Introducción: principio de territorialidad aymara y la configuración de una zona de fronteras en el Estado nación
La relación particular de las poblaciones indígenas con su territorio históricamente ha sido objeto de un tratamiento jurídico diferenciado, sobre todo como reconocimiento de un proceso continuo de apropiación sociocultural sobre su geografía habitada (Tort Donada, 2000). Esta territorialidad manifestada como representaciones simbólicas y materiales se despliega en el espacio mediante la instalación de relaciones de poder con evocación transversal de la memoria (Abercrombie, 2006).
No obstante, las estructuras impuestas desde la conquista hasta el surgimiento del Estado moderno impactaron las lógicas indígenas en términos globales. Desde la política reduccional implementada por el virrey Toledo, pasando por la instalación de núcleos urbanos de inspiración europea, hasta el surgimiento de nuevos Estados y sus fronteras en el siglo XIX transformaron sus prácticas asociadas a una complementariedad económica que posibilitaba la vida, lo que dio inicio a un proceso continuo de ajustes y concesiones (Glave, 2017).
En este escenario, a cuyo debate se le añade, a inicios de la década de 1990, el aumento creciente de demandas de autonomía y autodeterminación (Bengoa, 2000), se viene desarrollando un proceso jurídico reparatorio asociado a las demandas históricas de los pueblos indígenas, que transita desde intenciones contenidas en declaraciones hacia instrumentos vinculantes para los Estados (Cavallo, 2017). Lo precedente se ha materializado en la elaboración progresiva de un corpus jurídico particular que, complementado con interpretaciones de órganos jurisdiccionales internacionales modernos, ha consolidado diversas herramientas vinculantes para los Estados.
En este contexto, se ha reconocido y reforzado la protección del territorio indígena como un elemento vital, de cuyo resguardo depende el ejercicio de sus demás derechos garantizados. En este sentido, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha elaborado un concepto para ponderar la territorialidad indígena que indica que:
(...) se entiende que los recursos naturales que se encuentran en los territorios de los pueblos indígenas y tribales que están protegidos en los términos del artículo 21 son aquellos recursos naturales que han usado tradicionalmente y que son necesarios para la propia supervivencia, desarrollo y continuidad del estilo de vida de dicho pueblo. (Corte Interamericana de Derechos Humanos, 2007, párr. 122)
Desde esta perspectiva, la protección del territorio indígena impone deberes a los Estados que se contraponen a la línea de frontera con base en vínculos que van más allá de la modernidad.
Simultáneamente, la consagración del derecho a la identidad cultural ha reconocido a estos grupos humanos como colectividades étnico-culturales diferenciadas, cuya identidad está estrechamente vinculada a su territorio ancestral (Comisión Interamericana de Derechos Humanos [CIDH], 2021) que, como se verá a lo largo del trabajo, muchas veces coincide con franjas fronterizas habitadas por comunidades indígenas que exponen una movilidad preestatal en torno a estos espacios, pese a que su territorio haya sido fragmentado por los límites de los respectivos Estados nacionales a que pertenecen (Del Popolo, 2017, p. 256 y ss.). En este caso, el pueblo aymara se encuentra presente históricamente en el norte de Chile, sur del Perú y centro oeste de Bolivia (Figura 1).
La garantía de autodeterminación de los pueblos indígenas ha deslegitimado cualquier forma de colonialismo y fijado como estándar el derecho a vivir en su propia institucionalidad política como medida reparativa con perspectiva histórica (Anaya, 2005). Este reconocimiento de garantías vinculadas al territorio indígena ha ido alcanzando diacrónicamente una mayor especificidad, lo que se traduce en un catálogo de deberes que regulan la relación entre las variables Estado, territorio y comunidades indígenas.
Las primeras disposiciones se orientaron a garantizar la territorialidad indígena mediante un derecho a la propiedad de carácter colectivo y el acceso a los recursos que permiten la vida. De la conjugación de todas estas variables se construyó una noción de territorialidad indígena que orienta a la estructura jurídica a una interpretación en clave pluralista (Espinoza Collao, 2021). En esta línea se establece un derecho de propiedad cuyos atributos se extienden tanto a las tierras ocupadas ancestralmente como a los recursos naturales que permiten la vida. En este sentido, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha ratificado que este derecho alcanza a “… aquellos recursos naturales que han usado tradicionalmente y que son necesarios para la propia supervivencia, desarrollo y continuidad del estilo de vida de dicho pueblo” (Corte Interamericana de Derechos Humanos, 2007, párr. 122).
Dichos instrumentos profundizaron en aspectos cada vez más específicos, hasta alcanzar la realidad de los pueblos indígenas que habitan en zonas fronterizas, como factor vinculado a la preexistencia de una movilidad ancestral necesaria para el ejercicio efectivo de su territorialidad. Si bien esta realidad suele asociarse a los movimientos independentistas que a inicios del siglo XIX instalaron los actuales Estados americanos, se debe recordar que dichas fronteras se ajustaron a la lógica del principio jurídico occidental del uti posidetis, con lo que se continuaron límites instalados previamente desde la distribución colonial, incluso es posible postular que estas tuvieron su origen en divisiones espaciales indígenas mucho más antiguas.1 Este antecedente es relevante sobre todo para identificar prácticas y otredades donde existían continuidades históricas.
La consagración de estos derechos se manifiesta como un reconocimiento de que existen distintas formas de vivir la frontera y reporta realidades subalternas que van más allá de la relación entre Estados, vivencias que muchas veces se desconocen y cuya sociabilidad ignoran por el valor estratégico que el Estado le asigna a la franja fronteriza (Serje de la Ossa, 2017). Dicho enfoque considera las relaciones históricas de quienes habitan estas geografías y la construcción de su territorialidad ancestral como base de su identidad cultural. La zona habitada se percibe diacrónicamente como un área de apropiación, donde la forma de vivir el paisaje queda manifestada en sus dinámicas territoriales (Aliste Almuna, 2010).
Territorialidad y frontera
La producción social de la frontera, desde enfoques de las ciencias sociales (Núñez et al., 2017), se expresa en el espacio vivido, reflejado en elementos que no necesariamente son físicos y que derivan de la relación entre el territorio y el grupo humano que lo habita, en el que destaca su propia subjetividad. La ausencia de correspondencia entre estas variables en un espacio de relaciones de poder asimétricas derivará necesariamente en conflictos de derechos para el subalterno. Se trata de la subjetividad como elemento determinante en la diferenciación espacial, asociada a formas de concebir el medio y actuar en él (Zusman, 2013); lo que otorga sentido a las acciones, a los pensamientos y a las materialidades pretéritas, permeadas por las visiones del presente (Zusman, 2013, p. 53). Se estima que esta afirmación es clave para comprender el derrotero de América Latina puesto que desde estos sentidos predominantes se define e impone una territorialidad histórica hegemónica (Hevilla & Molina, 2010; Porto Gonçalves, 2001), en desmedro de las subalternas, como es el caso de las poblaciones originarias. Una territorialidad hegemónica entendida como estrategias que prevalecen para influir o controlar personas y fenómenos a través de la disposición de recursos y la delimitación de este espacio fronterizo (Benedetti, 2014).
