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Revista mexicana de sociología

versión On-line ISSN 2594-0651versión impresa ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol vol.74 no.2 Ciudad de México abr./jun. 2012

 

Reseñas

 

Marta Eugenia García Ugarte. Poder político y religioso. México siglo XIX, 2 t.

 

Carlos Martínez Assad*

 

(México: H. Cámara de Diputados, LXI legislatura/Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Sociales/Asociación Mexicana de Promoción y Cultura Social, A.C./Instituto Mexicano de Doctrina Social Cristiana/Miguel Ángel Porrúa, 2010), 1832 pp.

 

* Instituto de investigaciones Sociales

 

Basta con ver en la portada el cuadro del papa Pío IX bendiciendo a Maximiliano y Carlota, cuyas expectativas alentó, para saber que el libro en nuestras manos nos depara una travesía de gran interés por sus páginas. Marta Eugenia García Ugarte, la autora, ha demostrado ya en sus obras anteriores que indaga de manera profunda en lo que le interesa mostrar.

Se trata de un trabajo original que hacía falta en la historiografía de la relación entre la Iglesia católica y el Estado mexicano, como lo demuestran sus 1832 páginas distribuidas en dos tomos con 15 capítulos y un epílogo. La autora nos lleva a través de una idea clave: "el pensamiento social y político de una época se encuentra definido por los valores y principios vigentes en la sociedad situada en su pasado inmediato y la imaginación creadora del presente que ya contiene las ideas y los fundamentos sociales que serán hegemónicos mañana" (t. I, p. 23, en adelante se cita el tomo correspondiente y el número de páginas de la siguiente manera: I-23).

Entre sus objetivos están las posturas de los obispos en sus relaciones con los gobernantes, que encontraban fundamento en la política internacional de los papas entre los siglos XIX y XX. Es de gran interés enterarse, por ejemplo, que Pío VI reconoció en 1797 a la nueva república francesa y les recomendó obediencia a los católicos. Así se puede entender mucho de lo que ha significado la iglesia de Roma para el orbe católico.

Para conocer el profundo significado que tiene la Iglesia católica en México, debe remontarse al ejercicio del patronato desde que se consumó la independencia de la monarquía española, en 1821. Sin embargo, la junta eclesiástica quería que se siguiera de forma ortodoxa la relación con Roma. El asunto no fue discernido de manera fácil ni en corto tiempo. En 1824, luego de la caída del imperio de agustín de Iturbide y una vez proclamada la primera Constitución federal, la Junta Eclesiástica se propuso saber si el papado reconocía la independencia y su derecho al patronato.

La autora nos cuenta de manera pormenorizada que la llamada santa sede no reconocía la independencia de las naciones y el senado afirmaba que "El patronato había pasado a la nación porque no era un privilegio del rey sino un derecho inherente a la soberanía" (I54-55). Lo que estaba a debate era cómo lograr que México no se enfrentara con Roma. Una percepción correcta, porque la tranquilidad de la nueva nación aún no estaba garantizada, como se vio en 1828, cuando los bandos de Manuel gómez Pedraza y Vicente guerrero se enfrentaron. Aun cuando este último terminó siendo designado presidente el 12 de enero de 1829, tuvo que dejar la Presidencia para asumir el mando del ejército para enfrentar la amenaza española de invadir México.

Con las negociaciones suspendidas, se establecieron los concordatos por la aceptación del papado de que se nombrara a los obispos que debían ocupar las sedes vacantes. Esto no era sencillo por la atención que ponía la corona española en el asunto, pero finalmente el papado aceptó nombrar obispos a todos los propuestos. Después de su pronunciamiento, anastasio Bustamante envió una carta a Pío VIII, el 5 de marzo de 1830, donde manifestaba su convencimiento de que se ocuparan las diócesis vacantes y presentaba los nombres de los obispos que podían ocuparlas. Pero en 1833 los obispos enfrentaron las decisiones del grupo político republicano federalista y liberal, que buscaba transformar radicalmente a la sociedad mexicana con la intención de "formar ciudadanos con espíritu crítico y racional, libres del fundamentalismo religioso" (I-99). Así, José María luis Mora se propuso "quitar al clero el dominio de las conciencias" y planteó que la nación podía ejercer el patronato sin la autorización de Roma para que el gobierno pudiera nombrar a los más idóneos para ocupar incluso las parroquias, y así lo hizo el gobierno de Valentín gómez Farías cuando ordenó a finales de ese año que se nombrara a los titulares de todas las parroquias vacantes.

