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Revista mexicana de sociología

versión On-line ISSN 2594-0651versión impresa ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol vol.71 no.2 Ciudad de México abr./jun. 2009

 

Reseñas

 

Julia Tuñón (comp.). Enjaular los cuerpos. Normatividad decimonónica y feminidad en México

 

Bruno Lutz*

 

México: El Colegio de México, 2008, 469 pp.

 

* Departamento de Relaciones Sociales UAM–Xochimilco

 

Esta obra es una compilación de interesantes trabajos sobre la construcción de la mujer y su cuerpo en el siglo XIX. Estos estudios son miradas sobre el modelo ideal de mujer que se venía tejiendo a partir del rechazo —más explícito que real— al pasado y la asimilación concomitante de las ideas en boga en la Europa de ese entonces. Asimismo, abordan los factores científicos y sociales de la mujer para que pueda cumplir cabalmente con las obligaciones culturalmente establecidas. El cuerpo y sus extensiones, es decir, los gestos y losmodales, han sido objeto de incesantes batallas para lograr su codificación, pero estas sucesivas codificaciones y correcciones han tenido su sentido más profundo con la renovación de las distinciones de género. En efecto, el camino hacia el progreso es también el camino hacia una más compleja y sutil diferenciación de género. La mujer mexicana se ha debatido entre un derecho civil androcéntrico y un "arte de la buena conducta", vigilado y actualizado por los hombres, sin realmente poder revertir los efectos estigmatizadores de su sexo. Hay avatares que la modernidad no borra y herencias que el tiempo no logra modificar.

La investigadora a cargo de la compilación de los nueve estudios, todos escritos por mujeres, nos ofrece una reflexión introductoria sobre la importancia de pensar el sexo/género en el México decimonónico a partir de las perspectivas con las que esta doble categoría era pensada. Inspirándose en Carlo Ginzburg, quien escribió que la cultura es una jaula flexible e invisible que nos obliga a pensar nuestro tiempo desde coordenadas preestablecidas, Julia Tuñón puso como título Enjaular los cuerpos a esta obra publicada por El Colegio de México. Lo que para Ginzburg era un paradigma históricamente condicionante, para Tuñón es la camisa de fuerza del modelo de mujer. La ilustración de la portada, con una reproducción de La señora de azul con abanico, de José María Estrada, ilustra un arquetipo de mujer andrógina cuyos rasgos masculinos (bigote, cejas pobladas, rostro anguloso, senos inexistentes) son asociados con atributos de la feminidad (lápiz labial, collar, aretes, velo transparente, abanico, etc.). Verdadero enigma para los historiadores del arte, pero también para una sociedad que siempre se ha esforzado por clasificar, diferenciar y oponer lo masculino a lo femenino. Esta trasgresión de las fronteras de género es precisamente lo que va a intentar impedir toda una batería de tácticas androcéntricas de vigilancia y control que se fue desarrollando y perfeccionando desde la independencia hasta el final de la dictadura porfirista. Un siglo es poco tiempo para seguir la germinación y maduración de procesos sociales tan complejos como la institucionalización del género y la diferenciación sexual; empero, como bien lo reconoce Julia Tuñón en su ensayo, con Enjaular los cuerpos se ha buscado, más que una exhaustividad de temáticas imposible de conseguir, presentar una serie de estudios introductorios a una problemática histórica relativamente nueva.

Carmen Ramos examina algunos aspectos de los códigos civiles de 1870 y 1884 buscando afanosamente mostrar el sesgo androcéntrico del discurso jurídico que atravesaba el cuerpo de las mujeres mexicanas. "La legislación decimonónica acepta y a la vez establece la diferencia genital como básica, al mismo tiempo que reglamenta y norma la conducta del cuerpo de la mujer en razón de las características del cuerpo mismo: de su edad, de su condición núbil o no, de su capacidad reproductora". Los hombres podían casarse a partir de los 14 años y las niñas a partir de los 12 años. La ley no solamente insistía en el cambio de estatus al pasar de doncella a esposa mediante el rito del casamiento, sino que daba cierta importancia a la dote, definida como "cualquier cosa o cantidad" que se entregaba al marido al mismo tiempo que la esposa. La dote hacía de la doncella una mujer en potencia; la importancia económica de la dote hacía la importancia social de la mujer. A pesar de los intereses diversos contenidos en esa transacción comercial, la esposa se convertía en la dependiente moral y económica de su marido. Buscando las desigualdades del hombre y de la mujer frente a la ley, la académica encuentra fácilmente que la palabra del varón era sobre–valorada y que la mujer, víctima de violencia marital, tenía pocos recursos a su alcance para defenderse.

