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Frontera norte

versión On-line ISSN 2594-0260versión impresa ISSN 0187-7372

Frontera norte vol.20 no.39 México ene./jun. 2008

 

Artículos

 

La iglesia Católica en Baja California: Péndulo entre misión y diócesis

 

Dora Elvia Enríquez Licón*

 

* Profesora–investigadora del Departamento de Historia y Antropología de la Universidad de Sonora. Dirección electrónica: denriquez@sociales.uson.mx.

 

Fecha de recepción: 25 de abril de 2007.
Fecha de aceptación: 4 de octubre de 2007.

 

Resumen

El presente artículo ofrece una perspectiva general sobre los cambios ocurridos en el nivel de la estructura organizativa de la iglesia Católica en Baja California durante los siglos XIX y XX, con el propósito de aportar elementos de análisis que permitan identificar las particularidades regionales de tan importante institución social. Se describen las condiciones históricas en que se transitó de una iglesia de tipo misional con limitadas posibilidades de desarrollo, a una iglesia diocesana, expresión de una institución con mayor grado de consolidación. Tal proceso conoció un accidentado trayecto en la región debido a las condiciones históricas en que ocurrió su poblamiento; fue tierra de misión hasta la fundación de las diócesis de Tijuana y Mexicali, en la década de 1960.

Palabras clave: iglesia Católica, misiones, vicariato apostólico, diócesis, religión.

 

Abstract

Changes in the organizational structure of Baja California's Catholic Church during the 19th and 20th centuries are analyzed in this article. The aim of the study is to provide the basic elements for identifying the particular regional and historical conditions that promoted the transition of this institution, from mission to diocesan hierarchy. The shift from the former to the latter was far from smooth, as it can be seen from the fact that the formal establishment of the Dioceses of Mexicali and Tijuana were not authorized by Rome until the 1960s.

Keywords: Catholic Church, mission, apostolic vicariate, diocese, religion.

 

INTRODUCCIÓN

Atendiendo la iniciativa turnada por la Conferencia del Episcopado Mexicano, en enero de 2007 el papa Benedicto XVI autorizó una reestructuración organizativa de la iglesia mexicana, aprobando la creación de cuatro provincias eclesiásticas, el establecimiento de nuevas diócesis y la elevación de otras más al rango de arquidiócesis. En este contexto se fundó la Provincia Eclesiástica de Baja California, con sede metropolitana en Tijuana, y así mismo se erigió la diócesis de Ensenada. Con tal disposición, la iglesia Católica en la península de Baja California cierra una significativa etapa de su desarrollo.

Tomando en consideración los recientes cambios, el presente artículo1 tiene como propósito ofrecer algunos elementos que permitan identificar las particularidades regionales de la iglesia Católica, tomando como punto de referencia sus formas organizativas.

El trabajo expone el marco histórico general en que se ha desenvuelto la iglesia Católica en la península de Baja California, por lo que, en gran medida, su carácter es descriptivo. Ante la escasez historiográfica relativa al tema, busca estimular la investigación en este campo de estudio tan descuidado para el norte mexicano.

 

LA IGLESIA CATÓLICA Y SUS FORMAS ORGANIZATIVAS

El estudio histórico de la iglesia y religión Católica en México ofrece un campo vasto y complejo. Por el hecho de ser una institución que a través de los años ha sido un actor principal en la lucha por el poder político e incuestionable su papel como guía social de las conciencias, ha ocupado la atención de numerosos investigadores (Ceballos, 1996; García, 2004).

La complejidad que plantea su estudio tiene mucho que ver con su carácter dual. Como institución social, se encuentra sólidamente posicionada en el mundo terrenal, pero al mismo tiempo ubica su origen y orienta sus acciones al mundo ultraterreno (Weber, 1981:907; Blancarte, 1992:15–17).

El carácter dual de la iglesia es un rasgo de incuestionable relevancia, pero, además, posee otras características que deben tomarse en cuenta al estudiarla. En primer término, está el de su conformación. Es común visualizarla desde el exterior como una especie de bloque monolítico, descuidando el hecho de que su recia estructura jerárquica cobija actores de distinto tipo, formas organizativas diversas, tendencias teológicas y pastorales y, con cierta frecuencia, fisuras y conflictos en su interior.

Atendiendo a su carácter dual —uno social (y por tanto histórico) y otro divino (atemporal y eterno)—, la función de la iglesia es, por un lado, velar por la salud espiritual de las almas, administrando los bienes de salvación a todos aquellos que profesan su doctrina. Por otra parte, ha manejado históricamente modelos de organización social, los cuales busca impulsar y legitimar social–mente. De esta manera, influye y recibe influencias del ambiente social, y en ciertas etapas históricas se ha constituido en protagonista del conflicto socio–político. Esto ocurre cuando sus proyectos sociales se contraponen a los de grupos sociales adversarios y el Estado.

La historia mexicana, en particular desde el siglo XIX, está marcada por un continuo conflicto entre Estado e Iglesia, que ha dado como resultado una alta polarización social en las distintas etapas del proceso de secularización.

Para realizar su misión dual, la iglesia tiene una organización jerárquica y territorial. Institucionalmente se estructura con base en una fuerte jerarquía piramidal cuya cabeza es el papa; debajo de él se encuentran arzobispos, obispos y sacerdotes (regulares y seculares). Son, en términos weberianos, el "cuadro administrativo" burocrático a cuyo cuidado se han depositado los fundamentos religiosos (dogma, liturgia, culto) y cuya obligación es velar por su conservación (Weber, 1981:43–4). Cada nivel de la jerarquía opera en un ámbito territorial definido: al papa le corresponde la responsabilidad de la iglesia universal; los obispos tienen jurisdicción sobre una diócesis asignada, en tanto que varias de ellas constituyen una provincia eclesiástica a cargo de un arzobispo.

Así mismo, la iglesia Católica está conformada por los fieles o creyentes, cuyo objetivo principal es lograr la salvación eterna. Son quienes otorgan a la iglesia legitimidad social, convencidos de que el orden manejado y representado por la institución es verdadero. No obstante, el campo de la práctica religiosa no presenta un panorama homogéneo; en las sociedades se distinguen grupos caracterizados por formas diferentes de concebir y practicar la religión, lo que da lugar en México a una amplia diversidad en el catolicismo popular.

Las pautas metodológicas sucintamente señaladas acotan este acercamiento al estudio histórico de la Iglesia en Baja California, el cual destaca las formas organizativas de la institución, reconociendo que muchos aspectos inherentes a ella quedan casi desdibujados en la exposición, como serían la conformación de la jerarquía eclesiástica y los proyectos pastoral–sociales por ella desarrollados, las formas de religiosidad entre los bajacalifornianos, el ritmo observado en los procesos secularizadores, etcétera.

La iglesia Católica en México no ha tenido, históricamente, una presencia homogénea a lo largo y ancho del país; de hecho, son evidentes y notorias las diferencias en el mosaico regional. En las historias eclesiásticas pretendidamente nacionales se menciona de manera muy breve el noroeste. La presencia de la iglesia Católica en esta región parece desvanecerse ante el peso que ha tenido en el centro del país, lo cual, evidentemente, no indica que en esta zona la institución haya carecido de relevancia. Por el contrario, manifiesta la existencia de un particular ritmo histórico que es preciso develar.

El siglo XIX es, en el noroeste, la etapa de tránsito de una iglesia misional a una de tipo diocesano. La primera implicó una organización propia cimentada en pueblos de misión atendidos por miembros del clero regular2 con el propósito de evangelizar a los indígenas previamente congregados en asentamientos estables, donde también fueron sensibilizados para que aceptasen de buena gana la cultura de sus conquistadores. En este régimen, los misioneros estaban sujetos a un superior provincial o directamente a la Sagrada Congregación de Propaganda Fide, por lo que tenemos un elemento de extraterritorialidad en el ejercicio del ministerio. El sostenimiento de este tipo de organización eclesiástica corrió a cargo de las autoridades civiles, esencialmente a través del pago de sínodos,3 aunque en algunos casos los pueblos de misión fueron autosuficientes. En el caso particular de Baja California, el soporte del sistema misional no ocasionó erogaciones a la corona sino al Fondo Piadoso de las Californias, con aportes financieros de particulares (Gutiérrez, 1974:144; Piñera, 1991).

