Introducción
Sobre el aire y los aires, se han escrito muchos textos. Poéticos, filosóficos, científicos mágicos… En este artículo, y como homenaje a la memoria de Mario Molina, abordaré cómo pasamos del aire a los aires en un recorrido en que, lo permanente, puro, intangible e invisible terminó convirtiéndose en cambiante, impuro, material y observable.
Ésta es también la trayectoria de las prácticas químicas y de algunos de los aspectos que debemos enseñar de ellas, ya que la química fue la primera ciencia de laboratorio, y el laboratorio sigue siendo el lugar privilegiado de práctica donde los químicos producen tanto teoría como sustancias. Aquí se subraya cómo los químicos aprenden sobre la naturaleza al tiempo que la modifican utilizando instrumentos y artefactos, analizando y sintetizando sustancias materiales. A través de sus actividades de laboratorio, los químicos desarrollaron una forma específica de teorizar y aportaron puntos de vista específicos sobre la materia. En el camino aprendieron a hacerse responsables de sus obras, aprendieron moral.
El aire filosófico
Al igual que nuestra alma,
que es aire que nos sostiene y nos gobierna,
así el soplo y el aire abrazan todo el cosmos…
Anaxímenes de Mileto
Hace más de dos mil años, en el espacio geográfico que hoy ocupan Grecia y Turquía, uno de sus ciudadanos más prominentes, Aristóteles, usó la palabra griega ousia, que en latín significa sustancia en un sentido particular. En pocas palabras, la sustancia es lo real, un “individual concreto”. Aristóteles aceptó la existencia de cuatro elementos o sustancias que coincidían con otras tantas cualidades, húmedo, seco, frío y caliente, además de una sustancia fundamental carente de atributos llamada hyle, éter, materia prima o quintaesencia que era la base de todas ellas.
Así, el agua era resultado de mezclar lo húmedo y lo frío; el aire, lo húmedo y lo caliente; el fuego, lo seco y lo caliente; la tierra, lo seco y lo frío (Figura 1). Todo esto se simplificó en una de las primeras doctrinas dualistas incorporada al pensamiento griego cuando los elementos calientes y secos, el aire y el fuego, eran más activos que los húmedos y fríos, el agua y la tierra. Años antes, los alquimistas chinos, influenciados por el taoísmo, ya explicaban el mundo como resultado del enfrentamiento de dos principios independientes y antagónicos: el Yin, femenino, frio, oscuro, pasivo, y el Yang, masculino, caliente, luminoso, activo.
La síntesis aristotélica recuperó una antigua tradición de pensamiento gestada en la ciudad de Mileto, ubicada en Jonia, donde Tales, Anaximandro y Anaxímenes empezaron a construir lo que hoy llamamos filosofía. Lo poco que sabemos de la escuela de pensamiento de Mileto proviene de sus críticos, entre ellos Aristóteles quién afirmó que el “principio” o arkhe, fundamento de esa escuela filosófica, es:
aquello de lo cual proceden originalmente y en lo cual acaban por resolverse todos los seres… una realidad que permanece idéntica durante la transmutación de sus afecciones …que continúa existiendo inmutada, a través del proceso generador de todas las cosas (Reale y Antiseri 2004, p.37).
Anaxímenes identifica arkhe con aire ya que éste se encuentra en movimiento permanente. Además, al enfriarse y condensarse se convierte en agua (y posteriormente en tierra) y al calentarse en fuego.
Seguramente fue en Alejandría, ciudad fundada en el siglo IV a.n.e. por Alejandro Magno alumno de Aristóteles, donde la especulación filosófica griega, se concretó en una actividad práctica que desde entonces conocemos como alquimia1. Eso fue posible gracias a que entró en contacto con otras culturas de tradición artesanal, en particular la egipcia, que desarrolló notablemente la práctica de la momificación y de la producción del vidrio. Alejandría fue la primera ciudad cosmopolita en el amplio sentido de la palabra, lugar de reunión de multitud de religiones y formas de pensamiento además de ser sede de la mayor biblioteca de la antigüedad2.De ella se ha dicho:
Crisol, hogar, mortero, horno alambique, donde se mezclan, se destilan, se infunden y se transfunden, todos los cielos, los dioses y los sueños. Alejandría del siglo II; lo que se mira, lo que se encuentra en cualquier lugar de la historia, ahí se descubre: todas las razas (solamente los chinos no estaban ahí3), todos los continentes (África, Asia, Europa), todas las épocas (las del antiguo Egipto, que conserva sus santuarios, las de Atenas y Roma, las de Babilonia, Judea, Palestina), concentrados en esta ciudad, nudo del delta que depende del río, como el hombre de sus pulmones, como el árbol de sus ramas (Lacarriere 1982, p.48).