Si bien este proceso constituye un elemento delimitador importante, no deja de ser inestable, pues la territorialidad a la que aspira nunca es completa. Siempre se le oponen otras voluntades de territorialización (Cornago, 2015; Porto Gonçalves, 2001). Aunque, dentro de las relaciones de poder presentes en las franjas fronterizas, las políticas de contención territorial, que han afectado a dichas subjetividades indígenas, históricamente han sido una constante en este lado del mundo (Haesbaert, 2013). Estas expresiones de fronterización que controlan la accesibilidad en el límite a través de sus dispositivos, si bien son una realidad dinámica, van configurando ciertas rugosidades por medio de diferentes elementos (Benedetti, 2014).
En general los espacios fronterizos sudamericanos fueron disputados por las nacientes repúblicas y diferentes naciones indígenas en múltiples casos (Benedetti, 2014). Con el objetivo de revalidar hegemonías, en el marco de reivindicaciones geopolíticas (acceso a rutas terrestres y marinas, extensión territorial, recursos estratégicos, etcétera), se buscó instalar la presencia estatal en determinados territorios fronterizos, muchas veces con la llegada de colonos auspiciados por un discurso civilizatorio y modernizante hacia los confines del Estado, centrado en estrategias de colonización de las fronteras (Lanteri & Martirén, 2020).
En respuesta a este debate, a finales del siglo XX emerge, entre otros elementos de contestación o de discusión, el debate jurídico internacional (Del Popolo, 2017). Desde la estructura jurídica internacional, dichas fronteras se han observado como obstáculos para el desarrollo integral de las comunidades indígenas, en la medida en que afectan las dinámicas territoriales de movilidad ancestral, los vínculos de parentescos y los lazos económicos que sostienen su territorialidad (CIDH, 2021), dificultando transversalmente la garantía de varios derechos, al ser ponderados frente a otros valores jurídicos, como la seguridad, la extracción de recursos y la soberanía nacional, que terminan priorizándose frente al interés de grupos minoritarios.
En concreto, se ha observado la ausencia de medidas apropiadas de los Estados dada la particular situación de las comunidades indígenas aymaras, pese a la existencia de compromisos internacionales vinculantes que promueven dicho deber.
En el caso de Chile, según la normativa vigente, los pueblos indígenas transfronterizos son cuatro, aymaras, atacameños, diaguitas y mapuches. Para las comunidades aymaras que habitan el espacio altoandino de la región de Tarapacá, estas fronteras estatales desde siempre vienen alterando el ejercicio de ritos y costumbres inmemoriales relacionadas con el uso del territorio y el acceso a recursos que conforman su identidad étnica (Álvarez et al., 2020). Dichas vulneraciones se han visto intensificadas a partir de 2013, producto de litigios diplomáticos que involucraron a Bolivia y a Chile, de los más relevantes ha sido entre 2013 y 2018 por la controversia marítima (Ovando Santana & Ramos Rodríguez, 2020), y posteriormente por los efectos de la pandemia de COVID-19 que implicó medidas restrictivas en el tránsito fronterizo, aparejado a una crisis migratoria cuya zona de mayor tensión recae precisamente en áreas de desarrollo de la territorialidad aymara aledañas a la actual comuna de Colchane en la región de Tarapacá (De Marchi Moyano & Alvites Baiadera, 2022).
En este sentido, se propone que, pese a los antecedentes reportados y a los compromisos jurídicos adoptados, el Estado chileno viene vulnerando mediante sus prácticas y políticas públicas el derecho vigente, comprometiendo de esta manera su responsabilidad internacional. Esto se expresa al no implementar medidas particulares y diferenciadas para garantizar el tránsito y la continuidad de los lazos culturales, económicos y de parentesco mediante la frontera, en definitiva, al no dar seguridad a la pervivencia de la identidad cultural de las comunidades indígenas aymaras que habitan las fronteras del norte del territorio nacional.
En este contexto, el objetivo de este trabajo es analizar diacrónicamente los alcances de la configuración de un espacio fronterizo habitado por los aymaras de la región de Tarapacá en el norte de Chile. Se parte de la premisa que, a partir de esta coexistencia de distintas subjetividades, se han ido conformando territorialidades en continuidad, complementariedad y disputa: se trata de la colonización, por la Corona española y posteriormente por las nacientes repúblicas, de las fronteras pobladas por aymaras donde hay que destacar las disputas territoriales producto del complejo asentamiento de estas últimas. Se discute respecto a la configuración de la territorialidad aymara en un espacio de frontera, como una zona de particularidades invisibilizadas por el Estado, pese a que el derecho vigente se ha hecho cargo de su regulación, pues estas últimas de no asumirse implican la vulneración flagrante de derechos indígenas garantizados internacionalmente. Complementariamente, se discute cómo la cooperación transfronteriza, que involucra comunidades indígenas, es recogida por distintos Estados sudamericanos, se hace el contrapunto con la experiencia en el continente. A continuación, se analiza la situación boliviana-chilena de esta arista fronteriza destacando las limitaciones que impone el Estado chileno a una actividad milenaria pero que se reactualiza habida cuenta de las tensiones y oportunidades que brinda la frontera para su reconocimiento.
Para efecto de teorizar respecto a la frontera se acude a la perspectiva genealógica (Cornago, 2015, p. 225 y ss.). Esta aspira a desplegar un procedimiento de estudio, basado en la investigación de archivos y registros dispares del pasado, que desentrañe lo que aconteció y acontece en la frontera norte aymara. Por tanto, se trata de
(…) mostrar el modo en que, a través de las cambiantes relaciones de poder a lo largo de la historia, pero siempre de manera contenciosa, unas formas de saber, de decir, o de hacer, junto a las formas de la subjetividad que le son propias (…) prevalecieron sobre otras. (Cornago, 2015, p. 225)
La genealogía como estrategia de análisis de la disposición de estas poblaciones en la frontera y la respuesta estatal en distintos periodos busca entender cómo a lo largo de la historia fueron omitiéndose estas otras formas, discursos y prácticas que también reivindican este quehacer en los márgenes. Así, la genealogía “pone el énfasis en la singularidad de los acontecimientos, así como en los discursos silenciados” (Aguirre, 2001, p. 206). Por tanto, para confrontar las subjetividades presentes en la frontera se indaga en distintas fuentes para así interpretar su trayectoria, lo que permite relacionar prácticas culturales concretas con el ejercicio del poder (Aguirre, 2001, p. 206).
