Introducción
Cuando se contempla la evolución histórica de la ciencia resulta fácil percibirla como una apasionante aventura humana, que se realiza en ambientes sociales concretos, guiada por motivaciones diversas, con la intención de dar explicación a fenómenos aún desconocidos y generar respuestas de manera tentativa (Izquierdo, 1994). Debido a ello, las implicaciones de la historia de la ciencia en la enseñanza de la química -y de las ciencias en general- constituyen una línea de investigación e innovación educativa muy amplia (Cabrera y García, 2014; Garritz, 2010; Izquierdo, 1994; Nussbam, 2005; Padilla y Furió, 2007; Solbes y Traver, 1996). En ella se hace evidente su importancia en la didáctica de la disciplina, no sólo para presentar a los alumnos la naturaleza del conocimiento científico como una construcción que se valida y se legitima socialmente, sino también para mejorar la comprensión de conceptos, modelos y teorías, así como para desarrollar actitudes positivas que propician en los estudiantes un mayor interés por la ciencia (Izquierdo, 1994). Por otro lado, diversos investigadores de la educación, particularmente aquellos que han enfocado sus esfuerzos al estudio del Conocimiento Pedagógico del Contenido (CPC), consideran esencial que los profesores poseamos una clara comprensión del papel que juegan las teorías científicas y del tipo de problemas que condujeron a la construcción de los conocimientos científicos, para de esta manera comprender cómo llegaron a articularse los cuerpos coherentes de conocimientos (Furió y Padilla, 2003). Dada la pérdida de una aproximación fenomenológica en la enseñanza de la química (Chamizo y Garritz, 2014), el presente recuento de sucesos que derivaron en la apropiación del electrón en la práctica de la física y la química pretende mostrar lo que Mercè Izquierdo ha expresado de manera contundente:
Una cosa es la “realidad química” y otra es la “realidad física”; aunque es legítimo y deseable buscar siempre puentes entre las diferentes “realidades” en las que vivimos, se ha de ser prudente para no reducir la una a la otra de manera precipitada, con lo cual perderíamos matices y, en definitiva, riqueza de pensamiento (2010, p. 192).
Antecedentes
El siglo XIX transcurrió, principalmente en Europa, impregnado por el asombro que provocaba el fenómeno de la electricidad.1 Podríamos situar el inicio de este magnífico suceso en el año 1800, cuando el italiano Alessandro Volta desarrolló la primera batería que generaba corriente eléctrica a partir de una reacción química. En ese mismo año William Nicholson y Anthony Carlislie, explorando el uso de la pila de Volta, lograron descomponer el agua en hidrógeno y oxígeno mediante el paso de una corriente eléctrica. Este proceso, que conocemos con el nombre de electrólisis, permitió a Humphry Davy realizar sus experimentos de disociación electrolítica y descubrir varios elementos químicos como magnesio, sodio, potasio, bario, estroncio, calcio y boro (Garritz, Gasque, Martínez, 2005). Con tales antecedentes, en la década de 1830, los acuciosos trabajos de Michael Faraday dieron lugar a las leyes electroquímicas, en las cuales se establecía la equivalencia química de la electricidad: el paso de cierta cantidad de electricidad (un faradio), utilizada para disociar un compuesto químico, lo hará en la proporción de los elementos que lo componen.
...por lo tanto, la misma cantidad de electricidad deposita pesos de iones en relación con sus equivalentes. Esta es la Segunda Ley de Faraday. La carga eléctrica constante sobre iones univalentes y la simple relación múltiple entre las cargas sobre los iones multivalentes, sugieren que la electricidad, como la materia, está dividida en átomos (Partington, 1952, p. 214).