La iglesia diocesana se finca en una organización diferente. Su base está constituida por parroquias administradas por miembros del clero secular con licencia del obispo. La evangelización no es su función principal, sino la atención a la vida sacramental. Su sostenimiento corre a cargo de la feligresía a través del pago de diezmos, aranceles, limosnas y donativos, por lo que supone la existencia de pueblos bien establecidos y con cierta holgura económica. Los párrocos, por su parte, dependen de un obispo titular residente en el territorio a su cargo, con jurisdicción y autonomía en su ejercicio ministerial y con facultad para ordenar nuevos sacerdotes.

Cabe mencionar que ambos tipos de iglesia —misional y diocesana— coexistieron en el noroeste durante el siglo XIX y buena parte del siguiente. Tal convivencia fue más prolongada en Baja California, como intento mostrar en este artículo.

 

LOS FUNDADORES DE LA IGLESIA CATÓLICA EN LAS CALIFORNIAS

Después de haber fracasado numerosos intentos de conquista militar iniciados desde 1533, la penetración europea en la península corrió a cargo de hombres de la iglesia. Los jesuitas obtuvieron en 1697 las garantías requeridas para fundar misiones, evangelizar a los indios y ejercer funciones político–administrativas. El padre Juan María Salvatierra, al llegar en ese año a Loreto, llevaba "la autoridad de gobernador, capitán, capellán, cargador y cocinero", según afirman Gutiérrez (1974:200–201) y Trejo (1992:291).

Durante siete décadas los jesuitas realizaron una tesonera labor y lograron congregar a los indígenas en 17 pueblos de misión en la región meridional. También capitalizaron —en beneficio del sistema colonizador por ellos impulsado— el control absoluto sobre el proceso espiritual y material, con lo que desalentaron y frenaron la colonización civil. Por tan poderosos motivos se buscó sustituirlos con sacerdotes seculares en la esfera espiritual y con colonos civiles que tuvieran expedito acceso a la propiedad de los terrenos misionales.

Uno de los propósitos fundamentales de las reformas borbónicas y las iniciativas impulsadas por José de Gálvez durante su visita a Baja California hacia 1768 fue debilitar la organización misional y traspasar la hegemonía a los colonos civiles. Tal proyecto de secularización4 suponía que la extinción de las misiones promovería un incremento en el clero diocesano, pues las nuevas poblaciones tendrían la obligación de pagar diezmos y aranceles.

Pero las cosas no resultaron como fueron planeadas. Las enormes dificultades para arraigar a los pocos colonos que llegaban dieron como resultado que los muy escasos habitantes no pudieran sostener la vida parroquial, de modo que tampoco incrementaron los ingresos de la corona de inmediato. Esto tuvo que esperar hasta que el traslado de propiedades misionales a particulares fue activado, lo que dio lugar a un nuevo tipo de organización económica mediante la constitución de ranchos ganaderos y agrícolas, que emergieron lentamente en la segunda mitad del siglo XIX.

El entreveramiento de la iglesia misional y la diocesana se presentó desde temprano en la etapa colonial. La organización del clero secular en el noroeste quedó sujeta al obispado de México hasta 1538; después pasó a depender de la diócesis de Michoacán y, posteriormente, a la de Guadalajara hasta 1681, año en que el virrey conde De la Cerda determinó que las Californias pasaran a formar parte del Obispado de Durango, fundado en 1620 (Gutiérrez, 1974:123).

La disputa por la jurisdicción espiritual de las Californias continuó entre los obispos de Durango y Guadalajara hasta que en 1731 se le adjudicó a este último (Gerhard, 1993:33). Conviene resaltar, sin embargo, que el sistema dominante fue el misional, pues los obispos difícilmente podían tener algún control sobre tan vasto y lejano territorio.

Inmediatamente después de la expulsión de los jesuitas, en 1768 entraron al relevo 14 frailes franciscanos, que permanecieron en la península durante un lustro, probablemente desalentados porque a su llegada únicamente recibieron las iglesias y los correspondientes objetos para el culto, sin disfrutar de las amplias prerrogativas de que habían gozado sus antecesores, en particular el control sobre la tierra. Así, la salida de los padres ignacianos dio nueva fuerza a la idea de transformar en curatos las misiones más prósperas.

Para ir metiendo cuñas en la organización misional, José de Gálvez asignó, en 1768, a dos curas seculares con la intención de sembrar la simiente para la conformación de dos parroquias: una en Santiago (con jurisdicción en San José del Cabo) y otra en el Real de Santa Ana (con jurisdicción sobre San Antonio); ambas dependerían del obispo de Guadalajara (Trejo, 1992:296; Gerhard, 1993:365).

El beneficio5 del curato de Santa Ana se sostuvo durante una década, mientras que el de Santiago duró únicamente un par de años, debido a las dificultades de los parroquianos para asegurar el sostenimiento del sacerdote.

En su afán por acelerar el proceso secularizador en el noroeste novohispano, José de Gálvez propuso la creación de la diócesis de Sonora, cuyo establecimiento consiguió en 1779. Su jurisdicción abarcó los actuales estados de Sinaloa, Sonora y Arizona, así como la Alta y Baja California (Del Río, 1993). Pero en realidad el obispo de Sonora poco pudo hacer para administrar de forma eficiente su extensa diócesis, entreverada con un extendido y todavía sólido sistema misional. Contó con un escaso número de sacerdotes, motivo por el cual estuvo imposibilitado para atender la demanda espiritual de aquellos pueblos de misión que se habían secularizado (como los del Yaqui y Mayo en Sonora). Debido a que las noveles y miserables parroquias no daban lo suficiente para sostener a los sacerdotes, esto las hacía muy poco atractivas como destino de eclesiásticos.

Durante su breve estancia en Baja California, los franciscanos establecieron un pueblo de misión (San Fernando Velicatá). En 1772 llegaron a un acuerdo con los dominicos, mediante el cual los primeros realizarían sus tareas evangelizadoras en la Alta California, mientras la Orden de Predicadores asumiría el control de las misiones bajacalifornianas (Zugliani, 1976). El acuerdo fue legalizado por una cédula real expedida en 1804, por medio de la cual se dividió políticamente a las Californias (Moyano, 1983:19). Entre los años de 1774 y 1834, los dominicos lograron fundar 10 pueblos de misión en el septentrión peninsular, administrándolos hasta 1858 (Franco, 1989:254).

Así, pues, en este período se empalmaron en Baja California una iglesia de tipo misional y una diocesana: los frailes dominicos de la provincia de Santiago, en México, atendieron durante su estancia en la región las antiguas misiones del sur de la península y aquellas otras por ellos fundadas en lo que entonces se conoció como La Frontera, en la zona norte (Gerhard, 1993:365). Formalmente, del obispo de Sonora dependió el clero secular que debía atender a la población blanca (colonos civiles). No obstante, el sistema dominante siguió siendo el misional, aunque con características muy particulares.

En la primera mitad del siglo XIX se observa una marcada decadencia de las misiones debido al decrecimiento de la población indígena y al empuje de los colonos civiles. La normatividad expresó la endeble situación en que se encontraban las misiones, pues algunas medidas legislativas buscaban secularizarlas, otras se negaban a decretar su desaparición, y algunas más se propusieron protegerlas (Piñera, 1991:114).

La ambigua situación en que se ubicaban los frailes dominicos queda de manifiesto en una consulta que el jefe político de Baja California hizo al gobierno supremo en 1835, pues desconocía si a los religiosos debía considerárseles curas interinos o misioneros. La respuesta que obtuvo fue que los eclesiásticos regulares debían continuar con ese carácter hasta que fuesen formalmente establecidos los curatos (Piñera, 1991:117). En 1841, el jefe político Luis del Castillo decretó la abolición de las misiones bajacalifornia–nas, exceptuando las ubicadas en la frontera. Partió del supuesto de que al no haber ya "neófitos", la misión carecía de sentido, y que su existencia era sostenida artificialmente por los padres dominicos, quienes aprovechaban la tierra en usufructo recibiendo un sínodo de 600 pesos, además de diezmos y primicias (Piñera, 1991:118). Los dominicos actuaban, pues, con un doble carácter: por un lado, como miembros del clero regular encargados de atender los pueblos de misión, por cuya tarea percibían el pago de un sínodo, y por otra parte, como párrocos, obteniendo ingresos de los fieles por los servicios religiosos. De modo que la medida dictada por el jefe político tenía el propósito de dar por concluida tan ambigua situación, además de crear condiciones más propicias para poner en marcha la colonización civil al declarar que las tierras usufructuadas por los religiosos eran propiedad de "la república" y, por tanto, sujetas a reparto.