La propuesta se complementa mediante una metodología que acude a la dogmática jurídica, dada su vinculación con la existencia de normas vigentes en el derecho nacional e internacional. Desde este conjunto normativo fluye el carácter vinculante que da sentido a la investigación, pues estas normas deben ser articuladas desde una perspectiva crítica con los valores y principios que resulten identificables de las subjetividades descritas. Esta estructura normativa releva, a la vez, la necesidad de acudir al análisis jurisprudencial para atender las interpretaciones que realicen los tribunales internacionales, en especial la Corte Interamericana de Derechos Humanos, cuyos estándares resultan relevantes dado el control de convencionalidad que han venido realizando progresivamente las cortes supremas del continente.
Al considerar que el saber de las prácticas modernas no descansa exclusivamente en archivos sino también en la semántica y relatos orales depositados en la memoria de la población, se combina la recopilación y análisis de distintas fuentes de información escritas y orales. Se acude, además, al método etnográfico para hacer visible el tránsito y continuidades de las prácticas vinculadas a la territorialidad aymara, para recopilar algunos antecedentes de fuentes orales, con miras a definir los contextos históricos y modernos respecto de la territorialidad. Finalmente, se utilizan fuentes secundarias que acuden a investigaciones y literatura jurídica, antropológica e histórica con el fin de complementar la contextualización del escenario sociopolítico e histórico en los que se sustenta la construcción de los territorios estudiados.
Fronteras y periferia como variables impulsoras de conflictos en los aymaras del norte de Chile
Como se señaló precedentemente, el pueblo indígena aymara se encuentra distribuido históricamente dentro del territorio de Perú, Bolivia y el norte de Chile, en tiempos modernos su presencia también se ha extendido de manera significativa a otras realidades. Tal como indica Albó (2000), en las comunidades rurales aymaras de estos países persiste una cosmovisión y cultura simbólica común identificada con la cultura andina, cuya existencia ha adquirido caminos con variantes locales dada la injerencia de la realidad política en cada espacio.
Esta distribución territorial y sus deslindes es posible reconocerlos tempranamente en los antecedentes coloniales, que perduraron luego con los movimientos independentistas americanos bajo la lógica jurídica de ocupación occidental. El objetivo de la distribución y vinculaciones espaciales en el centro sur andino obedecían a una búsqueda de medidas para mejorar el control territorial de los recursos y la eficacia en el proceso de evangelización de la población nativa (Durnston, 1999).
La zona altoandina de Tarapacá se constituyó tempranamente como zona de frontera entre los corregimientos de Arica y Carangas en el siglo XVI. En este contexto, Hidalgo Lehuedé (2004) señala que el río Isluga se conformó como límite entre ambos corregimientos, línea que actualmente sigue estableciendo el límite entre Chile y Bolivia. Dicha distribución define históricamente la territorialidad aymara de Tarapacá, y es el modelo seguido al crearse los nuevos Estados independientes del Perú en 1821 y Bolivia en 1825.
Sin embargo, es posible sostener que estos deslindes obedecen a espacios instalados previamente bajo la lógica indígena. En este sentido, se ha indicado que la partición y la fijación de estas fronteras no fue arbitraria, sino que debió tener como referentes previos las parcialidades indígenas asociadas a cacicazgos, con el argumento de que, de no ser así, se habrían generado “interminables disputas en todas las secciones fronterizas” (Larraín Barros, 1975, p. 273). Desde las crónicas hispanas se conoce que en tiempos del inca existió una política demarcatoria, esto mediante el uso de saywas y apachetas2 para definir espacios de antiguos señoríos indígenas. En efecto, aún es posible apreciar referencias como puntos demarcatorios a apachetas que fijan la línea de deslindes entre Estados, que mantienen antiguas prácticas demarcatorias que exhiben la sacralidad indígena sobre el territorio (Espinoza Collao, 2022; Sanhueza Tohá, 2004). En el mismo sentido, Bertonio (1984) describe en su vocabulario aymara temprano sayhua chuta, como mojón levantado o raya para la división de las tierras.
No obstante, el sentido político de las fronteras coloniales alteró las estructuras prehispánicas de ocupación basada en archipiélagos verticales o multisituados, lo que debilitó antiguos vínculos culturales y económicos (Bouysse-Cassagne & Chacama R., 2012). A modo de ejemplo, Paz Soldan (1878) indica que durante el siglo XVII las autoridades coloniales concedieron territorios y establecieron linderos y amojonamientos a petición de las autoridades indígenas de Chiapa y Tarapacá relacionadas a los sectores de Cariquima e Isluga que incluían aún espacios en distintos pisos ecológicos.
Estas zonas de fronteras y sus distribuciones espaciales, si bien, materialmente pueden tener continuidades históricas, el sentido asignado a estas fragmentaciones resulta diverso, ya que descansa en su carácter complejo y variado de simbolismos. Así, existen límites y segmentaciones que yacen en la memoria de la población desde largo tiempo, las que no solo contemplan a una movilidad temporal, sino otras territorialidades que mantienen aún expresiones culturales en la zona (Lima & González, 2014). En el caso de los aymaras, el paradigma de concebir el espacio habitado como un todo interrelacionado y complementario para la vida, con alcances transfronterizos, generó contrapuntos con las nociones de control y soberanía modernos (Álvarez et al., 2020).
En la incipiente República peruana esta zona mantuvo su situación periférica y fronteriza, al no calificar como un espacio productivo que rentara a la economía nacional, lo que redunda en que su atención era escasa por el nuevo poder (Castro Castro, 2017). La inicial explotación de industria guanera y el posterior desarrollo de la actividad salitrera distanciaron la presencia del Estado de la región altoandina tarapaqueña, cuya única utilidad era la presencia de trabajadores indígenas provenientes de la zona fronteriza. Lo anterior, permite postular la relevancia de la reciprocidad o ayni aymara en las economías locales como elemento indispensable de la subsistencia de estas comunidades; asimismo, explica las circunstancias de porqué tardíamente se incorporan las lógicas estatales en su cotidianidad.
La adscripción a nuevas unidades políticas y la fijación de dichas fronteras tempranamente instalaron conflictos entre comunidades aymaras de uno y otro lado. Así, se ha indicado que en 1810 Diego Mamani cacique de Isluga inició un proceso de reclamación de deslindes en contra de la comunidad indígena de Carangas, ambas separadas actualmente por la frontera entre Chile y Bolivia (Paz Soldan, 1878). Luego, a nivel de Estados, en tiempos de la república peruana se plantearon los constantes problemas que se dan entre estas poblaciones.
