INTRODUCCIÓN
La estratificación y estigmatización racial han sido prácticas constantes en la sociedad estadounidense, aunque, con el paso del tiempo, han modificado sus formas y patrones con respecto a los diversos grupos étnicos que coexisten en ella. El fenómeno migratorio de ciudadanos mexicanos en Estados Unidos ha sido históricamente una preocupación central en las políticas de relaciones exteriores de ambos países. Sin embargo, debido a las fuertes disparidades políticas y económicas entre ambos países, las autoridades mexicanas han mantenido una postura diplomática débil y cautelosa con respecto a la protección de sus connacionales que radican en Estados Unidos, mientras que las autoridades estadounidenses han aprovechado su fortaleza para controlar las condiciones de cruce y de vida de los inmigrantes.
El periodo histórico propuesto para análisis (1954-2001) marca un punto de inflexión en el comportamiento de este flujo migratorio, y un momento clave, en el que se vislumbra una serie de modificaciones con respecto a este fenómeno. A inicios de la década de 1940, las condiciones de la capacidad de negociación del gobierno mexicano frente a su homólogo estadounidense eran relativamente buenas. La institucionalización del Programa Bracero había implicado el reconocimiento de una problemática social binacional que requería la implementación de una serie de acciones conjuntas para resolverla. Sin embargo, a mediados de la década de 1950 estas condiciones habían cambiado, pues tras la culminación de la Segunda Guerra Mundial el gobierno mexicano perdió gran parte de su capacidad de negociación diplomática.
El surgimiento del movimiento de los derechos civiles mexicoamericanos a partir de 1954, y la posterior irrupción en el panorama político del movimiento sindical de la UFW en el centro y sur de California a mediados de la década de 1960, calaron profundo en la sociedad estadounidense, haciendo patente que la problemática migratoria era un asunto que tenía que resolverse de manera interna. Ante este nuevo panorama, diversas organizaciones de mexicoamericanos ganaron reconocimiento político como parte de la sociedad estadounidense, mientras buscaban diferenciarse de los migrantes de primera generación, en particular de los trabajadores indocumentados. Entre las décadas de 1960 y 1970, algunas asociaciones mexicoamericanas o chicanas realizaron una serie de negociaciones políticas con diferentes autoridades gubernamentales estadounidenses a fin de impedir y controlar el cruce migratorio de mexicanos hacia los Estados Unidos; estas acciones desencadenaron la entrada en vigor de la Immigration Reform and Control Act a partir de 1986.
No obstante, aunque estos cambios políticos y culturales en la sociedad estadounidense colocaron a la población mexicoamericana en un estatus superior al del migrante hispano de primera generación, la primera no logró escapar por completo de la estratificación racial. Las políticas migratorias estadounidenses de finales del siglo XX y principios del XXI mantienen el espíritu de la estratificación racial, y más allá de mejorar las condiciones de vida de los mexicoamericanos, estas políticas han criminalizado aún más a los migrantes de primera generación.
La estratificación racial del migrante
De acuerdo con Omi y Winant (2015), la cultura dominante estadounidense primordialmente blanca asigna valores identitarios a grupos minoritarios, separándolos e inferiorizándolos, manteniendo así un control sobre ellos, por ejemplo utilizando el color de piel y otras diferencias culturales como la religión y el idioma, entre los principales criterios. Dicho mecanismo determina la libertad de movimiento dentro de la sociedad y tiene un impacto psicológico en el individuo oprimido, que hace que se perciba a sí mismo como un ser inferior, atributo que termina convirtiéndose en parte de la identidad que cohesiona al grupo. Este proceso mediante el que se le construye una identidad homogénea a un grupo étnico determinado, es nombrado por Omi y Winant (2015) como “proyecto racial”; en tanto que la jerarquización de dicho grupo dentro de una sociedad racializada es nombrada “estratificación racial”.
Debe entenderse que un proyecto racial es “simultáneamente una representación o explicación de las identidades raciales y sus significados, al igual que un esfuerzo por organizar y distribuir recursos (económicos, políticos y culturales) a través de líneas raciales particulares” (Omi y Winant, 2015, p. 125). Es decir, que al mismo tiempo que define y otorga identidad al grupo subalterno, dicho proyecto determina las posibilidades de bienestar del individuo. Mientras que la estratificación racial define el estatus jerárquico con respecto a la cultura dominante, pero también lo hace con respecto a otros grupos. Es pertinente realizar dicha aclaración, puesto que no todos los grupos racializados e inferiorizados se encuentran en el mismo nivel de estratificación racial, lo que genera conflictos entre los mismos grupos racializados, que a su vez perpetúan su estatus de inferioridad frente al grupo dominante.2
Según Martinot (2010), el concepto de raza, tal como lo conocemos en la actualidad, forma parte de una maquinaria de dominación europea instaurada en el continente americano en el siglo XVI, cuya finalidad era preservar un sistema colonial que favorecía el dominio del colonizador europeo. Si bien el concepto actual de raza surge con el mercantilismo, este ha resultado fundamental para el desarrollo del capitalismo y el proceso de acumulación de capital vinculado a la condición de blancura. El dominio absoluto de las rutas comerciales atlánticas por parte de las naciones europeas occidentales a partir del siglo XVI garantizó la instauración de un sistema colonial a nivel mundial, en el que naciones como Francia, Inglaterra, España y Portugal sometieron política y económicamente a poblaciones de América, África, Asia y Oceanía.
A raíz de la instauración del sistema colonial europeo en América se dio origen a la modernidad, entendida como el dominio de los valores culturales de Europa occidental a nivel global. No solo se empezó a vincular la piel blanca como sinónimo de progreso y bienestar económico –mientras que las poblaciones con pieles más oscuras, o no blancas, fueron catalogadas como grupos subordinados–, sino que la adopción de valores occidentales por parte de grupos no blancos también sirvió como un mecanismo de control para el establecimiento de una jerarquización entre estos, que aunque no lograrían equiparar el estatus de los dominadores blancos, sí los colocaría en un mayor rango que otros miembros de su mismo grupo. Este proceso por el cual el individuo racializado adquiere los valores sociales del dominador, es nombrado por Bolívar Echevarría (2016) como una condición de blanquitud.
Si bien la sociedad estadounidense se ha caracterizado por recibir flujos migratorios de diferentes partes del mundo, desde la conformación de las 13 colonias la cultura dominante en los Estados Unidos ha sido representada por la población de origen europeo, particularmente blanca, anglosajona y protestante (WASP, por sus siglas en inglés), imponiendo su dominio sobre las poblaciones nativo-americanas y de origen africano. Para los primeros, siendo objeto de políticas de aislamiento y exterminio, y para los segundos, conformando parte de la mano de obra barata y esclava en la que se basó el expansionismo estadounidense, tanto territorial como económico, posterior a su independencia.