No obstante, resurgió la inestabilidad en el país debido al diferendo entre centralistas y federalistas. Con gran detalle la autora recorre un periodo particularmente difícil de la historia de México caracterizado por los ires y venires de santa anna y las relaciones se hicieron más tensas con la Iglesia. Ésta intervino en la formulación del gobierno de Mariano Paredes y arrillaga para evitar la reforma por medio de la cual con las bases orgánicas se quería controlar a la Iglesia.

Ya cuando Estados Unidos declaró la guerra a México, en 1846, el gobierno mexicano comenzó a gestionar tanto con los gobernadores como con la Iglesia la forma de obtener recursos. El ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos pidió al canónigo Juan Manuel Irisarri, vicario capitular del cabildo de la Catedral Metropolitana, que hiciera rogativas por la situación de guerra que vivía el país. Se imponía que la Iglesia apoyara al gobierno de Mariano salas, porque de lo contrario la derrota traería males mayores contra la religión. Así, el gobierno negoció un crédito por 20 millones de pesos con Inglaterra, respaldado con los bienes de la Iglesia. Todos los préstamos concedidos, además, por la Iglesia, no impidieron el avance de las tropas que tomaron la capital el 13 de septiembre de 1847.

Más adelante, ya en el último gobierno de santa anna, fue importante arreglar la marcha administrativa de la nación, por lo que el 22 de abril de 1853 se establecieron los ministerios de gobernación y Fomento, así como la Procuraduría de la Nación y Justicia. Un mes después se integró el Ministerio de Negocios Eclesiásticos e Instrucción Pública. Sin embargo, la oposición en contra del gobierno conservador se inició con el pronunciamiento de Juan álvarez, entre el 21 y el 22 de enero de 1854, cuando los obispos del país continuaban sin definir una política y actuaban de manera individual. El tiempo de las políticas eclesiásticas, cuenta la autora, llegó cuando el canónigo de Morelia, Pelagio antonio Labastida y Dávalos, fue nombrado obispo de Puebla. Labastida "estaba convencido de que los eclesiásticos tenían que tomar parte en la discusión que se estaba dando para fundar la nación, si no de forma directa, a través del partido conservador" (I-451).

Con la llegada de Juan álvarez al poder, en octubre de 1855, se estableció un gobierno integrado por los liberales radicales: Melchor Ocampo en Relaciones; Benito Juárez en Justicia, Negocios Eclesiásticos e Instrucción Pública; guillermo Prieto en Hacienda; Miguel lerdo de Tejada en Fomento, e Ignacio Comonfort en guerra. Se convocó de inmediato a un congreso constituyente y la prensa católica criticó que se dejara fuera de la votación a los eclesiásticos. La ley Juárez, promulgada casi de inmediato, el 25 de noviembre de 1855, sembró la tempestad. El derecho a la inmunidad, defendido desde Trento, provocó que el cabildo la analizara cuando le envió copia de la ley el arzobispo de México, Lázaro de la Garza y Ballesteros. Con su refuerzo, éste protestó en contra de la ley en nombre de todos los obispos, porque el fuero no correspondía a los individuos sino al jefe de la Iglesia.

Labastida publicó una carta pastoral condenando la ley, que se distribuyó por todo el territorio de su diócesis: Puebla, Veracruz y Tlaxcala, y el gobierno respondió tajante que "el presidente estaba dispuesto a hacer cumplir la ley" (I-519-520), y en los hechos le demostró su poder, desterrándolo de inmediato. Manuel Doblado se esforzaba por remover a álvarez y éste, para evitarlo, transmitió el poder al conservador Comonfort, quien tuvo que hacer frente a la rebelión de Zacapoaxtla en 1855, en la que la Iglesia tenía metidas las manos. Al ser desmantelada, la molestia del obispo de Puebla, el mismísimo Labastida, que ya había regresado, creció ante la amenaza clara del gobierno, que el 31 de marzo de 1856 ordenó la intervención de sus bienes eclesiásticos, a lo que por supuesto se negó.