Una vez instalado el dominio chileno en 1880, la suerte de la zona altoandina de Tarapacá no cambió, mantuvo una atención pública residual centrada en la normalización de la producción salitrera y en la instalación del aparato administrativo en las zonas que tributaban a la producción del mineral. Estratégicamente, la presencia del Estado chileno se vinculó a este espacio mediante el desarrollo de una serie de censos para cuantificar a la población, hasta bien entrado el siglo XX existió una ausencia total de las agencias públicas, “ni escuelas, ni oficinas de registro civil, ni notarías, ni destacamentos de policías fueron habilitados” (Castro C., 2008, p. 223).
Las nacientes fronteras estatales añadieron nuevos elementos después de la guerra, se acentuó la identificación construida a partir de triunfadores y vencidos, sobre todo desde la implementación de dispositivos chilenizadores en la franja fronteriza donde convergen aymaras bolivianos y chilenos. Durante este tiempo, por ejemplo, los conflictos entre los pobladores de Llica en Bolivia y los de Cariquima ahora en Chile incluían diferencias por el traspaso de la línea de animales, y la continuidad de los problemas por derechos territoriales adquirieron otros matices (Castro C., 2008). Se desconoce la relevancia de estas fronteras y si la adscripción a nuevas nacionalidades está en el origen de estos conflictos, o si bien, estos responden a la existencia de otras variables étnicas históricas, como líneas fronterizas diversas donde estos pleitos obedecen a distintas temporalidades territoriales. Lo cierto es que estas fronteras estatales insertaron nuevas adscripciones, lo que instaló incipientes diferencias entre aymaras, ahora bolivianos, peruanos y chilenos.
La presencia del Estado chileno en la zona se intensificó a partir de la dictadura militar de Pinochet, se establecieron estándares en las políticas públicas, sobre todo en el proceso de regionalización iniciado en 1974, vinculados a la seguridad nacional e inspirados en la geopolítica clásica, su fijación por las fronteras (Château, 1978; Ovando Santana & González Miranda, 2019; Santana U., 2013) y su correlato en la chilenización del espacio altoandino. Según Van Kessel (1990), la estrategia a seguir fue la militarización de la cordillera y la municipalización de la comunidad andina, ambos factores asociados tanto a la defensa externa como interna. La implementación de esta estrategia alteró los vínculos de las comunidades aymaras transfronterizas, ya no de manera simbólica, sino materialmente, la instalación de campos minados y de contingente militar a lo largo de la frontera con Bolivia y Perú cobrará la vida de algunos pastores al buscar sus ganados por los senderos ancestrales y el continuo control de personas y mercadería entorpeció el tráfico histórico en la zona.
Complementariamente, se destacaron para la época estrategias geopolíticas centradas en las fronteras del norte (Santana U., 2013, p. 26 y ss.), consistentes en políticas públicas que registraban y localizaban a las comunidades aymaras, marcadas por su desplazamiento habitual y, en consecuencia, que afectaban su movilidad hacia las regiones allende la frontera. Desde la crítica a estas tendencias, al negar la movilidad de estas comunidades, denominadas “puntas étnicas” o culturas ajenas al ser nacional, se pone de relieve que se tiende a considerarlas como habitantes circunscritos a áreas limitadas, homogéneas culturalmente, solitarias y estáticas (Sohn, 2014). En suma, los territorios móviles, como los habitados por los aymaras, reivindican contextos locales siempre desde la creación de lugares transnacionales. Una de las consecuencias de esta premisa consiste en que pone de manifiesto las construcciones discursivas de territorios e identidades diversas, además de la asociación entre lo político y lo personal (Sohn, 2014).
Con todo, la continuidad de estos vínculos transfronterizos se observa como una situación de riesgo a la lealtad del Estado, por lo que debe borrarse este pasado común (Carmona Caldera, 2006). Según la mirada del régimen, no solo la población indígena resulta invisibilizada, sino cualquier sentido multinacional, como se ha expuesto, debe ser excluido por constituir un riesgo para la autodefinida seguridad nacional.
Esta situación históricamente periférica y fronteriza de las poblaciones aymaras altoandinas en Tarapacá ha propiciado distintos efectos en su subjetividad: a) la continuidad y preservación de los usos y costumbres con mayor alcance que en las zonas bajas, donde el proceso de chilenización intensificó su actuar; b) una complementariedad de la economía local a servicios y abastecimiento de mercaderías indispensables para la vida desde los poblados aymaras bolivianos colindantes; c) la misma complementariedad se observa en las actividades cúlticas destinadas a la sacralidad andina. Dichos flujos se situaron tempranamente en esta zona entre poblaciones que comparten similitudes en su cosmovisión e identidad cultural.3
No obstante, esta complementariedad territorial al margen del Estado es el resultado de prácticas inmemoriales que se sitúan en una dimensión moral-religiosa relacionadas con la sacralidad con que se habita el espacio a ambos lados de la frontera. La continuidad de estas prácticas rituales está asociada a procesos de adaptación de la población y sus relaciones en cada tiempo, en aquello que se ha denominado la cosmopraxis (De Munter, 2010).
De esta manera, resulta posible reconocer una zona en la que la población ha acoplado distintas estructuras para subsistir y desarrollarse en un medio adverso, escenario en que la movilidad y la complementariedad de recursos en todas las dimensiones resultan indispensables. Así, la memoria reporta un transitar no solo orientado por las fronteras modernas, sino por separaciones geográficas que responden a antiguos patrones de movilidad, pero ajustados a otros espacios normativos. En este sentido, el Estado define a los pueblos indígenas como agrupaciones preexistentes en el territorio nacional que conservan manifestaciones étnicas y culturales propias, al tratarse de zonas de múltiples fronteras superpuestas o “aquellas fronteras cuyas territorialidades se producen por asentamientos de poblaciones, con anterioridad al trazado convencional de sus fronteras ─y estas no respetan límites de aquellos territorios primigeniamente ocupados─” (Díez Torre, 2016, p. 14). Además, en ellas las limitaciones de la soberanía estatal moderna coexisten con otras configuraciones territoriales y sus propias territorialidades en disputa, lo que da cuenta justamente de estas particularidades que genera la preexistencia.
Cosmopraxis andinas: algunas experiencias transfronterizas propias de las comunidades aymaras
Las materialidades modernas que dan cuenta de la existencia de esta zona de particularidades fronterizas son inalcanzables de mencionar. Solo a modo de ejemplo se destaca una serie de experiencias que recogen la cosmopraxis andina y que enfatiza particularmente en la importancia que tiene el territorio como un agente no-humano (Piñones Rivera et al., 2018). Se refiere a que la experiencia de las personas con su territorio permite considerarlos como agentes, asunto que el naturalismo, que sostiene toda intervención pública occidentalizada, trata en términos metafóricos. Al respecto se señala que el canon de la historicidad moderna ha producido la política como un asunto entre humanos, luego de negar la co-presencia ontológica de otras formaciones socionaturales (Álvarez et al., 2020).
