matices y tonos.
Los estudios de cultura escrita se vieron desarrollados, en las últimas dos décadas del s. XX, con relaciones con otras disciplinas históricas, sociológicas, educativas o lingüísticas. Sin embargo, posiblemente sean las disciplinas documentales, desde la famosa obra de Otlet, las que han desplegado de manera ingente la noción de documento, identificándolo, en última instancia, con información mantenida en cualquier soporte. Ello, observaremos, tiene importantes consecuencias para la delimitación del concepto de cultura escrita.
Pero el desarrollo no se sostuvo ahí. El nuevo paradigma transdisciplinar ha convertido el estudio de lo escrito en un análisis complejo y sumamente heterogéneo, donde intervienen una variada amplitud de disciplinas científicas (Kalman, 2008). Las contribuciones de todas ellas son válidas, perfeccionando y ampliando el examen conceptual, hasta tal punto que deviene en ser una práctica cultural de enorme multiplicidad, con contribuciones de diferentes aplicaciones metodológicas.
De todas formas, para hacer un estudio de la temporalidad, conviene comenzar por el principio, y ello nos deviene en el análisis de dos materias: la Paleografía y el Alfabetismo (Castillo Gómez y Sáez Sánchez, 1994)
Seguiremos, pues, una metodología con un doble eje: por un lado, la selección y el análisis comparativo del paradigma clásico de la cultura escrita con el que podríamos denominar paradigma social con sus renovaciones historiográficas; y, en consonancia con ello, la hermenéutica de dicho análisis mediante el examen de determinadas imbricaciones socio-culturales, con el objeto de percibir la compleja configuración del concepto y evolución de la cultura escrita.
Evolución del concepto de cultura escrita
La Paleografía
Para realizar cualquier análisis sobre la cultura escrita resulta imprescindible hacerlo, en primer lugar, sobre la Paleografía, dado que tradicionalmente ha sido percibida como una disciplina encargada del análisis de la escritura y sus signos (Petrucci, 1994). El fundamento de dicha disciplina consiste en entender los textos escritos, para lo cual resulta imprescindible cierta dosis de habilidad con el objetivo de conocer los sistemas de escritura, sus abreviaturas o las especificidades correspondientes para los diversos momentos históricos.
Como es sabido, el origen de la Paleografía como disciplina se encuentra vinculado con la Diplomática, siendo J. Mabillon (1681) quien desplegaría una metodología específica. La evolución posterior naturalmente desarrolló esta sistemática intentando dilucidar, para cada caso, cuándo surge lo escrito, cómo nace y dónde se engendra. No será sino hasta el s. XIX, centuria en la que se establecen institutos específicos relacionados con la Historia como disciplina, cuando la Paleografía adquiere una resonancia mayor. Surgen ahora colecciones documentales, el despliegue de la prensa histórica o el desarrollo de facsímiles fotográficos, lo cual ocasiona, como decimos, un avance cualitativo de la Paleografía de la mano de estudiosos como Ludwig Traube, Leopold Delisle, Edward Bond, Cesare Paoli o Bernhard Bischoff (García Tato, 2009).
Sin embargo, será en el s. XX cuando la Paleografía adquiera el carácter plenamente científico con autores como Giulio Battelli, Luigi Schiaparelli o Giorgio Cencetti. Éstos y otros dotan a la Paleografía de un cuerpo teórico con principios y métodos manifiestos y esclarecidos que son respetados en diferentes latitudes. En la década de los 30, sin embargo, tiene lugar un nuevo avance con M. Cohen, A. G. Gieysztor e István Hajnal. En ellos se observa una influencia marxista, lo cual induce a establecer una correlación entre la disciplina paleográfica y las características sociales en las que se desarrolla el texto escrito (Hajnal, 1952). En este orden, la escritura se configura como algo indisociable del entorno social en el que se ocasiona y desarrolla (Petrucci, 1979).
Más adelante, se crea el Comité Internacional de Paleografía. Sus inicios se dan en 1953, llegando hasta hoy mismo, si bien, desde 1985 se denomina Comité Internacional de Paleografía Latina (CIPL). En la década de los años 60, influenciados por la Escuela de los Annales, se expresan nuevos recursos conceptuales derivados de la epistemología del nuevo concepto de documento. Quizás los máximos exponentes sean, entre otros, Lucien Febvre, Fernand Braudel, Jacques Le Goff y Roger Chartier.
Con todo, se observa que las disciplinas paleográficas no resultan apropiadas para el análisis del entorno social en el que se genera lo escrito, de tal forma que será A. Petrucci quien, junto con otros, se plantee novedosas interrogantes correspondientes esencialmente al último responsable de lo escrito, y a las causas y los fundamentos del mismo. La función de lo escrito adquiere, de esta forma, una notoriedad inusitada.