Hay que tener presente que, tanto en las ciudades griegas como en el Imperio Romano, los esclavos eran quienes realizaban el trabajo. En Grecia y Roma, origen de la democracia, la filosofía y el derecho, las mujeres y los esclavos no tenían derechos. Había clases sociales y los hombres libres las encabezaban.
El pluralismo griego, es decir, la posibilidad intelectual y material de interpretar el mundo de diversas maneras, gestó otra explicación de las sustancias prácticamente contemporánea a la ya descrita: la atomista. Sus principales cultivadores y defensores fueron Demócrito y Epicuro en Grecia y Lucrecio en Roma. También en la India, a partir de las diferentes religiones que allí se practicaban, se desarrolló un modelo atomista de interpretación de la diversidad del mundo. Para los ateos atomistas griegos, la sustancia más elemental e indestructible fue el átomo (palabra que significa indivisible), el ingrediente de todas las cosas. Según ellos, los átomos eran muy pequeños, duros y redondos. Eran de distintos tamaños y se movían, lo que les permitía agregarse o separarse. En una interpretación dualista del mundo, únicamente había átomos y vacío.
Los primeros laboratorios fueron alquimistas4 y en ellos se llevaron a cabo los primeros experimentos sistemáticos para poner a prueba el modelo que explicaba la diversidad del mundo a partir de las cuatro sustancias elementales. En las proporciones adecuadas, todo podía hacerse, incluido el valioso oro. Así empezó un largo, oscuro y “hermético” trayecto, en un vasto territorio que ocupó parcialmente África, Asia y Europa, donde la extracción de minerales y metales se acompañó de la preparación o mejora de las técnicas para hacer medicamentos, jabones, pigmentos, vidrio o materiales cerámicos. Las actividades prácticas, alejadas de la reflexión filosófica, permitieron desarrollar importantísimas técnicas experimentales, especialmente la destilación. Así aparecieron “nuevas” sustancias5, que no se encontraban en el mundo como hasta entonces era conocido, es decir, sustancias “artificiales” como algunos ácidos o el alcohol (etílico) (Solomon 1989).
En ese largo trayecto los practicantes de la química fueron acumulando diversos instrumentos, algunos de los cuales, como el barómetro o la bomba de vacío, eliminando el aire al interior del instrumento, producían vacío (Figura 2). La desaparición del aire filosófico anunciaba que además que los hechos son hechos6, la presencia en el aire de una sustancia que sostenía la vida. Simultáneamente, se consolidaba del valor social de los experimentos y el establecimiento de las sociedades de ciencias en Europa.
Cuando se sigue la reproducción de cada prototipo de la bomba de vacío a través de Europa y la transformación progresiva de una costosa pieza de equipamiento, poco confiable y voluminosa, en una caja negra7 barata que poco a poco se convierte en equipamiento de rutina de cada laboratorio…se reduce la aplicación universal de una ley física al interior de una red de prácticas normalizadas. A todas luces la interpretación que da Boyle de la elasticidad del aire se propaga, pero lo hace exactamente a la misma velocidad con la que se desarrolla la comunidad de los experimentadores y sus equipamientos. Ninguna ciencia puede salir de su red de prácticas. El peso del aire siempre es en verdad un universal, pero un universal en red. Gracias a la extensión de la red, las competencias (experimentales) y el equipamiento pueden volverse lo bastante rutinarios para que la producción de vacío se vuelva tan invisible como el aire que respiramos, pero jamás universal a la antigua usanza.