Para las comunidades aymara, al contrario, las entidades territoriales exceden la historicidad humana, pero participan de ella a través de un complejo repertorio de formas de reciprocidad que desborda la distinción naturaleza/sociedad establecida por el naturalismo (Piñones Rivera et al., 2018, pp. 215-216 y ss.). En este marco, un pastor aymara habitante de la zona del Salar del Huasco relató cómo suelen observar la presencia de yatiris o curanderos bolivianos en el cerro Charcollo, ubicado en las medianías de dicho salar, quienes acuden a realizar la ceremonia de la lluvia o ch`uwa ch`ujxata (relato de Pedro Lucas, recopilado por el autor, 2022). Esta consiste en una rogativa que se realiza en secuencia en distintos achachilas y mallkus, ambos conceptos vinculados a los cerros tutelares ubicados indistintamente en territorio boliviano y chileno (Choque & Pizarro, 2013). Esto puede identificarse como una continuidad del principio aymara de vivir su territorialidad como un todo interrelacionado que desestima las líneas fronterizas instaladas desde el Estado. Dicho discurso sigue operando, aunque invisibilizando el valor de las fronteras modernas y sus dispositivos para controlar los desplazamientos.
Por otro lado, Cereceda (2010) describe la ceremonia de amarre de los vientos o soqos realizada por los chipayas que habitan la zona de frontera entre Chile y Bolivia que se vinculan con la actual comunidad aymara de Isluga de la región de Tarapacá. En esta se asocia el origen de los vientos a la costa del norte de Chile, conforme a ello se realizan una serie de actos articulados en territorios de ambos países. En la misma línea, el tránsito de los chipayas hacia territorio chileno en búsqueda de oportunidades laborales no ha cesado, lo que llena los vacíos que ha dejado la población aymara nacional producto de la migración a los grandes centros urbanos costeros. Estos ciclos han sido asociados por Wachtel (2001) al tránsito de antiguas caravanas que desde tiempos inmemoriales bajaban en un ciclo constante de intercambio de mercancías. Asimismo, González Miranda (2016) identifica una presencia importante de población indígena asociada al ciclo salitrero en la región de Tarapacá.
Ambas experiencias instalan particularidades en este espacio, se distancian de aquello que se ha denominado como la ontología dualista como fenómeno que predomina en la modernidad, como un proceso que separa “lo humano y lo no humano, naturaleza y cultura, individuo y comunidad, ‘nosotros’ y ‘ellos’, mente y cuerpo, lo secular y lo sagrado, razón y emoción” (Escobar, 2015, p. 29). Subordina otredades y homogeneiza otros mundos posibles.
En otro contexto, es posible identificar un calendario de festividades situado al margen de las fronteras estatales, así, en la comunidad aymara de Chusmiza-Usmagama ubicada en la región de Tarapacá existe hasta nuestros días la costumbre del baile moreno fundado en dicha localidad que consiste en asistir en ciclos de tres años a la fiesta en el santuario de Escara, ubicado en Bolivia. A la inversa, músicos y danzantes provenientes de Bolivia participan en las distintas festividades andinas que se celebran desde tiempos inmemoriales en Chile (Díaz, en prensa).
Otra actividad que manifiesta movilidades históricas mediante los espacios fronterizos se vincula a la expresión cultural asociada a las bandas musicales como aparato de inserción de la población indígena en Chile y en Bolivia. El surgimiento paralelo en los países andinos de las bandas de bronces a inicios del siglo XX y su inserción como expresión musical indispensable en fiestas patronales y otras manifestaciones de culto instaló un flujo de relaciones en las comunidades indígenas andinas en las zonas fronterizas. Frente a la ausencia de músicos locales en los poblados colindantes con Bolivia se recurrirá a músicos y bandas provenientes de este país, lo que instaló una relación que perdura hasta nuestros días. Díaz Araya (2009) relata distintos ejemplos de inicios del siglo XX, en los cuales se solicitaba solamente autorización a autoridades locales como subprefectos, inspectores de distritos o funcionarios policiales para permitir ingresos de bandas bolivianas, quienes cruzaban la línea de fronteras caminando o en bicicletas, trasladando sus instrumentos para asistir a estos eventos. Esta vinculación trasciende actualmente a distintas celebraciones privadas y con notoriedad pública, algunas de larga data histórica como las referenciadas o la fiesta mayor de la tirana. Esta última, marcada transversalmente por las relaciones transfronterizas, en aspectos que se extienden más allá de lo musical pero siempre con un alto componente indígena que involucra interacción social, económica y parental aparte de la territorialidad definida por la modernidad (Díaz Araya et al., 2022).
Por otro lado, la hoja de coca que ocupa un lugar central en la religiosidad andina, cuyo cultivo está tipificado penalmente como delito en Chile, se traslada ─entre sombras─ actualmente desde Bolivia e instaló una actividad comercial transfronteriza permanente y significativa. Esto pese a que el derecho vigente en materia indígena protege la identidad cultural sostenida entre otros aspectos en su religiosidad, solo recientemente ha sido reconocida en Chile por vía jurisprudencial su uso como una actividad cultural propia del mundo andino. Sin embargo, la exculpación sigue sosteniéndose en la figura jurídica del error de prohibición indirecto culturalmente condicionado y no el reconocimiento de un derecho como causal de justificación (Tribunal Oral en lo Penal de Arica, 2015). En esta perspectiva, la frontera y el control estatal se conforma como un obstáculo de alto riesgo para la continuidad de las prácticas culturales.
Estas peregrinaciones vitales dentro de su cosmovisión para los ciclos agrícolas y ganaderos se mantienen al margen de los tiempos y las estaciones que ordenan el mundo occidental. La vida se ordena complementando, reparando territorialidades e integrando un paisaje mucho más amplio. En este orden los Estados solo agregan riesgos de estos tiempos (Burman, 2011). En todos los casos se observan construcciones transversales, productos de intercambios litúrgicos, conciliaciones políticas y la necesidad de adaptación para la sobrevivencia. Así, cada ciclo marca la memoria expresada en el presente, como una zona donde interceden espacios interdependientes en su manifestación moderna.
La continuidad temporal y espacial de estas prácticas sitúa esta realidad dentro de la órbita del derecho consuetudinario propio al que debe recurrir un Estado para resolver situaciones que aquejan a los pueblos indígenas que habitan franjas fronterizas (Corte Interamericana de Derechos Humanos, 2005, 2008, 2014). En otro sentido, la pertenencia al pueblo aymara de las poblaciones situadas a ambos lados de las fronteras y el ciclo de dependencia recíproca instalado históricamente vincula su actuar en un marco jurídico particular que establece deberes a los Estados, lo que requiere adoptar medidas específicas para eliminar obstáculos para el desarrollo de estas relaciones, y permita su continuidad prevalentemente.