El desarrollo de nuevas formas de comprender la naturaleza y de explotar sus recursos parecía prometer un progreso infinito y la electricidad concretaba este proceso. En nada afectaba que su identidad no lograra aún ser definida para que se desarrollaran nuevas tecnologías, experimentos e instrumentos que exploraran y articularan sus efectos, pues la electricidad se consideraba un fluido, una fuerza, evidencia de la unidad de la naturaleza, un poder imponderable, producto de un experimento práctico y del razonamiento matemático abstracto. La electricidad también impulsó el desarrollo de tecnología industrial y, a la par, surgió el negocio de diseñar instrumentos que podían utilizarse para demostrar y hacer visible este fenómeno. Así, la tecnología de la exhibición de la electricidad y la cultura del emprendimiento compartían el mismo espacio en los salones y las galerías de la era victoriana, logrando con ello que el público pudiera atestiguar y admirar la electricidad en acción (Morus, 2005). La telegrafía, por ejemplo, se convirtió en una amplia y lucrativa industria que generaba una enorme demanda de conocimiento, así como de nuevas maneras de obtener electricidad; este sistema de comunicación constituyó muy pronto un bastión estratégico del imperio británico (Hunt, 2002). Otro ejemplo notable lo constituyó el aislamiento del aluminio, que requirió casi medio siglo de intentos para pasar de ser utilizado en la fina cubertería de la mesa imperial francesa en 1838, a un material obtenido mediante electroquímica industrial, gracias al procedimiento ideado y patentado por Charles Martin Hall y Paul Héroult en 1886. Con ello las aleaciones ligeras se extendieron rápidamente a la vida cotidiana, conforme fue posible producir electricidad a un precio asequible (Bensaude y Stengers, 1997).
Entusiasmados por los trabajos de Faraday y en la búsqueda de nuevas respuestas, en 1850 los científicos, que ya comprendían cómo se conducía la electricidad en soluciones, comenzaron a cuestionarse cómo se conduciría en estado gaseoso. Pero los gases no son buenos conductores de la electricidad, así que hubo que recurrir a bajas presiones para que la conducción ocurriera fácilmente. Esta motivación inspiró la construcción de tubos de vidrio de los que consiguieron evacuar el gas interno hasta lograr presiones muy bajas. Además, adicionados con electrodos metálicos en los extremos, era posible proporcionar una alta diferencia de potencial que permitía la observación de un fenómeno luminoso al interior del tubo. Actualmente sabemos que estos rayos -denominados en 1876 rayos catódicos- consistían en una corriente de electrones proyectada del cátodo por repulsión eléctrica, que se deslizaban por el espacio casi vacío dentro del tubo y emitían una fluorescencia al chocar con las paredes del cristal, para finalmente ser desalojados por el ánodo y regresar a la fuente de electricidad; pero esto estaba lejos de ser obvio para los físicos del siglo XIX.
Hacia los últimos años del siglo, enfrentados por esta controversia que duró alrededor de cuarenta años, surgió una precipitada competencia entre escuelas inglesas y alemanas por explicar el fenómeno de los rayos catódicos. Valiéndose de la aplicación de campos magnéticos y eléctricos, así como de diversas modificaciones al tubo original, los investigadores de la época propusieron todo tipo de teorías. En 1897 Joseph John Thomson, profesor de física en el laboratorio Cavendish de la Universidad de Cambridge, presentó una serie de pruebas -como la determinación de la relación entre la masa y la carga de estos rayos- que lo condujeron a declarar de manera contundente que los rayos consistían en partículas subatómicas cargadas negativamente y de masa diminuta, constituyentes universales de la materia. Él llamó a estas partículas “corpúsculos” y más tarde fueron denominadas “electrones”, término introducido por George Johnstone Stoney en 1891 para denominar la cantidad elemental de electricidad (Pais, 1997; Weinberg, 1983). Aunque el término era nuevo, la noción de la cuantización de la electricidad había sido evidenciada tiempo atrás con la electrólisis y las leyes de la electroquímica (Navarro, 2012).