Tales intentos transformadores se inscribieron en un escenario cambiante en la organización eclesiástica. El obispado de Sonora vio reducido el territorio de su jurisdicción en 1840, cuando el papa Gregorio XVI segregó la Alta California y se le designó un obispo propio, a cuyo cargo estaría también la iglesia en Baja California, quedando como vicario foráneo el dominico fray Gabriel González (Franco, 1989:254). Así, de nuevo se observa el empalme entre iglesia misional y diocesana, pues mientras la rectoría espiritual recayó en el obispo californiano, el ministerio lo ejercieron miembros del clero regular.

 

LOS TIEMPOS DEL VICARIATO APOSTÓLICO

Cuando la frontera norte se recorrió hacia el sur como consecuencia de la guerra México–Estados Unidos y el Tratado Gadsden, el gobierno mexicano solicitó a la Santa Sede que Baja California no dependiera en lo espiritual de un prelado extranjero, como ya lo era el obispo de Alta California. La solución inmediata a tan irregular situación fue dictada por el papa Pío IX, quien decidió erigir el vicariato apostólico, con jurisdicción sujeta al arzobispo de México,6 y designar vicario a Francisco Escalante y Moreno, párroco hermosillense que en junio de 1854 se trasladó a la península (Gutiérrez, 1974:240 y 278; Almada, 1990:219).

Escalante y Moreno fijó su residencia en La Paz, que por entonces tenía alrededor de 2 000 habitantes. Llegó acompañado de tres sacerdotes procedentes de Sonora, con los cuales debía atender las parroquias y misiones que habían dejado vacantes los padres dominicos. Al frente de Mulegé continuó hasta 1858 el misionero Félix Migorel, mientras que el presbítero Mariano Carlón fue asignado a La Paz, Anastasio López a San Antonio y Todos Santos, y Trinidad Cortez a San José del Cabo y la misión de Santiago (Zugliani, 1976:27). Así, se considera que en la década de 1850 las misiones bajacalifornianas —en decadencia desde 1830— quedaban formalmente secularizadas (Piñera, 1991:128). No obstante, para la iglesia, la zona siguió considerándose tierra de misión debido a las enormes dificultades para el establecimiento de su jerarquía.

El vicario Escalante luchó con afán para engrosar su escaso cuerpo sacerdotal. Con grandes esfuerzos logró reclutar seminaristas de las diócesis de Sonora y Guadalajara, a los que ordenó de presbíteros con la esperanza de que se quedaran a trabajar en la península. Pero en realidad el lugar presentaba pocos atractivos para que los eclesiásticos desearan establecerse allí, pues "el aislamiento, la pobreza y el clima extremoso exigían más que la vocación común al sacerdocio" (Franco, 1989:257).

No obstante lo reducido del clero bajacaliforniano, el conflicto entre el poder político y el eclesiástico también se hizo presente en la península en el período 1857–1859, en el contexto de promulgación y juramento de la Consti–tución liberal (Ojeda, 1998). Tal conflicto no expresó, por supuesto, una fortaleza de la iglesia Católica regional enfrentada a unas elites políticas consolidadas, que también se encontraban endebles, sino que los sacerdotes participaron obedeciendo las disposiciones de su superior jerárquico, el arzobispo de México. En estos convulsos años únicamente tres miembros de la jerarquía mexicana se salvaron de la deportación decretada por el gobierno federal: el vicario de Baja California y los obispos de Yucatán y Durango (Gutiérrez, 1974:303; Krauze, 1998:243).

El deceso de Francisco Escalante y Moreno, ocurrido en La Paz en 1872, marcaría otra etapa en la historia de la iglesia bajacaliforniana. Probablemente las extremas dificultades para conseguir un nuevo vicario y los problemas que sin duda debió de enfrentar el arzobispo de México para atender este territorio, llevaron de nuevo a la creación del vicariato apostólico el 20 de enero de 1874 (Bravo, 1965:98). Su administración fue confiada provisionalmente al arzobispo Pedro Loza, de Guadalajara, aunque en 1884 se transfirió a la diócesis de Sonora.

En diciembre de 1873, el misionero de la orden de los Carmelitas Descalzos, Ramón María de San José Moreno y Castañeda, fue designado obispo de Eumenia y vicario apostólico de Baja California. Moreno tomó posesión en La Paz en marzo de 1875 (Franco, 1989:257). En esa misma fecha dirigió una primera carta pastoral a sus diocesanos para comunicarles que llegaba acompañado de "algunos jóvenes que aspiran al estado eclesiástico, quienes han dejado su tierra natal, juntamente conmigo, para ser los cooperadores de mi Sagrado Ministerio, aquí donde son tan graves las necesidades y deben ser tan penosos los trabajos" (Moreno, 1875).

En noviembre de 1876, Moreno y Castañeda se ausentó del vicariato, y en 1877 se encontraba visitando la curia romana, "por hallarse exiliado bárbaramente por el gobierno mexicano" (Ramos, 1997:514). Presentó un informe sobre el estado que guardaba su vicariato, en el que se quejaba de "la guerra implacable, que desde su llegada [..] le ha hecho la masonería, a la que de su parte ha hecho todo lo posible por desenmascarar y combatir". Denunciaba, además, un par de atentados de que había sido objeto.

Monseñor Moreno dio a conocer en Roma lo vasto de su vicariato apostólico, que contaba con 42 000 habitantes, de los cuales 6 000 eran "indios paganos". Hizo patente la gran ignorancia en materia religiosa prevaleciente en su feligresía, porque rara vez entraban en contacto con sacerdotes debido a la dispersión poblacional. Había llegado el caso, afirmó el vicario, que a una sola persona se le tenían que administrar cuatro sacramentos (bautizo, confirmación, comunión y matrimonio). El número de iglesias destinadas al culto era muy reducido, además de que la mayoría estaban en ruinas y desprovistas de objetos sagrados. Para ese tiempo, cinco sacerdotes administraban las parroquias del vicariato y todos, incluido el vicario, vivían en la miseria.

Tres peticiones concretas hacía monseñor Moreno al pontífice romano. La primera se refería a un problema que enfrentaba con los masones, pues, observando las disposiciones del Tercer Sínodo Mexicano, que prohibía unir en matrimonio a quienes no se hubieran acercado al sacramento de la penitencia, los masones no se confesaban "por temor de verse obligados a abjurar de la secta". Por lo tanto, no eran admitidos a celebrar matrimonio religioso, ante lo cual optaban por una de las dos soluciones siguientes: vivir en concubinato o trasladarse a la frontera con Estados Unidos, donde los obispos los unían religiosamente en matrimonio por contar "con una especial facultad" de Propaganda Fide. Para evitar tal situación, el vicario solicitó las mismas prerrogativas que la Sagrada Congregación concedía al episcopado californiano.

En segundo término, requirió ayuda para establecer escuelas católicas y estar en posibilidad de enfrentar la competencia de los masones, que contaban con muchos planteles para hombres y mujeres. Finalmente, el vicario expresó su temor de que la Baja California fuera pronto cedida a Estados Unidos y mostró su interés en "evangelizar a las colonias de ocho mil indios, porque una vez pasados a aquel gobierno los indios no escucharían más hablar de Dios". Para emprender tal tarea precisaba contar con sacerdotes y recursos financieros.

Monseñor Moreno no aguantó mucho tiempo las penalidades de su ministerio en Baja California. Es muy probable que haya realizado gestiones en Roma para ser trasladado a otra diócesis, lo que efectivamente ocurrió en 1879, cuando fue asignado a Chiapas.