El constituyente se estableció el 17 de febrero de 1856 y el 25 de junio publicó la ley de desamortización de los bienes de las corporaciones civiles y eclesiásticas, que se conocería como la Ley Lerdo, porque fue elaborada por el ministro de Hacienda. Entre junio y diciembre, el gobierno se adjudicó bienes por 20 millones 667 mil pesos, por lo que ley fue considerada un éxito. En respuesta, frailes y curas se vincularon a varios levantamientos y revueltas, que proliferaron por toda la República. El 8 de octubre, Tomás Mejía se pronunció en la sierra gorda por "Religión y Fueros". Todavía vendría la discusión sobre la libertad de cultos y la formulación del artículo 123, que dio a los poderes federales la posibilidad de intervenir en la materia. Más tarde, los curas protestaron contra la ley de observaciones parroquiales.

Desde la publicación de la ley lerdo hasta la promulgación de la Constitución arreciaron las críticas del clero, por lo que el país vivió un periodo que prefiguraba la guerra civil. Labastida, por su parte, con todo y su popularidad, tuvo que salir de Puebla. El gobierno pidió al arzobispo que izara el pabellón nacional en la catedral y que todas las iglesias repicaran campanas el 11 de marzo. La jerarquía se opuso porque la feligresía podría considerar que se trataba de la aceptación de los artículos proclamados y pidió a todos los obispos y curas la condena a la Constitución, por lo que continuaron las revueltas, en las que varios curas se involucraron.

El gobierno decretó entonces la contribución sobre la propiedad y el arrendamiento de fincas urbanas, reduciendo la renta que percibía el propietario, lo cual afectaba de nuevo a los bienes de la Iglesia. El cabildo logró que la biblioteca de la Catedral fuese exentada de pago y el 12 de septiembre de 1857 el presidente Comonfort decretó la supresión de la Universidad de México. "Tanto los libros como los fondos y demás bienes que le pertenecían se destinarían a la formación de la Biblioteca Nacional de que hablaba el decreto del 30 de noviembre de 1847 y a la mejora del Museo" (I-686).

La oposición conservadora se extendió y la Iglesia encontró más aliados. En medio de los desórdenes se inició el primer periodo presidencial de Comonfort regido por la Constitución de 1857, aun cuando fue hundido por las reyertas auspiciadas y debió abandonar la ciudad de México en enero de 1858. Juárez asumió entonces como presidente constitucional de la República y organizó su gabinete. Félix Zuloaga asumió igualmente el Poder Ejecutivo como presidente constitucional, apoyado por los conservadores, las clases ilustradas y el clero. Estaban dados los emplazamientos para la guerra. La autora nos relata con paciencia, bordando fino, todos los detalles. Zuloaga fue el primero en caer y Miguel Miramón se convirtió en presidente sustituto por el bando conservador el 2 de febrero de 1859. Su propuesta era retomar la importante aduana de Veracruz, en poder de los enemigos, pero su primer revés fue la publicación de las leyes de Reforma y el reconocimiento del gobierno liberal por parte del gobierno estadounidense y el envío de su primer ministro plenipotenciario, Robert M. McLane.

Así las cosas, Miramón decidió hacer la campaña contra Veracruz, donde se había establecido el gobierno de Juárez. A su paso, las fuerzas conservadoras cometieron muchas barbaridades contra los civiles, pero también contra algunos sacerdotes y curas, "tan sólo porque sospechaban que eran favorables a las fuerzas constitucionales" (I-811). Por otra parte, la persecución de los párrocos era natural para los constitucionales, que buscaban contrarrestar los atentados contra las parroquias y el interés por apropiarse de las joyas de las iglesias. Y como se rumoraba que los arrendatarios favorecidos por la ley lerdo devolvían los bienes a la Iglesia en forma voluntaria, se dieron casos como el de Jesús González Ortega, en Zacatecas, y santiago Vidaurri, en Saltillo, que decretaron la nacionalización de los bienes del clero en las áreas bajo su control (I-819), pero Ortega fue más lejos, al decretar el 16 de junio de 1859 la pena de muerte para todos los clérigos que desobedecieran las leyes. El 15 de julio suprimió las comunidades religiosas y expulsó de Zacatecas a todos los clérigos.