A pesar de que tradicionalmente Thomson ha sido reconocido como el descubridor del electrón, diversos historiadores de la ciencia (Achinstein, 2001; Lelong, 2001; Smith, 2001; Feffer, 1989; Falconer, 1987) han cuestionado si es él y no otros científicos quienes debieron merecer dicha distinción, ya que un sinnúmero de físicos y químicos investigadores efectuaron mediciones y realizaron conclusiones similares respecto a la naturaleza de los rayos catódicos. Desde la perspectiva del filósofo e historiador de la ciencia Theodore Arabatzis:
El electrón no fue el producto de un descubrimiento repentino, sino más bien, su representación emergió a partir de diversas situaciones problemáticas a través del estudio de fenómenos químicos (como la electrólisis), en el contexto de la teoría electromagnética y mediante el estudio de la descarga eléctrica en gases. Para 1900 todas aquellas situaciones encontraron una sola solución en la representación del electrón como una partícula subatómica cargada. Varios actores históricos proporcionaron las razones teóricas y las evidencias experimentales que persuadieron a la comunidad de físicos de la realidad del electrón. Sin embargo, nadie lo descubrió. Lo más que podemos decir es que uno de ellos, digamos Thomson, contribuyó significativamente a la aceptación del electrón como entidad real (2006, p. 109).
Desde la concepción de Thomas Kuhn2 el electrón forma parte constitutiva de la tercera revolución de la química. A pesar de que las comunidades de químicos y físicos no coincidían del todo en las características de esta entidad, para ambas el átomo pierde su imagen de indivisible y adquiere naturaleza eléctrica (Chamizo, 2014). Así, el descubrimiento del electrón marcó el comienzo del actual entendimiento de la estructura de la materia e incorporó dicha entidad, conceptual y experimentalmente, en el desarrollo de la física y la química.
Apropiación del electrón en la práctica de la física
Algunos libros de texto (Garritz, Gasque y Martínez, 2005; Cruz, Chamizo y Garritz, 1987) suelen exponer la evolución de diferentes modelos de la estructura interna de los átomos, los cuales se construyeron conforme se fueron proponiendo nuevas propiedades de las sustancias, gracias a la observación indirecta de sus manifestaciones. Múltiples ideas especulativas sobre la constitución de los átomos aparecieron antes del descubrimiento del electrón, pero solo con la nueva partícula los modelos adquirieron un estatus más realista (Kragh, 1999). El modelo que Thomson propuso concebía al átomo como una esfera sólida con carga positiva en la que se encontraban embebidos los electrones con carga negativa, como “pasas dentro de un panqué”, modelo que continúa encontrándose en los libros de texto como testimonio de la evolución del modelo del átomo a través de la historia.
Sin embargo, Navarro (2012) sostiene que los corpúsculos de Thomson constituyeron originalmente una herramienta para comprender el comportamiento de los rayos catódicos y después se convirtieron en el actor protagónico involucrado en el tan esperado mecanismo de transferencia de la electricidad. No fue sino hasta que logró explicar la electricidad en términos de corpúsculos que pudo mirar hacia la composición interna de los átomos. Un modelo atómico era para él secundario; proporcionar una teoría para la electricidad y su interacción con la materia, su prioridad.
Dado el casi simultáneo descubrimiento del electrón y de la radiactividad -1896- los modelos de la estructura del átomo de inicios del siglo XX pretendían explicar la radiactividad recurriendo a supuestos ad hoc, en términos de electrones (Kragh, 1997). En 1911 el físico danés Niels Bohr sugirió -a partir de la propuesta de Max Planck sobre la cuantización de la energía (1900)- que el núcleo atómico requería una estructura electrónica e hipótesis no mecánicas para estabilizar al átomo; es decir, que la energía cinética de los electrones orbitando era proporcional a sus frecuencias de rotación. Propuso entonces la noción de estados estacionarios y concluyó que cierta radiación era emitida o absorbida cuando el electrón saltaba entre dichos estados estacionarios. Poco tiempo después -alrededor de 1916- Arnold Sommerfeld introdujo la teoría especial de relatividad en la mecánica del átomo de Bohr; la sorprendente concordancia entre teoría y experimento fue considerada el gran éxito de la teoría Bohr-Sommerfeld (Kragh, 1999).