El vicario siguiente fue el franciscano Buenaventura del Purísimo Corazón de María Portillo (orden de los frailes menores), nombrado obispo de Tricala en marzo de 1880. Llegó a Baja California en febrero de 1881, y en septiembre del año siguiente fue trasladado a la diócesis de Chilapa (Franco, 1989:258).

El vicario Portillo llegó acompañado de cinco seminaristas del obispado de Guadalajara. Algunos se retiraron antes de su ordenamiento y otros se reintegraron posteriormente a su diócesis. Persistía, pues, la extrema dificultad para conseguir ministros católicos que se establecieran en la península de manera permanente. La mayoría duraban cortas temporadas y luego abandonaban el territorio, como también lo hacían los vicarios (Zugliani, 1976:36). Tan inestable situación dio como resultado que el vicariato apostólico fuese bajado de categoría7 y reducido a prefectura (Franco, 1989:258).

Mientras tanto, los católicos expresaban su necesidad de auxilios espirituales, como lo hicieron un nutrido número de habitantes de Real del Castillo, pueblo fundado en 1870 debido al descubrimiento de yacimientos auríferos. Dos años después era ya capital del partido norte. Hacia 1875 tenía una población de 1 500 habitantes, integrada por "extranjeros, comerciantes, trotamundos y malechores" dedicados a la minería, agricultura, ganadería y comercio (Moyano, 1983:65; Estrada, 1996). Dijeron entonces:

Los que suscribimos, vecinos de la Frontera Norte [...] nos presentamos y exponemos: que convencidos de que no puede haber felicidad verdadera en esta vida, ni menos adquirir la que está prometida a los bienaventurados, si no se cumplen los diez mandamientos de Dios Nuestro Señor y los cinco de la Santa Yglesia Nuestra Madre, y teniendo en consideración que hasta ahora en esta estensa Frontera no eciste ni ha ecistido, un templo católico en donde tributar el culto divino [...] y en atención también á que, todos los vecinos de esta Frontera tenemos la fortuna de profesar la fe de Cristo [suplicamos] nos conceda para bien de nuestras almas, un Cura párroco que ilustre y dirija nuestras conciencias [y] nos alimente con el pan de la vida eterna.8

Expresaron, así mismo, que "un considerable número de moradores de esta Frontera viven sin tener la fortuna de conocer a Dios", y que al obispo correspondía "salvarlos del gentilismo en que viven". Pero el obispo sonorense, que para entonces residía en Culiacán, no estaba en posibilidades de satisfacer la demanda de los fronterizos, pues su escaso clero no le permitía ni cubrir las múltiples vacantes parroquiales en Sonora y Sinaloa.

 

AL AMPARO DE LA DIÓCESIS DE SONORA

En 1883, el papa León XIII determinó reducir los límites de la todavía muy extensa diócesis de Sonora creando la de Sinaloa y haciendo coincidir la jurisdicción de la primera con los límites políticos del mismo estado. Al prelado —que en adelante residiría en la ciudad de Hermosillo— se le encomendó, desde 1884, el cuidado del vicariato apostólico de la Baja California (Gutiérrez, 1974:338). El primer obispo en estas nuevas condiciones fue el franciscano José María Jesús Rico, quien tuvo el infortunio de sucumbir ante la epidemia de fiebre amarilla que en 1884 asoló el noroeste. El nuevo mitrado, Herculano López de la Mora, no se nombró sino hasta 1887. A él correspondió la asignación de sacerdotes para las parroquias de Baja California y extender las licencias respectivas.

En ese mismo año, el obispo Herculano López realizó su primera visita pastoral a las parroquias de su diócesis. El 7 de diciembre arribó a La Paz, donde fue recibido "con señales de regocijo por su párroco Dn. Mariano Carlón y por los fieles".9 De acuerdo con los ordenamientos establecidos, el obispo inspeccionó "el Tabernáculo en donde se reserva la Sma. Eucaristía, la fuente bautismal, los altares e imágenes, y los paramentos y vasos sagrados", así como los libros del archivo parroquial. Después de realizada la inspección, el obispo agradeció al párroco

por el esmero con que cuida de que la Iglesia, los altares e imágenes se mantengan convenientemente aseados; y se aconseja al mismo Señor Cura que procure establecer en ella la Vela Perpetua del Smo. Sacramento, para procurar la adoración constante al divinísimo Señor Sacramentado, al menos durante el día, y para tener algún fondo para el aumento del culto y para algunas necesidades de la iglesia parroquial.10

En 1887, las parroquias y párrocos establecidos en la península eran los que en seguida se indican: San Antonio, El Triunfo y San José del Cabo, bajo la responsabilidad de Anastacio López; La Paz, de Mariano Carlón; Mulegé, de José Percevault; Todos Santos, Ensenada y Santo Tomás eran administradas por el padre Luciano Osuna.11

A su llegada a Sonora, el obispo Herculano López enfrentó el mismo problema con que se habían topado los prelados anteriores: la escasez de sacerdotes. Únicamente contaba con un cuerpo clerical de 15 miembros, por lo que le resultaba imposible dotar de ministro de planta a las 22 parroquias establecidas en el estado de Sonora y las cinco del vicariato apostólico de Baja California.

Pero si la porción sur de la península estaba desprotegida en lo referente a servicios espirituales, en peores condiciones se encontraba la frontera norte, cuyo poblamiento ocurría lentamente (Moyano, 1983:68–77). Por tal razón, el obispo de Sonora se vio compelido a extender autorización a sacerdotes extranjeros para que atendieran a la todavía numerosa población indígena y a los inmigrantes asentados de manera reciente.

Entre 1884 y 1889, religiosos de la orden de San Francisco del Convento de Santa Bárbara visitaban de manera frecuente los pueblos fronterizos (Ortiz, 1989:49).

En los inicios de 1888, dos misioneros de la orden de Santo Domingo (Guillermo Dempflin y Reginaldo Newell) recibieron del obispo "la facultad y licencia para celebrar, predicar, confesar hombres y mujeres, administrar a los yndios el Sto. Bautismo".12

El 25 de enero de 1888, el obispo Herculano López extendió licencias a Francisco Moras, obispo de Monterey y Los Ángeles (Alta California), "con facultad de subdelegarlas a los misioneros que él designe, las facultades siguientes, que valdrán por dos años contados desde hoy, para los puntos de la Baja California donde no haya cura": otorgar dispensas de consanguineidad, del impedimento de pública deshonestidad y "para dispensar con los gentiles e infieles que tenían muchas mugeres, a fin de que, despues de convertirse y bautizarse, puedan retener la que mejor quieran si tambien se hace fiel; excepto cuando la primera quiere convertirse". Las licencias abarcaban también autorización para celebrar en altar portátil.13

El 11 de junio de 1890, el sacerdote diocesano Antonio Ubach, párroco de San Diego, recibió licencias del obispo Herculano López para "celebrar, predicar, confesar, bautizar y autorizar matrimonios en los pueblos de la frontera norte de la Baja California, cuando no haya impedimento dirimente ni impudiente, y sea llamado por aquellos fieles, siempre que pase allá con licencia de su Prelado". Estas licencias fueron renovadas en abril de 1894 al mencionado cura, que recibió también el poder de delegar a alguno de sus vicarios tales facultades "mientras podamos proveer de sacerdotes aquella frontera", asentó el obispo sonorense.

El problema de la falta de sacerdotes persistió por algún tiempo más. En septiembre de 1892, el obispo López de la Mora extendió licencia al párroco de Yuma, José Gheldof, para que administrara los sacramentos en Los Algodones por un término de dos años. La licencia se renovó en 1895. En su solicitud, el padre Gheldof expresó su preocupación por atender espiritualmente a unas familias residentes en las proximidades de Yuma: "viven [dijo] permanentemente en el territorio de la Baja California junto a la linea. El punto se llama Los Algodones. No hay mas que unas tres o cuatro familias mejicanas pero hay algunas familias de Indios que todavía son salvajes. Es mayormente para poder bautizar las criaturas de aquellos Indios que quisiera la licencia [...] serán si quiera tantas almas inocentes ganadas para la Gloria".14

Los territorios de Baja California y, en general, el noroeste mexicano ejercían poco atractivo para que los sacerdotes desearan establecerse allí debido a las condiciones de pobreza en que debían desarrollar su labor. Ante la aguda escasez de sacerdotes en la diócesis de Sonora, su prelado se vio en la necesidad de convocar a presbíteros de otras regiones de México para que vinieran a apoyarlo, aceptando también las diversas peticiones de eclesiásticos que buscaban cambiar de aires. No siempre la experiencia dio buenos resultados, pues muchos de los que arribaban eran indisciplinados con su obispo o esperaban encontrar condiciones diferentes para el ejercicio de su ministerio. En el caso del vicariato apostólico de Baja California, el asunto revestía mayor gravedad, pues ocurrió que la designación de algún sacerdote a las distintas parroquias de la península era tomada como un castigo por faltas cometidas.