Durante la Ilustración europea se produjo el nacimiento de la química y el ocaso de la alquimia con su elemental aire:
El aire, la tierra, el agua y el fuego quedaron desmenuzados, por así decirlo, bajo el ataque de la química analítica. Asegurados como estaban en su condición de sustancias previas, ahora se ven privados de su rango de principios. Ante una mirada más atenta dejaron de mostrarse cada uno de ellos como algo unitario, revelando su diversidad, y en la vorágine de la pregunta <<¿son parte integrante o ya, en sí mismos, una combinación?>> finalmente sucumbieron. Aquellos cuerpos simples, primigenios, se revelaban ahora como múltiples y difícilmente comprensibles, y aquello que hubiera debido ser parte integrante de todos los seres se mostraba ahora como producto, ello mismo, de múltiples mezclas y uniones. Vagos y cambiantes, los lamentos perdieron sus derechos en una ciencia que orientaba sus conocimientos según la exactitud de las matemáticas y la fiabilidad de sus instrumentos (Böhme y Böhme 1998, pp.165-166).
Los aires químicos
Me contentaré, por lo tanto, con decir que si ...atribuimos el nombre de elementos o de principios de los cuerpos la idea del último término al que llega el análisis, todas las sustancias que no hemos podido descomponer todavía por ningún medio, son, para nosotros, elementos.
En 1754, la química como hoy la conocemos empezó en lo que se ha denominado Primera Revolución Química (Chamizo 2018). En ese año el escocés J. Black, después de perfeccionar la balanza analítica, aisló el dióxido de carbono (el primero de los muchos aires químicos entonces llamado “aire estable”) a partir de la reacción de descomposición del carbonato de magnesio. La anterior puede reconocerse como la primera reacción química cuantitativa y con ello el aire deja de considerarse elemental. En 1766, el inglés H. Cavendish perfeccionó la cuba hidroneumática y aisló el hidrógeno, un gas8 no presente en el aire “natural” (Figura 3) y al que llamó “aire inflamable” identificándolo con el flogisto, fluido ligerísimo que entonces se aceptaba como el responsable de la combustión de los cuerpos que se quemaban. Poco tiempo después el francés A. Lavoisier descubrió el oxígeno9, al que J. Priestley llamó “aire desflogisticado”, y construyó una definición operativa de sustancia, aquella que no se podía descomponer en entidades más simples a través del análisis químico. Usando la recién inventada pila voltaica, los experimentos electroquímicos de W. Nicholson y A. Carlisle permitieron identificar que el agua no era un elemento sino más bien una sustancia formada por hidrógeno y oxígeno.
Usando experimentos claramente definidos, Lavoisier rompió con la antigua y teórica idea de la constitución última del mundo, la de los principios fundamentales: agua, aire, tierra y fuego. Asimismo, reconociendo la naturaleza elemental de varios de los recién aislados ‘aires químicos’, introdujo una nueva nomenclatura en la que el nombre de una sustancia indicaba su composición elemental.
Con las investigaciones de Lavoisier sobre la combustión, el establecimiento de la ley de conservación de la materia (resultado de poder pesar los gases que se producían en las reacciones químicas) y su propuesta de poco más de una treintena de elementos10, apareció la palabra responsabilité. Este dato filológico, como se verá más adelante, no es trivial. En la primera revolución química (1754-1818) se incorporó en la química el modelo atómico de los elementos propuesto por el maestro cuáquero inglés J. Dalton. Poco a poco, a la par de muchas de las ideas y formas de ver el mundo, derivadas de la Revolución Francesa y la Revolución Industrial, fue adueñándose de las sociedades europeas la convicción de que debíamos asumir, sin excusa ni remedio posible, nuestros propios horrores como algo de lo que había que dar cuenta.