En el centro de la discusión se ubica el fin jurídico de fortalecer la identidad cultural como un derecho fundamental y de naturaleza colectiva de las comunidades indígenas, que “debe ser respetado en una sociedad multicultural, pluralista y democrática” (Corte Interamericana de Derechos Humanos, 2012b, párr. 215). En definitiva, impone la obligación a los Estados de garantizar a los pueblos indígenas participación en asuntos que incidan con sus valores, usos, costumbres y formas de organización, que favorezca el control de sus propias instituciones y formas de vida en general, aunque transgredan la frontera moderna que divide a sus respectivos territorios.
La regulación particular de las comunidades indígenas transfronterizas en el derecho vigente: algunas experiencias sudamericanas, incluido el caso chileno
La situación de las comunidades indígenas transfronterizas ha sido tardíamente objeto de regulación jurídica particular. En 2023, un conjunto de instrumentos jurídicos internacionales establece derechos específicos para esta población indígena que globaliza normativamente esta realidad. Mientras en el contexto del derecho de elaboración interna, salvo la Constitución de Colombia, estas solo se observan en las reformas constitucionales latinoamericanas de inicios del siglo XXI.
En la realidad jurídica nacional, la existencia de normas específicas se da exclusivamente con la incorporación de dichos instrumentos internacionales apenas en el siglo XXI;4 mientras que en la legislación de elaboración interna tanto la Constitución como el resto de la estructura jurídica mantienen un silencio absoluto, posición que se condice con la falta de consideraciones particulares por el Estado.5
Uno de los primeros instrumentos en tratar esta materia fue el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), al incorporar la sección VII denominada “Contactos y cooperación a través de las fronteras”, en su artículo 32, establece el deber de los gobiernos de adoptar medidas apropiadas, “incluso por medio de acuerdos internacionales, para facilitar los contactos y la cooperación entre pueblos indígenas a través de las fronteras, incluidas las actividades en las esferas económica, social, cultural, espiritual y del medio ambiente”.
Este instrumento, el más relevante en materia de derechos indígenas, dado el amplio número de Estados que lo han ratificado y por su uso recurrente en la jurisprudencia nacional e internacional especialmente en Latinoamérica (Aylwin, 2014), permite identificar como fin de la norma la protección de la continuidad de los lazos históricos de estas comunidades transfronterizas, al establecer una carga al Estado consistente en eliminar los obstáculos que la frontera instale. Conforme con el diccionario de la Real Academia Española el sentido natural del verbo facilitar conlleva “Hacer fácil o posible la ejecución de algo o la consecución de un fin”. A contrario sensu, el impedimento o la obstrucción de las relaciones opera como una acción contraria al espíritu objetivo de la norma.
La remisión a la celebración de acuerdos internacionales se enmarca en una práctica recurrente en el derecho internacional, orientada como medida particular para facilitar la movilidad, al recurrir a acuerdos políticos con alcance regional o bilateral (Mondardo, 2021)6. En este sentido, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal et al., 2020) ha destacado las medidas especiales adoptadas por los Ministerios de Salud de Colombia y el Perú que establecieron un Comité Binacional para el tratamiento de las poblaciones fronterizas, con énfasis en los pueblos indígenas, iniciativa creada en 2020 al amparo del Organismo Andino de Salud. Así, Costa Rica y Panamá celebraron un acuerdo para otorgar facilidades de ingreso respecto de los indígenas ngöbe-buglé para las actividades de recolección de café conforme a los protocolos sanitarios.
En esta línea, se insertan medidas como la creación de tarjetas de tránsito vecinal implementada con carácter general por el Estado chileno mediante el Decreto 944 de 2010. Mediante este instrumento jurídico se creaba la categoría de habitantes de zona fronteriza, lo que favorece un tránsito diferenciado entre habitantes de localidades fronterizas contiguas y un acceso más rápido respecto a otros sujetos migratorios. Sin embargo, a menos de un año de haber entrado en vigencia, esta norma fue derogada mediante el Decreto exento 993 del 31 de marzo de 2011, según se indicó, debido a problemas de forma que afectaban su legalidad. Lo contradictorio es que varios años después solo fue respuesta exclusivamente para las fronteras comunes con Argentina,7 excluyendo hasta la fecha de este escrito, con un sentido claramente discriminatorio, a todas las comunidades aymaras que habitan el norte extremo del país.
En términos generales, en el caso de las comunidades aymaras de Tarapacá las vías convencionales se han visto imposibilitadas ya que Chile mantiene interrumpidas sus relaciones diplomáticas con Bolivia desde 1962, tras la cuestión del río Lauca, lo que entorpece la celebración de acuerdos entre ambos Estados. Estos vínculos se han visto afectados aún más por la demanda interpuesta por el gobierno de Bolivia en contra de Chile en el Tribunal de la Haya (2013-2018), fundamentada en las expectativas no resueltas por Chile para darle una salida al mar a Bolivia negociada después de 1904.8 Esto viene impactando significativamente el ejercicio de tradiciones y costumbres ancestrales propias de la franja fronteriza, comprometiendo desde diversas vías la responsabilidad internacional del Estado frente al incumplimiento de los compromisos internacionales contraídos.
Por su parte la Declaración sobre Derechos de los Pueblos Indígenas, de la Organización de Naciones Unidas de 2007, establece en su artículo 36 que los pueblos divididos por fronteras entre Estados tienen “derecho a mantener y desarrollar los contactos, las relaciones y la cooperación, incluidas las actividades de carácter espiritual, cultural, político, económico y social, con sus propios miembros, así como con otros pueblos, a través de las fronteras”. Asimismo, establece que los Estados, en consulta y cooperación con los pueblos indígenas, adoptarán medidas eficaces para facilitar el ejercicio y asegurar la aplicación de este derecho. El sentido de esta norma especifica las diferentes formas de relación que se establecen en estas comunidades fraccionadas, al instalar deberes muy similares al Convenio.