Los triunfos liberales y sus decisiones fueron el caldo de cultivo para que surgiera la idea de que un monarca extranjero era la única salida para México. El reconocimiento de Estados Unidos también provocó reacciones que supusieron que la única salvación podría venir de Europa. En Veracruz, Juárez, Ocampo, Ruiz y lerdo firmaron un manifiesto, el 7 de julio de 1859, para manifestar los propósitos de la reforma liberal. Acusaron al clero de hundir al país en una guerra de sangre en beneficio de sus intereses. Afirmaban, igualmente, que "era imposible que la libertad y el orden existieran mientras los agentes religiosos continuaran ejerciendo su poder en el país. Por esa razón se les despojaría de sus riquezas para que no pudieran ser usadas contra los gobiernos establecidos. Además como los bienes se nacionalizarán, los clérigos tendrían que vivir de las limosnas de los fieles. Se quitaba a la iglesia la administración de los cementerios y el registro de muertos, nacimientos y matrimonios" (I-819-820).

La separación de la Iglesia y el Estado fue un hecho con la publicación en Veracruz de todas las leyes que le dieron sentido: matrimonio civil y secularización de los cementerios, y el conjunto de decretos conocido como leyes de Reforma, que lesionaron profundamente el poder político y económico de la Iglesia (I-821-822).

 

EL TRIUNFO DE JUÁREZ Y EL INESPERADO LIBERALISMO DE MAXIMILIANO

En el segundo tomo, podemos enterarnos de que los alineamientos ya están decididos, aunque la paz no está cercana. Cuando Juárez entra a la ciudad de México es reconocido por las potencias extranjeras, en tanto que los conservadores perdieron este reconocimiento al salir. En marzo de 1861 se realizaron las elecciones del bando liberal, y Juárez, apoyado por Doblado, se impuso a lerdo y González Ortega. Comonfort se instaló en Monterrey, dominado por Vidaurri. La fuerza de los estados fue utilizada en contra de Juárez, aunque éste estaba convencido de que la verdadera fuerza del país estaba allí y no en las pasiones y ambiciones surgidas en la capital.

Asimismo, debió enfrentar problemas en su gabinete tras la renuncia de antiguos compañeros de ruta: Prieto y González Ortega, a quien sucedió Ignacio Zaragoza. En este contexto surge la demanda de Francia y gran Bretaña, acelerando la idea de una intervención y reforzando a los interesados en imponer en México a un príncipe extranjero. Comenzaron las negociaciones de gutiérrez de Estrada y Miranda. Fue así que los conservadores coincidieron en ofrecer el trono de México a Fernando Maximiliano de Habsburgo, con el linaje católico de la casa de austria. Al visitar Miramar a finales de diciembre de 1861, gutiérrez de Estrada quedó más convencido de "la belleza, nobleza y personalidad de los monarcas", lo que lo hizo decir: "nada dejan que desear... son para nosotros un precioso don del cielo" (II-934-935). Los grandes gestores de la monarquía fueron el obispo Labastida, el padre Miranda, gutiérrez de Estrada y almonte. Propuesta apoyada por Napoleón III desde los primeros meses de 1862, aunque no se esperaba la respuesta del ejército mexicano, que el 5 de mayo inflingió una tremenda derrota a los invasores.

No obstante, en octubre de 1863 regresaron al país los obispos expulsados, entre ellos Labastida, el de Michoacán y el de Oaxaca. El primero era elogiado porque había salido siendo obispo de Puebla y regresaba como arzobispo de México y regente del imperio, por calles alfombradas de flores con las tropas formando vallas. De inmediato surgieron conflictos con los franceses porque el general François Aquiles Bazaine aceptó revisar las ventas de los bienes de la Iglesia bajo el control del Estado y no de la Iglesia, como propuso Labastida. En el fondo se trataba de decidir el poder de los regentes y del mismo arzobispo, y finalmente Labastida fue removido por los otros dos regentes apoyados por Bazaine. Los arzobispos y obispos del país fijaron su posición cuestionando la decisión de aceptar los pagarés sobre los bienes del clero y el cobro de los arrendamientos de las fincas que habían sido secularizadas y nacionalizadas. Cuando regresaron a México tuvieron la esperanza de que un gobierno católico, restaurador de los sa-nos principios, les permitiera el restablecimiento del culto y observar la moral de las costumbres, pero resultaron sorprendidos al encontrarse en una situación semejante a la que precedió a su destierro.