Hay que aclarar que la química se consolidó, así como la primera ciencia de laboratorio (Crosland 2005) y el laboratorio sigue siendo hoy el lugar privilegiado de práctica donde los químicos producen tanto modelos como sustancias (Morris 2016). A través de sus actividades de laboratorio, centradas en el análisis y la síntesis, los químicos desarrollaron una forma específica de pensar y puntos de vista específicos sobre la transformación de las substancias.11
Años después de que J.J. Berzelius separara la química en inorgánica y orgánica y como resultado de la síntesis de la urea realizada por F. Wöhler, se inicia la Segunda Revolución Química12. Ésta se caracteriza por la incorporación del modelo de los tipos de Gerhardt, la separación entre átomos y moléculas, la aceptación de conceptos como isomería y valencia, y muchas otras novedades y dificultades químicas como la tabla periódica de D. Mendeleiev, quien estableció una clara distinción entre sustancia simple y sustancia básica o elemental. La sustancia básica tenía un atributo que la caracterizaba siempre: el peso atómico. Así en su tabla periódica, el elemento carbono que encabezaba la cuarta familia de elementos era una substancia básica, mientras que el grafito de los lápices, el diamante de las joyas o el carbón de las fogatas eran sustancias simples. Mendeleiev utilizó el concepto abstracto de elemento o sustancia básica con un importante papel teórico. Debido a que la química se ocupa de la explicación del cambio químico, es decir el cambio de una sustancia a otra, los elementos “abstractos” sobreviven al cambio químico, lo que significa que persisten y pueden explicar las propiedades de sus compuestos.
En este periodo se identificó el origen del “olor de la electricidad” presente en las tormentas eléctricas. Con sus experimentos de electrólisis de agua empleando baterías más potentes que las habituales, C.F. Schönbein caracterizó el ozono mezclado con el oxígeno. Años después Berzelius aceptó que ambos eran alótropos (Rubin 2001). El oxígeno (O2) y el ozono (O3), ambos ‘aires químicos’ constituyentes de nuestra atmósfera, son sustancias simples, mientras que el O de la tabla periódica, es la sustancia básica.
También durante la segunda revolución, el químico H. V. Regnault midió la velocidad del sonido en el aire, que en su nativa Francia contenía una gran cantidad de agua en fase gaseosa.13 El aire filosófico que devino una pluralidad de aires químicos sostenía ya desde entonces el sonido y la música. Más aún, en Alemania se desarrolló la olfatometría, aquella práctica química que consiste en medir la concentración de los olores que, resultado de la vasta mezcla de sustancias volátiles, integraban lo que aquí llamamos coloquialmente ‘aires químicos’.
Los seres humanos podemos detectar cerca de diez mil olores diferentes (Ackerman 1990). La mezcla de más de cien de ellos integra el olor que reconocemos como café. Los insectos construyen su vida social compartiendo sus volátiles feromonas. Muchos mamíferos marcan su territorio y anuncian su disponibilidad sexual inundando el original aire con exclusivos y volátiles mensajes. En su permanente desplazamiento los olores descansan en las moléculas, miles de millones de millones de moléculas, iguales y diferentes, chocando unas contra otras, repentinamente inhaladas y percibidas por los órganos apropiados para reconocerlas14, a las que hay que sumar los virus y las partículas suspendidas15 que no forman parte de la disolución gaseosa, sino que, como su nombre lo indica pueden ir cayendo. Así el elemental ‘aire filosófico’ terminó reconociéndose como una jungla de multitud de ‘aires químicos’. Es nuestra atmósfera. Vivimos y morimos inmersos en ella.
En 1974, S. Rowland y M. Molina publicaron los resultados de sus investigaciones sobre el efecto de los clorofluoralcanos en la capa de ozono, con lo que se reconoce el principal asunto que caracteriza a la Quinta Revolución Química (1973-1999), la revolución ambiental16. No fue la primera vez que la industria química enfrentaba dificultades públicas por su capacidad de contaminar el ambiente, pero en esta ocasión, a diferencia de todas las anteriores, inequívocamente el daño y el consiguiente riesgo eran globales. Un par de años antes, por ejemplo, ya se había prohibido el uso del DDT en Estados Unidos. Rowland indicó que la Química Ambiental (atmosférica) “apareció” con el advenimiento de las técnicas de análisis capaces de detectar una parte en mil millones, es decir, cuando se tuvo la posibilidad de distinguir una molécula específica entre mil millones de moléculas distintas, lo que pudo hacerse en aquellos años con el detector de captura de electrones (ECD), instrumento inventado por J. Lovelock (Figura 4). Después de una intensa lucha con la industria química de los clorofluoroalcanos, donde Molina y Rowland jugaron un activo papel,17 la respuesta política al agotamiento de la capa de ozono fue el Protocolo de Montreal. Firmado en los años ochenta por más de 200 países, fue el primer tratado universalmente ratificado en la historia de las Naciones Unidas. Así que, después de la publicación de La primavera silenciosa de Rachel Carson en los años sesenta y de la fundación de la Agencia de Protección Ambiental (EPA) en Estados Unidos en los años setenta, nació la Química Verde (Green Chemistry) con sus 12 Principios y se configuró la Quinta Revolución Química.