Este mismo instrumento establece en su artículo 30 que no se desarrollarán actividades militares en las tierras o territorios de los pueblos indígenas, a menos que lo justifique una razón de interés público pertinente o que se haya acordado libremente con los pueblos indígenas interesados, o que estos lo hayan solicitado. En ambos casos, los Estados celebrarán consultas eficaces con los pueblos indígenas interesados, para así definir los procedimientos apropiados, en particular por medio de sus instituciones representativas, antes de utilizar sus tierras o territorios para actividades militares. En la realidad de las comunidades altoandinas tarapaqueñas, esta garantía ha venido siendo vulnerada por el Estado y se ha agravado producto de la crisis migratoria (De Marchi Moyano & Alvites Baiadera, 2022; Ovando Santana & Ramos Rodríguez, 2020). En la comunidad aymara de Cariquima se ha instalado un recinto militar en un espacio de propiedad privada de los comuneros sin que hubiere operado la consulta respectiva.9 Esta unidad militar denominada Base Militar Patrulla Cariquima10 pertenece a la VI División del Ejército con asiento en Iquique. Esta iniciativa proveyó de agua potable y alumbrado a comunas rurales del altiplano chileno y vigilancia efectiva ante las nuevas amenazas definidas por la autoridad, como el contrabando y el narcotráfico. El dirigente vecinal de Cariquima, Guillermo Moscoso, en el contexto de este episodio indicó las dudas asociadas a la iniciativa estatal. Fundamentalmente destacó que no se tomó en cuenta el derecho de la comunidad aymara a la movilidad fronteriza:
Nuestra comunidad está de acuerdo con que se protejan las fronteras, pero dentro de la comuna también hay costumbres (…) una de esas tradiciones es una feria que se realiza periódicamente entre las comunidades limítrofes de Chile y Bolivia, donde se comercializan alimentos básicos. (Torres Paredes, 2019, p. 2, en Ovando Santana & Ramos Rodríguez, 2020, p. 1542)
Por otro lado, la máxima autoridad de la región de Tarapacá de la época complementó lo dicho, a manera de consenso, a partir de que se debe “poner en valor, tanto la cultura ancestral, como la necesidad de seguridad”. Finalmente, el consejero regional Eduardo Mamani, manifestó una posición moderada con ánimo de conciliar las partes: “El objetivo (…) es aterrizar el Plan Frontera Segura a la realidad del pueblo aymara, pues hay una ‘relación ancestral de convivencia’ en la frontera altiplánica” (Torres Paredes, 2019, p. 3, en Ovando Santana & Ramos Rodríguez, 2020, p. 1543). Como consecuencia se produce una doble vulneración tanto en el contexto de su derecho real de dominio, como con respecto a los compromisos internacionales vigentes que protegen su territorio.
Con todo, y más allá del caso concreto, la Declaración Americana sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, de la Organización de los Estados Americanos, incorpora en su sección cuarta sobre “Derechos organizativos y políticos”, el artículo XX que indica en sus números 3 y 4, lo siguiente:
3. Los pueblos indígenas, en particular aquellos que están divididos por fronteras internacionales, tienen derecho a transitar, mantener, desarrollar contactos, relaciones y cooperación directa, incluidas las actividades de carácter espiritual, cultural, político, económico y social, con sus miembros y con otros pueblos.
4. Los Estados adoptarán, en consulta y cooperación con los pueblos indígenas, medidas efectivas para facilitar el ejercicio y asegurar la aplicación de estos derechos.
También, ratifica la prohibición de desarrollar actividades militares en tierras o pueblos indígenas a menos que exista una razón de interés público que lo justifique o que exista participación o lo hubieren requerido las comunidades indígenas que habitan dicho territorio en el mismo sentido de la Declaración de las Naciones Unidas.
A nivel de derecho interno, Latinoamérica ha sido pionera en incorporar normas particulares sobre la realidad de los pueblos indígenas transfronterizos, casi paralelamente a la entrada en vigencia del Convenio 169. Así, Colombia insertó en su Constitución de 1991 el artículo 96 número dos, que va más allá de la normativa internacional al insertar la figura de la nacionalidad por adopción para los pueblos indígenas que comparten territorios transfronterizos, aludiendo para ello a la reciprocidad entre Estados, presente en el derecho internacional.
Posteriormente, mediante ley se elimina para los pueblos indígenas transfronterizos el requisito de habla castellana, siempre que se expresen en alguna de las lenguas indígenas oficiales en Colombia. Asimismo, se establece que no será necesaria la renuncia a su nacionalidad primitiva para estos fines. Estas medidas resultan eficaces para eliminar obstáculos que permitan fluidez en el tránsito, al mismo tiempo permite la continuidad de los lazos parentales en ambos lados de la línea de fronteras.
Luego, la misma Constitución en su artículo 289 delega facultades en departamentos y municipios situados en espacios transfronterizos para facilitar la adopción de medidas de “cooperación e integración, dirigidos a fomentar el desarrollo conminatorio, la prestación de servicios públicos y la preservación del ambiente”. Cabe destacar que el proyecto chileno de la constituyente rechazado recoge este artículo 22 años después.11 Sin duda, la Constitución colombiana es la más garantista dentro de la órbita de instrumentos jurídicos, al conceder medidas particulares amplias para la continuidad de una identidad común.
El Estado colombiano, siguiendo el sentido de los compromisos internacionales, ha promovido acuerdos bilaterales y multilaterales para facilitar las relaciones de estos pueblos indígenas, por ejemplo, el Convenio entre Colombia y Ecuador sobre tránsito y transporte de personas, carga, vehículos, embarcaciones fluviales, marítimas y aeronaves, celebrado en 2012, que viene a perfeccionar acuerdos previos entre ambos países. Este declara como fines el otorgar “un tratamiento privilegiado a las zonas de integración fronteriza, para compensar los efectos atenuantes del fenómeno de periferia”. En esta línea, incorpora el capítulo XIII denominado “Grupos étnicos”, mediante el artículo 23 establece que con la participación de ambos Estados y las comunidades indígenas de frontera se regirán mediante reglamento:
(…) las condiciones de movilidad con criterio especial a fin de mejorar la calidad de vida y reconocer las costumbres y tradiciones de las comunidades anteriormente mencionadas, con el objeto de mantener y desarrollar los contactos, las relaciones y la cooperación con otros pueblos, en particular los que estén divididos por fronteras internacionales. (Convenio entre Colombia y Ecuador sobre tránsito y transporte de personas, carga, vehículos, embarcaciones fluviales, marítimas, y aeronaves, 2012, artículo 23)
Esta consideración de participación de las poblaciones indígenas para la construcción de un espacio de fronteras se encuentra en línea con los estándares internacionales, inspirada en aquello que se ha manifestado como la etnicidad política del consenso (Rouvière, 2014). En la actualidad esto deriva de una variable jurídica asociada a la consulta; al mismo tiempo se expresa como una apertura del sistema político, marcada por el reconocimiento y que se fundamenta en la pluralización creciente de la actividad política, caracterizada por la emergencia de fuerzas transformadoras en busca de legitimidad (Connolly, 1995, 2005). Lo relevante de esta constatación se resume en que esta pluralización atiende a una combinación de demandas en apariencia contradictorias: las necesidades para el control eficaz de las fronteras, la descentralización política y la integración regional; o, como se ha indicado, la garantía de los derechos de los pueblos indígenas que habitan estos territorios periféricos.