En 1927 -exactamente treinta años después de que J. J. Thomson describiera por primera vez sus corpúsculos- George Paget Thomson, su hijo, consiguió poner a prueba las teorías propuestas por Louis de Broglie en 1923. Así, G. P. Thomson experimentando con la difracción de rayos catódicos, logró medir la onda asociada con la partícula descrita por su padre, dando evidencia al principio teórico de la dualidad onda-partícula. Con ello, el electrón alcanzó la madurez como la primera partícula cuántica con propiedades de onda (Navarro, 2010).
Como objeto epistémico, el electrón cursó numerosos cambios de personalidad para formar parte del papel explicativo de diversos fenómenos: desde los rayos catódicos, la constitución atómica y la radiación electrónica, hasta la indeterminación cuántica (Navarro, 2012). A pesar de que se continuaron realizando desarrollos experimentales y teóricos, los electrones permanecieron como partículas “reales” exclusivamente para los físicos de los laboratorios de las universidades. No fue sino hasta que los electrones comenzaron a trabajar en dispositivos electrónicos, como el amplificador de tubos al vacío -o bulbo- que ganaron “realidad operativa”, estado que los proyectó más allá de la realidad física adquirida con su descubrimiento. Artefactos cuyo valor se mide en dinero como la radio, el teléfono, la televisión, -una refinada versión del tubo de rayos catódicos empleado por Thomson-, el transistor y luego el microchip, elevaron al electrón al grado de una “entidad útil”, estatus ganado a través del servicio a la industria y al comercio. En ello también se involucraron los físicos que consagraron sus esfuerzos en las industrias, expandiendo las posibilidades de la electrónica y proyectándonos a la cultura de la información en la que vivimos actualmente, en cuyo centro se ubica el electrón (Hoddeson y Riordan, 2001).
Apropiación del electrón en la práctica de la química
Desde la mitad del siglo XIX floreció la química orgánica estructural, de manera que para 1900 era ya una subdisciplina de la química altamente sofisticada. El nuevo desafío lo constituía el estudio de los mecanismos de reacción, lo cual exigía comprender cómo se formaban, rompían y re arreglaban los enlaces de las sustancias. El surgimiento formal de la fisicoquímica3 estuvo sin duda ampliamente relacionado con los electrones, como estrategia explicativa del enlace químico. Y fueron los químicos interesados en los fundamentos físicos de los fenómenos químicos -conocidos como los “ionistas” para diferenciarse de los “orgánicos”- quienes se involucraron en el desarrollo de esta nueva disciplina: el sueco Svante Arrhenius, el alemán Wilhelm Ostwald y el holandés J. H. van’t Hoff. (Navarro, 2012; Izquierdo, 2010).
Diversos químicos y físicos propusieron explicaciones al enlace químico durante los primeros años del siglo XX -William Noyes, Julius Stieglitz, Johannes Stark, Walther Kossel, Richard Abegg, J. J. Thomson, Alfred Parson, Irving Langmuir, (Figura 1)-, pero la más significativa fue la planteada por el fisicoquímico norteamericano Gilbert N. Lewis, que originalmente involucraba un modelo de estructura atómica con el átomo representado como un cubo (Figura 2) y uno de enlace químico. En su artículo The Atom and the Molecule, publicado en 1916, introdujo su nuevo modelo de valencia. En el ámbito de la química el término “valencia” se utilizaba para designar el número de enlaces que unen a un átomo con otros. Así, enfocándose en la naturaleza atómica de la electricidad, asumió que si una molécula estaba compuesta por átomos cargados -ya fuera por exceso o deficiencia de electrones, en comparación con su estado neutro- entonces la teoría dualista moderna4 consideraba la acción química debida principalmente al salto de electrones entre los átomos (Lewis, 1923).