En esta última situación se encontró el presbítero José de J. Verján, quien, procedente de la diócesis de Colima, solicitó su ingreso en la de Sonora en 1890, donde se le destinó a la parroquia de Arizpe. Pronto el obispo recibió fuertes quejas de los vecinos de esa ciudad y de Banámichi, acusando al padre de comportamientos deshonestos y de provocar "escándalos públicos" con "sus ebriedades, juego de naipes en la plaza pública, concurrencia a bailes". Algunas familias se quejaban de la conducta del sacerdote en la iglesia y de que cambiaba ornamentos religiosos por ganado. Además el padre había cometido "abusos horribles, que llenan de indignación", en contra de algunas mujeres de Banámichi y Arizpe, y con algunas de ellas había consumado "sus torpezas".15

Como consecuencia de ese indigno comportamiento, el padre Verján fue destituido de la parroquia de Arizpe e inhibido del santo ministerio, debiendo comparecer ante el obispo. Una vez que lo hizo, el prelado lo destinó a la parroquia de La Paz el 28 de marzo de 1891, en calidad de teniente de cura con facultades para "celebrar, predicar y confesar en La Paz, San Antonio y San José del Cabo". Acatando la superior disposición, el padre Verján se trasladó a Baja California, pero al poco tiempo solicitó permiso para ausentarse de la parroquia por dos meses para visitar a su familia, petición que se le negó. En 1892 fue despedido de la diócesis.

Otro caso fue el del presbítero José Percevault, francés procedente de la diócesis de Denver, quien había solicitado su ingreso en la de Sonora en 1875 y servido en las parroquias de Bavispe y San Miguel de Horcasitas. En 1887 fue destinado a la parroquia de Mulegé, donde incurrió en faltas graves como embriagarse públicamente, "ejercer las funciones del santo ministerio en estado de embriaguez [y] casado a algunos [con] impedimento canónico sin pedir dispensa a la S. Mitra".16 Tal comportamiento fue denunciado por algunos testigos, y los cargos, reconocidos por el sacerdote inculpado, quien quedó suspendido por un mes.

El presbítero Luciano Osuna se encontraba ya en la frontera cuando el obispo Herculano López se hizo cargo de la diócesis de Sonora en 1887. Al padre Osuna se le refrendaron las licencias hasta marzo de 1890, pero alguna falta debió de haber cometido, porque en marzo de 1890 no se le renovaron sus licencias ministeriales,17 y en junio de 1890 el obispo comisionó al presbítero Celso García para que realizara una visita a los pueblos de Santo Tomás, Todos Santos y Ensenada, "con el fin de administrar los sacramentos e inquirir sobre vida y costumbres del Pbro. Luciano Osuna".18 Desconozco el informe rendido por el padre García, pero Luciano Osuna tuvo que presentarse en Hermosillo ante el obispo, en cuya parroquia fue destinado a servir a partir de septiembre de 1890. En agosto de 1891 se le encomendó de nuevo la administración parroquial de la Ensenada de Todos Santos por cinco años, pero falleció al poco tiempo. Por lo que respecta a Celso García, en septiembre de 1891 se le suspendió el uso de la licencia y la comisión adjudicada y se le envió a la diócesis de Monterey y Los Ángeles.

Como puede observarse, poco duraban los sacerdotes diocesanos en esta región. Los sacerdotes con mayor arraigo eran muy ancianos y con un largo trecho recorrido en el ejercicio de su ministerio. Merecen destacarse los casos de Mariano Carlón y Anastasio López, quienes se encontraban en la península desde 1854, cuando arribaron con el vicario Escalante y Moreno. Anastasio López atendió con asiduidad las parroquias de San Antonio y El Triunfo hasta 1887, año de su fallecimiento. Mariano Carlón estuvo a cargo de La Paz por varias décadas, hasta su deceso en 1893.19 Como bien lo señala Zugliani, ambos sacerdotes fueron "los dos apóstoles que soportaron el peso del día y del calor por casi toda la segunda mitad del siglo [XIX]" (Zugliani, 1976:36).

Tenemos pues que, exceptuando los dos casos anteriores, el reducido cuerpo sacerdotal de Baja California se caracterizó por una extrema inestabilidad. Efectivamente, el medio exigía una vocación misionera, y el clero diocesano encontraba muy raquíticos estímulos para ejercer su ministerio en tan arduas condiciones. La situación en que se encontraban las parroquias del vicariato apostólico de Baja California no era muy atractiva para los ministros católicos.

Respondiendo a una circular del obispo Herculano López, fechada en diciembre de 1887, el padre Mariano Carlón informó, en agosto del siguiente año, sobre el estado que guardaba La Paz, parroquia a su cargo. Justificaba la tardanza en dar respuesta por las dificultades para integrar el padrón de los habitantes de su jurisdicción, que se encontraban muy diseminados. Respecto a los no católicos reportó la existencia de ocho infieles (chinos), seis herejes y 15 francmasones. El número total de católicos era de 5 330.20

En referencia al número de templos existentes, el padre Carlón reportó que había una iglesia parroquial en La Paz, una capilla dedicada a San Antonio en Zacatal, una a San Luis Gonzaga en el rancho del mismo nombre y otra en construcción en La Huerta. La iglesia parroquial se encontraba en "buen estado por ser nueva", así como el resto de las capillas. Existía en funcionamiento "una escuela parroquial gratuita en la que se enseña doctrina cristiana por el Padre Ripalda, leer, escribir, rudimentos de gramática castellana y aritmética".21

Menos halagüeñas eran las condiciones existentes en la frontera norte, según reporte enviado por el presbítero Luciano Osuna desde lo que ahora es Tijuana.22 Respecto a la existencia de infieles, herejes o cismáticos, respondió:

En razón que este lugar es nuevo y empieza a poblarse y la gente que llega toda es nueva no puedo decir lo que son [...] en lo general la gente cuando infantes han recibido el agua del bautismo y es el único acto religioso que han recibido y sus padres lo mismo; y así las creencias que ellos se han forjado o han pepenado más bien son en contra de la religión y así una gran parte defienden puntos condenados por la Yglesia [...] los que van entrando los más son protestantes.23

En toda la parroquia, según el reporte del sacerdote, había "como 40 o 50 católicos" (10 en Tijuana, cinco en Tecate, 10 en Ensenada y 25 diseminados en otras partes). Además el padre, se quejaba de que estos católicos no conocían "la obligación que tienen de contribuir al sostenimiento del culto y de su párroco". En estas condiciones no es de sorprender que no hubiera ninguna escuela parroquial o instituciones de caridad.

Respecto a los edificios eclesiásticos, el sacerdote informó que en Tijuana había "un oratorio que yo he construido á mi propia costa; es de adobe, techo de madera, altar de madera, dimensiones veinte y cuatro pies de largo por catorce de ancho y un cuartito adyacente". En Ensenada había una capilla de madera también construida a expensas del sacerdote (36 pies de largo por 20 de ancho y un cuarto adyacente). La carencia de templos o capillas autorizadas para celebrar el culto provocó que los sacerdotes solicitaran al obispo licencias para "celebrar en altar portátil" y poder así atender la dispersa población asentada en congregaciones de 15 o más personas.