A partir del análisis de más de quinientos expedientes judiciales y el examen de leyes y reglamentos, Ana Lidia García indica en su texto que la apreciación legal de lo que eran "actos atroces" y "odio cotidiano" cometidos por el marido variaba en función de la condición social de la mujer. Indagando de manera fina e inteligente sobre las formas de distinción que operaban en México en la segunda mitad del siglo XIX, la investigadora resalta que: "Se pensaba que entre los de baja esfera eran necesarios hechos verdaderamente graves para ameritar causa judicial, a diferencia de gente de mejor condición social, con 'más sentimientos y delicadeza', para quien se requerían actos violentos menos graves". Asimismo, predominaba la idea de que la violencia conyugal, en sus manifestaciones extremas, era propia de la plebe e imposible de erradicar. Otro aspecto que Ana Lidia García tiene el mérito de resaltar es la victimización de las mujeres como estrategia de defensa social, lo cual contribuyó paulatinamente a que el Estado considerara a las mujeres como un grupo vulnerable, ofreciéndoles mayores garantías y protección física en los "depósitos", donde podían ser albergadas el tiempo necesario para sustraerse a la violencia de sus cónyuges. "Los mecanismos de resistencia del discurso femenino dejan ver la combativa actitud de las mujeres, quienes hacían uso de la dramatización y el chantaje para convencer a las autoridades judiciales de su sufrida situación de víctimas maltratadas y convertían así a la protección en su principal arma". La resistencia femenina encontró en la mención y exhibición de las partes lesionadas de su cuerpo la prueba irrefutable de sus aseveraciones ante los tribunales: al hacer público lo que estaba confinado al universo doméstico, al denunciar lo callado, esas valientes mujeres contribuyeron a la transformación, aunque de manera lenta, del aparato judicial. A pesar del funcionamiento de esos mecanismos discursivos, es menester recordar que hasta finales del siglo XIX la violencia doméstica era generalmente considerada un asunto de naturales altercados y normales reyertas en los matrimonios. La historiadora afirma con razón que el liberalismo definió explícitamente cómo debía mandar el hombre y cómo debía obedecer la mujer, convirtiéndose en un "duro revés contra las mujeres, pues acrecentó la autoridad masculina, privatizó la violencia y omitió la penalización de la violencia cotidiana".