Durante el trascurso del siglo XIX se insertaron otros flujos migratorios procedentes de distintas partes del mundo. Por un lado, en la costa oeste, particularmente en California, empezaron a arribar pobladores de origen chino y de otras partes de Asia, muchos de los cuales desempeñaron labores manuales dentro de los sectores agrícola, minero o ferrocarrilero. Mientras que por la costa este ingresó principalmente población de origen europeo de países tradicionalmente católicos, como Italia, Irlanda o Polonia, y de Europa del este, entre los que destacan Armenia, Rusia y Ucrania, y quienes en su mayoría formaron parte de una clase obrera asalariada urbana (Bustamante, 1997)
Aunque en un inicio fueron racializados tanto inmigrantes chinos como europeos católicos, los primeros fueron adscritos a un estrato racial inferior al de los de origen europeo. Mientras que a lo largo del siglo XIX los migrantes blancos procedentes de Europa fueron ganando aceptación paulatinamente como elemento integral de la cultura dominante estadounidense, los chinos no corrieron con la misma suerte, siendo víctimas de sentimientos xenófobos por parte de ciudadanos estadounidenses de origen europeo. Para 1882, estos sentimientos de rechazo se vieron reflejados en políticas migratorias federales que prohibían legalmente el ingreso a los Estados Unidos a la población proveniente de China, lo que incentivó prácticas de linchamiento y expulsión de personas de origen chino,3 sin importar si poseían o no ciudadanía estadounidense (Lee, 2015).
Con el fin legal de la esclavitud en el sur de los Estados Unidos, tras culminar la Guerra Civil (1861-1865), no se modificaron substancialmente las condiciones de vida de la población negra, pues siguieron siendo grupos marginalizados. Debido a lo anterior, muchos de esos grupos abandonaron las actividades agrícolas y se trasladaron a grandes ciudades, tanto al norte como al oeste, pasando a formar parte del proletariado urbano junto con los blancos pobres.
Lo anterior, en conjunto con la expansión agroindustrial en el suroeste de los Estados Unidos a finales del siglo XIX, permitió la inserción de trabajadores de origen mexicano en el mercado laboral agrícola en estados como Texas y California. Esto dio paso a una relación de patrón-peón, que ha sido descrita por Mae M. Ngai como una política de “colonialismo de importación”, mediante la que se impulsó un proceso de dominación económica y política, al promover la migración estacional de campesinos mexicanos hacia los Estados Unidos (Ngai, 2014).
A partir de la década de 1880, la interconexión ferroviaria entre México y los Estados Unidos permitió la inserción sistemática del campesino mexicano a un mercado laboral estadounidense que se encontraba altamente estratificado, fomentando una visión estereotipada del mismo (Foley, 1999). Al igual que con otros grupos, el estrato racial que se le había asignado al trabajador “mexicano” en los Estados Unidos se antepone a la concepción de nacionalidad o ciudadanía; es decir, ante la mirada tradicional anglosajona, al trabajador “mexicano” se le asigna la categoría de extranjero, aun cuando haya nacido en los Estados Unidos, y por lo tanto cuente legalmente con la ciudadanía estadounidense. Tanto el trabajador migrante, con una marcada tendencia a la migración circular,4 como las comunidades mexicoamericanas que permanecen residiendo en los Estados Unidos, han sido percibidos por parte de los estadounidenses de origen europeo, como individuos poco patriotas y con falta de arraigo a los Estados Unidos, y por lo tanto dignos de desconfianza. Este sentimiento se acrecienta durante periodos de crisis económicas o cuando aumenta la tasa de desempleo (De León, 1983; Menchaca, 2001).
Ante este panorama, gran parte de la población mexicana y de origen mexicano del suroeste de los Estados Unidos adoptó diversos mecanismos con el fin de enfrentar la estratificación racial que les fue impuesta. Unos grupos apostaban por el aislamiento en comunidades cerradas, apelando a una tradición mutualista, en la que los sentimientos de discriminación originaron una “unidad mexicanista” que trascendía posiciones políticas o creencias religiosas, ya que todos formaban parte de la “raza mexicana”. Otro tipo de organizaciones mexicoamericanas como la League of United Latin American Citizens (LULAC) y The American GI Forum (AGIF)5 consideraban que el camino “correcto” era la búsqueda de la asimilación de la cultura blanca dominante, para posteriormente ser aceptados como ciudadanos estadounidenses con plenos derechos, es decir, blanquearse.
En el caso de la población “mexicana” radicada en los Estados Unidos desde mediados del siglo XIX hasta la actualidad,6 la jerarquía étnico-racial ha estado marcada, más que por el color de piel, por aspectos culturales y lingüísticos; por lo que algunos de estos grupos–principalmente mexicoamericanos urbanos de piel más clara– intentan escapar de la estratificación racial renegando del idioma español y asimilando tradiciones propias de la cultura anglosajona. Un ejemplo de esto se puede observar en la portada de la revista oficial de la organización LULAC de septiembre de 1963, en la cual se muestra la caricatura de una madre consolando a una niña llorando y como pie de foto la siguiente leyenda en idioma español: “No llores, mi hijita, pronto aprenderás inglés y los demás niños te comprenderán… serán tus amiguitos… y jugarán contigo…” (Leage of United Latin American Citizens, 1963, p. 1)
A mediados del siglo XX, diversas comunidades mexicoamericanas fueron abandonando paulatinamente la estrategia del aislamiento al interior de sus comunidades para abrazar el discurso de homogenización y asimilación con la cultura anglosajona, buscando diferenciarse del migrante mexicano de primera generación y en especial del trabajador indocumentado (Menchaca, 2001; Foley, 1999). Si bien, con dicha estrategia no lograron despojarse de su condición de “no-blancos” vinculada a un proyecto racial, consiguieron subir un escalón en la estratificación racial ubicándose jerárquicamente por debajo del anglosajón, pero por encima del migrante latinoamericano de primera generación.
Chicano o mexicano: el inicio de la ruptura (1954-1964)
La década de 1950 produjo grandes cambios a nivel mundial. La derrota del fascismo, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, y el surgimiento de una nueva organización política a nivel global desencadenaron una serie de movimientos sociales de descolonización en gran parte del mundo, y una crítica al paradigma racial dominante en los Estados Unidos.
Paulatinamente, tanto desde la academia como desde la sociedad civil, se empezaron a escuchar voces críticas en contra del sistema de segregación de grupos minoritarios, al que llamaron “colonialismo interno” (Gutiérrez, 2004). Aunque las primeras manifestaciones públicas que desafiaban al sistema de segregación racial en los Estados Unidos iniciaron en grupos de afroamericanos, posteriormente estas ideas permearon en otros grupos racializados, como asiáticos y latinoamericanos.