Naturalmente, todo ello conllevó modernos análisis, flamantes imbricaciones con el hecho social y, en última instancia, nuevos métodos hermenéuticos para el estudio del contexto social y sus vinculaciones con lo escrito y sus usos (Castillo Gómez y Sáez Sánchez, 1994). La denominación no es unívoca, si bien, lo más aceptado sea Alfabetismo y cultura escrita (Cassany, 2005). En última instancia, lo escrito transitó de ser algo estático y objeto firme de estudio de características meramente documentales, a ser algo dinámico y maleable, de propiedades vinculadas a la investigación social.
Como fruto de esta nueva tendencia, en 1977 tuvo lugar el congreso sobre Alfabetismo e cultura scritta nella storia della società italiana. Fue aquí donde, desde el contexto italiano, surgen nuevas propuestas y se amplían los soportes de la cultura escrita. El despliegue posterior vino acompañado por algunos seminarios permanentes, la prestigiosa revista Scrittura e Civiltà dirigida por Giuglielmo Cavallo, Alessandro Pratesi y el propio Petrucci, la inauguración de centros de investigación tales como el Archivio Diaristico Nazionale en Pieve Santo Stefano, en 1984; el Archivio della Scrittura Popolare en Trento, 1987; el Archivio Ligure della Scrittura Popolare en Génova, 1988, o el Archivio per la Memoria e la Scrittura delle Donne, Florencia, 1998. En España, por su parte, la Red de Archivos e Investigadores de la Escritura Popular, así como la Asociación Paleográfica Internacional: Cultura, Escritura, Sociedad (APICES). Y todo ello, aderezado con los estudios sobre alfabetismo como concepto historiográfico.
El alfabetismo
El concepto de alfabetismo, como intentaremos descifrar a continuación, ha tenido un despliegue parecido al de la Paleografía, pasando de ser una disciplina que examina las capacidades lecto-escritoras a algo más ambiguo, transversal y complejo, vinculándose a las imbricadas relaciones sociales y culturales.
Ciertamente, el interés por los estudios sobre alfabetización fue muy tardío en España, y naturalmente las nuevas tendencias no llegaron hasta bien entrada la década de los 70 del s. XX (Viñao Frago, 2009).
Con todo, el análisis sobre el hecho alfabetizador no es sencillo, sino todo lo contrario. La causa es clara: entre lo alfabetizado y lo analfabetizado hay amplias y sugerentes zonas de semialfabetización dificultosas de desentrañar. Sin descender a ello, cabe decir que los estudios sobre la firma (Soubeyroux, 1998) o los análisis acerca de la ausencia de escolarización y su vinculación con la falta de alfabetización (Luzuriaga, 1926; Olóriz, 1900), tan prolijos como controvertidos, son, a todas luces, insuficientes para evaluar los diferentes grados de alfabetización. Ello, como veremos en páginas posteriores, será bien contextualizado por los nuevos paradigmas de lo escrito.
En consecuencia, lo alfabetizado tiene un grave componente social que se presenta de forma voluble y gradual. No se trata, pues, de un cuerpo sólido de estudio, sino, podríamos decir, de un proceso en el que participan multitud de agentes, circunstancias sociales, intereses de poder, ideologías y, en última instancia, factores socio-culturales con abundantes imbricaciones.
Conviene quizás, para una mejor comprensión del devenir de la alfabetización, mencionar a Harvey J. Graff (1987), quien asevera que en el despliegue de los análisis sobre la alfabetización hay tres generaciones (Graff, 1987):
La 1ª generación, correspondiente a la década de los 60 del s. XX, supuso el comienzo de los estudios sobre historia de la alfabetización. Se trata de una pléyade de autores que vislumbran que se encuentran ante una nueva disciplina científica (Stone, 1964; Schofield, 1968; Goody, 1963) De ahí que reconozcan y describan las fuentes documentales al respecto, realicen las primeras series cronológicas o confeccionen los pioneros análisis de carácter socio-cultural (Castillo Gómez y Sáez Sánchez, 1994)
La 2ª generación, situada en los años 70 y los 80, tiene como rasgo identificativo la cada vez mayor vinculación entre los estudios de la alfabetización y determinados factores socio-culturales con los que se corresponden. De este modo, se pone en cuestión lo realizado en los años 60 y la disciplina se despliega entre nuevos parámetros como los diferentes modos y prácticas de lectura, con cardinales influencias de la Escuela de los Annales. Se trata de una generación abundantemente nutrida (Furet y Sachs, 1974; Clanchy, 1975; Cressy, 1977; Soltow y Stevens, 1977; Houston, 1982; Darnton, 1986; Johansson, 1987), fijándose como elemento clave la denominación de cultura escrita o la ampliación de los estudios, de forma transversal, a otras disciplinas.