 

ENTRE MISIÓN Y DIÓCESIS

La múltiple problemática enfrentada por el obispo de Sonora para atender las apremiantes necesidades del vicariato apostólico de Baja California lo llevó a renunciar a su administración en 1894. En enero del siguiente año, esta jurisdicción eclesiástica fue asignada a la Sagrada Congregación de Propaganda Fide, institución que en noviembre de 1895 la encomendó a los misioneros del Colegio de San Pedro y San Pablo, encargados de la administración espiritual hasta 1917 (Gutiérrez, 1974:338). En total arribaron a la península 13 padres italianos, dirigidos por Luis Petinelli y Giovanni Rossi.

Iniciando el siglo XX, el vicariato tenía una población estimada en 47 000 habitantes, casi todos católicos. Había seis iglesias con sacerdote residente y 10 sin sacerdote. Contaba también con 20 capillas. La sede del vicariato estaba en La Paz, y otros centros de población importantes eran Ensenada de Todos Santos, San José del Cabo y Santa Rosalía.24 Mexicali y Tijuana apenas se estaban poblando; el primero como consecuencia de grandes obras agrícolas desarrolladas en el estado de California, que dieron nueva fuerza a los proyectos colonizadores; Tijuana, por su cercanía con San Diego, se desarrollaba como centro turístico gracias a la prohibición de juegos, apuestas y prostitución en Estados Unidos (Moyano, 1983:98–108).

Un nuevo cambio en la organización de la iglesia Católica bajacaliforniana sobrevino con la revolución. Al promulgarse la Constitución de 1917 y ponerse en práctica las limitaciones que establecía al ministerio sacerdotal, Baja California quedó desamparada espiritualmente al verse imposibilitados los sacerdotes italianos para ejercer su ministerio. En junio de ese año, la delegación apostólica establecida en Washington comunicó al presbítero Martín Portela (entonces gobernador de la Mitra de Sonora en sede vacante) que Propaganda Fide había tomado la determinación de que la diócesis de Sonora atendiera aquel territorio y, en caso de tener sacerdotes disponibles, les proveyera de éstos. El padre Portela estableció contacto con el religioso Giovanni Rossi, quien le informó que las parroquias existentes eran las de La Paz, Santa Rosalía, Mulegé, El Triunfo, San José y Ensenada, y que todas tenían cura residente, con excepción de la de San José, atendida por el cura de El Triunfo.

El padre Rossi dijo entonces a Martín Portela: "puede Ud. venir o mandar a tomar cargo del Vicariato cuando quiera; por nuestra parte no esperamos más de que la S. Congregación de Propaganda que nos ha enviado aquí nos de orden de salir destinándonos a otras partes".25 La situación era que Sonora debía proveer de sacerdotes a Baja California únicamente en caso de que tuvieran que salir los misioneros, pero según informes del mismo Rossi, "en el Norte no nos han molestado, mientras que aquí en el distrito Sur, se nos ha prohibido el ejercicio del ministerio".

Efectivamente, el gobernador del distrito sur, F. Lacroix Rovirosa, mostró mayor rigor en la aplicación del artículo 130 constitucional. Según lo registra Carlos Franco (1989:261), el padre Rossi fue apresado porque se le sorprendió "administrando los sacramentos a un moribundo [...] el padre Severo Aloero tuvo que escapar de noche y refugiarse en un barco en el puerto de Santa Rosalía. Los otros permanecieron tranquilos en sus sitios pero sin poder oficiar públicamente". Esta situación prevalecía en noviembre de 1917, cuando Rossi solicitó a Portela que enviara "dos o tres sacerdotes para el distrito sur, aunque sea de modo provisional". Pero el padre Portela enfrentaba problemas graves en la diócesis que tenía a su cargo: en 1916 habían sido expulsados los sacerdotes por orden del gobernador y comandante militar Plutarco Elías Calles, y se encontraban exiliados en Tucson, por lo que no pudo enviar ningún padre. Al retirarse los padres italianos, la iglesia bajacaliforniana regresó al dominio diocesano.

Francisco Orozco y Jiménez, arzobispo de Guadalajara nombrado administrador apostólico de Baja California en julio de 1917, envió durante un par de años a algunos sacerdotes a la península, entre ellos Silvino Ramírez. En enero de 1920, el obispo de Sonora, Juan Navarrete y Guerrero, recibió un comunicado de Silvino Ramírez desde La Paz, en el que le informaba que el arzobispo de Guadalajara lo había nombrado administrador apostólico de Baja California hacía 10 meses. Apenas un mes antes, la Sagrada Congregación de Propaganda Fide, por conducto del mismo arzobispo, notificó la determinación de fraccionar el territorio peninsular para hacer eficiente la administración eclesiástica. Al citado Silvino Ramírez le fue encomendado el distrito sur, en donde a la fecha se asentaban "50 mil almas en sus ochenta mil kilómetros cuadrados, no cuenta con más personal eclesiástico que yo y otros dos sacerdotes, sin esperanza de más, pues nadie quiere venir".26

El 9 de julio de 1921, el arzobispo de Guadalajara informó al obispo Juan Navarrete que la Sagrada Congregación de Propaganda Fide había decretado la erección del vicariato apostólico en Baja California y probablemente, en un futuro no lejano, se convertiría en nueva diócesis gracias a las gestiones del episcopado mexicano.27 En efecto, el papa Benedicto XV había nombrado a Silvino Ramírez obispo de Verinópolis y vicario apostólico de Baja California. Fue consagrado en Guadalajara en noviembre de 1921 y regresó a su vicariato acompañado de varios seminaristas.

Poco duró esta esperanzadora situación, pues en septiembre de 1922, el vicario falleció "misteriosa y prematuramente" en La Paz, por lo que salieron de inmediato los sacerdotes que lo habían acompañado, y una vez más Baja California se vio agobiada por la escasez de ministros católicos (Bravo, 1965:99, Zugliani, 1976:38). Únicamente permaneció en la península el padre Alejandro Ramírez, sobrino del recién fallecido obispo, y su estancia duró hasta 1939.

En 1925 regresó el padre Modesto Sánchez (recién ordenado en el seminario de Culiacán), quien junto con el padre Ramírez soportó la hostilidad del régimen callista. El clero no podía aumentar en virtud de que la ley sólo permitía un sacerdote por cada 50 000 habitantes.28 La valiente presencia de los padres Alejandro Ramírez, Modesto Sánchez, Severo Alloero y César Cas–taldi "mantuvo vivo el culto a pesar de las arbitrarias restricciones" (Franco, 1989:264). Tal situación se prolongó hasta 1939, cuando arribó un grupo de misioneros del Espíritu Santo, y monseñor Felipe Torres Hurtado recibió el nombramiento de administrador apostólico.

Una vez en posesión de su puesto, trasladó la sede del vicariato a Ensenada, donde estableció el Seminario Misional de Nuestra Señora de la Paz y funcionó hasta 1946, año en que se mudó a Tijuana junto con la sede del vicariato apostólico. Este significativo cambio, de gran impacto en la organización eclesiástica bajacaliforniana, obedeció a las importantes transformaciones demográficas en la franja norte: el desarrollo agrícola promovido por el gobierno cardenista en el valle de Mexicali y la entrada en vigor del Programa Bracero en 1942 aceleraron la inmigración de campesinos del centro y sur del país, de tal forma que entre 1940 y 1950, las ciudades de Mexicali y Tijuana incrementaron su población en 240% y 259%, respectivamente (Moyano, 1983:120–123). Tal bonanza migratoria no afectó la parte sur de la península.

A su llegada en 1939, el vicario Torres Hurtado contaba con el apoyo de cinco sacerdotes: tres en el territorio sur y dos en el norte. Es interesante advertir que a pesar del esporádico contacto de los fieles con ministros católicos, la fe siguió alimentándose por diversos medios. Un testimonio del mismo Torres Hurtado manifiesta lo anterior. Narra que durante su primer recorrido por la península,

En uno de los hermosos villorrios del Territorio Norte me encontré una venerable anciana como de ochenta años, la cual llorando me dijo: ay, padrecito, qué dicha la mía, qué alegría me embarga en esta hermosa mañana porque hacía muchos años que mis ojos no veían un sacerdote. Durante todo este tiempo, después de que se fueron nuestros padrecitos misioneros, yo fui la catequista, la que bautizaba a los niños y también atendía a mi gente a la hora de la muerte [...] les ayudaba a bien morir. A los novios los casábamos delante de dos testigos (Zamora, 1989:277).