Lewis confirmaba la tendencia que guardan los átomos a distribuir ocho electrones en su última capa, a lo cual Langmuir denominó “octeto”. Básicamente expresaba que dos átomos cumplían la regla del octeto no solo mediante la transferencia de electrones de la última capa de un átomo a otro, sino también compartiendo uno o más pares de electrones (Lewis, 1916)5, (Figura 2).
La postura de Lewis no era propiamente dualista, los enlaces polares y no polares diferían solo gradualmente. Entre menos equitativamente se compartía el par de electrones, el enlace presentaba mayor carácter polar, con la ionización en el caso extremo. Lewis (1923) propuso representar mediante puntos tanto los enlaces de pares compartidos, como los pares libres que conformaban el octeto (Figura 3).
A pesar de que las estructuras cúbicas y tetraédricas utilizadas por Lewis -como estrategia didáctica para ilustrar la regla de los ocho electrones- no sobrevivieron, con su texto Valence and the Structure of Atoms and Molecules su propuesta interpretativa del enlace químico se concretó en una importante transformación de la química, constituyó el texto obligado para la nueva generación de químicos mecanicistas (Kohler, 1975 y 1971) y continúa siendo utilizada exitosamente desde entonces en la formación de futuros químicos. En la Figura 4 se pueden apreciar diversas imágenes obtenidas de libros de texto de los años veinte y treinta, que dan testimonio de la pronta incorporación de las ideas de Lewis en la educación.
En 1926, la revisión histórica editada por Charles A. Brown con motivo de la conmemoración del cincuenta aniversario de la American Chemical Society ya hacía referencia al modelo de Lewis-Langmuir, como aquél que delineaba un átomo químico:
Lewis describió y Langmuir desarrolló lo que conocemos como la teoría del octeto o el átomo de Lewis-Langmuir. Este es conocido a veces como el átomo de los químicos, para diferenciarlo del átomo de Bohr o el átomo de los físicos. La diferencia esencial entre ambos modelos es que el de Bohr presenta los electrones moviéndose en órbitas alrededor del núcleo de los átomos. Langmuir declara que la estereoquímica comprueba que las fuerzas de valencia entre los átomos actúan en dirección fija entre ellos, lo cual no se deduce del modelo de Bohr.
En su libro reciente titulado “Valence”, Lewis señala cómo es posible, en su opinión, armonizar ambos puntos de vista (Brown, 1926, p. 104).
Vale la pena hacer un paréntesis para contrastar la propuesta de Lewis con la de J. J. Thomson, quien desde los inicios de su formación se interesó en extender los dominios de la física al ámbito de la química, según lo atestiguan diversos historiadores (Navarro, 2012; Chayut, 1991; Sinclair, 1987), así como el prefacio de su libro: The Electron in Chemistry de 1923, una compilación de cinco conferencias impartidas en Filadelfia:
Durante el último cuarto del siglo, los físicos han penetrado este territorio y han llegado a una noción del átomo y la molécula que indica la manera en la que un átomo difiere de otro y cómo un átomo se une a otro para formar moléculas. Estos son los problemas con los que lidian los químicos, y si esta concepción moderna del átomo es correcta, la barrera que ha separado la física de la química ha sido eliminada (Thomson, 1923, prefacio).