Fue entonces, y aún es, el dispositivo analítico más sensible, sencillo y barato en existencia. No es fácil describir la exquisita sensibilidad del ECD. Una forma de imaginarlo es suponer que se derrama una botella de un litro llena de un líquido perfluorocarbonado en algún lugar de Japón sobre una manta y se deja secar en el aire por sí mismo. Con un poco de esfuerzo, podríamos detectar el vapor que se había evaporado en el aire de la manta aquí en Devon, Inglaterra, unas semanas más tarde. Dentro de dos años, sería detectable por el ECD en cualquier parte del mundo (Lovelock 2002, p.186).
Lovelock ha pasado su carrera como científico independiente desafiando el pensamiento dominante. Es famoso por su hipótesis de Gaia, que sugiere que la Tierra es un sistema autorregulado que permite que la vida exista en el planeta.
Durante poco más de dos siglos y medio se constituyeron las prácticas químicas tal y como hoy las conocemos, transitando del único ‘aire filosófico’ a la diversidad de ‘aires químicos’. En resumen, el químico moderno atrapa la sustancia al final del experimento ... (Bachelard 1973, p.35). Pero eso no es todo.
El aire puro
El realismo en química es una verdad de primera aproximación; pero en segunda aproximación, es una ilusión. En forma simétrica, la pureza es un concepto justificado en primera aproximación; pero en segunda aproximación, se trata de un concepto injustificable, por el hecho mismo de que la operación de purificación se vuelve en el límite esencialmente ambigua. Por eso se da la paradoja de que el concepto de pureza es válido cuando se trata de sustancias que sabemos impuras.
Desde el principio, el análisis de las sustancias, asociado permanentemente al concepto de pureza, ha sido una obsesión para los químicos (Simon 2012). Toda vez que las sustancias “naturales” no son puras, la separación de las partes que las constituyen, el aislamiento de lo que se quiere, ha sido una constante de las prácticas químicas, incluso desde que éstas eran alquímicas. Una buena parte de la historia de la química ha sido la de las técnicas de separación y purificación. El filósofo y profesor de química francés G. Bachelard lo dice así: ...el químico busca primero la sustancia homogénea, después pone en tela de juicio la homogeneidad, buscando detectar lo otro en el seno de lo mismo, la heterogeneidad oculta en el seno de la homogeneidad evidente (Bachelard 1976, p.103).
Hoy queda claro que no hay tal cosa como sustancias puras. Lo que hay es un modelo de sustancia pura (Chamizo 2013; Fernández 2013) que se ha venido construyendo en la interfase de la tecnociencia a lo largo de los años. A lo que tenemos acceso directo es a una sustancia “predominante” mezclada en cantidades menores, o muy menores, con otras sustancias diferentes. La pureza depende de nuestra posibilidad técnica de identificar impurezas. Es un asunto de negociación y consenso, como bien dice el filósofo escocés A. Pickering, al interior de determinada práctica científica. Es un asunto dialéctico, en tiempo real, de acomodación y resistencia (Pickering 1995). Por ello la IUPAC, el máximo organismo internacional para establecer las reglas del lenguaje químico, define el límite de detección como aquel que indica la concentración cL o la cantidad qL obtenida por la medición más pequeña XL que puede ser detectada con una razonable certidumbre por una técnica analítica particular. Diferentes técnicas indican diferentes niveles de pureza. Por ello, generalmente cuando se indica la pureza se menciona la técnica de análisis a través de la cual se ha reconocido. Los avances experimentales particulares de determinada práctica, van redefiniendo la pureza y con ello el propio conocimiento químico (Chamizo 2010), asunto que tiene particular importancia cuando nos referimos a sustancias potencialmente tóxicas, por ellas mismas o por los productos de su descomposición.