Eventos de este tipo colocan en primer plano el tema de la conformación de una religiosidad particular entre los habitantes de esta zona, desarrollada frecuentemente de manera autónoma respecto a la jerarquía eclesiástica.

 

DIVISIÓN TERRITORIAL Y ESTABLECIMIENTO DE LAS DIÓCESIS

En vista de las dificultades que planteaba la atención espiritual de los fieles de toda la península, monseñor Felipe Torres Hurtado solicitó, en 1947, la división del vicariato en norte y sur, "pues la falta de vías de comunicación entre ambas regiones, separadas por el desierto central, hacía sumamente difícil atenderlas simultáneamente desde una cabecera instalada en cualquiera de los dos extremos" (Franco, 1989:267).

El papa Pío XII atendió la solicitud de manera positiva. A partir de entonces la historia de la iglesia bajacaliforniana se escindió: la dinámica frontera norte avanzó rápidamente hacia la constitución de una iglesia diocesana, mientras el distrito sur seguía sin poder abandonar su carácter misional.

En 1948, la iglesia del territorio de Baja California Sur fue encomendada a la atención del Instituto Misionero Comboniano, que desarrolló su labor bajo la dirección del vicario de Tijuana. El 13 de abril de 1957 se constituyó la prefectura apostólica de La Paz con 12 parroquias. Tal cambio significó en los hechos un descenso en la jerarquía administrativa eclesiástica de Baja California Sur, pues al conceder tal denominación, la santa sede consideró que la iglesia había alcanzado poco desenvolvimiento en ese territorio. El mayor desarrollo observado en la parte norte de Baja California se reconoció con el establecimiento del vicariato apostólico de Tijuana el 13 de julio de 1957.

Los combonianos permanecieron en el territorio sur de la península hasta 1976, fecha en que la prefectura fue transformada de nuevo en vicariato apostólico (Zugliani, 1976:40). Dos años antes, el 24 de septiembre de 1974, Baja California Sur abandonó su condición de territorio al obtener el nuevo status de entidad federativa. La inauguración de la carretera transpeninsular en diciembre de 1973 fue factor fundamental para acabar con el aislamiento de esta región (Castro, 1975:135). Finalmente, el 21 de marzo de 1988 se constituyó la diócesis de La Paz.

El desarrollo de la iglesia Católica en la porción norte de la península registró mayor dinamismo debido al espectacular crecimiento demográfico y económico de sus dos centros principales: Tijuana y Mexicali. El territorio norte alcanzó la categoría de estado libre y soberano el 16 de enero de 1952.

Como hemos señalado, en 1946, la sede del vicariato apostólico se trasladó de Ensenada a Tijuana. A esta última ciudad le fue conferido el rango de sede episcopal el 13 de julio de 1963, cuando Roma dictó el nacimiento de la diócesis de Tijuana, circunscrita a la Provincia Eclesiástica de Hermosillo.

Estos cambios ocurrieron en un escenario desbordado de dinamismo para la iglesia Católica, pues en 1962 inició el II Concilio Vaticano, al que convocó el papa Juan XXIII. Este trascendente evento concluyó en 1965, bajo la conducción del papa Paulo VI. A este pontífice correspondió ordenar una transformación administrativa para la iglesia bajacaliforniana, atendiendo la solicitud que le fue planteada por el delegado apostólico en México, monseñor Luigi Raimondi. El 25 de marzo de 1966, el sumo pontífice decretó el nacimiento de la diócesis de Mexicali.29 De la misma forma, tales innovaciones en la estructura organizativa eclesiástica se acompañaron de transformaciones económicas en la región, pues en la década de 1960 se dio un notable desarrollo industrial basado en la industria maquiladora, con brusco impacto en el panorama demográfico y urbano.

En el terreno organizativo, el más reciente cambio en la iglesia Católica bajacaliforniana ocurrió el 26 de enero de 2007, cuando se dio a conocer la noticia de que el papa Benedicto XVI acordó establecer la provincia eclesiástica de Baja California con sede en Tijuana, y ordenó la erección de la diócesis de Ensenada, la cual quedó constituida con 22 parroquias y como primer obispo se le asignó a monseñor Sigfrido Noriega Barceló.30 Con esta modificación, la iglesia diocesana en Baja California concluye una etapa en que la búsqueda de su arraigo y consolidación fue el rasgo dominante.

 

A MANERA DE CONCLUSIÓN

El largo recuento cronológico aquí presentado permite advertir que durante todo el siglo XIX y un buena parte del XX, la iglesia Católica en Baja California fue una institución sumamente débil e inestable.

La tutela que diversas diócesis debieron ejercer sobre este territorio expresa que la institución no había madurado lo suficiente como para ejercer una autonomía propia de la iglesia diocesana. Tal situación resulta explicable en un contexto social y político también endeble, pues se trata de una región que enfrentó severos problemas para incrementar y arraigar su población, así como para consolidar proyectos de desarrollo económico. La escasa, pobre y dispersa población difícilmente podía asumir los costos para el sostenimiento del culto y clero diocesano, motivo por el cual el asentamiento de sacerdotes fue sumamente irregular en esta región, y por lo mismo se prolongó la persistencia de una estructura organizativa propia de una iglesia de tipo misional.

Las extremas dificultades para conformar un cuerpo sacerdotal estable propició que misioneros de diversas órdenes y congregaciones asumieran la tarea de atender espiritualmente a los bajacalifornianos. De manera paradójica, la península siguió considerándose tierra de misión, a pesar de que su población indígena se extinguió tempranamente y las labores de evangelización no fueron la función fundamental de las misiones, sino la atención de la vida sacramental.

La iglesia diocesana encontró primero arraigo en la franja norte de la península, una vez que los cambios económicos dinamizaron los flujos migratorios e hicieron crecer rápidamente ciudades como Tijuana, Mexicali y Ensenada. La porción sur de Baja California, que hasta 1939 había ejercido una especie de liderazgo espiritual en la península, siguió enmarcada dentro de los márgenes de una iglesia misional hasta 1976, cuando de nuevo le fue adjudicado el carácter de vicariato apostólico. Finalmente, en 1988 adoptó la categoría de diócesis de La Paz. A partir de entonces la iglesia Católica encuentra su plena consolidación.

Las etapas de desarrollo histórico de la iglesia bajacaliforniana no coinciden con las de la iglesia en México ni con las de otras diócesis norteñas; tiene su propio ritmo. En la península, la institución eclesiástica no llegó a una etapa de consolidación hasta que el tiempo álgido del enfrentamiento entre la jerarquía eclesiástica y los gobiernos posrevolucionarios hubo pasado (después de la primera y segunda cristiada), y la iglesia en México entró en una etapa de modus vivendi31 en sus relaciones con el Estado.

Este artículo deja —como es muy evidente— sensibles huecos, los cuales espero que sean llenados por investigaciones posteriores que, al aportar información y elementos analíticos, permitan un conocimiento detallado de los rasgos finos dibujados por la organización diocesana en esta zona de frontera. Conviene, por ejemplo, conocer los planes o programas pastorales desplegados por la jerarquía eclesiástica, pues en ellos están contenidas las acciones a través de las cuales la iglesia conforma las vías para incidir en la sociedad. Así mismo es importante tomar en consideración el número de sacerdotes de que disponen los obispos, tanto en lo que respecta al clero diocesano como al clero regular y órdenes religiosas femeninas presentes en la zona. Este factor es indicativo de la fuerza adquirida por la Iglesia y de su poder real para atender las feligresías.

En este sentido, es interesante advertir que la religión católica muestra un importante descenso en ambos estados de la península de Baja California, pues en el año 2000 el catolicismo representaba 82.4% de la población en la parte norte, y 89.6% en la porción meridional (Molina, 2003).