Fue en este contexto cuando se hizo posible la lucha por los derechos civiles en los Estados Unidos, misma que logró modificar la visión de un gran número de estadounidenses con respecto a las políticas de segregación racial. Este cambio en la conciencia social estadounidense permitió una reestructuración de la estrategia para enfrentar el proyecto racial impuesto a la comunidad mexicoamericana; abandonando la estrategia de segregación a favor de una lucha por la aceptación de este grupo poblacional como parte integral de la cultura estadounidense, cultivando así una “identidad chicana” diferente a la del migrante mexicano de primera generación, pero sin llegar a absorber completamente la cultura blanca dominante.
La concepción del término “identidad chicana” depende en gran parte de una noción individual que versa entre la aceptación como parte de la sociedad estadounidense y el abrazar los ideales y valores de la cultura mexicana. La “conciencia chicana” es un concepto ambiguo, que requiere de un análisis con mayor detenimiento (Arce, 1981). Si bien grupos como los Boinas Cafés (Brown Berets), LULAC o el sindicalismo agrícola de la UFW formaron parte de los movimientos chicanos durante las décadas de 1960 y 1970, estos tenían ideas distintas sobre lo que significaba el chicanismo, aunque coincidieron en la búsqueda de la aceptación como parte de la sociedad estadounidense y en el distanciamiento con la comunidad mexicana migrante de primera generación, especialmente de los grupos mutualistas y mexicanistas que proliferaron entre finales del siglo XIX y principios del XX, dando a paso a la formación de guetos.
El ala agrícola del movimiento chicano fue particularmente crítica frente a la migración laboral de origen mexicano hacia los Estados Unidos. Durante las décadas de 1950 y 1960 se manifestaron en contra del convenio de importación de mano de obra agrícola firmado entre los gobiernos de México y los Estados Unidos, conocido como Programa Bracero (PB),7 argumentando que formaba parte de una estrategia para depreciar los salarios de los trabajadores agrícolas domésticos, los cuales eran mayoritariamente de origen mexicano. Desde la década de 1950, diversos grupos de trabajadores agrícolas mexicoamericanos vinculados a la Community Service Organization (CSO) se manifestaron en contra del programa de trabajadores huéspedes.
Posteriormente, tras la conformación en 1962 en California de la National Farm Workers Asociation (NFWA),8 que después sería renombrada United Farm Workers (UFW), la oposición por parte de los trabajadores domésticos mexicoamericanos hacia la migración de trabajadores provenientes de la frontera sur logró tener eco en gran parte de la población estadounidense, incluyendo a trabajadores blancos pobres y de clase media que veían amenazado su campo de trabajo debido al constante flujo migratorio proveniente de México. El PB empezó a ser visto por parte de la opinión pública estadounidense como un sistema nocivo y corrupto, que por un lado explotaba y sobajaba al trabajador migrante mexicano y, al mismo tiempo, servía a los grandes productores agrícolas estadounidenses a mantener salarios bajos en detrimento del trabajador agrícola doméstico.
Estas críticas al PB llegaron al Congreso de los Estados Unidos a manos de representantes de diferentes fracciones del sector agrícola, tanto sindicales como de los grandes agroempresarios estadounidenses, mismos que promovieron iniciativas de ley para frenar dicho programa. Con dichas propuestas los movimientos laborales buscaban limitar el flujo de trabajadores mexicanos contratados bajo este programa y, por ende, mejorar los salarios del trabajador agrícola mexicoamericano. Sin embargo, los representantes de los grandes terratenientes intentaban restringir la capacidad de acción de defensa a los trabajadores por parte del gobierno mexicano, y precarizar aún más las condiciones laborales de los trabajadores migrantes (García Searcy, 2017). Es decir, a pesar de que ambos grupos se manifestaban en contra del PB, sus intenciones no sólo eran distintas, sino contradictorias.
Para mediados de la década de 1950 se modificaron las condiciones de emergencia económica originales que dieron paso al PB. El gobierno mexicano se hacía cada vez más dependiente de la expulsión de mano de obra, mientras que en los Estados Unidos existían fuertes presiones para concluir con el programa. Esto dio paso a una serie de medidas tomadas unilateralmente por las autoridades migratorias estadounidenses tendientes a precarizar las condiciones del flujo migratorio, y que sirvieron como un sistema de presión para que el gobierno de México aprobara una renovación del contrato en condiciones laborales menos favorables para el trabajador mexicano (García Searcy, 2017).
Dentro de estas medidas, se incluyó la Operación Espalda Mojada u Operation Wetback en el verano de 1954, que consistió en un operativo militarizado de deportación masiva a trabajadores mexicanos indocumentados, el cual fue altamente publicitado por gran parte de los medios de comunicación de los Estados Unidos. Lo anterior terminó abonando entre la opinión pública estadounidense acerca de la idea de la existencia de una “amenaza mexicana”, en la que “hordas de salvajes” provenientes de México ingresaban a los Estados Unidos para “robarle los empleos” a los contribuyentes estadounidenses. Mientras tanto, de manera simultánea, en el Congreso de los Estados Unidos se discutían las propuestas de ley s.3660 y s.3661, planteando una serie de vacíos legales que eximían de penalización a los empleadores que contrataran trabajadores indocumentados (Kang, 2017). No obstante, dichas propuestas no fueron aprobadas debido a la injerencia de los congresistas vinculados a sindicatos agrícolas estadounidenses. Esto último evidencia la existencia del doble discurso difundido por los medios de comunicación masiva, mismo que sobrevive hasta nuestros días, en el que se estigmatiza y criminaliza al trabajador migrante, mientras que a la vez se intentaba absolver de toda responsabilidad al empleador (Kang, 2017).
A diferencia del movimiento por los derechos civiles afroamericanos, que fue principalmente de carácter urbano y se extendió en gran parte del país, durante los primeros años de la década de 1960 su equivalente chicano o mexicoamericano se subscribió principalmente en las áreas rurales del suroeste de los Estados Unidos (particularmente en California y Texas). La oposición acérrima al PB y a la migración indocumentada proveniente de México se mantuvo como uno de los ejes centrales de la lucha chicana, particularmente la sindicalista, toda vez que la población de origen mexicano se encontraba mayormente concentrada en los valles agrícolas del centro y sur de California y este de Texas, dedicándose primordialmente a diversas actividades vinculadas al sector agroindustrial.