Podemos reconocer así que, cuando alguno de los clorofluorocarbonos18, con un nivel aceptable de pureza al concluir su producción en las fábricas de DuPont19 y pasar a formar parte de dispositivos de refrigeración o de perfumería, ese clorofluorocarbono arrojado al aire común se ‘sustancializó’ como impureza. Es decir, apareció cuando se tuvo la capacidad de reconocerlo experimentalmente en el interior de una mezcla gaseosa inmensa, la atmósfera.
A lo que accedemos experimentalmente a través de las prácticas químicas es a una sustancia contaminada, contra un modelo de sustancia pura. La permanencia de la composición elemental de una sustancia sujeta a repetidas operaciones para eliminar sus posibles contaminantes es el criterio operativo que los químicos utilizan para distinguir las sustancias de las mezclas. Por ello con el advenimiento de más y mejores técnicas analíticas se va construyendo la pureza que, de alguna manera, pudiera ser un artefacto, es decir una propiedad generada por la manipulación experta de cierto material20. Su realidad no reside en su existencia “inmediata” sino en la manera en la que es construida y conocida.
De esta manera la ontología de las sustancias químicas tiene un carácter relacional. Así, con la intención de precisar los cambios ontológicos que se suceden sincrónicamente en una misma sustancia química de acuerdo a las diferentes relaciones que sostiene con el entorno en el que ésta se inserta, los filósofos italianos de la química, E. Ghibaudi y L. Cerruti (2017) identificando las sustancias químicas en una región específica, es decir en un ambiente social particular, establecieron la siguiente trayectoria:
Estos filósofos, a partir de la caracterización de las sustancias establecida por el Chemical Abstract Service (CAS)21 durante la cuarta revolución química (Chamizo 2017), agregaron diferentes y acumulativas condiciones a lo largo de la trayectoria antes indicada. Así un “material” es una “sustancia química” caracterizada a través de su número de registro en el CAS, a la que hay que considerar su desempeño en determinadas condiciones resultado de un determinado procesamiento. Por ejemplo, el triclorometano tiene el número de registro CAS 67-66-3, mientras que el del triclorofluorometano es 75-69-4. En los materiales se modulan las propiedades de las sustancias de acuerdo a necesidades específicas, muchas veces mezclándolas entre sí.
Cuando a un “material” se le considera su costo de producción, se tiene un “producto industrial” que se precisa en un determinado entorno. Cuando se agrega su valor en el mercado legal, es decir regulado por estrictas reglas y leyes, se tiene un “bien comercial”. La ontología de la “sustancia química” sintetizada en el laboratorio universitario se enriquece cuando se inserta en un proceso comercial que implica una gran cantidad de nuevas relaciones. Finalmente, tarde o temprano ese “bien comercial” se desecha incurriendo en determinados costes que permiten caracterizarlo en una diferente red de relaciones que dan lugar a una diferente ontología.
Como ya se indicó, la trayectoria de la pureza de una sustancia, caracterizada por límites precisos y su posterior camino hasta convertirse en “desecho”, confirma que el status ontológico de la sustancia química no es absoluto, sino más bien relacional y temporal. El lugar que ocupe la sustancia química, con el grado de pureza que se le ha construido, requiere diferentes ontologías. O como ha indicado el filósofo alemán A. Nordman:
Las sustancias emergen así de la adquisición creciente de características: se vuelven más inteligibles y mejor articuladas conforme incorporan cada vez más las condiciones para detectarlas. En otras palabras, las sustancias se van convirtiendo en actores cada vez más confiables o estables en las interacciones experimentales y tecnológicas, esto es, al definirse las situaciones en que aquellas se reafirman de ciertas maneras. La trayectoria, pues, se representa gráficamente en relación de dos variables: el tiempo que transcurre a medida que se produce el trabajo de la ciencia, y una escala que registra la especificidad creciente de las características con las que se llega a identificar la sustancia. (Nordmann 2011, p.517).