Por otro lado, la relación entre el número de sacerdotes y la población católica indica, para el mismo año, que cada sacerdote tenía a su cargo la atención de 12 009 católicos en Tijuana, 12 628 en Mexicali y 6 258 en La Paz.32 Probablemente éste es un factor que ha permitido una más ágil penetración de las diferentes denominaciones protestantes.33

Otra línea de investigación que es conveniente desarrollar es la que se refiere a la conformación de la esfera religiosa entre los fieles. ¿Cómo asumen los bajacalifornianos su catolicismo? ¿Cuáles son sus devociones? ¿Cuál es su forma de participar en el culto y la liturgia? ¿Cómo expresan su religiosidad en la vida cotidiana? Conocer tales aspectos, sin duda, aclararía muchos de los comportamientos políticos y culturales de la sociedad bajacaliforniana.

 

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NOTAS

1 Este artículo es una versión revisada de la ponencia del mismo nombre, presentada en el I Encuentro de Historia y Antropología de las Californias. Cultura y Sociedad en las Californias, realizado en Tijuana del 6 al 8 de julio de 2000.

2 Se conoce como clero regular a los religiosos congregados en un instituto u orden, a cuya regla están comprometidos mediante votos solemnes de obediencia. El clero secular está sujeto a un obispo y atiende las parroquias en que está constituida una diócesis (cfr. The Catholic Encyclopedia).

3 En la terminología eclesiástica la palabra sínodo tiene una doble connotación: se refiere a una asamblea convocada por la autoridad jerárquica y a la ayuda monetaria que recibían los misioneros por parte de la corona española, como lo ha manejado la historiografía (por ejemplo, Gutiérrez, 1974:203) y las fuentes documentales, como en la solicitud emitida por misioneros dominicos en Loreto, Baja California, en 1795; disponible en http://content.cdlib.org/ark:/13030/hb6m3nb762/?order=2&brand=calisphere.

4 Este proceso de secularización se entendió exclusivamente como la transferencia de los pueblos de misión al clero secular y su transformación en parroquias o curatos. No hace referencia propiamente a uno de los rasgos que, de acuerdo con la teoría clásica, caracterizan a las sociedades modernas: el alejamiento de la religión por parte de los individuos.

5 Un beneficio es un ingreso fijo, usualmente generado por la propiedad territorial. Las parroquias que no tienen un ingreso fijo no tienen "beneficio" y su existencia depende de limosnas y donativos voluntarios aportados por los fieles o mediante el pago de aranceles establecidos por el obispo (cfr. The Catholic Enciclopedia).

6 Los lugares donde la jerarquía eclesiástica no se ha establecido están bajo la jurisdicción del papa, que gobierna esos territorios misionales por medio de un delegado que ha recibido consagración episcopal y es nombrado vicario apostólico. Este prelado tiene los mismos poderes que un obispo, además de que la Congregación de Propaganda Fide le extiende facultades extraordinarias: tanto el clero regular como el secular quedan bajo su autoridad (cfr. The Catholic Enciclopedia).

7 El establecimiento de una prefectura significa que la iglesia tiene menos desarrollo. Cuando avanza un poco más, se le asigna la categoría de vicariato (cfr. The Catholic Enciclopedia).

8 Carta suscrita por vecinos de Real del Castillo el 15 de noviembre de 1879, dirigida al obispo de Sonora (Archivo de la Catedral Metropolitana de Hermosillo —en adelante ACMH—, caja núm. 29).

9 Acta de la visita pastoral registrada en el libro Santa visita pastoral, ACMH, caja núm. 27.

10 Idem.

11 Los datos están tomados del libro Parroquias que forman el obispado de Sonora, ACMH, caja núm. 28.

12 Las licencias otorgadas a los padres en el libro Registro del Clero de la Diócesis de Sonora, ACMH, caja núm. 27. Para más información sobre la labor misional de fray William Dempflin, véase el trabajo de Parmisano (1995:146–157).

13 Libro Registro del clero de la diócesis de Sonora, ACMH, caja núm. 27.

14 La licencia expedida al padre Gheldof se asienta en el libro Registro del clero de la diócesis de Sonora, ACMH, caja núm. 27; la solicitud del mismo sacerdote, fechada en Hermosillo el 2 de septiembre de 1982, se encuentra en el ACMH, caja núm. 30.

15 La información se asienta en el libro Registro del clero de la diócesis de Sonora, ACMH, caja núm. 27. La denuncia de los católicos de Banámichi está fechada el 11 de noviembre de 1890, ACMH, caja núm. 30.

16 Oficio del obispo Herculano López al párroco de Guaymas, fechado el 3 de mayo de 1893, en el que lo comisiona para que se traslade a Mulegé y recabe privadamente los informes necesarios sobre el comportamiento del padre Percevault (ACMH, caja núm. 11).

17 Mientras la parroquia quedaba vacante, el obispo Herculano López autorizó a un cura de San Diego para que, por un término de dos años, atendiera las necesidades espirituales de la feligresía, "siempre que sea llamado por los fieles y que tenga la licencia de su Obispo". El cura de San Diego impartía el sacramento del matrimonio a quien lo solicitara, ya fuese en los pueblos de la frontera bajacaliforniana o en su propia parroquia, donde era visitado por los fieles del lado mexicano (Herculano López al presbítero Celso García, septiembre de 1890, ACMH, caja núm. 11).

18 Libro Registro del clero de la diócesis de Sonora, ACMH, caja núm. 27.

19 Para relevarlo se nombró al padre Saturnino Campoy, quien, procedente de la diócesis de Sinaloa, fue admitido a la de Sonora en abril de 1892. Falleció repentinamente en Guaymas. Cesáreo García fue nombrado cura de San Antonio en agosto de 1888, pero al poco tiempo murió (cfr. el libro Parroquias que forman el obispado de Sonora, ACMH, caja núm. 28).

20 Comunicado del presbítero Mariano Carlón al Obispo Herculano López, fechado en La Paz el 25 de agosto de 1888 (ACMH, caja núm. 30).

21 Idem.

22 Comunicado del presbítero Luciano Osuna al secretario de la Mitra, Ángel Barceló, fechado el 7 de junio de 1888 (ACMH, caja núm. 31).

23 Idem.

24 Véase "Vicariate Apostolic of Lower California", The Catholic Encyclopedia.

25Carta de Giovanni Rossi al presbítero Martín Portela (21 de noviembre de 1917, ACMH, caja núm. 16).

26 Silvino Ramírez al obispo de Sonora Juan Navarrete y Guerrero (10 de enero de 1920, ACMH, caja núm. 16).

27 De hecho, el propósito de crear una diócesis en Baja California venía de tiempo atrás. En abril de 1913, el obispo Ignacio Valdespino escribió desde México al presbítero Martín Portela: "Estoy luchando con toda justicia para que se devuelva a la diócesis de Sonora la Baja California, con los auxilios que dizque darán algunos prelados que intentan hacer un Obispado allí, como si ya no se hubieran hecho los mismos experimentos sin fruto alguno" (ACMH, caja núm. 16). La carta se cita en Almada y Lucero, 1995.

28 Para entonces Baja California, por su carácter de territorio federal, debía aplicar la normatividad aprobada para el Distrito Federal, donde particularmente las leyes reglamentarias del culto religioso fueron muy drásticas.

29 La información se encuentra en el Decreto de erección de la diócesis de Mexicali, en: http://www.diocesismxli.org.

30 http://www.aciprensa.com/noticia.php?n=15518.

31 Blancarte (1992:514) llama modus vivendi a la cooperación entre el Estado y la Iglesia, consistente en la aceptación eclesial de que el terreno de lo social era asunto del Estado, a cambio de una tolerancia política en el ámbito de la educación, sumamente importante para la iglesia. Esta etapa, iniciada hacia 1938, significó para la institución eclesiástica una tregua que aprovechó para fortalecerse.

32 Tales cifras están muy por encima de las manejadas en otras diócesis mexicanas. Por ejemplo, en el año 2000 en Morelia, a cada sacerdote le correspondía atender a 4 626 católicos, y en Guadalajara la proporción era de 4 385 feligreses (cfr. The Hierarchy of the Catholic Church).

33 En todo caso, esta situación se asocia con procesos modernizadores de la sociedad, en gran medida relacionados con el proceso de secularización. En este tema las posibles investigaciones que se emprendan deberán tomar en consideración el actual debate entre el modelo clásico y el nuevo paradigma planteado por la teoría de la economía religiosa, cuyo pionero es Warner (1993).

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