No sería sino hasta finales de los años sesenta del siglo XX, tras la culminación del PB, que movimientos chicanos de carácter estudiantil y de clases medias urbanas adquirirían mayor fuerza, principalmente en las ciudades de Los Ángeles y San Antonio. Desde Texas, organizaciones políticas de mexicoamericanos, como LULAC, iniciaron un acercamiento con administraciones emanadas del Partido Demócrata, llevando a algunos de sus miembros connotados al Congreso de los Estados Unidos y a ocupar otros cargos públicos importantes, tanto a nivel local como federal. Mientras que, en California, la lucha social se encontraba mayormente vinculada al activismo sindicalista de la UFW, logrando gran influencia ideológica a nivel nacional tanto en grupos de trabajadores agrícolas, como en asociaciones chicanas de corte urbano-estudiantil como M.E.Ch.A. (Movimiento Estudiantil Chicano de Aztlán) y Brown Berets (Boinas Cafés).
Una alianza que se va gestando (1965-1985)
Aunque se preveía que el fin del Programa Bracero a finales de 1964 trajera consigo el aumento del número de trabajadores migrantes domésticos contratados y un incremento salarial, en realidad no se presentaron los cambios esperados por los trabajadores agrícolas estadounidenses. El incremento salarial del trabajador agrícola migrante en 1965 fue solamente de 2 por ciento; en cambio, el costo de venta en supermercados al menudeo de diversos productos agrícolas frescos aumentó en promedio un 9.1 y 6.2 por ciento en enlatados, pese a que el incremento del número de trabajadores agrícolas de origen estadounidense contratados en ese mismo año fue 5 por ciento menor con respecto a 1964 (U.S. Department of Labor, 1966). Esto se debió en gran medida a que los antiguos trabajadores amparados bajo el PB conservaron sus trabajos en Estados Unidos, pero ahora de manera indocumentada.
Mientras tanto, la migración laboral mexicana continuaba siendo una constante, especialmente la indocumentada, siguiendo el patrón migratorio característico de la época del PB, es decir, principalmente masculina y circular (Massey, Durand y Malone, 2009, pp. 10-11). Durante este periodo, la patrulla fronteriza se convirtió en un organismo regulador del flujo migratorio. El patrullaje fronterizo por parte de las autoridades migratorias estadounidenses se mantuvo vinculado a los ciclos agrícolas de la región; en periodos de alta demanda de mano de obra se relajaban los controles migratorios, permitiendo el ingreso de trabajadores mexicanos de manera irregular, mientras que cuando bajaba, se intensificaban los operativos para la detención de migrantes (Massey, Durand y Malone, 2009).
Tras el fin del PB, el Congreso estadounidense aprobó en 1965 una nueva ley de migración mediante la que limitaba y controlaba el ingreso de los trabajadores temporales, estableciendo una cuota de 300 000 permisos de trabajo temporal (Visa H-2)9 al año a nivel global, en vez de 20 000 por país, como se había planteado en años anteriores. En teoría, esta medida le otorgaba cierta ventaja a migrantes provenientes de países lejanos y con mayor densidad de población, tales como China o Vietnam, sobre países vecinos como México y Canadá. No obstante, en la práctica esta política no afectó el flujo de trabajadores mexicanos pues, aunque un número considerable de ellos ingresaron a los Estados Unidos con visas de trabajo temporal H-2, la mayoría lo realizaron por la vía indocumentada (Espenshade, 1995).
Entre finales de la década de 1960 e inicios de 1970, conforme se consolidaba el flujo migratorio indocumentado por la frontera sur de los Estados Unidos, el discurso antiinmigrante se afianzó entre los altos dirigentes de la UFW. El movimiento sindical promovió la disminución del flujo de migración mexicana indocumentada en la frontera sur de los Estados Unidos, organizando protestas en contra del Immigration and Naturalization Service (INS) y la Patrulla Fronteriza, por permitir el cruce de migrantes indocumentados en zonas adyacentes a la franja fronteriza, principalmente el Valle Imperial, en California, y el Valle del Río Grande, en Texas (Griswold del Castillo, 1995; Burns, 2011).
Estas posturas polarizaron a los miembros de la UFW, ya que una cantidad importante de sus integrantes eran migrantes indocumentados procedentes de México, lo que causó el alejamiento de un gran número de miembros del sindicato que habían ingresado así a Estados Unidos y que poseían la nacionalidad mexicana. De acuerdo a Griswold del Castillo: “la proporción de inmigrantes mexicanos indocumentados y documentados que se encontraban activos en las primeras acciones de la UFW, iban entre el 70 por ciento en el Valle Imperial, adyacente a México, a menos del 30 por ciento en huelgas en Florida y el norte de California” (1995, p. 185).
Uno de los casos más sonados con respecto a la oposición de migración indocumentada por parte de la UFW tuvo lugar en el condado de Yuma, en octubre de 1974. Miembros de este sindicato realizaron patrullajes en la frontera para impedir que inmigrantes indocumentados fueran contratados como esquiroles, debido a una huelga que se llevaba a cabo en dicha área, ocasionando enfrentamientos violentos entre migrantes y miembros de la UFW que desencadenó un conflicto diplomático entre México y los Estados Unidos.
A raíz de dicho incidente, la UFW redujo considerablemente sus actividades de huelga y patrullaje, pero mantuvo su postura antiinmigrante al apoyar iniciativas de ley que tendiesen a incrementar el patrullaje fronterizo con el fin de detener el flujo de migrantes indocumentados procedentes de México. Entre estas acciones, destacó el acercamiento entre la UFW y otros movimientos sindicales con el congresista demócrata Peter W. Rodino, quien impulsó una propuesta de ley para sancionar a los empleadores que contratasen trabajadores indocumentados.
Si bien en ese momento dichas propuestas no fueron aprobadas por el Congreso estadounidense, sentaron las bases para posteriores reformas al sistema migratorio (Alarcón Acosta, 2016).10 Lo anterior resulta irónico, pues esta postura antiinmigrante empezó desde movimientos de la izquierda, y esto es contrario a la percepción politizada del tema de la migración hoy en día en los Estados Unidos, lo que muestra la complejidad del fenómeno y los cambios en intereses políticos a través del tiempo.
La política de frontera porosa aplicada por las autoridades migratorias estadounidenses tras concluir el PB, entre 1965 y finales de la década de 1970, provocó un incremento paulatino del flujo migratorio indocumentado. La normalización del flujo migratorio irregular proveniente de México a partir de la segunda mitad de la década de 1960 estimuló la escalada de un discurso mediático de una “invasión mexicana” o “amenaza latina”, que tornó a la opinión pública estadounidense cada vez más favorable a la militarización y robustecimiento de la seguridad en su frontera sur. Ese sentimiento, de acuerdo a Douglas Massey, “fue autoalimentado cada vez más para impulsar el crecimiento de la maquinaria burocrática de la aplicación de la ley, a pesar de que no existía ningún incremento real en la migración ilegal” (Massey, 2016).