El gobierno anterior los había desterrado y nada había cambiado con un gobierno en cuya invitación se habían involucrado, y continuaba usándose la oprobiosa expresión "bienes de manos muertas" para designar las propiedades eclesiásticas. Al regresar al país, las acciones comprometidas del gobierno de intervención con las leyes de Reforma les resultaron inconcebibles. Sus críticas los llevaban a la amenaza de excomunión y fue una declaración de guerra del episcopado para el gobierno imperial, que ni siquiera había iniciado formalmente. Los obispos se sentían con las manos atadas porque habían participado en el establecimiento de la monarquía y en la selección de Maximiliano. Sólo les quedaba manifestar que "no les era lícito cumplir las disposiciones que restituyen su vigor a las leyes denominadas de Re-forma" (II-1075-1076).

Para nadie era desconocida la injerencia de Labastida en las protestas que continuaron cuando los regentes ordenaron la destitución de los jueces y, por lo tanto, la sustitución del Tribunal. Aunque Juárez enfrentaba serios problemas con los gobernadores de Nuevo león, Chihuahua y Durango, los liberales vieron con regocijo los desacuerdos entre los conservadores. Aun en esas condiciones, Maximiliano, presionado por Napoleón, emprendió el viaje, no sin antes pasar por Roma, donde pidió la bendición a Pío IX, pero no trató con él los espinosos asuntos de los bienes de la Iglesia mexicana. El emperador llegó a las costas mexicanas el 28 de mayo de 1864 y el 12 de junio de ese mismo año a la capital. Los obispos se regocijaban porque se iniciaba una nueva era, pero, dirigidos por Labastida, ponían en duda el éxito del imperio si sostenía la postura liberal respecto a los bienes de la Iglesia.

Las decisiones de Maximiliano en asuntos religiosos pusieron en evidencia el error cometido por el Partido Conservador al aceptar a un soberano de pensamiento liberal que dependía completamente de Francia. Preocupó de inmediato a los conservadores la forma de tratar los asuntos eclesiásticos, que el emperador abordaba sin consultar con Roma. Su encono era tal con los obispos que el nuncio temía que todos desearan abandonar sus diócesis. El asunto empeoró cuando, el 26 de enero de 1865, el imperio publicó dos decretos, ordenando la revisión de las adjudicaciones de los bienes eclesiásticos y estableciendo la tolerancia de cultos. Los arzobispos y obispos escribieron al emperador pidiendo la derogación de ambas leyes y de todas las expedidas por Juárez y Comonfort. Pero la Iglesia sólo recibía nuevos agravios sabiendo que la consecuencia de su acción de llamar a un príncipe extranjero había sido la expedición de nuevas leyes en su contra.

Pese a las constantes manifestaciones de los conservadores, Maximiliano no modificó sus propósitos. Debido a su afán por copiar las reformas juaristas, las acciones positivas de su gobierno no fueron claras, como puede observarse con la organización territorial, que establecía ocho grandes divisiones y cincuenta departamentos utilizando un mapa elaborado por Manuel Orozco y Berra. El 10 de abril de 1865, el emperador firmó el Estatuto Provisional del Imperio Mexicano, que reconocía la monarquía moderada y hereditaria por un príncipe católico, quedando la emperatriz a cargo de la regencia en caso de ausencia de su consorte. Siguieron muchas otras realizaciones.

Para ese año, México era la representación del caos por la debilidad del gobierno imperial y el asedio de las guerrillas por todo el país, mientras Juárez se fortalecía. Para Labastida, el emperador se empeñaba en "desconceptuar al clero mexicano", cuando era bien sabido que "en todos tiempos y en todas circunstancias el clero ha tomado una parte muy principal y casi exclusiva en la educación e instrucción de la juventud" (II-1183). Era evidente que el clero se encontraba sitiado entre dos fuerzas: las liberales y las imperiales.

 

DE UNA IGLESIA RICA A UNA POBRE

La situación de la Iglesia era mala, pero no tan grave como la del imperio. Maximiliano había logrado quedarse solo. La situación financiera era un desastre y la convicción de los franceses se había debilitado. El gobierno vivía de los préstamos europeos, mientras los juaristas se consolidaban y obtenían el apoyo de Estados Unidos. En esas condiciones, Napoleón ordenó retirar las fuerzas francesas el 22 de enero de 1866 y pidió fijar un término definitivo para la intervención en México. Los conservadores, debilitados a lo largo del imperio, sujetos a las divisiones y los celos de su oficialidad, abandonados por todos los que les habían ofrecido lealtad, nacionales y extranjeros, estaban derrotados desde febrero de 1867, cuando salió el último reducto de las fuerzas francesas con el general Bazaine a la cabeza, y con ellos el arzobispo de México, Pelagio antonio Labastida y Dávalos (II-1187).