Por su parte, Oliva López señala que en el complejo proceso de laicización de la sociedad y secularización de los saberes, los médicos jugaron un papel cada vez más importante, hasta lograr imponer un discurso técnico y rígido sobre el cuerpo humano, discurso cuya cientificidad les otorgaba anticipadamente el beneficio de la verdad. "Dichos profesionales, en su afán por establecer lo admisible y lo inadmisible en el funcionamiento normal del cuerpo femenino y su fisiología reproductiva y sexual, terminaron creando una representación técnico–médica del cuerpo femenino que distaba de lo objetivo, pues mostraron una imagen y una fisiología construidas, pautadas por la estandardización y la homo–geneización de criterios diversos que no siempre resultaron de reflexiones científicas, sino que estuvieron cargados de juicios ideológicos sobre las mujeres promovidos por una cultura masculina, clasista y profundamente racista". La autora señala con razón que la lógica burguesa del siglo xix se fundamentaba en la construcción de cuerpos disciplinados y dóciles, a la par con los imperativos capitalistas de una explotación racional y científica de los cuerpos en función de sus aptitudes naturales y atributos heredados. Pero en ese periodo se descubre que la ovulación es independiente del coito, y por lo tanto que el placer es independiente de la reproducción. A partir de ahí se alimenta la idea de una patologización de la pasión femenina. El útero se convirtió paulatinamente en el órgano femenino que lo explicaba todo: "el útero fue visto por los médicos decimonónicos como un espacio quimérico, como causa y efecto de las patologías que padecían las mujeres". De esa forma, se fue imponiendo la auscultación sistemática del útero, independientemente de los síntomas, y para resolver las patologías del útero (menstruaciones dolorosas, vómitos, náuseas, tos constante, jaquecas y cefalagias permanentes) el tratamiento ginecológico más aceptado fue la castración. "Para los galenos la castración femenina era una alternativa viable para conseguir la cura de muchas enfermedades, sin embargo, para el varón era el comienzo de una condena eterna que lo llevaría a la infelicidad". Acompañando esta teoría del determinismo útero–ovárico, se descubrió que la histeria era una enfermedad muy común en las mujeres de clases medias y altas, así como en las mujeres religiosas. Esas mujeres que no laboraban fuera de su hogar y del convento padecían una extraña variedad de síntomas atribuidos a la excitación de su sistema nervioso y a su sensibilidad extrema. Hombres cuyos valores masculinos no eran muy desarrollados eran propensos también a tener un "aura histérica". "Los síntomas de las histéricas podrían ser entendidos como el resultado de las exigencias burguesas que demandan de las mujeres un comportamiento sumiso y abnegado, pureza y fidelidad sexual, rasgos que en su conjunto las convertían en cuidadoras y procuradoras de la espiritualidad de los varones". De manera acuciosa, Oliva López asocia esta nosología sesgada del cuerpo de la mujer por los médicos decimonónicos a los imperativos de una sociedad clasista. "El mercado capitalista necesitaba de cuerpos mesurados y autorreprimidos para su funcionamiento, de ahí que la medicina contribuyera en el proceso de disciplina que promovió la introyección de la autorrepresión para así poder alcanzar valores burgueses tales como la temperancia, la mesura, el orden, el ahorro y la capacidad de postergar la realización de los deseos".

Por otra parte, y enfocándose específicamente a los embarazos, partos y parteras, Anne Staple investiga los efectos de la medicalización del cuerpo de la mujer en un contexto histórico en el cual gobernar era poblar, y poblar significaba disminuir la tasa de mortalidad infantil mediante la aplicación del saber médico occidental. De manera general, las parteras eran vistas como mujeres ignorantes cuyos saberes se limitaban a creencias irracionales y supersticiones dañinas. Brujas, curanderas y parteras eran combatidas por la Junta de Salubridad, primero porque eran mujeres, segundo porque eran de clase baja, y tercero porque poseían saberes cuya eficacia no podía explicar la ciencia médica occidental. El alumbramiento era una etapa crucial en la vida de una pareja y en la reproducción de las familias. Con el nacimiento de un bebé estaba en juego la posibilidad de incrementar su respetabilidad (estar casados en primeras nupcias, concebirlo durante la luna de miel, tener un varón, procrear varios hijos, etc.) o caer en el deshonor (no estar casados o estarlo en segundas nupcias, tener un hijo fuera del matrimonio o que naciera muerto, etc.), siendo la honorabilidad un atributo predominantemente masculino y la deshonra un estigma que más fácilmente recaía sobre las mujeres. La preocupación en torno a un alumbramiento exitoso de los matrimonios burgueses, y en menor medida de la plebe, era la posibilidad de transmitir un patrónimo, modales y herencias a su descendiente, así como de mantener viva a la madre para que pudiera hacerse cargo de sus hijos y procrear nuevamente. En ese sentido, el papel de la partera era fundamental, ya que tenía en sus manos el destino de las familias. Siendo prioritario su interés por incrementar la población, el gobierno del México independiente empezó a reorganizar los cursos de la Facultad de Medicina incorporando tímidamente a las mujeres, y a las parteras en particular, en cursos de gineco–obstetricia. En la capital, pero también en Guadalajara, Puebla y Veracruz, entre otros estados, se obligó a las parteras a asistir a cursos formales y obtener un diploma para ejercer su oficio. Sin embargo, estos discursos legalistas para reglamentar la actividad de las comadronas y someterlas al poder del médico cirujano surtieron pocos efectos, lo mismo que las repetidas iniciativas de ley para castigar penalmente a las parteras en caso de aborto, de nacidos muertos y de deceso de la parturienta.