Al inicio de la administración del presidente Jimmy Carter, en agosto de 1977, se promovió desde el Ejecutivo un paquete legislativo que pretendía resolver el “problema” de la migración indocumentada, incrementando la cuota de migrantes aceptados procedentes de países vecinos (México y Canadá), al mismo tiempo que se sancionaba a empleadores que contratasen trabajadores indocumentados. Esa propuesta causó una fuerte división en el Congreso estadounidense, por lo que el proyecto de ley terminó siendo vetado tanto por el lobby agroindustrial como por asociaciones de activistas mexicoamericanos, pero por razones contrastantes. Mientras que algunos grupos del sector agroindustrial se pronunciaron en contra de las propuestas de Carter debido a las posibles sanciones en las que se verían involucrados si contrataban migrantes indocumentados, asociaciones como LULAC consideraban que el aumento de la cuota de trabajadores migrantes que ingresaban a Estados Unidos perjudicaría el nivel de vida de trabajadores mexicoamericanos (Márquez, 1993).
La discusión en el Congreso reavivó el interés por crear “políticas integrales” con respecto a la inmigración en los Estados Unidos, por lo que en 1979 se creó la Select Commission on Immigration and Refugee Policy, conformada por 16 integrantes entre académicos, congresistas y activistas, para estudiar la legislación existente en torno a políticas de migración, evaluar sus consecuencias y proponer una nueva legislación basada en investigación. El resultado fue plasmado, a inicios de la administración de Ronald Reagan, en un reporte final de la comisión elaborado en mayo de 1981 (U.S. Senate, 1981), en el cual se propuso incrementar el financiamiento de la Patrulla Fronteriza y expedir un mayor número de visas H-2 para trabajadores agrícolas temporales no calificados. En respuesta a dicho reporte, en marzo de 1982, el senador Alan K. Simpson y el congresista Romano Mazzoli propusieron sancionar a empleadores que contrataran trabajadores indocumentados, al mismo tiempo ampliar el programa de visas H-2, coincidiendo con lo propuesto por la administración de Carter. No obstante, dicho proyecto no fue aprobado debido a la oposición tanto de los intereses agroindustriales como por los sindicatos de trabajadores agrícolas.
Durante la presidencia de Ronald Reagan (1981-1989), ante un escenario económico cada vez más precario e incierto para las clases medias y bajas estadounidenses, se culpó mediáticamente a la comunidad migrante de gran parte de los males que aquejaban a la economía estadounidense, provocando aún más encono social en contra del migrante, especialmente del indocumentado, lo que llevó a la aprobación de políticas migratorias cada vez más duras, e inició un proceso de blindaje y militarización de la frontera. Tomando en cuenta el contexto político-económico, representantes de los sindicatos agrícolas y de los intereses agroempresariales utilizaron como base el proyecto de ley Simpson-Mazzoli para llegar a un acuerdo migratorio en conjunto, producto del cual surgió la Immigration Reform and Control Act (IRCA) de 1986. El acuerdo aprobaba el endurecimiento de las políticas de seguridad fronteriza a cambio de una amnistía a migrantes indocumentados.
La precarización constante en las condiciones de cruce irregular por la frontera sur, y el endurecimiento al sistema de cuotas migratorias con respecto a México y Centroamérica, rompieron con el patrón de migración temporal, circular y predominantemente masculina para dar paso a una migración familiar y permanente (Massey, Durand y Malone, 2009). Los cambios en las políticas migratorias estadounidenses a partir de 1986 modificaron las características del cruce migratorio y consolidaron a la comunidad mexicoamericana como parte integral de las minorías étnicas que conforman los Estados Unidos, haciendo más claras las diferencias entre ellos y los migrantes de primera generación.
La estrategia de los grupos activistas de trabajadores agrícolas y sus actitudes antiinmigrantes entre las décadas de 1960 y 1970, más allá de eliminar o modificar la estructura racial, buscaban escapar de ella, trasladando este discurso específicamente de los migrantes de primera generación. Ese argumento fue utilizado para legitimar el discurso político antiinmigrante durante la administración Reagan, abonando en la precepción de que todo migrante proveniente del sur, ya sea mexicano o centroamericano, es indocumentado y por ende visto como un delincuente. A su vez, la transformación de los flujos migratorios conllevó una diversificación de actividades económicas que desempeñaban, insertándolos cada vez más en los sectores urbanos, industriales y de servicios.
Segregando y criminalizando al migrante mexicano (1986-2001)
A partir de 1986, una nueva élite política favorable a las políticas neoliberales fomentadas desde los gobiernos de Estados Unidos y Reino Unido obtuvo el control del partido gobernante en México (PRI). Una de sus primeras acciones fue la incorporación al Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y de Comercio (GATT, por sus siglas en inglés), lo que implicó el abandono del modelo económico de Industrialización por Sustitución de Importaciones (ISI) para implementar una política de libre mercado donde la mayoría de los bienes de consumo provendrían del extranjero, principalmente de los Estados Unidos y Europa.
Según el discurso neoliberal, este cambio en la política económica de México lograría integrar al mercado mexicano a una economía global y de libre competencia, a la par de Europa y Estados Unidos. No obstante, la anterior resultó en el abandono de gran parte del sector agrícola e industrial mexicano, dejando sin empleo y en la precariedad laboral a millones de mexicanos, pues resultaba más barato importar alimentos, tecnología y otros bienes de consumo que producirlos en México. Por otro lado, en Centroamérica se vivían tiempos violentos que generaban inestabilidad política y económica, debido a una ola de guerras civiles que azotaba la región vinculadas a las tensiones de la última fase de la guerra fría e intervenciones militares estadounidenses (Morales-Gamboa, 2003).
Mientras tanto, en los Estados Unidos las medidas neoliberales impuestas por Ronald Reagan parecían no beneficiar al grueso de la población estadounidense: “para 1983, el desempleo nacional había aumentado el 9 por ciento, el dólar había perdido el 6 por ciento de su valor en 1970, la pobreza había aumentado al 15 por ciento, el ingreso promedio había bajado 2 por ciento y el aumento de la desigualdad se había acelerado” (Massey, Durand y Malone, 2009, p. 98). Como ya se ha mencionado con anterioridad, con el afán de reducir dicha crisis de legitimidad y ampliar su base electoral para una futura reelección, la administración Reagan recurrió a la vieja estrategia del chivo expiatorio, culpando a los migrantes indocumentados y al constante ingreso de drogas por la frontera sur, de gran parte de los problemas sociales y económicos en Estados Unidos.