Su modelo consistía en describir aspectos estructurales del átomo y la relación que guardan los electrones con las propiedades químicas de los diferentes elementos, interpretando los problemas químicos exclusivamente en términos de electrones y su disposición (Thomson, 1923). Por otro lado, profundizaba en las bases físicas que sostenían su modelo de valencia, así como la dimensión y geometría resultantes del equilibrio eléctrico establecido entre los átomos de los compuestos. Analizaba la polaridad mediante la transferencia de electrones y legitimaba la no polaridad de las moléculas describiendo la conexión entre los electrones de un átomo y los núcleos de otro mediante tubos de fuerza (Gavroglu y Simoes, 1994). El riguroso entrenamiento en matemáticas formales característico de Cambridge -the Mathematical Tripos- le permitieron modelar objetos físicos en términos de estructuras mecánicas simples e idealizadas, con un enfoque que Sinclair (1987) describe como metodológicamente Maxwelliano y que nos recuerda su formación de físico con tendencias reduccionistas.6
Kohler (1971, p. 373) describe el contraste entre las aportaciones de Thomson y Lewis de la siguiente manera:
El átomo dipolar de Thomson era un átomo físico, diseñado mediante el tratamiento matemático del enlace químico en términos de dipolos y tubos de fuerza. No proporcionaba una idea completa ni concreta del átomo en una molécula. En contraste, el átomo cúbico de Lewis era un átomo químico; no hacía referencia a la física del enlace no polar, pero tenía la ventaja de proporcionar una idea altamente concreta de la localización espacial de todos los enlaces y todos los electrones de un átomo.
Este historiador de la ciencia considera que la originalidad de Lewis recae en su inusual deseo de yuxtaponer y combinar puntos de vista diferentes. Esto le permitió reconciliar tradiciones y, de manera ecléctica, clarificar y legitimar físicamente lo que los químicos orgánicos venían haciendo intuitivamente desde la segunda mitad el siglo anterior (Kohler, 1975 b).
La popularización del enlace por pares de electrones compartidos se alcanzó principalmente gracias a los artículos y las conferencias impartidas por Langmuir entre 1919 y 1921. En una de dichas publicaciones Langmuir declaró enfáticamente:
El problema de la estructura de los átomos ha sido estudiado principalmente por los físicos quienes consideran de manera muy pobre las propiedades químicas, que en última instancia deben ser explicadas por una teoría de la estructura atómica. La gran cantidad de conocimientos sobre las propiedades químicas y sus relaciones, como se resumen en la Tabla Periódica, deben emplearse como un mejor fundamento para la estructura atómica, que los relativamente escasos datos experimentales obtenidos únicamente con ideas físicas (1919, p. 868).
Por otra parte, la publicación en 1927 del libro de texto The Electronic Theory of Valence de Nevil Sidgwick, marcó la aceptación del modelo de Lewis-Langmuir bajo la convicción de que con ella la química orgánica e inorgánica descansaban en un mismo fundamento teórico (Schütt, 2002). Gracias a ello proliferaron -principalmente en Inglaterra- las investigaciones en mecanismos de reacción durante las décadas de 1930 y 1940; mientras que los químicos orgánicos alemanes -quienes rechazaron los modelos de Lewis- continuaron con su tradicional enfoque de problemas estructurales (Kohler, 1975). Esto queda claramente evidenciado en la siguiente Tabla.
Año | Inglesas | Americanas | Alemanas | Otras | Total |
---|---|---|---|---|---|
1918 | - | - | 2 | 2 | 4 |
1919 | - | 5 | 2 | - | 7 |
1920 | 9 | 4 | 4 | - | 17 |
1921 | 3 | 7 | 1 | 1 | 12 |
1922 | 10 | 8 | 1 | 1 | 20 |
1923 | 29 | 2 | 3 | 3 | 37 |
1924 | 10 | 5 | - | 1 | 16 |
1925 | 1 | 4 | - | 1 | 6 |
1926 | - | 1 | 2 | 1 | 4 |
1927 | - | 1 | - | 1 | 2 |
Total | 62 | 37 | 15 | 11 | 125 |
Tras la estabilización del modelo de Lewis en el ámbito de la química orgánica, Thomas Lowry propuso un proceso dinámico para visualizar las transferencias de electrones y de átomos de hidrógeno al interior de una molécula, creando cargas iónicas y dirigiendo el curso de las reacciones químicas. Para esa misma época Arthur Lapworth y Roberth Robinson ya llevaban tiempo manejando la idea de polaridades latentes o ionizaciones al interior de la molécula orgánica y usaban un sistema de signos + y - para designar las características polares de los átomos de una molécula al momento de la transformación química. Alrededor de 1920 coincidieron en que la activación de las moléculas mediante el rearreglo de las valencias internas se debía muy probablemente a cambios en la posición de los electrones. Dividían un enlace de valencia en dos valencias parciales y permitían la posibilidad de enlaces con tres electrones en compuestos aromáticos como el benceno. Así, comenzaron a incluir pequeñas flechas para indicar el movimiento de los electrones a lo largo de la cadena de carbono, esto les ayudaba a predecir patrones de sustitución en moléculas aromáticas. Otro grupo de químicos -como Thomas Thorpe, Christopher Ingold y Bernhard Flürscheim-desarrollaron otros sistemas de explicación de los mecanismos de reacción en química orgánica, enriqueciendo la comprensión de estos procesos (Nye, 2001). Por ejemplo, “...introdujeron los términos ‘electrofílico’ y ‘nucleofílico’ para predecir el comportamiento de las moléculas e interpretaron las características de los dobles enlaces conjugados: la mesomería o resonancia química” (Izquierdo, 2010, p. 186) (Figura 5).