La 3ª generación, que fue trazada de manera muy sucinta por Graff, tiene su origen al finalizar la década de los 80 (Zemon Davis, 1993; Peredo Merlo, 1997). La perspectiva cultural, que origina multitud de estudios contextuales, y la interdisciplinariedad, son, posiblemente, las características que mejor describen este tiempo. Los efectos de lo escrito en el nuevo contexto social resultan ser intrincados por su versatilidad e inestabilidad. Por otra parte, los estudios de “literacidad” se hacen notorios, al vincularse con cierto énfasis, los conceptos de lectura e identidad social. Encontramos análisis que refieren las relaciones de los diferentes usos y prácticas de lo escrito para los diferentes conjuntos sociales (Street, 1984; Gee, 1990; Heath, 1991; Barton, D., 2012; Hamilton, M., Roz, 2000). Se trata, entendemos, de la base de la renovación historiográfica que veremos a continuación, donde las TICs y su imperativo tecnológico han abierto nuevos condicionamientos socio-culturales que se extienden al concepto de alfabetización.
La renovación historiográfica y los nuevos estudios
El nuevo orden social en el que nos encontramos también ha alcanzado, obviamente, a los estudios sobre el concepto de cultura escrita. Las nuevas apreciaciones del proceso alfabetizador han implicado el surgimiento de distintos enfoques que vienen determinando el polifacético devenir de su concepto (Cressy, 1980).
Intentemos simplificar algunas ideas, a riesgo de esquematizar lo que por esencia es múltiple.
Los nuevos estudios de literacidad
Tal y como lo hemos descrito, las investigaciones que se ocasionaron desde la década de los 70 admitieron implantar novedades en los análisis sobre alfabetización. Indicaremos dos: por un lado, la alfabetización como proceso, que permitió descubrir su riqueza conceptual, la variedad de modelos y la complejidad contextual; y, por el otro, los nuevos objetos de estudio, donde los análisis se multiplican sectorialmente, vinculando la historia del libro y de la lectura como elementos diferenciados, y donde los enfoques antropológicos y sociológicos cobran sentido.
En última instancia, el alfabetismo deviene en ser un estudio de los procesos alfabetizadores y sus múltiples y heterogéneas conexiones. Los estudios de literacidad, asimismo, acaban vinculándose con nuevos procesos que veremos a continuación.
La nueva perspectiva socio-cultural
Las contribuciones de la Escuela de los Annales, las denominadas “escrituras populares” (Lyons, 2007), y otros estudios culturales, se vieron renovados desde otros paradigmas diferentes. Quizás la orientación más amparada por los investigadores sea la literacidad de carácter sociocultural, en contra de otros enfoques que ponían mayor énfasis en aspectos lingüísticos y psicológicos. Este paradigma se basa en un análisis de la cultura escrita donde el lector existe en un contexto, está inserto en una comunidad con sus usos particulares de lectura y escritura, y, en consecuencia, percibiendo la literacidad como un fenómeno cultural concreto (Heath, 2000). Como resultado, nacen análisis denominados como New Literacy Studies, que conceptualizan la lectura como una práctica social contextualizada, muy diferentes de la concepción tradicional que no atiende a contextos ni pautas sociales.
Otra de las características de este nuevo paradigma es su enfoque integrador, de forma que la alfabetización se configura como un conjunto de prácticas sociales imbricadas entre sí. Los investigadores de esta corriente, B. Street (1984), J. P. Gee (1990), P. Conti, G. Franchini, Gibelli (2002), Lyons (2007), entienden que la literacidad no es una aptitud independiente, sino un conjunto de instrumentos comunicativos de una comunidad específica y en un contexto particular.
En definitiva, podemos indicar que no hay una única literacidad o una literacidad canónica, sino que ésta es plural y múltiple. Según investigadores de la Universidad de Ottawa, podemos encontrar tres “literacías” elementales: la escolar, la comunitaria y la personal (Cassany, 2006). Todas ellas alfabetizan de forma diferente a tenor del contexto. Así, los logros en la literacidad no devienen de resortes meramente académicos desvinculados del contexto ciudadano y familiar. Por otro lado, las inteligencias múltiples confirman estas múltiples “literacías”. Lo cierto es que, en el contexto digital, globalizado y líquido en el que nos encontramos inmersos, el concepto de “persona letrada” es cambiante, mudable y repleto de nuevas perspectivas.