En el caso de los CFCs su tiempo de vida en la troposfera, su integridad temporal, pasa de años a miles de años, dependiendo de cuál de ellos sea.22 Así, la trayectoria de la pureza de la sustancia química, el proceso de su purificación, el límite de su identificación y su reconocimiento como “material”, “bien comercial”, o “desecho”, es resultado de la compleja integración de lo social, lo histórico, lo industrial, lo económico y/o lo político. En las prácticas químicas se consideran diferentes ontologías, de acuerdo al contexto en el que se encuentran las sustancias químicas.
El aire moral
El caso de Molina y Rowland ilustra dos cuestiones importantes: por un lado, que es factible actuar de manera responsable en una situación en la que un sistema técnico está produciendo daños… […]…
Y, por el otro lado, que hay situaciones en las que los científicos y tecnólogos tienen responsabilidades morales qua científicos y tecnólogos, es decir, por su mismo carácter de científicos y tecnólogos.
Esto demuestra que la ciencia y la tecnología no están libres de valores, ni son éticamente neutrales, y más aún, que los científicos y los tecnólogos pueden adquirir responsabilidades morales por la propia naturaleza de su trabajo.
En sus prácticas, las comunidades científicas no están aisladas sino rodeadas de cosas, entre otras, de ‘aires químicos’. En sus prácticas, las comunidades químicas no son neutrales (Chamizo 2020). La pureza, la objetividad y la neutralidad, son una ambición, una trayectoria. Más aún, los seres humanos y no humanos estamos inmersos en esa compleja mezcla de multitud de sustancias que llamamos aire, con sus olores y CFCs incluidos. Y ahí interviene la agencia, que se entiende como una propiedad de las asociaciones emergentes, asociaciones que unen entidades humanas y no humanas en colectivos híbridos, y que adquieren, bajo ciertas condiciones y por una duración específica, la propiedad de actores o actantes. Un actante, por tanto, no es un tipo de agente o una categoría ontológica, sino el resultado de un proceso de adquisición y prueba de competencias, la recolección y concentración de capacidades que resulta de reunir una multitud de entidades y someterlas a una prueba (Lezaun 2017, p.5). De esta manera se tiene una metodología coherente para incorporar a los no humanos, es decir las sustancias químicas, así como la totalidad de los seres vivos, en los relatos de las prácticas científicas. Con ello y de acuerdo con el filósofo australiano P. Singer “se extiende el círculo”, que convoca a ampliar el grupo de seres a los que, una persona o una comunidad, tiene presentes.
El punto central, para los propósitos del presente texto, es que la moral no debe vincularse a los no-humanos separados de los humanos, sino a las asociaciones que se construyen entre ambos. Con ello, metodológicamente, se intenta pluralizar lo que significa hablar de agencia. En la propuesta del filósofo francés B. Latour, conocida como ANT (Actor-Network Theory por sus siglas en inglés) (Sismondo 2009), la agencia está desvinculada de los criterios de intencionalidad, subjetividad y libre albedrío. Los seres humanos dejan de ser la “medida estándar” de la agencia, en lugar de la capacidad no-humana de “marcar la diferencia”. Los no-humanos no tienen agencia por ellos mismos, simplemente porque nunca son ellos mismos (Sayes 2014). Centrada en las prácticas químicas, entonces alquimistas, la máxima de Paracelso “la dosis es el veneno” remite, en esa dirección, a que no hay venenos absolutos, pero que en una dosis particular y en un lugar específico éstos “marcan la diferencia”. Lo que importa son las relaciones, el ensamblaje, el contexto. No hay sustancias venenosas o dañinas por sí mismas. Esa condición la tienen dependiendo del lugar donde se encuentren, del tiempo que perduren y el tipo de relaciones que se establezcan entre ellas (como integrantes de lo que aquí se denomina no humanos) y los humanos. Es el caso del ozono, que respiramos nosotros y los demás seres vivos que nos acompañan, presente en una ciudad o en la diversidad de fluctuantes capas que integra en la estratosfera donde confluyen los CFCs y escenario de múltiples reacciones químicas y fotoquímicas23.