Los médicos mexicanos, al igual que sus colegas de Europa, incursionaron también en el campo de los cuidados del infante y su alimentación, con el afán humanitario de combatir la mortalidad infantil. Las madres acomodadas acostumbraban tener una nodriza para alimentar a sus hijos en la primera etapa de su vida, costumbre que se justificaba principalmente por el estatus de la familia, que de esa manera mostraba su capacidad económica al poder pagar los servicios privados de un ama de cría. La burguesía decimonónica consideraba que el cuerpo de la mujer educada tenía como función principal la gestación, mas no la alimentación de los infantes. Pero la contratación de una nodriza, denunciada por los médicos como "lactancia mercenaria, con frecuencia implicaba cambiar la vida de un niño pobre por la de un niño rico; aumentaba la mortalidad infantil más que reducirla". Las madres pobres y las madres trabajadoras de la ciudad veían hipotecadas sus posibilidades de alimentar adecuadamente a sus hijos e hijas, por lo que se creó una institución: La Gota de Leche, donde el Estado y los médicos se daban a la tarea de alimentar a los infantes, así como corregir los malos hábitos de sus progenitoras y combatir su ignorancia. Si bien, desde tiempos atrás, se solía dar tes, papillas con cerveza, miga de pan y miel, así como pulque a los niños pequeños, los pediatras de La Gota de Leche y de la Casa de los Niños Expósitos llevaron a cabo numerosos experimentos con huérfanos, infantes pobres y enfermos, dándoles de comer diferentes brebajes a base de leche de vaca, de cabra y de burra. Ana María Carrillo muestra en su estudio que esta azarosa búsqueda de una leche artificial para los niños mexicanos, tomando el ejemplo de lo que se hacía en Francia y Alemania, causó muchas defunciones. En algunos casos, la ingestión in extremis de lecha materna de la nodriza lograba salvar a algunos recién nacidos de una muerte anunciada, pero los médicos imputaban esos decesos masivos a la mala calidad de los niños y a la falta de respeto a las reglas de higiene y asepsia por parte de las empleadas. Considerada inicialmente como un mal necesario, la alimentación artificial de los infantes se fue perfeccionando e industrializando, convirtiéndose a principios del siglo XX en una modalidad idónea y progresista que las madres mexicanas tenían que adoptar.

Existía durante la época porfiriana una concepción contrastante sobre la edad, según el sexo, la condición social y étnica. A partir de revistas feministas y femeninas que circulaban en la alta sociedad —las mujeres de clase baja "no han dejado grandes huellas"—, Cynthia Montero esboza las consecuencias sociales de la clasificación de las diferentes etapas de la vida. En su ensayo, la descripción de tratamientos caseros para borrar las arrugas y la enunciación de reflexiones personales frente al envejecimiento, limitan la comprensión del fenómeno social del ser mujer en su dimensión social e histórica. Al respecto, es menester agregar que la ley, y en particular el Código Civil, indicaba con precisión las edades mínimas para casarse para un hombre y para una mujer (Cfr. supra); la Iglesia y los médicos tenían también una concepción propia de las funciones que una mujer podía y debía asumir socialmente, en función de su edad. Hubiera sido interesante leer opiniones sobre el rango de edad idóneo para casarse en la alta sociedad porfiriana y sus referencias a las concepciones europeas de la época, la diferencia de edad aceptable entre la esposa y su marido, el número de hijos deseable, la existencia de ritos para marcar el paso a la edad núbil de una mujer y el paso a la etapa infértil, etc. La edad no debe reducirse al paso del tiempo en el cuerpo, sino que debe entenderse más profundamente, como la confluencia de representaciones ideológicas y estéticas cuyas consecuencias sociales son susceptibles de darnos valiosas indicaciones sobre un periodo de la historia del cuerpo.