El cabildo metropolitano era un desastre y ya no contaba ni con la política nacional ni con la romana. Las leyes liberales de desamortización y nacionalización de los "bienes de manos muertas" y la pobreza e inactividad productiva que se extendió por el país, incluida la crisis del maíz, impidieron que hubiera mesada para los canónigos, que no podían pagar su supervivencia y mantener el culto al desaparecer su esplendor de otro tiempo. La preocupación fue tal que los llevó a negarse a cubrir hasta 1873 las plazas vacantes en el cabildo (II-1191). La Iglesia metropolitana se había transformado, "ya no era una Iglesia rica, era una Iglesia pobre". De su antigua grandeza, decía Primo de Rivera, sólo le había que-dado la "costumbre de repartir en números varios, lo que antes repartía en numerario", aglomeraba deudas (II-1194).

La problemática se extendía por el país. La mayoría de los párrocos de todas las diócesis solicitaba conservar los diezmos por un año. El arzobispo enfrentaba la resistencia del cabildo en cualquier resolución que afectara los fondos. Llama la atención la claridad que tenían Labastida y Munguía sobre lo que ocurría y lo cercano que estaba el fin del imperio con la salida de las primeras tropas francesas y la emperatriz, como se dio a conocer desde Veracruz. Como el emperador de México festejaba a Hidalgo y no a Iturbide, Munguía no resistió hacer el comentario: "si el cura Hidalgo resucitara se volvería a morir de sorpresa en presencia de sus nuevos laureles" (II-1203).

En la segunda mitad de 1865 se habían agudizado las desavenencias entre los conservadores y el emperador, cuando se publicaron los decretos de Maximiliano sobre la libertad de cultos y los bienes de la Iglesia. La situación para la Iglesia no era nada halagüeña, como lo expresaba Labastida en enero de 1866: el Registro Civil —decía— estaba causando grandes inconvenientes, particularmente, porque se había hecho a un lado a los párrocos. Además, "para el culto no hay un centavo, fuera de lo poco que se colecta de diezmos y toca a la fábrica espiritual: para los curas y vicarios casi nada se reúne de los derechos parroquiales sobre lo cual trabajar, las autoridades locales, persuadiendo a los pueblos que el gobierno lo ha prohibido" (II-1239).

Una nota la daban los protestantes y masones que realizaban esfuerzos para incrementar sus prosélitos, protegidos y avalados por la tolerancia religiosa. Ya desde 1854 algunos clérigos habían impulsado un movimiento reformista intracatólico, nacionalista y antirromanista, que constituyó un antecedente para la implantación, en poco tiempo, de nuevas doctrinas.

El arzobispo buscaba el diálogo con el emperador, sin logarlo. Por ejemplo, después del decreto del 12 de mayo de 1866, sobre los cementerios, el arzobispo le escribió al monarca protestando contra dicha ley porque los lugares sagrados habían sido profanados "por el solo hecho de sepultarse en ellos los que mueren fuera del gremio de la Iglesia" (II-1241-1242). Maximiliano respondió devolviendo los cementerios que pertenecían a las Iglesias, aunque aclaró que no se incluían los construidos por los ayuntamientos. Prohibía igualmente la sepultura en los atrios de las iglesias, cuando esos eran los únicos con que contaban algunas parroquias y pueblos. Con estas restricciones, final-mente ningún cementerio fue devuelto a los párrocos.