En la misma línea, la actual Constitución de Ecuador se ocupa de manera particular de la realidad de sus comunidades de frontera. En su artículo 57 establece una serie de garantías particulares, entre estas la número 18 que establece el deber del Estado a “Mantener y desarrollar los contactos, las relaciones y la cooperación con otros pueblos, en particular los que estén divididos por fronteras internacionales”.
De la misma manera, Bolivia establece en su Constitución un conjunto de normas que trata de manera integral la realidad de los pueblos indígenas transfronterizos. Dentro del capítulo sobre relaciones internacionales, en su artículo 255 señala que la celebración de tratados internacionales debe regirse entre otros aspectos por el respeto a los derechos de los pueblos indígenas originarios campesinos. Posteriormente, en el capítulo sobre fronteras del Estado, en el artículo 264 impone el deber del Estado de establecer una política permanente de “desarrollo armónico, integral, sostenible y estratégico de las fronteras, con la finalidad de mejorar las condiciones de vida de su población, y en especial de las naciones y pueblos indígenas originarios campesinos fronterizos”. Finalmente, en el capítulo sobre integración, establece el artículo 265 que inserta el deber del Estado de fortalecer la integración de sus naciones y pueblos indígenas originarios campesinos con los pueblos indígenas del mundo.
Relación transfronteriza boliviana-chilena desde los pueblos indígenas
Pese a la situación ventajosa de esta realidad de los pueblos indígenas en Bolivia, esto no ha permitido una mejora de las relaciones entre los pueblos a cada lado de la frontera, lo que resulta prevalente en la realidad de las relaciones estatales; cuestión que se sobrepone a los compromisos internacionales incluso contra las obligaciones constitucionales.
El Estado chileno, en general, al incumplir lo impuesto por la estructura normativa vigente, favorece la obstaculización de la movilidad ancestral de las comunidades aymaras transfronterizas en la región de Tarapacá, lo que afecta gravemente la continuidad de su identidad cultural, el vínculo con su pasado, el desarrollo adecuado de su territorialidad y la puesta en práctica de una serie de iniciativas transfronterizas tendientes al avance de las comunidades aledañas a Tarapacá (Chile) y Oruro-Potosí (Bolivia). Es el caso del proyecto de integración fronteriza Pica-Llica y la Gran Jacha Qhathtu Sillajhuay Mallku Hito 41, demanda que lleva más de quince años a la espera de concretarse, en particular la habilitación del paso peatonal que permita vincular comercial y turísticamente el Salar de Uyuni y la comuna de Pica (Chile) (véase Cabrera, 2022; Riquelme & Ovando, 2022).También se destacan las ferias comerciales aledañas a Colchane y Pisiga, las que si bien son informales y funcionan hace décadas, se vieron afectadas por el cierre de frontera implementada por la pandemia del COVID-19 lo que afectó la subsistencia de ambas localidades.
En general el Estado de Chile no ha adoptado medidas particulares, previamente ni durante las crisis que atraviesa este espacio de fronteras, ni ha recogido demandas locales por mayor integración transfronteriza, lo que ha postergado por décadas su resolución, siguiendo así un patrón histórico propio de Tarapacá (González, 2012). Contrariamente, se observa un trato claramente discriminatorio, en cuanto si ha impuesto medidas especiales12 en el resto del país. Esta ausencia de medidas particulares, coloca a las comunidades aymaras transfronterizas en una situación de especial vulnerabilidad, que como ha indicado la Corte Interamericana genera “secuelas destructivas sobre el tejido étnico y cultural” (Corte Interamericana de Derechos Humanos, 2010, 2012a).
Conclusiones
Desde la estructura jurídica internacional se ha resaltado que la instalación de las fronteras de los actuales Estados sudamericanos se conforma como obstáculo material para el desarrollo de la territorialidad indígena. Frente a este escenario, para el caso particular chileno, las poblaciones fronterizas aymaras permanentemente han debido adecuar sus costumbres y ritos para mantener la movilidad ancestral asociada a su territorialidad, transitando en un espacio de riesgo para su vida o su libertad y estimulando el abandono de prácticas de complementariedad y litúrgicas fundamentales para la continuidad de su identidad cultural.
Esta realidad no resulta fortuita, su origen es posible rastrearlo como expresión de las políticas instaladas desde la colonia y fomentadas mucho tiempo después con la instalación del Estado nación, profundizadas luego por el régimen militar, que las acentúa dada su mirada geopolítica del desarrollo, particularmente hacia las fronteras. Esta tendencia perduró iniciado el siglo XXI debido a la indiferencia del poder público ante una agenda transfronteriza que toma cada vez más fuerza en el continente. Mientras, la existencia de un marco jurídico vinculante no resulta suficiente para cambiar el rumbo pues establece un escenario de múltiples incumplimientos por el Estado. En efecto, ante la presencia de otras lógicas ─como la que encarna el Convenio 169─ y el reconocimiento de pueblos originarios que habitan este espacio fronterizo tarapaqueño, la figura del estado ha sido incapaz de ajustarse a estas innovaciones y producido una disonancia cognitiva que persiste. Es decir, si ya la consulta es problemática para el Estado chileno, en tanto se concibe como una intromisión a la soberanía, en este confín tiene un sello distintivo que agudiza el quiebre, dada la configuración histórica marcada por criterios estadocéntricos.
La ausencia de las medidas particulares que exige el derecho vigente, asociado a la realidad de comunidades indígenas transfronterizas, implica una carga para el Estado que conlleva la adopción de medidas positivas para facilitar la continuidad de estas relaciones, dada su situación de vulnerabilidad que impulsan directamente la pérdida paulatina de su identidad cultural en un progresivo abandono de sus prácticas ancestrales frente al riesgo en sus bienes jurídicos protegidos. En este sentido, la acción del Estado debiera actuar fortaleciendo estos nexos culturales, espirituales y económicos que favorezcan una existencia digna y el ejercicio de muchos otros derechos garantizados.
En contrario, la realidad de las comunidades aymaras transfronterizas está marcada por un trato claramente discriminatorio por el Estado, que no solo omite sus obligaciones, sino que su propia acción ha empobrecido la situación de estas comunidades al eliminar normas que claramente favorecían su condición. Transcurridos más de 10 años de la derogación de la tarjeta de tránsito vecinal para la población aymara del norte de Chile, dicha disposición ha sido reinsertada para Chile, excepto para las regiones fronterizas en que habita el pueblo aymara.
La aplicación de medidas conforme con lo establecido en el marco jurídico facilitaría un diálogo intercultural entre las estructuras estatales y aquellas asociadas a las comunidades indígenas aymaras, que inserte a la dinámica nacional el respeto de derechos transversales como la autodeterminación y la identidad cultural que promuevan, a la vez, mecanismos de integración que faciliten el desarrollo de continuidades históricas que se mantienen en un escenario adverso.