En otro tema, la prostitución femenina fue el centro de apasionados debates a finales del siglo XIX y principios del XX. Quienes eran calificadas como mujeres de "mala vida" o de "mala nota" eran acusadas de ser los vectores de transmisión de la sífilis, enfermedad que afectaba a una parte creciente de la población debido a su contagiosidad y falta de cura. Leyes cada vez más restrictivas fueron promulgadas para intentar resolver lo que era considerado como un grave peligro para la salud pública y una amenaza para las siguientes generaciones. Esta visión reglamentarista, ampliamente inspirada en las medidas jurídico–legales tomadas de los países europeos, buscaba no sólo evitar la propagación de una enfermedad vergonzosa (visible en el hombre y no en la mujer), sino vigilar también a un sector marginal de la población: las mujeres pobres que hacían comercio con su cuerpo. Fabiola Bailón indica que una red discursiva de limitaciones y prohibiciones cubrió a las prostitutas de la ciudad de México, aunque sin lograr un control total de sus cuerpos y actividades. La higiene pública era la justificación de una higiene social que apuntaba hacia varios objetivos simultáneamente, como mostrar que México era un país moderno, reforzar la diferenciación de género, confirmar el estatus superior del médico y el poder absoluto de la ciencia galénica, enderezar nuevas fronteras entre las clases sociales, hacer de lo privado (lo íntimo femenino) un objeto de políticas públicas. Frente a esta perspectiva reglamentarista, los promotores de la visión abolicionista —sin abandonar todos los prejuicios del paradigma androcéntrico— planteaban que eran las deplorables condiciones de vida de las mujeres pobres y de las obreras la causa de la prostitución y la transmisión de enfermedades venéreas. Pero hubo que esperar hasta 1940 para que se abolieran por completo las medidas legales de vigilancia médica y policiaca de las meretrices.

El rápido crecimiento de la capital del país con la incorporación de cohortes de inmigrantes pobres provenientes de zonas rurales provocó una serie de transformaciones demográficas, urbanísticas, sociales y delincuenciales. Saydi Núñez afirma con acierto: "esta situación despertó el temor de la élite gobernante, quien preocupada por la introducción de nuevas costumbres y el 'quiebre' de las estructuras y los valores tradicionales veía en el futuro un riesgo para la estabilidad social y un aumento de la peligrosidad de los sectores populares". Las mujeres criminales eran comúnmente consideradas como transgresoras de la ley, y peor aún, transgresoras de su condición de género. Al analizar la visión de Roumagnac sobre las delincuentes recluidas en la cárcel de Belén, se descubre no solamente la influencia ideológica del criminalista Lombroso, sino, y sobre todo, los prejuicios de la élite porfiriana hacia las mestizas de baja condición social. Así, Roumagnac plantea que las mujeres son más susceptibles de tener conductas desviadas por la pasión y los celos, sobre todo si su historia personal está salpicada de violencia y engaños. Para los juristas y criminalistas de la época, el mal se extiende mucho más en las mujeres, hasta hacerlas presas de inconfesables perversidades. Al romper con el orden legal y con el orden social decimonónico, las criminales llegan hasta el terreno baldío de los sentidos: ni la expiación de sus faltas ni su reeducación por el trabajo son capaces de volverlas al buen camino.

Finalmente, el último trabajo presentado aborda las representaciones iconográficas del cuerpo de la mujer entre la segunda mitad del siglo XIX y la primera década del siglo XX. Tania García comenta diferentes obras de pintores mexicanos (Julio Ruedas, Saturnino Herrán y Jorge Cuevas, entre otros) que tienen como tema central el cuerpo de la mujer. Se puede apreciar cómo pasó la mujer de ser un modelo retratado de virtudes a un ser despiadado y desconcertante. A la mujer vestida, retratada o de pie, que expresaba el ideal social y cultural de una élite, se le fueron sumando de manera paulatina representaciones donde aparecían más explícitamente partes descubiertas de su cuerpo, hasta el desnudo del Modernismo, que refiriéndose o no a temas míticos exhibía toda la potencialidad sexual de la mujer. Este abandono del recato apareció como una violación de los tabúes. La mujer mexicana decimonónica fue asociada primeramente a una naturaleza delicada y generosa, para luego hacerla encarnar peligrosamente las fuerzas destructivas ligadas a los elementos naturales, hasta manifestar las pulsiones desenfrenadas propias de la bacante dionisiaca. Estos cambios en la representación pictórica del cuerpo femenino, estudiados con pericia por Tania García, evidencian las diferentes etapas del pensamiento artístico y social relativo al género.

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