El nuevo enfoque socio-comunicativo
Para comprender esta perspectiva, debemos tener en cuenta el concepto de “campo”, del sociólogo francés P. Bourdieu (1983), que parte de la similitud con la física. Así, reveló que los campos sociales son espacios de juego históricamente constituidos con leyes de funcionamiento propias. En este orden, tal y como sucede en un juego, subyacen reglas y confrontaciones, obteniéndose un sistema dinámico y activo.
De este modo, la cultura escrita se configura aquí no como un elemento estático y unívoco, sino repleto de multiplicidades que interactúan entre ellas, ya sean legitimadas por los grupos hegemónicos o por los grupos subalternos. El campo cultural será, en consecuencia, el espacio resultante de todas estas mediaciones. Así, por ejemplo, Martos y Vivas (2010) describieron la configuración de la cultura escrita en el Quijote según los criterios de Bourdieu, distinguiendo cuatro macrocampos o dominios: la cultura de creación o de innovación, la orientada a la instrucción-socialización, la cultura vinculada a la preservación-memoria y, finalmente, la cultura material, que trata de la producción o los soportes. Los cuatro dominios poseen sus oportunos agentes semiótico-materiales, si bien lo sustancial son las relaciones y sus múltiples combinaciones. Las diferentes prácticas diferencian la cultura principal o “hegemónica” de aquellas otras secundarias o “subalternas”.
En definitiva, en la teoría de campos no interesa tanto la figura o posición aislada, sino la red de correspondencias, concomitancias y la representación mental que acaba configurándose (Bourdieu, 1983; Aguirre Romero, 2005).
Este “dinamismo conflictivo” se encuentra vinculado con los nuevos estudios de literacidad. Según Barton y Hamilton (2000), en la cultura escrita hay unas prácticas más dominantes que otras. Así, la construcción de la identidad letrada es el vector resultante del “sistema de vectores fuerza”. La conducta comunicativa entre ellos determina el molde de la práctica letrada determinante, la que ocasiona, por ejemplo, que el estudiante prime los apuntes y los manuales como artefactos casi únicos frente a la pluralidad de voces.
Nuevas posibilidades de la cibercultura: un concepto extendido de la Cultura Escrita
Como intentaremos describir a continuación, la cultura letrada tradicional descansaba en un sistema jerárquico y hegemónico.
Ciertamente, “cibercultura” es un término que se utiliza para describir la cultura y las prácticas sociales que han surgido como resultado del uso generalizado de las tecnologías digitales, esto es, de cómo la tecnología ha influido en la forma en que las personas interactúan entre sí, cómo se comunican, trabajan, aprenden y se divierten. Naturalmente, la cibercultura abarca un amplio rango de actividades, desde la creación de comunidades en línea y las redes sociales, hasta el comercio electrónico, la ciberseguridad, la privacidad en línea, la educación a distancia, y la creación y distribución de contenido digital. También se relaciona con cuestiones más amplias de política y sociedad, como la regulación de internet, la propiedad intelectual y la libertad de expresión. Todo ello ha transformado las formas tradicionales de comunicación, trabajo y entretenimiento.
La cultura letrada y la cibercultura difieren en los medios de comunicación, la producción cultural, el acceso a la información, la comunicación, la velocidad de la información y la interacción social. Si la primera se basa en un sistema bien estratificado y los canales de comunicación resultan estar bien delimitados, en la ciber-cultura deambulamos hacia un modelo circular y rizomático (Deleuze y Guattari, 1980). La “ciudad letrada” no es simple, no tiene centros, no es lineal, no presenta jerarquías, sino que es compleja, descentralizada, dinámica y comunicativa.
En este orden, la cultura escrita resulta ser ahora un mosaico con ramificaciones heterogéneas. La cultura local, el enfoque performativo, la alfabetización informacional o la industria del entretenimiento son nuevos escenarios que surgen como elementos de las relaciones subyacentes que están teniendo lugar en este dinamismo que siempre es circunstancial y líquido.
Son destacables las obras de P. Lévy, filósofo y teórico de la información, conocido por sus trabajos en el campo de la cibercultura, la inteligencia colectiva y la filosofía de la tecnología (1997 y 2011). Dicho autor explora la relación entre la tecnología, la cultura y la sociedad, y argumenta que la tecnología digital está transformando la forma en que pensamos, creamos y compartimos conocimiento y donde la inteligencia colectiva resulta ser una fuerza transformadora en la sociedad.