El Principio Precautorio (Kovacs 2015) indica que, ante un peligro, aunque no se tengan pruebas totalmente concluyentes, es necesario tomar medidas de protección cuando esas pruebas son razonables y considerables. Más aún, la “carga de la prueba” se encuentra del lado que niega el peligro. La responsabilidad moral de quien practica la química en los laboratorios, las aulas o las industrias, se sustenta en que intelectualmente entienden el riesgo,24 además de que pueden tomar medidas razonables a su alcance para disminuirlo. No es un asunto fácil, pero es una de las muchas maneras de existir. Así, la moralidad en el sentido de Latour (2013) se entiende como: la recuperación del escrúpulo25en el reparto óptimo de los fines y los medios. En esa dirección insiste recientemente el filósofo alemán J. Schummer (2020):
Molina y Rowland son modelos a seguir, no solo en materia científica por la que ganaron el Premio Nobel de Química en 1995, sino también en materia moral. La lección ética que se puede aprender de ese caso “positivo”26 es que los científicos tienen de hecho el deber moral de investigar y advertir sobre posibles peligros, que Molina y Rowland y muchos otros han cumplido perfectamente, pero que muchos científicos no siempre conocen.
Conclusión
Queda mucho por aprender sobre la química estratosférica y, en términos más generales, sobre la física y la química de la atmósfera.
Por otro lado, la relación de causa-efecto entre los productos químicos producidos por el hombre y el agotamiento del ozono está ahora bastante bien establecida
… El problema del ozono estratosférico nos ha demostrado que la humanidad es bastante capaz de afectar significativamente la atmósfera a escala mundial: los efectos más llamativos de los CFCs, emitidos principalmente en el norte, se notan lo más lejos posible de sus fuentes, es decir en el polo Sur.
Este problema global también nos ha demostrado que diferentes sectores de la sociedad pueden trabajar juntos - la comunidad científica, la industria, las organizaciones ambientales, los representantes gubernamentales y los responsables políticos - para llegar a acuerdos internacionales: el Protocolo de Montreal sobre Sustancias que Agotan la Capa de Ozono ha establecido un muy importante precedente para la solución de los problemas ambientales globales.
Mario Molina, Conferencia de recepción del Premio Nobel de Química (1995)
Del aire filosófico, que proveía una única explicación del mundo, hemos pasado a una pluralidad de aires químicos que apelan a la compleja diversidad en la que nos sumergimos cuando, en reposo, respiramos doce veces por minuto. A través de sus prácticas experimentales, usando una diversidad de instrumentos, las comunidades químicas reconocieron que la pureza era un ideal que iban construyendo en la medida que mejoraban sus propias técnicas experimentales. Más aún, identificaron que las sustancias en su constante y mutua interacción tenían ontologías diferentes, más bien relacionales, de acuerdo al contexto en el que se encontraban. Los CFCs pasaron de ser productos sintéticos exitosos, por sus variados usos cotidianos, cuando en su condición de “desperdicios” se concentraron en la estratosfera austral. El ozono pasó de ser el puntual ‘olor de la electricidad’ a uno de los productos de la contaminación ambiental sobre las ciudades, o a integrar la fluctuante y frágil capa protectora de la radiación solar que llega a nuestro mundo. La pluralidad ontológica se profundizó. Desde la aparición de la química tal y como hoy la conocemos, las comunidades químicas empezaron a aprender, a hacerse responsables de sus ‘obras’, es decir, de las sustancias que se han traído al mundo. Sin embargo, salvo el Protocolo de Montreal, hemos hecho poco, muy poco. En la educación química la moral prácticamente se ha ignorado. La pluralidad epistemológica se extendió. Por ello es conveniente recordar con Latour que:
Cuando la moral entra en escena, la racionalidad retoma, una vez más, su bastón de peregrino…He tenido razón y, sin embargo, tal vez me he equivocado. Lo sé bien pero aún así… (Latour 2013 p. 436.)
¡El aire nos sigue deparando sorpresas!