Así, el electrón incursionaba en la química orgánica principalmente en tres áreas de investigación: en la aceptación del electrón como partícula material en el enlace de valencia, como un actor crucial en los mecanismos de reacción de la química orgánica y en la explicación de su comportamiento en las moléculas conjugadas como el benceno (Nye, 2001).
Por otro lado, al final de la década de 1920 la aparente paradoja entre el modelo planetario “dinámico” de Bohr -que atrajo a los espectroscopistas- y el átomo cúbico “estático” de Lewis -que interesó principalmente a los químicos estructurales- fue percibida como una controversia entre físicos y químicos (Arabatzis, 2006; Kohler, 1975) (ver Figuras 1 y 2). Desde la perspectiva de Helge Kragh:
En realidad, no había nada en la mecánica del átomo que apoyara explícitamente la visión de la escuela de Lewis-Langmuir-Thomson. El hecho de que esta visión fuera exitosamente adoptada por la mayoría de los químicos de la época muestra que el conocimiento de los átomos aún no estaba maduro para una comprensión física del enlace químico (1977, p. 209).
Para inicios de los años treinta muchos químicos estaban conscientes del enorme poder explicativo de la nueva mecánica cuántica desarrollada por Werner Heisenberg y Erwin Schrödinger, pero no encontraban su aplicación teórica a ningún problema químico. El libro de Sidgwick, mencionado anteriormente, ya realizaba un primer intento de impregnar el reino de la química con las novedosas ideas de la mecánica cuántica (Gavroglu y Simoes, 1994).
Por su parte, Robert S. Mulliken (1925), interesado en la distribución electrónica en las moléculas, encontró un paralelismo entre espectros atómicos y moleculares, lo cual le condujo a concluir que podía clasificar estados electrónicos en moléculas mediante la misma nomenclatura empleada para estados atómicos. Con esa actitud pragmática pronto logró asignar números cuánticos a los electrones presentes en las moléculas, describiendo así el enlace por “orbital molecular”. Simultáneamente, Linus Pauling sugirió un nuevo método para analizar la estabilidad relativa de grupos de moléculas compuestas por los mismos átomos y representó los electrones compartidos de Lewis mediante órbitas binucleares. De esta manera consiguió definir la fuerza y dirección de los enlaces -lo cual era consecuencia del traslape de las funciones de onda de los enlaces individuales- mediante su modelo de “hibridación de los orbitales s y p” del carbono (Chamizo y Garritz, 2014; Izquierdo, 2010; Gavroglu y Simoes, 1994).