La guerra contra las drogas, iniciada durante la administración Reagan, consolidó la militarización de la frontera con México,11 al involucrar a la Drugs Enforcement Administration (DEA) en actividades de control fronterizo. Lo anterior, aunado al aumento del flujo migratorio procedente de Centroamérica a finales de la década debido a las políticas de intervención estadounidense en la región, logró vincular en el imaginario popular estadounidense una relación intrínseca entre la migración indocumentada por la frontera sur, con los peligros a la seguridad nacional inherentes al tráfico de drogas.
Dicho discurso fue utilizado como estrategia de campaña política que aseguró a Reagan su reelección por otro periodo presidencial, lo que dio paso a una política migratoria que convergía con medidas de justicia criminal, a la que algunos autores han llamado Crimmigration. Se trata de una de las características de las políticas migratorias actuales en los Estados Unidos, y que particularmente fue utilizada en contra de migrantes latinoamericanos. Este último grupo étnico ha sido sobrerrepresentado en las estadísticas de repatriaciones por las autoridades migratorias estadounidenses durante las últimas décadas del siglo XX y primeras del XXI (Armenta, 2016).
En 1988, tras unas elecciones manchadas por acusaciones de fraude electoral, asumió la presidencia de la República mexicana Carlos Salinas de Gortari, doctor en economía egresado de Harvard que garantizó la continuación de políticas neoliberales en dicho país. Por otro lado, al siguiente año es electo como presidente de los Estados Unidos el candidato republicano George H. W. Bush, por el periodo 1989-1993. Las relaciones diplomáticas, políticas y comerciales entre los gobiernos de Bush y Salinas fueron intensas y estuvieron marcadas por optimismo mediático, especialmente del lado mexicano, donde continuamente se repetía que, siguiendo las recetas neoliberales, México se encontraría en la antesala del primer mundo (Meyer, 2004).
No obstante, las disparidades económicas en México continuaban ensanchándose. Las políticas de privatización y apertura económica generaron un ambiente de optimismo en ciertos sectores urbanos de clase media que podían adquirir nuevos productos y tecnologías provenientes del extranjero, pero a consecuencia de la desprotección laboral de los sectores más marginados de la población urbana, junto con una política de abandono de la producción agrícola que favoreció a los grandes productores latifundistas y marginalizó al pequeño terrateniente (Orrantia-Bustos y González-Estrada, 2006).
En enero de1992, cuando ambos países se encontraban en negociaciones para la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, por sus siglas en inglés) junto con Canadá, el INS (Immigration and Naturalization Service), en conjunto con la Patrulla Fronteriza, emprendió un operativo en la zona fronteriza de San Diego. Dicho operativo consistió en la instalación de nuevos muros fronterizos y mecanismos de seguridad que impedían el ingreso a Estados Unidos de manera indocumentada por las áreas tradicionales de cruce, por lo que los grupos de migrantes que participaban de la migración circular e intentaban regresar a sus labores en los Estados Unidos tras visitar sus comunidades de origen durante las fiestas decembrinas, se concentraron en las inmediaciones de la garita fronteriza en San Ysidro e ingresaron de manera masiva a los Estados Unidos. Imágenes de este suceso fueron filmadas por agentes de la Patrulla Fronteriza y exhibidas en varios medios de comunicación dentro y fuera de los Estados Unidos, abonando a la percepción de falta de control en su frontera con México (Massey, Durand y Malone, 2009, pp. 100-102).
El episodio antes mencionado marcó el inicio de una serie de operativos de control migratorio entre 1992 y 1994,12 que fueron llevados a cabo por las autoridades migratorias estadounidenses en el marco de las negociaciones del NAFTA. Los operativos podrían interpretarse como mecanismos de presión hacia el gobierno mexicano para aceptar condiciones poco favorables para México dentro de dicho acuerdo internacional.
Algunas autoridades políticas, tanto locales como federales, así como congresistas del Partido Republicano, en especial el entonces gobernador de California, Pete Wilson,13 abogaban no solo por un incremento del presupuesto en la seguridad fronteriza, sino también por el endurecimiento de las políticas migratorias para detener el flujo indocumentado en la frontera sur. Esta idea fue apoyada fuertemente por algunos medios de comunicación estadounidenses de corte conservador, quienes en repetidas ocasiones transmitían reportajes sobre la “crisis migratoria” en la frontera con México y la “invasión” de migrantes indocumentados (Massey, Durand y Malone, 2009; Nevins, 2002).
En respuesta a las presiones mediáticas de sus adversarios políticos, y en el marco de las negociaciones finales del NAFTA, en julio de 1993 la administración del entonces presidente William (Bill) Clinton (1993-1997 y 1997-2001) anunció una serie de iniciativas para reforzar la seguridad fronteriza, autorizando un incremento en el presupuesto de la Patrulla Fronteriza, junto con la contratación de 600 nuevos agentes.
Posteriormente, se llevaron a cabo dos operativos mediáticos para la detención de migrantes indocumentados en la frontera sur. El primero de ellos se realizó en las inmediaciones de El Paso, Texas, y fue conocido como “Operation Blockade/Hold-The-Line”.14 El primer operativo se llevó a cabo en septiembre de 1993, y el segundo se realizó en el área de San Diego el año siguiente, en septiembre de 1994, y fue conocido como “Operation Gatekeeper”. Ambos operativos, tanto el realizado en El Paso como el de San Diego, fueron un éxito como estrategia de imagen pública dentro de los Estados Unidos, y abonaron en el incremento del sentimiento antiinmigrante en la frontera sur estadounidense. La percepción de que IRCA había resultado un fracaso en su objetivo de frenar la migración indocumentada fue uno de los alicientes para la popularidad de estas medidas, no solo entre la población anglodescendiente, sino también entre la población de origen mexicano (Nevins, 2002, pp. 68-69).
A diferencia del operativo Blockade/Hold-The-Line, llevado a cabo en El Paso, y que resultó ser una sorpresa debido a lo apresurado de su implementación, la Operación Gatekeeper se presentó en un contexto político muy particular. El congresista Richard L. Mountjoy, miembro de la Asamblea Estatal de California, introdujo la propuesta de ley 187 a la legislatura local como una ballot initiative, y fue sometida a consulta ciudadana en los comicios estatales de 1994, coincidiendo con la elección para gobernador de California.
La aprobación de la iniciativa de ley187 otorgaría a las autoridades policiacas autorización para detener a cualquier persona sospechosa de ser un migrante indocumentado, y en caso de resultar positivo, reportarlo directamente a la INS para su encarcelación y posterior deportación, además de negarles los servicios básicos provistos por el Estado, como salud y educación. Dicha iniciativa fue uno de los ejes rectores de la campaña electoral de Pete Wilson, que buscaba la reelección como gobernador de California por el Partido Republicano.