 

UN FIN CATASTRÓFICO

En 1866 la situación era políticamente desesperada. Los republicanos dominaban Chihuahua, Durango, Nuevo león, Tamaulipas y Zacatecas, por lo que Munguía escribió a Labastida que debía abandonar el país, pues los emperadores habían quedado aislados de Europa. Francia retiró su apoyo y Carlota sólo podía insistir ante austria —con el emperador indiferente ante los problemas de su hermano Maximiliano— y Bélgica —donde gobernaba su hermano, leopoldo II, quien estaba más preocupado por administrar las posesiones—. El efímero imperio llegaba a su fin cuando el 13 de febrero Maximiliano salió para Querétaro. La plaza fue sitiada por el general Escobedo, obligándolo a rendirse a discreción el 15 de mayo. El 21, el ministro de guerra ordenó entablar juicio contra Maximiliano, Miramón y Mejía. En este proceso el emperador fue defendido por Mariano Riva Palacio, Rafael Martínez de la Torre y Eulalio Ortega. Luego de diferentes intercambios, a través de los cuales el archiduque de austria pidió a Napoleón su intervención, mientras otros abogaban por la vida de Maximiliano, fue fusilado a las siete de la mañana del 19 de junio junto a los otros procesados.

El triunfo de los liberales produjo un gran malestar por el acoso y persecución a quienes habían apoyado al imperio. Cuando se concedió la amnistía, en 1870, no se incluyó a las personas que, como el arzobispo Labastida, habían colaborado de manera directa. Además, el gobierno de Juárez tomó la decisión de confiscar las propiedades de los particulares que habían colaborado con el imperio y se incentivó la aplicación de las leyes para los bienes eclesiásticos que aún quedaban sin adjudicar o vender. El clero tuvo que aplicar rigurosa y sistemáticamente las leyes de Reforma desde el nivel parroquial. Durante el gobierno de Juárez de 1867 a 1872, jueces, párrocos y pobladores se disputaban el registro de nacimientos, matrimonios y defunciones.

Labastida, desde Europa, se enteraba de que el conflicto alcanzaba niveles alarmantes. Los gobernadores de la mitra de México, afirma García Ugarte, acusaban a los jueces del registro por no cumplir las leyes de Reforma, tanto las de separación de la Iglesia y el Estado como las de los bienes nacionalizados, que exceptuaban las casas curales y sus huertas. Éste era, dice, un despojo fuera de la ley que continuaría durante el porfiriato.

La percepción de Labastida de que había cometido un error al participar decididamente en los levantamientos militares, porque no era ésta una función de la Iglesia, fue más clara cuando, en 1870, los nacionalistas italianos de Vittorio Emmanuel tomaron la ciudad de Roma, último reducto del poder temporal pontificio. Fue gracias a la declaración de la infalibilidad pontificia que Labastida decidió concentrar sus esfuerzos en la labor pastoral y en la reconstrucción de la Iglesia mexicana. Hasta que murió, en 1891, mantuvo el principio de no intervención de la Iglesia en los movimientos políticos que cuestionaban la legitimidad del poder establecido (II-1299).

Los acuerdos y desacuerdos marcaron todo el periodo que se inició con la República restaurada, y entre otros problemas era grave observar que muchos fieles se convertían e incorporaban a nuevas Iglesias. Se trataba de un movimiento que arrastró incluso a los sacerdotes que se dedicaron a realizar proselitismo por las nuevas doctrinas. La difusión de nuevas ideas y su adopción obligó a los obispos a prevenir a su feligresía contra la propaganda y los valores del protestantismo.

Vinieron luego los arreglos con los tiempos nuevos, la muerte de Juárez y la Presidencia de sebastián lerdo de Tejada, su compromiso con las leyes de Re-forma y su amnistía general, así como un nuevo destierro de la Compañía de Jesús. También el Plan de Tuxtepec y la llegada al poder de Porfirio Díaz. Y como nos relata la doctora García Ugarte en este espléndido libro, con él se darían nuevos arreglos entre el Estado y la Iglesia. Previamente se negociaba la participación de los católicos en el gobierno. Labastida impulsó, con la aprobación de la santa sede y de todos los obispos, la acción individual de los laicos en política. Desde entonces se incrementó el número de católicos en las filas gubernamentales. La infraestructura eclesiástica se fortaleció y la Iglesia recuperó su presencia durante el largo régimen de Porfirio Díaz, quien fuera, paradójicamente, el último de los liberales.

Las páginas de este libro llenan un vacío en los estudios sobre la Iglesia católica en México y un periodo controvertido gracias al uso de fuentes originales, los propios archivos eclesiásticos, entre los que destacan los de la Catedral de México y El Vaticano, así como el archivo privado del arzobispo Labastida. El libro está destinado a ser un clásico que a partir de ahora deberá ser citado por los investigadores interesados en conocer a profundidad el impacto social de las relaciones entre la Iglesia católica y el Estado mexicano.

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