Con una aproximación completamente matemática, en 1927 Walter Heitler y Fritz London decidieron calcular las fuerzas de van der Waals entre dos átomos de hidrógeno y encontraron que el par de electrones compartidos requerían estar no solo energéticamente disponibles, sino también apropiadamente orientados. Es decir, el enlace entre dos átomos de hidrógeno podría formarse solo cuando los espines fueran antiparalelos, lo cual concordaba con el “Principio de Exclusión de Pauli”.7 Así, el espín se convirtió en el mayor indicio de los modelos del enlace químico8 y una característica constitutiva de la química cuántica, que además correspondía perfectamente con las conclusiones cualitativas de Lewis (Gavroglu y Simoes, 1994).
Es aquí donde los caminos divergentes de los físicos y los químicos se unieron gracias a la química cuántica. La historia del electrón en química, después del surgimiento de la mecánica cuántica, es la historia de los químicos tratando de explicar al mundo qué es “teoría” en química (Gavroglu, 2001). Como declarara contundentemente Hans-Werner Schütt (2002, p. 254):
Con este concepto completamente nuevo de interrelación entre la estructura del átomo y su comportamiento químico, el atomismo químico y el atomismo físico -que durante un siglo entero se habían desarrollado por caminos diferentes- se fusionó nuevamente en el concepto de un átomo complejo como punto focal de la física y la química cuánticas del siglo XX.
Conclusiones
Este recorrido histórico nos permite apreciar los diferentes matices que fueron adquiriendo los dominios de la práctica de la física y la química, de acuerdo con los problemas que atendieron, conforme el electrón fue ganando estabilidad. Por un lado, la física se ocupó de dar sentido a la estructura atómica y en general a las partículas, no solo de la materia sino también de la electricidad y la energía, además de ocuparse de comprender las radiaciones -rayos catódicos, radiactividad, rayos x- y el electromagnetismo. Por otro lado, la química dedicó sus esfuerzos a explicar la estructura de las sustancias y la forma en que sus átomos se enlazaban para formar moléculas -primero en términos de iones y electrones, después en términos de radiación y la teoría cuántica- así como su reactividad.
También podemos contrastar sus metodologías, unas descansan en bases empíricas y descriptivas -las de la química- y las otras en bases lógicas y matemáticas. Sin embargo, si bien los fundamentos químicos carecían del rigor explicativo ambicionado por los físicos, demostraron ser altamente efectivos en cuanto a su aplicabilidad, ya que respondían satisfactoriamente a sus cuestionamientos respecto a la dinámica interna de los compuestos y los mecanismos de reacción. Un claro ejemplo lo constituye la coincidencia entre las ideas cualitativas de Lewis del par de electrones y el sustento teórico que aportó la teoría de Pauli.
Si bien el átomo forma parte importante de ambos dominios, es el electrón el que a lo largo del siglo XX acaparó protagonismo como herramienta explicativa para ambas prácticas. A pesar de tratarse de una misma entidad, el electrón abrió diferentes posibilidades en los diferentes ámbitos, ofreciendo horizontes de interpretación distintos en un lado y en el otro. Es por ello inequívoco asumir que el electrón ha adoptado múltiples personalidades: la de partícula, pero también la de onda; la del responsable de enlazar los átomos en moléculas, pero también de transferir la electricidad; y sin duda, la de la partícula que nos ha permitido escuchar la radio, disfrutar de la electricidad doméstica, crear materiales de uso cotidiano y gozar de los muchos beneficios que su aplicación aporta a nuestras vidas. Tal trastorno de comportamiento nos lleva a considerar que podemos aludir a un electrón físico y también a un electrón químico. Por otro lado, estamos convencidos de que los logros alcanzados por la práctica de la química -con su enorme éxito explicativo y predictivo, y su característico poder transformador- nos deben permitir guardar distancia ante cualquier perspectiva reduccionista.
Es así como la historia de la ciencia no solamente puede proporcionarnos recursos docentes, sino también ayudar a refinar nuestra concepción de las ciencias, a construir un conocimiento epistemológico de los conceptos y por ende a ser más críticos en su enseñanza, ya que favorece que poseamos una clara comprensión del papel que juegan las teorías científicas y del tipo de problemas que condujeron a la construcción de los conocimientos.