Como resultado, el día de los comicios Wilson fue reelegido con 55.2 por ciento de los votos frente a un 40.6 obtenido por su principal competidora, Kathleen Brown. Mientras que la iniciativa de ley fue aprobada por un 59 por ciento de los votos, frente a un 41 que votó por el no (The Field Institute, 1995). Aunque dicha propuesta de ley fue aprobada por la mayoría de los electores californianos, el 14 de diciembre de 1994 la jueza federal Mariana Pfaelzer, con residencia en Los Ángeles, consideró dicha ley como anticonstitucional y contraria a los lineamentos de migración federales, por lo que, aunque fue aprobada, jamás entró en vigor.
A pesar de ello, la reelección de Wilson y la aprobación de la propuesta 187 por la mayoría del electorado, demostraron la fuerte división de la sociedad californiana con respecto al fenómeno migratorio. De acuerdo con estimaciones de la época, en dicha elección participó 62 por ciento del electorado registrado, del que votó a favor un 63 por cierto de blancos no hispanos, frente a un 23 por ciento de latinos. Además, cabe destacar que, de acuerdo a los registros electorales, 81 por ciento de los votantes se autoadscribía como blancos no hispanos, y solo 8 por ciento de los votantes lo hacía como latinos. Esto último contrastó con la distribución de la población de aquella época, ya que 57 por ciento se consideraba como blancos no hispanos, y 26 por ciento, como latinos (Jones, 1995). Lo anterior hace referencia a una sobrerrepresentación electoral de grupos blancos, que usualmente son los más favorecidos por las estructuras políticas racializantes en los Estados Unidos, pero también a la existencia de un grupo considerable de personas de origen latino que simpatizaban con los discursos antiinmigrantes, que si bien no conformaban un porcentaje mayoritario entre la población latina residente en California, sí ejercían su derecho al voto.
La inestabilidad política que se vivía en México entre los años 1994 y 1995 incrementó la desconfianza del estadounidense anglosajón hacia los migrantes procedentes de México que residían en los Estados Unidos. La imagen de México, y por extensión de los mexicanos, como una nación barbárica e inestable, se hizo presente en los grandes medios internacionales (Alarcón Acosta, 2016). Este último elemento abonó en el sentimiento de desconfianza con respecto a la migración procedente de la frontera sur. Para mediados de los años noventa, un grupo cada vez mayor de ciudadanos estadounidenses apoyaba el endurecimiento de las medidas en contra de la migración indocumentada, por lo que el gobierno federal estadounidense cambió gradualmente su discurso conforme se acercaba el periodo de elecciones presidenciales de 1996, debido a que el presidente Bill Clinton buscaba su reelección (Alarcón Acosta, 2016).
En consecuencia, el Congreso federal estadounidense aprobó una serie de leyes y reformas legales como la Legal Reform and Immigrant Responsibility Act P.L 104-208 (U.S. Congress, 1996a), Antiterrorism Efective Death Penalty and Public Security Act P.L 104-132 (U.S. Congress, 1996b), y la Personal Responsiility and Work Opportunity Reconcilaiation Act P.L: 104-193 (U.S. Congress, 1996c). Estas leyes entraron en vigor en 1997 y precarizaron las condiciones de vida de los migrantes indocumentados en Estados Unidos.
Dicha legislación criminalizó la migración laboral, implementando mecanismos para una expulsión rápida de los migrantes indocumentados, negándoles el derecho de audiencia, penalizando de manera severa al migrante indocumentado reincidente, además de limitar la ayuda de ciertos programas de asistencia social a inmigrantes indocumentados. Como complemento a estas medidas, el gobierno federal estadounidense realizó una inversión de 150 millones de dólares para robustecer el sistema de investigación del INS, contrató más agentes del INS y de la Patrulla Fronteriza. También se implementó un sistema de controles biométricos para el cruce por los puentes fronterizos, así como la construcción de un triple muro en la frontera entre San Diego y Tijuana (Mungía Salazar, 2015, p. 126).
La implementación de estas medidas migratorias logró incrementar la popularidad de Bill Clinton, asegurándole el voto de cerca de la mitad de los votantes. No obstante, después de su reelección, fue disminuyendo en intensidad el discurso antiinmigrante por parte del ejecutivo federal y de los medios de comunicación, de forma que para finales de los años noventa y principios del 2000, pocos medios de comunicación hablaban de “la invasión mexicana”, pasando a ser un tema mediáticamente marginal. Sin embargo, la huella de las reformas de 1996 se mantenía presente y las deportaciones eran constantes, obligando al migrante, especialmente al indocumentado, a vivir con miedo y segregado del resto de la sociedad estadounidense.
Las elecciones presidenciales estadounidenses del año 2000 estuvieron marcadas por el cerrado y polémico triunfo del candidato republicano George W. Bush (2001-2005 y 2005-2009) frente a Al Gore, quien anteriormente fue vicepresidente durante la administración de Bill Clinton. Mientras tanto, ese mismo año en México resultó electo como presidente de la república Vicente Fox Quezada (2000-2006), primer presidente emanado del PAN. Durante los primeros meses de ambas administraciones federales se dio un fuerte acercamiento entre los dos países; el fenómeno migratorio en la frontera compartida fue uno de los temas principales de la agenda bilateral. Después de algunos años de invisibilización mediática de la población migrante durante el segundo cuatrienio de Bill Clinton, los medios de comunicación de ambos países por fin hablaban de la posibilidad de llegar a un acuerdo migratorio bilateral.
No obstante, dicha oportunidad se vio truncada por la irrupción de un nuevo elemento en el mapa geopolítico internacional. Los atentados terroristas del 11 de septiembre del 2001 modificaron el panorama internacional. El Congreso federal estadounidense aprobó la USA PATRIOT Act P.L 107-56 (US Congress, 2001), ley mediante la que se estableció una serie de reformas al sistema de Seguridad Nacional, implementando mecanismos de vigilancia interna más robustos y sofisticados, violentando los derechos individuales y las libertades civiles de sus ciudadanos.
Con respecto a las políticas migratorias, la antigua INS se convirtió en la Immigration and Customs Enforcement (ICE), la agencia encargada de hacer cumplir las leyes migratorias y de investigar actividades delictivas y terroristas cometidas por extranjeros dentro del territorio estadounidense. ICE pasó a formar parte del recién creado Department of Homeland Security (DHS), una dependencia gubernamental que concentraría todas las actividades concernientes a la seguridad interior. El cambio de énfasis en el discurso sobre las fronteras como un asunto de Seguridad Nacional incentivó el proceso de su securitización,15 acrecentó los protocolos de seguridad en puertos fronterizos y aeropuertos, y vinculó la migración indocumentada con la lucha en contra del terrorismo, incrementando la estigmatización de grupos étnicos, especialmente a migrantes de medio oriente y latinoamericanos, a la vez que fomentó un modelo de migración más represivo con los grupos citados (Treviño Rangel, 2016).