Intentemos sistematizar el concepto de cultura escrita en la era digital:
La cultura escrita en el marco de las comunidades interpretativas: internet desarrolla una dinámica participativa. Los nuevos lectores se apropian de los clásicos conforme a los nuevos lenguajes multimodales, esto es, aquellos que utilizan múltiples representaciones para transmitir información o significado, lo que permite una comunicación más compleja.
El público homogéneo ha dejado paso a comunidades interpretativas estratificadas que comparten lecturas conformando múltiples subculturas. La red como “mapa del tesoro” donde cada uno traza sus itinerarios, búsquedas o cartografías. El mediador-profesor tiene un nuevo cometido: acompañar para interpretar las lecturas salvajes o enredadas a las que se refiere Chartier. Estas comunidades se nutren por analogías de identidad (género, edad, etc.).
Importancia de las prácticas de lectura y escritura, y sus contextos: la lectura virtual se torna en tarea constructiva, donde lo importante no es el soporte sino los usos y prácticas de lectura y escritura, y los contextos e interacciones que median entre ellas. Se trata, en definitiva, de una construcción interpersonal (Jenkins, 2008).
La percepción de la cibercultura como aliada de la cultura letrada. Se trata del problema descrito sobre cómo transitar de una “lectura salvaje” a una letrada. Daniel Link percibe que internet y la cultura letrada no son adversarias. El medio para establecer alianzas es fomentar prácticas culturales “anfibias”, híbridas, eclécticas (Link, 1997).
Necesidad de replanteamientos básicos: el nuevo contexto nos obliga a repensar la noción de cultura escrita desde un punto de vista holístico en torno a tres principios: dialogismo, performatividad y activismo. El concepto de cultura letrada implica desarrollar múltiples voces y competencias. Las prácticas correspondientes a la cultura letrada no pertenecen ya al ámbito académico o formal, sino que cada vez se abren a entornos simulados y juegos de rol. Los usos antiguos quedan deslegitimados. Queda por ver dónde queda todo ello (Bajtin, 1974).
En conclusión, lo sustancial no es el objeto tecnológico sino los nuevos usos de lectura y escritura que devienen, y el novedoso carácter híbrido, extendido e integrador que se desprende. El concepto clásico de cultura escrita, según algunos autores, se ve beneficiado.
Conclusiones
Son tres las conclusiones a las que podemos llegar tras la retrospectiva realizada:
En primer lugar, el concepto de cultura escrita resulta ser polifacético, multiforme y complejo. En su transcurrir, transita de una estructura tradicional que descansaba en un sistema jerárquico y hegemónico vinculado a las élites, a otra de carácter circular, rizomática, descentralizada, dinámica y comunicativa. Se observa, pues, una evolución desde los conceptos de alfabetización y paleografía hasta llegar a la actual visión multidisciplinaria con perspectivas desiguales para delimitar al lector y sus formas y prácticas. Los elementos determinantes de esta evolución han sido los contextos de la alfabetización, la construcción de la textualidad, los usos sociales de la lengua escrita, las relaciones entre la oralidad y la escritura, los diferentes métodos descriptivos de representación, el determinismo tecnológico, los múltiples procesos de propagación, admisión y privación del texto, y, la más sustancial, la focalización actual del fenómeno lector como factor socio-cultural.
Por otra parte, actualmente nos hallamos en un nuevo paradigma repleto de incertidumbres. De este modo, en el análisis de la cultura escrita han formado parte, de forma transdisciplinar, cuestiones antropológicas, lingüísticas, literarias, sociales e históricas. Con todo ello, los estudios sobre cultura escrita han devenido en ser una disciplina propia y transdisciplinar tras un desarrollo de casi medio siglo. Durante estos últimos 30 años se ha pasado de una descripción del fenómeno del analfabetismo a la renovación historiográfica desde nuevas disciplinas que incorporaron nuevas variables, hasta llegar a la extensión del concepto con parámetros tocantes al universo de la comunicación y de la filosofía.
Finalmente, hemos de señalar que las nuevas corrientes suponen un alcance extendido del concepto de cultura escrita. Ésta se halla inserta en el marco de comunidades interpretativas conforme a los nuevos lenguajes multimodales. En este ámbito, la lectura se transforma en una tarea constructiva interpersonal, donde lo importante no es el soporte sino las prácticas de lectura y escritura, y los contextos e interacciones que median entre ellas. En consecuencia, la ciber-cultura no es adversaria de la cultura letrada sino un medio de fomentar prácticas culturales anfibias e híbridas. Todo ello obliga a replanteamientos conceptuales en torno a tres principios: dialogismo, performatividad y activismo.