CONCLUSIONES
A lo largo de los cerca de 50 años de historia analizados en este artículo, podemos vislumbrar una serie de rupturas y continuidades con respecto al fenómeno migratorio entre México y los Estados Unidos. El análisis inició con el surgimiento del movimiento de derechos civiles mexicoamericanos y su vínculo con respecto a las políticas migratorias, y cómo fue que estos intereses comenzaron a entrelazarse con los de los dueños de las agroindustrias y con representantes de movimientos blancos conservadores, y generaron un sentimiento antiinmigrante que dividió a una facción de la lucha social chicana y reforzó los prejuicios de la clase dominante anglosajona.
Surgida durante las décadas de 1960 y 1970, esta alianza entre los grupos de mexicoamericanos y la clase blanca dominante se hizo más evidente con el paso del tiempo. La retórica antiinmigrante promovida por los altos dirigentes de la UFW se asemejó cada vez más al discurso racial dominante, lo que permitió alianzas políticas entre sindicatos agrícolas mexicoamericanos y representantes del sector agroindustrial. Como resultado de estas alianzas, se generaron propuestas de políticas migratorias en el Congreso estadounidense que criminalizaban tanto el ingreso de población indocumentada, como la contratación de trabajadores que no contaban con un permiso de trabajo. Sin embargo, estos acercamientos no lograron concentrarse debido a algunos intereses incompatibles entre ambos grupos, ya que los dueños de las agroindustrias se negaron a penalizar a los productores que contrataban a trabajadores indocumentados.
Para mediados de la década de 1980, gracias al trabajo de los congresistas Alan K. Simpson (republicano) y Romano Mazzoli (demócrata), se vislumbraba un acuerdo que beneficiaría a ambas partes. Así, aunque la Immigration Reform and Control Act (IRCA) de 1986 fue una ley que logró criminalizar la migración indocumentada al militarizar la frontera, estuvo acompañada de un proceso de amnistía para los trabajadores indocumentados, sin castigar la contratación de estos trabajadores por parte de los patrones. La IRCA por fin logró consolidar y legitimar a una parte importante de la población mexicoamericana como una más de las minorías que, aunque no contaba con los privilegios estructurales de las clases dominantes blancas, formaba parte de la sociedad estadounidense y, por tanto, gozaba de un mayor estatus jerárquico que la población indocumentada o migrantes de primera generación, y todo esto sin trastocar los intereses de los grandes productores agrícolas.
Es decir, a partir de la aprobación de IRCA (1986), se logró separar el discurso antiinmigrante-latino de la comunidad mexicoamericana. Fue también a partir de esta década cuando, debido tanto a la política de amnistía como al incremento de migrantes procedentes de Centroamérica, se empezó a abandonar el término “mexicano” o “mexicoamericano”, para empezar a utilizar el término “hispano” o “latino”, concepto que aglutina diversos orígenes nacionales.
La comunidad “latina”, aunque otrificada, pasó a formar parte integral de los Estados Unidos –a diferencia de los migrantes latinos de reciente ingreso, los cuales permanecieron sistemáticamente invisibilizados–. No obstante, dentro de este proceso de estratificación entraron en juego otros elementos interseccionales como el nivel de ingresos, el nivel educativo o el de asimilación a la cultura estadounidense dominante, por lo que algunos grupos, usualmente de estratos socioeconómicos más altos, tuvieron mayor aceptación por parte de la cultura blanca dominante.
A partir de 1986 y hasta el 2001 se dio paso a un proceso de estigmatización del migrante latino de primera generación y, particularmente, de los estratos socioeconómicos más bajos. Lo anterior se manifestó en la promulgación de una serie de leyes que criminalizaban dicho grupo al vincularlo discursivamente con los problemas de seguridad en la frontera, particularmente con el crimen organizado, así como despojándolo paulatinamente de sus derechos humanos básicos. Esta incesante escalada mediática de prejuicios raciales en contra de la población migrante de primera generación corresponde a un continuo histórico en el que el migrante (en este caso, el procedente de la frontera sur), es utilizado como chivo expiatorio y acusado de gran parte de los males económicos y sociales que aquejan a la sociedad estadounidense.
La culpa de la llamada “crisis migratoria” no ha sido en sí de los migrantes, sino de las estructuras de poder jerarquizantes que han beneficiado constantemente a las élites económicas blancas estadounidenses. Los persistentes hostigamientos mediáticos y el endurecimiento de las leyes migratorias a los que los migrantes se ven expuestos, forman parte de una estructura de poder (Proyecto Racial) que garantiza el dominio político de las élites anglosajonas sobre las minorías étnicas estadounidenses.
Aunque existen marcadas diferencias entre las administraciones federales analizadas emanadas de los dos principales partidos políticos en los Estados Unidos con respecto a los asuntos migratorios, ambos grupos abonaron a la estigmatización del migrante de origen latinoamericano. Los republicanos, proponiendo y aprobando de manera “activa” medidas tendientes a la criminalización de migrantes indocumentados; y los demócratas, de manera “pasiva”, mediante la invisibilización de los asuntos migratorios y manteniendo las políticas migratorias criminalizantes aprobadas durante las administraciones republicanas. Si bien, lo anterior no implica que se aprueben políticas migratorias restrictivas durante administraciones demócratas y de deportaciones masivas con un perfil racial, sí es notable una diminución en intensidad de los discursos antiinmigrantes por parte de autoridades federales durante estos mandatos. Lo que resulta innegable es el continuo uso político de la problemática migratoria, tanto en época de elecciones como en momentos de crisis económica y política dentro de los Estados Unidos.
La población migrante indocumentada, al no poseer derechos políticos y a expensas a procesos de deportación, se convierte en el chivo expiatorio ideal, al cual se le puedan cargar todas las culpas de las disparidades económicas y problemas sociales de los Estados Unidos. No obstante, a pesar de una mayor aceptación de la población “latina” por parte de la cultura dominante anglosajona, estos no pudieron escapar completamente del proceso de racialización. Si bien, lograron colocarse en un estrato superior al del migrante de primera generación, la población latina en Estados Unidos continúa siendo segregada y vista con mayor desconfianza con respecto a otros grupos racializados.
Debido al endurecimiento de las políticas migratorias en la frontera sur a partir de 2001, se estigmatizó aún más a la población de origen latinoamericano residente en los Estados Unidos, independientemente de su estatus migratorio. Las medidas de securitización fronteriza recrudecieron el proceso de criminalización del migrante latinoamericano gestado desde la década de 1980, dando paso a la ola de políticas antiinmigrantes que han caracterizado los primeros años del siglo XXI.